Considerada largo tiempo como una quimera, la alquimia interesa cada día más al mundo científico. Los trabajos de los sabios acerca de la constitución de la materia y sus recientes descubrimientos prueban con toda evidencia la posibilidad de disociación de los elementos químicos. Ya no se duda ahora de que los cuerpos tenidos por simples sean, por el contrario, compuestos, y la hipótesis de la insecabilidad atómica apenas encuentra ya partidarios. La inercia decepcionante desaparece del Universo, y lo que ayer se consideraba herejía se ha convertido hoy en dogma. Con una uniformidad de acción impresionante, pero en grados diversos, la vida se pone de manifiesto en los tres reinos de la Naturaleza, netamente separados antaño, y entre los cuales ya no se hace distinción. El origen y la vitalidad son comunes al triple grupo de la antigua clasificación. La sustancia bruta se revela animada y los seres y las cosas evolucionan y progresan en transformaciones y en renovaciones incesantes. Por la multiplicidad de sus cambios y de sus combinaciones, se alejan de la unidad primitiva, mas para recuperar su simplicidad original bajo el efecto de las descomposiciones. Sublime armonía del gran Todo, círculo inmenso que el Espíritu recorre en su actividad eterna y que tiene por centro la única parcela viviente emanada del Verbo creador.
Así, tras haberse alejado del recto camino, la ciencia actual trata de volver a él adoptando, poco a poco, las concepciones antiguas. A la manera de las civilizaciones sucesivas, el progreso humano obedece a la ley indudable del perpetuo recomenzar. Respecto a todos y en contra de todos, la Verdad acaba siempre por triunfar, pese a su lento avance, penoso y tortuoso. El buen sentido y la simplicidad se sobreponen, tarde o temprano, a sofismas y prejuicios. «Puesto que nada hay escondido —enseña la Escritura— que no deba ser descubierto, ni nada secreto que no deba ser conocido». (Mateo, X, 26).
Sin embargo, sería erróneo creer que la ciencia tradicional cuyos elementos ha reunido Fulcanelli se haya puesto, en la presente obra, al alcance de todos. El autor no ha pretendido eso en absoluto, y se engañaría del todo quien esperara comprender la doctrina secreta tras una simple lectura. «Nuestros libros no son escritos para todos —repiten los viejos maestros—, si bien todos son llamados a leerlos». En efecto, cada uno debe aportar su esfuerzo personal, absolutamente indispensable si desea adquirir las nociones de una ciencia que jamás ha cesado de ser esotérica. Por ello, los filósofos, con objeto de esconder sus principios al vulgo, han cubierto el antiguo conocimiento con el misterio de las palabras y el velo de las alegorías.
El ignorante no es capaz de perdonar a los alquimistas que se muestran tan fieles a la disciplina rigurosa que han aceptado libremente. Mi maestro, lo sé, no escapará al mismo reproche. Ante todo, le ha sido preciso respetar la voluntad divina, dispensadora de la luz y de la revelación. Asimismo, ha debido obediencia a la regla filosófica, que impone a los iniciados la necesidad de un secreto inviolable.
En la Antigüedad, y sobre todo en Egipto, esta sumisión primordial se aplicaba a todas las ramas de las ciencias y de las artes industriales. Ceramistas, esmaltadores, orfebres, fundidores y vidrieros trabajaban en el interior de los templos. El personal obrero de los talleres y los laboratorios formaba parte de la casta sacerdotal. Desde la época medieval hasta el siglo XIX, la Historia nos ofrece numerosos ejemplos de organización parecida en la caballería, las órdenes monásticas, la masonería, las corporaciones, las cofradías, etc. Esas múltiples asociaciones, que guardaban celosamente los secretos de la ciencia o de los oficios, poseían siempre un carácter místico o simbólico, conservaban usos tradicionales y practicaban una moral religiosa. Se sabe cuánta era la consideración de que gozaban los gentileshombres vidrieros cerca de los monarcas y los príncipes, y hasta qué punto esos artistas llevaban sus precauciones para evitar la difusión de los secretos específicos de la noble industria del vidrio.
Estas reglas exclusivas tienen una razón profunda. Si se me preguntara cuál es, respondería, simplemente que el privilegio de las ciencias debería ser patrimonio de los sabios de élite. Al caer en el ámbito popular, distribuidos sin discernimiento entre las masas y explotados ciegamente por ellas, los más hermosos descubrimientos se evidencian más perjudiciales que útiles. La naturaleza del hombre lo empuja voluntariamente hacia lo malo y lo peor. Lo más frecuente es que aquello que pudiera procurarle el bienestar, se vuelva contra él, y en definitiva, se convierta en el instrumento de su ruina. Los métodos de guerra modernos son, por desgracia, la más palpable y triste prueba de ese funesto estado de espíritu. Homo homini lupus.
Por el hecho de haber empleado un lenguaje demasiado oscuro, no sería justo, en presencia de peligros tan graves, enterrar la memoria de nuestros grandes antepasados bajo una reprobación que no merecen. ¿Debemos condenarlos a todos y despreciarlos porque han abusado de las reticencias? Al envolver sus trabajos en silencio y al rodear sus revelaciones de parábolas, los filósofos actúan con sabiduría. Respetuosos de las instituciones sociales, no estorban a nadie y aseguran su propia salvación.
Permítaseme, a este respecto, una simple anécdota.
Un admirador de Fulcanelli conversaba un día con uno de los mejores químicos franceses, y le preguntaba su opinión acerca de la transmutación metálica.
—La creo posible —dijo el sabio—, aunque de realización muy dudosa.
—Y si algún testigo sincero le diera fe de haberla visto y le aportara la prueba formal —replicó el amigo del maestro—, ¿qué pensaría usted?
—Pensaría —repuso el químico— que un hombre así debería ser despiadadamente perseguido y suprimido como un malhechor peligroso.
Como se ve, la prudencia, la extrema reserva y la absoluta discreción aparecen plenamente justificadas. ¿Quién, después de esto, sería capaz de reprochar a los adeptos por el estilo particular que han empleado en sus divulgaciones? ¿Quién, pues, osaría arrojar la primera piedra al autor de este libro?
Mas no debería llegarse a la conclusión de que nada hay que descubrir en las obras de los filósofos por lo que pudiera pensarse de una enseñanza en la que el lenguaje claro permanece prohibido. Muy al contrario. Basta con estar dotado de un poco de sagacidad para saber leerlas y comprender lo esencial de ellas.
Entre los autores antiguos y los escritores modernos, Fulcanelli es, sin discusión, uno de los más sinceros y convincentes. Establece la teoría hermética sobre bases sólidas, la apoya en hechos analógicos evidentes y, después, la expone de una manera simple y precisa. Para descubrir sobre que reposan los principios del arte, gracias al desarrollo claro y firme, al estudiante le quedan pocos esfuerzos que hacer. Incluso le será posible acumular gran número de conocimientos necesarios. Así pertrechado, podrá entonces intentar su gran labor y abandonar el ámbito especulativo por el de las realizaciones positivas.
A partir de ese momento, verá erigirse ante él las primeras dificultades, y surgir obstáculos numerosos y casi insuperables. No hay investigador que no conozca esos escollos, esos límites infranqueables contra los cuales he estado yo a punto, muchas veces, de estrellarme. Y más aún que yo mismo, mi maestro conserva de ello imborrable recuerdo. A ejemplo de Basilio Valentín, su verdadero iniciador, se vio fracasado, sin poder hallar la salida, ¡durante más de treinta años!
Fulcanelli ha llevado el detalle de la práctica mucho más lejos que ningún otro, con una intención caritativa hacia los que trabajan, sus hermanos, y para ayudarles a vencer esas causas fatigosas de detenciones. Su método es diferente del que ha sido empleado por sus predecesores, y consiste en describir con minucia todas las operaciones de la Obra, tras haberlas dividido en muchos fragmentos. Toma así cada una de las fases del trabajo, comienza su explicación en un capítulo y la interrumpe para proseguirla en otro y para terminarla en un último lugar. Esa fragmentación, que transforma el magisterio en un solitario filosófico, no será capaz de asustar al investigador instruido, pero desanima en seguida al profano, incapaz de orientarse en ese laberinto diferente e incapaz de restablecer el orden de las manipulaciones.
Tal es el interés capital del libro que Fulcanelli presenta al lector culto, llamado a juzgar la obra según su valor, según su originalidad, o, tal vez, a estimarla conforme a su mérito.
Me complazco también en dirigir mi más vivo agradecimiento al editor Monsieur Jean Schemit, cuyo buen gusto y probada competencia han dirigido, con tanta perfección, la edificación de la parte material de Las moradas filosofales.
EUGÈNE CANSELIET.
F. C. H.
Abril de 1929.