XXXIII. CASTILLO DE DAMPIERRE-SUR-BOUTONNE.
Artesones de la Galería alta - Sexta serie.
Sexta serie.
Artesón 1.— Atravesando las nubes, una mano de hombre lanza contra una roca siete bolas que rebotan hacia aquélla. Este bajo relieve está adornado con la inscripción:
.CONCVSSVS.SVRGO.
Al chocar reboto. Imagen de la acción y la reacción, así como del axioma hermético Solve et coagula, disuelve y coagula.
Un tema análogo se advierte en uno de los artesones del techo de la capilla Lallemant, en Bourges, pero ahí las bolas son remplazadas por castañas. Pues bien, ese fruto, al que su pericarpio espinoso ha valido el nombre vulgar de erizo (en griego εχινος), es una figuración bastante exacta de la piedra filosofal tal como se obtiene por la vía breve. Parece, en efecto, constituida por una especie de núcleo cristalino y translúcido, casi esférico, de color semejante al de balaj, encerrado en una cápsula más o menos espesa, roja, opaca y cubierta de asperezas, que, al final del trabajo, queda a menudo resquebrajada, en ocasiones incluso abierta, como la cáscara de las nueces y las castañas. Se trata, pues, de los frutos de la labor hermética que la mano celeste arroja contra la roca, emblema de nuestra sustancia mercurial. Cada vez que la piedra, fija y perfecta, es afectada por el mercurio a fin de disolverse en él, de nutrirse con él de nuevo y de aumentar en él no sólo en peso y volumen, sino también en energía, vuelve a su estado, a su color y a su aspecto primitivos mediante la cocción. Puede decirse que tras haber tocado el mercurio, la piedra regresa a su punto de partida. Estas fases de caída y ascenso, de disolución y de coagulación caracterizan las multiplicaciones sucesivas que dan a cada renacimiento de la piedra una potencia teórica décuple de la precedente. Sin embargo, y aunque muchos autores no vean ningún límite a esta exaltación, pensamos, con otros filósofos, que sería imprudente, al menos en lo que concierne a la transmutación y a la Medicina, sobrepasar la séptima reiteración. Ésta es la razón por la cual Jean Lallemant y el adepto de Dampierre no han representado más que siete bolas o castañas en los motivos de los que hablamos.
Ilimitada por los filósofos especulativos, la multiplicación es limitada, sin embargo, en el ámbito práctico. Cuanto más progresa la piedra, más penetrante resulta y más rápida es su elaboración: no exige, para cada grado de aumento, más que la octava parte del tiempo requerido por la operación precedente. Por regla general —y consideramos aquí la vía larga—, es raro que la cuarta reiteración reclame más de dos horas; la quinta se resuelve en un minuto y medio, mientras que doce segundos bastarían para consumar la sexta: lo instantáneo de semejante operación la convertiría en impracticable. Por otra parte, la intervención del peso y del volumen, acrecentados sin cesar, obligaría a reservar una parte de la producción a falta de una cantidad proporcional de mercurio, siempre largo y fastidioso de preparar. Finalmente, la piedra multiplicada a los grados quinto y sexto exigiría, dado su poder ígneo, una masa importante de oro puro para orientarla hacia el metal, pues de lo contrario se expondría a perderla por entero. Es preferible, pues, no llevar demasiado lejos la sutileza de un agente dotado ya de una energía considerable, a menos que no se quiera, abandonando el orden de las posibilidades metálicas y médicas, poseer ese mercurio universal, brillante y luminoso en la oscuridad, a fin de construir la lámpara perpetua. Pero el paso del estado sólido al líquido, que debe realizarse en este punto, puesto que es eminentemente peligroso, no puede ser intentado más que por un maestro muy sabio y de consumada habilidad…
De todo cuanto precede, debemos concluir que las imposibilidades materiales señaladas a propósito de la transmutación tienden a arruinar la tesis de una progresión geométrica creciente e indefinida, basada en el número diez, caro a los teóricos puros. Guardémonos del entusiasmo irreflexivo, y no dejemos jamás engatusar nuestro juicio con los argumentos falaces, las teorías brillantes, pero hueras, de los aficionados a lo prodigioso. La ciencia y la Naturaleza nos reservan bastantes maravillas como para satisfacernos sin que experimentemos la necesidad de añadirle, además, Las vanas fantasías.
Artesón 2.— Este bajo relieve nos presenta un árbol muerto de ramas cortadas y raíces descarnadas. No lleva ninguna inscripción, sino sólo dos signos de notación alquímica grabados en un cartucho. Uno, figura esquemática del nivel, expresa el azufre; el otro, triángulo equilátero con el vértice hacia arriba, designa el fuego.
El árbol seco es un símbolo de los metales usuales reducidos de sus minerales y fundidos, a los que las altas temperaturas de los hornos metalúrgicos han hecho perder la actividad que poseían en su yacimiento natural. Por eso, los filósofos los califican de muertos y los reconocen como impropios para el trabajo de la Obra, hasta que estén revivificados o reincrudados, según el término consagrado, por ese fuego interno que no los abandona jamás por completo. Pues los metales, fijados bajo la forma industrial con que los conocemos, conservan todavía, más el fondo de su sustancia, el alma que el fuego vulgar ha encerrado y condensado, pero que no ha podido destruir. Y a esta alma los sabios la han llamado fuego o azufre porque es, en verdad, el agente de todas las mutaciones, de todos los accidentes observados en la materia metálica, y esta semilla incombustible que nada puede destruir por completo, ni la violencia de los ácidos fuertes ni el ardor del horno. Este gran principio de inmortalidad, encargado por Dios mismo de asegurar y mantener la perpetuidad de la especie y de reformar el cuerpo perecedero subsiste y se encuentra hasta en las cenizas de los metales calcinados, cuando éstos han sufrido la disgregación de sus partes y han visto consumir su envoltura corporal.
Los filósofos juzgaron pues, no sin razón, que las cualidades refractarias del azufre y su resistencia al fuego no podían pertenecer más que al mismo fuego o a algún espíritu ígneo. Esto les ha conducido a darle el nombre con el que es designado y que algunos artistas creen proviene de su aspecto, aunque no ofrezca ninguna conexión con el azufre común. En griego, azufre se dice θειον, palabra que procede de θειος, que significa divino, maravilloso, sobrenatural, το θειον no expresa sólo la divinidad, sino también el aspecto mágico y extraordinario de una cosa. Pues bien; el azufre filosófico, considerado como el dios y el animador de la Gran Obra, revela por sus acciones una energía formadora comparable a la del Espíritu divino. Así, y aunque sea preciso atribuir la precedencia al mercurio —para continuar en el orden de las adquisiciones sucesivas—, debemos reconocer que al azufre, alma incomprensible de los metales le debe nuestra práctica su carácter misterioso y, en cierta manera, sobrenatural.
Buscad, pues, el azufre en el tronco muerto de los metales vulgares y obtendréis, al mismo tiempo, ese fuego natural y metálico que es la clave principal de la labor alquímica. «Ahí reside —dice Limojon de Saint-Didier— el gran misterio del arte, pues todos los demás dependen de la inteligencia de éste. Me sentiría satisfecho —añade el autor—, si me fuera permitido explicaros este secreto sin equívoco, mas no puedo hacer lo que ningún filósofo ha creído que le era permisible. Todo cuanto podéis esperar razonablemente de mí es que os diga que el fuego natural es un fuego en potencia que no quema las manos, pero que manifiesta su eficacia por poco que sea excitado por el fuego exterior».
Artesón 3.— Una pirámide hexagonal, hecha de placas de chapa remachada, lleva adosados a sus paredes diversos emblemas de caballería y de hermetismo, piezas de armadura y piezas honorables; tarjas, almete, manguito, guanteletes, corona y guirnaldas. Su epígrafe está extraído de un verso de Virgilio (Eneida, XI, 641):
SIC.ITVR.AD.ASTRA.
Así se inmortaliza. Esta construcción piramidal, cuya forma recuerda la del jeroglífico adoptado para designar el fuego, no es otra cosa que el atanor, palabra con la que los alquimistas señalan el horno filosófico indispensable para la maduración de la Obra. Dos puertas aparecen a los lados y se hallan una frente a otra; obturan ventanas acristaladas que permiten la observación de las fases del trabajo. Otra puerta situada en la base, da acceso al hogar. Finalmente, una plaquita cerca de la cúspide sirve de registro y de boca de evacuación a los gases desprendidos de la combustión. En el interior, si nos remitimos a las descripciones muy detalladas de Filaleteo, Le Tesson, Salmon y otros, así como a las reproducciones de Rupescissa, Sgobbis, Pierre Vicot, Huginus a Barma, etc., el atanor está construido de tal manera que pueda admitir una escudilla de tierra o de metal llamada nido o arena porque el huevo está en ella sometido a la incubación en la arena caliente (latín arena). En cuanto al combustible utilizado para calentar, parece bastante variable, aunque muchos autores concedan su preferencia a las lámparas termógenas.
Por lo menos, esto es lo que los maestros enseñan a propósito de su horno. Pero el atanor, morada del fuego misterioso, reclama una concepción menos vulgar. Por este horno secreto, prisión de una invisible llama, nos parece más conforme al esoterismo hermético entender la sustancia preparada —amalgama o rebis— que sirve de envoltorio y matriz del núcleo central donde dormitan esas facultades latentes que el fuego común pronto va a hacer activas. La materia sola, siendo como es el vehículo del fuego natural y secreto, inmortal agente de todas nuestras realizaciones, es para nosotros el único y verdadero atanor (del griego Αθανατος, que se renueva y no muere jamás). Filaleteo nos dice, a propósito del fuego secreto, del que los sabios no sabrían prescindir, porque él provoca todas las metamorfosis en el seno del compuesto, que es de esencia metálica y de origen sulfuroso. Se lo reconoce como mineral porque nace de la sustancia prima mercurial, fuente única de los metales, y sulfuroso porque este fuego ha tomado, en la extracción del azufre metálico las cualidades específicas del «padre de los metales». Es, pues, un fuego doble —el hombre doble ígneo de Basilio Valentín— que encierra, a la vez las virtudes atractivas, aglutinantes y organizativas del mercurio, y las propiedades secativas, coagulantes y fijativas del azufre. Por pocas nociones que se tengan de filosofía, se comprenderá con facilidad que este doble fuego, animador del rebis, teniendo sólo necesidad del concurso del calor para pasar de la potencia al acto y hacer su potencia efectiva, no podría pertenecer al horno, aunque represente metafóricamente nuestro atanor, es decir, el lugar de la energía y del principio de inmortalidad incluido en el compuesto filosofal. Este doble fuego es el eje del arte y, según la expresión de Filaleteo, «el primer agente que hace girar la rueda y mover el eje». También se le da a menudo el nombre de fuego de rueda, porque parece desarrollar su acción según un sistema circular cuya finalidad es la conversión del edificio molecular, rotación simbolizada en la rueda de la Fortuna y en el Ouroboros.
Así, una vez destruida la materia, mortificada y luego recompuesta en un nuevo cuerpo gracias al fuego secreto que excita el del horno, se eleva gradualmente con ayuda de las multiplicaciones hasta la perfección del fuego puro, velado bajo la figura del inmortal Fénix: sic itur ad astra. Del mismo modo, el obrero, fiel servidor de la Naturaleza, adquiere, con el conocimiento sublime, el elevado título de caballero, la estima de sus iguales, el reconocimiento de sus hermanos y el honor más envidiable de toda la gloria mundana de figurar entre los discípulos de Elías.
Artesón 4.— Cerrado por su estrecha tapadera, con la panza abultada, pero rajada, un vulgar recipiente de barro llena, con su majestad plebeya y agrietada, la superficie de este artesón. Su inscripción afirma que la vasija cuya imagen vemos debe abrirse por sí misma y hacer manifiesta, por su destrucción, la consumación de lo que encierra:
.INTVS.SOLA.FIENT.MANIFESTA.RVINA.
Entre tantas figuras diversas y de emblemas con los que confraterniza, nuestro tema parece tanto más original cuanto que su simbolismo se refiere a la vía seca, llamada también Obra de Saturno, tan raramente traducida en iconografía como descrita en los textos. Basada en el empleo de materiales sólidos y cristalizados, la vía breve (ars brevis), sólo exige el concurso del crisol y la aplicación de temperaturas elevadas. Henckel[297] había entrevisto esta verdad cuando señala que «el artista Elías, citado por Helvecio, pretende que la preparación de la piedra filosofal comience y acabe en cuatro días, y ha mostrado, en efecto, esta piedra aún adherida a los cascos del crisol. Me parece —prosigue el autor— que no sería tan absurdo sacar a discusión si lo que los alquimistas llaman grandes meses no serían días —lo que representaría un espacio de tiempo muy limitado— y si no habría un método en el que toda operación consistiría en mantener largo tiempo las materias en el más elevado grado de fluidez, lo que se obtendría por un fuego violento alimentado por la acción de los fuelles, pero este método no puede realizarse en todos los laboratorios, y tal vez, incluso, no todo el mundo lo consideraría practicable».
Pero a la inversa de la vía húmeda, en la que los utensilios de vidrio permiten el control fácil y la observación justa, la vía seca no puede esclarecer al operador en un momento dado cualquiera del trabajo. Asimismo, aunque el factor tiempo, reducido al mínimo, constituya una ventaja seria en la práctica del ars brevis, como contrapartida, la necesidad de elevadas temperaturas presenta el grave inconveniente de una incertidumbre absoluta en cuanto a la marcha de la operación. Todo acontece en el más profundo misterio en el interior del crisol cuidadosamente cerrado, sumergido en el centro de los carbones incandescentes. Importa, pues, ser muy experimentado y conocer bien el comportamiento y la potencia del fuego, pues, desde el comienzo al fin, no se podría descubrir en él la menor indicación. Todas las reacciones características de la vía húmeda están indicadas en los autores clásicos, por lo que le es posible al artista estudioso adquirir puntos de referencia bastante precisos para autorizarlo a emprender su larga y penosa obra. Aquí, por el contrario, desprovisto de toda guía, el viajero, intrépido hasta la temeridad, se interna en este desierto árido y quemado. No hay ninguna ruta trazada, ningún indicio ni ningún jalón; nada más que la inercia aparente de la tierra, de la roca y de la arena. El brillante calidoscopio de las fases coloreadas no ameniza lo más mínimo su marcha indecisa; prosigue a ciegas su camino, sin otra certidumbre que la de su fe y sin otra esperanza que su confianza en la misericordia divina…
Sin embargo, en la extremidad de su carrera, el investigador advertirá un signo, el único, aquel cuya aparición indica el éxito y confirma la perfección del azufre por la fijación total del mercurio. Este signo consiste en la ruptura espontánea de la vasija. Expirado el tiempo, descubriendo lateralmente una parte de su pared, se observa, cuando la experiencia ha tenido éxito, una o varias líneas de una claridad deslumbradora claramente visibles en el fondo menos brillante de la envoltura. Se trata de las hendiduras reveladoras del feliz nacimiento del joven rey. De la misma manera que al término de la incubación el huevo de gallina se rompe ante el esfuerzo del polluelo, la cáscara de nuestro huevo se rompe en cuanto el azufre está consumado. Entre estos efectos existe una evidente analogía, pese a la diversidad de las causas, pues en la Obra mineral la ruptura del crisol no puede ser atribuida, lógicamente, más que a una acción química, por desgracia imposible de concebir y de explicar. Señalemos, no obstante, que el hecho, muy conocido, se produce con frecuencia bajo el influjo de ciertas combinaciones de menor interés. Así, por ejemplo, si se abandonan crisoles nuevos que hayan servido una sola vez para la fusión de vidrios metálicos, para la producción de hepar sulphuris o de antimonio diaforético, y tras haberlos limpiado bien, se encuentran rajados al cabo de algunos días sin que se pueda descubrir la razón oscura de este tardío fenómeno. La deformación considerable de su panza demuestra que la fractura parece producirse por el empuje de una fuerza expansiva que actúa desde el centro hacia la periferia, a temperatura ambiente y mucho tiempo después del uso de los recipientes.
Señalemos por fin la notable concordancia que existe entre el motivo de Dampierre y el de Bourges (palacio Lallemant, techo de la capilla). Entre los artesones herméticos de éste se ve, asimismo, un cacharro de tierra inclinado cuya abertura, dilatada y muy ancha, está obturada con ayuda de una membrana de pergamino atada a los bordes. La panza, agujereada, deja escapar hermosos cristales de diferentes grosores. La indicación de la forma cristalina del azufre obtenido por vía seca es, pues, muy clara y viene a confirmar, precisándolo, el esoterismo de nuestro bajo relieve.
Artesón 5.— Una mano celeste cuyo brazo está bardado de hierro blande la espada y la espátula. En la filacteria se leen estas palabras latinas:
.PERCVTIAM.ET.SANABO.
Heriré y sanaré. Jesús ha dicho lo mismo: «Te daré muerte y te resucitaré». Pensamiento esotérico de una importancia capital en la ejecución del Magisterio. «Es la primera clave —asegura Limojon de Saint-Didier[298]—, la que abre las prisiones oscuras en las cuales el azufre está encerrado, la que sabe extraer la semilla del cuerpo y forma la piedra de los filósofos por la conjunción del macho con la hembra, del espíritu con el cuerpo, del azufre con el mercurio. Hermes ha demostrado de forma manifiesta la operación de esta primera clave con estas palabras: De cavernis metallorum occultus est, qui lapis est venerabilis, colore splendidus, mens sublimis et mare patens»[299].
El artificio cabalístico bajo el cual nuestro adepto ha disimulado la técnica que Limojon trata de enseñarnos consiste en la elección del doble instrumento figurado en nuestro artesón. La espada que hiere y la espátula encargada de aplicar el bálsamo sanador no son, en verdad, más que un solo y mismo agente dotado del doble poder de matar y resucitar, de mortificar y regenerar, de destruir y organizar. Espátula, en griego, se dice σπαθη, y esta palabra significa igualmente sable, espada, y toma su origen de σπαω, arrancar, extirpar, extraer. Tenemos, pues, la indicación exacta del sentido hermético suministrado por la espátula y la espada. Desde el momento en que el investigador está en posesión del disolvente, único factor susceptible de actuar sobre los cuerpos, de destruirlos y de extraer su semilla, no tendrá más que buscar el sujeto metálico que le parezca más apropiado para cumplir su designio Así, el metal disuelto, triturado y «hecho pedazos» le entregará ese grano fijo y puro, espíritu que lleva en sí, gema brillante de magnífico color, primera manifestación de la piedra de los sabios, Febo naciente y padre efectivo del gran elixir. En un diálogo alegórico entre un monstruo replegado en el fondo de una oscura caverna, provisto de «siete cuernos llenos de aguas», y el alquimista errante que acosa a preguntas a esta bondadosa esfinge, Jacques Tesson[300] hace hablar así a este representante fabuloso de los siete metales vulgares: «Es preciso que sepas —le dice— que he descendido de las regiones celestes y he caído aquí abajo, en estas cavernas de la tierra donde me he nutrido durante un espacio de tiempo, pero ya no deseo más que regresar allá, y el medio de conseguirlo es que me mates y, luego, me resucites; con el instrumento con que me des muerte, me resucitarás. Pues, como dice la blanca paloma, el que me ha matado me hará revivir».
Podríamos hacer una interesante observación a propósito del medio o instrumento expresamente figurado por el brazal de acero de que va provisto el brazo celeste, pues ningún detalle debe desdeñarse en un estudio de esta clase, pero estimamos que no conviene decirlo todo, y preferimos dejar a quien quiera tomarse el trabajo el cuidado de descifrar este jeroglífico complementario. La ciencia alquímica no se enseña. Cada cual debe aprenderla por sí mismo no de manera especulativa, sino con la ayuda de un trabajo perseverante, multiplicando los ensayos y las tentativas, de manera que se sometan siempre las producciones del pensamiento al control de la experiencia. Jamás sabrá nada el que tema el trabajo manual, el calor de los hornos, el polvillo del carbón, el peligro de las reacciones desconocidas y el insomnio de las largas vigilias.
Artesón 6.— Se representa una hiedra enroscada en un tronco de árbol muerto, del que todas las ramas han sido cortadas por la mano del hombre. La filacteria que completa este bajo relieve lleva estas palabras.
.INIMICA.AMICITIA.
La amistad enemiga.
El autor anónimo de la Ancienne Guerre des Chevaliers, en un diálogo entre la piedra, el oro y el mercurio, hace decir al oro que la piedra es un gusano hinchado de veneno, y la acusa de ser la enemiga de los hombres y de los metales. Nada es más cierto, y a tal punto, que otros achacan a nuestro sujeto que contiene un veneno temible cuyo solo olor, afirman, bastaría para provocar la muerte. Sin embargo, de este mineral tóxico está hecha la medicina universal a la que ninguna enfermedad humana resiste por incurable que pueda estar reconocida. Pero lo que le da todo su valor y lo hace infinitamente precioso a los ojos del sabio es la admirable virtud que posee de reavivar los metales reducidos y fundidos, y de perder sus propiedades venenosas comunicándoles su propia actividad. También aparece como el instrumento de la resurrección y de la redención de los cuerpos metálicos, muertos bajo la violencia del fuego de reducción, razón por la cual lleva en su blasón el signo del Redentor, la cruz.
Por lo que acabamos de decir, el lector habrá comprendido que la piedra, es decir, nuestro sujeto mineral, está representado en el presente motivo por la hiedra, plata vivaz, de fuerte olor, nauseabundo, mientras que el metal tiene por representante el árbol inerte y mutilado. Pues no se trata de un árbol seco, simplemente desprovisto de follaje y reducido a su esqueleto, lo que aquí se ve, pues en tal caso expresaría para el hermetista el azufre en su sequedad ígnea; se trata de un tronco voluntariamente mutilado al que la sierra ha amputado sus ramas principales. El verbo griego πριω significa igualmente aserrar, cortar con la sierra y estrechar, apretar, atar fuertemente. Puesto que nuestro árbol aparece a la vez serrado y estrechado, debemos pensar que el creador de estas imágenes ha deseado indicar claramente el metal y la acción disolvente ejercida contra él. La hiedra que abraza el tronco como para ahogarlo traduce bien la disolución por el sujeto preparado, lleno de vigor y vitalidad, pero esta disolución en lugar de ser ardiente, efervescente y rápida, parece lenta, difícil y siempre imperfecta. Y es que el metal, aunque atacado por entero, no está solubilizado más que en parte. Asimismo, se recomienda reiterar con frecuencia la afusión del agua sobre el cuerpo, a fin de extraer de él el azufre o la semilla «que determina toda la energía de nuestra piedra». Y el azufre metálico recibe la vida de su mismo enemigo, en reparación de su enemistad y de su odio. Esta operación que los sabios han llamado reincrudación o regreso al estado primitivo tiene por objeto, sobre todo, la adquisición del azufre y su revivificación por el mercurio inicial. No se debería, pues, tomar al pie de la letra esta vuelta a la materia original del metal tratado, pues una gran parte del cuerpo, formada de elementos groseros, heterogéneos, estériles o mortificados, ya no es susceptible de regeneración. Sea como fuere, al artista le basta obtener este azufre principio, separado del metal abierto y vivificado gracias al poder incisivo de nuestro primer mercurio. Con este cuerpo nuevo, en el que la amistad y la armonía remplazan a la aversión —pues las virtudes y propiedades respectivas de las dos naturalezas contrarias se confunden en él—, el alquimista podrá esperar conseguir, primero, el mercurio filosófico, por mediación de este agente esencial y, luego, el elixir, objeto de sus deseos secretos.
Artesón 7.— Donde Louis Audiat reconoce la figura de Dios Padre, nosotros vemos, simplemente, la de un centauro que oculta a medias una banderola con las siglas del Senado y del pueblo romanos. El conjunto está decorado con un estandarte cuya asta aparece sólidamente hincada en el suelo.
Se trata, pues, con seguridad de una enseña romana, y puede concluirse que el suelo sobre el que flota es también romano Por otra parte, las letras.
.S.P.Q.R.
abreviaturas de las palabras Senatus Populusque Romanus, acompañan de ordinario a las águilas y forman, con la cruz, las armas de la Ciudad eterna.
Esta enseña, colocada a propósito para indicar una tierra romana, nos da que pensar que el filósofo de Dampierre no ignoraba en absoluto el simbolismo particular de Basilio Valentín, Senior Zadith, Mynsicht, etc. Pues estos autores llaman tierra romana y vitriolo romano a la sustancia terrestre que proporciona nuestro disolvente, sin el que sería imposible reducir los metales a agua mercurial o, si se prefiere, a vitriolo filosófico. Pues bien, según Valmont de Bomare[301], «el vitriolo romano, llamado también vitriolo de los adeptos, no es la caparrosa verde, sino una sal doble vitriólica de hierro y cobre». Chambon es de la misma opinión y cita como equivalente el F vitriolo de Salzburgo, que es, asimismo, un sulfato cuproférrico. Los griegos lo llamaban Σωρυ, y los mineralogistas helenos nos lo describen como r una sal de olor fuerte y desagradable que cuando se la machacaba se volvía negra y adquiría una consistencia esponjosa y un aspecto graso.
En su Testamentum, Basilio Valentín señala las excelentes propiedades y las raras virtudes del vitriolo, pero no se reconocerá la veracidad de sus palabras si no se sabe, con antelación, de qué cuerpo está hablando. «El vitriolo —escribe— es un notable e importante mineral al que ningún otro en la Naturaleza podría ser comparado, y ello porque el vitriolo se familiariza con todos los metales más que todas las demás cosas. Se alea muy íntimamente con ellos, pues de todos los metales puede obtenerse un vitriolo o cristal, ya que el vitriolo y el cristal se reconocen como una sola y la misma cosa. Por eso no he querido retrasar perezosamente su mérito, como la razón lo requiere, dado que el vitriolo es preferible a los otros minerales y que debe concedérsele el primer lugar después de los metales. Pues, aunque todos los metales y minerales estén dotados de grandes virtudes, éste, el vitriolo, es el único suficiente para obtener de él y hacer la bendita piedra, lo que ningún otro en el mundo podría conseguir por sí solo a imitación suya». Más adelante, nuestro adepto vuelve sobre el mismo tema y precisa la naturaleza doble del vitriolo romano: «A este propósito digo que es preciso que imprimas vivamente este argumento en tu espíritu, que dirijas por entero tus pensamientos al vitriolo metálico y que recuerdes que te he confiado este conocimiento de que se puede, de Marte y Venus, hacer un magnífico vitriolo en el que los tres principios se encuentren y que a menudo sirven para el nacimiento y producción de nuestra piedra».
Reproduzcamos todavía una observación muy importante de Henckel[302] a propósito del vitriolo. «Entre todos los nombres que han sido dados al vitriolo —dice este autor— no hay uno solo que tenga relación con el hierro. Se le llama siempre chalcantum, chalcitis, cuperosa o cupri rosa, etcétera. Y no sólo entre los griegos y los latinos se ha privado al hierro de la parte que le corresponde en el vitriolo, sino que se ha hecho otro tanto en Alemania, donde todavía hoy se da a todos los vitriolos en general, y sobre todo al que contiene más hierro, el nombre de kupfer Wasser, agua cuprosa o, lo que es lo mismo, de caparrosa».
Artesón 8.— El tema de este bajo relieve es bastante singular. En él se ve a un joven gladiador, casi un niño, esforzándose en destruir con grandes estocadas una colmena llena de pasteles de miel, y de la cual ha retirado la tapadera. Dos palabras componen la enseña:
MELITVS.GLADIVS.
La espada melosa. Esta acción extraña de adolescente fogoso y violento que libra batalla a las abejas como don Quijote a sus molinos no es, en el fondo, más que la traducción simbólica de nuestro primer trabajo, variante original del tema, tan conocido y tan a menudo empleado en hermetismo, del golpear la roca. «Sabido es que tras su salida de Egipto, los hijos de Israel tuvieron que acampar en Refidim (Éxodo, XVII, l; Números, XXXIII, 14), adonde no había agua para que el pueblo bebiera». Por consejo del Eterno (Éxodo, XVII, 6), Moisés golpeó por tres veces con su vara la roca de Horeb, y de la piedra árida surgió una fuente de agua viva. La mitología nos ofrece igualmente algunas réplicas del mismo prodigio. Calímaco (Himno a Júpiter, 31) dice que la diosa Rea, habiendo golpeado con su cetro la montaña arcadia, ésta se abrió en dos y el agua se escapó de ella en abundancia. Apolonio de Alejandría (Argonautas, 1146) relata el milagro del monte Díndimo y asegura que la roca nunca había dado antes nacimiento a la menor fuente. Pausanias atribuye un hecho semejante a Atalanta, la cual, para apagar su sed hizo brotar una fuente golpeando con su jabalina una roca de los alrededores de Cifanto, en la Laconia.
En nuestro bajo relieve, el gladiador ocupa el lugar del alquimista, figurado en otra parte en la figura de Hércules —héroe de los doce trabajos simbólicos— o aún bajo el aspecto de un caballero armado de punta en blanco, como se observa en la portada de Notre-Dame de París. La juventud del personaje expresa esta simplicidad que hay que saber observar a lo largo de toda la obra, imitando y siguiendo de cerca el ejemplo de la Naturaleza. Por otra parte, debemos creer que si el adepto de Dampierre concede la preferencia al gladiador es para significar, sin ninguna duda, que el artista debe trabajar o combatir solo contra la materia. La palabra griega μονομαχος que significa gladiador, está compuesta, en efecto, de μονος, solo, y de μαχομαι combatir. En cuanto a la colmena, debe el privilegio de figurar la piedra a este artificio cabalístico que hace derivar ruche (en francés colmena) de roche (roca en el mismo idioma) por permutación de vocales. El sujeto filosófico, nuestra primera piedra —en griego πετρα— se transparenta claramente bajo la imagen de la colmena o roca, pues πετρα significa, asimismo, peña, roca, términos utilizados por los sabios para designar el sujeto hermético.
Por añadidura, nuestro espadachín, al golpear con porfiados mandobles la colmena emblemática y al cortar al azar sus panales, la convierte en una masa informe, heterogénea de cera, de propóleos y de miel, magma incoherente, verdadero revoltijo (francés méli-mélo), para emplear el lenguaje de los dioses, del que la miel fluye hasta el punto de que impregna la espada, que sustituye a la vara de Moisés. Se trata aquí del segundo caos, resultado del combate primitivo que denominamos cabalísticamente méli-mélo porque contiene miel (μελι) —agua viscosa y glutinosa de los metales—, siempre dispuesta a derramarse (μελλω). Los maestros del arte nos afirman que la obra entera es un trabajo de Hércules, y que es preciso comenzar por golpear la piedra, roca o colmena, que es nuestra materia prima, con la espada mágica del fuego secreto, a fin de determinar el derrame de esta agua preciosa que en cierra en su seno. Pues el sujeto de los sabios apenas es otra cosa que una agua congelada, y por esta razón se le ha dado el nombre de Pegaso (de πηγας, roca, hielo, agua congelada o tierra dura y seca). Y la fábula nos explica que Pegaso, entre otras acciones, hizo brotar de una coz la fuente de Hipocrene. Πηγασος, Pegaso, procede de πηγη, fuente, de tal manera que el corcel alado de los poetas se confunde con la fuente hermética cuyos caracteres esenciales posee: la movilidad de las aguas vivas y la volatilidad de los espíritus.
Como emblema de la materia prima, la colmena se halla a menudo en las decoraciones que toman sus elementos de la ciencia de Hermes. La hemos visto en el techo del palacio Lallemant y entre los paneles de la estufa alquímica de Winterthur. Y ocupa, además, una de las viñetas del juego de la oca, laberinto popular del arte sagrado y compendio de los principales jeroglíficos de la Gran Obra.
Artesón 9.— El sol, atravesando las nubes, dispara sus rayos hacia un niño de pitpit[303] que contiene un huevecillo y que está situado sobre un carro cubierto de césped La filacteria que da su significado al bajo relieve lleva la inscripción:
.NEC.TE.NEC.SINE.TE.
Ni tú, ni sin ti. Alusión al Sol, padre de la piedra, según Hermes y la pluralidad de los filósofos herméticos. El astro simbólico, representado en su esplendor radiante, ocupa el lugar del Sol metálico o azufre que muchos artistas han creído que era oro natural. Error grave, tanto menos excusable cuanto que todos los demás establecen la diferencia existente entre el oro de los sabios y el metal precioso. En efecto, del azufre de los metales hablan los maestros cuando describen la manera de extraer y preparar el primer agente, el cual, por otra parte, no ofrece ninguna semejanza fisicoquímica con el oro vulgar. E igualmente este azufre, junto con el mercurio, colabora a la generación de nuestro huevo, dándole la facultad vegetativa. Este padre real de la piedra es, pues, independiente de ella, pues la piedra procede de él, de donde la primera parte del axioma: nec te. Y como es imposible obtener nada sin la ayuda del azufre, la segunda proposición se halla justificada: nec sine te. Pues bien, lo que decimos del azufre es verdadero para el mercurio, de manera que el huevo, manifestación de la nueva forma metálica emanada del principio mercurial, si debe su sustancia al mercurio o Luna hermética, obtiene su vitalidad y su posibilidad de desarrollo del azufre o Sol de los sabios.
En resumen, es filosóficamente exacto asegurar que los metales están compuestos de azufre y mercurio, como lo enseña Bernardo Trevisano; que la piedra, aunque formada por los mismos principios, no da en absoluto nacimiento a un metal; que, finalmente, el azufre y el mercurio, considerados en estado aislado, son los únicos progenitores de la piedra, pero no pueden ser confundidos con ella. Nos permitimos atraer la atención del lector sobre este hecho de que la cocción filosofal del rebis da como resultado un azufre, y no una unión irreductible de sus componentes, y que este azufre, por asimilación completa del mercurio, reviste propiedades particulares que tienden a alejarlo de la especie metálica. Y sobre esta constante de efecto está fundada la técnica de multiplicación y de acrecentamiento, porque el azufre nuevo permanece siempre susceptible de absorber una cantidad determinada y proporcional del mercurio.