Antes de ser elevada a la dignidad de Virtud cardinal, la Prudencia fue por mucho tiempo una divinidad alegórica a la que los antiguos atribuían una cabeza de dos caras, fórmula que nuestra estatua reproduce con exactitud y de la manera más feliz. Su rostro anterior ofrece la fisonomía de un joven de perfil muy puro, y el posterior, la de un anciano cuyo aspecto, lleno de nobleza y gravedad, se prolonga en los rizos sedosos de una barba fluvial. Réplica de Jano, hijo de Apolo y de la ninfa Creusa, esta admirable figura no desmerece de las otras tres en majestad ni en interés.
XL. CATEDRAL DE NANTES.
Tumba de Francisco II - La Prudencia (siglo XVI).
En pie, está representada con las espaldas cubiertas por el amplio manto del filósofo, que se abre ampliamente sobre el corpiño en forma de compás abierto, estampado al fuego. Una simple pañoleta le protege la nuca. Formando el tocado de la cara senil, va a anudarse por delante, dejando así libre el cuello adornado con un collar de perlas. La falda, de amplios pliegues, está ceñida por un cordón con borla de aspecto pesado, pero de carácter monacal. Su mano izquierda sujeta el pie de un espejo convexo en el que parece experimentar algún placer en contemplar su imagen, mientras que con la derecha mantiene separadas las piernas de un compás de punta seca. Una serpiente, cuyo cuerpo aparece recogido sobre sí mismo, expira a sus pies.
Esta noble figura es para nosotros una emotiva y sugestiva personificación de la Naturaleza simple, fecunda, múltiple y variada, con apariencia armoniosa y la elegancia y la perfección de formas con que adorna sus más humildes producciones. Su espejo, que es el de la Verdad, fue siempre considerado por los autores clásicos como el jeroglífico de la materia universal, y particularmente reconocido entre ellos por el signo de la sustancia propia de la Gran Obra. Objeto de los sabios y espejo del arte son sinónimos herméticos que ocultan al vulgo el verdadero nombre del mineral secreto. En este espejo, dicen los maestros, el hombre ve la Naturaleza al descubierto. Gracias a él, puede conocer la antigua verdad en su realismo tradicional, pues la Naturaleza no se muestra jamás por sí misma al investigador, excepto por intermedio de este espejo que conserva su imagen reflejada. Y para mostrar a propósito que se trata de nuestro microcosmos y el pequeño mundo de sapiencia, el escultor ha cincelado el espejo en forma de lente plana convexa, que posee la propiedad de reducir las formas conservando sus proporciones respectivas. La indicación del objeto hermético, que contiene en su minúsculo volumen todo cuanto encierra el inmenso Universo, aparece, pues, deseada, premeditada, impuesta por una necesidad esotérica imperiosa cuya interpretación no ofrece dudas. De manera que estudiando con paciencia esta única y primitiva sustancia, parcela caótica y reflejo del gran mundo, el artista puede adquirir las nociones elementales de una ciencia desconocida, penetrar en un ámbito inexplorado, fértil de descubrimiento, abundante en revelaciones y pródigo de maravillas, y recibir al fin el inestimable don que Dios reserva a las almas de élite: la luz de la sabiduría.
Aparece así, bajo el velo exterior de la Prudencia, la imagen misteriosa de la vieja alquimia y por los atributos de la primera estamos iniciados en los secretos de la segunda. Por otra parte, el simbolismo práctico de nuestra ciencia participa, en la exposición de una fórmula que implica dos términos, dos virtudes esencialmente filosóficas: la prudencia y la simplicidad. Prudentia et Simplicitas, tal es la divisa favorita de los maestros Basilio Valentín y Senior Zadith. Uno de los grabados en madera del tratado del Azoth representa, en efecto, a los pies de Atlas, que soporta la esfera cósmica, un busto de Jano —Prudentia— y a un niño pequeño deletreando el alfabeto —Simplicitas—. Pero mientras que la simplicidad es, sobre todo, propia de la Naturaleza, como el primero y más importante de sus patrimonios, el hombre, por el contrario, parece dotado de las cualidades agrupadas bajo la denominación global de prudencia: previsión, circunspección, inteligencia, sagacidad, experiencia, etc. Y aunque todas reclamen, para alcanzar su perfección, el auxilio y el apoyo del tiempo, siendo las unas innatas y las otras adquiridas, sería posible dar en este sentido una razón verosímil de la doble máscara de la Prudencia.
La verdad, menos abstracta, parece ligada más bien al positivismo alquímico de los atributos de nuestra Virtud cardinal. Generalmente se recomienda unir «a un anciano sano y vigoroso con una joven y hermosa virgen». De estas bodas químicas debe nacer un niño metálico que recibirá el nombre de andrógino, porque participa a la vez de la naturaleza del azufre, su padre, y de la del mercurio, su madre. Pero en este lugar yace un secreto que no hemos descubierto entre los mejores y más sinceros autores. La operación así presentada parece simple y muy natural. Sin embargo, nosotros nos hemos encontrado detenidos durante muchos años por la imposibilidad de obtener algo de ella. Es que los filósofos han soldado hábilmente dos obras sucesivas en una sola, con tanta mayor facilidad cuanto que se trata de operaciones semejantes que conducen a resultados paralelos. Cuando los sabios hablan de su andrógino, entienden por tal vocablo el compuesto artificialmente formado de azufre y mercurio puestos en contacto estrecho o, según la expresión química consagrada, tan sólo combinados. Ello indica, pues, la posesión previa de un azufre y de un mercurio previamente aislados o extraídos, y no de un cuerpo generado directamente por la Naturaleza tras la conjunción del anciano y de la joven virgen. En alquimia práctica, lo que menos se sabe es el comienzo. Asimismo, ésta es la razón por la que aprovechamos todas las ocasiones que se nos ofrecen para hablar del comienzo con preferencia al final de la Obra. Seguimos en esto el consejo autorizado de Basilio Valentín cuando dice que «aquél que tiene la materia encontrará siempre un recipiente para cocerla, y quien tiene harina no debe preocuparse gran cosa por poder hacer pan». Pues bien, la lógica elemental nos conduce a buscar los progenitores del azufre y del mercurio, si deseamos obtener, por su unión, el andrógino filosófico, llamado por otro nombre rebis, compositum de compositis, mercurio animado, etc., materia propia del elixir. De estos progenitores químicos del azufre y del mercurio primarios, uno permanece siempre el mismo, y es la virgen madre. En cuanto al anciano, debe una vez concluida su misión, ceder el sitio al más joven que él. Así, estas dos conjunciones engendrarán cada una un vástago de sexo diferente: el azufre, de complexión seca e ígnea, y el mercurio, de temperamento «linfático y melancólico». Es lo que quieren enseñar Filaleteo y d’Espagnet cuando dicen que «nuestra virgen puede estar casada dos veces sin perder en absoluto su virginidad». Otros se expresan de manera más oscura, y se contentan con asegurar que «el Sol y la Luna del cielo no son los astros de los filósofos». Se debe comprender por ello que el artista jamás encontrará a los progenitores de la piedra, directamente preparados en la Naturaleza, y que deberá formar primero el Sol y la Luna herméticos si no quiere verse frustrado por el fruto preciso de su alianza. Creemos haber dicho bastante sobre el asunto. Pocas palabras bastan al sabio, y quienes han trabajado largo tiempo sabrán aprovecharse de nuestras opiniones. Escribimos para todos, pero no todos pueden comprendernos, porque nos está vedado hablar más abiertamente.
Replegada sobre sí misma, con la cabeza vuelta por los espasmos de la agonía, la serpiente que vemos figurar al pie de nuestra estatua pasa por ser uno de los atributos de la Prudencia. Se dice que es de natural muy circunspecto. No lo discutimos, pero se convendrá en que este reptil, que se representa moribundo, debe serlo por la necesidad del simbolismo, pues su inercia no le permite en absoluto ejercer tal facultad. Es razonable, pues, pensar que el emblema encierra otro sentido, muy distinto del que se le atribuye. En hermetismo, su significado es análogo al del dragón, que los sabios han adoptado como uno de los representantes del mercurio. Recordemos la serpiente crucificada de Flamel, la de Notre-Darne de París, las de los caduceos, las de los crucifijos de meditación (que salen de un cráneo humano que sirve de base a la cruz divina), la serpiente de Esculapio, el Ouroboros griego —serpens qui caudam devoravit— encargado de traducir el circuito cerrado del pequeño universo que es la Obra, etc. Pues bien; todos estos reptiles están muertos o moribundos, desde el Ouroboros que se devora a sí mismo, hasta los del caduceo, aniquilados de un golpe de vara, pasando por el tentador de Eva, al que la posteridad de la mujer le aplastará la cabeza (Génesis, III, 15). Todos expresan la misma idea, encierran la misma doctrina y obedecen a la misma tradición. Y la serpiente, jeroglífico del principio alquímico primordial, puede justificar el aserto de los sabios, que aseguran que todo cuanto buscan se encuentra contenido en el mercurio. Ella es, en verdad, el motor y la animadora de la gran obra, pues la comienza, la mantiene, la perfecciona y la acaba. Es el círculo místico del que el azufre, embrión del mercurio, marca el punto central a cuyo alrededor efectúa su rotación, trazando así el signo gráfico del Sol, padre de la luz, del espíritu y del oro, dispensador de todos los bienes terrestres.
Pero mientras que el dragón representa el mercurio escamoso y volátil, producto de la purificación superficial del sujeto, la serpiente, desprovista de alas, sigue siendo el jeroglífico del mercurio común, puro y limpio, extraído del cuerpo de la Magnesia o materia prima. Ésta es la razón por la que ciertas estatuas alegóricas de la Prudencia tienen como atributo la serpiente fijada en un espejo, y este espejo, símbolo del mineral bruto suministrado por la Naturaleza, se vuelve luminoso al reflejar la luz, es decir, al manifestar su vitalidad en la serpiente o mercurio, que mantenía oculto bajo su envoltorio grosero. Así, gracias a este primitivo agente vivo y vivificante, resulta posible devolver la vida al azufre de los metales muertos. Al ejecutar la operación, el mercurio, disolviendo el metal, se apodera del azufre, lo anima y muere cediéndole su vitalidad propia. Esto es lo que los maestros quieren explicar cuando ordenan matar al vivo para resucitar al muerto, corporeizar los espíritus y reanimar las corporeizaciones. Poseyendo este azufre vivo y activo calificado de filosófico, a fin de subrayar su regeneración, bastará unirlo en proporción justa al mismo mercurio vivo para obtener, por la interpenetración de estos principios vivos, el mercurio filosófico o animado, materia de la piedra filosofal.
Si se ha comprendido bien lo que nos hemos esforzado en traducir más arriba, y se relaciona con lo que dejamos dicho aquí, quedarán fácilmente abiertas las dos primeras puertas de la Obra.
En resumen, aquél que posea un conocimiento bastante extenso acerca de la práctica observará que el secreto principal de la obra reside en el artificio de la disolución. Y como es necesario ejecutar muchas de estas operaciones —diferentes en cuanto a su propósito, pero semejantes en cuanto a su técnica—, existen otros tantos secretos secundarios que, propiamente hablando, no forman en realidad más que uno solo. Todo el arte se reduce, pues, a la disolución; todo depende de ella y de la manera de efectuarla. Tal es el secretum secretorum, la clave del Magisterio escondida bajo el axioma enigmático solve et coagula: disuelve (el cuerpo) y coagula (el espíritu). Y esto se hace en una sola operación que comprende dos disoluciones, una, violenta, peligrosa y desconocida; y la otra, fácil, cómoda y de uso corriente en el laboratorio.
Habiendo descrito en otra parte la primera de estas disoluciones y habiendo dado, en estilo alegórico poco velado, los detalles indispensables, no volveremos sobre ella[347]. Mas a fin de precisar su carácter, atraeremos la atención del laborioso sobre lo que lo distingue de las operaciones químicas comprendidas en el mismo vocablo. Esta indicación podrá ser de utilidad.
Hemos dicho, y lo repetimos, que el objeto de la disolución filosófica es la obtención del azufre que, en cl Magisterio, desempeña el papel de formador al coagular el mercurio que le está unido, propiedad que posee por su naturaleza ardiente, ígnea y desecante. «Toda cosa seca bebe ávidamente su húmedo», dice un viejo axioma alquímico. Pero este azufre, a raíz de su primera extracción, jamás es despojado del mercurio metálico con el que constituye el núcleo central del metal, llamado esencia o semilla. De donde resulta que el azufre, conservando las cualidades específicas del cuerpo disuelto, no es, en realidad, más que la porción más pura y más sutil de ese mismo cuerpo. En consecuencia, podemos considerar, con la mayoría de los maestros, que la disolución filosófica realiza la purificación absoluta de los metales imperfectos. Pues bien; no hay ejemplo espagírico o químico de una operación susceptible de dar semejante resultado. Todas las purificaciones de metales tratados por los métodos modernos no sirven más que para desembarazarlos de las impurezas superficiales menos tenaces. Y éstas, traídas de la mina o acarreadas en la reducción del mineral, son, generalmente, poco importantes. Por el contrario, el procedimiento alquímico, al disociar y destruir la masa de materias heterogéneas fijadas en el núcleo, constituido por azufre y mercurio muy puros, destruye la mayor parte del cuerpo y la hace refractaria a toda reducción ulterior. Así, por ejemplo, un kilogramo de excelente hierro de Suecia o de hierro electrolítico suministra una proporción de metal radical de homogeneidad y pureza perfectas, que varía entre 7,24 y 7,32 gr. Este cuerpo, muy brillante, está dotado de una magnífica coloración violeta —que es el color del hierro puro— análoga, en cuanto a brillo e intensidad, a la de los vapores de yodo. Se advertirá que el azufre del hierro, aislado, rojo encarnado, y su mercurio coloreado de azul claro dan, al combinarse, el violeta, que revela el metal en su integridad. Sometida a la disolución filosófica, la plata abandona pocas impurezas en relación a su volumen, y da un cuerpo de color amarillo casi tan hermoso como el del oro, de cuya elevada densidad carece. Ya la simple disolución química de la plata en el ácido nítrico, como hemos enseñado al comienzo de este libro, desprende del metal una mínima fracción de plata pura, de color de oro, que basta para demostrar la posibilidad de una acción más enérgica y la certidumbre del resultado que puede esperarse de ella.
XLI. EL MUY PRECIOSO DON DE DIOS.
Manuscrito del siglo XV - Tercera figura.
Nadie podría discutir la importancia y la preponderancia de la disolución, tanto en química como en alquimia. Se sitúa en la primera fila de las operaciones de laboratorio, y puede decirse que la mayoría de los trabajos químicos están bajo su dependencia. En alquimia, la Obra entera no implica sino una serie de diversas soluciones. No cabe, pues, sorprenderse de la respuesta que da «el Espíritu de Mercurio» al «Hermano Alberto» en el diálogo que Basilio Valentín nos incluye en el libro de las Doce claves, «¿Cómo podría tener yo este cuerpo?», pregunta Alberto. Y el Espíritu le replica: «Por la disolución». Cualquiera que sea la vía empleada, húmeda o seca, la disolución es absolutamente indispensable. ¿Qué es la fusión sino una solución del metal en su propia agua? Del mismo modo, la incuartación, así como la obtención de las aleaciones metálicas, son verdaderas soluciones químicas de metales los unos por los otros. El mercurio, líquido a la temperatura ordinaria, no es otra cosa que un metal fundido y disuelto. Todas las destilaciones, extracciones y purificaciones reclaman una solución previa y no se efectúan sino tras la terminación de dicha solución. ¿Y la reducción? ¿Acaso no es el resultado de dos soluciones sucesivas, la del cuerpo y la del reductor? Si en una solución primera de tricloruro de oro se sumerge una lámina de zinc, inmediatamente se produce una segunda solución, la del zinc, y el oro, reducido, se precipita al estado de polvo amorfo. La copelación demuestra igualmente la necesidad de una solución primera —la del metal precioso aleado o impuro, por el plomo—, mientras que una segunda, la fusión de los óxidos superficiales formados, elimina éstos y perfecciona la operación. En cuanto a las manipulaciones especiales, netamente alquímicas —imbibiciones, digestiones, maduraciones, circulaciones, putrefacciones, etc.—, dependen de una solución anterior y representan otros tantos efectos diferentes de una sola y misma causa.
Pero lo que distingue la solución filosófica de todas las demás, y al menos le asegura una real originalidad, es que el disolvente no se asimila al metal básico que se le ofrece. Tan sólo rechaza sus moléculas, por ruptura de cohesión, y se apodera de los fragmentos de azufre puro que puedan retener, y dejan el residuo, formado por la mayor parte del cuerpo, inerte, disgregado, estéril, y completamente irreductible. No cabría obtener con él, pues, una sal metálica, como se hace con ayuda de los ácidos químicos. Por lo demás, el disolvente filosófico, conocido desde la antigüedad, no ha sido utilizado jamás sino en alquimia, por manipuladores expertos en la práctica del «truco» especial que exige su empleo. Del disolvente hablan los sabios cuando dicen que la Obra se hace de una cosa única. Al contrario de los químicos y espagiristas, que disponen de una colección de ácidos variados, los alquimistas no poseen más que un solo agente que ha recibido gran cantidad de nombres diversos, el último de los cuales cronológicamente es el de alkaest. Reconstruir la composición de los licores, simples o complejos, calificados de alkaests, nos llevaría demasiado lejos, pues los químicos de los siglos XVII y XVIII han tenido cada cual su fórmula particular. Entre los mejores artistas que han estudiado largamente el misterioso disolvente de Juan Bautista van Helmont y de Paracelso, nos limitaremos a señalar a: Thomson (Epilogismi chimici, Leiden, 1673); Welling (Opera cabalistica, Hamburgo, 1735); Tackenius (Hippocrates chimicus, Venecia, 1666); Digby (Secreta medica, Frankfurt 1676); Starckey (Pyrotechnia, Ruán, 1706); Vigani (Medulla chemiae, Dantzig, 1862); Christian Langius (Opera omnia, Frankfurt, 1688); Langelot (Salamander, vid. Tillemann, Hamburgo, 1673); Helbigius (Introitus ad Physicam inauditam, Hamburgo, 1680); Federico Hoffmann (De acido et viscido, Frankfurt, 1689); barón Schroeder (Pharmacopea, Lyon, 1649); Blanckard (Theatrum chimicum, Leipzig, 1700); Quercetanus (Hermes medicinalis, París, 1604); Beguin (Elemens de Chymie, París, 1615); J. F. Henckel (Flora Saturnisans, París, 1760).
Pott, discípulo de Stahl, señala también un disolvente que, a juzgar por sus propiedades, permitiría creer en su realidad alquímica si no estuviéramos mejor informados acerca de su verdadera naturaleza.
La manera como nuestro químico lo describe; el cuidado que pone en mantener secreta posición; la voluntaria generalización de las cualidades que de ordinario se apresura a precisar al máximo; todo ello tendería a probar aquella realidad. «No nos queda sino hablar —dice[348]— de un disolvente oleoso y anónimo, del que ningún químico, que yo sepa, ha hecho mención. Se trata de un licor límpido, volátil, puro, oleoso, inflamable como el alcohol y ácido como el buen vinagre, y que pasa en la destilación en forma de copos nebulosos. Este licor, digerido y cohobado sobre los metales, sobre todo después de que han sido calcinados, los disuelve casi todos. Retira del oro una tintura muy roja, y cuando se le quita de encima del oro, queda una materia resinosa, enteramente soluble en alcohol, que adquiere, por este medio, un hermoso color rojo. El residuo es irreductible, y estoy seguro de que podría prepararse de él la sal del oro. Este disolvente se mezcla indiferentemente con los licores acuosos o grasos. Convierte los corales en un licor de un verde marino que parece haber sido su primer estado. Es un licor saturado de sal amoniacal y grasa al mismo tiempo, y para decir lo que yo pienso, es el verdadero menstruo de Weidenfeld o el alcohol filosófico, pues de la misma materia se obtienen los vinos blanco y rojo de Raimundo Lulio. Por ello Henry Khunrath da, en su Anfiteatro, a su lunar el nombre de su fuego-agua y de su agua-fuego, pues es cierto que Juncken se ha equivocado del todo cuando trata de persuadir que es en el alcohol donde hay que buscar el disolvente anónimo del que hablamos. Este disolvente proporciona un espíritu orinoso de una naturaleza singular que parece, en algunos puntos, diferir por entero de los espíritus orinosos ordinarios. También proporciona una especie de manteca que tiene la consistencia y la blancura de la manteca de antimonio. Es extraordinariamente amarga y de mediana volatilidad. Estos dos productos sirven muy bien para extraer los metales. La preparación de nuestro disolvente, aunque oscura y oculta, es, sin embargo, muy fácil de realizar. Se me dispensará de no decir más sobre esta materia, porque como hace muy poco tiempo que la conozco y que trabajo con ella, me queda aún gran número de experiencias por hacer para asegurarme de todas sus propiedades. Por lo demás sin hablar del libro De Secretis Adeptorum de Weidenfeld, Dickenson parece haber descubierto este menstruo en su tratado de Chrysopeia».
Sin discutir la probidad de Pott ni poner en duda la veracidad de su descripción, y menos aún de la que Weidenfeld da bajo términos cabalísticos, es indudable que el disolvente del que habla Pott no es el de los sabios. En efecto el carácter químico de sus reacciones y el estado líquido bajo el que se presenta dan sobrado testimonio. Los que están instruidos acerca de las cualidades del sujeto saben que el disolvente universal es un verdadero mineral, de aspecto seco y fibroso, de consistencia sólida y dura y de textura cristalina. Es, pues, una sal y no un líquido ni un mercurio fluyente, sino una piedra o sal pétrea, de donde sus calificativos herméticos de salitre (francés salpetre, del latín sal petri, sal de piedra), de sal de sabiduría o sal alembroth —que algunos químicos creen que es el producto de la sublimación simultánea del deutocloruro de mercurio y del cloruro de amonio—. Y esto basta para apartar el disolvente de Pott por estar demasiado alejado de la naturaleza metálica para ser empleado con ventaja en el trabajo de Magisterio. Por otra parte, si nuestro autor hubiera tenido presente el principio fundamental del arte se hubiera guardado de asimilar al disolvente universal su licor particular. Este principio pretende, en efecto, que en los metales, por los metales, con los metales, los metales pueden ser perfeccionados. Quienquiera que se aparte de esta verdad primera no descubrirá jamás nada útil para la transmutación. En consecuencia, si el metal, según la enseñanza filosófica y la doctrina tradicional, debe en primer lugar ser disuelto, no se deberá hacerlo sino con la ayuda de un disolvente metálico que le sea apropiado y muy próximo por su naturaleza. Tan sólo los semejantes actúan sobre sus semejantes. Pues bien, el mejor agente, extraído de nuestra magnesia o sujeto, toma el aspecto de cuerpo metálico, cargado de espíritus metálicos, aunque propiamente hablando no sea un metal. Es lo que ha animado a los adeptos, para mejor sustraerlo a la avidez de los ambiciosos, a darle todos los nombres posibles de metales, de minerales, de petrificaciones y de sales. Entre estas denominaciones, la más familiar es la de Saturno, considerado como el Adán metálico. Asimismo, no podemos completar mejor nuestra instrucción que dejando la palabra a los filósofos que han tratado de modo especial sobre esta materia. He aquí, pues, la traducción de un capítulo muy sugestivo de Daniel Mylius[349], consagrado al estudio de Saturno, y que reproduce las enseñanzas de dos célebres adeptos: Isaac el Holandés y Teofrasto Paracelso.
«Ningún filósofo versado en los escritos herméticos ignora cuán importante es Saturno, hasta tal punto que debe ser preferido al oro común y natural, y que es llamado oro verdadero y la materia sujeto de los filósofos. Transcribiremos sobre este punto el testimonio aprobado de los filósofos más notables.
»Isaac el Holandés dice en su Obra vegetal: Sabe, hijo mío, que la piedra de los filósofos debe hacerse por medio de Saturno, y cuando ha sido obtenida en estado perfecto, hace la proyección tanto en el cuerpo humano —en el interior como en el exterior—, como en los metales. Sabe, también, que en todas las obras vegetales no hay mayor secreto que en Saturno, pues no encontramos la putrefacción del oro más que en Saturno, donde está oculta. Saturno contiene en su interior el oro probo, en lo que convienen todos los filósofos a condición de que se le retiren todas sus superfluidades, es decir, las heces, y entonces queda purgado. El exterior es llevado al interior, el interior manifestado en el exterior, de donde proviene su rojez, y tenemos entonces el oro probo.
»Saturno, por lo demás, entra fácilmente en solución y se coagula del mismo modo. Se presta de buen grado a dejarse extraer su mercurio. Puede ser sublimado con facilidad, hasta el punto de que se convierte en el mercurio del Sol, pues Saturno contiene en su interior el oro que Mercurio necesita, y su mercurio es tan puro como el del oro. Por estas razones digo que Saturno es, para nuestra Obra, preferible con mucho al oro, pues si deseas extraer el mercurio del oro, necesitarás más de un año para obtener este cuerpo del Sol, mientras que puedes extraer el mercurio de Saturno en veintisiete días. Los dos metales son buenos, pero puedes afirmar con mayor certidumbre todavía que Saturno es la piedra que los filósofos no quieren nombrar y cuyo nombre ha sido ocultado hasta hoy. Pues si se conociera su nombre, muchos que corren tras su obtención la hubieran hallado, y este Arte se hubiera convertido en común y vulgar. Este trabajo resultaría breve y sin gran gasto. También, para evitar tales inconvenientes, los filósofos han escondido su nombre con gran cuidado. Algunos lo han envuelto en parábolas maravillosas diciendo que Saturno es la vasija a la que no es preciso añadir nada extraño, excepto lo que viene de ella, de tal manera que no hay hombre por pobre que sea que no pueda ocuparse en esta Obra, ya que no necesita grandes gastos y que son precisos poco trabajo y pocos días para obtener de él la Luna y, poco después, el Sol. Hallamos, pues, en Saturno todo cuanto necesitamos para la Obra. En él está el mercurio perfecto; en él están todos los colores del mundo que pueden manifestarse; en él está la verdadera negrura, la blancura, la rojez y también el peso.
»Os confío, pues, que después de esto puede comprenderse que Saturno sea nuestra piedra filosofal y el latón del que pueden ser extraídos el mercurio y nuestra piedra, en poco tiempo y sin grandes dispendios, mediante nuestro arte breve. Y la piedra que se obtiene es nuestro latón, y el agua aguda que está en ella es nuestra piedra. Y tales son la piedra y el agua sobre las que los filósofos han escrito montañas de libros.
»Teofrasto Paracelso, en el Canon quinto de Saturno, dice:
»Saturno habla así de su naturaleza: los seis (metales) se han unido a mí e infundieron su espíritu en mi cuerpo caduco. Añadieron aquello que no querían en absoluto y me lo atribuyeron. Pero mis hermanos son espirituales y penetran mi cuerpo, que es fuego, de tal manera que soy consumido por el fuego. De modo que ellos (los metales), excepto dos, el Sol y la Luna, son purgados por mi agua. Mi espíritu es el agua que ablanda todos los cuerpos congelados y dormidos de mis hermanos. Pero mi cuerpo conspira con la tierra, al igual que lo que se une a esta tierra se hace semejante a ella y se involucra en su cuerpo. Y no conozco nada en el mundo que pueda producir esto como puedo yo. Los químicos deben, pues, abandonar todo otro procedimiento y limitarse a los recursos que pueden obtenerse de mí.
»La piedra, que en mí está fría, es mi agua, por medio de la cual puede coagularse el espíritu de los siete metales y la esencia del séptimo, del Sol o de la Luna y, con la gracia de Dios, aprovecha tanto que al cabo de tres semanas se puede preparar el menstruo de Saturno, que disolverá inmediatamente las perlas. Si los espíritus de Saturno son fundidos en solución, se coagulan en seguida en masa y arrancan aceite animado al oro. Entonces, por este medio, todos los metales y las gemas pueden ser disueltos en un instante, lo que el filósofo reservará para sí en tanto lo juzgue conveniente. Pero yo deseo permanecer tan oscuro sobre este punto como claro he sido hasta aquí».
Para acabar el estudio de la Prudencia y de los atributos simbólicos de nuestra ciencia, nos queda hablar del compás que la hermosa estatua de Michel Colombe sostiene en la mano derecha. Lo haremos brevemente. El espejo ya nos ha aleccionado sobre el sujeto del arte. La doble figura, sobre la alianza necesaria del sujeto con el metal escogido. La serpiente, sobre la muerte fatal y la gloriosa resurrección del cuerpo surgido de esta unión. A su vez, el compás nos suministrará las indicaciones complementarias indispensables, que son las de las proporciones. Sin su conocimiento sería imposible conducir y llevar a buen término la Obra de manera normal, regular y precisa. Es lo que expresa el compás, cuyas piernas sirven no sólo para la medición proporcional de las distancias entre sí, a la vez que para su comparación, sino también para el trazado geométrico perfecto de la circunferencia, imagen del ciclo hermético y de la Obra consumada. Hemos expuesto en otro lugar de esta obra lo que se debe entender por los términos de proporciones o pesos —secreto velado bajo la forma del compás—, y hemos explicado que encerraban una noción doble: la del peso de naturaleza y las de los pesos del arte. No volveremos sobre ello y diremos, simplemente, que la armonía que resulta de las proporciones naturales y misteriosas para siempre jamás, se traduce por este adagio de Linthaut: La virtud del azufre sólo se extiende hasta cierta proporción de un término. Por el contrario, las relaciones entre los pesos del arte, al quedar sometidos a la voluntad del artista, se expresan por el aforismo del Cosmopolita: El peso del cuerpo es singular, y el del agua, plural. Pero como los filósofos enseñan que el azufre es susceptible de absorber hasta diez y doce veces su peso de mercurio, se ve nacer en seguida la necesidad de operaciones suplementarias de las que los autores se preocupan apenas: las imbibiciones y las reiteraciones. Actuaremos en el mismo sentido y someteremos estos detalles de práctica a la mera sagacidad del principiante, porque son de ejecución fácil y de investigación secundaria.