VII

XXXI. CASTILLO DE DAMPIERRE-SUR-BOUTONNE.

Artesones de la Galería alta - Cuarta serie.

Cuarta Serie.

Artesón 1.— Este bajo relieve nos presenta una roca a la que el mar, furioso, amenaza con tragar, pero dos querubines soplan sobre las olas y apaciguan la tempestad. La filacteria que acompaña esta figura exalta la constancia en los peligros:

.IN.PERICVLIS.CONSTANTIA.

virtud filosófica que el artista debe saber conservar durante el curso de la cocción y, sobre todo, al comienzo de ésta cuando los elementos desencadenados se embisten y se repelen con violencia. Más tarde, pese a la duración de esta fase ingrata, el yugo es menos penoso de soportar, pues la efervescencia se calma y la paz nace, al fin, del triunfo de los elementos espirituales —aire y fuego—, simbolizados por los angelotes, agentes de nuestra misteriosa conversión elemental. Pero, a propósito de esta conversión, acaso no sea superfluo aportar aquí algunas precisiones sobre la manera de producirse el fenómeno, a propósito del cual los antiguos han dado muestras según nuestra opinión, de una reserva excesiva.

Todo alquimista sabe que la piedra está compuesta de los cuatro elementos unidos, mediante una poderosa cohesión, en un estado de equilibrio natural y perfecto. Lo que es menos conocido es la manera como esos cuatro elementos se resuelven en tres principios físicos que el artista prepara y junta según las reglas del arte, teniendo en cuenta las condiciones requeridas. Pues bien: esos elementos primarios, representados en nuestro artesón por el mar (agua), la roca (tierra), el cielo (aire) y los querubines (luz, espíritu, fuego) se reducen a sal, azufre y mercurio, principios materiales y tangibles de nuestra piedra. De estos principios, dos se consideran simples, el azufre y el mercurio, porque se encuentran combinados naturalmente en el cuerpo de los metales. Uno solo, la sal, aparece constituido en parte por sustancia fija y en parte de materia volátil. Sabido es que, en química, las sales, formadas por un ácido y una base, revelan, por su descomposición, la volatilidad de uno lo mismo que la fijeza de la otra. Como la sal participa, a la vez, del principio mercurial por su humedad fría y volátil (aire), y del principio mercurial por su sequedad ígnea y fija (fuego), sirve, pues, de mediador entre los componentes azufre y mercurio de nuestro embrión. Gracias a su cualidad doble, la sal permite realizar la conjunción, que sería imposible sin ella, entre ambos antagonistas, progenitores efectivos del reyezuelo hermético. Así, los cuatro elementos primeros se hallan juntos dos a dos en la piedra en formación, porque la sal posee en sí el fuego y el aire necesarios para la unión del azufre-tierra y del mercurio-agua.

Sin embargo, y aunque los compuestos salinos estén próximos a las naturalezas sulfurosa y mercurial (porque el fuego busca siempre un alimento terrestre y el aire se mezcla de buena gana con el agua), no tienen una afinidad suficiente respecto a los principios materiales y ponderables de la Obra, azufre y mercurio, como para que su sola presencia, su catálisis, sea capaz de evitar todo desacuerdo en este matrimonio filosófico. Al contrario, sólo después de largos debates y de múltiples choques el aire y el fuego, rompiendo su asociación salina, actúan de consuno para restablecer la concordia entre dos seres a los que una simple diferencia de evolución ha separado.

De ello debemos concluir, en la explicación teórica de la conversión de los elementos y de su unión indisoluble al estado de elixir, que la sal es el único instrumento de una armonía duradera, la instigadora de una paz estable y fecunda en resultados felices. Y este mediador pacífico, no contento con intervenir sin cesar durante la elaboración lenta, tumultuosa y caótica de nuestra mixtura, aún contribuye, con su propia sustancia, a nutrir y fortificar el cuerpo nuevamente formado. Imagen del Buen Pastor, que da su vida por sus ovejas, la sal filosófica una vez ha terminado su cometido, muere a fin de que nuestro joven monarca pueda vivir, crecer y extender su voluntad soberana sobre toda la naturaleza metálica.

Artesón 2.— La humedad ha roído la placa de fondo y la ha privado del relieve que tenía antaño. Las rugosidades imprecisas y rudas que subsisten aún podrían pertenecer a algunos vegetales. La inscripción ha sufrido mucho. Algunas letras tan sólo han podido resistir los malos tratos del tiempo:

… M.RI. . .V.RV …

Con tan pocos elementos es imposible reconstruir la frase. Sin embargo, según la obra Paysages et Monuments du Poitou que ya hemos citado, los vegetales serían espigas de trigo y la inscripción debería leerse:

.MIHI.MORI.LVCRVM.

La muerte es lucro para mí. Se trata de una alusión a la necesidad de la mortificación y de la descomposición de nuestra simiente mineral. Pues del mismo modo que el grano de trigo no podría germinar, producir y multiplicarse si la putrefacción no lo hubiera licuado previamente en la tierra, también es indispensable provocar la disgregación del rebis filosofal en el que está incluida la semilla para generar un nuevo ser de naturaleza parecida, pero susceptible de aumentar por sí mismo, tanto en peso y volumen como en poder y virtud. En el centro del compuesto, el espíritu encerrado, vivo, inmortal y siempre presto a manifestar su acción, no aguarda más que la descomposición del cuerpo y la dislocación de sus partes para trabajar en la depuración y, después, en la refección de la sustancia modificada y clarificada con la ayuda del fuego.

Es, pues, la materia, grosera aún, del mercurio filosófico, la que habla en el epígrafe Mihi mori lucrum. No sólo la muerte le asegura el beneficio físico de una envoltura corporal mucho más noble que la primera, sino que, por añadidura, le procura una energía vital que no poseía, y la facultad generadora de la que una mala constitución la había privado hasta entonces.

Tal es la razón por la que nuestro adepto, a fin de dar una imagen sensible de la regeneración hermética por la muerte del compuesto, ha hecho esculpir espigas bajo la divisa parabólica de este pequeño tema.

Artesón 3.— Surgiendo de nubes espesas, una mano cuyo antebrazo aparece ulcerado sostiene una rama de olivo. Este blasón, de carácter mórbido, tiene por enseña:

.PRUDENTI.LINITVR.DOLOR.

El sabio sabe calmar su dolor. La rama de olivo, símbolo de paz y concordia, señala la unión perfecta de los elementos generadores de la piedra filosofal. Y esta piedra, por los conocimientos ciertos que aporta y por las verdades que re vela al filósofo, le permite dominar los sufrimientos morales que afectan a los otros hombres, y vencer los dolores físicos suprimiendo la causa y los efectos de gran número de enfermedades.

La elaboración misma del elixir le demuestra que la muerte, transformación necesaria, pero no aniquilación real, no debe afligirlo. Muy al contrario, el alma, liberada de la carga corporal, goza, en plena expansión, de una maravillosa independencia, toda bañada de esta luz inefable, accesible sólo a los espíritus puros. Sabe que las fases de vitalidad material y de existencia espiritual se suceden unas y otras según las leyes que rigen su ritmo y sus periodos. El alma sólo abandona su cuerpo terrestre para animar otro nuevo. El anciano de ayer es el niño de mañana. Los desaparecidos se vuelven a hallar, los extraviados se aproximan y los muertos renacen. Y la atracción misteriosa que liga entre sí a los seres y las cosas de evolución semejante, reúne, sin que lo sepan, a los que todavía viven y a los que ya no están. Para el iniciado no existe en absoluto separación verdadera y total, y la simple ausencia no puede producirle angustia. A los objetos de sus afectos los reconocerá con facilidad, aunque revestidos de una envoltura distinta, porque el espíritu, de esencia inmortal y dotado de memoria eterna, sabrá hacérselos discernir…

Estas certidumbres, materialmente controladas a lo largo del trabajo de la Obra, le aseguran una serenidad moral indefectible, la calma en mitad de las agitaciones humanas, el menosprecio de los goces mundanos, un estoicismo resuelto y, sobre todo, ese poderoso consuelo que le otorga el conocimiento secreto de sus orígenes y de su destino.

En el plano físico, las propiedades medicinales del elixir colocan a su feliz poseedor al abrigo de las taras y las miserias fisiológicas. Gracias a él, el sabio sabe apaciguar su dolor, Batsdorff[275] asegura que cura todas las enfermedades externas del cuerpo, como úlceras, escrófulas, lobanillos, parálisis, heridas y otras muchas afecciones, disuelto en un licor a propósito y aplicado en el mal mediante un lienzo empapado del licor. Por su parte, el autor de un manuscrito alquímico miniado[276] ensalza igualmente las elevadas virtudes de la medicina de los sabios. «El elixir —escribe— es una ceniza divina, más milagrosa que otra cualquiera, y se reparte como se quiere, según la necesidad que presenta, y no rechaza a nadie, tanto para la salud del cuerpo humano y el alimento de esta vida caduca y transitoria, como para la resurrección de los cuerpos metálicos imperfectos… En verdad, sobrepasa a todas las tríacas y medicinas más excelentes que los hombres hayan podido hacer, por sutiles que sean. Convierte al hombre que lo posee en feliz, serio, próspero, notable, audaz, robusto y magnánimo». Finalmente, Jacques Tesson[277] da a los recién convertidos consejos sabios acerca del empleo del bálsamo universal. «Hemos hablado —dice el autor dirigiéndose al objeto del arte— del fruto de bendición salido de ti. Ahora, diremos cómo es preciso aplicarte. Eres para socorrer a los pobres y no para las pompas mundanas; para curar a los enfermos necesitados y no para los grandes y poderosos de la Tierra. Pues debemos prevenirnos de a quién damos y saber a quién debemos aliviar en las calamidades y enfermedades que afligen a la especie humana. No administres este poderoso medio sino por una inspiración de Dios que lo ve todo, lo conoce todo y lo ordena».

Artesón 4.— He aquí, ahora, uno los símbolos mayores de la Gran Obra: la figura del círculo gnóstico formado por el cuerpo de la serpiente que se devora la cola, y que tiene por divisa la palabra latina:

.AMICITIA.

La amistad. La imagen circular es, en efecto, la expresión geométrica de la unidad, de la afinidad, del equilibrio y de la armonía. Todos los puntos de la circunferencia son equidistantes del centro y están en estrecho contacto los unos con los otros, y realizan un orbe continuo y cerrado que no tiene comienzo y no puede tener fin, lo mismo que Dios en la metafísica, el infinito en el espacio y la eternidad en el tiempo.

Los griegos llamaban a esta serpiente Ouroboros, de las palabras ουρα, cola, y, βορος, devorador. En la Edad Media se la asimilaba al dragón y se le imponía una actitud y un valor esotéricos semejantes a los de la serpiente helénica. Tal es la razón de las asociaciones de reptiles, naturales o rabiosos, que se encuentran casi siempre en los viejos autores. Draco aut serpens gui caudam devoravit; serpens aut lacerta viridis quae propriam caudam devoravit, etc., escriben con frecuencia. En los monumentos, por otra parte, el dragón, que permite más movimiento y pintoresquismo en la composición decorativa, parece agradar más a los artistas, y a él lo representan de preferencia. Puede vérsele en la portada norte de la iglesia de Saint-Armel, en Ploermel (Morbiham), donde muchos dragones adosados a los planos inclinados de los gabletes forman rueda mordiéndose la cola. La célebre sillería del coro de Amiens ofrece también una curiosa figura de dragón con cabeza de caballo y cuerpo alado terminado por una cola decorativa cuya extremidad devora el monstruo.

Dada la importancia de este emblema —es, con el sello de Salomón, el signo distintivo de la Gran Obra—, su significado sigue siendo susceptible de interpretaciones varias. Jeroglífico de unión absoluta, de indisolubilidad de los cuatro elementos y de los dos principios devueltos a la unidad en la piedra filosofal, esta universalidad permite su uso y atribución a las diversas fases de la Obra, puesto que todas se encaminan a la misma meta y están orientadas a la unión, la homogeneidad de las naturalezas primarias y la mutación de su antipatía nativa en amistad sólida y estable. Por regla general, la cabeza del dragón o del Ouroboros señala la parte fija, y su cola, la parte volátil del compuesto. Así lo entiende el comentarista de Marc Fra Antonio[278]: «Esta tierra —dice al hablar del azufre—, por su sequedad ígnea y congénita, atrae hacia sí su propia humedad y la consume, y a causa de esto es comparada al dragón que devora su cola. Por lo demás, no atrae ni asimila a sí su humedad sino porque es de su misma naturaleza». Otros filósofos le destinan para una aplicación distinta, de lo que es testigo Linthaut[279] que lo relaciona con los períodos coloreados: «Hay —escribe— tres colores principales que se deben mostrar en la Obra: el negro, el blanco y el rojo. La negrura, primer color, es llamada por los antiguos dragón venenoso cuando dicen: el dragón devorará su propia cola». El esoterismo es equivalente en el Muy precioso don de Dios, de Jorge Aurach. David de Planis Campy, más alejado de la doctrina, no ve en ello más que una versión de las cohobaciones espagíricas.

En cuanto a nosotros, siempre hemos entendido el Ouroboros como un símbolo completo de la obra alquímica y de su resultado. Pero cualquiera que sea la opinión de los sabios de nuestra época acerca de esa figura, puede estarse seguro, cuando menos, de que todos los atributos de Dampierre, colocados bajo la égida de la serpiente que se muerde la cola se refieren exclusivamente a la Gran Obra y presentan un carácter particular, conforme a las enseñanzas secretas de la ciencia hermética.

Artesón 5.— Otro tema desaparecido y del que nada puede descifrarse. Algunas letras incoherentes aparecen tan sólo en la calcárea disgregada:

… CO.PIA…

Artesón 6.— Una gran estrella de seis rayos resplandece sobre las ondas de un mar en movimiento. Por encima de ella, la banderola lleva grabada esta divisa latina cuya primera palabra se halla escrita en español:

LVZ.IN.TENEBRIS.LVCET.

La luz brilla en las tinieblas. Sin duda causará sorpresa que tomemos por olas lo que otros piensan que son nubes. Pero estudiando la manera como el escultor representa en otros lugares el agua y las nubes, pronto se tendrá la convicción de que no hay por nuestra parte error, desidia o mala fe. Con esta estrella de mar, sin embargo, el autor de la imagen no pretende figurar la asteria común, que no posee más que cinco brazos radiales mientras que la nuestra está provista de seis ramas distintas. Debemos ver aquí, pues, la indicación de un agua estrellada que no es otra cosa que nuestro mercurio prepara lo, nuestra Virgen madre y su símbolo, Stella maris, mercurio obtenido en forma de agua metálica blanca y brillante que los filósofos denominan astro (del griego αστηρ brillante, reluciente). Así, el trabajo del arte hace manifiesto y exterior lo que antes se encontraba difuso en la masa tenebrosa, grosera y vil del sujeto primario. Del caos oscuro hace surgir la luz tras haberla reunido, y esta luz brilla desde ahora en las tinieblas como una estrella en el cielo nocturno. Todos los químicos han conocido y conocen este sujeto, aunque muy pocos saben extraerle la quintaesencia radiante, tan fuertemente hendida en la terrestreidad y opacidad del cuerpo. Por ello, Filaleteo[280] recomienda al estudiante que no menosprecie la signatura astral, reveladora del mercurio preparado. «Ten cuidado —le dice— de regular tu camino según la estrella del Norte que nuestro imán hará aparecer ante ti. Entonces, el sabio se regocijará, pero el alocado, en cambio, considerara el hecho como de poca monta. No aprenderá la sabiduría, e incluso mirará sin comprender su valor ese polo central hecho de líneas entrecruzadas, marca maravillosa del Todopoderoso».

En extremo intrigado por esta estrella, cuya importancia y significado no alcanzaba a explicarse, Hoefer[281] se dirigió a la cábala hebraica. «Iesod () —escribe— significa a la vez fundamento y mercurio, porque el mercurio es el fundamento del arte transmutatorio. La naturaleza del mercurio viene indicada por los nombres (Dios vivo), cuyas letras dan como resultado, por adición entre sí de sus valores numéricos, 49, que es el mismo que resulta de las letras (cocaf), estrella. Pero ¿qué sentido cabe atribuir a la palabra ? Escuchemos a la cábala: El carácter del verdadero mercurio consiste en cubrirse, por la acción del calor, con una película que se aproxima más o menos al color del oro, y esto puede hacerse “incluso en el espacio de una sola noche”. Tal es el misterio que indica la palabra , estrella». Esta exégesis no nos satisface, Una película, del color que sea, en nada se parece a las irradiaciones estrelladas, y nuestros propios trabajos nos garantizan una signatura efectiva que presenta todos los caracteres geométricos y regulares de un astro perfectamente dibujado. También preferimos el lenguaje, menos químico, pero más verdadero, de los maestros antiguos a esta descripción cabalística del óxido rojo de hidrargirio. «Tiene la propiedad de la luz —dice el autor de una obra célebre[282]— de no poder aparecer a nuestros ojos sin estar revestida de algún cuerpo, y es preciso que ese cuerpo sea también apropiado para recibir la luz. Allá, pues, donde está la luz, debe estar necesariamente el vehículo de esa luz. He aquí el medio más fácil para no errar. Busca, pues, con la luz de tu espíritu la luz que está envuelta en tinieblas, y aprende de ello que el sujeto más vil de todos según los ignorantes es el más noble según los sabios». En una narración alegórica concerniente a la preparación del mercurio, Trismosin[283] es más categórico aún: afirma, como nosotros, la realidad visual del sello hermético. «Al romper el día —dice nuestro autor—, se vio salir por encima de la persona del rey una estrella muy resplandeciente, y la luz del día iluminó las tinieblas». En cuanto a la naturaleza mercurial del soporte de la estrella (que es el cielo de los filósofos), Nicolas Valois[284] nos la da a entender con claridad en el pasaje siguiente: «Los sabios —dice— llaman su mar a la Obra entera, y a partir del momento en que el cuerpo es reducido a agua, de la que se compuso primariamente, aquélla es llamada agua de mar porque se trata en verdad de un mar en el que muchos sabios navegantes han naufragado por no tener ese astro como guía, que no faltará jamás a quienes lo han conocido una vez. Esta estrella conducía a los sabios al nacimiento del Hijo de Dios, y ella misma nos hace asistir al nacimiento de este joven rey». Finalmente, en su Cathécisme ou Instruction pour le grade d’Adepte, anexo a su obra titulada L’Etoile flamboyante, el barón Tschoudy nos informa de que el astro de los filósofos se llamaba así entre los masones. «La naturaleza —dice— no es en absoluto visible aunque actúe visiblemente, pues no es más que un espíritu volátil que hace su oficio en los cuerpos y que está animado por el espíritu universal que conocemos, en masonería vulgar, bajo el respetable emblema de la estrella flameante».

Artesón 7.— Al pie de un árbol cargado de frutos, una mujer planta en la tierra muchos carozos. En la filacteria, una de cuyas extremidades arranca del tronco y la otra se desarrolla del personaje, se lee esta frase latina:

.TV.NE.CEDE.MALIS

No cedas a los errores. Se trata de un estímulo para perseverar en la vía seguida y en el método empleado que da nuestro filósofo al buen artista, el cual se complace en imitar ingenuamente a la simple naturaleza más bien que a perseguir vanas quimeras.

Los antiguos designaban a menudo la alquimia con el nombre de agricultura celeste, porque ofrece, en sus leyes, en sus circunstancias y en sus condiciones la más estrecha relación con la agricultura terrestre. Apenas hay autor clásico que no tome sus ejemplos y establezca sus demostraciones sobre los trabajos campestres. La analogía hermética aparece así fundada en el arte del cultivador. Al igual que es preciso un grano para obtener una espiga —nisi granum frumenti—, es indispensable tener en primer lugar la semilla metálica, a fin de multiplicar el metal. Pues bien: cada fruto lleva en sí su semilla, y todo cuerpo, cualquiera que sea, posee la suya. El punto delicado, que Filaleteo llama el eje del arte, consiste en saber extraer del metal o del mineral esta semilla primera. Es la razón por la cual el artista debe, al comienzo de su obra, descomponer por entero lo que ha sido reunido por la Naturaleza, pues «quienquiera ignore el medio de destruir los metales, ignora, asimismo, el de perfeccionarlos». Habiendo obtenido las cenizas del cuerpo, éstas serán sometidas a la calcinación, que quemará las partes heterogéneas, adustibles, y dejará la sal central, semilla incombustible y pura que la llama no puede vencer. Los sabios le han aplicado los nombres de azufre, primer agente u oro filosófico.

Pero todo grano capaz de germinar, de crecer y de fructificar reclama una tierra propicia El alquimista tiene necesidad, a su vez, de un terreno apropiado para la especie y la naturaleza de su semilla. También aquí deberá recurrir tan sólo al reino mineral. Ciertamente, este segundo trabajo le costará más fatiga y tiempo que el primero. Y ello también concuerda con el arte del cultivador. ¿Acaso no vemos todos los cuidados de este último dirigidos hacia una exacta y perfecta preparación del suelo? Mientras que las siembras se efectúan con rapidez y sin gran esfuerzo, la tierra, por el contrario, exige muchas labores, una justa proporción de abono, etc., trabajos éstos penosos y de gran esfuerzo cuya analogía se encuentra en la Gran Obra filosofal.

Que los verdaderos discípulos de Hermes estudien, pues, los medios simples y eficaces capaces de aislar el mercurio metálico, madre y nodriza de esta semilla de la que nacerá nuestro embrión; que se apliquen a purificar este mercurio y a exaltar sus facultades, a semejanza del campesino que aumenta la fecundidad del humus aireándolo con frecuencia e incorporándole los productos orgánicos necesarios. Sobre todo, que desconfíen de los procedimientos sofísticos, fórmulas caprichosas para uso de los ignorantes o los ácidos. Que interroguen la Naturaleza, observen la forma en que opera, sepan discernir cuáles son sus medios y se ingenien para imitarla de cerca. Si no se dejan desanimar y no ceden lo más mínimo a los errores, extendidos profusamente incluso en los mejores libros, sin duda acabarán por ver el éxito coronar sus esfuerzos. Todo el arte se resume en descubrir la semilla, azufre o núcleo metálico, arrojarla en una tierra específica o mercurio, y, luego, en someter estos elementos al fuego, según un régimen de cuatro temperaturas crecientes que constituyen las cuatro estaciones de la Obra. Pero el gran secreto es el mercurio, y en vano se buscará su operación en las obras de los más célebres autores. También es preferible ir de lo conocido a lo desconocido por el método analógico, si se desea aproximarse a la verdad sobre una materia que ha constituido la desesperación y ha causado la ruina de tantos investigadores más entusiastas que profundos.

Artesón 8.— Este bajo relieve lleva tan sólo la imagen de un escudo circular y la exclamación histórica de la madre espartana:

.AVT.HVNC.AVT.SVPER.HVNC.

O con él o sobre él. La Naturaleza se dirige aquí al hijo de la ciencia que se dispone a emprender la primera operación. Hemos dicho ya que esta manipulación, en extremo delicada, implica un peligro real, pues el artista debe provocar al viejo dragón, guardián del vergel de las Hespérides, obligarlo a combatir y, luego, matarlo sin piedad, si no quiere convertirse en su víctima. Vencer o morir, tal es el sentido velado de la inscripción. Nuestro campeón, pese a su valor, deberá actuar con la mayor prudencia, pues el porvenir de la Obra y su propio destino dependen de este primer éxito.

La figura del escudo —en griego ασπις, abrigo, protección, defensa— le indica la necesidad de un arma defensiva. En cuanto al arma de ataque, deberá emplear la lanza —λογχη, suerte, destino— o el estoque —διαληψις, separación—. A menos que prefiera recurrir al medio del que se sirvió Belerofonte que cabalgó sobre Pegaso para dar muerte a la Quimera Los poetas imaginan que hundió profundamente en la garganta del monstruo una jabalina de madera endurecida al fuego y reforzada de plomo. La Quimera, irritada, vomitaba llamas, y entonces el plomo se fundió y fluyó hasta las entrañas de la bestia, y este simple artificio pronto dio cuenta de ella.

Llamamos principalmente la atención del principiante sobre la lanza y el escudo, que son las mejores armas que puede utilizar el caballero experto y seguro de sí, y que figurarán, si sale victorioso del combate, en su escudo simbólico, asegurándole la posesión de nuestra corona.

Así, de labrador se convierte en heraldo (Κηρυξ, de donde procede, en griego Κηρυκιοφορος, el que lleva el caduceo). Otros del mismo coraje y de fe ardiente, más confiados en la misericordia divina que seguros de sus propias fuerzas, abandonaron la espada, la lanza y el sable por la cruz. Éstos vencieron aún mejor, pues el dragón, material y demoníaco, jamás resistió a la efigie espiritual y todopoderosa del Salvador, al signo inefable del Espíritu y de la Luz encarnados: In hoc signo vinces.

Al sabio, se dice, le bastan pocas palabras, y nosotros estimamos haber hablado lo suficiente para quienes deseen tomarse la molestia de comprendernos.

Artesón 9.— Una flor campestre que tiene aspecto de amapola recibe la luz del sol que brilla encima de ella. Este bajo relieve ha sufrido a causa de condiciones atmosféricas desfavorables o, tal vez, de una mala calidad de la piedra. La inscripción que adornaba una banderola cuya huella aún se ve está por completo borrada. Como hemos analizado con anterioridad un tema semejante (serie II, artesón 1), y dado que este motivo es susceptible de muchas y muy diferentes interpretaciones, guardaremos silencio por temor a un posible error, dada la ausencia de su divisa particular.