IV
EL LABORATORIO LEGENDARIO

Con su cortejo de misterio y de desconocido, bajo su velo de iluminismo y de maravilloso, la alquimia evoca todo un pasado de historias lejanas, de narraciones miríficas y de testimonios sorprendentes. Sus teorías singulares, sus extrañas recetas, la secular nombradía de sus grandes maestros, las apasionadas controversias que suscitó, el favor de que gozó en la Edad Media y su literatura oscura, enigmática y paradójica nos parecen desprender hoy el tufo del moho y del aire rarificado que adquieren, al correr de los años, los sepulcros vacíos, las flores marchitas, las viviendas abandonadas y los pergaminos amarillentos.

¿El alquimista? Un anciano meditabundo, de frente grave y coronada de cabellos blancos, de silueta pálida y achacosa, personaje original de una Humanidad desaparecida y de un mundo olvidado; un recluso testarudo, encorvado por el estudio, las vigilias, la investigación perseverante y el desciframiento obstinado de los enigmas de la alta ciencia. Tal es el filósofo a quien la imaginación del poeta y el pincel del artista se han complacido en presentarnos.

Su laboratorio —sótano, celda o cripta antigua— apenas se ilumina con una luz triste que ayuda a difundir las múltiples telarañas polvorientas. Sin embargo, ahí, en medio del silencio, se consuma el prodigio poco a poco. La infatigable Naturaleza, mejor que en sus abismos rocosos, se afana bajo la prudente vigilancia del hombre, con el socorro de los astros y por la gracia de Dios. ¡Labor oculta, tarea ingrata y ciclópea, de una amplitud de pesadilla! En el centro de este in pace, un ser, un sabio para quien ninguna otra cosa existe ya, vigila, atento y paciente, las fases sucesivas de la Gran Obra…

A medida que nuestros ojos se habitúan, mil cosas salen de la penumbra, nacen y se precisan. ¿Dónde estamos, Señor? ¿Tal vez en el antro de Polifemo o acaso en la caverna de Vulcano?

Cerca de nosotros hay una fragua apagada, cubierta de polvo y de virutas de forja, y la bigornia, el martillo, las pinzas, las tijeras y las tenazas; moldes oxidados y los útiles rudos y poderosos del metalúrgico han ido a caer allá. En un rincón, gruesos libros pesadamente herrados —como antifonarios—, con cintas selladas con plomos vetustos; manuscritos cenizosos y grimorios amontonados mezclados unos con otros; volúmenes cubiertos de notas y de fórmulas, maculados desde el incipit al explicit. Redomas ventrudas como buenos monjes y repletas de emulsiones opalescentes, de líquidos glaucos, herrumbrosos o encarnadinos exhalan esos relentes ácidos cuya aspereza anuda la garganta y pica en la nariz.

En la campana del horno se alinean curiosas vasijas oblongas, de cuello corto, selladas y encapuchadas con cera; matraces de esferas irisadas por los depósitos metálicos estiran sus cuellos unas veces delgados y cilíndricos, y otras abocinados o hinchados; las cucúrbitas verdosas, y las retortas de cerámica aparecen junto a los crisoles de tierra roja y llameada. Al fondo, colocados en sus montones de paja a lo largo de una cornisa de piedra, unos huevos filosóficos hialinos y elegantes contrastan con la maciza y abultada calabaza, praegnans cucurbita.

¡Condenación! He aquí ahora piezas anatómicas, fragmentos esqueléticos: cráneos ennegrecidos, desdentados y repugnantes en su rictus de ultratumba; fetos humanos suspendidos, desecados y encogidos, miserables desechos que ofrecen a la mirada su cuerpo minúsculo, su cabeza apergaminada, desdeñable y lastimosa. Esos ojos redondos, vidriosos y dorados son los de una lechuza de plumaje marchito, que tiene por vecino a un cocodrilo, salamandra gigante, otro símbolo importante de la práctica. El espantoso reptil emerge de un rincón oscuro, tiende la cadena de sus vértebras sobre sus patas rechonchas y dirige hacia las arcadas la sima ósea de sus temibles maxilares.

Esparcidos sin orden, al azar de las necesidades, en la placa del horno, se ven botes vitrificados aludeles o sublimatorios; pelicanos de paredes espesas; infiernos semejantes a grandes huevos de los que se viera una de las chalazas; recipientes oliváceos hundidos de lleno en la arena, contra el atanor de humaredas ligeras que ascienden hacia la bóveda ojival. Aquí está el alambique de cobre —homo galeatus—, maculado de babas verdes; allá, los descensores y los dos hermanos o gemelos de la cohobación; recipientes con serpentines; pesados morteros de fundición o de mármol; un ancho fuelle de flancos de cuero raído junto a un montón de garruchas, de tejas, de copelas, de evaporatorios…

¡Amasijo caótico de instrumentos arcaicos, de materiales extraños y de utensilios caducos, al moneda de todas las ciencias, batiburrillo de faunas impresionantes! Y planeando sobre ese desorden, fijo en la clave de bóveda, como pendiente con las alas desplegadas, el gran cuervo, jeroglífico de la muerte material y de sus descomposiciones, emblema misterioso de misteriosas operaciones.

Curiosa también la muralla o, al menos, lo que de ella queda. Inscripciones de sentido místico llenan los vacíos: Hic lapis est subtus te, supra te, erga te et circa te; versos mnemónicos se hacen un lío, grabados al capricho del estilete en la piedra blanda; predomina uno de ellos, trazado en cursiva gótica: Azoth et ignis tibi sufficiunt; caracteres hebraicos; círculos cortados por triángulos, entremezclados con cuadriláteros a la manera de las signaturas gnósticas. Aquí, un pensamiento, fundado sobre el dogma de la unidad, resume toda una filosofía: Omnia ab uno et in unum omnia. Aparte, la imagen de la hoz, emblema del decimotercer arcano y de la casa natural; la estrella de Salomón; el símbolo del Cangrejo, obsecración del mal espíritu; algunos pasajes de Zoroastro, testimonios de la alta antigüedad de las ciencias malditas. Finalmente, situado en el campo luminoso del tragaluz, y más legible en ese dédalo de imprecisiones, el ternario hermético: Sal, Sulphur, Mercurius

Tal es el cuadro legendario del alquimista y de su laboratorio. Visión fantástica, desprovista de veracidad, salida de la imaginación popular y reproducida en los viejos almanaques, tesoros del cotilleo.

¿Sopladores, magistas, brujos, astrólogos, nigromantes?

—¡Anatema y maldición!