PREFACIO A LA SEGUNDA EDICIÓN FRANCESA

Las moradas filosofales, que tenemos el honor de prologar de nuevo, no debía ser el último libro de Fulcanelli. Con el título de Finis Gloriae Mundi (El fin de la gloria del mundo), existía una tercera parte que emprendió su autor y que hubiera elevado la obra didáctica a la más extraordinaria trilogía alquímica. En aquella época hacia ya seis años que nuestro viejo maestro había conseguido la elaboración de la Piedra filosofal, de la que se ignora ordinariamente que se divide en Medicina universal y en Polvo trasmutatorio. Una y otra aseguran al adepto el triple patrimonio —conocimiento, salud y riqueza— que exalta la estancia terrestre a la absoluta felicidad del Paraíso del Génesis. Siguiendo el sentido del vocablo latino adeptus, el alquimista ha recibido desde ese momento, el Don de Dios, o, mejor aún, el Presente en el juego cabalístico de la doble acepción, subrayando que, a partir de entonces, goza de la duración infinita de lo actual: «Adeptos se dice en el arte químico». —Adepti dicuntur in arte chimica—, precisa Du Cange[1], que analiza también el sinónimo Mystes (Mystae), que designa exactamente a los que han alcanzado la más elevada iniciación (ιμο εποπται).

«Pues esta rica materia —declara Henri de Linthaut en su Commentaire sur le Trésor des Trésors— comprende en sí el misterio de la Creación del mundo y de las grandezas y maravillas de Dios, y es un verdadero sol que da luz, por cierto las cosas tenebrosas».

El Cosmopolita[2] nos habla de un espejo que le mostró Neptuno en el jardín de las Hespérides y en el que vio toda la Naturaleza al descubierto Sin duda, se trata del mismo espejo que vemos representado en una de las hermosas pinturas herméticas que adornan la sacristía del santuario de Cimiez, cuya divisa latina apenas recuerda el ligero velo extendido por el aliento sobre el objeto ordinario de los tocadores:

PLATUS IRRITUS ODIT:

un vano aliento lo empaña.

El espejo de la sabiduría, evidentemente, no ofrece ninguna relación con el mueble utilizado para la reflexión de la imagen, aunque esté hecho de metal, como en el antiguo Egipto, o de obsidiana, como en la Roma de los césares, o del cristal de las fuentes, en los más remotos orígenes, o del vidrio azogado más puro en nuestros tiempos modernos. Sin embargo, es este último, en forma de tente convexa e inclinada, el que sostiene la Prudencia con dos rostros opuestos, guardiana de la tumba de Francisco II de Francia, en la catedral de San Pedro, en Nantes, con sus tres compañeras: la Justicia, la Fortaleza y la Templanza. De estas cuatro estatuas magníficas, ejecutadas durante el primer lustro del siglo XVI, hizo unos dibujos a lápiz Wolff, realzado con aguada, nuestro malogrado amigo Julien Champagne, de cuya muerte se han cumplido exactamente el 26 de agosto veinticinco años. Había sido alumno de Jean-Léon Gérome, así como nuestro común amigo, mi querido Mariano Ancon, artista orgulloso, digno de los tiempos antiguos, muerto de miseria en 1943, en medio de sus telas amontonadas por centenares, en su pequeña vivienda de la rue de la Chapelle, en Saint-Ouen, que pronto debía ser destruida por el terrible bombardeo.

Tras la advertencia hecha por la leyenda que corona el emblema del monasterio franciscano, acabamos por tener la impresión de que la hermosa criatura, sin preocuparse de su occipucio senil y grave, retiene su respiración en el examen atento y sostenido de alguna escena extraña que se ofrece a su mirada.

«En el reino del azufre —insiste el Cosmopolita—, existe un espejo en el que se ve todo el mundo. Quienquiera que mire en ese espejo, puede ver y aprender las tres partes de la sabiduría de todo el mundo, y de esta manera se convertirá en muy sabio en esos tres reinos tal como lo fueron Aristóteles, Avicena y otros muchos que, al igual que el resto de los maestros, vieron en ese espejo cómo fue creado el mundo». (De Sulphure, Coloniae, 1616, p. 65).

Seguramente, el doble secreto del nacimiento y de la muerte, impenetrable para los más sabios «según el siglo», el de la creación del mundo y de su fin trágico en castigo por la avidez y el orgullo de los hombres, igualmente inconmensurables, no son las más pequeñas revelaciones visuales que proporciona al adepto el Espejo del arte. Mercurio esplendoroso y precioso, que refleja en la ligera convexidad del baño las vicisitudes de la bola crucífera, sucesivamente presentadas en el plano alegórico por las iniciáticas viñetas, transformadas en deliciosas travesuras que grabó Philippe de Mallery con toda la delicadeza de su mano para el librito des Rhéteurs du College de la Société de Jésus à Anvers. Así traducimos nuestra interpretación de las siglas a RR. C. S. I. A. (a Rhetoribus Collegii Societatis Iesu Antverpiae) que acompañan el título:

«Typus Mundi in quo eius Calamitates et Pericula nec non Divini, humanique Amoris Antipathia, emblematice proponuntur; imagen del mundo en la que se presentan emblemáticamente sus calamidades y sus peligros, y luego también la antipatía del amor de Dios y del hombre».

El primer emblema designa, sin ambages, la fuente inicial, si no única, de todos los males de nuestra Humanidad. Eso es lo que subraya la leyenda latina al jugar, entre paréntesis, con la cábala fonética:

Totus mundus in maligno (mali ligno) positus est; todo el mundo está instalado en el diablo (en el árbol del mal).

He aquí, pues, al árbol de la ciencia del bien y del mal, el del Génesis, del que el Creador ordenó a Adán no comer, significándole desde el principio la consecuencia inevitable y funesta:

«Porque el día que de él comieres ciertamente morirás; in quocumque enim die comederis ex eo, morte morieris».

No nos sorprendería que el árbol paradisíaco y prohibido fuera, en este caso, una encina que tiene como frutos una cantidad de pequeños mundos unidos a las ramas por su reverso, que sirve de pedúnculo. Enroscada en el tronco central por la parte inferior de su cuerpo anguípedo, Eva, seductora, con el seno carnoso y provocador, tiende una de esas manzanas singulares a su extasiado compañero, que levanta la diestra para recibirla.

No hay necesidad de que intentemos la menor explicación en lo que concierne a la esencia a la cual los sabios Padres quisieron que perteneciera el árbol central del Jardín de las Delicias. Fulcanelli, en El misterio de las catedrales [3], ha hablado bastante de esa encina y de su estrecha relación, desde el punto de vista simbólico, con la materia prima de los alquimistas para que no fuera superfluo repetir esa enseñanza ni, sobre todo, de temer oscurecer o traicionar el pensamiento del adepto, tratando de resumirla. Contentémonos con señalar en el lindo grabado del Typus Mundi esa liebre que el árbol esconde a medias y que roe la escasa hierba del prado abierto al fondo. Se podrá, a continuación, entre las moradas filosofales reunidas por Fulcanelli, relacionar con la chimenea, suntuosamente adornada, de Louis d’Estissac, quien fue, con mucha verosimilitud, alumno de François Rabelais. Se meditará acerca de la sorprendente relación cabalística establecida por nuestro maestro entre la liebre y la materia bruta de la Gran Obra, «escamosa, negra, dura y seca» cuya bola crucífera, al proliferar en el seno del follaje revelador, llevada hasta su esquema lineal, da el símbolo gráfico propio de los antiguos tratados. Es, entonces, la indicación de la Tierra, ya se trate, como hemos dicho, del Caos primordial de la Creación alquímica o del globo macrocósmico que forma parte de los siete planetas del Cielo de los astrólogos.

Vuelto sobre su cruz, el signo de la Tierra se convierte en el de Venus, de esa Afrodita a la que los adeptos designan, con más precisión, como su sujeto mineral de realización. En ese mismo y tan extraño Typus Mundi, la quinta imagen nos muestra al Amor haciendo girar, con ayuda de una correa de piel de anguila, sobre la rama vertical que le sirve de eje, la bola del mundo, al que amenaza, por otra parte, la Discordia con su cabellera y su látigo formados por serpientes que se retuercen irritadas y dispuestas a morder de todas maneras:

TRANSIT ΕΡΩΣ ΙΝ ΕΡΙΣ

Sería un error sorprenderse de que hiciéramos tanto caso al muy valioso pequeño volumen que Fulcanelli tenía en tan gran estima y que aquí tengamos la ocasión de atraer, muy en especial, la atención del investigador sobre el luminoso capítulo relativo a Louis d’Estissac y ya evocado; es decir, más exactamente, sobre el pasaje que se esfuerza por disipar toda confusión, casi inevitable, con el régulo de la espagiria. Asimismo, bueno será relacionar esas indicaciones con lo que el maestro observa aún respecto al mismo globo, «reflejo y espejo del microcosmos», en su estudio de la deliciosa mansión de la Salamandra, en Lisieux, que por desgracia fue destruida en 1944.

Digamos sin rodeos que la materia de los trabajos alquímicos se presenta, e incluso se impone, con tanta evidencia que no hay autor, aun el más sincero, que no se haya mostrado «deseoso», que no haya callado, velado o falseado la selección, hasta escribir el nombre vulgar de este sujeto, muy realmente predestinado, para declarar, al fin, que no es aquél.

El alquimista debe unirse a esta Virgen en cuerpo y alma, en el matrimonio perfecto e indisoluble, a fin de recobrar con ella el andrógino primordial y el estado de inocencia:

«Estaban ambos desnudos, Adán y su mujer, sin avergonzarse de ello; Erat autem uterque nudus, Adam scilicet et uxor eius: et non erubescebant».

El artista recibe mucho, si no todo, de esta unión radical, de esta ínfima armonía, espiritual y física, con la materia, canónicamente reservada que lo inspira mediante intercambios fluídicos que guían su búsqueda cuando, al igual que el caballero de las novelas medievales, se consagra al servicio de su dama y se expone, por ella, a los mayores peligros. Pasión superior, a la vez, mágica y natural, sobre la que no deja de ser interesante que el neófito escuche discurrir al conde de Gabalis, concediendo, desde luego, su parte exacta a la hipérbole, para dejar a la compañera de carne la parte considerable que le corresponde y que proclaman las imágenes del Mutus Liber:

«Sí, hijo mío, admirad hasta dónde llega la felicidad filosófica para mujeres cuyos frágiles encantos pasan en pocos días y son seguidos de arrugas horribles. Los sabios poseen bellezas que no envejecen jamás y que ellos tienen la gloria de hacer inmortales. Juzgad el amor y el reconocimiento de esas amantes invisibles, y con cuánto ardor tratan de complacer al filósofo caritativo que se esfuerza en inmortalizarlas.

»…denunciad a los inútiles e insípidos placeres que pueden hallarse con las mujeres. La más bella de entre ellas es horrible junto a la más insignificante de las sílfides; ningún desagrado sigue jamás a nuestros sabios abrazos. Miserables ignorantes, cuánto sois de compadecer por no poder gustar las voluptuosidades filosóficas».

Alejándose del ámbito cabalístico, donde ha presentado a la mujer Salamandra como la más bella, pues está constituida por el fuego universal «principio de todos los movimientos de la Naturaleza», en cuya esfera elevada habita, el abad Montfauçon de Villars expone pronto la manera de subyugar a esta criatura elemental por el trueque del matraz filosófico, ya se mire desde el exterior la evidente convexidad de su vientre, ya se contemple en el interior el misterio de su cóncava redondez.

«Es preciso purificar y exaltar el elemento del fuego, que está en nosotros, y elevar el tono de esta cuerda aflojada. Sólo hay que concentrar el fuego del mundo mediante espejos cóncavos en un globo de vidrio, y ése es el artificio que todos los antiguos han ocultado religiosamente y que el divino Teofrasto ha descubierto. Se forma en ese globo un polvo solar el cual se purifica de si mismo y de la mezcla de los otros elementos; se prepara según el arte, y en muy poco tiempo se convierte en soberanamente apropiado para exaltar el fuego que hay en nosotros; y nos hace, por así decirlo, de naturaleza ígnea».

No dejaremos de señalar en este punto el paralelismo que se impone entre este pasaje de Entretiens sur les Sciences Secretes del conde de Gabalis con el de El otro mundo: los Estados de la Luna, donde Cyrano Bergerac hace hablar a su demonio protector que lleva dos bolas de fuego que la concurrencia se sorprende no le quemen los dedos:

«Estas llamas incombustibles —dice— nos servirán mejor que vuestros enjambres de gusanos. Son rayos del Sol que he purgado de su calor, o de lo contrario, las cualidades corrosivas de su fuego hubieran herido vuestra vista deslumbrándola. Yo he fijado su luz y la he encerrado dentro de estas botas transparentes que sostengo. Esto no debe despertaros gran admiración, pues no me resulta más difícil, a mí que he nacido en el Sol, condensar los rayos que son la polvareda de aquel mundo, que a vosotros amasar el polvo o los átomos, que son la tierra pulverizada de éste».

¡Qué sorprendente similitud de destino entre esos dos autores que murieron prematuramente y de forma trágica, el uno a los treinta y cinco años a causa de una terrible herida en la cabeza, y el otro a los treinta y ocho por una viga lanzada desde una ventana, asesinado en la calle en Lyon!

El adepto, es decir, como lo hemos expuesto más atrás, el hombre que posee la Piedra Filosofal, es el único que puede prever todo lo que es capaz de amenazar su existencia: las enfermedades, los accidentes y, sobre todo, la violencia criminal. El filósofo que no ha triunfado, por muy cerca de la meta que se encuentre, aunque haya adquirido alguna ciencia de la Gran Obra, en ocasiones con una o varias de las preciosas medicinas intermediarias, no sería capaz de alcanzar, sin embargo, de manera absoluta y soberana, la facultad de penetrar en el porvenir y tampoco, por supuesto, la de leer en el pasado.

Pero no es uno de los más legítimos timbres de gloria de nuestro maestro Fulcanelli el haber desvelado, el primero, la verdadera personalidad de Cyrano Bergerac presentándolo, no sin argumentos concretos, probatorios y decisivos, como un filósofo hermético de valor excepcional, al que no duda en calificar como el más grande de los tiempos modernos. Eso es lo que se desprende, en Las moradas filosofales, de tres fragmentos importantes del Grimorio de Dampierre-sur-Boutonne, en particular, de la glosa de Fulcanelli sobre el duelo encarnizado de la Rémora y de la Salamandra descrito por Cyrano, que asiste a él en compañía de un anciano. Combate esotérico que justifica, en su realidad física, la corona fructífera que honra uno de los artesonados de la galería alta, en bóveda rebajada, y que encuentra la divisa:

NEMO ACCIPIT QUI NON LEGITIME CERTAVERIT.

Nadie la recibe que no haya combatido según las reglas.

Si no hubiera todo esto, junto con el pasaje sobre el fénix, en la misma Historia de los pájaros, habría también, entre otras cien cosas que revelan claramente la pura esencia alquímica de El otro mundo, la máquina que arrebata a nuestro héroe hasta el Imperio del Sol. La pieza principal y motriz es una vasija de cristal que toma la forma poliédrica del cuadrante solar del palacio Holyrood de Edimburgo, el extraño edificio escocés del que se ocupa el último capítulo de Las moradas filosofales:

«El recipiente estaba construido a propósito con muchos ángulos, y en forma de icosaedro, a fin de que cada faceta fuera convexa y cóncava, y mi bola produjera el efecto de un espejo ardiente». Nada coincide mejor, después, con el texto de Fulcanelli que demuestra que el icosaedro simbólico es ese cristal desconocido llamado vitriolo de los filósofos, que es el espíritu o el fuego encarnado, que con anterioridad hemos visto que no quema las manos. Por lo que repite Bergerac se juzgará que reconoce, en ese elemento celeste, un polvo casi espiritual:

«… no se sorprenderá de que me aproximase al Sol sin ser quemado, pues lo que quema no es el fuego, sino la materia a la que está unido, y el fuego del Sol no puede ser mezclado con ninguna materia». Savinien de Cyrano, así puesto a plena luz, aparece muy distinto del personaje inconsistente y caprichoso que ha grabado la literatura en la imaginación de la mayoría, sobre el modelo de una reputación falsa, únicamente nacida de los excesos de la juventud, a la vez ardiente y pasajera.

Fulcanelli quiso, pues, que esos dos aspectos del mismo hombre fueran claramente distintos y con ese objeto, como se advertirá, eligió para el autor sabio de El otro mundo, único en verdad digno de la gloria y del renombre, la disposición patronímica que se muestra propicia para reconciliar la exigencia oficial del registro de bautismo con la fantasía nobiliaria del gentilhombre parisiense, más rico de ciencia que de bienes raíces. Excelente idea que hemos seguido y que, entre las variantes utilizadas por el mismo interesado se decidió por la forma de Cyrano Bergerac. La partícula en el centro recuerda demasiado al espadachín vanilocuo, desdoblado de galán platónico, popularizado por la tragicomedia de Edmond Rostand.

Nada importa, por lo demás, la versatilidad del filósofo respecto a la etiqueta temporal de su individualidad social, por la que Fulcanelli manifestó, a su vez, una indiferencia total, tanto más válida cuanto que su ascenso al adeptado no hizo sino aumentarla. Sí, ¿qué importancia tiene? Concluyamos, pues, con el Jafet del infortunado Scarron que no guardó demasiado rencor a Savinien por un retrato, sin embargo, implacable y sin caridad:

«… Dom Zapata Pascal!

Ou Pascal Zapata: car il n’importe guere

Que Pascal soit devant ou Pascal soit derriere».

El lector deberá adivinar que Las moradas filosofales se abren con el frontispicio de la Salamandra, y que se cierran con el Sundial de Edimburgo a manera de epílogo. Esos dos emblemas expresan la misma sustancia cuyo estudio profundo, disperso en todo el volumen, constituye la expresión meticulosa del enorme esfuerzo que produjo a nuestro maestro su invención, de las inauditas dificultades que exigió de él para su perfecta preparación.

No tendremos la pretensión de completar la enseñanza que Fulcanelli ha dispensado con abundancia en el curso de sus páginas, sin exceptuar nada de ello, según le permitían sus conocimientos de especialista de primera línea y, en cuanto al peligro de divulgación, su habilidad de retórico hermético familiarizado con los autores antiguos. Sin embargo, el privilegio de que hemos gozado de hallarnos por tanto tiempo cerca del maestro como testigo maravillado de sus incansables manipulaciones junto a la boca del horno, nos autoriza a anotar algunos recuerdos que los aficionados sin duda, sabrán apreciar como es debido.

No pensamos cometer ninguna imprudencia al publicar que Fulcanelli nos confió que había estado más de veinticinco años buscando ese Oro de los Sabios que sin cesar tenía junto a sí, bajo la mano y ante los ojos. Esta confesión, teñida de sinceridad y de humildad en la que asomaba casi el arrepentimiento, nos dejó, por el momento, confundidos. A decir verdad, su ejemplo no constituía una excepción. Naxágoras, de quien leíamos junto al maestro, La alquimia desvelada, en una muy fiel traducción francesa manuscrita del siglo XVIII, después de haber buscado durante más de treinta años aquel cuerpo misterioso —que tenía en sus manos cada día—, exclama, de pronto transportado:

«¡Oh, gran Dios! ¡En qué ceguera nos tenéis, hasta donde sabéis, por vuestra misericordia infinita, que esta Obra no nos perderá!»

Comentaba entonces el maestro, con su grave y noble rostro cubierto por sus largos cabellos grises e inclinado sobre nuestro hombro:

«—Así, el oro filosófico, todo lleno de impurezas, rodeado de espesas tinieblas y cubierto de tristeza y de duelo, debe ser considerado, sin embargo, como la verdadera y única materia prima de la Obra, al igual que sucede con la verdadera y única materia prima el mercurio, de donde ese oro invisible, miserable y desconocido ha nacido. Esta distinción, que no se acostumbra hacer —precisaba— es de una importancia capital, pues facilita muchísimo la comprensión de los textos y permite la resolución de las primeras dificultades».

La conversación proseguía, y a ella eran a menudo convidados como testigos, bajo la suave luz de una gran lámpara de petróleo, los autores reunidos en muchedumbre en la biblioteca vecina:

«—Desde el principio, el resultado de la coagulación del agua se presenta de tal forma que a menudo uno se inclina a rechazarla sin tan siquiera tomarse la molestia del más modesto examen».

En nuestra explicación de la escena macabra que ilustra la cuarta clave de Basilio Valentín [4] (Éditions de Minuit), hemos hablado de esta materia, simbólicamente designada por el estiércol, que los alquimistas conocen bien, aunque la consideren como un deleznable residuo y no hagan de ella el menor caso. Por el hecho de que es difícil no extraer nada de esa materia que resulte de algún valor, a menos que sea con ayuda de nuestra técnica, esas heces ni siquiera han entrado en la clasificación de subproductos utilizables. Sin embargo, es una sustancia, en apariencia inmunda, la que los filósofos llaman baba del dragón, y de la que afirman que es a la vez muy vil y muy preciosa. De color negro y olor cadavérico, se eleva del fondo de la mar hermética y se extiende a la superficie, como el icor sale de una llaga bajo el aspecto de una espuma infecta, ampollosa y pútrida, que se aplica a recoger alegremente la pareja del Mutus Liber. El alquimista y su mujer recogen con cuchara ese bodrio grasiento y pimentado que recubre su solución y que Fulcanelli recuerda en el capítulo de El hombre de los bosques en sus Moradas filosofales. De esta manera, finalmente, los dos personajes de la iconografía de Altus ponen en práctica el consejo Magistri Arnoldi Villanovani in eius Philosophorum Rosario[5]:

«Sin embargo, reúne aparte el negro que sobrenada, pues es el aceite y el verdadero signo de la disolución, porque lo que está disuelto alcanza lo más alto, de donde se separa de las cosas inferiores lo que se eleva y trata de alcanzar otros lugares, como un cuerpo de oro. Por otra parte, guarda éste con precaución para que no vuele en humo». (Lugduni, I856, p. 71).

«—Tal es nuestro estiércol —hubiera aprobado el maestro—, nuestro estiércol que los filósofos designaron con las expresiones de azufre negro, azufre de naturaleza, prisión del oro, tumba del rey, o por los nombres de latón, cuervo, Saturno, Venus, cobre, bronce, etc., y al que atribuyen las mayores y más raras virtudes. Lo estimaron legítimamente como un real presente del Creador, y afirman que, sin una inspiración del cielo, jamás podría reconocerse en ese magma desheredado y repulsivo de aspecto el Don de Dios que transforma al simple alquimista en sabio, y al filósofo en adepto probado.

»—Ved que Ireneo Filaleteo [6] lo asimila al oro y le da ese nombre; vedlo en el capítulo XVIII, párrafo III de su Introitus».

Así concluía Fulcanelli, tomando la indicación de su prodigiosa memoria, con toda la benevolencia de su sonrisa, con la mano levantada en un gesto habitual en el que brillaba aquella noche el anillo bafomético cincelado en oro de transmutación y llegado hasta él procedente de los templarios de la encomienda de Hennebont, en Bretaña.

Leemos, en efecto, en el latín debido a Nicolas Lenglet-Dufresnoy y que una nota de Juan Miguel Faustius nos confirma ser el del Manuscrito más perfecto en el que la Entrada abierta fuera traducida e impresa en Londres, en 1669; Introitus Apertus ex Manuscripto perfectiori traductus et impressus Londini:

«Mas nuestro oro no puede ser comprado con dinero, aunque estuvieras dispuesto a ofrecer a cambio una corona o un reino. En verdad que es un don de Dios. En efecto, no debemos tener en las manos nuestro Oro perfecto —al menos, de manera vulgar—, porque es necesario a nuestro arte, a fin de que sea nuestro Oro»[7].

No deja de tener lógica, subrayaba Fulcanelli, que los sabios hayan dado a nuestro precioso cuerpo los nombres de los planetas Saturno y Venus:

«¡Dichoso —exclamaba Filaleteo— aquél que puede saludar ese planeta de marcha lenta (tardambulonem)! Ruega a Dios, hermano, a fin de que seas digno de esta bendición, porque no depende de quien la busca y, con mayor razón, de quien la desea, sino sólo del Padre de la Luz».

En cuanto a Venus, los autores no lo hacen intervenir en la operación más que para indicar analógicamente cómo nace el azufre negro. El lector verá, con Fulcanelli, que ese agente filosófico nace del mar hermético, y aparece en lo más fuerte de la agitación de las aguas, bajo la forma de una espuma que se eleva, sobrenada, se espesa y flota en la superficie. Comprenderá entonces cuán grave sería su error si adoptara el plomo para la materia mercurial, y el cobre para el dispensador del azufre.

Mas ¿cuál puede ser el promotor mineral, aislado o doble, de la putrefacción del mercurio, generadora de ese azufre negro, fluido y viscoso, de reflejos metálicos irisados como el plumaje del cuervo, de tal manera que recibe el nombre del volátil negro que los latidos llamaban Phoebeius ales, el pájaro de Apolo, desvelando la idea del sol oscuro y del oro volátil? Sí, ¿cuál es ese catalizador químico que con tanta frecuencia fue objeto de nuestras conversaciones con el maestro?

Pensamos que sea ahora oportuno revisar, razonándolas, y dirigidas a nuestros hermanos detenidos en el atolladero, las consideraciones que implica el mismo problema, las cuales fueron continuadas por Fulcanelli a lo largo de su segunda obra.

Entre las sales que se muestran idóneas para formar parte de la composición del fuego secreto y filosófico, el salitre parece que debería ocupar un lugar importante. Al menos, así permite presumirlo su etimología. En efecto, el griego νιτρον —nítron—, que designa el azotato de potasa y vulgarmente el nitro toma su origen de νιπτοω —nípto— o νιζω —nízo—, lavar, y se sabe que los filósofos recomiendan lavar con el fuego. Todas sus purificaciones y todas sus sublimaciones se hacen con ayuda de lavados ígneos, con laveures, según escribe Nicolas Flamel [8]. Por otra parte, el salitre, cuando actúa en contacto con las materias en fusión, en «fundente», se transforma parcialmente en carbonato de potasio; «se alcaliza». El carbonato era llamado antaño sal de tártaro, y el tártaro se dice en griego τρυξ —tryx— con el significado de hez de vino, escoria, sedimento. Este sustantivo deriva del verbo τρυγω —trygo—, desecar, secar, que expresa la acción misma del fuego, y se podría, por añadidura, compararlo de modo muy sugestivo, a nuestro familiar truco, en el sentido de procedimiento escondido, de medio astuto o sutil. El truco de la Obra residiría así en la aplicación de la sal de tártaro procedente del ataque del nitro, considerado como la sustancia o como uno de los componentes del fuego secreto que los alquimistas reservaron tan rigurosamente en sus tratados.

Según el abate Espagnolle (L’Origine du Français), la palabra truc [truco] procedería de τρυχω —trycho—, golpear y juego de pasa-pasa. Pero τρυχω significa, sobre todo, desgastar por el frotamiento, agotar, fatigar, hostigar, atormentar. Se puede, pues, derivar de esos dos vocablos todas las ideas que deciden la elección del fuego secreto y que determinan su modo de utilización y de actividad sobre la materia filosofal. Atormentando ésta el fuego la deseca, la calcina y la escorifica.

I. MUSEO DE CLUNY (SAONA Y LOIRA). Capitel del siglo XII

El tañido cíclico anunciando la abominación de la desolación a los pueblos,

numerosos y gregarios, que vivieron los últimos lustros de la edad de hierro.

Por lo demás, formulamos aún algunas reflexiones acerca de la sal a la que la fusión da la consistencia vítrea particularmente apta para impregnarse del color y retenerlo, aunque sea el más precioso y el más fugitivo. Puesto que el color es la manifestación específicamente visible del azufre secreto, el artista conoce por él el origen de sus tintes. Entre éstos, el espíritu universal ocupa un lugar importante, en la base misma de la gama policroma de la Gran Obra. Ese spiritus mundi disuelto en el cristal de los filósofos produce aquella misma esmeralda que se desprendió de la frente de Lucifer en el momento de su caída, y en la cual fue tallado el Graal. Es la gema hermética que orna el anillo de Piel de Asno, como el del papa alquimista Juan XXII en su tumba, y que se vuelve a encontrar en los arcos pintados de la capilla del convento de Cimiez, ocupando el sello de una sortija y ensalzada por la leyenda yuxtapuesta en lengua italiana:

NE LA TERRA NE IL CIELO

VIST HA PIU BELLA.

Ni la tierra ni el cielo han visto otra más bella.

Con el coadyuvante salino, hemos abordado ese otro gran problema que es el de la sublimación y que Sethon (el Cosmopolita) examinó muy ampliamente hasta modelar con él la resolución química sobre la gran cohobación de los últimos tiempos. En el pasaje que tomamos del adepto escocés (De Sulphure, p. 15 y 16), se encontrará la confirmación de la teoría de Fulcanelli, en el lugar de las dos catástrofes suscitadas para castigar y purificar la Tierra, pero no para destruirla y exterminar a sus habitantes:

«Así, pues, el Creador de todas las cosas es el destilador, y en su mano está ese destilatorio a cuyo ejemplo han sido descubiertas por los filósofos todas las destilaciones. Lo que, sin duda ha inspirado a los hombres, el mismo Dios, muy alto y misericordioso podrá, cuando sea su santa voluntad, extinguir el fuego central o quebrar el vaso. Y ése será el fin de todas las cosas. Pero como la bondad de Dios tiende a lo mejor, exaltará cada día su muy santa majestad, y elevará ese fuego, el más puro de todos, que en el firmamento está más alto que las aguas de los cielos, y aumentará un grado el fuego central, a fin de que todas las aguas sean volatilizadas en aire, y la tierra será calcinada. Hasta tal punto, que el fuego, tras haber consumido todo lo impuro, devolverá a la tierra purificada las aguas sutilizadas que habrán circulado en el aire. Y de esta manera (si, por lo demás, está permitido filosofar), Dios hará un mundo mucho más noble».

Recordemos las palabras de san Juan Bautista designando con claridad las dos vastas purificaciones de que algunos borradores, que quedaron en el archivo vacío del importante trabajo incompleto, muestran al final de Las moradas filosofales cómo pudieron, en su temible eventualidad, fijar en primer lugar la atención del filósofo y decidir, al fin, el mutismo del adepto:

«Yo, cierto, os bautizo en agua para penitencia; pero detrás de mí viene otro más fuerte que yo, a quien no soy digno de desatar las sandalias; él os bautizará en el Espíritu Santo y en él fuego». (Mateo, III, 11).

Esto es, brevemente expresado, la base misma de la teoría del quiliasmo[9], del que los templarios dejaron, entre otras inscripciones, en la pared de su calabozo en la fortaleza de Chinon, el esquema misterioso reproducido en nuestra obra Deux Logis Alchimiques. Los filósofos herméticos fueron depositarios de este conocimiento, y entre ellos, y no de los de menor importancia, a saber Jean Lallemant, autor de los bajo relieves de su encantadora mansión del Berry [10]. En el oratorio de esta joya arquitectónica del Renacimiento en sus comienzos, se advierte, en uno de los compartimientos del techo, una esfera armilar que parece colocada en el seno de largas llamas que se elevan de un hogar único y gigantesco. Esta figura está coronada por una ancha banderola asimismo desplegada, que aunque sin divisa, señala de modo muy especial el sentido escondido de aquel lugar, en virtud de lo que Fulcanelli desarrolla, muy doctamente, a propósito del vocablo filacteria antes de emprender el estudio minucioso de la iconografía esculpida de Dampierre-sur-Boutonne.

El fuego que envuelve así la esfera de Ptolomeo, en su mitad inferior, se nos aparece a la vez celeste y magnético, puesto que, desprovisto de combustible aparente, emana de un punto invisible del Universo exterior.

A cada lado hay dos angelotes atados y rollizos, portadores del mismo fluido justiciero que el de la derecha, y que se emparentan con uno de los ángeles del Apocalipsis —sopla y aviva— al son de su trompeta. Pequeños Eros que encarnan, asimismo, el principio vital y creador, y cuyo arco infalible, privado de su cuerda desenganchada y cruzada en X con una filacteria, proclama, en el compartimiento vecino, que su función soberana quedará suspendida por un tiempo.

De manera semejante el Dios bíblico quiebra el arco del pueblo de Israel al que quiere castigar (conteram arcum Israel).

Por las notas que nos quedan del maestro —aparte los papeles que pertenecían al ámbito puramente alquímico y que fueron utilizados sin excepción, según escribimos hace ya más de veinte años—, por esas notas sabemos que el hemisferio boreal sufrirá el incendio, mientras que el otro será sometido a la inundación. En consecuencia, podría extrañarnos que Jean Lallemant nos mostrara el polo austral del mundo expuesto al brasero universal si ignorásemos que quiso traducir en imagen el alcance cabalístico del vocablo tópico en aquel lugar. Éste no se aplica en absoluto al doble cataclismo en sí, como podría creerse, sino a la causa que lo provoca y que constituye la terrible convulsión geológica. En efecto, el trastorno es la inversión de la bola; exactamente el cambio de las dos extremidades del eje o la caída de los polos, uno de los cuales toma bruscamente el lugar del otro.

En los dos compartimientos que siguen, el adepto expresó, desde los puntos de vista alquímico y cíclico, la asociación de los dos elementos antagonistas mediante una acción simultánea. Es, otra vez, un angelote, no menos obeso que los precedentes, el que mantiene, en el centro de un hogar que irradia en sol, una concha de Santiago, receptáculo consagrado del agua alquímica, y también un hisopo atado bajo una banderola, que deja caer enormes gotas sobre llamas idénticas, siempre producidas sin cuerpo de combustión.

En cuanto a ese fuego que el adepto de Bourges hizo representar, como perfecto iniciado que conoce a maravilla el destino del mundo, se expresa de manera mucho más realista, conforme a su esencia sobrenatural, por el reciente anuncio de Electricité de France. Nos ha parecido útil señalar esto aun a riesgo de que pueda parecer fantástico, frívolo y fuera de propósito. Ese singular llamamiento al ahorro, extendido en abundancia por las paredes, no menos alejado de su papel aparente que problemático en su alcance como reclamo, sorprende en seguida por su sobrio poder de evocación filosófica. A partir del borde superior de la imagen en colores, todo el fluido fulgurante y azul, surgido de las profundidades cósmicas, ilumina las sombras cimeras de los espacios intersiderales, desciende y golpea la parte septentrional de la Tierra, cuyo globo se halla en la parte baja de la composición.

Cuadro impresionante que, aunque desprovisto del elemento líquido que anegue el hemisferio Sur, se muestra más sugestivo aún que el simbolismo del monumento obelisco de Dammartin-sous-Tigeaux, reproducido por el dibujo de Julien Champagne y que constituye uno de los más fuertes argumentos de Fulcanelli tomado de las artes plásticas en apoyo de su tesis. Acerca de este tema que se reparte la angustia y la esperanza de los hombres, habíamos prometido escribir algunas líneas. Las tomamos ahora de la sentencia que hallamos bajo la segunda imagen del Typus Mundi citada al comienzo de este prefacio, y que designa el fruto prohibido del árbol de la Ciencia, como único responsable de los mayores sufrimientos humanos cuando se coge al margen de las leyes eternas de la Filosofía. Es una escena de desolación en la que los dos azotes universales se abaten a la vez sobre la Tierra y afligen por separado a ambas mitades: «Así la manzana única ha crecido para la desdicha general».

SIC MALUM CREVIT UNICUM IN OMNE MALUM.

Savignies, febrero de 1958.

EUGÈNE CANSELIET.