EL INCENDIO

La historia cíclica se abre, en el capítulo VI del Génesis, con el relato del Diluvio, y concluye en el XX del Apocalipsis, en las llamas ardientes del Juicio Final. Moisés, salvado de las aguas, escribió el primero; san Juan, figura sagrada de la exaltación solar, cierra el libro con los sellos del fuego y del azufre.

Puede admirarse en Melle (Deux-Sevres) al caballero místico del que habla el visionario de Patmos, que debe venir en la plenitud de la luz y surgir del fuego, a la manera de un espíritu puro. Es una grave y noble estatua que, bajo una arcada en plena bóveda de la iglesia de San Pedro, se levanta por encima del pórtico Sur, siempre sometido, a causa de su orientación, a la radiación solar. El arco y la corona le son impuestos en medio de la inefable gloria divina, cuyo brillo fulgurante consume todo cuanto ilumina. Si nuestro caballero no muestra el arma simbólica, no obstante, se toca con el signo de toda realeza. Su actitud rígida y su elevada estatura ponen de manifiesto el poder, mas la expresión de su fisonomía parece reflejar cierta tristeza. Sus rasgos lo aproximan singularmente a Cristo, al Rey de reyes, al Señor de señores, a ese Hijo del Hombre al que jamás, según Léntulo, se vio reír, aunque se le vio a menudo llorar. Y comprendemos que no descendiera a nosotros sin melancolía, a los lugares de su Pasión, Él, el eterno enviado de su Padre, para imponer al mundo pervertido la última prueba y para «segar» implacablemente a la Humanidad vergonzosa. Esta Humanidad, madura para el castigo supremo, viene figurada por el personaje al que el caballo derriba y pisotea, sin que el jinete experimente la menor preocupación[362].

Cada período de mil doscientos años comienza y termina por una catástrofe. La evolución humana se extiende y se desarrolla entre dos flagelos: el agua y el fuego, agentes de todas las mutaciones materiales, operan juntos, durante el mismo tiempo y cada cual en una región terrestre opuesta. Y como la traslación solar —es decir, la ascensión del astro al cenit del polo— resulta ser el gran motor de esta conflagración elemental, sucede que el mismo hemisferio es, alternativamente, sumergido al fin de un ciclo y calcinado al término del ciclo que sigue. Mientras que el Sur está sometido a los ardores conjugados del Sol y del fuego terrestre, el Norte sufre el constante afluir de las aguas meridionales, evaporadas en el seno del gran horno y, luego, condensadas en nubes enormes que sin cesar van empujando. Pues bien, en el ciclo precedente, puesto que las aguas del diluvio anegaron nuestro hemisferio septentrional, debemos pensar que las llamas del Juicio Final lo consumirán en sus días extremos.

Es preciso aguardar con sangre fría la hora suprema, la del castigo para muchos y del martirio para algunos.

XLV. DAMMARTIN-SOUS-TIGEAUX - FORÊT DE CRÉCY

(Seine-et-Marne). El Obelisco.

De manera sucinta, pero muy clara, el gran iniciado cristiano que es san Pedro establece con exactitud la diferencia entre los dos cataclismos que se suceden en un mismo hemisferio, es decir, en el nuestro, en este caso: «Y, ante todo, debéis saber cómo en los postreros días vendrán, con sus burlas, escarnecedores, que viven según sus propias concupiscencias, y dicen: “¿Dónde está la promesa de su venida? Porque desde que murieron los padres, todo permanece igual desde el principio de la creación”.

»Es que voluntariamente quieren ignorar que en otro tiempo hubo cielos y hubo tierra, salida del agua y en el agua asentada por la palabra de Dios; por el cual el mundo de entonces pereció anegado en el agua, mientras que los cielos y la tierra actuales están reservados por la misma palabra para el fuego en el día del juicio y de la perdición de los impíos… Pero vendrá el día del Señor como ladrón, y en él pasarán con estrépito los cielos, y tos elementos, abrasados, se disolverán y asimismo la tierra con las obras que en ella hay.

«… Pero nosotros esperamos otros cielos nuevos y otra tierra nueva, en que tiene su morada la justicia, según la promesa del Señor»[363].

El obelisco de Dammartin-sous-Tigeaux (Sena y Marne) es la imagen sensible, expresiva, absolutamente conforme a la tradición, de la doble calamidad terrestre del incendio y del diluvio, en el día terrible del Juicio Final.

Erigido sobre un cerro, en el punto culminante del bosque de Crécy (altitud, 134 m), el obelisco domina los alrededores, y por el boquete de las pistas forestales se divisa desde muy lejos. Su emplazamiento fue, por otra parte, admirablemente escogido. Ocupa el centro de una encrucijada geométricamente regular, formada por la intersección de tres caminos que le confieren el aspecto irradiante de una estrella de seis puntas[364]. Así, este monumento aparece edificado sobre el plano del exagrama antiguo; figura compuesta por el triángulo del agua y el del fuego, que sirve de símbolo de la Gran Obra física y de su resultado, la Piedra filosofal.

La obra, de hermoso aspecto, se compone de tres partes distintas: un plinto robusto, ovalado, de sección cuadrada y ángulos redondeados; un fuste constituido por una pirámide cuadrangular de aristas achaflanadas; y por fin, un remate en el que se halla concentrado todo el interés de la construcción. Muestra, en efecto, el Globo terrestre entregado a las fuerzas reunidas del agua y del fuego. Reposando sobre las ondas del mar enfurecido, la esfera del mundo, tocada en su polo superior por el sol en su recorrido helicoidal, se incendia y proyecta relámpagos y rayos. Tal es, como hemos dicho, la cautivante figuración del incendio y de la inundación inmensos, igualmente purificadores y justicieros:

Dos caras de la pirámide están orientadas exactamente según el eje Norte-Sur de la carretera nacional. En el lado meridional, se advierte la imagen de una vieja encina esculpida en bajo relieve. Según Pignard-Péguet[365], esa encina coronaba «una inscripción latina» hoy borrada con cincel. Las otras caras llevaban grabadas en hueco, un cetro, otra, una mano de justicia, y la tercera, un medallón con las armas del rey.

Si interrogamos la encina de piedra, puede respondernos que los tiempos están próximos, porque el presagio aparece figurado en ella. Es el símbolo elocuente de nuestro período de decadencia y de perversión, y el iniciado al que debemos el obelisco tuvo cuidado de escoger la encina como frontispicio de su obra, a manera de prólogo cabalístico encargado de situar, en el tiempo, la época nefasta del fin del mundo. Esta época, que es la nuestra, tiene sus características claramente indicadas en el vigésimo cuarto capítulo del Evangelio según san Mateo, es decir, según la ciencia: «Oiréis hablar de guerras y rumores de guerras… Habrá hambres y terremotos en diversos lugares; pero todo esto es el comienzo de los dolores». Estas sacudidas geológicas frecuentes, acompañadas de modificaciones climáticas inexplicables, cuyas consecuencias se propagan en los pueblos a los que afectan y entre las sociedades a las que perturban, están expresadas simbólicamente por la encina. Esta palabra en francés —chêne— corresponde fonéticamente al griego Χην (chen, pronúnciese jen, con j española) y designa a la oca vulgar. La vieja encina adquiere, así, el mismo valor que la expresión vieja oca y el sentido secreto de vieja ley (en francés, se pronuncia de manera muy parecida: vieille oie y vieille loi), anunciadora de la vuelta de la antigua Alianza o del Reino de Dios.

Los Cuentos de mi madre la oca (ley madre, ley primera) son narraciones herméticas en las que la verdad esotérica se mezcla con el decorado maravilloso y legendario de las saturnales del Paraíso o de la Edad de Oro.