A todos los filósofos, a las gentes instruidas sean quienes fueren, a los sabios especialistas tanto como a los simples observadores nos permitimos proponerles esta pregunta:
«¿Habéis reflexionado sobre las consecuencias fatales que resultarán de un progreso ilimitado?»
Ahora ya, a causa de la multiplicidad de las adquisiciones científicas, el hombre no consigue vivir sino a fuerza de energía y de resistencia, en un ambiente de actividad trepidante, enfebrecido y malsano. Ha creado la máquina, que ha centuplicado sus medios y su potencia de acción, pero se ha convertido en su esclavo y su víctima: esclavo en la paz y víctima en la guerra. La distancia ya no es un obstáculo para el hombre: se traslada con rapidez de un punto del Globo a otro por las vías aérea, marítima y terrestre. No vemos, sin embargo, que estas facilidades de desplazamiento lo hayan hecho mejor ni más feliz, pues si el adagio afirma que los viajes forman a la juventud, no parecen contribuir gran cosa a reafirmar los vínculos de concordia y fraternidad que deberían unir a los pueblos. Jamás las fronteras han estado mejor guardadas que hoy. El hombre posee la facultad maravillosa de expresar su pensamiento y de hacer escuchar su voz hasta en los lugares más lejanos, y, sin embargo, esos medios mismos le imponen nuevas necesidades. Puede emitir y registrar las vibraciones luminosas y sonoras sin ganar con ello más que una vana satisfacción de curiosidad, cuando no una sujeción escasamente favorable a su elevación intelectual. Los cuerpos opacos se han vuelto permeables a las miradas del hombre, pero si le es posible sondear la materia inerte, en contrapartida, ¿qué sabe de Si mismo, es decir de su origen, de su esencia y de su destino?
A los deseos satisfechos suceden otros deseos no cumplidos. Insistimos en que el hombre quiere ir de prisa, cada vez más de prisa, y esta agitación hace insuficientes las posibilidades de que dispone. Arrastrado por sus pasiones, sus codicias y sus fobias, el horizonte de sus esperanzas retrocede indefinidamente. Es la carrera lanzada hacia el abismo, el desgaste constante, la actividad impaciente, frenética, sin tregua ni reposo. «En nuestro siglo —ha dicho muy justamente Jules Simon—, es preciso caminar o correr; quien se detiene está perdido». A esta cadencia, a este régimen, la salud física periclita. Pese a la difusión y la observación de las reglas de higiene, pese a las medidas profilácticas, a despecho de innumerables procedimientos terapéuticos y de la proliferación de las drogas químicas, la enfermedad prosigue sus estragos con una perseverancia incansable. Hasta tal punto, que la lucha organizada contra los flagelos conocidos no parece tener otro resultado que hacer nacer otros nuevos, más graves y refractarios.
La Naturaleza misma da señales inequívocas de lasitud: se vuelve perezosa. A fuerza de abonos químicos, el cultivador obtiene ahora cosechas de valor mediano. Interrogad al campesino y os dirá que «la tierra se muere», que las estaciones se ven revueltas y el clima, modificado. Todo cuanto vegeta se ve falto de savia y de resistencia Las plantas languidecen —es un hecho oficialmente comprobado— y se muestran incapaces de reaccionar contra la invasión de los insectos parásitos o el ataque de las enfermedades de micelio.
Por fin, nada nuevo diremos al manifestar que la mayor parte de los descubrimientos, orientados al principio hacia el acrecentamiento del bienestar humano, se han desviado rápidamente de su meta y se han aplicado de modo especial a la destrucción. Los instrumentos de paz se convierten en ingenios de guerra, y es bastante conocido el papel preponderante que la ciencia desempeña en las conflagraciones modernas. Tal es, por desdicha, el objetivo final, el desembocar de la investigación científica, y tal es, asimismo, la razón por la cual el hombre, que la prosigue con esta misma intención criminal, invoca sobre sí la justicia divina y se ve necesariamente condenado por ella.
A fin de evitar el reproche, que no hubiera dejado de dirigírseles, de pervertir a los pueblos los filósofos se negaron siempre a enseñar con claridad las verdades que habían adquirido o que habían recibido de la Antigüedad. Bernardin de Saint-Pierre demuestra que conocía esta regla de sabiduría cuando declara al final de su Chaumière Indienne: «Debe buscarse la verdad con simplicidad. Se la encontrará en la Naturaleza. No debe revelarse más que a las gentes de bien». Por ignorancia o por desdén de esta condición primera el exoterismo ha arrojado el desorden en el seno de la Humanidad.