II

Con excepción de la Justicia, las Virtudes cardinales ya no se representan con los atributos singulares que confieren a las figuras antiguas su carácter enigmático y misterioso. Bajo la presión de concepciones más realistas, el simbolismo se ha transformado. Los artistas, abandonando toda idealización del pensamiento, obedecen con preferencia al naturalismo. Se aproximan más a la expresión de los atributos y facilitan la identificación de los personajes alegóricos, pero al perfeccionar sus procedimientos y acercarse más a las fórmulas modernas, inconscientemente han asestado un golpe mortal a la verdad tradicional. Pues las ciencias antiguas, transmitidas bajo el velo de emblemas diversos, se relacionan con la diplomática y se presentan provistas de una significación doble, la una, aparente y comprensible para todos (exoterismo); y la otra, escondida, accesible tan sólo a los iniciados (esoterismo). Si se precisa el símbolo, limitado a su función positiva, normal y definida, y si se lo individualiza hasta el punto de excluir toda idea conexa o relativa, se lo despoja de este doble sentido, de la expresión secundaria que constituye precisamente su valor didáctico y le da su alcance esencial. Los antiguos representaban la Justicia, la Fortuna y el Amor con los ojos vendados. ¿Pretendían expresar únicamente la ceguera de la una y el cegamiento de los otros? ¿No podría descubrirse, en el atributo de la venda ocular, una razón especial de esta oscuridad artificial y, sin duda, necesaria? Bastaría saber que estas figuras, sujetas comúnmente a las vicisitudes humanas, pertenecen también a la tradición científica, para reconocerla con facilidad. Y se advertiría incluso que el sentido oculto se manifiesta con una claridad superior a la que se obtiene por el análisis directo y la lectura superficial. Cuando los poetas cuentan que Saturno, padre de los dioses, devoraba a sus hijos, se cree, con la Enciclopedia, que «semejante metáfora sirve para caracterizar una época, una institución, etcétera, cuyas circunstancias o resultados se vuelven fatales para aquellos mismos que deberían haber recogido sólo los beneficios». Pero si sustituimos por esta interpretación general la razón positiva y científica que constituye el fondo de las leyendas y de los mitos, la verdad se manifiesta en seguida, luminosa y patente. El hermetismo enseña que Saturno, representante simbólico del primer metal terrestre, generador de los demás, es también su único y natural disolvente. Pues bien, como todo metal disuelto se asimila al disolvente y pierde sus características, es exacto y lógico pretender que el disolvente «se coma» el metal, y que así el anciano fabuloso devore a su progenie.

Podríamos dar gran cantidad de ejemplos de esta dualidad de sentido que expresa el simbolismo tradicional. El citado basta para demostrar que, conjuntamente con la interpretación moral y cristiana de las virtudes cardinales, existe una segunda enseñanza secreta, profana, de ordinario desconocida, que pertenece al ámbito material de las adquisiciones y de los conocimientos ancestrales. Así, encontramos sellada en la forma de los mismos emblemas la armoniosa alianza de la Ciencia y la Religión, tan fecunda en resultados maravillosos, pero que el escepticismo de nuestros días se niega a querer reconocer y conspira para rechazar para siempre.

«El tema de las Virtudes —señala muy acertadamente Paul Vitry[321]— se había constituido en el siglo XIII en el arte gótico. Pero —añade el autor—, mientras que la serie permaneció bastante variable entre nosotros en cuanto a número orden y atributos, en Italia se había fijado desde buen principio, imitándose bien a las tres Virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad, o bien, aún más frecuentemente tal vez, a las cuatro Virtudes cardinales: Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza. Además, se aplicó desde el principio a la ornamentación de los monumentos funerarios.

»En cuanto a la manera de caracterizar dichas Virtudes, parece casi detenerse con Orcagna y su tabernáculo de Or San Michele, a mitad del siglo XIV. La Justicia lleva la espada y la balanza y jamás variará. El atributo esencial de la Prudencia es la serpiente, a la que, a veces, se añade uno o muchos libros y más tarde un espejo. Igualmente, casi desde el origen, por una idea análoga a la de Dante, que había atribuido tres ojos a su Prudencia, los artífices dieron dos rostros a esta virtud. La Templanza guarda a veces su espada en la vaina, pero lo más frecuente es que sostenga dos vasijas y parezca mezclar agua y vino: se trata del elemental símbolo de la sobriedad. Por último, la Fortaleza presenta los atributos de Sansón. Está armada con escudo y maza; unas veces, tiene la piel del león en la cabeza y un disco que figura el mundo, en las manos, y otras veces, finalmente, y éste será su atributo definitivo, al menos en Italia, lleva la columna entera o rota…

»A falta del resto de los grandes monumentos, los manuscritos, los libros y los grabados se encargaban de difundir el tipo de las Virtudes a la italiana y podían, incluso, darlo a conocer a aquéllos que, como Colombe, sin duda no habían viajado a Italia. Una serie de grabados de ese país de fines del siglo XV, que se conoce bajo el nombre de Juego de cartas de Italia nos muestra, en medio de representaciones de las diferentes condiciones sociales, Musas, dioses de la Antigüedad, artes liberales, etc., una serie de figuras de Virtudes que son exactamente los atributos que acabamos de describir… Tenemos ahí un espécimen muy curioso de estos documentos que pudieron ser traídos por personas como Perréal, que habían seguido las expediciones, documentos que pudieron circular en los talleres y suministrar temas mientras aguardaban que impusieran un estilo nuevo.

»Este lenguaje simbólico, por lo demás, no tenía dificultades para ser comprendido entre nosotros, pues estaba por completo de conformidad con el espíritu alegórico del siglo XV. Basta pensar, para darse cuenta de ello, en el Roman de la Rose y en toda la literatura a que dio origen. Los miniaturistas habían ilustrado abundantemente esas obras y, aparte incluso de estas alegorías de Nature, de Déduit y de Faux Semblant, el arte francés no ignoraba, ciertamente, la serie de las Virtudes, aunque no fuera un tema empleado con tanta frecuencia como en Italia».

No obstante, sin negar en absoluto, en las espléndidas figuras de la tumba de los Carmelitas, alguna influencia italiana, Paul Vitry destaca el carácter nuevo y esencialmente francés que Michel Colombe iba a dar a los elementos ultramontanos traídos por Jean Perréal. «Admitiendo incluso —prosigue el autor— que hayan copiado la idea básica de las tumbas italianas, Perréal y Colombe no iban a aceptar sin modificación este tema de las Virtudes cardinales». En efecto, «la Templanza llevará en sus manos un reloj y un bocado con su brida, en lugar de las dos vasijas que le habían atribuido corrientemente los italianos. En cuanto a la Fortaleza, armada y tocada con casco, en lugar de su columna sostendrá una torre, especie de torreón almenado del que arranca con violencia un dragón que se debate. Ni en Roma, ni en Florencia, ni en Milán, ni en Como (puerta sur de la catedral), conocemos nada parecido».

Pero si puede advertirse con facilidad, en el cenotafio de Nantes, la parte respectiva que pertenece a los maestros Perréal y Colombe, resulta más problemático descubrir hasta dónde pudo extenderse la influencia personal y la voluntad propia de la fundadora. Pues no podemos creer que durante cinco años ella se hubiera desinteresado de una obra por la que sentía particular predilección. La reina Ana, aquella graciosa soberana a la que el pueblo, en su ingenuo afecto, llamaba familiarmente «la buena duquesa con zuecos de madera», ¿conoció el alcance esotérico de las guardianas del mausoleo elevado en memoria de sus padres? Con mucho gusto resolveríamos esta cuestión afirmativamente. Sus biógrafos nos aseguran que Ana era muy instruida, dotada de una viva inteligencia y de una clarividencia notables. Su biblioteca parece importante ya para la época. «Según el único documento —nos dice Le Roux de Lincy[322]— que he podido descubrir relativo al conjunto de la biblioteca formada por Ana de Bretaña (Index des Comptes de Dépenses de 1498), se encontraban en ella libros manuscritos e impresos en latín, en francés, en italiano, en griego y en hebreo. Mil ciento cuarenta volúmenes tomados en Nápoles por Carlos VIII habían sido donados a la reina… Acaso extrañe ver figurar en la colección de la reina duquesa obras en griego y en hebreo, pero no hay que olvidar que ella había estudiado ambas lenguas sabias, y que el carácter de su espíritu era en extremo serio». Se nos pinta buscando la conversación de los diplomáticos, a los que se complacía en responder en su propia lengua, lo que justificaría una educación políglota muy cuidada y, sin duda, también el dominio de la cábala hermética, del gay saber o de la doble ciencia. ¿Frecuentaría a los sabios reputados de su tiempo y entre ellos, a los alquimistas contemporáneos? Nos faltan indicaciones a este respecto, aunque parece difícil explicar por qué la gran chimenea del salón del palacio Lallemant ostenta el armiño de Ana de Bretaña y el puercoespín de Luis XII, si no quiere verse en ello un testimonio de su presencia en la mansión filosofal de Bourges. Sea como fuere, su fortuna personal era considerable. Las piezas de orfebrería, el oro en lingotes y las gemas preciosas formaban el grueso de un tesoro casi inagotable. La abundancia de semejantes riquezas facilitaba de manera singular el ejercicio de una generosidad que pronto se hizo popular. Los cronistas nos informan de que gustosamente retribuía con un diamante al pobre menestral que la había distraído unos instantes. En cuanto a su escudo, ofrece los colores herméticos escogidos por ella: negro, amarillo y rojo, antes de la muerte de Carlos VIII, y sólo los dos extremos de la Obra, negro y rojo, a partir de esa época. Finalmente, fue la primera reina de Francia que rompiendo con decisión la costumbre establecida hasta entonces, vistió de negro como luto de su primer marido, en tanto que el uso obligaba a las soberanas a observarlo siempre de blanco.