Es de suponer que gran número de sabios químicos —y asimismo ciertos alquimistas— no compartirán nuestros puntos de vista. Pero ello no basta para detenernos. Aunque tuviéramos que pasar por ser partidarios decididos de las teorías más subversivas, no temeríamos desarrollar aquí nuestro pensamiento, pues estimamos que la verdad tiene muchos más atractivos que un vulgar prejuicio, y que, en su misma desnudez, resulta preferible al error mejor revestido y más suntuosamente arropado.
Todos los autores que desde Lavoisier han escrito sobre la historia química, coinciden en profesar que nuestra química proviene, por filiación directa, de la vieja alquimia. En consecuencia, el origen de una se confunde con el de la otra. A la alquimia, se dice, le debería la ciencia actual los hechos positivos sobre los que ha sido edificada, gracias a la paciente labor de los alquimistas antiguos.
Esta hipótesis, a la que se podía haber concedido tan sólo un valor relativo y convencional, está admitida hoy como verdad demostrada, y la ciencia alquímica, despojada de su propio fondo, pierde todo cuanto era susceptible de motivar su existencia y de justificar su razón de ser. Vista así, a distancia, bajo las brumas legendarias y el velo de los siglos, no ofrece ya sino una forma vaga, nebulosa, sin consistencia. Fantasma impreciso, espectro mentiroso, la maravillosa y decepcionante quimera bien merece ser relegada a la categoría de las ilusiones de antaño, de las falsas ciencias, tal como pretende, por otra parte, un eminente profesor[65].
Pero donde las pruebas serían necesarias, donde hay hechos que se afirman indispensables, se contentan con oponer a las «pretensiones» herméticas una petición de principio. La Escuela, impaciente, no discute, sino que zanja. Pues bien; nosotros, a nuestra vez, certificamos, proponiéndonos demostrar que los sabios que de buena fe han adoptado y propagado esta hipótesis, han errado por ignorancia o defecto de penetración. No comprendiendo sino en parte los libros que estudiaban, tomaron la apariencia por la realidad. Digamos, pues, sin más, puesto que tantas personas instruidas y sinceras parecen ignorarlo, que la antepasada real de nuestra química es la antigua espagiria y no la ciencia hermética misma. Existe, en efecto, un profundo abismo entre la espagiria y la alquimia, y esto es precisamente lo que nos esforzaremos en determinar en tanto, por lo menos, que sea posible, sin ir más allá de los límites permitidos. Esperamos, sin embargo, profundizar lo bastante el análisis y dar las precisiones suficientes para alimentar nuestra tesis, felices, al menos, de dar a los químicos enemigos del prejuicio un testimonio de nuestros buenos deseos y de nuestra solicitud.
Hubo en la Edad Media —verosímilmente, incluso, en la antigüedad griega, si nos referimos a las obras de Zósimo y de Ostanes— dos grados, dos órdenes de investigaciones en la ciencia química: la espagiria y la arquimia. Estas dos ramas de un mismo arte esotérico se difundían entre las gentes trabajadoras por la práctica de laboratorio. Metalúrgicos, orfebres, pintores, ceramistas, vidrieros, tintoreros, destiladores, esmaltadores, alfareros, etc., debían, al igual que los boticarios, estar provistos de conocimientos espagíricos suficientes que, luego, completaban ellos mismos en el ejercicio de su profesión. En cuanto a los arquimistas, formaban una categoría especial, más restringida, más oscura también, entre los químicos antiguos. La finalidad que perseguían presentaba alguna analogía con la de los alquimistas, pero los materiales y los medios de que disponían para alcanzarla eran únicamente materiales y medios químicos. Trasmutar los metales unos en otros; producir oro y plata partiendo de minerales vulgares o de compuestos metálicos salinos; obligar al oro contenido potencialmente en la plata y a la plata en el estaño a transformarse en actuales y susceptibles de extracción, tales eran las metas que se proponía el arquimista. Era, en definitiva, un espagirista acantonado en el reino mineral y que prescindía voluntariamente de las quintaesencias animales y de los alcaloides vegetales. Pues como los reglamentos medievales impedían poseer en la propia casa sin previa autorización hornos y utensilios químicos, muchos artesanos, una vez terminada su labor, estudiaban, manipulaban y experimentaban en secreto en su bodega o en su granero. Cultivaban la ciencia de los pequeños particulares, según la expresión un tanto desdeñosa de los alquimistas para designar a aquellos «colegas» indignos del filósofo. Reconozcamos, sin menospreciar a estos útiles investigadores, que los más afortunados a menudo no lograban sino un beneficio mediocre, y que un mismo procedimiento, seguido al principio de éxito, no daba a continuación más que resultados nulos o inciertos.
Sin embargo, pese a sus errores —o, más bien, a causa de ellos—, son ellos, los alquimistas, quienes han proporcionado a los espagiristas al principio y a la ciencia moderna luego, los hechos, los métodos y las operaciones de que tenían necesidad. Esos hombres atormentados por el deseo de investigarlo todo y aprenderlo todo son los verdaderos fundadores de una ciencia espléndida y perfecta a la que dotaron de observaciones justas, de reacciones exactas, de manipulaciones hábiles, de habilidades penosamente adquiridas. Saludemos a esos pioneros, a esos precursores, a esos incansables trabajadores y no olvidemos jamás cuanto hicieron por nosotros.
Pero la alquimia, repetimos, no entra para nada en esas aportaciones sucesivas. Tan sólo los escritos herméticos, incomprendidos por los investigadores profanos, fueron la causa indirecta de los descubrimientos que sus autores jamás habían previsto. Así es como Blaise de Vignere obtuvo el ácido benzoico por sublimación del benjuí; como Brandt pudo extraer el fósforo buscando el alkaest en la orina; como Basilio Valentín —prestigioso adepto que no menospreciaba en absoluto los ensayos espagíricos— estableció toda la serie de sales de antimonio y realizó el coloide de oro rubí[66]; como Raimundo Lulio preparó la acetona y Casio, la púrpura de oro; como Glauber obtuvo el sulfato sódico y como Van Helmont reconoció la existencia de los gases. Pero con excepción de Lulio y de Basilio Valentin, todos esos investigadores, clasificados equivocadamente entre los alquimistas, no fueron sino simples arquimistas o sabios espagiristas. Por ello, un célebre adepto, autor de una obra clásica[67], puede decir con mucha razón: «Si Hermes, el padre de los filósofos, resucitara hoy con el sutil Jabir y el profundo Raimundo Lulio no serían hoy considerados como filósofos por nuestros químicos vulgares[68], que casi no se dignarían incluirlos entre sus discípulos porque ignorarían la manera de proceder a todas esas destilaciones, circulaciones, calcinaciones y todas esas operaciones innumerables que nuestros químicos vulgares han inventado por haber comprendido mal los escritos alegóricos de esos filósofos».
Con su texto confuso, esmaltado de expresiones cabalísticas, los libros continúan siendo la causa eficiente y genuina del grosero menosprecio que señalamos. Pues a despecho de las advertencias y las censuras de sus autores, los estudiantes se obstinan en leerlos según el sentido que ofrecen en el lenguaje corriente. No saben que estos textos están reservados a los iniciados y que es indispensable para comprenderlos bien tener la clave secreta. En lo que hay que trabajar primero es en descubrir esta clave. Es cierto que esos viejos tratados contienen si no la ciencia íntegra, al menos su filosofía, sus principios y el arte de aplicarlos conforme a les leyes naturales. Pero si se ignora la significación oculta de los términos —por ejemplo, Ares se distingue de Aries y se aproxima a Arles, Arnet y Albait—, calificativos extraños empleados a propósito en la redacción de tales obras, hay que temer no comprender nada o dejarse confundir infaliblemente. No debemos olvidar que se trata de una ciencia esotérica. En consecuencia, una viva inteligencia, una memoria excelente, el trabajo y la atención ayudados por una voluntad fuerte no son en absoluto cualidades suficientes para esperar convertirse en docto en la materia. «Se engañan —escribe Nicolas Grosparmy— quienes imaginan que hemos escrito nuestros libros para ellos, cuando, en realidad, los hemos escrito para arrojar fuera a todos aquéllos que no son de nuestra secta»[69].
Batsdorff, al comienzo de su tratado[70], previene caritativamente al lector en estos términos: «Todo hombre prudente —dice— debe, en primer lugar, aprender la Ciencia, si puede; es decir, los principios y los medios de operar, en lugar de emplear tontamente su tiempo y sus bienes… Así, pues, ruego a quienes lean este librito que den fe a mis palabras. Les digo, pues, una vez más, que jamás aprenderán esta ciencia sublime a través de los libros, y que no puede aprenderse más que por revelación divina, por lo que se llama Arte divino, o bien por medio de un buen y fiel maestro, y como hay muy pocos a quienes Dios haya hecho esa gracia, también hay pocos que lo enseñen». Finalmente, un autor anónimo del siglo XVIII[71] da otras razones de la dificultad que se experimenta al descifrar el enigma: «Mas he aquí —escribe— que la primera y verdadera causa por la que la Naturaleza ha escondido este palacio abierto y real a tantos filósofos, incluso a los provistos de un espíritu muy sutil, es porque, apartándose desde su juventud del camino simple de la Naturaleza por conclusiones de lógica y de metafísica, y engañados por las ilusiones de los mejores libros, se imaginan y juran que este arte es más profundo, más difícil de conocer que ninguna metafísica, aunque la Naturaleza ingenua, en este camino como en todos los otros, camina con paso recto y muy simple».
Tales son las opiniones de los filósofos sobre sus propias obras. ¿Cómo sorprenderse, entonces, de que tantos excelentes químicos hayan tomado el camino equivocado y de que se hayan perdido discutiendo sobre una ciencia que eran incapaces de asimilar en sus más elementales nociones? Y ello no sería hacer un servicio a los demás, a los neófitos, llevarles a meditar esa gran verdad que proclama la Imitación (lib. III, cap. II, v. 2) cuando dice, hablando de los libros sellados:
«Muy hermosamente dicen; mas callando tú, no encienden el corazón. Enseñan letras, mas tú abres el sentido. Dicen misterios, mas tú declaras el entendimiento de los secretos. Pronuncian mandamientos, mas tú ayudas a cumplirlos. Muestran el camino, mas tú das esfuerzo para andarlo»[72].
Es la piedra de toque con la que han tropezado nuestros químicos. Y podemos afirmar que si nuestros sabios hubieran comprendido el lenguaje de los viejos alquimistas, las leyes de la práctica de Hermes les serían conocidas, y la piedra filosofal habría cesado, desde haría tiempo, de ser considerada como quimérica.
Hemos asegurado más atrás que los arquimistas conformaban sus trabajos a la teoría hermética —al menos, tal como la entendían—, y que ése fue el punto de partida de experiencias fecundas en resultados puramente químicos. Preparados así los disolventes ácidos de los que nos servimos, y por la acción de éstos sobre las bases metálicas obtuvieron las series salinas que conocemos. Reduciendo a continuación esas sales, bien mediante otros metales, los alcalinos o el carbón, bien por el azúcar o los cuerpos grasos, encontraron de nuevo, sin transformaciones, los elementos básicos que habían combinado previamente. Pero esas tentativas, así como los métodos que empleaban, no presentaban diferencia alguna con las que se practican corrientemente en nuestros laboratorios. Algunos investigadores, no obstante, llevaron sus trabajos mucho más lejos. Extendieron singularmente el campo de las posibilidades químicas hasta tal punto, incluso, que sus resultados nos parecen dudosos si no imaginarios. Es verdad que esos procedimientos a menudo son incompletos y están envueltos en un misterio casi tan denso como el de la Gran Obra. Puesto que nuestra intención es —como hemos anunciado— resultar útiles a los estudiantes, entraremos, en este sentido, en algunos detalles y mostraremos que esas recetas de sopladores ofrecen más certidumbre experimental de lo que estaríamos dispuestos atribuirles. Que los filósofos, nuestros hermanos, cuya indulgencia reclamamos, se dignen perdonarnos estas divulgaciones. Pero además de que nuestro juramento afecta sólo a la alquimia y creemos que nos hallamos estrictamente en el terreno espagírico, deseamos, por otra parte, mantener la promesa que hemos hecho de demostrar mediante hechos reales y controlables que nuestra química lo debe todo a los espagiristas y arquimistas, y nada en absoluto a la filosofía hermética.
El procedimiento arquímico más simple consiste en utilizar el efecto de reacciones violentas —las de los ácidos sobre las bases— a fin de provocar, en el seno de la efervescencia, la reunión de las partes puras y su unión irreductible bajo la forma de cuerpos nuevos. Se puede así, partiendo de un metal próximo al oro —con preferencia la plata—, producir una pequeña cantidad de metal precioso. He aquí, en este orden de investigaciones, una operación elemental cuyo éxito certificamos si se siguen bien nuestras indicaciones.
Verted en una retorta de vidrio, alta y tubular, el tercio de su capacidad de ácido nítrico puro. Adaptadle un recipiente provisto de tubo de escape y colocad el aparato en un baño de arena. Operad bajo el recipiente calentando el aparato suavemente y sin alcanzar el grado de ebullición del ácido. Apagad entonces el fuego, abrid la boca del tubo e introducid una ligera fracción de plata virgen o de copela que no contenga la menor traza de oro. Cuando cese la emisión de peróxido de nitrógeno y la efervescencia se haya calmado, dejad caer en el licor una segunda porción de plata pura. Repetid así la introducción del metal, sin prisa, hasta que la ebullición y el desprendimiento de vapores rojos manifiesten poca energía, indicios de una próxima saturación. No añadáis ya nada más. Dejad que se deposite durante una media hora y, luego, decantad con precaución, en un recipiente, vuestra solución clara y aún caliente. Encontraréis en el fondo de la retorta un pequeño depósito en forma de arenilla negra. Lavadla con agua destilada tibia y vertedla en una capsulita de porcelana. Reconoceréis en los ensayos que este precipitado es insoluble en ácido clorhídrico, como lo es en ácido nítrico. El agua regia lo disuelve y da una magnífica solución amarilla del todo semejante a la del tricloruro de oro. Añadid agua destilada a ese licor, precipitadlo por una lámina de zinc y se depositará un polvo amorfo, muy fino, mate, de coloración marrón rojizo, idéntica a la que da el oro natural reducido de la misma manera. Lavad convenientemente y, luego, desecad ese precipitado pulverulento. Al comprimirlo contra una plancha de vidrio o contra el mármol, os dará una lámina brillante, coherente, de un hermoso brillo amarillo por reflexión y de color verde por transparencia, cuyo aspecto y características superficiales serán las del oro más puro.
A fin de aumentar en una cantidad nueva vuestro minúsculo depósito, podréis volver a empezar la operación cuantas veces gustéis. En este caso, tomad de nuevo la solución clara de nitrato de plata a la que se habrán añadido las primeras aguas de lavado. Reducid el metal con zinc o cobre. Decantad y lavad en abundancia cuando la reducción se complete. Desecad esa plata en polvo y servíos de ella para vuestra segunda disolución. Continuando así, reuniréis bastante metal como para hacer más cómodo el análisis. Además, os aseguraréis de su verdadera producción, suponiendo incluso que la plata empleada al comienzo contuviera algunas trazas de oro.
Pero este cuerpo simple, obtenido con tanta facilidad aunque en escasa proporción, ¿es de verdad oro? Nuestra sinceridad nos impulsa a decir no, o, al menos, todavía no. Pues si presenta la más perfecta analogía exterior con el oro, e incluso la mayoría de sus propiedades y reacciones químicas, le falta, no obstante, un carácter físico esencial: la densidad. Este oro es menos pesado que el natural, aunque su densidad propia sea ya superior a la de la plata. Podemos, pues, considerarlo no como el representante de un estado alotrópico más o menos inestable de la plata, sino como oro joven, oro naciente, lo que revela aun su formación reciente. Por supuesto que el metal producido de nuevo es susceptible de tomar y conservar, por contracción, la densidad elevada que posee el metal adulto. Los arquimistas utilizaban un procedimiento que aseguraba al oro naciente todas las cualidades específicas del oro adulto y denominaban esa técnica maduración o afirmación, y sabemos que el mercurio era su agente principal. Aún se encuentra citada en algunos manuscritos antiguos latinos con la expresión de Confirmatio.
Nos resultaría cómodo señalar, a propósito de la operación que acabamos de indicar, muchas observaciones útiles y consecuentes, y mostrar sobre qué principios filosóficos reposa, en ella, la producción directa del metal. Podríamos, asimismo, dar alguna variante susceptible de aumentar su rendimiento, pero franquearíamos con ello los límites que voluntariamente nos hemos impuesto. Dejaremos, pues, a los investigadores el cuidado de descubrir todo eso por sí mismos y de someter sus deducciones al control de la experiencia. Nuestro papel se limita a presentar hechos, y a los alquimistas modernos, espagiristas y químicos corresponde sacar conclusiones[73].
Pero en arquimia hay otros métodos cuyos resultados vienen a aportar la prueba de las afirmaciones filosóficas y que permiten realizar la descomposición de los cuerpos metálicos, largo tiempo considerados como elementos simples. Estos procedimientos, que los alquimistas conocen aunque no los utilicen en la elaboración de la Gran Obra, tienen por objeto la extracción de uno de los dos radicales metálicos: azufre y mercurio.
La filosofía hermética nos enseña que los cuerpos no tienen ninguna acción sobre los cuerpos y que sólo los espíritus son activos y penetrantes[74]. Son los espíritus los agentes naturales que provocan, en el seno de la materia, las transformaciones que observamos en ella. Pues la sabiduría demuestra por la experiencia que los cuerpos no son susceptibles de formar entre sí más que combinaciones temporales cómodamente reductibles. Tal es el caso de las aleaciones, algunas de las cuales se licuan por simple fusión, y de todos los compuestos salinos. Asimismo, los metales aleados conservan sus cualidades específicas pese a las propiedades diversas que afectan en estado de asociación. Se comprende, pues, de qué utilidad pueden ser los espíritus en el desprendimiento del azufre o del mercurio metálicos, cuando se sabe que son los únicos capaces de vencer la fuerte cohesión que liga estrechamente entre sí esos dos principios.
Antes, es indispensable conocer lo que los antiguos designaban con el término genérico y bastante vago de espíritus.
Para los alquimistas, los espíritus son influencias reales, aunque físicamente casi inmateriales o imponderables. Actúan de una manera misteriosa, inexplicable, incognoscible, pero eficaz, sobre las sustancias sometidas a su acción y preparadas para recibirlos. La radiación lunar es uno de esos espíritus herméticos.
En cuanto a los arquimistas, su concepción se evidencia como de orden más concreto y sustancial. Nuestros viejos químicos engloban bajo la misma clasificación todos los cuerpos, simples o complejos, sólidos o líquidos, provistos de una cualidad volátil apta para hacerlos enteramente sublimales. Metales, no metales, sales, carburos de hidrógeno, etc., aportan a los arquimistas su contingente de espíritus: mercurio, arsénico, antimonio y algunos de sus compuestos, azufre, sal amoniacal, éter, esencias vegetales, etc.
En la extracción del azufre metálico, la técnica favorita es la que utiliza la sublimación. He aquí, a titulo de indicación, algunas maneras de operar.
Disolved plata pura en ácido nítrico caliente, según la manipulación antes descrita, y luego añadid a esta solución agua destilada caliente. Decantad el licor claro, a fin de separar, si hubiere lugar, el ligero depósito negro del que hemos hablado. Dejadlo enfriar en el laboratorio a oscuras y verted en el licor, poco a poco, ya sea una solución filtrada de cloruro sódico o de ácido clorhídrico puro. El cloruro de plata se precipitará al fondo de la vasija en forma de masa blanca cuajada. Tras un reposo de veinticuatro horas, decantad el agua acidulada que sobrenada, lavad rápidamente al agua fría y haced desecar espontáneamente en una piedra donde no penetre ninguna luz. Pesad, entonces, vuestra sal de plata, a la que mezclaréis íntimamente tres veces la misma cantidad de cloruro de amonio puro. Introducidlo todo en una retorta de vidrio alta y de capacidad tal que sólo el fondo esté ocupado por la mezcla salina. Dad fuego suave al baño de arena y aumentadlo por grados. Cuando la temperatura sea suficiente, la sal amoniacal se elevará y tapizará con una capa firme la bóveda y el cuello del aparato. Este sublimado, de una blancura de nieve, raramente amarillento, permitiría creer que no encierra nada de particular. Cortad, pues, diestramente la retorta, separad con cuidado ese sublimado blanco y disolvedlo en agua destilada, fría o caliente. Finalizada la disolución, hallaréis al fondo un polvo muy fino, de un rojo brillante: es una parte del Azufre de plata o Azufre lunar, separado del metal y volatilizado por la sal amoniacal en el curso de su sublimación.
Esta operación, no obstante, pese a su simplicidad, no deja de presentar grandes inconvenientes. Bajo su apariencia fácil, exige gran habilidad y mucha prudencia en el manejo del fuego. Es preciso, en primer lugar, si no quiere perderse la mitad, y más, del metal empleado, evitar sobre todo la fusión de las sales. Pues si la temperatura se mantiene inferior al grado requerido para determinar y mantener la fluidez de la mezcla, no se produce sublimación. Por otra parte, cuando se establece, el cloruro de plata, ya de por sí muy penetrante, adquiere, al contacto con la sal amoniacal, un mordiente tal que pasa a través de las paredes de vidrio[75] y escapa al exterior. Muy frecuentemente, la retorta se resquebraja cuando la fase de vaporización comienza, y la sal amoniacal sublima en el exterior. El artista ni siquiera tiene el recurso de acudir a las retortas de arcilla, de tierra o de porcelana, más porosas aún que las de vidrio, puesto que debe poder observar constantemente la marcha de las reacciones si desea estar en condiciones de intervenir en el momento oportuno. En este método hay, como en muchos otros del mismo tipo, ciertos secretos de práctica que los arquimistas se han reservado prudentemente. Uno de los mejores consiste en dividir la mezcla de los cloruros interponiendo un cuerpo inerte, susceptible de empastar las sales e impedir su licuefacción. Esta materia no debe poseer cualidad reductora ni virtud del caput mortuum. Antaño se empleaba el ladrillo triturado y diversos absorbentes tales como el estaño calcinado, la piedra pómez, el sílex pulverizado, etcétera. Estas sustancias suministran, por desgracia, un sublimado muy impuro. Damos preferencia a cierto producto desprovisto de cualquier afinidad para los cloruros de plata y de amonio que extraemos del betún de Judea. Aparte la pureza del azufre obtenido, la técnica resulta muy cómoda. Se puede, sin dificultades, reducir el residuo a plata metálica y reiterar las sublimaciones hasta la extracción total del azufre. La masa residual ya no es entonces reducible y se presenta bajo el aspecto de una ceniza gris, blanda, muy suave, grasa al tacto, que conserva la huella del dedo y que cede, en poco tiempo, la mitad de su peso de mercurio específico.
Esta técnica se aplica igualmente al plomo. De precio menos elevado, ofrece la ventaja de proporcionar sales insensibles a la luz, lo que dispensa al artista de operar en la oscuridad. No es necesario ya emplear la composición de sustancias trituras y amasadas. Finalmente, como el plomo es menos fijo que la plata, el rendimiento en sublimado rojo es mejor y el tiempo empleado es más corto. El único aspecto molesto de la operación procede de que la sal amoniacal forma, con el azufre del plomo, una capa salina compacta y tan tenaz que se la creería fundida con el vidrio. También resulta laborioso despegarla sin rotura. En cuanto al extracto en sí, es de un hermoso color rojo revestido en un sublimado amarillo fuertemente coloreado, pero muy impuro en comparación con el de la plata. Importa, pues, purificarlo antes de emplearlo. Su madurez es también menos perfecta, consideración importante si las investigaciones están orientadas a la obtención de tinturas especiales.
No todos los metales obedecen a los mismos agentes químicos. El procedimiento que conviene a la plata y al plomo no puede ser aplicado al estaño, al cobre, al hierro o al oro. Más bien es espíritu capaz de extraer y aislar el azufre de un metal, dado que ejercerá su acción sobre otro metal en el principio mercurial de éste. En el primer caso, el mercurio será fuertemente retenido, mientras que el azufre se sublimará. En el segundo, se verá producirse el fenómeno inverso. De ahí la diversidad de métodos y la variedad de técnicas de descomposición metálica. Por otra parte, y sobre todo, es la afinidad que muestran los cuerpos entre sí, y la que muestran éstos por los espíritus, lo que regula su aplicación. Se sabe que la plata y el plomo tienen juntos una simpatía muy marcada, de lo que son prueba suficiente los minerales de plomo argentífero. Pues bien; ya que la afinidad establece la identidad química profunda de esos cuerpos, es lógico pensar que el mismo espíritu, empleado en las mismas condiciones, determine los mismos efectos. Es lo que sucede con el hierro y el oro, los cuales están ligados por una estrecha afinidad, hasta el punto de que cuando los prospectores mexicanos descubren una tierra arenosa muy roja, compuesta en su mayoría de hierro oxidado, concluyen de ello que el oro no está lejos. También consideran esa tierra roja como la minera y la madre del oro, y el mejor indicio de un filón próximo. El hecho parece, sin embargo, bastante singular, dadas las diferencias físicas de esos metales. En la categoría de los cuerpos metálicos usuales, el oro es el más raro de entre ellos, en tanto que el hierro es, ciertamente, el más común, el que se encuentra en todas partes y no sólo en las minas, donde ocupa yacimientos considerables y numerosos, sino incluso diseminado en la superficie misma del Sol. La arcilla le debe su coloración especial, unas veces amarilla, cuando el hierro se encuentra dividido en estado de hidrato, y otras rojas, si está en forma de sesquióxido, color que se exalta aún por la cocción (ladrillos, tejas, cerámicas). De todos los minerales clasificados, la pirita de hierro es el más vulgar y el más conocido. Las masas ferruginosas negras, en bolsas de diversos grosores, en conglomerados testáceos y de forma arriñonada, se encuentran con frecuencia en los campos, al borde de los caminos y en los terrenos gredosos. Los niños del campo tienen la costumbre de jugar con esas marcasitas que muestran, cuando se las rompe, una textura fibrosa, cristalina y radiada. En ocasiones encierran pequeñas cantidades de oro. Los meteoritos, compuestos, sobre todo, de hierro magnético fundido, prueban que las masas interplanetarias de las que proceden deben la mayor parte de su estructura al hierro. Ciertos vegetales contienen hierro asimilable (trigo, berro, lentejas, alubias, patatas). El hombre y los animales vertebrados deben al hierro y al oro la coloración roja de su sangre. En efecto, las sales de hierro constituyen el elemento activo de la hemoglobina. Son incluso, tan necesarias para la vitalidad orgánica, que la Medicina y la farmacopea de todos los tiempos han tratado de suministrar a la sangre empobrecida los compuestos metálicos apropiados para su reconstitución (peptonato y carbonato de hierro). Entre el pueblo, se ha conservado el uso del agua convertida en ferruginosa por inmersión de clavos oxidados. Finalmente, las sales de hierro presentan una variedad tal en su coloración, que puede asegurarse que bastarían para reproducir todas las tonalidades del espectro, desde el violeta, que es el color del metal puro, hasta el rojo intenso que da a la sílice en las diversas clases de rubíes y granates.
No hacía falta tanto para arrastrar a los arquimistas a trabajar con el hierro, a fin de descubrir en él los componentes de sus tintes. Por lo demás, este metal permite extraer con comodidad sus constituyentes, sulfuroso y mercurial, en una sola manipulación, lo que representa ya una gran ventaja. La grande y enorme dificultad reside en la reunión de esos elementos, los cuales, pese a su purificación, rehúsan enérgicamente combinarse para formar un cuerpo nuevo. Pero pasaremos sin analizar ni resolver este problema, ya que nuestro tema se limita a establecer la prueba de que los arquimistas siempre han empleado materiales químicos puestos en acción con la ayuda de medios y operaciones químicas.
En el tratamiento espagírico del fuego está la reacción enérgica de ácidos que tienen por el metal una afinidad semejante que se utiliza para vencer la cohesión. De ordinario, se parte de la pirita marcial o del metal reducido a limaduras. En este último caso, recomendamos prudencia y precaución. Si se trabaja la pirita, bastará machacarla lo más finamente posible y poner al rojo, al fuego, este polvo una sola vez, batiéndola con fuerza. Enfriada, se introduce en un amplio matraz con cuatro veces su peso de agua regia, y se pone todo en ebullición. Al cabo de una o dos horas, se deja reposar, se decanta el licor y, luego, se vierte sobre el magma una cantidad semejante de agua regia nueva que, como antes, se hace hervir. Se debe continuar así la ebullición y la decantación hasta que la pirita aparezca blanca al fondo de la vasija. Entonces, se toman de nuevo todos los extractos, se los filtra a través de fibra de cristal y se los concentra por destilación lenta en una retorta provista de tubo de escape. Cuando ya no queda más que aproximadamente el tercio del volumen primitivo, se abre el tubo y se vierte por fracciones sucesivas cierta cantidad de ácido sulfúrico puro a 66° (60 gr. para un volumen total de extracto procedente de 500 gr. de pirita). Se destila, a continuación, hasta a seco, y después de haber cambiado de recipiente, se aumenta poco a poco la temperatura. Se verá destilar gotas oleosas, rojas como sangre, que representan la tintura sulfurosa y, luego, un hermoso sublimado blanco que se adhiere a la panza y al cuello con aspecto de plumón cristalino. Este sublimado es una verdadera sal de mercurio —llamada por algunos arquimistas mercurio de vitriolo— que se reduce sin dificultad a mercurio fluido por las limaduras de hierro, la cal viva o el carbonato potásico anhidro. Se puede, desde luego, asegurarse en seguida de que este sublimado encierra el mercurio específico del hierro frotando los cristales en una lámina de cobre: la amalgama se produce de inmediato y el metal parece plateado.
En cuanto a las limaduras de hierro, dan un azufre de color de oro en lugar de rojo, y un poco —muy poco— de mercurio sublimado. El procedimiento es el mismo, pero con la ligera diferencia de que hay que echar en el agua regia, previamente calentada, pulgaradas de limaduras y aguardar, tras cada una de ellas, a que la efervescencia se haya calmado. Es bueno remover el fondo con un agitador a fin de evitar que las limaduras formen masa. Tras la filtración y la reducción a la mitad, se añade —muy poco cada vez, pues la reacción es violenta y los sobresaltos, furiosos— ácido sulfúrico hasta la mitad de lo que pesa el licor concentrado. Éste es el aspecto peligroso de la manipulación, pues con bastante frecuencia sucede que la retorta estalla o que se quiebra al nivel de los ácidos.
Detendremos aquí la descripción de los procedimientos con el hierro, estimando que bastan ampliamente para fundamentar nuestra tesis, y concluiremos la exposición de los procedimientos espagíricos con el del oro, el cual es, según la opinión de todos los filósofos, el cuerpo más refractario a la disociación. Es un axioma corriente en espagiria que es más fácil hacer oro que destruirlo. Mas aquí se impone una breve observación.
Limitando tan sólo nuestro deseo a probar la realidad química de las investigaciones arquímicas, nos guardaremos mucho de enseñar, en lenguaje claro, cómo puede fabricarse oro, pues la finalidad que perseguimos es de orden más elevado, y preferimos mantenernos en el ámbito alquímico puro, antes que empujar al investigador a seguir esos senderos cubiertos de zarzas y bordeados de barrancos, ya que la aplicación de esos métodos, que aseguran el principio químico de las transmutaciones directas, sería incapaz de aportar el menor testimonio en favor de la Gran Obra, cuya elaboración continúa siendo por completo extraña a ese mismo principio. Dicho esto, volvamos a nuestro tema.
Un viejo dicho espagírico pretende que la semilla del oro está en el mismo oro. Nosotros no le llevaremos la contraria, a condición de que se sepa de qué oro se trata o cómo es conveniente separar esa semilla del oro vulgar. Si se ignora el último de estos secretos, se deberá, necesariamente, contentarse con asistir a la producción del fenómeno sin extraer de él otro provecho que una certidumbre objetiva. Obsérvese, pues, con atención lo que sucede en la operación siguiente, cuya ejecución no presenta dificultad ninguna.
Disuélvase oro puro en agua regia y viértase ácido sulfúrico en un peso equivalente a la mitad del peso del oro empleado. No se producirá más que una ligera contracción. Agítese la solución e introdúzcase en una retorta de vidrio sin tubo de escape, colocada en baño de arena. Dese al principio un fuego escaso, a fin de que la destilación de los ácidos se opere suavemente y sin ebullición. Cuando ya no se produzca destilación y el oro aparezca en el fondo bajo el aspecto de una masa amarilla, mate, seca y cavernosa, cámbiese de recipiente y auméntese progresivamente la intensidad del fuego. Veréis elevarse vapores blancos, opacos y ligeros al principio, y, luego, cada vez más pesados. Los primeros se condensarán en un hermoso aceite amarillo que fluirá al recipiente, y los segundos se sublimarán y cubrirán la panza y el arranque del cuello con finos cristales que imitan el plumón de los pájaros. Su color, de un rojo sangre magnífico, adquiere el brillo de los rubíes cuando un rayo de sol o alguna luz viva incide en ellos. Estos cristales, muy delicuescentes, así como las otras sales de oro, se disgregan en licor amarillo en cuanto baja la temperatura…
No proseguiremos ya el estudio de las sublimaciones. En cuanto a los procedimientos arquímicos conocidos bajo la expresión de pequeños particulares, se trata, en la mayoría de los casos, de técnicas aleatorias. Los mejores de entre esos procesos parten de los productos metálicos extraídos según los medios que hemos indicado. Se encontrarán extendidos profusamente en muchas obras de segundo orden y en manuscritos de sopladores. Nosotros nos limitaremos, a título documental, a reproducir el particular que señala Basilio Valentín[76] porque, contrariamente a los demás, está basado en sólidas y pertinentes razones filosóficas. El gran adepto afirma, en este pasaje, que puede obtenerse una tintura particular uniendo el mercurio de la plata al azufre del cobre mediante sal de hierro. «La Luna —dice— tiene en sí un mercurio fijo por el que sostiene más tiempo la violencia del fuego que los otros metales imperfectos, y la victoria que logra muestra con bastante evidencia hasta qué punto es fija, pues el arrebatador Saturno no le puede quitar nada o disminuirla. La lasciva Venus está bien coloreada, y todo su cuerpo casi no es más que tintura y color semejante a los que tiene el Sol, que a causa de su abundancia deriva grandemente hacia el rojo. Pero mientras que su cuerpo es leproso y enfermo, la tintura fija no puede habitar en él, y al volatilizarse el cuerpo, necesariamente la tintura debe seguirlo, pues, al perecer aquél, el alma no puede quedarse, pues su domicilio está consumido por el fuego, no apareciendo y no dejándole ningún sitio ni refugio sino que, por el contrario, acompañada, permanece con un cuerpo fijo. La sal fija suministra al guerrero Marte un cuerpo duro, fuerte, sólido y robusto, de donde procede su magnanimidad y gran valor. Por ello es en extremo difícil sobrepasar a tan intrépido capitán, pues su cuerpo es tan duro que apenas se le puede herir. Pero si alguien mezcla su fuerza y dureza con la constancia de la Luna y la belleza de Venus, y los pone de acuerdo por un medio espiritual, podrá conseguir, no tan mal, una suave armonía por medio de la cual el pobre hombre, habiéndose servido a este propósito de algunas claves de nuestro arte, luego de haber subido a lo alto de esta escala y de haber llevado la Obra hasta el fin, podrá particularmente ganarse la vida. Pues la naturaleza flemática y húmeda de la Luna puede ser calentada y desecada por la sangre cálida y colérica de Venus, y su gran negrura, corregida por la sal de Marte».
Entre los arquimistas que han utilizado oro para aumentarlo, con ayuda de fórmulas que los conducen al éxito, citaremos al sacerdote veneciano Panteo[77]; a Naxágoras, autor de la Alchymia denudata (1715); a De Locques; a Duclos; a Bernard de Labadye; a Joseph du Chesne, barón de Morancé, médico ordinario del rey Enrique IV; a Blaise de Vigenere; a Bardin, del Havre (1638); a Mademoiselle de Martinville (1610); a Yardley, inventor inglés de un procedimiento transmitido a Garden, guantero de Londres, en 1716, y luego comunicado por Ferdinand Hockley al doctor Sigismond Bacstrom[78], y que constituyó el tema de una carta de éste a L. Sand, en 1804; finalmente, al piadoso filántropo san Vicente de Paúl fundador de los padres de la misión (1625), de la congregación de las hermanas de la caridad (1634), etcétera.
Permítasenos detenernos un instante en esta grande y noble figura, así como en su labor oculta, generalmente ignorada.
Sabido es que en el curso de un viaje que realizó de Marsella a Narbona, san Vicente de Paúl fue apresado por unos piratas berberiscos y llevado cautivo a Túnez. Tenía entonces veinticuatro años[79]. Se nos asegura también que consiguió rescatar para la Iglesia a su último amo, un renegado, y que regresó a Francia y estuvo en Roma, donde el papa Paulo V le recibió con grandes muestras de consideración. A partir de este momento, emprendió sus fundaciones piadosas y sus instituciones caritativas. Pero lo que se guarda bien de decirnos es que el padre de los niños hallados, como se le llamaba en vida, había aprendido la arquimia durante su cautiverio. Así se explica, sin que haya necesidad de intervención milagrosa, que el gran apóstol de la caridad cristiana encontrara medios para realizar sus numerosas obras filantrópicas[80]. Era, por otra parte, un hombre práctico, positivo, resuelto que no descuidaba en absoluto sus asuntos, de ningún modo soñador ni inclinado al misticismo. Por lo demás, un alma profundamente humana bajo la apariencia ruda de hombre activo, tenaz y ambicioso.
Poseemos de él dos cartas muy sugestivas acerca de sus trabajos químicos. La primera, escrita a Monsieur de Comet, abogado de la Corte de primera instancia de Dax, fue publicada muchas veces y analizada por Georges Bois en Le peril occultiste (París, Victor Retaux, s. f.). Está escrita en Aviñón y fechada en 24 de junio de 1607. Tomaremos ese documento, que es bastante largo, en el momento en que Vicente de Paúl, habiendo acabado la misión por la que se encontraba en Marsella, se prepara a regresar a Tolosa.
«… Hallándome a punto de partir por tierra —dice—, me convenció un caballero con quien estuve albergado, para que me embarcara con él hasta Narbona, en vista del tiempo favorable que hacía. Y me embarqué para aprovechar la ocasión y para ahorrar o, por mejor decir, para mi desdicha y para perderlo todo. El viento nos fue tan favorable que poco nos faltó para llegar aquel mismo día a Narbona, que se hallaba a cincuenta leguas, si Dios no hubiera permitido que tres bergantines turcos que costeaban el golfo de León (para apresar las barcas que procedían de Beaucaire, donde había feria, que se tiene por una de las más bellas de la Cristiandad) no nos hubieran dado caza y no nos hubieran atacado con tanta energía que dos o tres de los nuestros fueron muertos y el resto, heridos, e incluso yo, que recibí un flechazo que me servirá de reloj el resto de mi vida, por lo que nos vimos obligados a rendirnos a aquellos piratas, peores que tigres. Sus primeros estallidos de rabia les llevaron a hacer mil trozos de nuestro piloto, a hachazos, por haber dado muerte a uno de los principales de entre ellos, además de cuatro o cinco hombres que los nuestros les mataron. Hecho esto, nos encadenaron después de habernos tratado groseramente y prosiguieron su rumbo cometiendo mil latrocinios, pero dando la libertad a aquéllos que se rendían sin combatir, luego de haberlos despojado. Y finalmente, cargados de mercancía, al cabo de siete u ocho días, tomaron la ruta de Berbería, cubil y espelunca de ladrones de la peor especie del gran turco, y así que llegamos nos pusieron a la venta con el sumario de nuestra captura, que decían haber efectuado en un navío español, porque sin esa mentira hubiéramos sido liberados por el cónsul que el rey mantiene allí para garantizar el libre comercio de los franceses. El procedimiento de nuestra venta consistió en que, luego que nos hubieron dejado en cueros vivos, nos procuraron a cada uno un par de bragas, una sobrevesta de lino y un gorro, y nos pasearon así por la ciudad de Túnez, a donde habían ido a vendernos. Habiéndonos hecho dar cinco o seis vueltas por la ciudad, con la cadena al cuello, nos condujeron al barco a fin de que los mercaderes acudieran a ver quién podría comer y quién no, a fin de demostrar que nuestros achaques no eran en absoluto mortales. Hecho esto, nos condujeron a la plaza, a donde los mercaderes fueron a examinarnos igual que se hace para comprar un caballo o un buey, haciéndonos abrir la boca para inspeccionar nuestros dientes, palpando nuestros costados, sondeando nuestras llagas y haciéndonos caminar al paso, trotar o correr, luego sostener fardos y después luchar para ver la fuerza de cada uno, y otras mil clases de brutalidades.
»Fui vendido a un pescador, quien pronto se vio obligado a deshacerse de mí, pues nada le era tan adverso como la mar. Después, del pescador pasé a ser propiedad de un anciano, médico espagírico, soberano déspota de quintaesencias, hombre muy humano y tratable que, por lo que me dijo, había trabajado cincuenta años en busca de la piedra filosofal, y aunque su esfuerzo resultó vano en cuanto a la piedra en sí, logró, con toda seguridad, otras formas de transmutación de metales. Y para dar fe de ello, declaro que a menudo lo vi fundir tanto oro como plata juntos, colocarlos en laminillas, poner luego un lecho de algún polvo, luego otro de láminas y después otro de polvo en un crisol o recipiente de fundir de los orfebres, mantenerlo al fuego veinticuatro horas y, por fin, abrirlo y hallar la plata convertida en oro. Y, más a menudo todavía, lo vi congelar o fijar el azogue en plata fina que vendía para hacer limosnas a los pobres. Mi ocupación consistía en mantener el fuego en diez o doce hornos lo que, a Dios gracias, no me producía más pena que placer. Mi dueño me amaba mucho, y se complacía en gran manera hablándome de alquimia y, más aún, de su ley, a la que se esforzaba por atraerme prometiéndome mucha riqueza y todo su saber. Dios mantuvo siempre en mí la creencia en mi liberación, por las asiduas plegarias que dirigía a Él y a la Virgen María, por cuya única intercesión creo firmemente haber sido salvado. La esperanza y firme creencia que tenía de volver a veros, pues, señor, me movió a rogar a mi amo asiduamente que me enseñara el medio de curar los cálculos, en lo que cada día le veía operar milagros. Lo que él hizo fue mandarme preparar y administrar los ingredientes…
»Permanecí con aquel anciano desde el mes de setiembre de 1605 hasta el mes de agosto siguiente, en que fue apresado y conducido al gran sultán para que trabajara para él, mas en vano, pues murió de pena por el camino. Me legó a su sobrino, verdadero antropomorfita[81] que pronto me revendió tras la muerte de su tío, porque oyó decir que Monsieur de Breve, embajador del rey de Turquía, venía con buenas y expresas patentes del gran turco para redimir a los esclavos cristianos. Un renegado de Niza, en Saboya, enemigo por naturaleza, me compró y me condujo a su temat (así se llama la propiedad que se posee como aparcero del gran señor, pues el pueblo no tiene nada, ya que todo es del sultán). El temat de aquél estaba en la montaña, donde el país es en extremo cálido y desértico».
Después de haber convertido a aquel hombre, Vicente partió con él, diez meses después, «al cabo de los cuales —continúa el cronista— nos salvamos en un pequeño esquife y el vigésimo octavo día de junio arribamos a Aguas Muertas, y, poco, después, a Aviñón, donde el señor vicelegado recibió públicamente al renegado, que iba con lágrimas en los ojos y sollozos en la garganta, en la iglesia de San Pedro, en honor de Dios y para edificación de los espectadores. Señor mío…, este honor me obliga a amar y cuidar ciertos secretos de alquimia que le he enseñado, que él reconoció más que si io gli avessi dato un monte di oro[82], porque toda su vida ha trabajado en ello y de ninguna otra cosa obtiene más contento… —Vincent Depaul»[83].
En enero de 1608, una segunda epístola, dirigida desde Roma al mismo destinatario, nos muestra a Vicente de Paúl iniciando al vicelegado de Aviñón, del que acaba de hacer mención, y muy bien situado en la Corte, gracias a sus secretos espagíricos. «… Mi estado es tal, pues, en una palabra, que estoy en esta ciudad de Roma, donde continúo mis estudios sostenido por monseñor vicelegado, que es de Aviñón, el cual me dispensa el honor de amarme y desear mi progreso, por haberle mostrado muchas cosas hermosas y curiosas que aprendí durante mi esclavitud de aquel anciano turco a quien ya os he descrito que fui vendido, del número de las cuales curiosidades es el comienzo, no la total perfección, el espejo de Arquímedes, un recurso artificial para hacer hablar una cabeza de muerto de la que aquel miserable se servía para seducir al pueblo, diciéndole que su dios Mahoma les comunicaba su voluntad mediante aquella cabeza, y otras mil bonitas cosas geométricas que he aprendido de él, de las cuales mi señor se muestra tan celoso que ni siquiera permite que me acerque a nadie, por miedo a que yo las enseñe, pues des(ea tener él solo la reputación de saber las cosas, las cuales se complace en hacer ver alguna vez a Su Santidad y a los cardenales».
Pese al escaso crédito que concede a los alquimistas y a su ciencia, Georges Bois reconoce, sin embargo, que no se puede sospechar de la sinceridad del narrador ni de la realidad de las experiencias que éste ha visto practicar. «Es un testigo —escribe— que reúne todas las garantías que pueden esperarse de un testigo ocular frecuente y particularmente desinteresado, condición que no se encuentra en el mismo grado entre los investigadores que narran sus propias experiencias y que siempre están preocupados por un punto de vista particular. Es un buen testigo, pero es un hombre y, por tanto, no es infalible. Ha podido equivocarse y tomar por oro lo que no era sino una aleación de oro y plata. Esto es lo que, según nuestras ideas actuales, hemos llegado a creer, en virtud de la costumbre que debemos a nuestra educación de colocar la transmutación entre las fábulas. Pero si nos limitamos simplemente a analizar el testimonio que examinamos, el error no es posible. Se dice con claridad que el alquimista fundía juntos tanto oro como plata, y he aquí la aleación bien definida[84]. Esta aleación es laminada. A continuación, las láminas se disponen por capas separadas por otras capas de cierto polvo que no se describe. Este polvo no es la piedra filosofal, pero posee una de sus propiedades: opera la transmutación. Se calienta durante veinticuatro horas, y la plata que intervenía en la aleación queda transformada en oro. Este oro es revendido, y así sucesivamente. No hay ningún desprecio en la distinción de los metales. Además, es inverosímil, pues la operación era frecuente y el oro era negociado a mercaderes, que un error tan enorme se produjera con tanta facilidad. Pues, en esa época, todo el mundo cree en la alquimia, y los orfebres, los banqueros y los mercaderes saben distinguir muy bien el oro puro del oro aleado con otros metales. Desde Arquímedes, todo el mundo sabe conocer el oro por la relación que existe entre su volumen y su peso. Los príncipes monederos falsos engañan a sus súbditos, pero no la balanza de los banqueros ni el arte de los quilatadores. No se hacía comercio de oro vendiendo como oro lo que no lo era. En la época en que nos situamos, en 1605, era en Túnez, a la sazón uno de los mercados más conocidos del comercio internacional, un fraude tan difícil y tan peligroso como lo sería hoy, por ejemplo, Londres, Amsterdam, Nueva York o París, donde los elevados pagos de oro se efectúan en lingotes. Éste es el más concluyente hecho, a nuestro juicio, de cuantos hemos podido invocar en apoyo de la opinión de los alquimistas sobre la realidad de la transmutación».
En cuanto a la operación en si, depende exclusivamente de la arquimia y se acerca mucho a la que Panteo enseña en su Voarchadumia y cuyo resultado designa con el nombre de oro de las dos cimentaciones. Pues si Vicente de Paúl ha mostrado claramente las líneas generales del procedimiento, se ha reservado, por el contrario, describir el orden y la manera de operar. Aquél que, en nuestros días, intentara realizar la operación, aunque tuviera un perfecto conocimiento del cemento especial, acabaría en el fracaso. Y es que, en efecto, el oro, para adquirir la facultad de trasmutar la plata que lleva aleada, necesita, en primer lugar, ser preparado, y el cemento actúa sólo sobre la plata. Sin esta disposición previa, el oro permanecería inerte en el seno del electro y no podría transmitir a la plata lo que en estado natural no posee[85]. Los espagiristas designan este trabajo preliminar con el nombre de exaltación o transfusión, y se ejecuta asimismo con ayuda de un cemento aplicado por estratificación. De tal manera que, siendo distinta la composición de este primer cemento con respecto a la del segundo, la denominación dada por Panteo al metal obtenido se halla así plenamente justificada.
El secreto de la exaltación, sin cuyo conocimiento no puede obtenerse el éxito, consiste en aumentar —de una vez o gradualmente— el color normal del oro por el azufre de un metal imperfecto, de ordinario, el cobre. Éste proporciona al metal precioso su propia sangre mediante una especie de transfusión química. El oro, sobrecargado de tintura, toma entonces el aspecto rojo del coral y puede dar al mercurio específico de la plata el azufre que necesita, gracias a la intervención de los espíritus minerales desprendidos del cemento en el curso del trabajo Esta transmisión del azufre retenido en exceso por el oro exaltado se efectúa poco a poco bajo la acción del calor. Necesita de veinticuatro a cuarenta horas, según la habilidad del artesano y el volumen de las materias tratadas. Es necesario prestar gran atención al fuego, que debe ser continuo y bastante fuerte, sin alcanzar jamás el grado de fusión de la aleación. Calentando demasiado, se correría el riesgo de volatilizar la plata y disipar el azufre introducido en el oro sin que este azufre hubiera adquirido una fijeza perfecta.
Por fin, una tercera manipulación, voluntariamente omitida porque un alquimista esclarecido sabe muy bien lo que tiene que hacer, comprende la acepilladura de las láminas extraídas, su fusión y su copelación. El residuo de oro puro manifiesta, al peso, una disminución más o menos sensible que varía, generalmente, entre la quinta y la cuarta parte de la plata aleada. Sea como fuere, y pese a esta pérdida, el procedimiento deja todavía un beneficio remunerador.
Señalaremos, a propósito de la exaltación, que el oro coralino obtenido por uno cualquiera de los diversos métodos preconizados, sigue siendo susceptible de trasmutar directamente, es decir, sin la ayuda de una cimentación ulterior, cierta cantidad de plata: alrededor de la cuarta parte de su peso. Sin embargo, como es imposible determinar el valor exacto del coeficiente de potencia aurífica, se resuelve la dificultad fundiendo oro rojo con una proporción triple de plata (encuartación) y sometiendo la aleación laminada a la operación del comienzo.
Después de haber dicho que la exaltación, basada en la absorción de cierta porción de azufre metálico por el mercurio del oro, tiene por efecto reforzar considerablemente la coloración propia del metal, daremos algunas indicaciones sobre los procedimientos utilizados con este propósito. Éstos aprovechan la propiedad que posee el mercurio solar de retener fuertemente una fracción de azufre puro cuando se actúa sobre la masa metálica, a fin de disociar la aleación formada al principio. Así, el oro fundido con el cobre, si llega a separarse de él, no abandona jamás del todo una parcela de tintura tomada a éste. De tal manera que reiterando a menudo la misma acción, el oro se enriquece cada vez más y puede entonces ceder esta tintura excelente al metal que le es próximo, es decir, a la plata.
Un químico experimentado, señala Naxágoras, sabe muy bien que si se purifica el oro hasta veinticuatro veces o más con sulfuro de antimonio adquiere un color, un brillo y una finura notables. Pero se produce pérdida de metal, contrariamente a lo que sucede con el cobre, porque, en la purificación, el mercurio del oro abandona una parte de su sustancia al antimonio, y el azufre se encuentra entonces superabundante por desequilibrio de las proporciones naturales. Esto hace el procedimiento inutilizable y no permite esperar de él sino una simple satisfacción de curiosidad.
Se consigue, asimismo, exaltar el oro fundiéndolo primero con tres veces su peso de cobre y luego descomponiendo la aleación, reducida a limaduras, con ácido nítrico hirviendo. Aunque esta técnica sea laboriosa y cueste mucho, dado el volumen de ácido exigido, es, sin embargo, una de las mejores y más seguras que se conocen.
No obstante, si se posee un reductor enérgico y se sabe emplearlo en el curso de la fusión misma del oro y del cobre, la operación se verá simplificada en gran manera y no habrá que temer pérdida de materia ni trabajo excesivo, pese a las repeticiones indispensables que este método aún requiere. Finalmente, el artista, estudiando estos diversos métodos, podrá descubrir otros mejores, o sea, más eficaces. Le bastará, por ejemplo, echar mano del azufre directamente extraído del plomo, incerarlo en estado bruto y proyectarlo poco a poco en el oro fundido, que retendrá la parte pura. A menos que prefiera recurrir al hierro cuyo azufre específico es, de todos los metales aquél por el que el oro manifiesta la mayor afinidad.
Pero basta. Que trabaje ahora quien quiera; que cada cual conserve su opinión, siga o desprecie nuestros consejos, poco nos importa. Repetiremos, por última vez, que todas las operaciones benévolamente descritas en estas páginas, ninguna se relaciona, de lejos o de cerca, con la alquimia tradicional, y ninguna puede ser comparada a las suyas. Muralla espesa que separa las dos ciencias, obstáculo infranqueable para aquéllos que están familiarizados con los métodos y las fórmulas químicas. No queremos desesperar a nadie, pero la verdad nos obliga a decir que ésos no saldrán jamás de los caminos de la química oficial, aunque se entreguen a las investigaciones espagíricas. Muchos modernos creen, de buena fe, apartarse resueltamente de la ciencia química porque explican sus fenómenos de una manera especial, sin emplear, no obstante, otra técnica que la de los sabios varones a los que hacen objeto de su crítica. Hubo siempre, por desdicha, errabundos y engañados de este tipo, y para ellos, sin duda, Jacques Tesson[86] escribió estas palabras llenas de verdad: «Los que quieren hacer nuestra Obra mediante digestiones, destilaciones vulgares y sublimaciones semejantes, y otros por trituraciones, todos ellos están fuera del buen camino, sumidos en gran error y dificultad, y privados para siempre de conseguir su objetivo, porque todos esos nombres y palabras y maneras de operar son nombres, palabras y maneras metafóricos».
Creemos, pues, haber cumplido nuestro propósito y demostrado, en la medida que nos ha sido posible, que la antepasada de la química actual no es la vieja alquimia, sino la espagiria antigua, enriquecida con aportaciones sucesivas de la alquimia griega, árabe y medieval.
Y si se desea tener alguna idea de la ciencia secreta, diríjase el pensamiento al trabajo del agricultor y al del microbiólogo, pues el nuestro está situado bajo la dependencia de condiciones análogas. Pues al igual que la Naturaleza da al cultivador la tierra y el grano, al microbiólogo el agar y la espora, lo mismo suministra al alquimista el terreno metálico apropiado y la semilla conveniente. Si todas las circunstancias favorables a la marcha regular de este cultivo especial se observan rigurosamente, la recolección no podrá dejar de ser abundante…
En resumen, la ciencia alquímica, de una simplicidad extrema en sus materiales y en su fórmula, sigue siendo, no obstante, la más ingrata y la más oscura de todas, debido al conocimiento exacto de las condiciones requeridas y de las influencias exigidas. Ahí radica su aspecto misterioso, y hacia la solución de este arduo problema convergen los esfuerzos de todos los hijos de Hermes.