Nuestro estudio de los artesones de Dampierre ha terminado. Tan sólo nos queda señalar algunos motivos decorativos que, por lo demás, no presentan ninguna relación con los precedentes. Muestran ornamentos simétricos —motivos vegetales, entrelazos y arabescos acompañados o no de figuras— cuya factura denota una ejecución posterior a la de los temas simbólicos. Todos están desprovistos de filacterias e inscripciones. Final mente, las losas del fondo de un pequeño número de artesones aguardan aún la mano del escultor.
Es de suponer que el autor del maravilloso grimorio, del que nos hemos empeñado en descifrar las hojas y los signos, ha debido, por circunstancias ignoradas, interrumpir una obra que sus sucesores no podían proseguir ni acabar por falta de comprensión. Sea como fuere, el número, la variedad y la importancia esotéricas de los temas de este superior compendio hacen de la galería alta del castillo de Dampierre una admirable colección, un verdadero museo de emblemas alquímicos, y clasifican a nuestro adepto entre los maestros desconocidos mejor instruidos en los misterios del Arte sagrado.
Pero antes de abandonar este magistral conjunto, nos permitiremos aproximarnos a la enseñanza de una curiosa representación de piedra que se ve en el palacio de Jacques Coeur, en Bourges, y que nos parece puede servir de conclusión y de sumario. Este panel esculpido forma el tímpano de una puerta abierta al patio de honor y representa tres árboles exóticos —palmera, higuera y palmera datilera— que crecen en medio de plantas herbáceas. Un encuadramiento de flores, hojas y ramas rodea este bajo relieve.
La palmera vulgar y la palmera de dátiles, árboles de la misma familia, eran conocidas por los griegos con el nombre de Φοινιξ (latín Phoenix), que es nuestro Fénix hermético. Representan los dos Magisterios y su resultado, las dos piedras, blanca y roja, que no tienen más que una sola y misma naturaleza comprendida bajo la denominación cabalística de Fénix. En cuanto a la higuera que ocupa el centro de la composición, indica la sustancia mineral de la que los filósofos extraen los elementos del renacimiento milagroso del Fénix, y el trabajo completo de tal renacimiento constituye lo que se ha convenido en llamar la Gran Obra.
Según los Evangelios apócrifos, fue una higuera o sicómoro (higuera de Faraón) el árbol que tuvo el honor de resguardar a la Sagrada Familia cuando la huida a Egipto, de nutrirla con sus frutos y de apagar la sed gracias al agua límpida y fresca que Jesús niño hizo brotar de entre las raíces[310]. Pues bien, higuera, en griego, se dice συκη, de συκον, higo, palabra empleada con frecuencia por κυσθος, de κυω, llevar en su seno, contener: es la Virgen madre que lleva al Niño, y el emblema alquímico de la sustancia pasiva, caótica, acuosa y fría, matriz y vehículo del espíritu encarnado. Sozomenes, autor del siglo IV, afirma que el árbol de Hermópolis, que se inclinó ante el Niño Jesús, se llama Persea (Hist. Eccl., lib. V, cap. XXI). Es el nombre del bálano (Balanites Aegytiaca), arbolillo de Egipto y Arabia, especie de encina llamada por los griegos βαλανος, bellota, palabra por la cual designaban también el mirobálano. Estos diversos elementos se relacionaban perfectamente con el sujeto de los sabios y con la técnica del arte breve, que Jacques Coeur parece haber practicado.
En efecto, cuando el artista, testigo del combate en que se empeñan la rémora y la salamandra, le quita al monstruo ígneo vencido sus dos ojos, debe aplicarse a continuación a reunirlos en uno solo. Esta operación misteriosa, fácil, sin embargo, para quien sabe utilizar el cadáver de la salamandra, da como resultado una pequeña masa bastante parecida a la bellota de la encina y, a veces, a la castaña, según aparezca más o menos revestida de la ganga rugosa de la que jamás se muestra libre por entero. Ello nos suministra la explicación de la bellota y de la encina, que se encuentran casi siempre en la iconografía hermética. Las castañas son propias del estilo de Jean Lallemant; el corazón, los higos y la higuera, de Jacques Coeur; el cascabel es un accesorio de los cetros de los bufones; las granadas, peras y manzanas son frecuentes en las obras simbólicas de Dampierre y de Coulonges; etcétera. Por otra parte, si se tiene en cuenta el carácter mágico y casi sobrenatural de esta producción, se comprenderá por qué ciertos autores han designado el fruto hermético con el epíteto de microbálano, y por qué, asimismo, este término se ha mantenido en el espíritu popular como sinónimo de cosa maravillosa, sorprendente o rarísima. Los sacerdotes de Egipto, directores de los colegios iniciáticos, tenían la costumbre de plantear al profano que solicitaba el acceso a los conocimientos sublimes esta pregunta en apariencia absurda: «¿Se siembra en vuestro país grano de halalidge y de mirobálano»? Interrogación que no dejaba de poner en un aprieto al ignorante neófito, pero a la que sabía responder el investigador avisado. El grano de halalidge y el mirobálano son idénticos al higo, al fruto de la palmera datilera y al huevo del fénix, que es nuestro huevo filosófico. Él reproduce el águila fabulosa de Hermes, de plumaje teñido de todos los colores de la Obra, pero entre los cuales predomina el rojo, como quiere su nombre griego: φοινιξ, rojo púrpura. De Cyrano Bergerac no evita hablar de ello en el curso de una narración alegórica en la que se mezcla ese lenguaje de los pájaros que el gran filósofo conocía admirablemente[311]. «Empecé a dormirme a la sombra —dice—, cuando advertí en el aire un pájaro maravilloso que planeaba sobre mi cabeza. Se sustentaba con un movimiento tan ligero e imperceptible, que dudé muchas veces si no se trataba de un pequeño universo balanceado por su propio centro. Descendió, sin embargo, poco a poco, y al fin llegó tan cerca de mí, que mis ojos solazados quedaron por completo llenos de su imagen. Su cola parecía verde; su estómago, de azul esmaltado; sus alas, encarnadas; y su cabeza de púrpura hacía brillar, al agitarse, una corona de oro cuyos rayos brotaban de sus ojos. Voló durante mucho tiempo en la nube, y yo estaba tan atento a cuanto ocurría, que mi alma se había replegado y como encogido, entregada a la sola operación de ver y apenas a la de oír, para hacerme escuchar que el pájaro hablaba mientras cantaba. Así, poco a poco salido de mi éxtasis, distinguí de manera clara las sílabas, las palabras y el discurso que articuló. He aquí, pues, de la mejor manera que recuerdo, los términos con los que tejió su canción:
»”Sois extranjero —silbó el ave muy agradablemente— y nacisteis en un Mundo del que yo soy originario. Pues bien, esta propensión secreta que nos impele a conmovernos ante nuestros compatriotas es el instinto que me empuja a querer que sepáis mi vida…
»”Veo que estáis ansioso de saber quién soy. Entre vosotros soy llamado Fénix. En cada Mundo sólo hay uno a la vez, que habita en él por espacio de cien años, pues, al cabo de un siglo, cuando en alguna montaña de Arabia ha puesto un gran huevo en medio de los carbones de su hoguera, para la que ha elegido ramas áloe, de canela y de incienso, se eleva y dirige su vuelo al Sol, como la patria a la que su corazón ha aspirado por largo tiempo. Previamente, ha realizado bien todos sus esfuerzos para este viaje, pero la pesadez de su huevo, cuya cáscara es tan espesa que se necesita un siglo para empollarlo, retrasa siempre la empresa.
»”Pienso que tendréis dificultades para concebir esta milagrosa producción, y por eso deseo explicárosla. El Fénix es hermafrodita, pero entre los hermafroditas hay aún otro Fénix muy extraordinario, pues…”[312].
»Se quedó la mitad de un cuarto de hora sin hablar y luego añadió:
»”Veo que sospecháis que hay falsedad en lo que acabo de deciros, pero si no digo la verdad, que jamás vuelva a vuestro Globo y que un águila caiga sobre mí”».
XXXVI. ROUEN - HOTEL DU BOURGTHEROULDE (SIGLO XVI).
El Fénix sobre su inmortalidad.
Otro autor[313] se extiende más acerca del ave mitohermética y señala algunas de sus particularidades que resultaría difícil encontrar en otra parte. «El Cesar de las aves —dice— es el milagro de la Naturaleza[314] que ha querido mostrar en él lo que sabe hacer, mostrando un Fénix y formando el Fénix. Pues lo ha enriquecido de manera maravillosa, haciéndole una cabeza coronada por un penacho real y copetillos imperiales, con un mechón de plumas y una cresta tan brillante que parece que lleva el creciente de plata o una estrella dorada en la testa. La camisa y el plumón es de un cambiante sobredorado que muestra todos los colores del mundo. Las grandes plumas son encarnadas y azules, de oro, de plata y de llama. El cuello es una aljaba de todas las pedrerías, y no un arco iris, sino un arco del fénix. La cola es de color celeste con un reflejo de oro que representa las estrellas. Sus plumas de las alas y todo su manto es como una vellorita rica de todos los colores. Tiene dos ojos en la cabeza, brillantes y flamígeros, que parecen dos estrellas, las patas son de oro y las uñas, escarlata. Todo su cuerpo y su porte evidencian que experimenta un sentimiento de gloria y que sabe mantener su rango y hacer valer su majestad imperial. Su alimento mismo tiene no sé qué de real, pues consiste sólo en lágrimas de incienso y crisma de bálsamo. Hallándose en la bóveda celeste, dice Lactancio, destila néctar y ambrosía. Él es el único testigo de todas las edades del mundo, y ha visto metamorfosearse las almas doradas del siglo de oro en plata, de plata en bronce, y de bronce en hierro. Él es el único cuya compañía jamás le ha faltado al cielo y al mundo, y él es el único que juega con la muerte y la convierte en su nodriza y su madre, haciéndole parir la vida. Tiene el privilegio del tiempo, de la vida y de la muerte, a la vez, pues cuando se siente cargado de años, apesadumbrado por una larga vejez y abatido por tantos años que ha visto transcurrir unos tras otros, se deja arrastrar por un deseo y justa aspiración de renovarse mediante un fallecimiento milagroso. Entonces, hace un montón que no tiene nombre en este mundo, pues no es un nido o una cuna o lugar de nacimiento, pues allí deja la vida. Tampoco es una tumba, un féretro o una urna funesta, pues de él toma la vida. De manera que no es otro fénix inanimado, siendo nido y tumba, matriz y sepulcro, el palacio de la vida y de la muerte a la vez que, en favor del Fénix, se ponen de acuerdo para esta ocasión. Pues bien, sea lo que fuere, allá, en los brazos temblorosos de una palma[315], reúne un montón de tallos de canela y de incienso. Sobre el incienso coloca cañafístula y sobre la cañafístula, nardo, y, luego, con una lastimera mirada, encomendándose al Sol, su matador y padre, se posa o se acuesta en esa pira de bálsamo para despojarse de sus molestos años. El Sol, favoreciendo los justos deseos de este Pájaro, prende la pira, y reduciéndolo todo a ceniza, con un soplo perfumado le devuelve la vida. Entonces la pobre Naturaleza cae en trance, y con horribles ímpetus, temiendo perder el honor de este gran mundo, manda que todo permanezca quieto en la Tierra. Las nubes no osarían verter en la ceniza ni sobre la tierra una gota de agua; los vientos, por rabiosos que estén, no se atreverían a correr por el campo. Sólo Céfiro es dueño, y la primavera reina mientras la ceniza está inanimada, y la Naturaleza se esfuerza para que todo favorezca el regreso de su Fénix. ¡Oh, gran milagro de la divina providencia! Casi al mismo tiempo, esta ceniza fría, no queriendo dejar por mucho tiempo la pobre Naturaleza de luto y causarle espanto, no sé cómo, calentada aquélla por la fecundidad de los rayos del Sol, se convierte en un gusanillo, luego, en un huevo y, finalmente, en un ave diez veces más hermosa que la otra. Diríais que toda la Naturaleza ha resucitado, pues, de hecho, según escribe Plinio, el cielo comienza de nuevo sus evoluciones y su dulce música, y diríais propiamente que los cuatro Elementos, sin pronunciar palabra, cantan un motete a cuatro con su alegría floreciente, en alabanza de la Naturaleza y para conmemorar la repetición del milagro de los pájaros y del mundo».
Así como los artesones de Dampierre, el panel de los tres árboles esculpidos del palacio de Bouges lleva una divisa. En el borde del encuadre decorado con ramas florecidas, el observador atento descubre, en efecto, letras aisladas, muy hábilmente disimuladas. Su reunión compone una de las máximas favoritas del gran artista que fue Jacques Coeur:
DE.MA.JOIE.DIRE.FAIRE.TAIRE.
De mi alegría, decir, hacer callar. La alegría del adepto reside en su ocupación. El trabajo que le hace sensible y familiar a esta maravilla de la naturaleza —que tantos ignorantes califican de quimérica— constituye su mejor distracción y su más noble gozo. En griego, la palabra χαρα, gozo, deriva de χαιρω gozar, gustar de, complacerse en, y también significa amar. El célebre filósofo alude claramente, pues, a la labor de la Obra, su más querida tarea, de la que tantos símbolos, por otra parte, contribuyen a realzar la brillantez de la suntuosa morada. Más, ¿qué decir, qué confesar de esta alegría única, satisfacción pura y completa, júbilo íntimo del éxito? Lo menos posible, si no se quiere caer en perjurio, azuzar la envidia de unos, la avidez de otros y los celos de todos, y arriesgarse a convertirse en la víctima de los poderosos. ¿Qué hacer, luego, del resultado del que el artista según las reglas de nuestra disciplina, se compromete a utilizar modestamente para sí mismo? Emplearlo sin cesar para el bien y consagrar sus frutos al ejercicio de la caridad, conforme a los preceptos filosóficos y a la moral cristiana. Finalmente, ¿qué callar? Todo cuanto se refiere al secreto alquímico y concierne a su puesta en práctica, pues al constituir la revelación el privilegio exclusivo de Dios, la divulgación de los procedimientos se mantiene prohibida, no comunicable en lenguaje claro, permitida sólo bajo el velo de la parábola, de la alegoría, de la imagen o de la metáfora.
La divisa de Jacques Coeur, pese a su brevedad y sus sobreentendidos, se muestra en concordancia perfecta con las enseñanzas tradicionales de la eterna sabiduría. Ningún filósofo verdaderamente digno de este nombre rehusaría suscribir las reglas de conducta que aquélla expresa y que pueden traducirse así:
De la Gran Obra, decir poco, hacer
mucho y callar siempre.