Cuando la gente habla del fin del mundo, evoca y traduce por lo general la idea de un cataclismo universal que, a la vez, entraña la ruina total del Globo y el exterminio de sus habitantes. Según esta opinión, la Tierra, rodeada de todos los planetas, cesaría de existir. Sus restos, proyectados en el espacio sideral, caerían en lluvia de aerolitos sobre los mundos próximos al nuestro.
Algunos pensadores, más lógicos, toman la expresión en un sentido menos amplio. Según su opinión, la perturbación tan sólo afectaría a la Humanidad. Les parece imposible admitir que nuestro planeta desaparezca, aunque todo cuanto vive, se mueve y gravita en su superficie esté condenado a perecer. Tesis platónica que podría ser aceptable si no implicara la introducción irracional de un factor prodigioso: el hombre renovado que, nace directamente del Sol, a la manera de un simple vegetal y sin simiente previa.
No es así como conviene entender el fin del mundo, tal como nos es anunciado por las Escrituras y tal como lo encontramos en las tradiciones primitivas, pertenezcan a la raza que pertenezcan. Cuando para castigar a la Humanidad por sus crímenes, Dios resolvió sumergirla bajo las aguas del diluvio, no sólo fue afectada únicamente la superficie de la Tierra, sino que cierto número de hombres justos y elegidos, habiendo encontrado gracia ante Él, sobrevivieron a la inundación.
Aunque presentada con apariencias simbólicas, esta enseñanza reposa sobre una base positiva. Reconocemos en ella la necesidad física de una generación animal y terrestre que no puede, por tanto, acarrear el aniquilamiento total de las criaturas, ni suprimir ninguna de las condiciones indispensables para la vida del núcleo preservado. A partir de eso, y pese a su aparente universalidad, pese a la terrorífica y prolongada acción de los elementos desencadenados, estamos seguros de que la inmensa catástrofe no actuará igualmente en todas partes ni en toda la extensión de los continentes y los mares. Algunas comarcas privilegiadas, verdaderas arcas rocosas, abrigarán a los hombres que se refugien en ellas. Allí, durante un día de dos siglos de duración, las generaciones asistirán —espectadores angustiados de los efectos del poder divino— al duelo gigantesco del agua y el fuego; allí, en una relativa calma, bajo una temperatura uniforme, a la pálida y constante claridad de un cielo bajo, el pueblo elegido aguardará a que se haga la paz y a que las últimas nubes, dispersas al soplo de la edad de oro, le descubran la magia policroma del doble arco iris, el brillo de nuevos cielos y el encanto de una nueva tierra…
En cuanto a nosotros, que jamás hemos considerado los argumentos del racionalismo, estimamos que el diluvio mosaico es indiscutible y real. Sabemos, por otra parte, hasta qué punto la Biblia es superior a los otros libros; hasta qué punto continúa siendo el Libro eterno, inmutable, el Libro cíclico por excelencia, en el cual, tras el velo de la parábola, la revelación de la historia humana está sellada, más acá y más allá, incluso, de los propios anales de los pueblos. Se trata de la narración in extenso del periplo que efectúa cada gran generación cíclica. Y como la Historia es un perpetuo recomenzar, la Biblia, que describe su proceso figurado, continuará siendo por siempre la fuente única, el compendio verdadero de los acontecimientos históricos y de las revoluciones humanas, tanto para los periodos pretéritos como para los que se sucedan en el futuro.
Nuestra intención no es emprender aquí una refutación de los argumentos de que se han valido los adversarios de la tradición de Moisés para discutir la actitud de su testimonio, ni dar aquellos mediante los cuales los defensores de la religión revelada han establecido la autenticidad y la inspiración divina de sus libros. Trataremos sólo de demostrar que el hecho del diluvio está atestiguado por las tradiciones particulares de todos los pueblos, tanto del antiguo como del nuevo continente.
Los libros sagrados de los hindúes y de los iranios hacen mención del diluvio. En la India, Noé se llama Vaivaswata o Satyavrata. Las leyendas griegas hablan de Ogiges y de Deucalión. Las de Caldea, de Xixutros o Sisutros. Las de China, de Foki. Las de los peruanos, de Bochica. Según la cosmogonía asiriocaldea, los hombres, creados por Marduk, habiéndose vuelto perversos, el consejo de los dioses decide castigarlos. Sólo un hombre es justo, y por ello, amado por el dios Ea: se trata de Utmapishtim, rey de Babilonia. Asimismo, Ea revela en sueños a Utmapishtim la inminente venida del cataclismo y el medio de escapar a la cólera de los dioses. El Noé babilonio construye, pues, un arca y se encierra en ella con todos los suyos, su familia, sus sirvientes, los artesanos y constructores de la nave y todo un rebaño de animales. Inmediatamente, las tinieblas invaden el cielo. Las aguas del abismo caen y cubren la tierra El arca de Utmapishtim navega durante siete días y se detiene al cabo en la cúspide de una montaña. El justo salvado libera una paloma y una golondrina, que regresan a la embarcación y, luego, un cuervo, que no regresa. Entonces, el rey sale del arca y ofrece un sacrificio a los dioses. Para los aztecas y otras tribus que habitaban la llanura de México, el papel del Noé bíblico corresponde a Coxcox o Tezpi…
El diluvio mosaico tuvo la misma importancia, la misma extensión y las mismas repercusiones que todas las inundaciones que lo precedieron. Es, en cierto modo, la descripción típica de las catástrofes periódicas provocadas por la inversión de los polos. Es la interpretación esquematizada de los diluvios sucesivos de los que Moisés tenía, sin duda, conocimiento, bien porque haya sido el testigo ocular de uno de ellos —lo que justificaría su propio nombre—, bien porque haya obtenido dicho conocimiento por revelación divina. El arca salvadora nos parece representar el lugar geográfico donde se reúnen los elegidos en vísperas de la gran perturbación, más bien que una nave fabricada por la mano del hombre. Por su forma, el arca se revela ya como una figura cíclica y no como una verdadera embarcación. En un texto en el que, según reza la Escritura, debemos considerar el espíritu con preferencia a la letra, nos resulta imposible tomar en sentido literal la construcción del navío, la búsqueda de «todos los animales puros e impuros» y su reunión por parejas. Una calamidad que impone, durante dos siglos, a seres vivos y libres unas condiciones tan diferentes de habitación, tan contrarias a sus necesidades, sobrepasa los límites de nuestra razón. No se debe olvidar que durante toda la prueba, el hemisferio, abandonado al flujo de las aguas, queda sumergido en la oscuridad más absoluta. Conviene saber, en efecto, que Moisés habla de días cíclicos, cuyo valor secreto equivale a los años corrientes. Precisemos: está escrito que la lluvia diluvial dura cuarenta días y que las aguas recubren la tierra por espacio de ciento cincuenta días, o sea ciento noventa en total. Dios hace soplar entonces un viento cálido, y el nivel del manto líquido desciende. El arca queda varada en el monte Ararat[359], en Armenia. Noé abre la ventana (la vuelta a la luz) y libera un cuervo que, retenido por los cadáveres, no regresa. A continuación, suelta la paloma, que vuelve en seguida al arca, pues en aquel momento los árboles aún estaban sumergidos. El patriarca aguarda, pues, siete días y hace salir de nuevo al ave, que regresa hacia la noche llevando una rama verde de olivo. El diluvio había terminado. Había durado ciento noventa y siete días cíclicos o, por casi tres años, dos siglos reales.
¿Podemos admitir que un navío expuesto por tanto tiempo a la tormenta sea capaz de resistirla? ¿Y qué pensar, por otra parte, de su carga? Estas inverosimilitudes no son capaces, pese a todo, de quebrantar nuestra convicción. Tenemos, pues, el relato mosaico por verdadero y positivo en cuanto al fondo, es decir, respecto al hecho mismo del diluvio, pero la mayoría de las circunstancias que lo acompañan, sobre todo las que se refieren a Noé, el arca y a la entrada y salida de los animales, son claramente alegóricas. El texto encierra una enseñanza esotérica de alcance considerable. Señalemos, tan sólo, que Noé, que tiene el mismo valor cabalístico que Noël (en francés, Navidad; Noé se dice en griego Νωε), es una contracción de Νεος-Ηλιος, el nuevo sol. El arca, Αρχη, indica el comienzo de una nueva Era. El arco iris señala la alianza que Dios hace con el hombre en el ciclo que se inaugura; es la sinfonía renaciente o renovada: Συμφονια, consentimiento, acuerdo, unión, pacto. Es también el cinturón de Iris (Ζωνη), la zona privilegiada…
El Apocalipsis de Esdras nos informa acerca del valor simbólico de los libros de Moisés: «El tercer día, mientras me hallaba bajo un árbol, una voz me llegó de la parte de ese árbol y me dijo: “¡Esdras, Esdras!” Yo respondí: “Heme aquí.” Y me levanté. La voz continuó: “Me he aparecido a Moisés y le he hablado desde la zarza cuando mi pueblo era esclavo en Egipto. Lo envié con mi mensaje, hice salir a mi pueblo de Egipto, lo conduje al monte Sinaí y lo establecí por largo tiempo cerca de mí. Le conté gran número de maravillas, le enseñé el misterio de los días, le di a conocer los últimos tiempos y le di esta orden: Explica esto y esconde aquello”»[360].
Pero si examinamos tan sólo el hecho del diluvio, nos veremos obligados a reconocer que semejante cataclismo ha debido dejar huellas profundas de su paso y ha debido modificar un poco la topografía de los continentes y de los mares. Sería un grave error creer que el perfil geográfico de aquéllos y de éstos, su situación reciproca y su repartición en la superficie del Globo eran semejantes, hace todo lo más veinticinco siglos, a lo que son hoy en día. Asimismo, pese a nuestro respeto por los trabajos de los sabios que se han ocupado de los tiempos prehistóricos, debemos aceptar sólo con la mayor reserva los mapas de la época cuaternaria que reproducen la configuración actual del Globo. Es evidente, por ejemplo, que una parte del suelo francés estuvo sumergida por mucho tiempo, recubierta de arena marina, provista abundantemente de conchas y de calcáreas con huellas de ammonites. Recordemos, asimismo, que la isla de Jersey aún se hallaba soldada al Cotentin en 709, año en que las aguas de la Mancha invadieron el vasto bosque que se extendía hasta Ouessant y servía de abrigo a numerosas aldeas.
La Historia cuenta que los galos, interrogados a propósito de lo que era capaz de inspirarles más terror, tenían la costumbre de responder: «Sólo tememos una cosa: que el cielo caiga sobre nuestras cabezas». Pero ese dislate, que se tiene por una muestra de audacia y bravura, ¿no podría esconder otra razón muy distinta? En lugar de una simple bravuconería, ¿no se trataría más bien del persistente recuerdo de un acontecimiento real? ¿Quién se atrevería a afirmar que nuestros antepasados no fueron las víctimas aterrorizadas del cielo que se hundía en formidables cataratas, entre las tinieblas de una noche de muchas generaciones de duración?