II

El primero de los tres paneles que separan las cariátides, el de la izquierda, ofrece una flor central, nuestra rosa hermética, dos cáscaras del género venera o conchas de Compostela, y dos cabezas humanas, una de viejo, en la parte baja, y otra de querubín, en lo alto. Descubrimos ahí la indicación formal de los materiales necesarios para el trabajo y el resultado que el artista debe esperar de ellos. La máscara de anciano es el emblema de la sustancia mercurial primaria, a la cual, según dicen los filósofos, todos los metales deben su origen. «No debéis ignorar —escribe Limojon de Saint Didier[151]— que nuestro anciano es nuestro mercurio; que este nombre le va bien porque es la materia prima de todos los metales. El Cosmopolita dice que es su agua, a la que da el nombre de acero e imán, y añade, para confirmar mejor lo que acabo de descubriros: Si undecies coit aurum cum eo, emittit suum semen, et debilitatur fere ad mortem usque; concipit chalybs, et generat filium patre clariorem».[152].

Puede verse en el portal occidental de la catedral de Chartres una hermosísima estatua del siglo XII en la que se encuentra el mismo esoterismo luminosamente expresado. Se trata de un anciano de gran tamaño, de piedra, coronado y aureolado —lo que evidencia ya su personalidad hermética—, vestido con el amplio manto del filósofo. Con la mano derecha, sostiene una cítara[153] y eleva con la izquierda una redoma de tripa hinchada como la calabaza de los peregrinos. De pie entre las gradas de un trono, pisotea a dos monstruos con cabeza humana, enlazados, uno de los cuales está provisto de alas y patas de pájaro. Estos monstruos representan los cuerpos brutos cuya descomposición y acoplamiento bajo otra forma, de carácter volátil, proporcionan esa sustancia secreta que llamamos mercurio y que basta por sí sola para realizar la obra entera. La calabaza, que encierra el brebaje del peregrino, es la imagen de las virtudes disolventes de ese mercurio, cabalísticamente denominado peregrino o viajero. Entre los motivos de nuestra chimenea figuran asimismo las conchas de Santiago, llamadas también benditeras porque en ellas se conserva el agua bendita, calificación que los antiguos aplicaban al agua mercurial. Pero aquí, fuera del sentido químico puro, estas dos conchas enseñan todavía al investigador que la proporción regular y natural exige dos partes del disolvente contra una del cuerpo fijo. De esta operación, hecha según el arte, proviene un cuerpo nuevo, regenerado, de esencia volátil representado por el querubín o el ángel[154]) que domina la composición. Así, la muerte del anciano da nacimiento al niño y asegura su vitalidad. Filaleteo nos advierte que es necesario, para alcanzar la meta, matar al vivo a fin de resucitar al muerto «Tomando —dice— el oro que está muerto y el agua que está viva, se forma un compuesto en el cual por una breve decocción, la semilla del oro se convierte en viva, mientras que el mercurio vivo es muerto. El espíritu se coagula con el cuerpo, y ambos entran en putrefacción en forma de limo, hasta que los miembros de este compuesto queden reducidos a átomos. Tal es la naturaleza de nuestro Magisterio»[155]. Esta sustancia doble, este compuesto perfectamente maduro, aumentado y multiplicado, se convierte en el agente de transformaciones maravillosas que caracterizan la piedra filosofal, rosa hermética. Según el fermento, argéntico o aurífico, que sirve para orientar nuestra primera piedra, la rosa tan pronto es blanca como roja. Estas dos flores filosóficas, florecidas en el mismo rosario, son las que Flamel nos describe en el Libro de las figuras jeroglíficas. Embellecen, asimismo, el frontispicio del Mutus Liber y las vemos florecer en un crisol en el grabado de Gobille que ilustra la duodécima clave de Basilio Valentín. Se sabe que la Virgen celeste lleva una corona de rosas blancas y tampoco se ignora que la rosa roja es la firma reservada a los iniciados de la orden superior o Rosa Cruz. Y este término de Rosa Cruz nos permitirá, al explicarlo, acabar la descripción de este primer panel.

XVII. CATEDRAL DE CHARTRES – PORTAL OCCIDENTAL.

Viejo simbólico (siglo XII)

Aparte del simbolismo alquímico, cuyo sentido es ya muy transparente, descubrimos otro elemento escondido, el del grado elevado que poseía, en la jerarquía iniciática, el hombre al que debemos los motivos de esta arquitectura jeroglífica. Está fuera de duda que Louis d’Estissac había conquistado el título por excelencia de la nobleza hermética. La rosa central, en efecto, aparece en mitad de una cruz de san Andrés formada por el alzamiento de los filetes de piedra que podemos suponer que, al principio, la recubrían y la encerraban. Así está el gran símbolo de la luz manifestada[156] que se indica por la letra griega X (chi; suena como nuestra jota), inicial de las palabras Χωνη, Χρυσος y Χρονος, el crisol, el oro y el tiempo, triple incógnita de la Gran Obra. La cruz de san Andrés (Χιασμα que tiene la forma de nuestra X, es el jeroglífico, reducido a su más simple expresión, de las radiaciones luminosas y divergentes emanadas de un hogar único. Aparece, pues, como la gráfica de la chispa. Puede multiplicarse su irradiación, pero es imposible simplificarlo más. Estas líneas entrecruzadas dan el esquema del centelleo de las estrellas y de la dispersión radiante de todo cuanto brilla, alumbra e irradia También se han convertido en el sello y la marca de la iluminación y, por extensión, de la revelación espiritual. El Espíritu Santo es siempre figurado por una paloma en pleno vuelo, con las alas extendidas según un eje perpendicular al del cuerpo, es decir, una cruz. Pues la cruz griega y la de san Andrés tienen, en hermética, un significado exactamente parecido. Se encuentra con frecuencia la imagen de la paloma completada por una gloria que viene a precisar su sentido oculto, como puede verse en las escenas religiosas de nuestros primitivos en muchas esculturas puramente alquímicas[157]. La X griega y nuestra X representan la escritura de la luz por la luz misma, la señal de su paso, la manifestación de su movimiento y la afirmación de su realidad. Es su verdadera firma. Hasta el siglo XII, no se utilizaba otra marca para autentificar los viejos documentos; a partir del XV, la cruz se convirtió en la firma de los iletrados. En Roma, se señalaban los días fastos con una cruz blanca y los nefastos, con una cruz negra. Es el número completo de la Obra, pues la unidad, las dos naturalezas, los tres principios y los cuatro elementos dan la doble quintaesencia, las dos V fundidas en la cifra romana X del número diez. En esta cifra se encuentra la base de la cábala de Pitágoras o de la lengua universal, de la que puede verse un curioso paradigma en la última página de un librito de alquimia[158]. Los bohemios utilizan la cruz o la X como signo de reconocimiento. Guiados por este gráfico trazado en un árbol o en cualquier pared, acampan siempre en el lugar que ocupaban sus predecesores, junto al símbolo sagrado que llaman Patria. Podría creerse esta palabra de origen latino, y aplicar a los nómadas esta máxima que los gatos —objetos de arte vivos— se esfuerzan en practicar: Patria est ubicumque est bene, la patria está en todas partes donde se está bien. Pero en realidad deriva de una palabra griega, Πατρια, que pasa por su emblema con el sentido de familia, raza, tribu. La cruz de los gitanos indica, pues, claramente el lugar de refugio señalado a la tribu. Es singular, por otra parte, que casi todos los significados revelados por el signo X tengan un valor trascendente o misterioso. X es, en álgebra, la o las cantidades incógnitas, es también el problema por resolver, la solución por descubrir y es el signo pitagórico de la multiplicación y el elemento de la prueba aritmética del nueve. Es el símbolo popular de las ciencias matemáticas en lo que tienen de superior o abstracto. Viene a caracterizar lo que, en general, es excelente, útil y notable (χρησιμος). En este sentido, y en la jerga de los estudiantes, sirve para distinguir la parisiense Escuela politécnica, asegurándole una superioridad sobre la que no admitirían la menor discusión taupins (estudiantes que se preparan para ingresar en la Escuela) y chers camarades (alumnos de la misma). Los primeros, candidatos a la Escuela, se unen en cada promoción o taupe por una fórmula cabalística compuesta por una X en los ángulos opuestos de la cual figuran los símbolos químicos del azufre y del hidrato de potasio:

SXKOH

Lo cual se anuncia, en su jerga bien interpretada, como «azufre y potasio por la X». La X es el emblema de la medida (μετρον) tomado en todas sus acepciones: dimensión, extensión, espacio, duración, regla, ley, frontera o límite. Tal es la razón oculta por la cual el prototipo internacional del metro construido de platino iridiado y conservado en el pabellón de Breleuil, en Sevres afecta el perfil de la X en su sección transversal[159]. Todos los cuerpos de la Naturaleza y todos los seres, ya sean en su estructura o en su aspecto, obedecen a esta ley fundamental de la radiación y todos están sometidos a esta medida. El canon de los gnósticos constituye su aplicación al cuerpo humano[160], y Jesucristo, el espíritu encarnado, san Andrés y san Pedro personifican su gloriosa y dolorosa imagen. ¿Acaso no hemos observado que los órganos aéreos de los vegetales —ya se trate de árboles altivos o de hierbas minúsculas— presentan con sus raíces la divergencia característica de los brazos de la X? ¿Cómo se abren las flores? Seccionad los tallos vegetales, peciolos, nerviaciones, etc., examinad esos cortes al microscopio y tendréis de visu, la más brillante y maravillosa confirmación de esta voluntad divina. Diatomeas erizos y estrellas de mar os proporcionarán otros ejemplos, pero sin buscar más, abrid un marisco comestible —buccino, pectinero, vieira— y las dos valvas, que encajan en un único plano os mostrarán dos superficies convexas provistas de estrías en forma de abanico doble de la X misteriosa. Son los bigotes del gato lo que ha servido para darle nombre[161].

Ya no se duda casi de que disimulan un elevado punto de ciencia, y que esta razón secreta valió al gracioso felino el honor de ser elevado al rango de las divinidades egipcias. A propósito del gato, muchos de nosotros nos acordamos del famoso Chat-Noir que tan en boga estuvo bajo la tutela de Rodolphe Salis, pero pocos saben el centro esotérico y político que se disimulaba, y la masonería internacional que se escondía tras la enseña del cabaret artístico. Por un lado, el talento de una juventud fervorosa idealista, constituida por estetas en busca de gloria, despreocupada, ciega, incapaz de sospechar; por otro lado, las confidencias de una ciencia misteriosa mezcladas con la oscura diplomacia, cuadro de doble cara expuesto a propósito de un marco medieval. La enigmática tournée des grands-ducs, señalada por el gato de ojos escrutadores bajo su librea nocturna, con mostachos en X. rígidos y desmesurados y cuya postura heráldica daba a las alas del molino montmartrense un valor simbólico igual al suyo[162], no era la de príncipes que van de francachela. Los rayos de Zeus, que hacen temblar el Olimpo y siembran el terror entre la Humanidad mitológica, ya sea porque el dios los tenga en la mano o los pise o bien porque surjan de las garras del águila, toman la forma gráfica de la radiación. Es la traducción del fuego celeste o del fuego terrestre, del fuego potencial o virtual que compone o disgrega, engendra o mata, vivifica o desorganiza. Hijo del Sol que lo genera servidor del hombre que lo libera y lo mantiene, el fuego divino, caído, decadente, aprisionado en la materia, determina su evolución y dirige su redención, es Jesús en su cruz, imagen de la irradiación ígnea, luminosa y espiritual encarnada en todas las cosas. Es el Agnus inmolado desde el comienzo del mundo, y es, también, el Agni, dios védico del fuego[163], pero si el Cordero de Dios lleva la cruz sobre su oriflama como Jesús sobre su espalda, si la sostiene con la pata, es porque tiene el signo incrustado en la misma pata imagen en el exterior, realidad en el interior[164]. Quienes reciben así el espíritu celeste del fuego sagrado, que lo llevan en sí y que son marcados por su signo, nada tienen que temer del fuego elemental. Estos elegidos, discípulos de Elías e hijos de Helios, modernos cruzados que tienen por guía el astro de sus antepasados, parten para la misma conquista al mismo grito de ¡Dios lo quiere![165].

Esta fuerza superior y espiritual actúa misteriosamente en el seno de la sustancia concreta, y obliga al cristal a tomar su aspecto y sus características inmutables. Ella también es el eje, la energía generatriz y la voluntad geométrica. Y esta configuración, variable hasta el infinito aunque siempre basada en la cruz, es la primera manifestación de la forma organizada, por condensación y corporeización de la luz, alma, espíritu o fuego. Gracias a su disposición entrecruzada, las telas de araña retienen los moscardones, y las redes aprisionan, sin lastimarlos, pájaros y mariposas, y gracias a ello, los lienzos se vuelven traslúcidos y las telas metálicas cortan las llamas y se oponen a la inflamación de los gases…

Finalmente, en el espacio y en el tiempo, la inmensa cruz ideal divide los veinticuatro siglos del año cíclico (χιλιασμος) y separa en cuatro grupos de edades a los veinticuatro ancianos del Apocalipsis, doce de los cuales cantan las alabanzas de Dios, mientras que los otros doce gimen sobre la decadencia del hombre.

¡Cuántas verdades insospechadas permanecen escondidas en este simple signo que los cristianos renuevan cada día por sí mismos, sin comprender siempre su sentido ni su virtud escondida! «Pues la palabra de la cruz es una locura para quienes se pierden, mas para quienes se salvan, es decir para nosotros, es el instrumento del poder de Dios. Por esto está escrito: Destruiré la sabiduría de los sabios y rechazaré la ciencia de los sabios. ¿Qué se ha hecho de los sabios? ¿Qué de los doctores de la ley? ¿Qué de esos espíritus curiosos por las ciencias de este siglo? ¿Acaso Dios no ha convencido de que es locura la sabiduría de este mundo[166]?» ¿Cuántos saben más que el asno que vio nacer, en Belén, al humilde Niño Dios, que lo transportó en triunfo a Jerusalén y que recibió, como recuerdo del Rey de Reyes, la magnífica cruz negra que lleva en el espinazo[167]?

En el terreno alquímico, la cruz griega y la de san Andrés tienen algunos significados que el artista debe conocer. Esos símbolos gráficos, reproducidos en gran número de manuscritos y que son, en algunos impresos, objeto de una nomenclatura especial representan, entre los griegos y sus sucesores de la Edad Media, el crisol en fusión que los ceramistas marcaban siempre con una crucecita (crucibulum), índice de buena fabricación y solidez probadas. Pero los griegos se servían también de un signo parecido para designar un matraz de tierra. Sabemos que se sometía esa vasija a cocción y pensamos que, dada su materia misma, su uso debía de diferir poco del crisol. Por otra parte, la palabra matraz, empleada en el mismo sentido en el siglo XIII, viene del griego μητρα, matriz, término igualmente usado por los sopladores y aplicado al recipiente secreto que sirve para la maduración del compuesto. Nicolas Grosparmy, adepto normando del siglo XV, da una figura de este utensilio esférico, tubular lateralmente, al que asimismo, llama matriz. La X traduce también la sal amoniacal de los sabios o sal de Amón (αμμωνιακος), es decir, Carnero[168], que antaño se escribía más exactamente harmoniaco porque realiza la armonía (αρμονια, reunión), el acuerdo del agua y del fuego, que es el mediador por excelencia entre el cielo y la tierra, el espíritu y el cuerpo, lo volátil y lo fijo. Es también el Signo, sin más calificación, el sello que revela al hombre, por ciertos aspectos superficiales, las virtudes intrínsecas de la sustancia prima filosofal. Finalmente, la X es el jeroglífico griego del vidrio, materia pura entre todas, como nos aseguran los maestros del arte, y la que se aproxima más a la perfección.

Creemos haber demostrado de manera suficiente la importancia de la cruz, la profundidad de su esoterismo y su preponderancia en el simbolismo en general[169]. No ofrece menos valor y enseñanza en lo que concierne a la realización práctica de la Obra. Es la primera clave, la más considerable y secreta de todas cuantas pueden abrir al hombre el santuario de la Naturaleza. Pero esta clave figura siempre en caracteres aparentes trazados por la misma Naturaleza obedeciendo a las voluntades divinas, en la piedra angular de la Obra, que es, asimismo, la piedra fundamental de la Iglesia y de la Verdad cristianas. También se da, en iconografía religiosa, una llave a san Pedro, como atributo particular que permite distinguir, entre los apóstoles de Cristo, a aquél que fue el humilde pescador Simón (cabal. X-μονος, el único rayo) y debía convertirse, tras la muerte del Salvador, en su representante espiritual terrestre. Así lo hallamos figurado en una hermosa estatua del siglo XVI, esculpida en madera de encina y conservada en la iglesia de San Etheldreda de Londres. San Pedro, en pie, sostiene una llave y muestra la Verónica, singularidad que hace de esta notable imagen una obra única de excepcional interés. Es cierto que, desde el punto de vista hermético, el simbolismo se expresa doblemente, ya que el sentido de la llave se repite en la Santa Faz, sello milagroso de nuestra piedra. Por añadidura, la Verónica se nos ofrece aquí como una réplica velada de la cruz, emblema mayor del cristianismo y signatura del Arte sagrado. En efecto, la palabra verónica no procede, como algunos autores lo han pretendido, del latín vera iconica (imagen verdadera y natural) —lo que nada nos enseña—, sino del griego φερνικος, que procura la victoria (de φερω, llevar, producir y νικη, victoria). Tal es el sentido de la inscripción latina In hoc signo vinces, «con este signo vencerás», colocado en la crisma del lábaro de Constantino, que corresponde a la fórmula griega Εν τουτω νικη. El signo de la cruz, monograma de Cristo del que la X de san Andrés y la llave de san Pedro son dos réplicas de igual valor esotérico, es, pues, la marca capaz de asegurar la victoria por la identificación cierta de la única sustancia exclusivamente afecta a la labor filosofal.

San Pedro detenta las llaves del Paraíso, aunque una sola baste para asegurar el acceso a la morada celeste. Pero la llave primera se desdobla, y estos dos símbolos entrecruzados, uno de plata y el otro de oro, constituyen, con el trirreme, las armas del soberano pontífice, heredero del trono de Pedro. La cruz del Hijo del Hombre reflejada en las llaves del Apóstol revela a los hombres de buena voluntad los arcanos de la ciencia universal y los tesoros del arte hermético. Ella sola permite a quien posee su sentido abrir la puerta del jardín cerrado de las Hespérides y tomar, sin miedo para su salvación, la Rosa del Adeptado.

De cuanto acabamos de decir de la cruz y de la rosa que está en su centro o, más exactamente, el corazón —ese corazón sangrante, radiante y glorioso del Cristo-materia—, es fácil inferir que Louis d’Estissac llevaba el título elevado de Rosa-Cruz, marca de iniciación superior, brillante testimonio de una ciencia positiva, concretada en la realidad sustancial de lo absoluto.

XVIII. LONDRES – IGLESIA SAINT-ETHELDREDA.

San Pedro y la Verónica.

Sin embargo, si nadie puede discutir a nuestro adepto su cualidad de rosacruz, no cabria deducir de este hecho que hubiera pertenecido a la hipotética cofradía de ese nombre. Concluir eso significaría cometer un error. Es importante saber discernir las dos Rosacruces a fin de no confundir la verdadera con la falsa.

Probablemente, jamás se sabrá la oscura razón que guio a Valentín Andreae, o más bien al autor alemán oculto tras este seudónimo, cuando mandó imprimir en Frankfurt del Oder, hacia 1614, el opúsculo titulado Fama Fraternitatis Rosae-Crucis. Tal vez perseguía una meta política o acaso pretendiera contrapesar, mediante una potencia oculta ficticia, la autoridad de las logias masónicas de la época, o a lo mejor quisiera provocar la agrupación en una sola fraternidad, depositaria de sus secretos, de los rosacruces diseminados un poco por todas partes. Sea como fuere, si el Manifiesto de la cofradía no pudo realizar ninguno de estos designios, contribuyó, no obstante, a extender entre el público la noticia de una secta desconocida dotada de las más extravagantes atribuciones. Según el testimonio de Valentín Andreae, sus miembros, ligados por un juramento inviolable y sometidos a una disciplina severa, poseían todas las riquezas y podían realizar todas las maravillas. Se calificaban de invisibles se decían capaces de fabricar oro, plata y piedras preciosas; de curar a los paralíticos, a los ciegos, a los sordos y a todos los apestados e incurables. Pretendían tener el sistema de prolongar la vida humana más allá de los límites naturales; de conversar con los espíritus superiores y elementales; de descubrir hasta las cosas más escondidas, etc. Semejante calidad de prodigios debía, necesariamente, chocar a la imaginación de las masas y justificar la asimilación que pronto se hizo de los rosacruces, así presentados, con los magos, brujos, satanistas y nigromantes[170]. Reputación bastante, desagradable que compartían, por otra parte, en algunas provincias, con los mismos masones. Añadamos que éstos se habían empeñado en adoptar e introducir en su jerarquía este título nuevo que convirtieron en un grado, sin molestarse en conocer su significado simbólico ni su verdadero origen[171].

En suma, la cofradía mística, pese a la afiliación benévola de algunas personalidades sabias a las que el Manifiesto sorprendió en su buena fe, jamás ha existido más allá del deseo de su autor. Es una fábula y nada más. En cuanto al grado masónico, tampoco tiene ninguna importancia filosófica. Finalmente, si señalamos, sin profundizar, esas capillitas donde se pasa el tiempo perezosamente bajo la enseña rosacruz, habremos abarcado las diversas modalidades de la apócrifa Rosa-Cruz.

Por lo demás, no sostendremos que Valentín Andreae enalteciera mucho las virtudes extraordinarias que ciertos filósofos, más entusiastas que sinceros, atribuyen a la medicina universal. Si atribuye a los hermanos lo que tan sólo puede ser patrimonio del Magisterio, al menos, encontramos en ella la prueba de su convicción sobre la realidad de la piedra. Por otra parte, su seudónimo muestra a las claras que conocía muy bien lo que de oculta verdad contiene el símbolo de la cruz y de la rosa, emblema utilizado por los antiguos magos y conocido desde la más remota antigüedad. Hasta el punto de que hemos llegado a ver en él, tras la lectura del Manifiesto, tan sólo un simple tratado de alquimia, de interpretación ni más inhábil ni menos expresiva que tantos otros escritos del mismo orden. La tumba del caballero Christian Rosenkreuz (el cabalista cristiano y rosacruz) presenta una singular identidad con el antro alegórico, amueblado con un cofre de plomo, que habita el temible guardián del tesoro hermético[172], ese feroz genio al que el Sueño verde llama Seganissegede[173]. Una luz que emana un sol de oro alumbra la caverna y simboliza este espíritu encarnado, chispa divina prisionera en las cosas, de la que ya hemos hablado. En esa tumba se encierran los múltiples secretos de la sabiduría, y no podemos sorprendernos puesto que siendo los principios de la Obra perfectamente conocidos, la analogía nos conduce naturalmente al descubrimiento de verdades y hechos conexos.

Un análisis más detallado de este opúsculo no nos enseñaría nada nuevo, salvo algunas condiciones indispensables de prudencia, disciplina y silencio para uso de los adeptos; consejos juiciosos, sin duda, pero superfluos. Los verdaderos rosacruces, los únicos que pueden llevar ese título y aportar la prueba material de su ciencia, nada tienen que hacer. Viven aislados en su austero retiro, y no temen en absoluto ser conocidos jamás, ni siquiera por sus hermanos de cofradía. Algunos, sin embargo, ocuparon brillantes puestos: d’Espagnet, Jacques Coeur, Jean Lallemant, Louis d’Estissac y el conde de Saint-Germain se cuentan entre ellos, pero supieron enmascarar tan hábilmente el origen de su fortuna, que nadie supo distinguir al rosacruz bajo el aspecto de gentilhombre. ¿Qué biógrafo osaría afirmar que Filaleteo —ese amigo de la verdad— fue el seudónimo del noble Thomas de Waghan, y que bajo el epíteto de Sethon (el luchador) se escondía un miembro ilustre de una poderosa familia escocesa, los señores de Winton? Al atribuir a los hermanos ese privilegio extraño y paradójico de invisibilidad, Valentín Andreae reconoce la imposibilidad de identificarlos, como grandes señores que viajan de incógnito en traje y carruaje burgueses. Son invisibles porque son desconocidos. Nada les caracteriza sino la modestia, la simplicidad y la tolerancia, virtudes generalmente menospreciadas en nuestra civilización vanidosa, llevaba a la exageración ridícula de la personalidad.

Junto a los personajes de condición que acabamos de citar, han sido muchos otros los que han preferido llevar sin alharacas su dignidad rosacruz, viviendo entre el pueblo laborioso en una mediocridad deseada y en el ejercicio cotidiano de oficios sin nobleza. Tal es el caso de cierto Leriche, humilde maestro herrador, adepto ignorado y poseedor de la gema hermética. Este hombre de bien, de una excepcional modestia, hubiera quedado desconocido para siempre si Cambriel[174] no se hubiera tomado la molestia de nombrarlo, contando con detalle cómo se las arregló para reanimar al lionés Candy, joven de dieciocho años al que una crisis letárgica iba a llevarse (1774). Leriche nos muestra lo que debe ser el verdadero sabio y de qué manera debe vivir. Si todos los rosacruces se hubieran mantenido en esa reserva prudente, si hubieran observado la misma discreción, no tendríamos que deplorar la pérdida de tantos artistas de calidad arrastrados por un celo malsano, una confianza ciega o empujados por la irresistible necesidad de atraer la atención. Este vano deseo de gloria condujo a la Bastilla, en 1640, a Jean du Chatelet, barón de Beausoleil, y le hizo morir cinco años más tarde. Paykul, filósofo livonio, trasmutó ante el senado de Estocolmo y fue condenado por Carlos XII a ser decapitado. Vinache, hombre del pueblo bajo, no sabía leer ni escribir, pero conocía, en cambio, la Gran Obra hasta en sus menores detalles, expió cruelmente también su insaciable sed de lujo y notoriedad. A él se dirigió Rene Voyer de Paulmy d’Argenson para fabricar el oro que el financiero Samuel Bernard destinaba al pago de las deudas de Francia. Concluida la operación, Paulmy d’Argenson, en reconocimiento de sus buenos servicios, se apoderó de Vinache el 17 de febrero de 1704, lo arrojó a la Bastilla, ordenó que se le degollara el 19 de marzo siguiente, y acudió en persona para asegurarse de la ejecución; luego, lo hizo inhumar clandestinamente el 22 de marzo, hacia las seis de la tarde, bajo el nombre de Étienne Durand, de sesenta años —cuando Vinache no tenía más que treinta y ocho—, y redondeó el crimen publicando que había muerto de apoplejía[175]. ¿Quién, después de esto, se atrevería a encontrar raro que los alquimistas se nieguen a confiar 6u secreto, y prefieran rodearse de misterio y de silencio?

La pretendida Fraternidad de la Rosa Cruz jamás ha tenido existencia social. Los adeptos que llevan título son sólo hermanos por el conocimiento y el éxito de sus trabajos. Ningún juramento los liga, ningún estatuto los vincula entre sí y ninguna regla influye su libre arbitrio, como no sea la disciplina hermética libremente aceptada y voluntariamente observada Todo cuanto se haya podido escribir o contar, según la leyenda atribuida al teólogo de Cawle, es apócrifo y digno, todo lo más, de alimentar la imaginación y la fantasía novelesca de un Bulwer Lytton[176]. Los rosacruces no se conocían No tenían lugar de reunión, ni sede social, ni templo, ni ritual, ni marca exterior de reconocimiento. No pagaban cotizaciones ni jamás hubieran aceptado el título, dado a ciertos otros hermanos, de caballeros del estómago, pues los banquetes les eran desconocidos. Fueron, y son aún, solitarios, trabajadores dispersos por el mundo, investigadores «cosmopolitas» según la más estricta acepción del término. Como los adeptos no reconocen ningún grado jerárquico, resulta que la Rosacruz no es en absoluto un grado, sino tan sólo la consagración de sus trabajos secretos y de la experiencia, luz positiva cuya existencia les había revelado una fe viva. Es cierto que algunos maestros han podido agrupar en torno suyo a jóvenes aspirantes, aceptar la misión de aconsejarlos, de dirigir y orientar sus esfuerzos, y formar pequeños centros iniciáticos de los que eran el alma, a veces reconocida y a menudo misteriosa. Pero aseveramos —y muy pertinentes razones nos permiten hablar así— que jamás hubo, entre los poseedores del título, otro vínculo que el de la verdad científica confirmada por la adquisición de la piedra. Si los rosacruces son hermanos por el descubrimiento, el trabajo y la ciencia, hermanos por los actos y las obras, lo son a manera del concepto filosófico, que considera a todos los individuos miembros de la misma familia humana.

En resumen, los grandes autores clásicos que han enseñado en sus obras literarias o artísticas los preceptos de nuestra filosofía y los arcanos del arte, e igualmente los que dejaron pruebas irrefutables de su maestría, todos son hermanos de la verdadera Rosa Cruz. Y a esos sabios, célebres o desconocidos, se dirige el traductor anónimo de un libro afamado[177] cuando dice en su Prefacio: «Como no es sino por la cruz como deben ser probados los verdaderos fieles, he recurrido a vosotros hermanos de la verdadera Rosa Cruz, que poseéis todos los tesoros del mundo. Me someto por entero a vuestros piadosos y sabios consejos, pues sé que no podrán ser sino buenos, ya que me consta hasta qué punto estáis dotados de virtudes por encima del resto de los hombres. Como sois los dispensadores de la ciencia y, por consecuencia, os debo cuanto sé, si puedo decir no obstante, que sé algo, deseo (según la institución que Dios ha establecido en la Naturaleza) que las cosas vuelvan a su procedencia. Ad locum, dice el Eclesiastés, unde exeunt flumina revertuntur, ut iterum fluant. Todo es vuestro, todo viene de vosotros y todo volverá, pues, a vosotros».

Excúsenos el lector por esta digresión que nos ha llevado mucho más lejos de lo que quisiéramos, pero nos ha parecido necesario dejar sentado claramente lo que es la verdadera y tradicional Rosa Cruz hermética, aislarla de otros grupos vulgares que utilizan la misma denominación[178] y permitir que se distinga a los raros iniciados de los impostores que se vanaglorian de un título cuya adquisición no serían capaces de justificar.