XXX. CASTILLO DE DAMPIERRE-SUR-BOUTONNE.
Artesones de la Galería alta - Tercera serie.
Tercera Serie.
Artesón 1.— Situada en su armazón, medio oculta en el mollejón, una muela de arenisca sólo aguarda al afilador para ponerse en acción. Sin embargo, el epígrafe de este tema, que debería subrayar su significado, parece, por el contrario, no presentar ninguna relación con él. Con cierta sorpresa, leemos esta inscripción singular:
.DISCIPVLVS.POTIOR.MAGISTRO.
¿Es superior el discípulo al maestro?
Se convendrá sin esfuerzo en que no es necesario apenas un aprendizaje serio para hacer girar una muela, y jamás hemos oído decir que el afilador más hábil, con su ingenio rudimentario hubiera adquirido derechos a la celebridad. Por útil y digno que sea, el oficio de vaciador no requiere en absoluto el concurso de dones innatos de conocimientos especiales, de técnica rara ni del menor título de maestría. Es cierto, entonces, que la inscripción y la imagen tienen otro sentido, claramente esotérico, cuya interpretación vamos a dar[271].
Considerada en sus diversos empleos, la muela es uno de los emblemas filosóficos encargados de expresar el disolvente hermético o ese primer mercurio sin el cual es del todo inútil emprender ni esperar nada provechoso. Él es nuestra única materia capaz de reforzar, animar y vivificar los metales usuales, porque éstos se resuelven fácilmente en ella, se dividen y se adaptan bajo los efectos de una misteriosa afinidad. Y aunque este primitivo sujeto no presente las cualidades ni la potencia del mercurio filosófico, posee, sin embargo, todo cuanto es preciso para convertirse en él, y se convierte, en efecto, con tal de que se le añada sólo la semilla metálica que le falta. De este modo, el arte acude en ayuda de la Naturaleza, permitiendo a esta hábil y maravillosa obrera realizar lo que, por falta de medios, de materiales o de circunstancias favorables, había tenido que dejar inacabado. Pues bien, este mercurio inicial, sujeto del arte y nuestro verdadero disolvente, es precisamente la sustancia que los filósofos llaman la única matriz, la madre de la Obra; sin ella, nos sería imposible realizar la descomposición previa de los metales ni, en consecuencia, obtener el húmedo radical o mercurio de los sabios, que es, en verdad, la piedra de los filósofos. De manera que están en lo cierto quienes pretenden hacer el mercurio o la piedra con todos los metales, y también lo están aquéllos que sostienen la unidad de la materia prima y la mencionan como la única cosa necesaria.
Los hermetistas no han escogido la muela al azar como signo jeroglífico del sujeto, y nuestro adepto, ciertamente, ha obedecido a las mismas tradiciones otorgándole un lugar en los artesones de Dampierre. Se sabe que las muelas tienen una forma circular, y que el círculo es el signo convencional de nuestro disolvente, así como, por otra parte, de todos los cuerpos susceptibles de evolucionar por rotación ígnea. Volvemos a hallar el mercurio, indicado de esta manera, en tres láminas del Art du Potier[272], es decir, bajo el aspecto de una muela de molino unas veces movida por un mulo —imagen cabalística de la palabra griega μυλη, muela— como por un esclavo o un personaje de condición vestido a la manera de un príncipe. Estos grabados traducen el doble poder del disolvente natural, el cual actúa sobre los metales como la muela sobre el grano o la arenisca sobre el acero: los divide, los aguza. Hasta tal punto, que, después de haberlos disociado y digerido parcialmente, se encuentra acidificado, toma una virtud cáustica y se vuelve más penetrante de lo que era antes.
Los alquimistas de la Edad Media se servían del verbo acuar para expresar la operación que da al disolvente sus propiedades incisivas. Pues bien, acuar proviene del latín acuo, aguzar, afilar, convertir en cortante y penetrante, lo que corresponde no sólo a la nueva naturaleza del sujeto, sino que concuerda igualmente con la función de la muela de aguzar.
¿Quién es el protagonista de esta obra? Evidentemente, el que aguza y hace girar la muela —ese afilador ausente del bajo relieve—, es decir, el azufre activo del metal disuelto. En cuanto al discípulo, representa el primer mercurio, de cualidad fría y pasiva que algunos denominan fiel y leal servidor y otros, debido a su volatilidad, servus fugitivus, el esclavo fugitivo. Se puede responder, pues, a la pregunta del filósofo, que, dada la diferencia misma de sus condiciones, jamás el alumno podrá elevarse por encima del maestro, pero, por otra parte, cabe asegurar que, con el tiempo, el discípulo, llegado a su vez a maestro, se convertirá en el alter ego de su preceptor. Pues si el maestro desciende hasta el nivel de su inferior en la disolución, lo elevará consigo en la coagulación, y la fijación los convertirá semejantes uno a otro, iguales en virtud, en valor y en poder.
Artesón 2.— La cabeza de Medusa, colocada en un pedestal, muestra su expresión severa y su cabellera entrelazada de serpientes. Está adornada con esta inscripción latina:
.CVSTOS.RERVM.PRVDENTIA.
La prudencia es la guardiana de las cosas. Pero la palabra prudentia tiene un significado más extenso que prudencia o previsión. Designa también la ciencia, la sabiduría, la experiencia y el conocimiento Epigrama y figura concuerdan en representar, en este bajo relieve, la ciencia secreta disimulada bajo los jeroglíficos múltiples y variados de los artesones de Dampierre.
En efecto, la palabra griega Μηδουσα, Medusa, procede de μηδος y expresa el pensamiento del que uno se ocupa, el estudio favorito; μηδος ha formado μηδοσυνη, cuyo sentido evoca la prudencia y la sabiduría. Por otra parte, los mitólogos nos enseñan que Medusa era conocida por los griegos bajo el nombre de Γοργω, es decir, la Gorgona, que servía también para calificar a Minerva o Pallas, diosa de la sabiduría. Acaso se descubriera en esta aproximación la razón secreta de la égida, escudo de Minerva recubierto con la piel de Amaltea, cabra nodriza de Júpiter, y decorada con la máscara de Medusa Ophiotrix. Además de la proximidad que puede establecerse entre la cabra y el carnero —éste portador del vellocino de oro y aquélla provista del cuerno de la abundancia—, sabemos que el atributo de Atenea tenía poder petrificante. Se dice que Medusa convertía en piedra a aquellos cuya mirada se cruzaba con la suya. Finalmente, los mismos nombres de las hermanas de Medusa, Euriale y Esteno, aportan también su parte de revelación. Euriale, en griego Ευρυαλος significa aquello cuya extensión es amplia, vasta, espaciosa. Esteno procede de Σθενος, fuerza, poder, energía. Así, las tres Gorgonas expresan simbólicamente la idea de poder y de extensión propia de la filosofía natural.
Estas relaciones convergentes que nos está prohibido exponer con mayor claridad permiten concluir que, fuera del hecho esotérico preciso mas apenas aflorado, nuestro motivo tiene por misión indicar la sabiduría como fuente y guardiana de todos nuestros conocimientos la guía segura del trabajador a quien descubre los secretos escondidos en la Naturaleza.
Artesón 3.— Colocado en el altar del sacrificio, un antebrazo es consumido por el fuego. La enseña de este emblema ígneo consiste en dos palabras:
.FELIX.INFORTVNIVM.
Feliz infortunio. Aunque el tema parezca, a priori, muy oscuro y sin equivalente en la literatura y la iconografía herméticas, cede, sin embargo, al análisis y concuerda a la perfección con la técnica de la Obra.
El antebrazo humano, que los griegos llamaban simplemente el brazo, βραχιων, sirve de jeroglífico para la vía corta y resumida. En efecto, el adepto, jugando con las palabras como cabalista instruido, disimula bajo el sustantivo, βραχιων, brazo, un comparativo de βραχυς, que se escribe y se pronuncia del mismo modo. Éste significa corto, breve, de poca duración, y forma muchos compuestos, uno de ellos βραχυτης, brevedad. Así, el comparativo βραχιων, breve, homónimo de βραχυτης, brazo, adquiere el sentido particular de técnica breve, ars brevis.
Pero los griegos se servían aún de otra expresión para calificar el brazo. Cuando evocaban la mano, χειρ, aplicaban, por extensión, la idea al miembro superior entero, y le daban el valor figurado de una producción artística, hábil, de un procedimiento especial, de una manera personal de trabajo; en resumen, de un truco adquirido o revelado. Todas estas acepciones caracterizan exactamente las finezas de la Gran Obra en su realización pronta, simple y directa, ya que sólo necesita la aplicación de un fuego muy enérgico a la que se reduce el truco en cuestión. Pues bien: este fuego no sólo es figurado en nuestro bajo relieve por las llamas, sino también por el miembro mismo, cuya mano indica ser un brazo derecho, y es bastante sabido que la locución proverbial «ser el brazo derecho» se aplica siempre al agente encargado de ejecutar la voluntad de un superior, en el caso presente, el fuego.
Junto a estas razones —necesariamente abstractas porque están veladas bajo la forma lapidaria de una imagen concisa— hay otra, concreta, que viene a sostener y confirmar, en el ámbito práctico, la filiación esotérica de las primeras. La enunciaremos diciendo que quienquiera que ignorando el truco de la operación se arriesgue a emprenderla, debe temerlo todo del fuego. Corre un peligro real, y con dificultad puede escapar a las consecuencias de un acto irreflexivo y temerario. ¿Por qué, entonces, se nos dirá, no divulgar ese procedimiento? Responderemos a esto que revelar una manipulación de este orden sería entregar el secreto de la vía corta, y no hemos recibido en absoluto de Dios ni de nuestros hermanos la autorización para descubrir semejante misterio. Ya es mucho que llevemos la solicitud y la caridad hasta prevenir al principiante al que su buena estrella condujera al umbral del antro, de tomar precauciones y redoblar la prudencia. Una advertencia semejante apenas se encuentra en los libros, en extremo sucintos, acerca de todo cuanto se refiere a la Obra breve, pero que el adepto de Dampierre conocía tan perfectamente como Ripley, Basilio Valentín, Filaleteo, Alberto el Grande, Huginus a Barma, Cyliani o Naxágoras.
Sin embargo, y porque juzgamos útil prevenir al neófito, cometería un error si concluyera que tratamos de desalentarlo. Si desea arriesgarse en la aventura, que sea para él la prueba del fuego a la que debían someterse los futuros iniciados de Tebas y de Hermópolis, antes de recibir las sublimes enseñanzas. El brazo en llamas sobre el altar, ¿acaso no es un símbolo expresivo del sacrificio y de la renuncia que exige la ciencia? Todo se paga aquí abajo no con oro sino con la dificultad y el sufrimiento, dejándose a menudo parte de uno mismo, y nunca podría pagarse demasiado cara la posesión del más pequeño secreto, de la verdad más ínfima. Si el aspirante, pues, se considera dotado de la fe y armado del coraje necesarios, le desearemos fraternalmente que salga sano y salvo de esta dura experiencia, la cual termina, lo más a menudo con la explosión del crisol y la proyección del horno. Entonces, se podrá exclamar, como nuestro filósofo: ¡Feliz infortunio! Pues el accidente obligando al aspirante a reflexionar sobre la equivocación cometida, le llevará a descubrir, sin duda, el medio de poder evitarla, así como el truco de la operación regular.
Artesón 4.— Fijada en un tronco de árbol cubierto de hojas y cargado de frutos una banderola desenrollada contiene la inscripción:
.MELIVIS.SPE.LICEBAT.
Podía esperarse algo mejor. Aquí tenemos una imagen del árbol solar que señala el Cosmopolita en su alegoría de la selva verde, que nos dice pertenecer a la ninfa Venus. A propósito de este árbol metálico, el autor, relatando la manera como el viejo Saturno trabaja en presencia del soplador perdido, dice que tomó fruta del árbol solar, la metió en diez partes de cierta agua —muy rara y difícil de procurarse—, y efectuó fácilmente la disolución.
Nuestro adepto oye así hablar del primer azufre, que es el oro de los sabios, fruto verde, no maduro, del arbor scientiae. Si la frase latina evidencia cierta decepción de un resultado normal, y muchos artistas se mostrarían gozosos de obtenerlo, es porque mediante este azufre aún no puede esperarse la transmutación. El oro filosófico, en efecto, no es la piedra. Filaleteo se cuida de prevenir al estudiante de que sólo se trata de la primera materia. Y como este azufre principio, según el mismo autor, requiere una labor interrumpida de alrededor de ciento cincuenta días, es lógico, y sobre todo humano, pensar que un resultado tan mediocre en apariencia no pueda satisfacer al artista, el cual creía por descontado obtener de una tirada el elixir, como se consigue en la vía corta.
Llegado a este punto, el aprendiz debe reconocer la imposibilidad de continuar su trabajo prosiguiendo la operación que le ha procurado el primer azufre. Si quiere ir más lejos, es preciso que vuelva sobre sus pasos, emprenda un segundo ciclo de nuevas pruebas y trabaje un año y, a veces, más, antes de dar con la piedra de primer orden. Pero si la desmoralización no le alcanza, que siga el ejemplo de Saturno y redisuelva en el mercurio, según las proporciones indicadas, este fruto verde que la bondad divina le ha permitido recoger, y acto seguido verá con sus propios ojos sucederse todas las apariencias de una maduración progresiva y perfecta. No nos cansaremos de recordarle, sin embargo, que se encuentra metido en un camino largo y penoso, sembrado de zarzas y cortado por barrancos; que en arte, teniendo en ello más parte que la Naturaleza, las ocasiones de errar y las escuelas son también más numerosas. Que dirija, con preferencia, su atención sobre el mercurio que los filósofos unas veces han llamado doble, no sin causa, y otras, ardiente o aguzado y acuado con su propia sal. Debe saber, antes de efectuar la solución del azufre, que su primera agua —la que le ha dado el oro filosófico— es demasiado simple y débil para servir de alimento a esta simiente solar. Y a fin de vencer la dificultad, que se esfuerce en comprender la alegoría de la matanza de los inocentes de Nicolas Flamel, así como la explicación que de ella da Limojon[273], tan claramente como puede hacerlo un maestro del arte. A partir del momento en que sepa lo que son, metálicamente, esos espíritus de los cuerpos designados por la sangre de los inocentes degollados; en cuanto sepa de qué manera el alquimista opera la diferenciación de los dos mercurios, habrá franqueado el último obstáculo, y nada, por consiguiente, sino su impaciencia, podrá frustrar.
Artesón 5.— Dos peregrinos, provistos cada uno de un rosario, se encuentran próximos a un edificio —iglesia o capilla— que se advierte en segundo plano. De estos hombres de muy avanzada edad, calvos, con la barba larga y el mismo vestido, uno se ayuda en su marcha con ayuda de un bastón; el otro, que tiene el cráneo protegido por un gran capuz, parece manifestar una viva sorpresa ante el suceso y exclama:
.TROPT.TART.COGNEV.TROPT.TOST.LAISSE.
Demasiado tarde conocido; demasiado pronto dejado. Palabras de soplador decepcionado, feliz de encontrar, al fin, al término de su largo camino ese húmedo radical tan ardientemente deseado pero desolado por haber perdido en trabajos vanos el vigor físico indispensable para la realización de la Obra con ese mejor compañero. Pues con seguridad, es nuestro fiel servidor, el mercurio, lo que aquí se figura bajo el aspecto del primer anciano. Un ligero detalle lo señala a la atención del observador sagaz: el rosario que sostiene forma, con el bordón, la imagen del caduceo, atributo simbólico de Hermes. Por otra parte, hemos dicho con frecuencia que la materia disolvente es comúnmente reconocida, entre Lodos los filósofos, por ser el anciano, el peregrino y el viajero del gran Arte, así como lo enseñan Miguel Maier, Estolcio y otros muchos maestros.
En cuanto al viejo alquimista, tan gozoso por este descubrimiento, si hasta el momento no ha sabido dónde encontrar el mercurio, demuestra bastante, sin embargo, hasta qué punto su materia le resulta familiar, pues su propio rosario jeroglífico parlante, representa el círculo coronado por la cruz, símbolo del globo terrestre y signatura de nuestro pequeño mundo. Se comprende entonces por qué el desdichado artista lamenta este conocimiento demasiado tardío, y su ignorancia de una sustancia común que tenía a su alcance, sin pensar jamás que pudiera procurarle el agua misteriosa, buscada en vano en otra parte…
Artesón 6.— En este bajo relieve se representan tres árboles próximos y de tamaño semejante. Dos de ellos muestran su tronco y sus ramas resecos, mientras que el último, que ha permanecido sano y vigoroso, parece ser, a la vez, la causa y el resultado de la muerte de los otros. Este motivo está ornado con la divisa:
.SI.IN.VIRIDI.IN.ARIDO.QVID.
Si esto ocurre con las cosas verdes, ¿qué sucederá con las secas?
Nuestro filósofo plantea así el principio del método analógico, único medio y solo recurso de que dispone el hermetista para la resolución de los secretos naturales. Se puede responder, pues, a partir de este principio, que lo que sucede en el reino vegetal debe hallar su equivalencia en el reino mineral. En consecuencia, si los árboles secos y muertos ceden su parte de alimento y de vitalidad al superviviente plantado a su lado, es lógico considerar a este último como su heredero, aquél al que, al morir, han legado el disfrute total del fondo del que obtenían su subsistencia. Bajo este ángulo y desde este punto de vista, se nos aparece como su hijo o su descendiente. Los tres árboles constituyen así un emblema transparente de la manera como nace la piedra de los filósofos, primer ser o sujeto de la piedra filosofal.
El autor del Triomphe Hermétique[274], rectificando el aserto erróneo de su predecesor, Pierre-Jean Fabre, dice sin ambages que «nuestra piedra nace de la destrucción de dos cuerpos». Precisaremos que de estos cuerpos uno es metálico, y el otro, mineral, y crecen ambos en la misma tierra. La oposición tiránica de su temperamento contrario les impide conformarse el uno al otro para siempre, salvo cuando la voluntad del artista les obliga a ello, sometiendo a la acción violenta del fuego a estos antagonistas resueltos. Tras un largo y duro combate, perecen agotados. De su descomposición se engendra un tercer cuerpo, heredero de la energía vital y de las cualidades mezcladas de sus progenitores difuntos.
Tal es el origen de nuestra piedra, provista desde su nacimiento de la doble disposición metálica, la cual es seca e ígnea, y de la doble virtud mineral, cuya esencia consiste en ser fría y húmeda. Así realiza, en su estado de equilibrio perfecto, la unión de los cuatro elementos naturales que se encuentra en la base de nuestra filosofía experimental. El calor del fuego se haga temperado por la frigidez del aire, y la sequedad de la tierra, neutralizada por la humedad del agua.
Artesón 7.— La figura geométrica que hallamos aquí ornaba con frecuencia los frontispicios de los manuscritos alquímicos de la Edad Media. Se la llamaba comúnmente laberinto de Salomón, y hemos señalado en otro lugar que se encontraba reproducida en las losas de nuestras grandes iglesias ojivales. Esta figura lleva por divisa:
.FATA.VIAM.INVENIENT.
Los destinos hallarán su vía. Nuestro bajo relieve, que caracteriza únicamente la vía larga, revela la intención formal, expresada por la pluralidad de los motivos de Dampierre, de enseñar, sobre todo, la Obra del rico. Pues este laberinto no nos ofrece más que una sola entrada, mientras que las representaciones del mismo tema muestran por lo general tres entradas que corresponden, por otra parte, a los tres pórticos de las catedrales góticas puestas bajo la advocación de la Virgen madre. Una de las entradas, del todo directa, conduce en derechura a la cámara media —donde Teseo da muerte al Minotauro— sin hallar el menor obstáculo: traduce la vía corta, simple, cómoda de la Obra del pobre. La segunda, que conduce igualmente al centro, no desemboca en él sino tras una serie de vueltas, revueltas y circunvoluciones: es el jeroglífico de la vía larga, y hemos dicho que se refiere al esoterismo preferido por nuestro adepto. Finalmente, una tercera galería, cuya abertura es paralela a las anteriores, termina con brusquedad en un callejón sin salida a poca distancia del umbral y no conduce a ninguna parte. Causa la desesperación y la ruina de los errantes, de los presuntuosos de quienes sin estudios serios ni principios sólidos se lanzan, sin embargo, al camino y corren el riesgo de la aventura.
Cualquiera sea su forma y la complicación de su trazado, los laberintos son símbolos elocuentes de la Gran Obra considerada desde el aspecto de su realización material. También los vemos encargados de expresar las dos grandes dificultades que implica la obra: 1.º acceder a la cámara interior, 2.º tener la posibilidad de salir de ella. De estos dos puntos, el primero concierne al conocimiento de la materia —que asegura la entrada— y el de su preparación —que el artista consuma en el centro del dédalo—. El segundo concierne a la mutación, con el concurso del fuego, de la materia preparada. El alquimista reproduce, pues, en sentido inverso, pero con prudencia, lentitud y perseverancia, el recorrido efectuado rápidamente al comienzo de su labor. A fin de no extraviarse, los filósofos le aconsejan que deje puntos de referencia en su camino al partir —para las operaciones que pudiéramos denominar analíticas—, empleando este hilo de Ariadna sin el cual correría el gran riesgo de no poder volver atrás —es decir, de extraviarse en el trabajo de unificación sintética—. A esta segunda fase o período de la Obra se aplica la enseña latina del laberinto. En efecto, a partir del momento en que el compuesto, formado por cuerpos vitalizados, comienza su evolución, el misterio más impenetrable cubre con su velo el orden, la medida, el ritmo, la armonía y el progreso de esta admirable metamorfosis que el hombre no tiene en absoluto la facultad de comprender ni de explicar. Abandonada a su propia suerte y sometida a los rigores del fuego en las tinieblas de su estrecha prisión, la materia regenerada sigue la vía secreta trazada por los destinos.
Artesón 8.— Dibujo borrado, escultura en relieve desaparecida. Tan sólo la inscripción subsiste, y la nitidez de su labra rompe la uniformidad desnuda de la calcárea que la rodea. Se lee en ella:
.MICHI.CELVM.
¡A mí el cielo! Exclamación de ardiente entusiasmo, de gozo exuberante, grito de orgullo, se dirá, de adepto en posesión del Magisterio. Tal vez. Pero ¿es eso lo que quiere dar a entender el pensamiento del autor? Nos permitimos dudarlo, pues basándonos en tantos motivos serios y positivos y en epígrafes de sentido ponderado, preferimos ver ahí la expresión de una esperanza radiante dirigida hacia el conocimiento de las cosas celestes, más bien que la idea presuntuosa y barroca de una ilusoria conquista del empíreo.
Es evidente que el filósofo, habiendo alcanzado el resultado tangible de la labor hermética, no ignora ya cuál es el poder, la preponderancia del espíritu ni la acción en verdad prodigiosa que ejerce sobre la sustancia inerte. Fuerza, voluntad e incluso ciencia pertenecen al espíritu. La vida es la consecuencia de su actividad. El movimiento, la evolución y el progreso son sus resultados. Y puesto que todo procede de él y que todo se engendra y se descubre por él, es razonable creer que, en definitiva, todo debe regresar a él necesariamente. Basta, pues, observar bien sus manifestaciones en la materia grave, estudiar las leyes a las que parece obedecer y conocer sus directrices para adquirir alguna noción de las cosas y de las leyes primeras del Universo. También puede conservarse la esperanza de obtener, por el simple examen de la labor espiritual en la obra hermética, los elementos de una concepción menos vaga de la Gran Obra divina, del Creador y de las cosas creadas. Lo que está abajo es como lo que está arriba, ha dicho Hermes, y por el estudio perseverante de todo cuanto nos es accesible podemos elevar nuestra inteligencia hasta la comprensión de lo inaccesible. Tal es la idea naciente, en el ideal del filósofo, de la fusión del espíritu humano y del espíritu divino, del regreso de la criatura al Creador, al hogar ardiente, único y puro del que, por orden de Dios, debió escapar la chispa mártir, laboriosa e inmortal, para asociarse a la materia vil, hasta la completa consumación de su periplo terrestre.
Artesón 9.— Nuestros predecesores no han reconocido en este pequeño tema más que el símbolo atribuido al rey de Francia Enrique II. Se compone de un simple creciente lunar al que acompaña esta divisa:
.DONEC.TOTVM.IMPLEAT.ORBEM.
Hasta que colme toda la Tierra. No creemos que la interpretación de este emblema, al que Diana de Poitiers permanece por completo extraña, pueda prestarse al menor equívoco. El más joven de los «hijos de ciencia» no ignora en absoluto que la luna, jeroglífico espagírico de la plata, marca la meta final de la Obra al blanco y el período de transición de la Obra al rojo. El color característico de la plata se parece al reino de la Luna, es decir, el blanco. Artefio, Nicolas Flamel, Filaleteo y muchos otros maestros enseñan que, en esta fase de la cocción, el rebis ofrece el aspecto de hilos finos y sedosos, de cabellos extendidos en la superficie y que progresan de la periferia al centro. De ahí el nombre de blancura capilar que sirve para designar esta coloración. La I una, dicen los textos, está entonces en su primer cuarto. Bajo la influencia del fuego, la blancura gana en profundidad, alcanza toda la masa y, en la superficie, cambia al amarillo limón. Es la luna llena. El creciente se ha ampliado hasta formar el disco lunar perfecto: ha llenado por completo el orbe. La materia está provista de cierto grado de fijeza y sequedad, signos seguros de consumación del pequeño Magisterio. Si el artista desea no ir más lejos o no puede conducir la Obra hasta el rojo, no le quedará otra solución que multiplicar esta piedra, volviendo a empezar las mismas operaciones para aumentar su potencia y su virtud. Y estas reiteraciones podrán renovarse tantas veces como lo permita la materia, es decir, mientras esté saturada de su espíritu y éste «colme toda la tierra». Más allá del punto de saturación, sus propiedades cambian. Demasiado sutil, ya no se puede coagular. Se queda así en aceite espeso, luminoso en la oscuridad y, en lo sucesivo, sin acción sobre los seres vivos tanto como sobre los cuerpos metálicos.
Lo que es cierto para la Obra al blanco lo es también para el gran Magisterio. En este último, basta sólo con aumentar la temperatura a partir del momento en que se ha obtenido la blancura cetrina, sin tocar, no obstante, ni abrir la vasija, y a condición de que se haya sustituido, al comienzo, el fermento rojo por azufre blanco. Esto es, por lo menos, lo que recomienda Filaleteo, pero no Flamel, aunque su desacuerdo aparente se explique con facilidad si se conocen bien las directrices de las vías y de las operaciones. Sea como fuere, prosiguiendo la acción del cuarto grado del fuego, el compuesto se disolverá por sí mismo y se sucederán nuevos colores hasta que un rojo débil calificado de flor de melocotonero, que se vuelve poco a poco más intenso a medida que se extiende la sequedad, anuncia el éxito y la perfección de la obra. Enfriada, la materia ofrece una textura cristalina hecha, al parecer, de pequeños rubíes aglomerados, raras veces libres, siempre de elevada densidad y de fuerte brillo, con frecuencia arropados en una masa amorfa, opaca y roja llamada por los antiguos la tierra condenada de la piedra. Este residuo, fácil de separar, no es de ninguna utilidad y debe ser desechado.