La alquimia tan sólo es oscura porque está oculta. Los filósofos que quisieron transmitir a la posteridad la exposición de su doctrina y el fruto de sus labores se guardaron de divulgar el arte presentándolo bajo una forma común, a fin de que el profano no pudiera hacer mal uso de él. También, por su dificultad de comprensión, por el misterio de sus enigmas y por la opacidad de sus parábolas, la ciencia se ha visto relegada entre las ensoñaciones, las ilusiones y las quimeras.
Es cierto que esos viejos mamotretos de tonos parduscos no se dejan penetrar con facilidad. Pretender leerlos a la manera de nuestros libros sería pedir demasiado. Sin embargo, la primera impresión que se recibe, por extraña y confusa que parezca, no deja de ser menos vibrante y persuasiva. Se adivina, a través del lenguaje alegórico y la abundancia de una nomenclatura equívoca, ese relámpago de verdad, esa convicción profunda nacida de hechos ciertos, debidamente observados y que no deben nada a las especulaciones fantásticas de la imaginación pura.
Se nos objetará, sin duda, que las mejores obras herméticas contienen muchas lagunas, acumulan contradicciones y se esmaltan de falsas recetas, y se nos dirá que el modus operandi varía según los autores y que, si el desarrollo teórico es el mismo en todos los casos, por el contrario, las descripciones de los cuerpos empleados ofrecen raramente entre si una similitud rigurosa. Responderemos que los filósofos no disponían de otras fuentes para ocultar a unos lo que querían mostrar a otros, más que ese fárrago de metáforas y de símbolos diversos, y esa prolijidad de términos y de fórmulas caprichosas trazadas a vuelapluma y expresadas en lenguaje claro para uso de los ávidos o de los insensatos. En cuanto al argumento referente a la práctica, cae por su propio peso por la simple razón de que si la materia inicial puede ser examinada bajo uno cualquiera de los múltiples aspectos que adquiere en el curso del trabajo, y si los artistas no describen nunca sino una parte de la técnica, parece que existen otros tantos procesos distintos como escritores cultivan el género.
Por lo demás, no debemos olvidar que los tratados llegados a nosotros han sido compuestos durante el más floreciente período alquímico, el que abarca los tres últimos siglos de la Edad Media. En efecto, en aquella época, el espíritu popular, por completo impregnado del misticismo oriental, se complacía en el acertijo, en el velo simbólico y en la expresión alegórica. Este disfraz halagaba el instinto inquieto del pueblo y proporcionaba a la inspiración satírica de los grandes un alimento nuevo. También había conquistado el favor general y se encontraba en todas partes, firmemente arraigado en los diferentes peldaños de la escala social. Brillaba en palabras ingeniosas en la conversación de las gentes cultivadas, nobles o burgueses, y se vulgarizaba en ingenuos retruécanos en el truhán. Adornaba la muestra de los tenderos con jeroglíficos pintorescos y se apoderaban del blasón, cuyas reglas esotéricas y cuyo protocolo establecía. Imponía en el arte, en la literatura y, sobre todo, en el esoterismo su ropaje abigarrado de imágenes, de enigmas y de emblemas.
A él le debemos esa variedad de enseñas curiosas cuyo número y singularidad se añaden aún al carácter tan netamente original de las producciones francesas medievales. Nada sorprende tanto a nuestro modernismo como esas pancartas de taberneros que oscilan sobre un eje de hierro, en las que tan sólo reconocemos la letra O seguida de una K cortada de un trazo, pero el borracho del siglo XIV no se equivocaba y entraba, sin dudar, au grand cabaret. Las hosterías arbolaban a menudo un león dorado en posición heráldica, lo cual, para el peregrino en busca de albergue, significaba que «se podía dormir», gracias al doble sentido de la imagen: au lit on dort, en el lecho se duerme (au lion d’or, el león de oro). Edouard Fournier[54] nos cuenta que, en París, la rue du Bout-du-Monde aún existía en el siglo XVII. «Este nombre —añade el autor—, que le venía del hecho de haber estado mucho tiempo muy cerca de la muralla de la ciudad, había sido figurado en jeroglíficos en la enseña de una taberna. Se había representado un hueso (os), un buco (bouc), un búho (duc) y un mundo (monde)».
Junto al blasón formado por las armas de la nobleza hereditaria, se descubre otro cuyas armas son sólo parlantes y tributarias del jeroglífico. Este último señala a los plebeyos llegados por la fortuna al rango de personajes de condición. François Myron, edil parisiense de 1604, llevaba, así, «gules en el espejo redondo» («de gueules au miroir rond»). Un advenedizo de la misma clase, superior del monasterio de San Bartolomé, en Londres, el prior Bolton —que ocupó el cargo de 1532 a 1539— había hecho esculpir sus armas sobre el mirador del triforio, desde donde vigilaba los piadosos ejercicios de sus monjes. Se ve en él una flecha (bolt) atravesando un pequeño barril (tun), de donde resulta Bolton. En sus Enigmes des rues de Paris, Edouard Fournier, al que acabamos de citar, tras habernos iniciado en las disputas de Luis XIV y de Louvois a raíz de la construcción de los Inválidos, promovidas porque éste deseaba colocar sus «armas» al lado de las del rey, y tropezaba así con las órdenes contrarias del monarca, nos dice que Louvois «tomó sus medidas de otra manera para fijar, en los Inválidos, su recuerdo de una manera inmutable y parlante.
»Entrad en el patio de honor del recinto y contemplad los sotabancos que coronan las fachadas del monumental cuadrilátero. Cuando lleguéis al quinto de los que se alinean en lo alto de la bovedilla oriental, junto a la iglesia, examinadlo bien. La ornamentación es muy particular. Está esculpido un lobo de medio cuerpo, con las patas que se abaten sobre la abertura del ojo de buey, al que rodean; la cabeza está medio oculta bajo una espesura de palmas, y los ojos se fijan ardientemente en el suelo del patio. No dudéis de que ahí hay un monumental juego de palabras, como tan a menudo se hacía para las armas parlantes, y en este jeroglífico de piedra se encuentra el desquite y la satisfacción del vanidoso ministro. Ese lobo mira; ese lobo va (ce loup voit). ¡Y ése es su emblema! Para que no haya lugar a dudas, ha hecho esculpir en la buhardilla contigua, a la derecha, un barril de pólvora haciendo explosión, símbolo de la guerra, departamento del que fue impetuoso ministro. En el sotabanco de la izquierda se representa un penacho de plumas de avestruz, atributo de un alto y poderoso señor, como pretendía ser él. Y todavía en otras dos buhardillas de la misma bovedilla aparecen un búho y un murciélago, pájaros de la vigilancia, su gran virtud. Colbert, cuya fortuna tenía el mismo origen que la de Louvois, y que no tenía menos vanidosas pretensiones de nobleza, había tomado por emblema la culebra (coluber), como Louvois había escogido el lobo (loup)».
La afición por el jeroglífico, último eco de la lengua sagrada, se ha debilitado considerablemente en nuestros días. Ya no se cultiva, y apenas interesa a los escolares de la generación actual Al cesar de proporcionar a la ciencia del blasón el medio de descifrar sus enigmas, el jeroglífico ha perdido el valor esotérico que poseyera antaño. Lo hallamos hoy refugiado en las últimas páginas de las revistas, donde —como pasatiempo recreativo— su papel se limita a la expresión de imágenes de algunos proverbios. Apenas se señala de vez en cuando una aplicación regular, pero con frecuencia orientada a una finalidad de reclamo, de este arte en decadencia. Así, una gran firma moderna, especializada en la construcción de máquinas de coser, adoptó para su publicidad un cartel muy conocido que representa a una mujer sentada, cosiendo a máquina, en el centro de una S majestuosa. Se ve, sobre todo, en ella la inicial del fabricante, aunque el jeroglífico esté claro y su sentido sea transparente: esta mujer cose en su embarazo, lo que es una alusión a la suavidad del mecanismo.
El tiempo, que arruina y devora las obras humanas, no ha respetado el viejo lenguaje hermético. La indiferencia, la ignorancia y el olvido han rematado la acción disertadora de los siglos. Pero no nos atreveríamos tampoco a sostener que se haya perdido del todo, pues algunos iniciados conservan sus reglas, saben sacar partido de los recursos que ofrece en la transmisión de verdades secretas o lo emplean como clave mnemotécnica de enseñanza.
En el año de 1843, los reclutas destinados al regimiento de Infantería número 46, con guarnición en París, podían encontrar cada semana, al atravesar el patio del cuartel de Luis Felipe, a un profesor poco corriente. Según un testigo ocular —uno de nuestros parientes, suboficial por entonces y que seguía asiduamente sus lecciones—, era un hombre todavía joven, pero de aspecto descuidado, con largos cabellos que caían en rizos por sus hombros, y cuya fisonomía, muy expresiva, llevaba la impronta de una notable inteligencia. Por la noche, enseñaba a los militares que lo deseaban Historia de Francia, mediante una pequeña retribución, y empleaba un método que afirmaba era conocido desde la más remota antigüedad. En realidad, ese curso, tan seductor para quienes asistían a él, estaba basado en la cábala fonética tradicional[55].
Algunos ejemplos escogidos entre aquellos cuyo recuerdo hemos conservado, darán una idea del procedimiento.
Tras un corto preámbulo sobre una decena de signos convencionales destinados, por su forma y unión, a encontrar todas las fechas históricas, el profesor trazaba en el encerado un gráfico muy simplificado. Esta imagen, que se grababa fácil mente en la memoria, era, en cierto modo, el símbolo completo del reinado que se estudiaba.
El primero de aquellos dibujos mostraba un personaje en pie en lo alto de una torre y sosteniendo una antorcha con la mano. Sobre una línea horizontal, figurativa del suelo, se alineaban tres accesorios: una silla, un cayado y un escabel. La explicación del esquema era simple. Lo que el hombre eleva en su mano sirve de faro: faro de mano, Faramundo[56]. La torre que lo sostiene indica la cifra 1: Faramundo fue, se dice, el primer rey de Francia. Finalmente, la silla es el jeroglífico de la cifra 4, el cayado lo es del 2 y el escabel es el signo del cero, lo cual da el número 420, presunta fecha del advenimiento del soberano legendario.
Como no ignoramos, Clodoveo era uno de esos bribones con los que no hay nada que hacer si no se emplea la fuerza. Turbulento, agresivo, batallador y dispuesto a romperlo todo, sólo soñaba en calamidades y juergas. Sus buenos padres, tanto para domarlo como por prudencia, lo habían atado a la silla. Toda la Corte sabía que estaba encerrado y «atornillado» (clos a vis, Clovis, Clodoveo). La silla y dos cuernos de caza puestos en el suelo daban la fecha 466.
Clotario, de naturaleza indolente, paseaba su melancolía por un campo rodeado de murallas. El infortunado se encontraba así encerrado (clos) en su tierra (terre): Clotaire-Clotario.
Chilperico —no sabemos por qué causa— se agitaba en una sartén de freír, como un simple espárrago, gritando hasta perder el aliento: ¡Perezco! (J’y péris!, Chilperic).
Dagoberto adoptaba el exterior poco pacífico de un guerrero que blandía una daga e iba vestido con una cota de malla (haubert)-Dagobert.
San Luis —¿quién lo hubiera dicho?— apreciaba mucho el pulido y el brillo de las piezas de oro recién acuñadas, y también dedicaba sus ocios a fundir viejos luises para obtener otros nuevos: Luis IX.
En cuanto al pequeño cabo —grandeza y decadencia—, su blasón no precisaba el empleo de ningún personaje. Una mesa cubierta con su mantel (nappe), y sobre la que aparecía un vulgar cazo (poêlon) bastaban para identificarlo: Nappe et poelon, Napoleón…
Estos juegos de palabras, asociados o no a los jeroglíficos, servían a los iniciados como clave para sus conversaciones verbales. En las obras acroamáticas, se reservaban los anagramas unas veces para enmascarar la personalidad del autor, y otras para disfrazar el título y sustraer al profano el pensamiento clave. Éste es el caso, en particular, de un librito muy curioso y tan hábilmente cerrado que resulta imposible saber cuál es su tema. Se atribuye a Tiphaigne de la Roche, y lleva este título singular: Amilec ou la graine d’hommes[57]. Se trata de la reunión del anagrama y el jeroglífico. Se debe leer Alcmie ou la creme d’Aum. Los neófitos aprenderán que se trata de un verdadero tratado de alquimia, porque en el siglo XIII se escribía en francés alkimie, alkemie, alkmie; que el tema científico revelado por el autor se relaciona con la extracción del espíritu incluido en la materia prima o virgen filosófica, que tiene el mismo signo que la Virgen celeste, el monograma AUM; que finalmente, esta extracción debe acerase por un procedimiento análogo al que permite separar la crema de la leche, como enseñan, por otra parte, Basilio Valentín, Tolio, Filaleteo y los personajes del Liber Mutus. Apartando el velo del título al que recubre, se ve hasta qué punto éste es sugestivo, pues anuncia la divulgación del medio secreto apropiado para la obtención de aquella crema de teche de virgen que pocos investigadores han tenido la dicha de poseer. Tiphaigne de la Roche, poco menos que desconocido, fue, sin embargo, uno de los más sabios adeptos del siglo XVIII. En otro tratado titulado Giphantie (anagrama de Tiphaigne), describe perfectamente el procedimiento fotográfico, y demuestra que estaba al corriente de las manipulaciones químicas referentes al desarrollo y fijación de la imagen, un siglo antes del descubrimiento de Daguerre y Niepce de Saint-Victor.
Entre los anagramas destinados a encubrir el nombre de sus autores, señalaremos el de Limojon de Saint-Didier: Dives sicut ardens, es decir, Sanctus Didiereus, y la divisa del presidente d’Espagnet: Spes mea est in agno. Otros filósofos han preferido revestirse de seudónimos cabalísticos relacionados más directamente con la ciencia que profesaban. Basilio Valentín reúne el griego Βασιλευς rey y el latín Valens, poderoso, a fin de indicar el sorprendente poder de la piedra filosofal. Ireneo Filaleteo aparece compuesto de tres palabras griegas: Ειρηναιος, pacífico, φιλος, amigo, y αληθεια verdad. Filaleteo se presenta así como el pacífico amigo de la verdad. Grasseo firma sus obras con el nombre de Hortulano, con el significado de jardinero (Hortulanus) —de los jardines marítimos, se toma el trabajo de subrayar—. Ferrari es un monje forjador (ferrarius) que trabaja los metales. Musa, discípulo de Khálid, es Μυστης, el iniciado, mientras que su maestro —nuestro maestro para todos— es el calor desprendido por el atanor (lat. calidus, ardiente), Haly indica sal, en griego αλς, y las Metamorfosis de Ovidio son las del huevo de los filósofos (ovum, ovi). Arquelao es más bien el título de una obra que el nombre de un autor: es el principio de la piedra, del griego Αρχη, principio, y λαος, piedra. Marcelo Palingenio combina Marte, el hierro, ηλιος, el sol y Palingenesia, regeneración, para designar que realizaba la regeneración del sol, o del oro, por el hierro. Juan Austri, Graciano y Esteban se dividen los vientos (austri), la gracia (gratia) y la corona (Στεφανος, Stephanus). Famano toma por emblema la famosa castaña, tan renombrada entre los sabios (Fama-nux), y Juan de Sacrobosco tiene en cuenta, sobre todo, el misterioso bosque consagrado. Ciliano es el equivalente de Cyllenius, de Cilene, montaña de Mercurio, que dio sobrenombre a ese dios cilenio. En cuanto al modesto Gallinario, se contenta con el gallinero y el corral, donde el polluelo amarillo, salido de un huevo de gallina negra pronto se convertirá en nuestra mirífica gallina de los huevos de oro…
Sin abandonar por completo estos artificios de lingüística, los viejos maestros, en la redacción de sus tratados, utilizaron sobre todo la cábala hermética, a la que aún llamaban lenguaje de los pájaros, de los dioses, gaya ciencia o gay saber. De esta manera, pudieron ocultar al vulgo los principios de su ciencia, envolviéndolos con un ropaje cabalístico. Es esto algo indiscutible y muy conocido. Pero lo que generalmente se ignora es que el idioma del que los autores tomaron sus términos es el griego arcaico, lengua madre de la pluralidad de los discípulos de Hermes. La razón por la cual no se advierte la intervención cabalística se debe, precisamente, a que nuestra lengua actual proviene directamente del griego. En consecuencia, todos los vocablos escogidos en nuestro idioma para definir ciertos secretos, como tienen sus equivalentes ortográficos o fonéticos griegos, basta conocer bien éstos para descubrir en seguida el sentido exacto, restablecido, de aquéllos. Pues si nuestro idioma actual, en cuanto al fondo, es en verdad helénico, su significación se ha visto modificada en el curso de los siglos, a medida que se alejaba de su fuente. Es el caso del francés, antes de la transformación radical que le hizo sufrir el Renacimiento, decadencia escondida bajo el concepto de reforma.
La imposición de palabras griegas disimuladas bajo términos actuales correspondientes, de textura semejante, pero de sentido más o menos corrompido, permite al investigador penetrar con comodidad en el pensamiento. Éste es el método que nosotros hemos utilizado, a ejemplo de los antiguos, y al que hemos recurrido con frecuencia en el análisis de las obras simbólicas legadas por nuestros antepasados.
Muchos filólogos, sin duda, no compartirán nuestra opinión y continuarán seguros, con la masa popular, de que nuestra lengua es de origen latino, únicamente porque recibieron la primera noción de ello en los bancos de la escuela. Nosotros mismos hemos creído y aceptado mucho tiempo como expresión de la verdad lo que enseñaban nuestros profesores. Sólo más tarde, buscando la prueba de esa filiación por entero convencional, tuvimos que reconocer la vanidad de nuestros esfuerzos y rechazar el error nacido del prejuicio clásico. Hoy, nada sería capaz de hacernos rectificar nuestra convicción, tantísimas veces confirmada por el éxito obtenido en el orden de los fenómenos materiales y de los resultados científicos. Por ello afirmamos en voz alta, sin negar la introducción de elementos latinos en nuestro idioma desde la conquista romana, que nuestra lengua es griega, que somos helenos o, más exactamente, pelasgos.
A los defensores del neolatinismo francés como Gaston Paris, Littré y Ménage se oponen ahora maestros más clarividentes, de espíritu amplio y libre, como Hins, J. Lefebvre, Louis de Fourcaud, Granier de Cassagnac, el abate Espagnolle (J.-L. Dartois), etc. Y con mucho gusto estamos con ellos porque, a despecho de las apariencias, sabemos que han visto claro, y que han juzgado con espíritu sano y que siguen la vía simple y recta de la verdad, la única capaz de conducir a los grandes descubrimientos.
«En 1872 —escribe J.-L. Dartois[58]—, Granier de Cassagnac, en una obra de erudición maravillosa y de un estilo agradable que lleva por título Histoire des origines de la langue française, puso el dedo en la llaga de la inanidad de la tesis del neolatinismo, que pretende probar que el francés es latín evolucionado. Demostró que semejante tesis no era sostenible, pues chocaba con la Historia, con la lógica, con el buen sentido y, en fin, que nuestro idioma la rechazaba[59]… Algunos años más tarde, M. Hins probaba, a su vez, en un estudio muy documentado aparecido en la Revue de Linguistique, que de todos los trabajos del neolatinismo no se podía concluir más que en el parentesco y no en la filiación de las lenguas llamadas neolatinas… Finalmente, J. Lefebvre, en dos notables artículos muy leídos publicados en junio de 1892 en la Nouvelle Revue demolía desde su misma base la tesis del neolatinismo, estableciendo que el abate Espagnolle, en su obra l’Origine du français, estaba en lo cierto; que nuestra lengua, como así lo habían entrevisto los más grandes sabios del siglo XVI, era griega; que el dominio romano en la Galia no había hecho sino cubrirla de una ligera capa de latín sin alterar en absoluto su genio». Más adelante, el autor añade: «Si pedimos al neolatinismo que nos explique cómo el pueblo galo, que comprendía no menos de siete millones de personas, pudo olvidar su lengua nacional y aprender otra, o más bien, cambiar la lengua latina en lengua gala, lo cual es más difícil; cómo unos legionarios que, en su mayoría, ignoraban ellos mismos el latín y se estacionaban en campamentos reducidos, separados unos de otros por vastos espacios, pudieron, no obstante, convertirse en los pedagogos de las tribus galas y enseñarles la lengua de Roma, es decir, operar en las Galias tan sólo un prodigio que las otras legiones romanas no pudieron conseguir en ninguna otra parte, ni en Asia, ni en Grecia, ni en las Islas Británicas; cómo, finalmente, los vascos y los bretones lograron conservar sus idiomas, en tanto que sus vecinos, los habitantes del Bearn, del Maine y del Anjou perdían los suyos y se veían obligados a hablar en latín». Esta objeción es tan grave que Gaston Paris, jefe de la escuela, es el encargado de responder a ella. «Nosotros, los neolatinos, no estamos obligados —dice, en sustancia— a resolver las dificultades que pueden plantear la lógica y la Historia. Nosotros no nos ocupamos más que del hecho filológico, y este hecho domina el problema, ya que prueba, él solo, el origen latino del francés, del italiano y del español». «… Por supuesto —le responde J. Lefebvre— que el hecho filológico sería decisivo si estuviera bien y debidamente fundamentado, pero no lo está del todo. Con todas las sutilezas del mundo, el neolatinismo no llega, en realidad, sino a comprobar la trivial realidad de que hay una cantidad bastante grande de palabras latinas en nuestra lengua, y eso jamás lo ha impugnado nadie».
En cuanto al hecho filológico invocado, pero en absoluto demostrado, por Gaston Paris para tratar de justificar su tesis, J.-L. Dartois demuestra su inexistencia apoyándose en los trabajos de Petit-Radel. «Al pretendido hecho filológico latino —escribe—, puede oponerse el hecho griego evidente. Este nuevo hecho filológico, el único verdadero y demostrable, tiene una importancia capital, ya que prueba, sin discusión, que las tribus que vinieron a poblar el Occidente de Europa eran colonias pelásgicas, y confirma el hermoso descubrimiento de Petit-Radel. Se sabe que este modesto sabio leyó en 1802, ante el Instituto de Francia, un trabajo notable para demostrar que los monumentos de bloques poliédricos que se encuentran en Grecia, Italia, Francia y hasta en el interior de España y que se atribuían a los cíclopes, son obra de los pelasgos. Esta demostración convenció al Instituto, y desde entonces no se ha manifestado ninguna duda sobre el origen de esos monumentos… La lengua de los pelasgos era el griego arcaico, compuesto sobre todo de los dialectos eolio y dórico, y justamente ése es el griego que se encuentra en todas partes en Francia, incluso en el argot de París».
El lenguaje de los pájaros es un idioma fonético basado únicamente en la asonancia. No se tiene, pues, en cuenta para nada la ortografía, cuyo rigor mismo sirve de freno a los espíritus curiosos y les hace inaceptable toda especulación realizada fuera de las reglas de la gramática. «Yo no me preocupo más que las cosas útiles —dice san Gregorio en el siglo VI, en una carta que sirve de prefacio a sus Morales—, sin ocuparme del estilo, ni del régimen de las preposiciones, ni de las desinencias, porque no es digno de un cristiano sujetar las palabras de la Escritura a las reglas de la gramática». Esto significa que el sentido de los libros sagrados no es en absoluto literal, y que resulta indispensable saber dar con su espíritu por la interpretación cabalística, como se tiene por costumbre hacer a fin de comprender las obras alquímicas. Los raros autores que han hablado de la lengua de los pájaros le atribuyen el primer lugar en el origen de las lenguas. Su antigüedad se remontaría a Adán, que la habría utilizado para imponer, bajo las ordenes de Dios, los nombres apropiados para definir las características de los seres y de las cosas creadas. De Cyrano Bergerac[60] refiere esta tradición cuando, nuevo habitante de un mundo vecino al Sol, se hace explicar lo que es la cábala hermética por «un hombrecillo en cueros vivos, sentado en una piedra», figura expresiva de la verdad simple y sin vestimentas, sentada en la piedra natural de los filósofos.
«No recuerdo si le hablé primero —dice el gran iniciado— o si fue él quien me interrogó, pero tengo la memoria muy fresca, como si aún lo escuchara, de que me habló durante tres largas horas en una lengua que estoy seguro de no haber oído jamás, y que no tiene la menor relación con ninguna de este mundo, pero yo la comprendí más rápida y más inteligiblemente que la de mi nodriza. Me explicó, cuando inquirí acerca de algo tan maravilloso, que en las ciencias había una Verdad fuera de la que siempre se está alejado de lo fácil, y que cuanto más un idioma se alejaba de esa Verdad, más se hallaba por debajo de la concepción y resultaba de menos fácil inteligencia. “Igualmente —continuó— en la música, esa Verdad no se encuentra jamás hasta que el alma, de pronto transportada, se dirige a ella ciegamente. Nosotros no la vemos, pero sentimos que la Naturaleza la ve, y sin poder comprender de qué forma nos vemos absorbidos, quedamos cautivados y no sabríamos señalar dónde está. Lo mismo pasa con las lenguas. Quien dé con esa verdad de letras, de palabras y de frases jamás puede, al expresares, caer por debajo de su concepción; siempre habla igual a su pensamiento y es por no poseer el conocimiento de ese idioma perfecto por lo que os quedáis corto, sin conocer el orden ni las palabras que puedan expresar lo que imagináis.” Yo le dije que el primer hombre de nuestro mundo se había servido, indudablemente, de esa lengua, porque cada nombre que impuso a las cosas declaraba su esencia. Me interrumpió y continuó: “No es simplemente necesaria esa lengua para expresar todo lo que el espíritu concibe, sino que, sin ella, no se puede ser comprendido por todos. Como este idioma es el instinto o la voz de la naturaleza, debe ser inteligible a todo lo que vive y compete a la Naturaleza. Por eso, si la conocierais, podríais comunicaros y discurrir sobre todos vuestros pensamientos con las bestias[61], y las bestias con los de los suyos, ya que es el lenguaje mismo de la Naturaleza, por el que ella se hace comprender de todos los animales. Que la facilidad, pues, con que comprendéis el sentido de una lengua que jamás sonó a nuestro oído ya no os sorprenda más. Cuando hablo, vuestra alma vuelve a hallar, en cada una de mis palabras, esa Verdad que ella busca a tientas, y aunque su razón no la comprenda, tiene en sí a Naturaleza, que no puede dejar de comprenderla”».
Pero este lenguaje secreto, universal e indefinido, pese a la importancia y la veracidad de su expresión es, en realidad, de origen y de genio griegos, como nos explica nuestro autor en su Historia de los pájaros. Hace hablar encinas seculares —alusión a la lengua de que se servían los druidas (Δρυιδαι, de Δρυς, encina)— de esta manera: «Contempla las encinas de donde nos hallamos y que tienes ante tu vista: somos nosotras las que te hablamos, y si te sorprendes de que hablemos una lengua usada en el mundo del que procedes, sabe que nuestros primeros padres son originarios de él, y vivían en el Epiro, en el bosque Dodona, donde su bondad natural los impulsó a poner oráculos al alcance de los afligidos que los consultaban. Por esa razón, habían aprendido la lengua griega, la más universal que existía entonces, a fin de ser comprendidos». La cábala hermética se conocía en Egipto, al menos, por parte de la casta sacerdotal, como testimonia la invocación del papiro de Leiden: «… Te invoco a ti, el más poderoso de los dioses, que todo lo has creado; a ti, nacido de ti mismo, que lo ves todo sin poder ser visto… Te invoco bajo el nombre que posees en la lengua de los pájaros, en la de los jeroglíficos, en la de los judíos, en la de los egipcios, en la de los cinocéfafos…, en la de los gavilanes, en la lengua hierática». Volvemos aún a encontrarnos con este idioma entre los incas, soberanos del Perú hasta la conquista española, y los escritores antiguos lo llaman lengua general (universal) y lengua cortesana, es decir la lengua diplomática, porque incluye una significación doble, correspondiente a una doble ciencia, la una aparente y la otra profunda (διπλη, doble, y μαθη ciencia). «La cábala —dice el abate Perroquet[62]—era una introducción al estudio de todas las ciencias».
Al presentarnos la poderosa personalidad de Roger Bacon, cuyo genio brilla en el firmamento intelectual del siglo XIII como un astro de primera magnitud, Armand Parrot[63] nos describe cómo pudo obtener la síntesis de las lenguas latinas y poseer una práctica tan extensa de la lengua madre que podía, con ella, enseñar en poco tiempo los idiomas considerados como los más ingratos. Es ésa, se reconocerá, una particularidad realmente maravillosa de ese lenguaje universal que se nos aparece a la vez con la mejor clave de las ciencias y el más perfecto método de humanismo. «Bacon —escribe el autor— sabía el latín, el griego, el hebreo y el árabe, y habiéndose colocado con ello en situación de obtener una rica instrucción en la literatura antigua, había adquirido un conocimiento razonado de las dos lenguas vulgares que tenía necesidad de saber; la de su país natal y la de Francia. De esas gramáticas particulares, un espíritu como el suyo no podía dejar de elevarse a la teoría general del lenguaje, y se abrió las dos fuentes de que aquéllas manan y que son, por una parte, la composición positiva de muchos idiomas y por otra el análisis filosófico del entendimiento humano, la historia natural de sus facultades y de sus concepciones. También lo vemos aplicado, casi solo en todo su siglo, en comparar vocabularios, en aproximar sintaxis, en buscar las relaciones del lenguaje con el pensamiento y en medir la influencia que el carácter, los movimientos y las formas tan variadas del discurso ejercen sobre las costumbres y las opiniones de los pueblos. Se remontaba así a los orígenes de todas las nociones simples o complejas, fijas o variables, verdaderas o erróneas que la palabra expresaba. Esta gramática universal le parecía la verdadera lógica y la mejor filosofía, y le atribuía tanto poder, que, con ayuda de tal ciencia, se creía capaz de enseñar el griego o el hebreo en tres días[64], así como a su joven discípulo, Juan de París, le había enseñado en un año lo que a él le había costado cuarenta de aprender». «¡Fulgurante rapidez de la educación del buen sentido! ¡Extraño poder —dice Michelet— el de sacar a la superficie, con chispa eléctrica, la ciencia preexistente en el cerebro del hombre!»