En el período de la Edad de Oro, el hombre, renovado, ignora toda religión. Se limita a dar las gracias al Creador, del que el Sol, su más sublime creación, le parece reflejar la imagen ardiente, luminosa y benéfica. Respeta, honra y venera a Dios en este globo radiante que es el corazón y el cerebro de la Naturaleza y el dispensador de los bienes de la tierra. Representante vivo del Eterno, el Sol es también el testimonio sensible de su poderío, de su grandeza y de su bondad. En el seno de la irradiación del astro, bajo el cielo puro de una tierra rejuvenecida, el hombre admira las obras divinas, sin manifestaciones exteriores, sin ritos y sin velos. Contemplativo, ignorando la necesidad, el deseo y el sufrimiento, experimenta por el Señor del Universo ese reconocimiento emocionado y profundo que poseen las almas simples, y ese afecto sin límite que vincula al hijo con su Padre. La Edad de Oro, edad solar por excelencia, tiene por símbolo cíclico la imagen misma del astro, jeroglífico empleado en todo tiempo por los antiguos alquimistas, a fin de expresar el oro metálico o sol mineral. En el plano espiritual, la Edad de Oro está personificada por el evangelista san Lucas. El griego Λουχας de Λυχνος, luz, lámpara, antorcha (latin lux, lucis), nos lleva a considerar el Evangelio según san Lucas como el Evangelio según la luz. Es el Evangelio solar que traduce, esotéricamente, el trayecto del astro y el de sus rayos, vueltos a su primer estado de esplendor. Señala el comienzo de una nueva Era, la exaltación del poder que irradia sobre la tierra regenerada y el volver a empezar el orbe anual y cíclico (Λυκαβας, en las inscripciones griegas, significa año). San Lucas tiene por atributo el toro o buey alado, figura solar espiritualizada, emblema del movimiento vibratorio, luminoso y devuelto a las condiciones posibles de existencia y de desarrollo de los seres animados.
Este tiempo dichoso y bendito de la Edad de Oro, durante el cual vivieron Adán y Eva en el estado de simplicidad e inocencia, es designado con el nombre de Paraíso terrenal. La palabra griega Παραδεισος, paraíso, parece provenir del persa o caldeo pardes, que quiere decir jardín delicioso. Al menos, en este sentido encontramos empleado el término por los autores griegos —Jenóforo y Diodoro Sículo, en particular—, para calificar los magníficos jardines que poseían los reyes de Persia. El mismo significado es aplicado por los Setenta en su traducción del Génesis (cap. II, v. 8) al lugar maravilloso donde habitaron nuestros primeros padres. Se ha querido buscar en qué porción geográfica del Globo había colocado Dios ese Edén de aspecto encantador. Las hipótesis apenas coinciden entre si en este punto. También algunos autores, como Filón el judío y Orígenes, zanjan el debate con la pretensión de que el Paraíso terrenal, tal como lo describe Moisés, jamás ha existido de verdad. Según ellos, convendría entender en sentido alegórico todo cuanto narran las Sagradas Escrituras.
Por nuestra parte, podemos decir que consideramos como exactas las descripciones que se han hecho del Paraíso terrenal o, si se prefiere, de la Edad de Oro, pero no nos detendremos en las distintas tesis encaminadas a probar que el espacio de refugio habitado por nuestros antepasados se encontraba localizado en un país definido. Si no precisamos, a propósito, dónde se situaba, es tan sólo por la razón de que, a raíz de cada revolución cíclica, no existe más que un débil cinturón que sea respetado y se mantenga habitable en sus partes terrestres. Insistimos, sin embargo, en que la zona de salvación y de misericordia se halla tanto en el Hemisferio boreal a comienzos de un ciclo, como en el austral al principio del ciclo siguiente.
En resumen, la Tierra, como todo cuanto vive de ella, en ella y por ella, tiene su tiempo previsto y determinado, sus épocas evolutivas rigurosamente fijadas, establecidas y separadas por otros tantos períodos inactivos. Está, así, condenada a morir a fin de renacer, y estas existencias temporales comprendidas entre su regeneración o renacimiento, y su mutación o muerte, han sido llamadas ciclos por la mayoría de los antiguos filósofos. El ciclo es, pues, el espacio de tiempo que separa dos convulsiones terrestres del mismo orden las cuales se consuman a raíz de una revolución completa de ese Gran Período circular, dividido en cuatro épocas de igual duración, que son las cuatro edades del mundo. Estas cuatro divisiones de la existencia de la Tierra se suceden según el ritmo de las que componen el año solar: primavera, verano, otoño e invierno. Así, las edades cíclicas corresponden a las estaciones del movimiento solar anual, y su conjunto ha recibido las denominaciones de Gran Período, Gran Año y, con más frecuencia aun, de Ciclo solar.