De todas las ciencias cultivadas en la Edad Media, ninguna conoció más favor ni más honor que la alquimia. Tal es el nombre bajo el que se disimulaba entre los árabes el Arte sagrado o sacerdotal que habían heredado de los egipcios, y que el Occidente medieval debía, más tarde, acoger con tanto entusiasmo.
Muchas controversias se han desarrollado a propósito de las diversas etimologías atribuidas a la palabra alquimia. Pierre-Jean Fabre, en su Abrégé des Secrets chymiques, pretende que se relacione con el nombre de Cam, hijo de Noé, que habría sido el primer artesano, y escribe alchamie. El autor anónimo de un curioso manuscrito[38] piensa que «la palabra alquimia deriva de als, que significa sal, y de quimia, que quiere decir fusión. Y así está bien dicho, porque la sal que es tan admirable, está usurpada». Pero si la sal se dice αλς en lengua griega, χειμεια en lugar de χυμεια, alquimia, no tiene otro sentido que el de jugo o humor. Otros descubren el origen en la primera denominación de la tierra de Egipto, patria del Arte sagrado, Kymia o Chemi. Napoleón Landais no halla ninguna diferencia entre las dos palabras química y alquimia, y se limita a añadir que el prefijo al no puede ser confundido con el artículo árabe y significa tan sólo una virtud maravillosa. Quienes sostienen la tesis inversa sirviéndose del artículo al y del sustantivo quimia (química), entienden designar la química por excelencia o hiperquímica de los ocultistas modernos. Si debemos aportar a este debate nuestra opinión personal, diremos que la cábala fonética reconoce un estrecho parentesco entre las palabras griegas χειμεια, χυμεια y χυμα, el cual indica lo que fluye, discurre, mana, y se refiere de modo particular al metal fundido, a la misma fusión y a toda obra hecha de un metal fundido. Sería ésta una breve y sucinta definición de la alquimia en tanto que técnica metalúrgica[39]. Pero sabemos, por otra parte, que el nombre y la cosa se basan en la permutación de la forma por la luz, fuego o espíritu. Tal es, al menos, el sentido verdadero que indica el lenguaje de los pájaros.
Nacida en Oriente, patria del misterio y de lo maravilloso, la ciencia alquímica se ha expandido por Occidente a través de tres grandes vías de penetración: bizantina, mediterránea e hispánica. Fue, sobre todo, el resultado de las conquistas árabes. Este pueblo curioso, estudioso, ávido de filosofía y de cultura, pueblo civilizador por excelencia, constituye el vínculo de unión, la cadena que relaciona la antigüedad oriental con la Edad Media occidental. Desempeña, en efecto, en la historia del progreso humano, un papel comparable al que correspondió a los fenicios, mercaderes entre Egipto y Asiria. Los árabes, discípulos de los griegos y de los persas, transmitieron a Europa la ciencia de Egipto y de Babilonia, aumentada por sus propias adquisiciones, a través del continente europeo (vía bizantina), y hacia el siglo VIII de nuestra Era. Por otra parte, la influencia árabe se ejerció en nuestros países a la vuelta de las expediciones de Palestina (vía mediterránea), y son los cruzados del siglo XII quienes importan la mayor parte de los conocimientos antiguos. Finalmente, más cerca de nosotros, en la aurora del siglo XIII, nuevos elementos de civilización, de ciencia y de arte, surgidos hacia el siglo VIII del África septentrional, se extienden por España (vía hispánica) y vienen a acrecentar las primeras aportaciones del foco grecobizantino.
Al principio tímida e indecisa, la alquimia toma poco a poco conciencia de sí misma y no tarda demasiado en afirmarse. Tiende a imponerse, y esta planta exótica, trasplantada a nuestro suelo se aclimata en él maravillosamente, y se desarrolla con tanto vigor que pronto se la ve expansionarse en una exuberante floración. Su extensión y sus progresos son prodigiosos. Apenas se la cultiva —y tan sólo a la sombra de las celdas monásticas— en el siglo XII. En el XIV, se propaga a todas partes, irradiando sobre todas las clases sociales, entre las que brilla con el más vivo fulgor. Todos los países ofrecen a la ciencia misteriosa una multitud de fervientes discípulos, y cada estamento se esfuerza en sacrificarle. Nobleza y alta burguesía se entregan a ella. Sabios, monjes, príncipes y prelados hacen profesión, y las gentes de oficio y pequeños artesanos, orfebres, gentilhombres, vidrieros, esmaltadores y boticarios, tampoco dejan de experimentar el irresistible deseo de manejar la retorta. Si no se trabaja a la luz del día —la autoridad real persigue a los sopladores y los Papas fulminan contra ellos[40]—, no se deja de estudiar a escondidas. Se busca con avidez la sociedad de filósofos, verdaderos o pretendidos. Éstos emprenden largos viajes, con intención de aumentar su patrimonio de conocimientos, o corresponden en lenguaje cifrado de país a país y de reino a reino. Se disputan los manuscritos de los grandes adeptos, los del panopolita Zósimo, de Ostanes y de Sinesio. Las copias de Jabir, de Razi y de Artefio. Los libros de Moriano, de María la Profetisa y los fragmentos de Hermes se negocian a precio de oro. La fiebre se apodera de los intelectuales y, con las fraternidades, las logias y los centros iniciáticos, los sopladores crecen y se multiplican. Pocas familias escapan al pernicioso atractivo de la quimera dorada, y muy raras son las que no cuentan en su seno con algún alquimista practicante, con algún perseguidor de lo imposible. La imaginación se lanza al galope. El auri sacra fames arruina al noble, desespera al villano, deja hambriento a quienquiera que se deje prender en él y no aprovecha más que al charlatán. «Abades, obispos, médicos, solitarios —escribe Lenglet-Dufresnoy[41]—, todos convirtieron la alquimia en ocupación. Era la locura del tiempo, y se sabe que cada siglo tiene una que le es propia, pero por desgracia aquélla ha reinado más tiempo que las otras y ni siquiera ha pasado del todo».
¡Con qué pasión, con qué aliento, con qué esperanzas la ciencia maldita envuelve las ciudades góticas adormecidas bajo las estrellas! ¡Fermentación subterránea y secreta que, en cuanto cae la noche, puebla con extrañas pulsaciones las cuevas profundas, se escapa de los tragaluces en claridades intermitentes y asciende en volutas sulfurosas a los ápices de los remates!
Después del nombre célebre de Artefio (hacia 1130), la nombradía de los maestros que lo suceden consagra la realidad hermética y estimula el ardor de los aspirantes al adeptado. En el siglo XIII, vive el ilustre monje inglés Roger Bacon, a quien sus discípulos llaman Doctor admirabilis (1214-1292) y cuya enorme reputación se hace universal. A continuación, viene Francia con Alain de l’Isle, doctor por París y monje del Císter (muerto hacia 1298); Cristóbal el Parisierzse (hacia 1260) y Arnaldo de Vilanova (1245-1310), mientras que en Italia brillan Tomás de Aquino —Doctor angelicus—(1225) y el monje Ferrari (1280).
El siglo XIV ve surgir a toda una pléyade de artistas. Raimundo Lulio —Doctor illuminatus—, franciscano español (1235-1315); Juan Daustin, filósofo inglés; Juan Cremer, abad de Westminster; Ricardo, llamado Roberto el Inglés, autor del Correctum alchymiae (hacia 1330); el italiano Pedro Bon de Lombardía; el papa francés Juan XXII (1244-1317); Guillermo de París, patrocinador de los bajo relieves herméticos del atrio de Notre-Dame; Jehan de Meun, llamado Clopinel, uno de los autores del Roman de la Rose (1280-1364); Grasseo, llamado Hortulano, comentarista de la Tabla de la esmeralda (1358); y, finalmente, el más famoso y popular de los filósofos franceses, el alquimista Nicolas Flamel (1330-1417).
El siglo XV marca el período glorioso de la ciencia y sobrepasa aun los precedentes, tanto por la valía como por el número de los maestros que lo han ilustrado. Entre éstos conviene citar en primer lugar a Basilio Valentín, monje benedictino de la abadía de San Pedro, en Erfurt, electorado de Maguncia (hacia 1413), el artista más considerable, tal vez, que el arte hermético haya producido nunca; a su compatriota el abad Tritemio; a Isaac el Holandés (1408); a los dos ingleses Thomas Norton y George Ripley; a Lambsprinck; a Jorge Aurach, de Estrasburgo (1415); al monje calabrés Lacini (1459); y al noble Bernardo Trevisan (1406-1490), que empleó cincuenta y seis años de su vida en la prosecución de la Obra, y cuyo nombre quedará en la historia alquímica como un símbolo de tesón, de constancia y de irreductible perseverancia.
A partir de este momento, el hermetismo cae en descrédito. Sus mismos partidarios, amargados por la falta de éxito, se vuelven contra él. Atacado por todas partes, su prestigio desaparece, el entusiasmo decrece y la opinión cambia. Operaciones prácticas, recogidas, reunidas y luego reveladas y enseñadas, permiten a los disidentes sostener la tesis de la nada alquímica, y arruinar la filosofía echando las bases de nuestra química. Seton, Wenceslao Lavinio de Moravia, Zacarías y Paracelso son, en el siglo XVI, los únicos herederos conocidos del esoterismo egipcio del que el Renacimiento ha renegado tras haberlo corrompido. Rindamos, de pasada, un supremo homenaje al ardiente defensor de las verdades antiguas que fue Paracelso. El gran tribuno merece por nuestra parte un eterno reconocimiento por su última y valiente intervención que, aunque vana, no por ello deja de constituir uno de sus mejores timbres de gloria.
El arte hermético prolonga su agonía hasta el siglo XVII y, por fin, se extingue, no sin haber dado al mundo occidental tres vástagos de gran envergadura: Láscaris, el presidente d’Espagnet y el misterioso Ireneo Filaleteo, enigma vivo cuya personalidad jamás pudo descubrirse.