Todas estas cosas les sucedieron a ellos en figura y fueron escritas para amonestarnos a nosotros, para quienes ha llegado la plenitud de los tiempos. (Primera Epístola de san Pablo a los corintios, cap. X, v. 11). |
Haec autem omnia in figura contingebant illis: scripta sunt autem ad correctionem nostram, in quos fines saeculorum devenerunt. (Sancti Pauli Corinthiis Epistola Prima, cap. X, v. 11). |
Fulcanelli entendió siempre por la expresión morada filosofal todo soporte simbólico de la Verdad hermética, cualesquiera pudieran ser su naturaleza e importancia. A saber, por ejemplo, la minúscula figurilla conservada en una vitrina, la pieza de iconografía en simple hoja o cuadro, o el monumento arquitectónico ya sea detalle, vestigio, o castillo o iglesia en su integridad.
De entre los modestos iniciales, por desgracia, muchos se hallaban más o menos deteriorados. Otros, lo cual es infinitamente peor, desaparecieron en su totalidad, a menudo bajo bombas amigas cuya necesidad era poco menos que discutible. De esta miseria lastimosa, Lisieux ofrece como una ilustración realmente tópica, ya que fue destruido en su parte antigua incluido el palacio, de valor inestimable. Durante aquel tiempo gozaba de una serena inmunidad la basílica comercial, que es sobre todo notable por su cúpula, en perfecta armonía con la atmósfera habitual de los grandes almacenes de París.
*
Para nosotros, que trabajamos por vía seca [11] en el horno, la morada filosofal, a la vez la más humilde y la más opulenta, es la caverna de Belén, donde la Virgen María dio a luz al divino Niño. El albergue subterráneo se encontraba a tanta profundidad, que la luz no penetró jamás en él, sino siempre las tinieblas, porque en el interior no recibía la claridad del día: lux non fuit unquam sed semper tenebrae, quia lumen diei penitus non habebat[12].
Allí, según la secuencia de la misa del día de los dominicos.
El lecho del Intacto ha producido el Rey de reyes. Cosa admirable. |
Regem regum Intactae profudit torus. Res miranda. |
El ritual insiste resueltamente en ello, y ha conservado para la liturgia de Navidad el hermoso himno de san Ambrosio, que se canta en los maitines, y del que agradará, sin duda, el hermetismo raro, en clara transparencia bajo la corteza de un realismo lleno de vigor:
Ven, redentor de las naciones, muestra el parto de la Virgen que todo el siglo admira. Semejante nacimiento corresponde a Dios |
Veni redemptor gentium, Ostende partum Virginis: Miretur omne saeculum: Talis decet partus Deum. |
No de la semilla de un hombre, sino de un soplo misterioso el Verbo de Dios se ha hecho carne, y fruto de las entrañas ha florecido. |
Non ex virili semine, Sed mystico spiramine Verbum Dei factum caro, Fructusque ventris floruit. |
El vientre de la Virgen se hincha. Las murallas del pudor persisten. Los estandartes de las virtudes se agitan y Dios reside en el templo. |
Alvus tumescit Virginis Claustra pudoris permanent, Vexilla virtutum micant, Versatur in templo Deus. |
II. DISCURSO FILOSOFICO por Sabine Stuart de Chevalier.
Estampa-frontispicio.
Basile Valentin recibe la corona del Adeptado de manos de la Naturaleza, de la Virgen todopoderosa sin quien la iglesia no sabría ser. El emblema de la insigne realeza hace morir al monje-alquimista, en el mundo ordinario del plano miserable de tres dimensiones; allí donde le lloran ahora todos sus hermanos de religión.
Desde el mismo punto de vista que hemos expresado más atrás, no dudamos de que el maestro hubiera clasificado en sus moradas filosofales uno de los capiteles magníficos procedentes de la basílica románica de Cluny, en Saona y Loira, cuya célebre abadía, comprendida la biblioteca constituida por volúmenes manuscritos de lo más inestimable, en gran parte saqueada y devastada por los calvinistas en 1562, fue totalmente destruida el año primero de la República [13] por la soldadesca revolucionaria. En aquella escultura reconocemos al anunciador de la cuarta edad, pronto cumplida, para el ciclo que se cierra. Es un joven vestido con una larga túnica y que lleva en la espalda un bastón provisto de una campana a cada extremo. Una tercera, sin badajo, está sujeta por una especie de correa en el antebrazo izquierdo del estudiante. Sin duda, con su diestra sostenía un martillo con el único fin de golpear la campana más terrible en el oficio que lo somete a muy rudas contorsiones.
Pero se objetará que no hay allí nada sorprendente como no sea el tintinábulo, tan extendido en la Edad Media románica y que vuelve a encontrares representado de modo semejante en dos capiteles no menos admirables: el uno, en Vézelay en la iglesia de la Magdalena, y el otro, en Autun, en la catedral de San Lázaro. En efecto, el personaje figurado en alto relieve en el interior de una mandorla cobra toda su significación hermética con el exergo latino grabado en el reborde plano de la elipse, y que relaciona muy claramente la gesticulación del heraldo apocalíptico con el porvenir fatal de la pluralidad de los hombres.
SUPLEDIT QUARTUS SIMULANS
IN CARMINE PLANCTUS[14].
Golpea, reproduciendo el cuarto golpe
en obediencia a la profecía.
Así, los benedictinos de Cluny anunciaban ya el fin de aquella edad de hierro, ellos a quienes tan sólo separaban algunos siglos de las calamidades provocadas por la extinción brutal de la raza de bronce:
… La última es de hierro duro.
De inmediato, todo crimen se precipitó en la edad del peor metal:
el deber, la verdad y la confianza huyeron,
y en su lugar se establecieron las mentiras y las astucias,
las trampas, la violencia y el criminal deseo de poseer. [15]
En tan nefastas condiciones, la justicia cesa de reinar en el seno de las sociedades humanas, que Publio Ovidio Nason encarnó en la diosa, hija de Júpiter y de Temis, y descendida del Olimpo sobre la Tierra en el comienzo de la edad de oro:
La piedad yace vencida, y la virgen Astrea, la mayor de los cielos,
abandona los países inundados por la sangre de la matanza [16].
Publio Virgilio Marón señaló también la partida de la diosa que, hasta entonces, se había refugiado entre los jóvenes de los campos:
… entre ellos la Justicia,
retirándose de las comarcas, dio sus últimos pasos [17].
De la Justicia, Jean Perréal, gracias al escultor Michel Colombe, nos dejó la estatua admirable y femenina para la tumba sin par que proyectó por encargo de la reina Ana, deseosa de dar a los restos de sus bienamados padres, el duque Francisco II de Bretaña y Margarita de Foix, una última morada suntuosa. Joven y, pese a su gigantesca talla, muy agradable, nuestra Temis no presenta, en principio, nada más que los dos atributos clásicos que le son habituales, es decir, la espada y la balanza. Este instrumento, aquí de dimensiones reducidas, tiene sus dos platillos al mismo nivel, y nos recuerda lo que declara el adepto anónimo, tan brillantemente traducido por Bruno de Lansac:
«… y por la fuerza de la atracción pesamos nuestros elementos en una proporción tan justa que permanecen como balanzas, sin que una parte pueda sobrepasar a la otra, pues cuando un elemento iguala a otro en virtud, de modo, por ejemplo, que el fijo no sea de ningún modo rebasado por el volátil, ni el volátil por el fijo, entonces de esta armonía nace un justo peso y una mezcla perfecta»[18].
Ponderabilidad singular, por la cual la balanza de Perréal se aplica contra el libro, abierto de par en par, examinado a menudo por nosotros, siguiendo al maestro en la presente obra. Se verá en ella, en el capítulo de Los guardias de corps de Francisco II, duque de Bretaña, lo que disimula de enseñanza rara la alegoría, en apariencia exotérica, de las cuatro virtudes cardinales que se yerguen en los ángulos del mausoleo nantés.
Como particularidad curiosa, la Justicia se muestra tocada con la corona ducal que no poseen sus tres compañeras, igualmente majestuosas, de manera que creemos con fundamento que se trata de facies de mármol, animado por Colombe, y que de seguro representa a Ana de Bretaña, inteligente, instruida y hermosa. Basta, para convencerse de ello, con examinar los dos pequeños esbozos de los rostros de la buena duquesa y de su segundo marido, Luis XII, que conserva la biblioteca de la Facultad de Medicina de Montpeltler, y que fueron ejecutados a pluma por Perréal, llamado Jehan de Paris.
No sería cosa de sorprenderse si este artista, célebre con fundamento, hubiera impreso semejante sentido alquímico a su maravillosa composición funeraria; él que era dibujante, pintor, miniaturista y, por añadidura, poeta, no dejó de firmar en acróstico su Complainte de Nature a l’alchimiste errant. He aquí los diecinueve versos que en el manuscrito seguramente original de la biblioteca Sainte-Genevieve, de París, forman a la vez el íncipit y la introducción del excelente tratado de alta poesía, y de los que las mayúsculas iniciales constituyen, por otra parte, el nombre, apellido y lugar de origen del autor IEHAN PERREAL DE PARIS:
Il avint ung iour que nature
En disputant a ung souflleur
Hardiment luy dist creature
A quoy laisse tu fruict pour fleur
Nas tu honte de ta folleur
Pour dieu laisse ta faulcete
Et regarde bien ton erreur
Raison le veult et verite
Renge toy a subtillite
Entens bien mon livre et ty fie
Autrement c’est la pauvrete
Laisse tout. Prens philozophie
Daultre part ie te certiffie
Et me croiz qui suis esperit
Personne nest qui verifie
Autre que moy lavoir escript
Rien nest ne fut qui onc le veit
Ie lay fait pour toy qui le prens
Si tu lentens bien tu apprens[19].
Jean Perréal no sigue a Nicolas Flamel, y de éste, el libro famoso de Abraham el Judío, cuando nos confía, en cuanto al mencionado librito de la Complainte de Nature, que lo descubrió en un agujero sobre el que estaba pintada una calavera que «il estoit fort vieil» y que lo escribió «un esperit de terre et soubz terre». Lo leyó, «mais a grant peine a cause de la vielle lettre et ancienne mode descripre qui estoit en latin», consecuentemente a imitación de Flamel, que descifró el suyo al precio de largos esfuerzos. Cinco siglos después, Fulcanelli elucidó en su segunda obra, dirigiéndose a los amantes de la ciencia, el extrañísimo libro dorado, muy viejo y muy amplio, al mismo tiempo que el inverosímil viaje que en él se relata en la peregrinación a Santiago de Compostela.
Nos hallamos, entonces, muy lejos del extravagante empirismo que con toda evidencia preocupó a Jean Perréal, aunque quedara netamente distinguido de la alquimia tradicional. Ya reinaba la confusión, en su época, entre la obra de naturaleza (opus naturae) y el trabajo mecánico «opus mechanicae». El filósofo o alquimista y el soplador o espagirista utilizan un fuego muy diferente; éste, elemental y producido por los combustibles ordinarios, y aquél, filosófico y nacido de la inagotable fuente celeste. Es ese fuego de la madre Naturaleza el principal artesano de la Gran Obra; es el que Cristo ha venido a poner en las cosas y que desea obstinadamente que arda en el atanor. Allí donde puede ser tallada la piedra del ángulo, que el Todopoderoso conserva a disposición de los hombres de buena voluntad.
La Piedra, sobre la que Jesús edificó la Iglesia, está incluida en la base de toda morada filosofal, mas, por desgracia, se convierte en ocasiones en causa de tropiezo y de escándalo.
«Y así, por este tratado, he querido indicar a abrir la Piedra de los antiguos, que nos ha venido del cielo para la salvación y el consuelo de los hombres en este valle de lágrimas, como el más alto tesoro terrestre concedido, y, para mí, ¡cuán legítimo!»
He aquí lo que nos dice Basilio Valentín, hermano de la orden de San Benito, en sus Doudecim Claves Philosophiae [20], y que la mujer alquimista Sabine Stuart de Chevalier parafraseó en su Discours Philosophique sur les Trois Principes [21], tomando así el pretexto de manifestar su admiración hacia el ilustre cenobita mediante un bello y curioso grabado. En el mismo, a la derecha, colocado sobre el horno, hay un matraz del que salen tres cabezuelas y en cuyo interior aparecen desnudos, el uno junto a la otra, el hombre y la mujer alquímicos, mientras que un niño pequeño se halla en el cuello del recipiente.
El frasco filosofal, habitado de forma semejante, se veía ya entre las figuras en colores del Don de Dios de Jorge Aurach, y a él podría añadirse también la acuarela que ejecutamos hace tiempo de la pequeña pintura del artista contemporáneo de Jacques Coeur.
La separación alquímica, puesta en alegoría por el adepto alsaciano, es diametralmente contraria a la disociación de los elementos y, más aún, a su desintegración, que aniquilaría toda esperanza de que en lo sucesivo se reunieran para una vida nueva y más gloriosa. Esta operación inicial de la Gran Obra, en perfecto acuerdo con el capítulo del Génesis, preludia la creación del filósofo a partir del caos mineral y microscópico en cuyo seno se confunden los elementos. A ejemplo de Dios, al comienzo del mundo, el alquimista procede a la separación del cielo y del agua o, más exactamente, del fuego y del aire con la tierra y el agua.
«Y Dios hizo el firmamento y separó las aguas que estaban bajo el firmamento de aquéllas que estaban encima del firmamento. Y así fue hecho»[22].
En la introducción de nuestra Alchimie hemos indicado, poéticamente, qué clase de ondas son las aguas superiores, tan consideradas por los antiguos. En este sentido, Fulcanelli a menudo se ha detenido en esta fuente magnética, en la fuente de magnesia, en particular, siguiendo a Filaleteo y viendo con claridad en el capítulo IV de su Entrada abierta al palacio cerrado del rey el imán de los filósofos que constituye, para el alquimista, la base, simultáneamente espiritual y física, de la realización en el laboratorio:
Advierte, además, que nuestro imán posee un centro escondido que abunda en sal, la cual, en la esfera de la luna, es el menstruo que tiene poder de calcinar el Oro[23].
En este punto capital de la elaboración, nos parece oportuno ir un poco más lejos de lo que consintió el maestro y, por tanto, atraer la atención de algunos sobre la ayuda que puedan esperar de las reservas cósmicas.
Nada más que para la detección de los rayos ultravioleta, ¡qué aparatos, qué técnicas infinitamente complicadas, fuera de los receptores quicios, bajo los auspicios de la electricidad! Así, entre los laboratorios de física-química se ha podido reconocer que entre las fuentes siderales del rayo a la vez invisible y químico, se sitúa el firmamento nocturno que, en tiempo claro y sereno, irradia poderosamente en el seno del fluido violeta. Sin duda queda la posibilidad de imaginar hasta dónde llegan a cambiar la naturaleza y el comportamiento del rayo que forma franjas en el espectro en su extremidad oscura y fría cuando, habiendo partido del Sol, llega a la Tierra tras haber sufrido los efectos de la Luna. En efecto, es entonces cuando a pesar de la habilidad que requieren, las «ligerezas de manos» del alquimista aparecen con esta grande y sorprendente simplicidad, propio siempre de los fenómenos de la Naturaleza.
Es cierto que los sabios de hoy se hallan en grave inferioridad respecto a la universal y natural magia. Por otra parte, no es verdad que hayan realizado nunca la transmutación metálica, que entendemos debe ser en proporciones amplias y no imperceptiblemente infinitesimates. Para entonces, la atomística parece ilustrar muy bien la inmensa cadena de montañas que, luego de no menos ilimitados dolores, dé a luz una chispa casi microscópica.
III. El MUY PRECIOSO DON DE DIOS.
Manuscrito del siglo XV – Segunda figura.
Por la solución, o la simple licuefacción,
los elementos se unen en su naturaleza primordial.
Si hubiera que investigar las razones de la audiencia, completamente favorable y sin cesar creciente, que la alquimia encuentra hoy, habría que tener en cuenta, además del innegable efecto de irresistibles universales, la más importante, sin duda, que es el fracaso de una enseñanza desligada de preocupaciones espirituales y muy próxima a abandonar del todo las Letras y las Humanidades a las que teme tanto como desprecia. Se ve proscrito todo esfuerzo que trate de convertir en noción intelectual la intuición fecunda y la emoción del Absoluto sin límites de espacio y de duración.
También la menor veleidad de una resolución cualquiera se ve desmoralizada por adelantado. La más modesta tentativa de una aproximación, inevitablemente indefinida, que hiciera florecer el alma del hombre en el seno del alma universal, es reprimida de inmediato. Ahí reside alquímicamente la indispensable toma de conciencia, en ese fenómeno de armonía que nace del contacto de dos ritmos extraños y gracias al cual el alma humana pone el suyo según el diapasón del Universo y se libera de la estrecha esfera del individuo.
Como lo proclamaba ya Fulcanelli pronto hará medio siglo, no se ata perpetuamente el espíritu con los vínculos de un positivismo ilusorio y estéril. Sépase bien, añadiremos nosotros, que los juegos, los encantamientos y los sortilegios del decepcionante análisis han envejecido ya ahora. Las trascendentes certidumbres se infiltran de nuevo y se instalan con firmeza en las almas que nutren contra la ciencia el amargo reproche de que no haya conseguido satisfacer la creencia, así como justificar la fe.
Savignies, enero de 1965.