IV

Ante el panel central, el observador no puede evitar un instintivo movimiento de sorpresa, tan singular aparece su decoración.

Dos monstruos humanos sostienen una corona formada de hojas y frutos que circunscribe un simple escudo francés. Uno de ellos presenta el horrible aspecto de los hocicos de liebre en un torso barbilampiño y provisto de mamas. El otro presenta el aspecto despierto de un muchachito travieso y revoltoso, pero con el busto velludo de los antropoides. Si los brazos y las manos no ofrecen otra particularidad que su excesiva delgadez, por el contrario, los miembros inferiores, cubiertos de pelos largos y frondosos, terminan en el uno en garras de felino, y en el otro, en patas de rapaz. Estos seres de pesadilla, provistos de una larga cola curvada, están tocados con inverosímiles cascos, uno escamoso y el otro estriado, cuyo remate se enrolla en forma de amonita. Entre estos «estefanóforos» de aspecto repulsivo, y colocada sobre ellos en el eje de la composición, hay una máscara de hombre que hace muecas, con los ojos redondos, los cabellos crespos que hacen más pesada la frente baja y que sostiene en su mandíbula abierta y bestial el escudo central mediante un ligero cordoncillo. Por fin un bucráneo que ocupa la parte baja del panel termina con una nota macabra este cuarteto apocalíptico.

En cuanto al escudo, las figuras extrañas que contienen parecen extraídas de algún viejo grimorio. A primera vista, se dirían tomadas de las sombrías Clavículas de Salomón, imágenes trazadas con sangre fresca en pergamino virgen y que indican en sus zigzags inquietantes, los movimientos rituales que la varita ahorquillada debe ejecutar entre los dedos del hechicero.

Tales son los elementos simbólicos ofrecidos a la sagacidad del estudiante y disimulados con habilidad bajo la armonía decorativa de este extraño tema. Vamos a intentar explicarnos tan claramente como nos sea posible, aunque tengamos que recabar la ayuda del verbo filosófico o recurrir a la lengua de los dioses cuando juzguemos imposible, sin pasarnos de la raya, llevar más lejos esta enseñanza.

XIX. FONTENAY-LE-COMTE – CHATEAU DE TERRENEUVE.

Chimenea del Gran Salón – Motivo central.

Los dos gnomos[179] que se enfrentan traducen —como el lector habrá adivinado— nuestros dos principios metálicos, cuerpos o naturalezas primas, con la ayuda de las cuales comienza la Obra, se perfecciona y se acaba. Los genios sulfuroso y mercurial encargados de la custodia de los tesoros subterráneos, artesanos nocturnos de la obra hermética, son familiares para el sabio al que sirven, honran y enriquecen con su labor incesante. Son los poseedores de los secretos terrestres, los reveladores de los misterios minerales. El gnomo, criatura ficticia, deforme pero activa, es la expresión esotérica de la vida metálica, del dinamismo oculto de los cuerpos brutos que el arte puede condensar en una sustancia pura. La tradición rabínica recoge en el Talmud que un gnomo cooperó en la edificación del Templo de Salomón, lo que significa que la piedra filosofal tuvo que intervenir en ella en cierta proporción. Pero, más cerca de nosotros nuestras catedrales góticas, según Georges Stahl le deben el inimitable colorido de sus vidrieras. «Nuestra piedra —escribe un autor anónimo[180]— tiene aún dos virtudes muy sorprendentes. La primera, con relación al vidrio, al que da en su interior toda clase de colores, como en las vidrieras de la Sainte-Chapelle, en París, y en las de las iglesias de Saint-Gatien y Saint-Martin en la ciudad de Tours».

Así, la vida oscura, latente y potencial de las dos sustancias minerales primitivas se desarrolla por el contacto, la lucha y la unión de sus naturalezas contrarias, la una Ígnea y la otra acuosa. Ahí están nuestros elementos, y no existen otros. Cuando los filósofos hablan de tres principios, describiéndolos y distinguiéndolos a propósito, utilizan un artificio sutil destinado a ocasionar al neófito la más cruel dificultad. Aseguramos, pues, con los mejores autores, que dos cuerpos bastan para consumar el Magisterio desde el principio hasta el fin. «No es posible adquirir la posesión de nuestro mercurio —dice la Antigua guerra de los caballeros— sino mediante dos cuerpos, uno de los cuales no puede recibir sin el otro la perfección que le es requerida». Si tenemos que admitir un tercero, lo encontraremos en el que resulta de su unión y nace de su destrucción recíproca. Pues por más que investiguéis y multipliquéis las tentativas, jamás encontraréis a otros padres de la piedra que los dos cuerpos citados, calificados de principios, de los cuales procede el tercero, heredero de las cualidades y virtudes mezcladas de sus procreadores. Este punto importante merecía que fuera precisado. Pues bien; esos dos principios, hostiles por contrarios, son tan expresivos en la chimenea de Louis d’Estissac, que el principiante mismo los reconocerá sin dificultad. Volvemos a hallar ahí, humanizados, los dragones herméticos descritos por Nicolas Flamel; uno, alado —el monstruo de hocico de liebre— y el otro, áptero —el gnomo de torso velludo—. «Contempla bien esos dos dragones —nos dice el adepto[181]—, pues son los verdaderos principios de la sabiduría que los sabios no han osado mostrar a sus propios hijos. El que está debajo, sin alas, es el fijo o macho, y el de encima, es el volátil o bien la hembra negra y oscura[182] que dominará durante muchos meses. El primero es llamado azufre o bien calidez y sequedad, y el último, azogue o frigidez y humedad. Son el Sol y la Luna, de fuente mercurial y origen sulfuroso que, por el fuego continuo, se ornan con adornos reales para vencer, estando unidos, y luego cambiados en quintaesencia, toda cosa metálica sólida, dura y fuerte. Son esas serpientes y dragones que los antiguos egipcios pintaron formando un círculo, mordiéndose la cola para señalar que habían salido de una misma cosa y que se bastaba a sí misma, y que se completaba en su contorno y circulación. Son esos dragones que los poetas antiguos colocaron como guardianes insomnes de las doradas manzanas de los jardines de las vírgenes Hespérides. Son aquellos sobre los que Jasón, en la aventura del Vellocino de oro, vertió el jugo preparado por la bella Medea; de cuyos discursos están tan llenos los libros de los filósofos, que ninguno de éstos ha existido que no haya escrito sobre el tema, desde el verídico Hermes Trimegisto, Orfeo, Pitágoras, Artefio, Morieno y los que les siguen hasta mí. Esas dos serpientes enviadas y dadas por Juno, que es la naturaleza metálica, son las que el fuerte Hércules, es decir, el sabio, debe estrangular en su cuna, o sea vencer y matar, para hacerlas pudrir, corromper y engendrar, en el comienzo de su Obra. Son las dos serpientes enroscadas en torno al Caduceo y Vara de Mercurio, con los que ejerce su gran poder y se transfigura como quiere. Aquél, dice Haly, que dé muerte a una, matará también a la otra, porque una no puede morir más que con su hermana. Estando éstos (a los que Avicena llama Perra del Corasán y Perro de Armenia), pues, unidos en el recipiente del sepulcro, se muerden entre sí cruelmente, y por su gran veneno y rabia furiosa jamás se dejan desde el momento en que se entrelazan… Tales son esas dos espermas, masculina y femenina, descritas al comienzo de mi Rosario filosófico, que son engendradas (dicen Rasis, Avicena y Abraham el Judío) en los riñones y en las entrañas, y por operaciones de los cuatro elementos. Se trata de la humedad de los metales, azufre y azogue, no los vulgares que venden los mercaderes y boticarios, sino los que nos dan esos dos hermosos y queridos cuerpos que tanto amamos. Esas dos espermas, decía Demócrito, no se hallan en la tierra de los vivos».

Serpientes o dragones, las formas jeroglíficas señaladas por los viejos maestros como figurativas de los materiales dispuestos para ser trabajados presentan, en la obra de arte de Fontenay-le-Comte, algunas particularidades muy notables debidas al genio cabalístico y a la extensa ciencia de su autor. Lo que especifica exotéricamente a estos seres antropomorfos no son sólo sus pies de grifo y sus miembros velludos, sino también, y sobre todo, su casco. Éste, terminado en cuerno de Amón y que se llama en griego κρανος porque recubre la cabeza y protege el cráneo (κρανιον), nos permitirá identificarlos. Ya la palabra griega que sirve para designar la cabeza, Κρανιον, nos aporta una indicación útil, puesto que señala igualmente el lugar del Calvario, el Gólgota, donde Jesús, Redentor de los hombres, tuvo que sufrir la Pasión en su carne antes de transfigurarse en espíritu. Pues bien; nuestros dos principios, uno de los cuales lleva la cruz y el otro la lanza que le atravesará el costado[183], son una imagen, un reflejo de la Pasión de Cristo. Al igual que Él, si deben resucitar en un cuerpo nuevo, claro, glorioso y espiritualizado, les es preciso ascender juntos su calvario, soportar los tormentos del fuego y morir de lenta agonía al final de un duro combate (αγωνια).

Se sabe, asimismo, que los sopladores llamaban a su alambique homo galeatus —el hombre tocado con un casco—, porque estaba compuesto por una cucúrbita cubierta con su tapadera. Nuestros dos genios con casco no pueden significar, pues, más que el alambique de los sabios o los dos cuerpos juntos, el continente y el contenido, la materia propiamente dicha y su recipiente. Pues si las reacciones son necesariamente provocadas por el uno (agente), sólo se ejercen rompiendo el equilibrio del otro (paciente), el cual sirve de receptáculo y de vasija a la energía contraria de la naturaleza adversa.

En el presente motivo, el agente se señala por su casco estriado. En efecto, la palabra griega ραβδωδης, estriado, rayado, lisiado, procede de ραβδος, vara, bastón, varilla, cetro, caduceo, mango de dardo, dardo. Estos diferentes sentidos caracterizan la mayoría de los atributos de la materia activa, masculina y fija. Es, en primer lugar, la varilla que Mercurio lanza contra la culebra y la serpiente (Rea y Júpiter), y a cuyo alrededor se enroscan originando el caduceo, emblema de paz y reconciliación. Todos los autores herméticos hablan de un terrible combate entre dos dragones, y la mitología nos enseña que éste fue el origen del atributo de Hermes, que provocó su acuerdo interviniendo su bastón. Es el signo de la unión y de la concordia que es preciso saber realizar entre el fuego y el agua. Pues bien; siendo el jeroglífico que representa el fuego, y el mismo gráfico invertido, , el agua, ambos superpuestos forman la imagen del astro, marca segura de unión, de pacificación y de procreación, pues la estrella (stella) significa fijación del Sol[184]. Y, de hecho, el signo no se muestra sino después del combate, cuando todo se ha calmado y las primeras efervescencias han cesado. El sello de Salomón, figura geométrica que resulta de la conjunción de los triángulos del fuego y del agua, confirma la unión del cielo y de la fierra. Es el astro mesiánico anunciador del nacimiento del Rey de Reyes. Por otra parte, κηπυκειον, caduceo, palabra griega derivada de κηρυκευω, publicar, anunciar, revela que el emblema distintivo de Mercurio es el signo de la buena nueva. Entre los indios de América septentrional, la pipa que emplean en sus ceremonias civiles y religiosas es un símbolo análogo al caduceo, tanto por su forma como por su significado. «Es —nos dice Noel—[185] una gran pipa para fumar, de mármol rojo, negro o blanco. Se parece bastante a un martillo. La cazoleta está bien pulida, y el tubo, largo como de dos pies y medio, es una caña bastante fuerte, adornada con plumas de todos los colores, con muchas trenzas de cabello de mujeres, entrelazadas de diversas maneras. Se le pegan dos atas, lo que la hace parecerse bastante al caduceo de Mercurio, o a la vara que los emisarios de paz llevaban antaño. Esta caña está implantada en cuellos de vencejos, pájaros manchados de blanco y negro y grandes como ocas… Esa pipa es objeto de la mayor veneración entre los salvajes, que la respetan como un don precioso que el Sol ha hecho a los hombres. También es el símbolo de la paz, el emblema de todos los inicios de los asuntos importantes y de las ceremonias públicas». La vara de Hermes es, en verdad, el cetro del soberano de nuestro arte, el oro hermético, vil, abyecto y despreciado, más buscado por el filósofo que el oro natural. La vara que el sumo sacerdote Aarón convirtió en serpiente, y con la que Moisés (Éxodo, XVII, 5-6) imitado en esto por Jesús[186]— golpeó la roca, es decir la materia pasiva, haciendo brotar el agua pura escondida en su seno. Es el antiguo dragón de Basilio Valentín, cuya lengua y cuya cola terminan en dardo, lo que nos lleva hasta la serpiente simbólica, serpens aut draco qui caudam devoravit.

En cuanto al segundo cuerpo —paciente y femenino—, Louis d’Estissac lo ha hecho representar bajo el aspecto de un gnomo con hocico de liebre provisto de mamas y tocado con un casco escamoso. Ya sabíamos, por las descripciones que sobre él han dejado los autores clásicos, que esta sustancia mineral, tal como se extrae de la mina, es escamosa, negra, dura y seca. Algunos la han calificado de leprosa. El griego λεπις, λεπιδος, escama cuenta entre sus derivados la palabra λεπρα, lepra, porque esta temible infección cubre la epidermis de pústulas y escamas. También es indispensable eliminar la impureza grosera y superficial del cuerpo despojándolo de su envoltura escamosa (λεπιζω), operación que se realizará fácilmente con la ayuda del principio activo, el agente de casco estriado. Tomando ejemplo del gesto de Moisés, bastará con golpear rudamente tres veces esa roca (λεπας) de la apariencia árida y seca, para ver manar de ella el agua misteriosa que contiene. Ése es el primer disolvente, mercurio común de los sabios y leal servidor del artista, el único del que tienen necesidad y al que nada sería capaz de remplazar, según el testimonio de Jabir y de los más antiguos adeptos. Su cualidad volátil, que permite a los filósofos asimilar este mercurio con el hidrargirio vulgar es, por otra parte, subrayada en nuestro bajo relieve por las alas minúsculas de lepidóptero (gr. Λεπιδος-πτερον) fijadas en las espaldas de nuestro monstruo simbólico. Sin embargo, la mejor denominación que hayan dado los autores a su mercurio nos parece la de espíritu de la magnesia, pues llaman magnesia (del griego μαγνης, imán) a la materia femenina bruta que atrae, por una virtud oculta, al espíritu encerrado bajo la dura corteza del acero de los sabios. Éste, penetrando como una llama ardiente el cuerpo de la naturaleza pasiva, quema y consume sus partes heterogéneas, en busca del azufre arsenical (o leproso) y anima al puro mercurio que encierra, el cual aparece bajo la forma convencional de un licor a la vez húmedo e ígneo —agua-fuego de los antiguos— que calificamos de espíritu de la magnesia y disolvente universal. «Como el acero atrae hacia sí el imán —escribe Filaleteo[187]—, igual el imán se vuelve hacia el acero. Esto es lo que hace el imán de los sabios en presencia de su acero. Por eso, habiendo dicho ya que nuestro acero es la mina del oro, es preciso señalar, del mismo modo, que nuestro imán es la verdadera mina del acero de los sabios».

Finalmente —detalle inútil para el trabajo, pero que señalamos porque sirve para apoyar nuestro examen—, un término próximo a λεπις, el vocablo λεπορις designaba antaño, en dialecto eolio, la liebre (lat. lepus, leporis), de donde aquella deformidad bucal, inexplicable en principio, pero necesaria para la expresión cabalística, que imprime al rostro de nuestro gnomo su fisonomía característica…

Llegados a este punto, tenemos que detenernos en nuestra exposición. Nos interrogamos. El camino, lleno de maleza, cubierto de zarzas y espinas, se hace impracticable. A algunos pasos, por instinto, adivinamos la gruta abierta. Cruel incertidumbre. Seguir avanzando, con la mano en la del discípulo, ¿sería un acto de sabiduría? En verdad, Pandora nos acompaña, pero por desgracia, ¿qué podemos esperar de ella? La caja fatal, imprudentemente abierta, está ya vacía. ¡Nada nos queda sino la esperanza…!

Aquí, en efecto, es donde los autores, ya muy enigmáticos en la preparación del disolvente, callan con obstinación. Cubriendo con un silencio profundo el proceso de la segunda operación, pasan directamente a las descripciones que se refieren a la tercera, es decir, a las fases y a los regímenes de la cocción. Luego, volviendo a la terminología utilizada para la primera, dejan creer al principiante que el mercurio común equivale al rebis o compuesto y, como tal, se debe cocer, sin más, en vasija cerrada. Filaleteo, aunque escribe sobre la misma disciplina, pretende colmar el vacío dejado por sus predecesores. Leyendo su Introitus no se distingue ningún corte; tan sólo falsas manipulaciones sustituyen a las verdaderas y vienen a colmar las lagunas, de tal manera, que unas y otras se encadenan y se sueldan sin dejar huella de artificio. Semejante flexibilidad hace imposible para el profano la tarea de separar la cizaña del trigo, lo malo de lo bueno, el error de la verdad. Apenas tenemos necesidad de afirmar hasta qué punto reprobamos semejantes abusos que no son, pese a la regla, sino mixtificaciones disfrazadas. La cábala y el simbolismo ofrecen bastantes recursos para expresar lo que no debe ser comprendido más que por la pequeña minoría. Por otra parte, estimarnos preferible el mutismo a la mentira más hábilmente presentada.

Cabría sorprenderse de que nuestro juicio fuera tan severo acerca de una parte de la obra del célebre adepto, pero otros antes que nosotros no han temido dirigirle las mismas reconvenciones. Tolio, Naxágoras y, sobre todo, Limojon de Saint-Didier, desenmascararon la insidiosa y pérfida fórmula, y nosotros estamos de perfecto acuerdo con ellos. Y es que el misterio que envuelve nuestra segunda operación es el mayor de todos, pues afecta a la elaboración del mercurio filosófico, la cual jamás ha sido enseñada abiertamente. Algunos echaron mano de la alegoría, los enigmas o las parábolas, pero la mayoría de los maestros se han abstenido de tratar esta delicada cuestión. «Es verdad —escribe Limojon de Saint-Didier[188]— que hay filósofos que pareciendo, por lo demás, sinceros, hacen caer, sin embargo, a los artistas en este error, sosteniendo con toda seriedad que quienes no conocen el oro de los filósofos podrán, pese a ello, encontrarlo en el oro común, cocido con el mercurio de los filósofos. Filaleteo se cuenta entre ellos. Asegura que el Trevisano, Zacarías y Flamel han seguido esta vía. Añade sin embargo, que no es la verdadera vía de los sabios, aunque conduzca al mismo fin. Pero estas seguridades, por sinceras que parezcan, no dejan de engañar a los artistas, los cuales, queriendo seguir al mismo Filaleteo en la purificación y la animación que enseña del mercurio común para hacer de él mercurio de los filósofos (lo que constituye un error muy grosero bajo el que ha escondido el secreto del mercurio de los sabios) emprenden, según él, una obra penosísima y absolutamente imposible. También, tras un largo trabajo lleno de molestias y de peligros, no tienen más que un mercurio un poco más impuro que antes, en lugar de un mercurio animado por la quintaesencia celeste. Error deplorable que ha perdido y arruinado, y que arruinará aún a gran número de artistas». Y, sin embargo, los investigadores que con éxito han remontado los primeros obstáculos y extraído agua viva de la antigua Fuente poseen una llave capaz de abrir las puertas del laboratorio hermético[189]. Si yerran y se consumen de impaciencia, si multiplican sus tentativas sin descubrir desenlace feliz, se debe, sin duda, a que no han adquirido un conocimiento suficiente de la doctrina. Mas que no desesperen. La meditación, el estudio y, sobre todo, una fe viva, inquebrantable, atraerán por fin la bendición del cielo sobre sus trabajos. «En verdad os digo —exclama Jesús (Mateo, XVII, 19)— que si tuvierais la fe como un grano de mostaza, diríais a aquella montaña muévete, y se movería, y nada os sería imposible». Pues la fe, certidumbre espiritual de la verdad aún no demostrada, presciencia de lo realizable, es esa antorcha que Dios ha puesto en el alma humana para alumbrarla, guiarla, instruirla y elevarla. Nuestros sentidos a menudo nos extravían, pero la fe no nos engaña jamás. «La fe sola —escribe un filósofo anónimo—[190] formula una voluntad positiva. La duda la vuelve neutra y el escepticismo, negativa. Creer antes de saber es cruel para los sabios, mas ¿qué queréis? La Naturaleza no se rehará ni siquiera para ellos, y tiene la pretensión de imponernos la fe, es decir, la confianza en ella, a fin de concedernos sus gracias. Confieso, por lo que a mí respecta, que la he considerado siempre bastante generosa para perdonarle esta fantasía».

Que aprendan, pues, los investigadores antes de emprender nuevos gastos, lo que diferencia el primer mercurio del mercurio filosofal. Cuando se sabe bien lo que se busca, resulta más cómodo orientar la marcha. Que sepan que su disolvente o mercurio común es el resultado del trabajo de la Naturaleza, mientras que el mercurio de 20s sabios constituye una producción del arte. En la confección de éste, el artista, aplicando las leyes naturales, conoce lo que quiere obtener. No sucede lo mismo con el mercurio común, pues Dios prohibió al hombre penetrar en su misterio. Todos los filósofos ignoran, y muchos lo confiesan, cómo las materias iniciales puestas en contacto reaccionan, se interpenetran y, al fin, se unen bajo el velo de tinieblas que envuelve, desde el comienzo al fin, los intercambios íntimos de esta singular procreación. Ello explica por qué los escritores se han mostrado tan reservados con relación al mercurio filosófico cuyas fases sucesivas el operador puede seguir, comprender y dirigir a su gusto. Si la técnica reclama cierto tiempo y demanda algún esfuerzo, como contrapartida es de una extremada simplicidad. Cualquier profano que sepa mantener el fuego la ejecutará tan bien como un alquimista experto. No requiere pericia especial ni habilidad profesional, sino sólo el conocimiento de un curioso artificio que constituye ese secretum secretorum que no ha sido revelado y, probablemente, no lo será jamás. A propósito de esta operación cuyo éxito asegura la posesión del rebis filosofal, Jacques Le Tesson[191], citando al Damasceno, escribe que este adepto, en el momento de emprender el trabajo, «miraba por toda la estancia a fin de comprobar que no hubiera moscas allí dentro, queriendo significar con ello que nunca es excesivo el secreto, dado el peligro que puede acarrear».

Antes de proseguir, digamos que este artificio desconocido —que, desde el punto de vista químico debería calificarse de absurdo, de ridículo o de paradójico, porque su acción inexplicable desafía toda regla científica— marca la encrucijada en que la ciencia alquímica se aparta de la ciencia química. Aplicado a otros cuerpos, da lugar, en las mismas condiciones, a tantos resultados imprevistos como sustancias dotadas de cualidades sorprendentes. Este único y poderoso medio permite así un desarrollo de una envergadura insospechada por los múltiples elementos simples nuevos y los compuestos derivados de esos mismos elementos, pero cuya génesis continúa siendo un enigma para la razón química. Esto, evidentemente, no debería enseñarse. Si hemos penetrado en ese ámbito reservado de la hermética; si, más arriesgados que nuestros predecesores, lo hemos señalado es porque desearíamos demostrar: 1.º, que la alquimia es una ciencia verdadera susceptible, como la química, de extensión y progreso, y no la adquisición empírica de un secreto de fabricación de los metales preciosos; 2.º, que la alquimia y la química son dos ciencias positivas, exactas y reales, aunque diferentes entre sí, tanto en la teoría como en la práctica; 3.º, que la química no podría, por estas razones, reivindicar un origen alquímico; 4.º, finalmente, que las innumerables propiedades, más o menos maravillosas, atribuidas en bloque por los filósofos tan sólo a la piedra filosofal, pertenecen, cada una de ellas, a las sustancias desconocidas obtenidas a partir de materiales y de cuerpos químicos, pero tratados según la técnica secreta de nuestro Magisterio.

No nos corresponde explicar en qué consiste el artificio utilizado en la producción del mercurio filosófico. Sintiéndolo mucho, y pese a toda la solicitud que tenemos para con los «hijos de ciencia», debemos imitar el ejemplo de los sabios, que han juzgado prudente reservar esta insigne palabra. Nos limitaremos a decir que ese mercurio segundo o materia próxima de la Obra es el resultado de las reacciones de dos cuerpos, uno fijo y el otro volátil. El primero, velado bajo la denominación de oro filosófico, no es en absoluto el oro vulgar. El segundo es nuestra agua viva anteriormente descrita bajo el nombre de mercurio común. Por la disolución del cuerpo metálico con ayuda del agua viva, el artista entra en posesión del húmedo radical de los metales, su simiente, agua permanente o sal de sabiduría, principio esencial, quintaesencia del metal disuelto. Esta solución, ejecutada según las reglas del arte, con todas las disposiciones y condiciones requeridas, esta muy alejada de las operaciones químicas análogas, a las que no se parece en nada. Además, de la longitud del tiempo y el conocimiento del medio idóneo, obliga a numerosas y penosas reiteraciones. Es un trabajo fastidioso. El mismo Filaleteo[192] así lo proclama cuando dice: «Nosotros, que hemos trabajado y conocemos la operación, sabemos con certeza que no hay labor más aburrida que la de nuestra primera preparación[193]. Por eso Moriano advierte al rey Khálid que numerosos sabios se lamentaban siempre del fastidio que les causaba la Obra… Eso es lo que ha hecho decir al célebre autor del Secreto hermético que el trabajo requerido para la primera operación era un trabajo de Hércules». Hay que seguir aquí el excelente consejo del Triunfo hermético y no temer «abrevar a menudo la tierra con su agua, y secarla otras tantas veces». Por estas lixiviaciones sucesivas o laveures de Flamel, por esas inmersiones frecuentes y renovadas se extrae progresivamente la humedad viscosa, oleaginosa y pura del metal «en la cual —asegura Limojon de Saint-Didier— reside la energía y la gran eficacia del mercurio filosófico». El agua viva, «más celeste que terrestre», actuando sobre la materia pesada, rompe su cohesión, la ablanda, la va haciendo soluble poco a poco, afecta sólo a las partes puras de la masa disgregada, abandona las otras y asciende a la superficie, arrastrando lo que ha podido tomar conforme a su naturaleza ardiente espiritual. Este carácter importante de la ascensión de lo sutil por la separación de lo espeso valió a la operación del mercurio de los sabios ser llamada sublimación[194]. Nuestro disolvente, todo espíritu, desempeña en ella el papel simbólico del águila arrebatando su presa, y es la razón por la cual Filaleteo, el Cosmopolita, Cyliani, d’Espagnet y muchos otros nos recomiendan permitir su expansión, insistiendo en la necesidad de hacerlo volar, pues el espíritu se eleva y la materia se precipita. ¿Qué es la crema sino la mejor parte de la leche? Pues bien, Basilio Valentín enseña que «la piedra filosofal se hace de la misma manera que los aldeanos elaboran mantequilla», batiendo o agitando la crema, que representa, en este ejemplo, nuestro mercurio filosófico. También toda la atención del artista debe concentrarse en La extracción del mercurio, que se recoge, en la superficie del compuesto disuelto, descremando la untuosidad viscosa y metálica a medida que se va produciendo. Es, por otra parte, lo que representan los dos personajes del Mutus Liber[195], en el que se ve a la mujer batir, con ayuda de una cuchara, el licor contenido en el cuenco que su marido mantiene a su alcance. «Tal es —escribe Filaleteo— el orden de nuestra operación, y tal es toda nuestra filosofía». Hermes, al designar la materia básica por el jeroglífico solar, y su disolvente por el símbolo lunar lo explica en pocas palabras: «El Sol —dice— es su padre y la Luna, su madre». Se comprenderá también el sentido secreto que encierran estas palabras del mismo autor: «El viento lo ha llevado en su vientre». El viento o el aire son epítetos aplicados al agua viva, que su volatilidad hace desvanecer al fuego sin dejar rastro residual. Y como esta agua —nuestra Luna hermética— penetra la naturaleza fija del Sol filosófico que retiene y junta sus más nobles partículas, el filósofo tiene razón al asegurar que el viento es la matriz de nuestro mercurio, quintaesencia del oro de los sabios y pura simiente mineral. «El que ha ablandado el Sol seco —dice Henckel[196]— por medio de la Luna mojada, hasta el punto de que el uno se ha hecho igual a la otra y ambos siguen unidos, halló el agua bendita que discurre por el Jardín de las Hespérides».

Así se ve realizado el primer término del axioma Salve et Coagula, por la volatilización regular de lo fijo y por su combinación con lo volátil. El cuerpo se ha espiritualizado y el alma metálica abandonando su vestidura manchada, reviste otra de más precio a la que los antiguos maestros dieron el nombre de mercurio filosófico. Es el agua de los dos campeones de Basilio Valentín, cuya fabricación viene enseñada por el grabado de su segunda clave. Uno de los campeones lleva un águila en su espada (el cuerpo fijo), y el otro esconde tras su espalda un caduceo (disolvente). Toda la parte baja del dibujo está ocupada por dos grandes alas desplegadas, mientras que en el centro, en pie entre los combatientes, aparece el dios Mercurio bajo el aspecto de un adolescente coronado, enteramente desnudo y con un caduceo en cada mano. El simbolismo de esta figura permite ser aclarado con facilidad. Las amplias alas, que sirven de liza a los contendientes, marcan la meta de la operación, es decir, la volatilización de las porciones puras del fijo. El águila indica cómo hay que proceder, y el caduceo designa a aquél que debe atacar al adversario, nuestro mercurio disolvente. En cuanto al jovencito mitológico, su desnudez es la traducción del despojamiento total de las partes impuras, y la corona, el índice de su nobleza. Simboliza, finalmente, por sus dos caduceos, el mercurio doble, epíteto que ciertos adeptos han sustituido al de filosófico, para mejor diferenciarlo del mercurio simple o común, nuestra agua viva y disolvente[197]. Ese mercurio doble es el que encontramos representado en la chimenea de Terre-Neuve por la cabeza humana simbólica que sostiene entre sus dientes el cordoncillo del escudo cargado de emblemas. La expresión animal de la máscara de ojos ardientes, su fisonomía enérgica y devorada por los apetitos hacen sensibles la potencia vital, la actividad generadora y todas esas facultades de producción que nuestro mercurio ha recibido del concurso recíproco de la Naturaleza y del arte. Hemos visto que se recoge encima del agua, cuya superficie y lugar más elevado ocupa. Y ello ha movido a Louis d’Estissac a mandar colocar su imagen en la cúspide del panel decorativo. En cuanto al bucráneo, esculpido sobre el mismo eje, pero en la parte baja de la composición, indica ese caput mortuum inmundo, grosero, tierra condenada del cuerpo, impura, inerte y estéril que la acción del disolvente separa, rechaza y precipita como un residuo inútil y sin valor.

Los filósofos han traducido la unión del fijo y del volátil, del cuerpo y del espíritu por la figura de la serpiente que devora su cola. El ouroboros de los alquimistas griegos (ουρα, cola y βορος, devorador) reducido a su expresión más simple, toma así la forma circular, trazado simbólico del infinito y de la eternidad, como también de la perfección. Es el círculo central del mercurio en la notación gráfica, y el mismo que señalamos, ornado de hojas y de frutos para indicar su facultad vegetal y su poder fructificante en el bajo relieve que estudiamos. Por añadidura, el signo es completo, pese al cuidado que nuestro adepto tuvo para disimularlo. Si lo examinamos bien, veremos, en erecto, que la corona lleva en su curvatura superior las dos expansiones en espiral, y en la inferior, la cruz, figurada por los cuernos y el eje frontal del bucráneo, complementos del círculo en el signo astronómico del planeta Mercurio.

Nos falta analizar el escudo central, que hemos visto llevado por la cabeza humana (y, en consecuencia, colocado bajo su dependencia), imagen del mercurio filosófico que domina los diversos motivos del panel. Esta relación entre la máscara y el escudo demuestra bastante el papel esencial de la materia hermética en la exposición cabalística de estos singulares escudos de armas. Tales caracteres misteriosos expresan, en pocas palabras, toda la labor filosofal, no ya con ayuda de formas tomadas de la flora y la fauna, sino por figuras de notación gráfica. Este paradigma constituye así una verdadera fórmula alquímica. Advirtamos, primero, tres estrellas, características de los tres grados de la Obra o, si se prefiere, de los tres estados sucesivos de una misma sustancia. El primero de estos asteriscos, aislado hacia el tercio inferior del escudo, designa nuestro primer mercurio o aquella agua viva cuya composición nos han mostrado los dos gnomos estefanóforos. Por la solución del oro filosófico que nada indica aquí ni en otra parte[198], se obtiene el mercurio filosófico, compuesto por el fijo y el volátil, aún no radicalmente unidos, pero susceptibles de coagulación. Este mercurio segundo viene expresado por las dos V entrelazadas por la punta, signo alquímico conocido del alambique. Nuestro mercurio es, lo sabemos, el alambique de los sabios, cuya cucúrbita y cuya tapadera representan los dos elementos espiritualizados y unidos. Con el mercurio filosófico solo los sabios emprenden este largo trabajo, constituido por operaciones numerosas[199], que han llamado cocción o maduración. Nuestro compuesto, sometido a la acción lenta y continuada del fuego, destila, se condensa, se eleva, baja, se hincha, se vuelve pastoso, se contrae, disminuye de volumen y, agente de sus propias cohobaciones adquiere poco a poco una consistencia sólida. Elevado así un grado, este mercurio, convertido en fijo por acostumbramiento al fuego, tiene necesidad, otra vez, de ser disuelto por el agua primera, escondida aquí tras el signo I, seguido de la letra M, es decir, espíritu de la magnesia, otro nombre del disolvente. En la notación alquímica, toda barra o trazo, cualquiera que sea su dirección, es la signatura gráfica convencional del espíritu, lo que merece que se tenga en cuenta si se quiere descubrir qué cuerpo se disimula bajo el epíteto de oro filosófico, padre del mercurio[200] y Sol de la Obra. La mayúscula M sirve para identificar nuestra magnesia de la que, por otra parte, es la inicial. Esta segunda licuefacción del cuerpo coagulado tiene por objeto aumentarlo y fortificarlo, alimentándolo con la leche mercurial a la que debe el ser, la vida y el poder vegetativo. Se convierte por segunda vez en volátil, mas para tomar, al contacto con el fuego, la consistencia seca y dura que había adquirido precedentemente. Y así llegamos a la cúspide de la vara de carácter extraño cuyo aspecto recuerda la cifra 4, pero que figura, en realidad, la vía, el camino que debemos seguir. Llegado a este punto una tercera solución, semejante a las dos primeras nos conduce, siempre por el recto camino del régimen y la vía lineal del fuego, al astro segundo, emblema de la materia perfecta y coagulada que bastará cocer continuando los grados requeridos sin apartarse jamás de aquella vía lineal que concluye la barra del espíritu, fuego o azufre incombustible. Tal es el signo, ardientemente deseado, de la piedra o medicina del primer orden. En cuanto al ramo florido de una estrella, situado fuera de lugar, demuestra que, por reiteración de la misma técnica, la piedra puede multiplicarse en cantidad y calidad gracias a la fecundidad excepcional que ha recibido de la Naturaleza y del arte. Pues bien, como su fertilidad exuberante proviene del agua primitiva y celeste, la cual da al azufre metálico la actividad y el movimiento a cambio de su virtud coagulante, se comprende que la piedra no difiera del mercurio filosófico más que en perfección y no en sustancia. Los sabios, pues, tienen razón al enseñar que «la piedra de los filósofos o nuestro mercurio y la piedra filosofal son una sola y misma cosa, de una sola y misma especie», aunque una sea más madura y excelente que la otra. Referente a este mercurio, que es también la sal de los sabios y la piedra angular de la Obra, citaremos un pasaje de Khunrath[201], muy transparente pese a su estilo enfático y al abuso de frases incidentes. «La piedra de los filósofos —dice nuestro autor— es Ruach Elohim (que reposaba —incubebat— en las aguas [Génesis,]), concebida por la mediación del cielo (sólo Dios, por su pura bondad, queriéndolo así) y hecha cuerpo verdadero y cayendo bajo los sentidos, en el útero virginal del mundo mayor primogenerada, o del caos creada, es decir la tierra, vacía e inane, y el agua. Es el hijo nacido en la luz del Macrocosmos de aspecto vil (a los ojos de los insensatos), deforme y casi ínfimo, pero consustancial y semejante a su autor (parens), pequeño mundo (no imagines aquí que se trata del hombre o de cualquier otra cosa, de o por él), católico, tri-uno, hermafrodita visible, sensible al tacto, al oído, al olfato y al gusto local y finito, manifestado regeneratoriamente por sí mismo y, por medio de la mano obstétrica del arte de la fisicoquímica, glorificado en su cuerpo desde su asunción. Capaz de servir para comodidades o usos casi infinitos, y miríficamente saludables para el microcosmos y el macrocosmos en la trinidad católica. Oh, tú, hijo de perdición, deja, pues, con seguridad el azogue (υδραργυρον) y con él todas las cosas, cualesquiera que sean, mangónicamente preparadas por ti. Tú eres el tipo del pecador, no del Salvador. Puedes y debes ser librado, pero no liberar tú mismo. Tú eres la figura del mediador que conduce al error, a la ruina y a la muerte y no de aquél que es bueno y lleva a la verdad, al crecimiento y a la vida. Ha reinado, reina y reinará natural y universalmente sobre las cosas naturales. Es el hijo católico de la naturaleza, la sal (sábelo) de saturno, fusible según su constitución particular, permanente en todas partes y siempre en la naturaleza por sí mismo, y, por su origen y su virtud, universal. Escucha y está atento: esta sal es la piedra muy antigua. ¡Es un misterio! Su núcleo (nuclens) es el denario. ¡Cállate harpocráticamente! Quien pueda comprender, que comprenda. He dicho. La sal de sapiencia, no sin causa grave, ha sido ornada por los sapientes con muchos sobrenombres. Han dicho que nada había más útil en el mundo que ella y el Sol. Estudia esto».

Pero antes de proseguir, nos permitiremos hacer una observación de alguna importancia, dirigida a nuestros hermanos y a los hombres de buena voluntad. Pues nuestra intención es dar aquí el complemento de lo que hemos enseñado en una obra anterior[202].

Los más instruidos de los nuestros en la cábala tradicional, sin duda han sido sorprendidos por la relación existente entre la vía, el camino trazado por el jeroglífico que afecta la forma de la cifra 4, y el antimonio mineral o stibium, claramente indicado por ese vocablo topográfico. En efecto, el oxisulfuro de antimonio natural se llamaba, entre los griegos, Στιμμι o Στιβι. Pues bien; es el camino, el sendero, la vía que el investigador (Στιβευς) o peregrino recorre en su viaje, y que pisotea (Στειβω). Estas consideraciones, basadas en una correspondencia exacta de palabras, no han escapado a los viejos maestros ni a los filósofos modernos, los cuales, apoyándolas con su autoridad, han contribuido a extender ese error nefasto de que el antimonio vulgar era el misterioso sujeto del arte. Confusión lamentable, obstáculo invencible contra el cual han ido a dar centenares de investigadores. Desde Artefio, que comienza su tratado[203] con las palabras «El antimonio es de las partes de Saturno…», hasta Filaleteo, que titula una de sus obras Experiencias sobre la preparación del mercurio filosófica por el régulo de antimonio marcial estrellado y la plata, pasando por El carro triunfal del antimonio de Basilio Valentín y la afirmación peligrosa, en su positivismo hipócrita, de Batsdorff, el número de aquéllos que se han dejado enredar en esta trampa grosera es sencillamente prodigioso. La Edad Media ha visto a los sopladores y a los arquimistas volatilizar, sin ningún resultado, toneladas de mercurio amalgamado con oro estibiado. En el siglo XVIII, el sabio químico Juan Federico Henckel[204] confiesa, en su Tratado de la apropiación, que durante largo tiempo se entregó a esas costosas y vanas experiencias. «El régulo de antimonio —dice— se considera como un medio de unión entre el mercurio y los metales, y he aquí la razón: ya no es mercurio ni aun metal perfecto; ha cesado de ser el uno y ha comenzado a convertirse en el otro. Sin embargo, no debo dejar en silencio que he emprendido inútilmente grandísimos trabajos para unir más íntimamente el oro y el mercurio mediante el régulo de antimonio». ¿Y quién sabe si buenos artistas no siguen aún hoy el ejemplo deplorable de los espagiristas medievales? Por desgracia, cada loco anda con su tema, cada cual se adhiere a su idea, y lo que podamos decir no prevalecerá en absoluto contra un prejuicio tan tenaz. No importa. Nuestro deber es, ante todo, ayudar a los que no se nutren de quimeras, y escribiremos para ellos solos, sin preocuparnos lo más mínimo de los demás. Recordemos, pues, que otra similitud de palabras permitiría igualmente inferir que la piedra filosofal podría proceder del antimonio. Se sabe que los alquimistas del siglo XIV llamaban kohl o kohol a su medicina universal, de las palabras árabes al cohol, que significan polvo sutil, término que ha tomado más tarde, en nuestro idioma, el sentido de aguardiente (alcohol). En árabe, kohl es, se dice, el oxisulfuro de antimonio pulverizado que emplean los musulmanes para teñirse de negro las cejas. Las mujeres griegas se servían del mismo producto, que se llamaba Πλατυοφθαλμον es decir, gran ojo, porque el uso de este artificio hacía parecer a sus ojos más anchos (de πλατυς, ancho, y οφθαλμος, ojo. He aquí, se pensará, sugestivas relaciones. Compartiríamos ciertamente, esa opinión si ignorásemos que no entraba la menor molécula de estibina en el platyophthalmon de los griegos (sulfuro de mercurio sublimado), el kohl de los árabes y el cohol o cohel de los turcos. Los dos últimos, en efecto, se obtenían por calcinación de una mezcla de estaño granulado y agalla. Tal es la composición química del kohl de las mujeres orientales, del que los antiguos alquimistas se sirvieron como término de comparación para enseñar la preparación secreta de su antimonio. Ése es el ojo solar que los egipcios llamaban udja. Figura, también, entre los emblemas masónicos, rodeado de una gloria en el centro de un triángulo. Este símbolo ofrece el mismo significado que la letra G, séptima del alfabeto, inicial del nombre vulgar del Tema de los sabios, que figura en medio de una estrella radiante. Esta materia es el antimonio saturniano de Artefio, el régulo de antimonio de Tolio y el verdadero y único stibium de Miguel Maier y de todos los adeptos. En cuanto a la estibina mineral, no posee ninguna de las cualidades requeridas y, de cualquier manera que se la quiera tratar, no se obtendrá jamás de ella ni el disolvente secreto ni el mercurio filosófico. Y si Basilio Valentín da a éste el sobrenombre de peregrino o viajero (στιβευς)[205], porque debe, nos dice, atravesar seis ciudades celestes antes de fijar su residencia en la séptima; si Filaleteo nos asegura que él sólo en nuestra vía (στιβια), no hay razones suficientes para invocar que estos maestros hayan pretendido designar el antimonio vulgar como generador del mercurio filosófico. Esta sustancia está demasiado alejada de la perfección, de la pureza y de la espiritualidad que posee el húmedo radical o simiente metálica —que, por otra parte, no podría encontrarse en la tierra— para sernos de veras útil. El antimonio de los sabios, materia prima extraída directamente de la mina, «no es propiamente mineral y menos aún metálico, como nos enseña Filaleteo[206], pero sin participar de esas dos sustancias tiene su medio entre una y otra. No es, sin embargo, corporal puesto que es enteramente volátil. No es en absoluto espíritu, pues se licúa en el fuego como un metal. Es, pues, un caos lo que hace las veces de madre de todos los metales». La flor (ανθεμον) metálica y mineral, la primera rosa, negra en verdad, ha permanecido aquí abajo como una parcela del caos elemental. De ella, de esta flor de las flores (flors florum) extraemos primero nuestra gelatina blanca (στιβη), la cual es el espíritu que se mueve sobre las aguas y el revestimiento blanco de los ángeles. Reducida a esta blancura resplandeciente, es el espejo del arte, la antorcha (στιλβη), la lámpara o la linterna[207], la brillantez de los astros y el esplendor del Sol (splendor solis), y también, unida al oro filosófico, se convertirá en el planeta metálico Mercurio (Στιλβων αστηρ), el nido del pájaro (στιβας), nuestro fénix y su piedrecita (στια). Finalmente, es la raíz, tema o eje (lat. stipes, stirps), de la Gran Obra y no el antimonio vulgar. Sabed, pues, hermanos, a fin de no errar más, que nuestro término antimonio derivado del griego ανθεμον, designa, por un juego de palabras familiar a los filósofos, el asno-timón (âne-timon), el guía que conduce, en la Biblia, a los judíos a la fuente. Es el Aliboron mítico, Αελιφορος, el caballo del Sol. Una palabra más. No debéis ignorar que, en la lengua primitiva, los cabalistas griegos tenían la costumbre de sustituir por cifras ciertas consonantes para las palabras cuyo sentido ordinario querían velar bajo otro sentido hermético. Se servían, así, de la episemon (σταγιον), de la koppa, de la sampi o de la digama, a las que adaptaban un valor convencional. Los nombres, modificados por este procedimiento, constituían verdaderos criptogramas, aunque su forma y su pronunciación parecieran no haber sufrido alteración. Pues bien; el vocablo antimonio, στιμμι, se escribía siempre con episemon (ς), equivalente a las dos consonantes juntas sigma y tau (στ) cuando se lo empleaba para caracterizar el tema hermético. Escrito de ese modo, ςιμμι ya no es la estibina de los mineralogistas, sino una materia señalada por la Naturaleza o mejor, un movimiento, dinamismo o vibración, vía sellada (ς-ιμμεναι), a fin de permitir al hombre la identificación, signo muy particular y sometido en las reglas del número seis. Επισεμον, palabra formada por Επι, sobre, y σημα, signo, significa, en efecto, marcado con un signo distintivo, y este origen debe corresponder al número seis. Además un término próximo, frecuentemente empleado para la asonancia en cábala fonética, la palabra Επιστημων indica el que sabe, el que está instruido en, hábil para. Uno de los personajes importantes de Pantagruel, el hombre de ciencia, se llama Epistemon. Y el artesano secreto, el espíritu encerrado en una sustancia bruta, traduce el epistemon griego, porque este espíritu es capaz por sí solo de ejecutar y realizar la obra entera, sin otro concurso que el del fuego elemental.

Nos resultaría fácil completar lo que hemos dicho del mercurio filosófico y de su preparación, pero no nos corresponde desvelar por entero este importante secreto. La enseñanza escrita no sería capaz de sobrepasar la que los prosélitos recibían antaño en los misterios menores de Agra. Y si nos plegamos de buen grado a la tarea ingrata del Hidrano antiguo, por el contrario el ámbito esotérico de las Grandes Eleusinias nos está prohibido formalmente. Antes de recibir la iniciación suprema, los mistes griegos juraban, por su vida y en presencia del hierofante, no revelar jamás nada de las verdades que les fueran confiadas. Pues bien; nosotros no hablamos a algunos discípulos seguros y probados, en la sombra de un santuario cerrado, ante la imagen divina de una venerable Ceres —piedra negra importada de Pesinonte— o de la Isis sagrada, sentada en el bloque cúbico; nosotros discurrimos en el umbral del templo, bajo el peristilo y ante la muchedumbre, sin exigir de nuestros oyentes ningún juramento previo. En presencia de condiciones tan adversas, ¿cómo sorprenderse de vernos utilizar prudencia y discreción? Ciertamente, deploramos que las instituciones iniciáticas de la Antigüedad hayan desaparecido para siempre y que un exoterismo estrecho haya sustituido el espíritu amplio de los misterios de otrora, pero creemos, con el filósofo[208], «que es más digno de la naturaleza humana, y más instructivo, admitir lo maravilloso buscando extraer de él lo verdadero antes que tratarlo todo, desde el principio, de mentira o de consagrarlo como milagro, para escapar a su explicación». Pero ésas son lamentaciones superfluas. El tiempo, que todo lo destruye, ha hecho tabla rasa de las civilizaciones antiguas. ¿Qué queda hoy de ellas sino el testimonio histórico de su grandeza y de su poder, recuerdo enterrado en el fondo de los papiros o piadosamente exhumado de suelos áridos, poblados de emotivas ruinas? Por desgracia, los últimos mistagogos se llevaron su secreto, y ya sólo a Dios, padre de la luz y dispensador de toda verdad, podemos solicitar la gracia de las altas revelaciones.

Éste es el consejo que nos permitimos dar a los investigadores sinceros, a los hijos de ciencia en favor de los cuales escribimos. Tan sólo la iluminación divina les proporcionará la solución del oscuro problema: ¿dónde y cómo obtener ese oro misterioso, cuerpo desconocido susceptible de animar y fecundar el agua, primer elemento de la naturaleza metálica? Las esculturas ideográficas de Louis d’Estissac permanecen mudas acerca de este punto esencial, pero puesto que nuestro deber está orientado hacia el respeto a las voluntades del adepto, limitaremos nuestra solicitud a señalar el obstáculo situándolo en la práctica.

Antes de pasar al examen de los motivos superiores, debemos decir aún una palabra sobre el escudo central, cargado de jeroglíficos, que acabamos de analizar. La monografía citada del castillo de Terre-Neuve, que creemos redactada por el difunto señor de Rochebrune, encierra un pasaje bastante singular referente a los símbolos en cuestión. El autor, tras una breve descripción de la chimenea, añade: «Es una de las hermosas obras de piedra ejecutada por los adornistas de Louis d’Estissac. El escudo colocado bajo el del señor de ese hermoso castillo está decorado en su centro con el monograma del maestro imaginero. Está coronado por el cuatro, cifra simbólica que se halla casi siempre unida a todos esos monogramas de artistas, grabadores, impresores o pintores vidrieros, etc. Aún se busca la clave de este signo extraño de cofradía». He aquí, en verdad, una tesis cuando menos sorprendente. Es posible que su autor haya encontrado en ocasiones una sigla en forma de cuatro que sirviera para clasificar o identificar ciertas piezas de arte. En cuanto a nosotros, que la hemos señalado entre numerosos objetos curiosos, de carácter netamente hermético —estampas, vidrieras, objetos de mayólica, de orfebrería, etc.—, no podemos admitir que esa cifra pueda constituir una figura de cofradía. No pertenece a escudos corporativos, pues éstos deberían presentar, en tal caso, los útiles e insignias especiales de los cuerpos de oficios considerados. Tampoco puede clasificarse ese blasón en la categoría de las armas parlantes ni de los testimonios de nobleza, ya que éstos no obedecen en absoluto a las reglas heráldicas, y aquéllas están desprovistas del sentido en imágenes que caracteriza los jeroglíficos. Por otra parte, sabemos pertinentemente que los artistas a los que Louis d’Estissac confió la decoración de su vivienda están olvidados por completo: sus nombres no nos han sido conservados. Tal vez esta laguna autoriza la hipótesis de una marca personal del artista, mientras que esos mismos caracteres, provistos de un significado preciso, se hallan corrientemente en las fórmulas alquímicas. Por añadidura, no se puede explicar la indiferencia del sabio simbolista que fue el adepto de Coulonges frente a su obra, en tanto que, contentándose él mismo con un escudo modesto, abandona al capricho de sus artesanos una adaraja más espaciosa que la suya propia. ¿Por qué razón el ordenador y creador de un paradigma hermético tan armonioso, tan conforme a la pura doctrina hasta en sus menores detalles, hubiera tolerado la aplicación de jeroglíficos extraños si estos últimos debían estar en desacuerdo flagrante con el resto? Concluimos que la hipótesis de un signo cualquiera de cofradía no puede sostenerse. No existe ejemplo en el que el pensamiento de una obra haya estado concentrado en la firma misma del artesano, aunque tal sea el error cometido por una interpretación defectuosa de la analogía.