VIII

XXXII. CASTILLO DE DAMPIERRE-SUR-BOUTONNE.

Artesones de la Galería alta - Quinta serie.

Quinta serie.

Artesón 1.— Un vampiro cornudo, velludo, provisto de alas membranosas, nervudas y provistas de garras, y con los pies y manos en forma también de garras, aparece representado en cuclillas. La inscripción pone en boca de este personaje de pesadilla los siguientes versos en español:

.MAS.PENADO.MAS.PERDIDO

.Y.MENOS.AREPANTIDO.

Este diablo, imagen de la tosquedad material opuesta a la espiritualidad, es el jeroglífico de la primera sustancia mineral, tal como se encuentra en los yacimientos metalíferos a donde los mineros van a arrancarla. Se la veía en otro tiempo representada, bajo la figura de Satán, en Notre-Dame de París, y los fieles, en testimonio de menosprecio y aversión, iban a apagar sus cirios introduciéndoselos en la boca, que mantenía abierta Para el pueblo era maistre Pierre du Coignet, la maîtresse pierre du coin (la piedra maestra del rincón), es decir, nuestra piedra angular y el bloque primitivo sobre el que está edificada toda la Obra.

Hay que convenir en que para ser simbolizado con apariencias deformes y monstruosas —dragón, serpiente, vampiro, diablo, tarasca, etc.—, este desdichado sujeto debe haber sido muy poco favorecido por la Naturaleza. En realidad, su aspecto nada tiene de seductor. Negro, cubierto de láminas escamosas a menudo revestidas de puntos rojos o de envoltura amarilla, friable y deslucida, de olor fuerte y nauseabundo que los filósofos definen toxicum e venenum, mancha los dedos cuando se toca y parece reunir todo cuanto puede desagradar. Sin embargo, se trata de esa primitiva materia de los sabios, vil y despreciada por los ignorantes, que es la única dispensadora del agua celeste, nuestro primer mercurio y el gran alkaest[285]. Es el leal servidor y la sal de la tierra que Madame Hillel-Erlanger llama Gitty y que hace triunfar a su dueño del dominio de Vera[286]. También se ha llamado disolvente universal no porque sea capaz de resolver todos los cuerpos de la Naturaleza —lo cual han creído algunos equivocadamente—, sino porque lo puede todo en ese pequeño universo que es la Gran Obra. En el siglo XVII, época de discusiones apasionadas entre químicos y alquimistas acerca de los principios de la antigua ciencia, el disolvente universal fue objeto de ardientes controversias. J.-H. Pott[287], que se aplicó a reconstituir las numerosas fórmulas de menstruos y se esforzó por dar de ellas un análisis razonado, nos aporta, sobre todo, la prueba de que ninguno de sus inventores comprendió lo que los adeptos entienden por su disolvente. Aunque éstos afirmen que nuestro mercurio es metálico y homogéneo a los metales, la mayor parte de los investigadores se han obstinado en extraerlo de materias más o menos alejadas del reino animal. Algunos creían prepararlo saturando de espíritu volátil orinoso (amoníaco) un ácido cualquiera, y hacían circular a continuación esa mezcla. Otros exponían al aire orina espesada, con objeto de introducir en ella el espíritu aéreo, etc. Becker (Physica subterranea, Francofurti, 1669) y Bohn (Epístola acerca de la insuficiencia del ácido y del álcali) piensan que «el alkaest es el principio mercurial más puro que se retira del mercurio o de la sal marina por procedimientos particulares». Zobel (Margarita medicinalis) y el autor del Lullius redivivus preparan su disolvente saturando sal amoniacal (ácido clorhídrico) con espíritu de tártaro (tartrato de potasio) y tártaro crudo (carbonato potásico impuro). Hoffman[288] y Poterius volatilizan la sal de tártaro disolviéndola primero en agua, exponiendo el licor a la putrefacción en una vasija de madera de encina, y, luego, sometiendo a la sublimación la tierra que se ha precipitado. «Un disolvente que deja muy atrás a los otros —asegura Pott— es el precipitado que resulta de la mezcla del sublimado corrosivo y de la sal amoniacal. Quienquiera que sepa emplearlo como es debido, podrá considerarlo como un verdadero alkaest». Le Fèvre, Agricola, Robert Fludd, De Nuysement, Le Breton, Etmuller y otros más prefieren el espíritu de rocío, así como los extractos análogos preparados «con las lluvias de tempestad o con la película grasa que sobrenada las aguas minerales». Finalmente, según Lenglet-Dufresnoy[289], Olaüs Borrichius (De Origine Chemiae et in conspectu Chemicorum celebriorum, num. XIV) «señala que el capitán Thomax Parry, inglés, ha visto practicar en 1662 esta misma ciencia (la alquimia) en Fez, en Berbería, y que el gran alcahest, primera materia de todos los filósofos, es conocido desde hace largo tiempo en África por los más hábiles artistas mahometanos».

En resumen, todas las recetas del alkaest propuestas por los autores y que se refieren, sobre todo, a la forma líquida atribuida al disolvente universal son inútiles si no falsas, y buenas sólo para la espagiria. Nuestra materia prima es sólida, y el mercurio que proporciona se presenta siempre bajo el aspecto salino y con una consistencia dura. Y esta sal metálica, como muy justamente dice Bernardo Trevisano, se extrae de la magnesia «por reiterada destrucción de ésta, resolviendo y sublimando». A cada operación, el cuerpo se fragmenta, se disgrega poco a poco, sin reacción aparente, abandonando gran cantidad de impurezas. El extracto, purificado por sublimaciones, pierde igualmente partes heterogéneas, de tal suerte que su virtud se halla condensada al fin en una débil masa, de volumen y peso inferiores a los del sujeto mineral primitivo. Ello es lo que justifica muy exactamente el axioma español, pues cuanto más numerosas son las reiteraciones, más se perjudica al cuerpo roto y disociado, y menos ocasión de arrepentirse tiene la quintaesencia que proviene de aquél; por el contrario, aumenta en fuerza, en pureza y en actividad. Por ello mismo, nuestro vampiro ad quiere el poder de penetrar los cuerpos metálicos, de atraer su azufre o su verdadera sangre, y permite al filósofo asimilarlo al vampiro nocturno de las leyendas orientales.

Artesón 2.— Una corona hecha de hojas y frutos: manzanas, peras, membrillos, etc., está atada con cintas cuyos nudos aprietan igualmente cuatro ramitas de laurel. El epígrafe que lo encuadra nos enseña que nadie lo obtendrá si no cumple las leyes del combate:

.NEMO.ACCIPIT.

.QUI.NON.LEGITIME.CERTAVERIT.

Monsieur Louis Audiat ve en este tema una corona de laurel, lo cual no debería sorprendernos: su observación es a menudo imperfecta y el estudio del detalle apenas lo preocupa. En realidad, no se trata ni de la hiedra con la que se coronaba a los poetas antiguos, ni del laurel dulce en la frente de los vencedores, ni de la palma, cara a los mártires cristianos, ni del mirto, la viña o el olivo de los dioses; se trata, simplemente, de la corona fructífera del sabio. Sus frutos señalan la abundancia de los bienes terrestres, adquirida por la práctica hábil de la agricultura celeste, para provecho y utilidad. Hay algunas ramitas de laurel, de relieve tan poco acusado que apenas se las distingue, y son en honor del laborioso. Y, sin embargo, esta guirnalda rústica que la sabiduría propone a los investigadores sabios y virtuosos no se deja conquistar fácilmente. Nuestro filósofo nos lo dice sin ambages: rudo es el combate que el artista debe librar a los elementos si quieren triunfar de la gran prueba. Como el caballero errante, le es preciso orientar su marcha hacia el misterioso jardín de las Hespérides y provocar al horrible monstruo que impide la entrada en él. Tal es, para permanecer en la tradición, el lenguaje alegórico por el cual los sabios entienden revelar la primera y más importante de las operaciones de la Obra. En verdad, no es el alquimista en persona quien desafía y combate al dragón hermético, sino otra bestia igualmente robusta, encargada de representarlo y a la que el artista, haciendo el papel de espectador prudente, sin cesar dispuesto a intervenir, debe animar ayudar y proteger. Él es el maestro de armas de este duelo extraño y sin piedad.

Pocos autores han hablado de este primer encuentro y del peligro que implica. Que nosotros sepamos, Cyliani es, ciertamente, el adepto que ha llevado más lejos la descripción metafórica que da del asunto. Sin embargo, en ninguna parte hemos descubierto una narración tan detalla da, tan exacta en sus imágenes, tan cercana de la verdad y de la realidad como la del gran filósofo hermético de los tiempos modernos: De Cyrano Bergerac. No es bastante conocido este hombre genial cuya obra mutilada adrede, debía sin duda, abarcar toda la extensión de la ciencia. En cuanto a nosotros, apenas precisamos del testimonio de Monsieur de Sercy[290], que afirma que De Cyrano «recibió del Autor de la Luz y de ese Maestro de las Ciencias (Apolo) luces que nada puede oscurecer, conocimientos a los que nadie puede llegar», para reconocer en él a un verdadero y poderoso iniciado.

De Cyrano Bergerac pone en escena a dos seres fantásticos que figuran los principios Azufre y Mercurio nacidos de los cuatro elementos primarios: la Salamandra sulfurosa, que se complace en medio de las llamas, simboliza el aire y el fuego del cual el azufre posee la sequedad y el ardor ígneo, y la Rémora, campeón mercurial, heredero de la tierra y del agua por sus cualidades frías y húmedas. Estos nombres están escogidos a propósito y nada deben al capricho ni a la fantasía. Σαλαμανδρα en griego, aparece formado por σαλ, anagrama de αλς, sal, y de μανδρα, establo. Es la sal de establo, la sal de orina de los nitrales artificiales, el salitre de los viejos espagiristas —sal petri, sal de piedra— que también designaban con el epíteto de Dragón. Rémora, en griego Εχενηις es el famoso pez que pasaba por detener (según algunos) o dirigir (según otros) los navíos que navegaban por los mares boreales, sometidos a la influencia de la Estrella del Norte. Es el echeneis del que habla el Cosmopolita, el delfín real que los personajes del Mutus Liber se esfuerzan por capturar, el que representa la estufa alquímica de P.-F. Pfau del museo de Winterthur (cantón de Zurich, Suiza), el mismo que acompaña y pilota, en el bajo relieve de la fuente del Vertbois, el navío cargado con una enorme piedra tallada. El echeneis es el piloto de la onda viva, nuestro mercurio, el amigo fiel del alquimista, el que debe absorber el fuego secreto, la energía ígnea de la salamandra y, en fin, mantenerse estable, permanente, siempre victorioso bajo la salvaguardia y la protección de su maestro. Estos dos principios, de naturaleza y tendencias contrarias, de complexión opuesta, manifiestan entre sí una antipatía y una aversión irreductibles. En presencia uno del otro, se atacan furiosamente, se defienden con aspereza, y el combate, sin tregua ni cuartel, no cesa sino por la muerte de uno de los antagonistas. Tal es el duelo esotérico, espantoso pero real, que el ilustre De Cyrano[291] nos narra en estos términos:

«Caminé aproximadamente el espacio de cuatrocientos estadios, al final de los cuales advertí, en mitad de una campiña muy grande, cómo dos bolas que, tras haber girado una en torno a la otra durante mucho tiempo ruidosamente, se acercaban y, luego, retrocedían. Y observé que cuando se producía el encuentro se oían aquellos grandes golpes, pero a fuerza de caminar más adelante, reconocí que lo que de lejos me habían parecido dos bolas eran dos animales, uno de los cuales, aunque redondo por debajo, formaba un triángulo por en medio, y su cabeza, muy elevada, con su roja cabellera que flotaba hacia atrás, se agudizaba en forma de pirámide, su cuerpo aparecía agujereado como una criba, y a través de esos orificios menudos que le servían de poros, veíanse deslizarse llamitas que parecían cubrirlo con un plumaje de fuego.

»Paseándome por los alrededores, me encontré con un anciano muy venerable que contemplaba este famoso combate con tanta curiosidad como yo. Me hizo signo de acercarme, obedecí y nos sentamos el uno junto al otro…

»He aquí cómo me habló: ”En este globo donde estamos se verían los bosques muy claros a causa del gran número de bestias de fuego que los desolan, sin los animales carámbanos, que todos los días, a ruegos de sus amigas las selvas, acuden a curar a los árboles enfermos. Digo curar porque apenas con su boca helada han soplado sobre los carbones de esta peste, la extinguen.

»”En el mundo de la Tierra, de donde vos y yo somos, la bestia de fuego se llama salamandra, y el animal carámbano es conocido por el nombre de rémora. Pues sabréis que las rémoras habitan hacia la extremidad del polo, en lo más profundo del mar Glacial, y que la frialdad evaporada de esos peces, a través de sus escamas, es lo que hace helar en esos parajes el agua de mar aunque sea salada…

»”Esta agua estigia, con la cual se envenenó al gran Alejandro, y cuya frialdad petrificó sus entrañas, era orines de uno de estos animales… Esto, por lo que se refiere a los animales carámbanos.

»”Pero en cuanto a las bestias de fuego, habitan en la tierra, bajo montañas de betún encendido, como el Etna, el Vesubio y el Cabo Rojo. Estas prominencias que veis en la garganta de éste, que proceden de la inflamación de su hígado son…”

»Después de esto, permanecimos sin hablar para prestar atención a ese famoso duelo. La salamandra atacaba con mucho ardor, pero la rémora se sostenía impenetrablemente. Cada acometida que se propinaban engendraba un trueno como sucede en los Mundos de aquí alrededor, donde el encuentro de una nube cálida con una fría excita el mismo ruido. De los ojos de la salamandra surgía, a cada mirada de cólera que dirigía a su enemigo, una luz roja a causa de la cual el aire parecía inflamado. Al volar, sudaba aceite y orinaba ácido nítrico. La rémora, por su parte, corpulenta y cuadrada, mostraba un cuerpo completamente escamoso de carámbanos. Sus anchos ojos parecían dos platillos de cristal, y sus miradas tenían una luminosidad que pasmaba de frío, hasta el punto de que sentía temblar el invierno en cada miembro de mi cuerpo hacia el que se dirigía. Si se me ocurría colocar la mano delante, se me entumecía; el mismo aire, a su alrededor, contagiado de su rigor, espesábase en nieve; la tierra se endurecía bajo sus pasos, y yo podía contar las huellas de la bestia por el número de sabañones que me salieron cuando caminaba por encima de aquéllas.

»Al comienzo del combate, la salamandra, a causa de la vigorosa contención de su primer ardor, había hecho sudar a la rémora, pero a la larga, este sudor se enfrió y esmaltó toda la llanura de una costra de hielo tan resbaladiza, que la salamandra no podía acercarse a la rémora sin caerse. El filósofo y yo nos dimos cuenta de que a fuerza de caerse y levantarse tanta veces, se había fatigado, pues los estallidos de trueno, antes tan espantosos, a que daba lugar el choque con que embestía a su enemiga, ya no eran más que el ruido sordo de estos golpecitos que marcan el fin de una tempestad, y este ruido sordo, amortiguado poco a poco, degeneró en un bufido semejante al de un hierro al rojo que se sumerge en agua fría. Cuando la rémora comprendió que el combate tocaba a su fin por el debilitamiento del choque a causa del cual ella se sentía apenas quebrantada, se levantó sobre un ángulo de su cubo y se dejó caer con todo su peso encima del estómago de la salamandra, con tal éxito que el corazón de la pobre salamandra, donde se había concentrado todo el resto de su ardor, se quebró y dio un estallido tan espantoso que no sé nada en la Naturaleza que se le pueda comparar. Así murió la bestia de fuego, bajo la perezosa resistencia del animal carámbano.

»Algún tiempo después de que la rémora se hubiese retirado, nos acercamos al campo de batalla, y el anciano, habiéndose untado las manos con la tierra sobre la cual aquélla había caminado, a manera de preservativo contra las quemaduras, agarró el cadáver de la salamandra. “Con el cuerpo de este animal —me dijo— ya no tengo que encender fuego en mi cocina, pues con tal de que este cuerpo esté colgado de mis llares, hará hervir y asar todo cuanto yo coloque en el fogón. En cuanto a los ojos, los guardo cuidadosamente; si estuvieran limpios de las sombras de la muerte, los tomaríais por dos pequeños soles. Los ancianos de nuestro Mundo sabían bien cómo prepararlos; es lo que llamaban lámparas ardientes[292], y sólo se las colgaba en las sepulturas pomposas de las personas ilustres. Nuestros contemporáneos las han encontrado al excavar algunas de esas famosas tumbas, pero su ignorante curiosidad las ha estropeado, pues ellos pensaban encontrar, tras las membranas rotas, ese fuego que veían relucir”.

Artesón 3.— Una pieza de artillería del siglo XVI aparece representada en el momento del disparo. Está rodeada de una filacteria que lleva esta frase latina:

.SI.NON.PERCVSSERO.TERREBO.

Si no alcanzo a alguien, al menos, aterrorizaré.

Es evidente que el creador del tema entendía hablar en sentido figurado. Comprendemos que se dirija directamente a los profanos, a los investigadores desprovistos de ciencia, incapaces, por consecuencia, de comprender estas composiciones, pero que se sorprenderán por su número tanto como por su singularidad e incoherencia. Los modernos sabios tomarán este trabajo antiguo por una obra demencial. Y al igual que el cañón mal regulado sorprende sólo por su alboroto, nuestro filósofo piensa con razón que si no puede ser comprendido por todos, todos se sorprenderán del carácter enigmático, extraño y discordante que afectan tantos símbolos y escenas inexplicables.

También creemos que el aspecto curioso y pintoresco de estas figuras retiene sobre todo la atención del espectador, aunque sin esclarecerlo. Esto es lo que ha seducido a Louis Audiat y a todos los autores que se han ocupado de Dampierre. Sus descripciones no son, en el fondo, sino un rumor de palabras confusas, vanas y sin alcance. Pero aunque nulas para la instrucción del curioso, sin embargo, nos aportan el testimonio de que ningún observador, según nuestra opinión, ha sabido descubrir la idea general escondida detrás de estos motivos, ni el elevado alcance de la misteriosa enseñanza que se desprende.

Artesón 4.— Narciso se esfuerza en agarrar, en la charca donde se ha contemplado, su propia imagen, causa de su metamorfosis en flor, a fin de que pueda revivir gracias a sus aguas que le han ocasionado la muerte:

.VT.PER.QVAS.PERIIT.VIVERE.POSSIT.AQVAS.

Los narcisos son vegetales con flores blancas o amarillas, y estas flores los han hecho distinguir por los mitólogos y simbolistas. Ofrecen, en efecto, las coloraciones respectivas de los dos azufres encargados de orientar los dos Magisterios. Todos los alquimistas saben que es preciso servirse exclusivamente del azufre blanco para la Obra con plata, y del azufre amarillo para la Obra solar, evitando con cuidado mezclarlos, según el excelente consejo de Nicolas Flamel, pues resultaría una generación monstruosa, sin porvenir y sin virtud.

Narciso es aquí el emblema del metal disuelto. Su nombre griego, Ναρκισσος proviene de Ναρκη o Ναρκα, entorpecimiento, sopor. Pues bien, los metales reducidos, cuya vida está latente, concentrada, somnolienta, parecen por ello mantenerse en un estado de inercia análogo al de los animales en hibernación o de los enfermos sometidos a la influencia de un narcótico (ναρκωτικος, de ναρκη. También los llamados muertos, por comparación con los metales alquímicos que el arte ha reforzado y vitalizado. En cuanto al azufre extraído por el disolvente —el agua mercurial de la charca—, constituye el único representante de Narciso, es decir, del metal disociado y destruido. Pero al igual que la imagen reflejada por el espejo de las aguas incluye todos los caracteres aparentes del objeto real, asimismo el azufre conserva las propiedades específicas y la naturaleza metálica del cuerpo descompuesto. De manera que este azufre principio, verdadera semilla del metal, encontrando en el mercurio elementos nutritivos vivos y vivificantes, puede generar a continuación un ser nuevo, semejante a él, de esencia superior, sin embargo, y capaz de obedecer a la voluntad del dinamismo evolutivo.

Con razón, pues, Narciso, metal transformado en flor o azufre —pues el azufre, según dicen los filósofos, es la flor de todos los metales— espera volver a hallar la existencia gracias a la virtud particular de las aguas que han provocado su muerte. Si no puede extraer su imagen de la onda que la aprisiona, al menos aquélla le permitirá materializarla en un «doble» en el que hallará conservadas sus características esenciales.

Así, lo que causa la muerte de uno de los principios da la vida al otro, puesto que el mercurio inicial, agua metálica viva, muere para suministrar al azufre del metal disuelto los elementos de su resurrección. Por eso los antiguos han afirmado siempre que era preciso matar al vivo para resucitar al muerto. La puesta en práctica de este axioma asegura al sabio la posesión del azufre vivo, agente principal de la piedra y de las transformaciones que pueden esperarse de ella. Le permite también realizar el segundo axioma de la Obra: unir la vida a la vida uniendo el mercurio primero nacido de la Naturaleza a ese azufre activo para obtener el mercurio de los filósofos, sustancia pura, sutil, sensible y viva. Tal es la operación que los sabios han reservado bajo la expresión de las bodas químicas, del matrimonio místico del hermano y la hermana —pues ambos son de la misma sangre y tienen el mismo origen—, de Gabricio y de Beya, del Sol y de la Luna, de Apolo y de Diana. Este último vocablo ha suministrado a los cabalistas la famosa enseña de Apolonio de Tiana, bajo la cual se ha creído reconocer a un pretendido filósofo, aunque los milagros de este personaje ficticio, de carácter indiscutiblemente hermético, estuvieran, para los iniciados, revestidos con el sello simbólico y consagrados al esoterismo alquímico.

Artesón 5.— El arca de Noé flota sobre las aguas del Diluvio, mientras que, cerca de ella, una barca amenaza con zozobrar. En el cielo de esta representación se leen las palabras

.VERITAS.VINCIT.

La verdad vence. Creemos haber dicho ya que el arca representa la totalidad de los materiales preparados y unidos bajo los nombres diversos de compuesto, rebis, amalgama, etc., los cuales constituyen propiamente el principio de la vida (arché), materia ígnea, base de la piedra filosofal. El griego αρκη significa comienzo, principio, fuente, origen. Bajo la acción del fuego exterior que excita el fuego interno del arché, el compuesto entero se licua y reviste el aspecto del agua, y esta sustancia líquida, que la fermentación agita e hincha, toma, según los autores, el carácter de la inundación diluvial. Al principio amarillenta y fangosa, se le da el nombre de latón, que no es otro que el de la madre de Diana y Apolo, Latona. Los griegos la llamaban Λητω, de λητος en lugar de ληιτος con el sentido jónico de bien común, de casa común (το ληιτον), significativa de la envoltura protectora común al doble embrión[293]. Señalemos, de pasada, que los cabalistas, por uno de esos juegos de palabras que acostumbran hacer, han enseñado que la fermentación debía hacerse con ayuda de una vasija de madera o, mejor, en un tonel cortado en dos, al que aplicaron el epíteto de recipiente de encina. Latona, princesa mitológica, se convierte, en el lenguaje de los adeptos, en la tonelada o el tonel, lo que explica por qué los principiantes llegan a identificar con tanta dificultad la vasija secreta donde fermentan nuestras materias.

Al cabo del tiempo requerido, se ve ascender a la superficie, flotar y trasladarse sin cesar bajo los efectos de la ebullición una delgadísima película en forma de menisco que los sabios han llamado la isla filosófica[294], manifestación primera del espesamiento y de la coagulación. Es la isla famosa de Delos, en griego Δηλος, es decir aparente, claro, cierto, la cual asegura un refugio inesperado a Latona huyendo de la persecución de Juno, y llena el corazón del artista de un gozo sin mezcla. Esta isla flotante que Poseidón, de un golpe con un tridente hizo surgir del fondo del mar, es también el arca salvadora de Noé sobre las aguas del Diluvio. Cum viderem quod aqua sensim crassior —nos dice Hermes—, duriorque fieri inciperet, gaudebam; certo enim sciebam, ut invenirem quod querebam [295].

Progresivamente, y bajo la acción continua del fuego interno, la película se desarrolla, se espesa, gana en extensión hasta recubrir toda la superficie de la masa fundida. La isla moviente queda entonces fijada, y este espectáculo da al alquimista la seguridad de que el tiempo del parto de Latona ha llegado. En este momento, el misterio vuelve. Una nube pesada, oscura, lívida, asciende y se exhala de la isla caliente y estabilizada, cubre de tinieblas esta tierra parturienta, envuelve y disimula las cosas con su opacidad, llena el cielo filosófico de sombras cimerias (κιμβερικον, vestido de luto), y en el gran eclipse del Sol y la Luna oculta a los ojos el nacimiento sobrenatural de los gemelos herméticos, futuros progenitores de la piedra.

La tradición mosaica narra que Dios, hacía el final del Diluvio, hace soplar sobre las aguas un viento cálido que las evapora y las hace descender de nivel. Las cúspides de las montañas emergen del inmenso manto líquido, y el arca va entonces a posarse en el monte Ararat, en Armenia. Noé abre la ventana de la nave y suelta el cuervo, que es, para el alquimista, y en su minúsculo Génesis, la réplica de las sombras cimerias y de esas nubes tenebrosas que acompañan la elaboración oculta de seres nuevos y de cuerpos regenerados.

Mediante estas concordancias y el testimonio material de la labor en sí misma, la verdad se afirma victoriosa, a despecho de los negadores, de los escépticos, de los hombres de poca fe siempre dispuestos a rechazar, en el ámbito de la ilusión y de lo maravilloso, la realidad positiva que no serían capaces de comprender porque no es en absoluto conocida y, menos aún, enseñada.

Artesón 6.— Una mujer aparece arrodillada al pie de una tumba, en la que se lee esta palabra

TAIACIS

La mujer afecta la desesperación más profunda. La banderola que adorna esta figura lleva la inscripción.

.VICTA.JACET.VIRTVS.

La virtud yace vencida. Divisa de André Chénier, nos dice Louis Audiat a guisa de explicación, y sin tener en cuenta el tiempo transcurrido entre el Renacimiento y la Revolución. No se trata aquí del poeta, sino de la virtud del azufre o del oro de los sabios, que reposa bajo la piedra en espera de la descomposición completa de su cuerpo perecedero Pues la tierra sulfurosa disuelta en el agua mercurial, prepara, por la muerte del compuesto, la liberación de esta virtud que es propiamente el alma o el fuego del azufre. Y esta virtud, momentáneamente prisionera del envoltorio corporal, o este espíritu inmortal flotará sobre las aguas caóticas hasta la formación del cuerpo nuevo, como nos lo enseña Moisés en el Génesis (capítulo I, v. 2).

Se trata, pues, del jeroglífico de la mortificación el que tenemos ante los ojos, y se repite también en los grabados de la Pretiosa Margarita novella con la que Pedro Bon de Lombardía ha ilustrado su drama de la Gran Obra. Gran cantidad de filósofos han adoptado este modo de expresión y han velado, bajo temas fúnebres o macabros, la putrefacción especialmente aplicada a la segunda Obra, es decir a la operación encargada de descomponer y licuar el azufre filosófico salido de la primera labor, para convertirlo en elixir perfecto. Basilio Valentin nos muestra un esqueleto en pie sobre su propio ataúd en una de sus Doce claves, y nos pinta una escena de inhumación en otra. Flamel no sólo coloca los símbolos de la Ars Magna en el cementerio de los Inocentes, sino que decora su placa tumular, que se ve expuesta en la capilla del museo de Cluny, con un cadáver comido por los gusanos y con esta inscripción:

De terre suis et en terre retourne.

Senior Zadith encierra, en el interior de una esfera transparente, a un agonizante descarnado. Henri de Linthaut dibuja en una hoja del manuscrito de la Aurore el cuerpo inanimado de un rey coronado, echado en la losa mortuoria, mientras que su espíritu, en la figura de un ángel se eleva hacia una linterna perdida en las nubes Y nosotros mismos, después de estos grandes maestros, hemos utilizado el mismo tema en el frontispicio de El misterio de las catedrales.

En cuanto a la mujer que, en la tumba de nuestro artesón, traduce sus lamentaciones en gestos desordenados, representa la madre metálica del azufre, y a ella corresponde el vocablo singular grabado en la piedra que cubre a su hijo: Taiacis. Este término barroco, nacido sin duda de un capricho de nuestro adepto, no es, en realidad, más que una frase latina de palabras juntadas y escritas al revés, de manera que se lea comenzando por el final: Sic ai at, «Ay, (si) así al menos… (pudiera renacer)». Suprema esperanza en el fondo del dolor supremo. El mismo Jesús tuvo que sufrir en su carne, tuvo que morir y permanecer tres días en el sepulcro, a fin de redimir a los hombres, y resucitar a continuación en la gloria de su encarnación humana y en la consumación de su misión divina.

Artesón 7.— Representada en pleno vuelo, una paloma sostiene en su pico una rama de olivo. Este tema se adorna con la inscripción:

.SI.TE.FATA.VOCANT.

Si los destinos te llaman. El emblema de la paloma con la rama verde nos viene dado por Moisés en su descripción del Diluvio universal. Se dice, en efecto (Génesis, cap. VIII, v. 11), que habiendo dado Noé libertad a la paloma, ésta regresó hacia la noche llevando una rama verde de olivo. Tal es el signo por excelencia de la verdadera vía y de la marcha regular de las operaciones. Pues por ser el trabajo de la Obra un resumen y una reducción de la Creación, todas las circunstancias del trabajo divino deben hallarse en pequeño en el del alquimista. En consecuencia, cuando cl patriarca hace salir del arca al cuervo, debemos entender que se trata, para nuestra Obra, del primer color duradero, es decir del negro, porque consumada la muerte del compuesto, las materias se pudren y adquieren una coloración azul muy oscura cuyos reflejos metálicos permiten comparar con las plumas del cuervo. Por otra parte, la narración bíblica precisa que este pájaro, retenido por los cadáveres, no regresa al arca. Sin embargo, la razón analógica que hace atribuir al color negro el término de cuervo no se funda tan sólo en una identidad de aspecto. Los filósofos también han dado al compuesto que ha alcanzado la descomposición el nombre expresivo de cuerpo azul, y los cabalistas el de cuerpo hermoso no porque sea agradable de ver, sino porque aporta el primer testimonio de actividad de los materiales filosóficos. Sin embargo, pese al signo de feliz presagio que los autores coinciden en reconocer en la aparición del color negro, recomendamos que no se acojan estas demostraciones sino con reserva, no atribuyéndoles más valor del que tienen. Sabemos cuán fácil resulta obtenerlo, incluso en el seno de sustancias extrañas, con tal de que éstas sean tratadas según las reglas del arte. Este criterio es, pues, insuficiente, aunque justifica este axioma conocido de que toda materia seca se disuelve y se corrompe en la humedad que le es natural y homogénea. Es la razón por la cual ponemos en guardia al principiante y le aconsejamos, antes de entregarse a los transportes de un gozo sin mañana, aguardar prudentemente la manifestación del color verde, síntoma del desecamiento de la tierra, de la absorción de las aguas y de la vegetación del nuevo cuerpo formado.

Así, hermano, si el cielo se digna bendecir tu labor, y, según la palabra del adepto, si te fata vocant, obtendrás primero la rama de olivo, símbolo de paz y unión de los elementos, y, luego, la blanca paloma que te la haya traído. Sólo entonces podrás estar seguro de poseer aquella luz admirable, don del Espíritu Santo que Jesús envió al quincuagésimo día (Πεντηκοστη) sobre sus apóstoles bienamados. Tal es la consagración material del bautismo iniciático y de la revelación divina. «Y cuando Jesús salía del agua —nos dice san Marcos (cap. I, v. 10)—, Juan vio de pronto entreabrirse los cielos y descender el Espíritu Santo sobre él en forma de paloma».

Artesón 8.— Dos antebrazos cuyas manos se unen salen de un cordón de nubes. Tienen por divisa

.ACCIPE.DAQVE.FIDEM.

Recibe mi palabra y dame la tuya. Este motivo no es, en definitiva, más que una traducción del signo utilizado por los alquimistas para expresar el elemento agua. Nubes y brazos componen un triángulo con el vértice dirigido hacia abajo, jeroglífico del agua, opuesto al fuego, que simboliza un triángulo semejante, pero invertido.

Es cierto que no podría comprenderse nuestra primera agua mercurial bajo este emblema de unión, ya que ambas manos estrechadas en pacto de fidelidad y adhesión pertenecen a dos individualidades distintas. Hemos dicho, y lo repetimos aquí, que el mercurio inicial es un producto simple y el primer agente encargado de extraer la parte sulfurosa e ígnea de los metales. No obstante, si la separación del azufre por este disolvente le permite retener algunas porciones de mercurio, o le permite a este último absorber cierta cantidad de azufre, aunque estas combinaciones puedan recibir la denominación de mercurio filosófico, no se debe esperar, sin embargo, realizar la piedra por medio de esta sola mezcla. La experiencia demuestra que el mercurio filosófico, sometido a la destilación, abandona con facilidad su cuerpo fijo, dejando el azufre puro en el fondo de la retorta. Por otra parte, y pese a la seguridad de los autores que conceden al mercurio la preponderancia en la Obra, comprobamos que el azufre se designa a sí mismo como el agente esencial, pues, en definitiva, él es el que permanece, exaltado bajo el nombre de elixir o multiplicado bajo el de piedra filosofal, en el producto final de la obra. Así, el mercurio, cualquiera que sea, permanece sometido al azufre, pues es el servidor y el esclavo, el cual, dejándose absorber, desaparece y se confunde con su dueño. En consecuencia, como la medicina universal es una verdadera generación y toda generación no puede consumarse sin el concurso de dos factores, de especie semejante pero de sexo diferente, debemos reconocer que el mercurio filosófico es importante para producir la piedra, y esto porque está solo. Él, sin embargo, desempeña en el trabajo el papel de la hembra, pero ésta dicen d’Espagnet y Filaleteo, debe estar unida a un segundo macho si se desea obtener el compuesto conocido bajo el nombre de rebis, materia prima del Magisterio.

El misterio de la palabra escondida o verbum dimissum, que nuestro adepto ha recibido de sus predecesores, nos lo transmite bajo el velo del símbolo. Para su conservación nos pide nuestra propia palabra, es decir, el juramento de no descubrir lo que ha juzgado que debía mantener secreto: accipe daque fidem.

Artesón 9.— En un suelo rocoso, dos palomas, desgraciadamente decapitadas, se hallan una frente a la otra. Tienen por epígrafe el adagio latino

.CONCORDIA.NVTRIT.AMOREM.

La concordia nutre el amor. Verdad eterna, cuya aplicación hallamos en todas partes aquí abajo, y que la Gran Obra confirma con el ejemplo más curioso que sea posible encontrar en el orden de las cosas minerales. Toda la obra hermética no es, en efecto, más que una armonía perfecta realizada a partir de las tendencias naturales de los cuerpos inorgánicos entre sí, de su afinidad química y, si la palabra no es desorbitada, de su amor recíproco.

Las dos aves que componen el tema de nuestro bajo relieve representan las famosas palomas de Diana, objeto de la desesperación de tantos investigadores, y célebre enigma que imaginó Filaleteo para recubrir el artificio del doble mercurio de los sabios. Proponiendo a la sagacidad de los aspirantes esa oscura alegoría, el gran adepto no se ha extendido lo más mínimo acerca del origen de estas aves. Tan sólo enseña, de la manera más breve, que «las palomas de Diana están envueltas inseparablemente en los abrazos eternos de Venus». Pues bien, los alquimistas antiguos colocaban bajo la protección de Diana «la de los cuernos lunares» este primer mercurio del que tantísimas veces hemos hablado dándole el nombre de disolvente universal. Su blancura y su brillo argentino le valieron también el epíteto de Luna de los filósofos y de Madre de la piedra. En este sentido lo entiende Hermes cuando dice, hablando de la Obra: «El Sol es su padre y la Luna, su madre». Limojon de Saint-Didier, para ayudar al investigador a descifrar el enigma, escribe en Entretien d’Eudoxe et de Pyrophile: «Considerad, finalmente, por qué medios enseña Jabir a realizar las sublimaciones requeridas para este arte. En cuanto a mí, no puedo hacer sino formular el mismo deseo que otro filósofo: Sidera Veneris, et corniculatae Dianae tibi propitia sint [296]».

Se puede, pues, considerar las palomas de Diana como dos partes de mercurio disolvente —las dos puntas del creciente lunar—, contra una de Venus, que debe mantener estrechamente abrazadas a sus palomas favoritas. La correspondencia se halla confirmada por la doble cualidad, volátil y aérea, del mercurio inicial cuyo emblema ha sido siempre tomado de entre los pájaros, y por la materia misma de donde proviene el mercurio, tierra rocosa, caótica y estéril sobre la cual las palomas reposan.

Cuando, nos dice la Escritura, la Virgen María hubo cumplido, según la ley de Moisés, los siete días de la purificación (Éxodo, XIII, 2) José la acompañó al templo de Jerusalén, a fin de presentar en él al Niño y a ofrendar la víctima, conforme a la ley del Señor (Levítico, XII, 6, 8), a saber: una pareja de tórtolas o dos polluelos de paloma. Así aparece, en el texto sagrado, el misterio del ornitógalo, la famosa leche de los pájaros —Ορνιθων γαλα—, de la que los griegos hablaban como de una cosa extraordinaria y muy rara. «Ordeñar la leche de los pájaros» (Ορνιθων γαλα αμελγειν) era, entre ellos, un proverbio que equivalía a triunfar, a conocer el favor del Destino y el éxito en toda empresa. Y debemos convenir en que es preciso ser un elegido de la Providencia para descubrir las palomas de Diana y para poseer el ornitógalo, sinónimo hermético de la leche de la virgen, símbolo caro a Filaleteo. Ορνις, en griego, designa no sólo al ave en general, sino más expresamente al gallo y a la gallina, y tal vez de ahí deriva el vocablo ορνιθως gala, leche de gallina obtenida disolviendo una yema de huevo en leche caliente. No insistiremos en estas relaciones, porque desvelarían la operación secreta escondida bajo la expresión de las palomas de Diana. Digamos, sin embargo, que las plantas llamadas ornitógalos son liliáceas bulbosas, con flores de un hermoso color blanco, y se sabe que el lirio es, por excelencia, la flor de María.