III

La primera de las cuatro estatuas que vamos a estudiar es la que nos ofrece los diversos atributos encargados de precisar la expresión alegórica de la Justicia: león, balanza y espada. Pero aparte de la significación esotérica, claramente distinta del sentido moral que afecta a estos atributos, la figura de Michel Colombe presenta otros signos reveladores de su personalidad oculta. No hay detalle, por ínfimo que sea, que pueda ser desechado en cualquier análisis de este género sin haber sido previamente examinado con toda seriedad. Pues bien, la sobreveste de armiño que luce la Justicia está bordada de rosas y perlas. Nuestra Virtud tiene la frente ceñida por una corona ducal, lo que ha permitido creer que reproducía los rasgos de Ana de Bretaña. La espada que sostiene en la diestra tiene su pomo ornado con un sol radiante. Finalmente, y esto es lo que la caracteriza ante todo, aparece aquí desvelada. El peplo que la recubría por entero ha resbalado a lo largo del cuerpo, y retenido por el saliente del brazo, se dobla en su parte inferior. La misma espada ha abandonado su vaina de brocado que se ve ahora suspendida de la punta de hierro.

XXXVII. CATEDRAL DE NANTES.

Tumba de Francisco II - La justicia (siglo XVI).

Como la esencia misma de la justicia y su razón de ser exigen que nada tenga aquélla de escondido, y que la investigación y la manifestación de la verdad la obliguen a mostrarse a todos en la plena luz de la equidad, el velo, retirado a medias, debe revelar necesariamente la individualidad secreta de una segunda figura, disimulada con habilidad bajo la forma y los atributos de la primera. Esta segunda figura no es otra que la Filosofía.

En la antigüedad romana se llamaba peplum (en griego, πεπλος o πεπλα) a un velo adornado con bordados con el cual se vestía la estatua de Minerva, hija de Júpiter, la única diosa cuyo nacimiento fue maravilloso. La fábula, en efecto, dice que salió armada por completo del cerebro de su padre, al que Vulcano, por orden del dueño del Olimpo, había herido en la cabeza. De ahí su nombre helénico de Atenea, Αθηνα, formado por α, privativo, y τιθηνη, nodriza, madre, que significa nacida sin madre. Personificación de la sabiduría o conocimiento de las cosas, Minerva debe ser considerada como el pensamiento divino y creador materializado en toda la Naturaleza, latente en nosotros como en todo cuanto nos rodea. Pero aquí se trata de una prenda femenina, de un velo de mujer (Καλυμμα), y esta palabra nos suministra otra razón del peplo simbólico. Καλυμμα procede de καλυπτω, cubrir, envolver, ocultar, que ha formado καλιξ, capullo de rosa, flor, y también Καλυψω nombre griego de la ninfa Calipso, reina de la isla mítica de Ogigia, que los helenos llamaban Ογυγυιος, término próximo a Ογυγια, que tiene el sentido de antiguo y grande. Volvemos a encontrar así la rosa mística, flor de la Gran Obra, más conocida bajo el vocablo de piedra filosofal. De modo que es fácil captar la relación existente entre la expresión del velo y la de las rosas y las perlas que ornan la sobreveste de piel, ya que esta piedra aún se llama perla preciosa (Margarita pretiosa). «Alciat —nos informa F. Noël— representa a la Justicia con los rasgos de una virgen cuya corona es de oro y la túnica, blanca, recubierta de una amplia vestimenta de púrpura. Su mirada es suave y su continente, modesto. Luce en el pecho una rica joya, símbolo de su precio inestimable, y apoya el pie izquierdo en una piedra cuadrada». No cabría describir mejor la doble naturaleza del Magisterio, sus colores y el alto valor de esta piedra cúbica que representa la filosofía entera, enmascarada, para el vulgo, bajo el aspecto de la Justicia.

La filosofía confiere a quien se desposa con ella un gran poder de investigación. Permite penetrar la íntima complexión de las cosas, que parte como con la espada, descubriendo en ellas la presencia del spiritus mundi del que hablan los maestros clásicos, el cual tiene el centro en el Sol y obtiene sus virtudes y su movimiento de la irradiación del astro. Da, asimismo, el conocimiento de las leyes generales, de las reglas, del ritmo y de las medidas que la Naturaleza observa en la elaboración, la evolución y la perfección de las cosas creadas (balanza). Establece, finalmente, la posibilidad del dominio de las ciencias sobre la base de la observación, de la meditación, de la fe y de la enseñanza escrita (libro). Mediante los mismos atributos, esa imagen de la filosofía nos alecciona, en segundo lugar, acerca de los puntos esenciales de la labor de los adeptos, y proclama la necesidad del trabajo manual impuesto a los investigadores que deseen adquirir la noción positiva y la prueba indiscutible de su realidad. Sin búsquedas técnicas, sin ensayos frecuentes ni experiencias reiteradas, no cabe sino extraviarse en una ciencia cuyos mejores tratados ocultan con cuidado los principios físicos, su aplicación, los materiales y el tiempo. Aquél, pues, que ose dárselas de filósofo y no quiera laborar por temor al carbón, a la fatiga o al gasto, debe ser considerado como el más vanidoso de los ignorantes o el más descarado de los impostores. «Puedo dar este testimonio —ha dicho Augustin Thierry— que, por venir de mí, no será sospechoso: hay en el mundo algo que vale más que los disfrutes materiales, más que la fortuna, más que la salud misma, y es la entrega a la ciencia». La actividad del sabio no se mide por los resultados de propaganda especulativa, sino que se controla junto al horno, en la soledad y el silencio del laboratorio; no fuera. Se manifiesta sin reclamo ni charlatanería por el estudio atento y la observación precisa y perseverante de las reacciones y de los fenómenos. Quien actúe de otro modo verificará, pronto o tarde, la máxima de Salomón (Prov., XXI, 25) según la cual «el deseo del perezoso lo hará perecer, porque sus manos rehúsan trabajar». El verdadero sabio no retrocede ante ningún esfuerzo. No teme el sufrimiento porque sabe que es el tributo de la ciencia, y que sólo aquél le proporciona el medio de «escuchar las sentencias y su interpretación, las palabras de los sabios y sus discursos profundos» (Prov., I, 6).

En lo que concierne al valor práctico de los atributos de la Justicia, los cuales afectan al trabajo hermético, el estudiante encontrará por experiencia que la energía del espíritu universal tiene su representación en la espada, y que la espada tiene su correspondencia en el Sol en tanto que animador y modificador perpetuo de todas las sustancias corporales. Él es el único agente de las metamorfosis sucesivas de la materia original, objeto y fundamento del Magisterio. Por él, el mercurio se cambia en azufre, el azufre en elixir y el elixir en medicina, recibiendo entonces el nombre de corona del sabio, porque esta triple mutación confirma la verdad de la enseñanza secreta y consagra la gloria de su feliz artesano. La posesión del azufre ardiente y multiplicado, enmascarado bajo el término de piedra filosofal, es para el adepto lo que la tiara para el Papa y la corona, para el monarca: el emblema mayor de la soberanía y la sabiduría.

En repetidas ocasiones, hemos tenido la oportunidad de explicar el sentido del libro abierto, caracterizado por la solución radical del cuerpo metálico, el cual, habiendo abandonado sus impurezas y cedido su azufre, se llama entonces abierto. Pero aquí se impone una observación. Con el nombre de liber y bajo la imagen del libro, adoptados para calificar la materia detentora del disolvente, los sabios han pretendido designar el libro cerrado, símbolo general de todos los cuerpos brutos, minerales o metales, tales como la Naturaleza nos los proporciona o la industria humana los entrega al comercio. Así, los minerales extraídos del yacimiento y los metales salidos de la fundición se expresan herméticamente por un libro cerrado o sellado. Igualmente, estos cuerpos sometidos a trabajo alquímico, modificados por aplicación de procedimientos ocultos, se traducen en iconografía con la ayuda del libro abierto. Es necesario, pues, en la práctica, extraer el mercurio del libro cerrado que es nuestro objetivo primero, a fin de obtenerlo vivo y abierto si queremos que, a su vez, pueda abrir el metal y convertir en vivo el azufre inerte que encierra. La apertura del primer libro prepara la del segundo. Pues ocultos tras el mismo emblema hay dos libros cerrados (el sujeto bruto y el metal) y dos libros abiertos (el mercurio y el azufre), aunque estos libros jeroglíficos no constituyen, en realidad, más que uno solo, ya que el metal proviene de la materia inicial y el azufre tiene su origen en el mercurio.

En cuanto a la balanza aplicada contra el libro bastaría señalar que traduce la necesidad de los pesos y las proporciones para considerarnos dispensados de hablar más extensamente de ello. Pues bien, esta imagen fiel del utensilio que sirve para pesar, y al que los químicos asignan un lugar honorable en sus laboratorios, encierra un arcano de gran importancia. Ésta es la razón que nos obliga a rendir cuenta de él y a indicar brevemente lo que la balanza disimula bajo el aspecto anguloso y simétrico de su forma.

Cuando los filósofos consideran las relaciones ponderales de las materias entre sí, se refieren a una u otra parte de un doble conocimiento esotérico: la del peso de naturaleza y la de los pesos del arte[323]. Por desgracia, los sabios —dice Salomón— esconden la ciencia. Obligados a mantenerse entre los estrechos límites de su voto, y respetuosos de la disciplina aceptada, se guardan mucho de establecer jamás con claridad en qué difieren estos dos secretos. Trataremos de ir más lejos que ellos y diremos, con toda sinceridad, que los pesos del arte son aplicables exclusivamente a los cuerpos distintos, susceptibles de ser pesados, mientras que el peso de naturaleza se refiere a las proporciones relativas de los componentes de un cuerpo dado. De manera que, describiendo las cantidades recíprocas de materias diversas, con vistas a su mezcla regular y pertinente, los autores hablan de verdad de los pesos del arte. Al contrario, si se trata de valores cuantitativos en el seno de una combinación sintética y radical —como la del azufre y del mercurio principios unidos en el mercurio filosófico—, entonces es considerado el peso de naturaleza. Y añadiremos, a fin de disipar toda confusión en el espíritu del lector, que si los pesos del arte son conocidos del artista y rigurosamente determinados por él, en contrapartida, el peso de naturaleza es siempre ignorado, incluso por los más grandes maestros. Éste es un misterio que concierne sólo a Dios, y cuya inteligencia permanece inasequible para el hombre.

La Obra comienza y termina con los pesos del arte. Así, el alquimista, al preparar la vía, incita a la Naturaleza a comenzar y a perfeccionar esta gran labor. Pero entre estos extremos, el artista no tiene que servirse de la balanza, pues el peso de naturaleza interviene solo. Y hasta tal punto, que la fabricación del mercurio común, la del mercurio filosófico, las operaciones conocidas bajo el término de imbibiciones, etc., se realizan sin que sea posible saber —ni tan siquiera aproximadamente— cuáles son las cantidades retenidas o descompuestas, cuál es el coeficiente de asimilación de la base, así como la proporción de los espíritus. Es lo que el Cosmopolita deja entender cuando dice que el mercurio no toma más azufre del que puede absorber y retener. En otros términos, la proporción de materia asimilable, que depende directamente de la energía metálica propia permanece siempre variable y no puede evaluarse. Toda la obra está, pues, sometida a las cualidades, naturales o adquiridas, tanto del agente como del sujeto inicial. Pues bien, suponiendo incluso que el agente obtenido posea un máximo de virtudes —lo que sucede raras veces—, la materia básica, tal como nos la ofrece la Naturaleza, está muy lejos de ser constantemente igual y semejante a ella misma. A este propósito diremos, por haber controlado a menudo los efectos, que el aserto de los autores fundado en ciertas particularidades externas —manchas amarillas, eflorescencias, placas o puntos rojos— no merece apenas ser tomado en consideración. La región minera podría acaso suministrar algunas indicaciones sobre la cualidad buscada, aunque muchas muestras obtenidas en la masa del mismo yacimiento revelan a veces, notables diferencias entre sí.

Así se explicará, sin recurrir a las influencias abstractas ni a las intervenciones místicas, que la piedra filosofal, a pesar de un trabajo regular conforme a las necesidades naturales, jamás deja entre las manos del trabajador un cuerpo de potencia igual y de energía trasmutatoria en relación directa y constante con la cantidad de las materias que intervienen.