XXXIV. CASTILLO DE DAMPIERRE-SUR-BOUTONNE.
Artesones de la Galería alta - Séptima serie.
Septima Serie.
Artesón 1.— Las tablas de la ley hermética, sobre las cuales se lee una frase francesa, pero tan singularmente presentada que Louis Audiat no ha sabido descubrir su sentido:
.EN.RIEN.GIST.TOVT.
En nada está todo. Divisa primordial que se complacen en repetir los filósofos antiguos, y por la cual entienden significar la ausencia de valor, la vulgaridad y la extrema abundancia de la materia básica de la que extraen todo cuanto les es necesario. «Encontrarás todo en todo lo que no es más que una virtud estíptica o astringente de los metales y los minerales», escribe Basilio Valentín en el libro de las Doce claves.
Así, la verdadera sabiduría nos enseña a no juzgar las cosas según su precio, el beneplácito que por ellas se reciba o la belleza de su aspecto. Por el contrario, nos impele a estimar en el hombre el mérito personal, no la apariencia o la condición, y en los cuerpos, la cualidad espiritual que tienen encerrada en sí. A los ojos del sabio, el hierro, ese paria de la industria humana, es incomparablemente más noble que el oro, y el oro, más despreciable que el plomo, pues de esta luz viva, de esta agua ardiente, activa y pura que los metales comunes, los minerales y las piedras han conservado, tan sólo está desprovisto el oro. Este soberano al que tantas gentes rinden homenaje y por el cual tantas conciencias se envilecen con la esperanza de obtener sus favores, no tiene de rico y precioso sino el atavío. Rey suntuosamente adornado, el oro no es, sin embargo, más que un cuerpo inerte pero magnífico; un brillante cadáver con relación al cobre, al hierro o al plomo. Este usurpador, al que una multitud ignorante y ávida eleva al rango de los dioses, ni siquiera puede gloriarse de pertenecer a la vieja y poderosa familia de los metales. Despojado de su manto, revela entonces la bajeza de sus orígenes y se nos aparece como una simple resina metálica densa, fija y fusible, triple cualidad que lo hace notoriamente inapropiado para la realización de nuestro designio.
Se ve así cuán vano sería trabajar con el oro, pues el que nada tiene es evidente que nada puede ser. Hay que dirigirse, pues, a la piedra bruta y vil, sin repugnancia por su aspecto miserable, su olor infecto, su coloración negra y sus jirones sórdidos. Precisamente, son estos caracteres poco seductores los que permiten reconocerla, y en todo tiempo se la ha considerado como una sustancia primitiva, surgida del caos original, y que Dios, a raíz de la Creación y de la organización del Universo, habría reservado para sus servidores y sus elegidos. Obtenida de la Nada, lleva su impronta y lleva su nombre: Nada (francés Rien). Pero los filósofos han descubierto que en su naturaleza elemental y desordenada, hecha de tinieblas y de luz, de mal y bien reunidos en la peor confusión, esta Nada contenía Todo cuanto podían desear.
Artesón 2.— La letra mayúscula H rematada por una corona, que Louis Audiat presenta como la firma blasonada del rey de Francia Enrique (Henri) II, ya no ofrece hoy más que una inscripción en parte martilleada, pero que en otro tiempo se leía:
.IN.TE.OMNIS.DOMINATA.RECVMBIT.
En ti reside todo poder.
Con anterioridad, hemos tenido la ocasión de decir que la letra H, o al menos el carácter gráfico que se le atribuye, había sido escogido por los filósofos para designar el espíritu, alma universal de las cosas o ese principio activo y todopoderoso que se reconoce, en la Naturaleza, en perpetuo movimiento y en vibración actuante. Tomando como modelo la letra H, los constructores de la Edad Media han edificado las fachadas de las catedrales, templos glorificadores del espíritu divino, magníficos intérpretes de las aspiraciones del alma humana en su elevación hacia el Creador. Este carácter corresponde a la eta (H), séptima letra del alfabeto griego, inicial del verbo solar, mansión del espíritu, astro dispensador de la luz: Ηλιος. Sol. También es la regente del profeta Elías —en griego Ηλιας, solar—, que las Escrituras dicen arrebatado al cielo, como un espíritu puro, en un carro de luz y fuego. También es el centro y el corazón de uno de los monogramas de Cristo: I H S, abreviatura de Iesus Hominum Salvator, Jesús salvador de los hombres. Igualmente, los masones medievales empleaban este signo para designar las dos columnas del templo de Salomón, al pie de las cuales los obreros recibían su salario: Jakin y Bohas, columnas de las que las torres de las iglesias metropolitanas no son más que la traducción libre, pero audaz y poderosa. Finalmente, es la indicación del primer peldaño de la escalera de los sabios, scala philosophorum, del conocimiento adquirido del agente hermético, promotor misterioso de las transformaciones de la naturaleza mineral, y de la del secreto reencontrado de la Palabra perdida. Este agente era designado otrora, entre los adeptos, con el nombre de imán o atractivo. El cuerpo encargado de este imán se llamaba él mismo magnesia, y este cuerpo servía de intermediario entre el cielo y la tierra, nutriéndose de las influencias astrales o dinamismo celeste que transmitía a la sustancia pasiva, atrayéndolos a la manera de un verdadero imán. De Cyrano Bergerac[304], en una de sus narraciones alegóricas, habla así del espíritu magnésico, del que parece estar muy bien informado, tanto en lo que concierne a la preparación como al uso.
«No habéis olvidado, creo —escribe nuestro autor—, que me llamo Helías, pues no hace mucho os lo he dicho. Sabréis, pues, que estaba en vuestro mundo y que habitaba con Eliseo, hebreo como yo, en las agradables márgenes del Jordán donde llevaba, entre los libros, una vida lo bastante tranquila como para echarla de menos, por más que transcurriera. Sin embargo, cuanto más crecían las luces de mi espíritu, más crecía también el conocimiento de aquéllas de las que carecía. Jamás nuestros sacerdotes me hablaban de Adán sin que el recuerdo de aquella Filosofía perfecta que había poseído, no me hiciera suspirar. Desesperaba de poder adquirirla cuando un día, después de haber sacrificado por la expiación de las debilidades de mi ser mortal, me dormí y el ángel del Señor se me apareció en sueños. Tan pronto como fui despertado, me apresuré a trabajar en las cosas que me había prescrito: tomé unos dos pies cuadrados de imán y lo metí en un horno; después, cuando estuvo bien purgado, precipitado y disuelto, extraje de él el atractivo; calciné todo este elixir y lo reduje al grosor, más o menos, de una bala mediana».
«Tras estas preparaciones, hice construir un carruaje de hierro muy ligero, y al cabo de algunos meses, concluidos todos mis ingenios monté en mi industriosa carreta. Acaso me preguntéis para qué todos esos pertrechos. Sabed que el ángel me había dicho en sueños que si yo deseaba adquirir una ciencia perfecta como deseaba, ascendiera al mundo de la Luna, donde hallaría ante el Paraíso de Adán el Árbol de la Ciencia porque en cuanto hubiera probado su fruto, mi alma se vería esclarecida por todas las verdades de que una criatura es capaz. He aquí, pues, el viaje para el que había yo construido mi carruaje. Por fin, monté en él y cuando estuve bien firme y bien apoyado en el sitio, arrojé muy alto en el aire esta bola de imán. Pues bien, la máquina de hierro que yo había forjado a propósito más maciza en la mitad que en las extremidades fue rápidamente arrebatada y, en un perfecto equilibrio, a medida que llegaba yo a donde el imán me había atraído, y cuando había saltado hasta allí, mi mano lo lanzaba más lejos… En verdad, era un espectáculo bien sorprendente de ver, pues el acero de aquella casa volante que yo había pulido con mucho cuidado reflejaba por todos sus lados la luz del sol tan viva y brillante que creía que yo mismo era llevado en una carreta de fuego… Cuando, luego, he reflexionado acerca de este despegue milagroso, he imaginado que no hubiera podido vencer, por las virtudes ocultas de un simple cuerpo natural, la vigilancia del serafín que Dios ha ordenado para la custodia de este paraíso. Mas porque gusta de servirse de causas segundas, creí que me había inspirado este medio para penetrar en él, como quiso servirse de la costilla de Adán para hacerle una mujer, aunque hubiera podido formarla de tierra igual que a él».
En cuanto a la corona que completa el signo importante que estudiamos, no se trata en absoluto de la del rey de Francia Enrique II, sino de la corona real de los elegidos. Es la que se ve ornar la frente del Redentor en los crucifijos de los siglos XI, XII y XIII, en particular en Amiens (Cristo bizantino llamado Saint-Sauve) y en Nuestra Señora de Tréveris (en lo alto de la portada). El caballero del Apocalipsis (cap. VI, v. 12), montado en un caballo blanco, emblema de pureza, recibe como atributos distintivos de sus elevadas virtudes un arco y una corona, dones del Espíritu Santo. Pues bien, nuestra corona —los iniciados saben de lo que hablamos— es precisamente el domicilio de elección del espíritu. Es una miserable sustancia, como hemos dicho, apenas materializada, pero que los encierra en abundancia. Y eso es lo que los filósofos antiguos fijaron en su corona radiata, decorada con rayos salientes, la cual se atribuía sólo a los dioses o a los héroes deificados. Así, nos explicaremos que esta materia, vehículo de la luz mineral, se revela, gracias a la signatura radiante del espíritu, como la tierra prometida reservada a los elegidos de la Sapiencia.
Artesón 3.— Se trata de un símbolo antiguo y a menudo explotado éste que encontramos aquí: el delfín enroscado en el brazo de una áncora marina. El epígrafe latino que le sirve de enseña explica la imagen:
.SIC.TRISTIS.AVRA.RESEDIT.
Así se apacigua esta terrible tempestad. Hemos tenido muchas veces la ocasión de señalar el papel importante que desempeña el pez en el teatro alquímico. Con el nombre de delfín, echeneis o rémora, caracteriza el principio húmedo y frío de la Obra, que es nuestro mercurio, el cual se coagula poco a poco en contacto y por efecto del azufre, agente de desecación y de fijeza. Este último es aquí figurado por el ancla marina, órgano estabilizador de los navíos, a los que asegura un punto de apoyo y de resistencia al esfuerzo de las ondas. La larga operación que permite realizar el empaste progresivo y la fijación final del mercurio ofrece una gran analogía con las travesías marítimas y las tempestades que las acogen. La ebullición constante y regular del compuesto hermético representa, en pequeño, una mar agitada y encrespada. Las burbujas se rompen en la superficie y se suceden sin cesar. Pesados vapores cargan la atmósfera del recipiente y las nubes inquietas, opacas y lívidas oscurecen las paredes y se condensan en gotitas que fluyen por la masa efervescente. Todo contribuye a dar la sensación de una tempestad a tamaño reducido. Levantada por todos lados, sacudida por los vientos, el arca flota, sin embargo, bajo la lluvia diluviana. Asteria se dispone a formar Delos, tierra hospitalaria y salvadora de los hijos de Latona. El delfín nada en la superficie de las olas impetuosas, y esta agitación dura hasta que la rémora, huésped invisible de las aguas profundas, detenga al fin, como un ancla poderosa, el navío que va a la deriva. Entonces, renace la calma, el aire se purifica, el agua se borra y los vapores se reabsorben. Una película cubre toda la superficie, y espesándose y afirmándose cada día marca el final del diluvio, el estado de encallamiento del arca, el nacimiento de Diana y Apolo, el triunfo de la tierra sobre el agua y de lo seco sobre lo húmedo y la época del nuevo Fénix. En la conmoción general y el combate de los elementos se adquiere esta paz permanente, la armonía que resulta del perfecto equilibrio de los principios, simbolizados por el pez fijado en el ancla: sic tristis aura resedit.
Este fenómeno de absorción y de coagulación del mercurio por una proporción muy inferior de azufre parece ser la causa primera de la fábula de la rémora, pececillo al que la imaginación popular y la tradición hermética atribuían la facultad de detener en su camino los mayores navíos. He aquí, por otra parte, lo que sobre ella dice, en un discurso alegórico, el filósofo René François[305]: «El emperador Calígula se hallaba rabioso un día, de regreso hacia Roma con una poderosa armada naval. Todos los soberbios navíos, tan bien armados y espoloneados, navegaban satisfactoriamente. El viento en popa hinchaba todas las velas, y las olas y el cielo parecían ser aliados de Calígula, pues secundaban sus designios, cuando de repente, he aquí que la galera capitana e imperial se detiene bruscamente, en tanto que las otras volaban. El emperador se enfurece, el piloto redobla su silbido y cuatrocientos cómitres y galeotes al remo, cinco por banco, sudan a fuerza de empujar. El viento arrecia, la mar se enfada ante la afrenta y todo el mundo se sorprende de este milagro, cuando el emperador imagina que algún monstruo marino lo detiene en el lugar. Entonces, muchos nadadores se precipitan al mar y, nadando entre dos aguas, dieron la vuelta a aquel castillo flotante. Hallaron un perverso pececillo, de medio pie de largo, que habiéndose pegado al timón se entretenía en detener la galera que dominaba el Universo. Parecía que quisiera burlarse del emperador, del género humano, que tanto se enorgullece de sus muchedumbres de hombres armados y de sus truenos de hierro que lo hacen señor de la tierra. He aquí, dice en su lenguaje de pez, a un nuevo Aníbal a las puertas de Roma, que mantiene en una prisión flotante a Roma y a su emperador: Roma, la princesa, llevará a tierra a los reyes cautivos en su triunfo, y yo conduciré en triunfo marino, por las sendas del Océano, al príncipe del Universo. César será rey de los hombres, y yo seré el César de los Césares. Todo el poderío de Roma es ahora mi esclavo, y puede hacer los mayores esfuerzos, pues mientras yo quiera, lo mantendré en esta cárcel real. Adhiriéndome a este galeón haré más, en un instante, de lo que ellos han conseguido en ochocientos años dando muerte al género humano y despoblando el mundo ¡Pobre emperador! Cuán lejos estás de tu dignidad, con tus cincuenta millones de ingresos y trescientos millones de hombres que están bajo tu poder: ¡un grosero pececillo te ha convertido en su esclavo! Que la mar se embravezca, que el viento se desate, que todo el mundo se convierta en galeote y todos los árboles en remos, que no darán un paso sin mi visto bueno y mi permiso… He aquí al verdadero Arquímedes de los peces, pues él soto detiene a todo el mundo. He aquí al imán animado que cautiva todo el hierro y las armas de la primera monarquía del mundo. No sé quién llama a Roma el ancla dorada del género humano, pero este pez es el áncora de las áncoras… ¡Oh, maravilla de Dios!, ese pececito avergüenza no sólo a la grandeza romana, sino a Aristóteles, que pierde aquí su crédito, y a la filosofía, que hace bancarrota, pues no hallan ninguna razón para este asunto, en el que una boca sin dientes detenga un navío empujado por los cuatro elementos y le haga arribar a un puerto en mitad de las más crueles tempestades. Plinio dice que toda la Naturaleza está escondida como en centinela y alojada de guarnición en las más pequeñas criaturas. Lo creo y en cuanto a mí, pienso que este pececito es el pabellón moviente de la Naturaleza y de toda su gendarmería. Inmoviliza y detiene estas galeras y enfrena sin otra brida que el hocico de un pececillo lo que no puede enfrenarse… ¡Ay! Abatamos los cuernos de nuestra vana arrogancia con una consideración tan santa, pues si Dios, actuando a través de un pequeño parásito de mar y el pirata de la Naturaleza detiene y paraliza todos nuestros designios, aunque vuelen a velas desplegadas de un polo al otro, si emplea su omnipotencia, ¿hasta qué punto reducirá nuestros negocios? Si de nada lo hace todo, y con un pez o, más bien, con una pequeña nada que nada y hace de pez, aniquila todas nuestras esperanzas, ¿qué será de nosotros, ay, cuando emplee todo su poder y todos los ejércitos de su justicia?»
Artesón 4.— Cerca del árbol de los frutos de oro, un dragón robusto y rechoncho ejerce su vigilancia a la entrada del jardín de las Hespérides. La filacteria particular de este tema lleva grabada esta inscripción:
.AB.INSOMNI.NON.CVSTODITA.DRACONE.
Fuera del dragón insomne, las cosas no están custodiadas. El mito del dragón encargado de la vigilancia del famoso vergel y del legendario Vellocino de Oro es bastante conocido como para evitarnos el esfuerzo de reproducirlo. Basta con indicar que el dragón se elige; como representante del jeroglífico de la materia mineral bruta con la cual debe comenzar la Obra. Es tanto como decir cuál es su importancia, el cuidado que es preciso observar en el estudio de los signos exteriores y de las cualidades capaces de permitir su identificación, y de hacer reconocer y distinguir el sujeto hermético entre los múltiples minerales que la Naturaleza pone a nuestra disposición.
Encargado de vigilar el recinto maravilloso en el que los filósofos van en busca de sus tesoros, el dragón pasa por no dormir jamás. Sus ojos ardientes permanecen constantemente abiertos. No conoce ni reposo ni lasitud, y no sería capaz de vencer el insomnio que lo caracteriza y que le asegura su verdadera razón de ser. Esto es, por otra parte, lo que expresa el nombre griego que lleva. Δρακων procede de δερκομαι, ver, mirar y, por extensión, vivir, palabra a su vez próxima a δερκευνης, que duerme con los ojos abiertos. La lengua primitiva nos revela, a través de la envoltura del símbolo, la idea de una actividad intensa, de una vitalidad perpetua y latente encerrada en el cuerpo mineral. Los mitólogos llaman a nuestro dragón Ladon, vocablo cuya asonancia se aproxima a latón y que puede asimilar al griego ληθω, estar escondido, desconocido, ignorado, como la materia de los filósofos.
El aspecto general y la fealdad reconocida del dragón, su ferocidad y su singular poder vital corresponden exactamente con las particularidades externas y las propiedades y facultades del sujeto. La cristalización especial de éste se encuentra claramente indicada por la epidermis escamosa de aquél. Semejantes son los colores, pues la materia es negra, puntuada de rojo o de amarillo, como el dragón del que es imagen. En cuanto a la cualidad volátil de nuestro mineral, la vemos traducida por las alas membranosas de que el monstruo está provisto. Y porque vomita, según se dice, cuando se le ataca, fuego y humo, y porque su cuerpo acaba en cola de serpiente, los poetas, por estas razones, lo han hecho nacer de Tifaón y de Equidna. El griego Τυφαων, término poético de Τυφων o Τυφως —el Tifón egipcio—, significa llenar de humo, alumbrar, abrazar. Εχιδνα no es más que la víbora. De ahí podemos concluir que el dragón obtiene de Tifaón su naturaleza cálida, ardiente, sulfurosa, mientras que debe a su madre su complexión fría y húmeda, con la forma característica de los ofidios.
Pues bien: si los filósofos han disimulado siempre el nombre vulgar de su materia bajo una infinidad de epítetos, en contrapartida se han mostrado muy prolijos en lo que concierne a su forma, sus virtudes y, a veces, incluso, su preparación. De común acuerdo, afirman que el artista no debe esperar descubrir ni producir nada fuera del sujeto, porque es el único cuerpo capaz, en toda la Naturaleza, de procurarle los elementos indispensables. Con exclusión de los otros minerales y de los otros metales, conserva los principios necesarios para la elaboración de la Gran Obra. Por su figuración monstruosa, pero expresiva, este primitivo tema se nos aparece claramente como el guardián y único dispensador de los frutos herméticos. Es su depositario y conservador vigilante, y nuestro adepto habla sabiamente cuando enseña que fuera de este ser solitario las cosas filosofales no están guardadas, pues en vano las buscaríamos en otra parte. También a propósito de este primer cuerpo, parcela del caos original y mercurio común de los filósofos, Jabir exclama: «¡Alabado sea el Altísimo, que ha creado nuestro mercurio y le ha dado una naturaleza a la que nada resiste, pues sin él los alquimistas tendrían poco que hacer y todo su trabajo resultaría inútil!»
«Pero —se pregunta otro adepto[306]—, ¿dónde está, pues, ese mercurio aurífico que, resuelto en sal y en azufre, se convierte en el húmedo radical de los metales y en su simiente animada? Está prisionero en una prisión tan fuerte que la misma Naturaleza no sería capaz de liberarlo si el arte industrioso no le facilita los medios».
Artesón 5.— Un cisne, majestuosamente posado en el agua en calma de un estanque, tiene el cuello atravesado por una flecha. Y su quejido postrero nos lo traduce el epígrafe de este pequeño tema, agradablemente ejecutado:
.PROPRIIS.PEREO.PENNIS.
Muero por mis propias plumas. El ave, en efecto, proporciona una de las materias del arma que servirá para matarla. El empenachado de la flecha, al asegurar su dirección, la hace precisa, y las plumas del cisne destinadas a este menester contribuyen así a perderlo. Esta hermosa ave, cuyas alas son emblemáticas de la volatilidad, y cuya blancura de nieve es la expresión de la pureza, posee las dos cualidades esenciales del mercurio inicial o de nuestra agua disolvente. Sabemos que debe ser vencido por el azufre —salido de su sustancia, y que él mismo ha engendrado—, a fin de obtener, tras su muerte, ese mercurio filosófico, en parte fijo y en parte volátil, que la maduración subsiguiente elevará al grado de perfección del gran elixir. Todos los autores enseñan que es preciso matar al vivo si se desea resucitar al muerto. Por eso el buen artista no dudará en sacrificar el ave de Hermes y en provocar la mutación de sus propiedades mercuriales en cualidades sulfurosas, ya que toda transformación permanece sometida a la descomposición previa y no puede realizarse sin ella.
Basilio Valentín asegura que «se debe dar de comer un cisne blanco al hombre doble ígneo»; y, añade: «el cisne asado será para la mesa del rey». Ningún filósofo, que sepamos, ha levantado el velo que recubre este misterio, y nos preguntamos si es pertinente comentar tan graves palabras. Sin embargo, recordando los largos años durante los cuales nosotros mismos hemos estado detenidos ante esta puerta, pensamos que sería caritativo ayudar al trabajador que ha llegado hasta aquí a franquear el umbral. Tendámosle, pues, una mano segura y descubramos, en los límites permitidos, lo que los mayores maestros han creído oportuno reservarse.
Es evidente que Basilio Valentín, al emplear la expresión hombre doble ígneo, hace referencia a un principio segundo, resultante de una combinación de dos agentes de complexión cálida y ardiente que tienen, por consecuencia, la naturaleza de los azufres metálicos. De ello puede concluirse que bajo la denominación simple de azufre, los adeptos, en un momento dado del trabajo, conciben dos cuerpos combinados, de propiedades semejantes pero de especificidad diferente, tomados convencionalmente por uno solo. Planteado esto, ¿cuáles serán las sustancias capaces de ceder estos dos productos? Semejante pregunta jamás ha recibido respuesta. Sin embargo, si se considera que los metales tienen sus representantes emblemáticos figurados por divinidades mitológicas unas veces masculinas y otras femeninas, y que tienen esas aplicaciones particulares de las cualidades sulfurosas reconocidas experimentalmente, el simbolismo y la fábula se hallarán en condiciones de arrojar alguna claridad sobre estas cuestiones oscuras.
Todo el mundo sabe que el hierro y el plomo se colocan bajo la dominación de Ares y de Cronos, y que reciben las influencias planetarias respectivas de Marte y de Saturno. El estaño y el oro, sometidos a Zeus y a Apolo, comparten las vicisitudes de Júpiter y del Sol. Mas ¿por qué Afrodita y Artemisa dominan el cobre y la plata, entidades de Venus y la Luna? ¿Por qué el mercurio debe su complexión al mensajero del Olimpo, el dios Hermes, aunque esté desprovisto de azufre y cumpla las funciones reservadas a las mujeres quimicoherméticas? ¿Debemos aceptar estas relaciones como verdaderas, y no habría acaso en la repartición de las divinidades metálicas y de sus correspondencias astrales una confusión premeditada, deseada? Si se nos interrogara acerca de este punto, responderíamos afirmativamente sin dudar. La experiencia demuestra de manera cierta que el agente posee un azufre magnífico, tan puro y resplandeciente como el del oro, pero sin su fijeza. El plomo da un producto mediocre, de color casi igual, pero poco estable y muy impuro. El azufre del estaño, claro y brillante, es blanco y nos inclinaría más bien a situar ese metal bajo la protección de una diosa antes que bajo la autoridad de un dios. El hierro, por el contrario, tiene mucho azufre fijo, de un rojo sombrío, apagado, inmundo y tan defectuoso que, pese a su cualidad refractaria, no sabría uno en verdad para qué utilizarlo. Y, sin embargo, exceptuando el oro, se buscaría en vano en los otros metales un mercurio más luminoso, más penetrante y más manejable. En cuanto al azufre del cobre, Basilio Valentín nos lo describe con gran exactitud en el primer libro de sus Doce claves[307] «La lasciva Venus —dice— está bien coloreada, y todo su cuerpo no es casi más que tintura y color semejante al del Sol, y a causa de su abundancia tira grandemente hacia el rojo. Pero por el hecho de que su cuerpo está leproso y enfermo, la tintura fija no puede permanecer en él, y al perecer el cuerpo, la tintura perece con él, a menos que no sea acompañada de un cuerpo fijo en el que pueda establecer su sede y morada de manera estable y permanente».
Si se ha comprendido bien lo que pretende enseñar el célebre adepto y se examinan con cuidado las relaciones existentes entre los azufres metálicos y sus símbolos respectivos, no se experimentará gran dificultad para restablecer el orden esotérico conforme al trabajo. El enigma se dejará descifrar y el problema del azufre doble será resuelto con facilidad.
Artesón 6.— Dos cuernos de la abundancia se entrecruzan sobre el caduceo de Mercurio. Tienen por epígrafe esta máxima latina:
.VIRTVTI.FORTUNA.COMES.
La fortuna acompaña a la virtud. Axioma de excepción, verdad discutible en su aplicación al mérito verdadero —en el que la fortuna recompensa tan raramente a la virtud— que conviene buscar en otro lugar la confirmación y la regla. Pues bien, el autor de estos símbolos hace referencia a la virtud secreta del mercurio filosófico, representado por la imagen del caduceo. Los cuernos de la abundancia traducen el conjunto de las riquezas materiales que la posesión del mercurio asegura a los buenos artistas. Por su cruzamiento en X, indican la cualidad espiritual de esta noble y rara sustancia cuya energía brilla como un fuego puro, en el centro del cuerpo exactamente sublimado.
El caduceo, atributo del dios Mercurio, no podría dar lugar al menor equívoco, tanto desde el punto de vista del sentido secreto, como desde el del valor simbólico. Hermes, padre de la ciencia hermética, es considerado, a la vez, como creador y como criatura, señor de la filosofía y materia de los filósofos. Su cetro alado lleva la explicación del enigma que propone, y la revelación del misterio que cubre el compuesto del compuesto, obra maestra de la Naturaleza y del arte, bajo el epíteto vulgar de mercurio de los sabios.
En su origen, el caduceo no fue más que una simple varita, cetro primitivo de algunos personajes sagrados o fabulosos pertenecientes más a la tradición que a la Historia. Moisés, Atalanta, Cibeles y Hermes emplean este instrumento, dotado de una especie de poder mágico, en condiciones semejantes y generatrices de resultados equivalentes. El ραβδος griego es, en efecto, una vara, un bastón, un mango de jabalina, un dardo y el cetro de Hermes. Esta palabra se deriva de ρασσω, que significa golpear, compartir y destruir. Moisés golpea con su vara la roca árida que Atalanta, a ejemplo de Cibeles, horada con su jabalina. Mercurio separa y da muerte a las dos serpientes empeñadas en un duelo furioso arrojando sobre ellas el bastón de los πτεροφοροι, es decir, de los correos y mensajeros, calificados portadores de alas porque tenían por insignia de su cargo alas en su sombrero. El pétaso alado de Hermes justifica, pues, su función de mensajero y mediador de los dioses. La adición de las serpientes a la varita, completada por el sombrero (πετασος) y las alas en los talones (ταρσοι) dio al caduceo su forma definitiva, con la expresión jeroglífica del mercurio perfecto.
En el artesón de Dampierre, las dos serpientes muestran sus testas caninas, una de perro y otra de perra, versión figurada de los dos principios contrarios, activo y pasivo, fijo y volátil, en contacto con el mediador figurado por la varita mágica que es nuestro fuego secreto. Artefio Llama a estos principios perro de Corascene y perra de Armenia, y son éstas las mismas serpientes que Hércules niño estrangula en su cuna, los únicos agentes cuya reunión, combate y muerte, realizados por medio del fuego filosófico, dan nacimiento al mercurio hermético vivo y animado. Y como este doble mercurio posee doble volatibilidad, las alas del pétaso opuestas a las taloneras en el caduceo, sirven para expresar estas dos cualidades reunidas de la manera más clara y más elocuente.
Artesón 7.— En este bajo relieve, Cupido, con el arco en una mano y una flecha en la otra, cabalga la Quimera sobre un montón de nubes consteladas. La filacteria que subraya este tema indica que Eros es aquí el amo eterno:
.AETERNVS.HIC.DOMINVS.
Nada es verdadero, por otra parte, y otros artesones así nos lo han enseñado. Eros, personificación mítica de la concordia y del amor, es, por excelencia, el señor, el maestro eterno de la Obra. Él solo puede conseguir el acuerdo entre enemigos a los que un odio implacable empuja sin cesar a devorarse entre sí. Cumple el pacífico oficio del sacerdote al que se ve unir —en un grabado de las Doce claves de Basilio Valentín— al rey y la reina herméticos. También es él quien dispara, en la misma obra, una flecha hacia una mujer que sostiene un enorme matraz completamente lleno de agua nebulosa…
La mitología nos enseña que la Quimera tenía tres cabezas diferentes colocadas sobre un cuerpo de león terminado en cola de serpiente: una cabeza de león, la otra de cabra y la tercera de dragón. De las partes constitutivas del monstruo, dos son preponderantes, el león y el dragón, porque aportan al conjunto, el uno, la cabeza y el cuerpo, y el otro, la cabeza y la cola. Analizando el símbolo en el orden de las adquisiciones sucesivas, el primer lugar corresponde al dragón, que se confunde siempre con la serpiente. Se sabe que los griegos llamaban δρακων al dragón más que a la serpiente. Tal es nuestra materia inicial, el tema mismo del arte considerado en su primer ser y en el estado en que la Naturaleza nos lo proporciona. El león viene a continuación, y aunque sea el hijo del sujeto de los sabios y de un metal caduco, sobrepasa, con mucho, en vigor, a sus propios progenitores y pronto se hace más robusto que su padre. Hijo indigno de un anciano y de una mujer muy joven, testimonia desde su nacimiento una inconcebible aversión por su madre. Insociable, feroz, agresivo, nada cabría esperar de este heredero violento y cruel si un providencial accidente no le hubiera impuesto más calma y ponderación. Animado por su madre Afrodita, Eros, ya descontento del personaje, le dispara una flecha de bronce y lo hiere de gravedad. Medio paralizado, es enviado a su madre, la cual para devolver la salud a este hijo ingrato le da, sin embargo, su propia sangre, quiere decirse una parte de su carne, y muere después de haberlo salvado. «La madre —dice la Turba de los filósofos— es siempre más compasiva con el hijo que el hijo con su madre». De este contacto estrecho y prolongado del azufre-león y del disolvente-dragón se forma un nuevo ser, regenerado en cierto modo, con cualidades mezcladas de ambos, representado simbólicamente por la cabra o, si se prefiere por la misma Quimera. La palabra Χιμαιρα, Químera, significa también cabra joven (cáb. Χ-μητηρ). Pues bien: esta joven cabra que debe su existencia y sus brillantes cualidades a la oportuna intervención de Eros no es más que el mercurio filosófico, nacido dé la alianza del azufre y del mercurio principios, y que posee todas las facultades requeridas para convertirse en el famoso carnero de vellocino de oro, nuestro elixir y nuestra piedra. La antigua Quimera descubre toda la ordenación de la labor hermética, y, como dice Filaleteo, es también toda nuestra filosofía.
El lector tendrá a bien excusarnos por haber utilizado la alegoría, a fin de situar mejor los puntos importantes de la práctica, pero no tenemos otro medio y continuamos en esto la vieja tradición literaria. Y si en la narración reservamos la parte esencial que se refiere al pequeño Cupido —maestro de la Obra y señor de lo que hay aquí dentro—, es sólo por obediencia a la disciplina de la Orden, y a fin de no caer en perjurio para con nosotros mismos. Por lo demás, el lector perspicaz hallará, diseminadas voluntariamente en las páginas de este libro, indicaciones complementarias sobre el papel del mediador, acerca del que no debíamos hablar más en este lugar.
Artesón 8.— Volvemos a hallar aquí un motivo ya encontrado en otras partes, sobre todo en Bretaña. Se trata de un armiño, figurado en el interior de un pequeño cercado que limita un encañizado circular, símbolo particular de la reina Ana, esposa de Carlos VIII y de Luis XII. Se le ve figurar, junto al puercoespín emblemático de Luis XII, en la campana de la gran chimenea del palacio Lallemant, en Bourges. Su epígrafe encierra el mismo sentido y emplea casi las mismas palabras que la famosa divisa de la orden del Armiño: Malo mori quam foedari, prefiero la muerte a una mancha. Esta orden de caballería, fundada primero en 1381 por Juan V, duque de Bretaña, debía desaparecer en el siglo XV. Restituida a continuación por el rey de Nápoles, Fernando I, en el año 1483, la orden del Armiño había perdido todo carácter hermético y no formaba ya más que una asociación poco coherente de caballería patricia.
La inscripción grabada en la filacteria de nuestro artesón reza:
MORI.POTIVS.QVAM.FEDARI.
Antes la muerte que la mancha. Hermosa y noble máxima de Ana de Bretaña, máxima de pureza aplicada al pequeño carnicero cuya blanca pie constituye, según se dice, el objeto de los atentos cuidados de su elegante y flexible poseedor. Pero en el esoterismo del Arte sagrado, el armiño, imagen del mercurio filosófico, señala la nitidez absoluta de un producto sublimado que la adición del azufre o fuego metálico contribuye a hacer más brillante aún.
En griego, armiño se dice ποντικος, palabra derivada de ποντος o ποντιος, la sima, el abismo, el mar, el océano, a veces simplemente el agua d nuestra madre, es decir, de la materia primitiva y caótica llamada sujeto de los sabios. Los maestros nos enseñan que su mercurio segundo, esta agua póntica de la que hablamos, es un agua permanente la cual, contrariamente a los cuerpos líquidos, «no moja las manos», y su fuente fluye al mar hermético. Para obtenerla, dicen, conviene golpear tres veces la roca, a fin de extraer de ella la onda pura mezclada con el agua grosera y solidificada, generalmente representada por bloques rocosos que emergen del océano. El vocablo ποντιος expresa especialmente todo cuanto habita en el mar. Despierta al espíritu ese pez escondido que el mercurio ha captado y retiene entre las mallas de su red. Es el pez que la antigua costumbre de la fiesta de Reyes nos ofrece unas veces bajo su forma (lenguado, delfín) y otras con el aspecto del «bañista» o del haba, disimulados entre las láminas hojaldradas de la galleta tradicional[308]. El armiño puro y blanco aparece así como un emblema expresivo del mercurio común unido al azufre-pez en la sustancia del mercurio filosófico.
En cuanto a la cerca, nos revela cuáles son esos signos exteriores que, al decir de los adeptos, constituyen el mejor criterio del producto secreto y suministran el testimonio de una preparación canónica y conforme a las leyes naturales. La empalizada trenzada que sirve de corral al armiño y de envoltorio al mercurio animado, bastaría para explicar el dibujo de los estigmas en cuestión. Mas puesto que nuestra finalidad es definirlos sin equívoco, diremos que la palabra griega χαρακομα, empalizada, derivada de χαρασσω, trazar, grabar, marcar con una señal, tiene así un origen semejante al del término χαρακτηρ, es decir, lineamiento grabado, forma distintiva, carácter. Y el carácter propio del mercurio es, precisamente, el de afectar en su superficie una red de líneas entrecruzadas, trenzadas a la manera de los cestos de mimbre (καλατος), de los cuévanos, banastas, cestones y cestas. Estas figuras geométricas, tanto más aparentes y mejor grabadas cuanto más pura es la materia, son un efecto de la voluntad todopoderosa del Espíritu o de la Luz. Y esta voluntad imprime a la sustancia una disposición exterior cruciforme (χιασμα) y da al mercurio su signatura filosófica efectiva. Ésta es la razón por la cual se compara esta envoltura con las mallas de la red que sirve para pescar el pez simbólico; con el cesto eucarístico que lleva en su espalda el Ιχθυς de las catacumbas romanas; con el pesebre de Jesús, cuna del Espíritu Santo encarnado en el Salvador de los hombres; con el cesto de Baco, que se decía contenía no se sabe qué objeto misterioso; con la cuna de Hércules niño, que estranguló las dos serpientes enviadas por Juno; y con la cuna de Moisés salvado de las aguas; con el pastel de los reyes, que tiene los mismos caracteres; con la galleta de Caperucita roja, la más encantadora creación, acaso, de esas fábulas herméticas que son los Cuentos de mi madre la oca; etcétera.
Pero la impronta significativa del mercurio animado, marca superficial del trabajo del espíritu metálico, no se puede obtener sino tras una serie de operaciones o purificaciones largas, ingratas y repulsivas. Tampoco debe ahorrarse ningún esfuerzo ni temer el tiempo ni la fatiga si se quiere estar seguro del éxito. Hágase lo que se haga o se desee intentar, el espíritu jamás permanecerá estable en un cuerpo inmundo o insuficientemente purificado. La divisa, del todo espiritual, que acompaña a nuestro armiño, lo proclama: Antes la muerte que la mancha. Recuerde el artista uno de los grandes trabajos de Hércules: la limpieza de los establos de Augías: «Hay que hacer pasar sobre nuestra tierra —dicen los sabios— todas las aguas del diluvio». Éstas son imágenes expresivas de la labor que exige la purificación perfecta, obra simple, fácil, pero tan fastidiosa que ha desanimado a gran cantidad de alquimistas más ávidos que laboriosos y más entusiastas que perseverantes.
Artesón 9.— De cuatro cuernos se escapan llamas. La divisa es:
.FRVSTRA.
En vano. Es la traducción lapidaria de los cuatro fuegos de nuestra cocción. Los autores que han hablado de ellos nos los describen como otros tantos grados distintos y proporcionados del fuego elemental que actúa, en el seno del atanor, sobre el rebis filosofal. Al menos, tal es el sentido que se sugiere a los principiantes, y que éstos, sin reflexionar demasiado, se apresuran a poner en práctica.
Sin embargo, los filósofos certifican que jamás hablan más oscuramente que cuando parecen expresarse con precisión. Asimismo, su claridad aparente engaña a los que se dejan seducir por el sentido literal, y no se preocupan en absoluto por asegurarse si concuerda o no con la observación, la razón y la posibilidad de naturaleza. Por ello, debemos prevenir a los artistas que intenten realizar la Obra según este proceso, es decir, sometiendo la amalgama filosófica a las temperaturas crecientes de los cuatro regímenes de fuego, que serán infaliblemente víctimas de su ignorancia y se verán frustrados a causa del resultado inesperado. Que traten en primer lugar de descubrir lo que los antiguos entendían por la expresión figurada del fuego y por la de los cuatro grados sucesivos de su intensidad. Pues no se trata aquí en absoluto del fuego de las cocinas, de nuestras chimeneas o de los hornos altos. «En nuestra Obra —afirma Filaleteo—, el fuego ordinario no sirve más que para alejar el frío y los accidentes que podría causar». En otro lugar de su tratado, el mismo autor dice positivamente que nuestra cocción es lineal, es decir, igual, constante, regular y uniforme de un extremo al otro de la obra. Casi todos los filósofos han tomado como ejemplo del fuego de cocción o maduración la incubación del huevo de gallina, no con vistas a la temperatura que se debe adoptar, sino a la uniformidad y a la permanencia. También aconsejamos vivamente considerar antes que cualquiera otra cosa la relación que los sabios han establecido entre el fuego y el azufre, a fin de obtener esta noción esencial de que los cuatro grados del uno deben corresponder infaliblemente a los cuatro grados del otro, lo que es decir mucho en pocas palabras. Por fin, en su descripción tan minuciosa de la cocción, Filaleteo no omite señalar cuán alejada está la operación real de su análisis metafórico, porque en lugar de ser directa, como se cree por lo general, implica muchas fases o regímenes, simples reiteraciones de una sola y misma técnica. Según nuestra opinión, estas palabras representan lo más sincero de cuanto se ha dicho acerca de la práctica secreta de los cuatro grados del fuego. Y aunque el orden y el desarrollo de estos trabajos estén reservados por los filósofos y se hallen siempre envueltos de silencio, el carácter especial que reviste la cocción comprendida permitirá, no obstante, a los artistas avisados encontrar el medio simple y natural que debe favorecer su ejecución.
Louis Audiat, de quien hemos puesto de manifiesto, en el curso de este estudio, algunas fantasías bastante divertidas, no se ha molestado en solicitar de la ciencia antigua una explicación verosímil de este curioso artesón. «La broma —escribe— se mezcla también en nuestros textos. He aquí una gruesa malicia en una palabra corta: Frustra. ¡Y unos cuernos flamígeros! ¡Resulta vano vigilar a la mujer!»
No creemos que el autor, movido a compasión ante este «testimonio» del adepto desdichado, haya querido mostrar la menor irreverencia por la memoria de su compañera… Pero la ignorancia es ciega, y el infortunio, mal consejero. Louis Audiat habría tenido que saberlo y haberse abstenido de generalizar…