XXIX. CASTILLO DE DAMPIERRE-SUR-BOUTONNE.
Artesones de la Galería alta - Segunda serie.
Segunda serie.
Artesón 1.— Espesas nubes interceptan la luz del sol y cubren de sombra una flor agreste que acompaña la divisa
REVERTERE.ET.REVERTAR.
Vuelve y volveré. Esta planta herbácea, por completo fabulosa, era llamada por los antiguos Baraas. Se la encontraba, se dice, en las vertientes del monte Líbano, por encima del camino que conduce a Damasco (es decir, cabalísticamente, al mercurio principio femenino: Δαμαρ, mujer, esposa). No se la veía aparecer más que en el mes de mayo, cuando la primavera aparta de la tierra su lienzo de nieve. En cuanto llega la noche, nos dice Noël, esta planta comienza a inflamarse y a despedir claridad como una pequeña antorcha. Pero en cuanto se hace el día, esta luz desaparece y la hierba se vuelve invisible; las mismas hojas que se han envuelto en pañuelos ya no se encuentran, lo que autoriza la opinión de quienes dicen que esta planta está endemoniada, porque, según ellos, tiene también una propiedad oculta para romper los encantamientos y los sortilegios. Otros aseguran que es capaz de transmutar los metales en oro, y por esta razón los árabes la llaman la hierba del oro, pero no osarían cogerla ni tan siquiera acercarse a ella, por haber experimentado muchas veces, dicen, que esta planta mata súbitamente a quien la arranca del suelo sin tomar las precauciones necesarias, y como ignoran cuáles son esas precauciones, la dejan sin tocarla.
De este pequeño tema se desprende esotéricamente el artificio de la solución del azufre por el mercurio, la planta que expresa la virtud vegetativa de éste y el Sol, la naturaleza ígnea de aquél. La operación es tanto más importante cuanto que conduce a la obtención del mercurio filosófico, sustancia viva, animada, salida del azufre puro radicalmente unido al agua primitiva y celeste. Hemos dicho antes que el carácter exterior, que permite la identificación segura de esta agua, es una figura estrellada e irradiante que la coagulación hacía aparecer en su superficie. Añadamos que la signatura astral del mercurio, como se acostumbra nombrar la huella en cuestión, se afirma con tanta mayor nitidez y vigor cuanto más progresa la animación y se revela más completa.
Pues bien, las dos vías de la Obra necesitan dos maneras diferentes de operar la animación del mercurio inicial. La primera pertenece a la vía corta e implica una sola técnica por La cual se humedece poco a poco el fijo —pues toda materia seca bebe con avidez su húmedo—, hasta que la afusión reiterada del volátil sobre el cuerpo haga hinchar el compuesto y lo convierta en una masa pastosa o de aspecto de jarabe, según el caso. El segundo método consiste en digerir la totalidad del azufre en tres o cuatro veces su peso de agua, decantar a continuación la solución y, luego, desecar el residuo y tomarlo de nuevo con una cantidad proporcional de nuevo mercurio. Cuando la disolución está terminada, se separan las heces, si las hay, y los licores, mezclados, se someten a una lenta destilación al baño. La humedad superflua se halla así desprendida, dejando el mercurio en la consistencia requerida sin ninguna pérdida de sus cualidades y dispuesto a sufrir la cocción hermética.
Esta segunda práctica la expresa simbólicamente nuestro bajo relieve.
Se comprende sin dificultad que la estrella —manifestación exterior del Sol interno— se represente cada vez que una nueva porción de mercurio viene a bañar el azufre no disuelto, y que en seguida éste deja de ser visible para reaparecer en la decantación, es decir, en el punto de partida de la materia astral. «Vuelve —dice el fijo— y volveré». En siete ocasiones sucesivas, las nubes ocultan a las miradas tan pronto la estrella como la flor, según las fases de la operación, de manera que el artista no puede jamás, en el curso del trabajo, advertir simultáneamente los dos elementos del compuesto. Y esta verdad se ve confirmada hasta el final de la Obra, pues la cocción del mercurio filosófico —llamado de otro modo astro o estrella de los sabios— lo transforma en azufre fijo, fruto de nuestro vegetal emblemático, cuya semilla se encuentra así multiplicada en calidad, en cantidad y en virtud.
Artesón 2.— En el centro de este artesón un fruto, que se suele tomar por una pera, pero que con la misma verosimilitud puede ser una manzana o una granada, toma su significado de la leyenda bajo la que figura:
.DIGNA.MERCES.LABORE.
Trabajo dignamente recompensado. Este fruto simbólico no es otro que la gema hermética, piedra filosofal de la Gran Obra o Medicina de los antiguos sabios llamada también absoluto, carboncillo o carbunclo precioso (carbunculus), el Sol brillante de nuestro microcosmos y el astro de la eterna sapiencia.
Este fruto es doble, pues se recolecta a la vez del árbol de la Vida, reservándolo especialmente para los usos terapéuticos, y del Árbol de la Ciencia, si se prefiere emplearlo para la transmutación metálica. Estas dos facultades corresponden a dos estados de un mismo producto, el primero de los cuales caracteriza la piedra roja, translúcida y diáfana, destinada a la Medicina en calidad de oro potable, y el segundo, la piedra amarilla, a la que su orientación metálica y su fermentación por el oro natural han vuelto opaca. Por esta razón, De Cyrano Bergerac[263] atribuye dos colores al fruto del Magisterio en su descripción del árbol emblemático al pie del cual reposa. «Era —escribe— una llana campiña tan abierta que mi vista, alcanzando el máximo, no hallaba en ella ni un solo matorral. Y, sin embargo, al despertarme, me encontré bajo un árbol a cuyo lado los más elevados cedros parecerían hierba. Su tronco era de oro macizo, sus ramas, de plata, y sus hojas, de esmeraldas que sobre el brillante verdor de su preciosa superficie representaban, como en un espejo, las imágenes de la fruta que colgaba alrededor. Mas ¡juzgad si el fruto tendría que envidiar a las hojas! El escarlata inflamado de un grueso carbunclo componía la mitad de cada uno, y el otro variaba entre una crisolita o un fragmento de ámbar dorado. Las flores abiertas eran rosas de diamante muy anchas, y las yemas, gruesas perlas en forma de pera».
Según la habilidad, el cuidado y la prudencia del artesano, el fruto filosófico del arbor scientiae testimonia una virtud más o menos extensa. Pues es indiscutible que la piedra filosofal, empleada para la transmutación de los metales, jamás ha estado dotada del mismo poder. Las proyecciones históricas nos suministran una prueba cierta de ello. En la operación realizada por J B. Van Helmont en su laboratorio de Vilvorde, cerca de Bruselas, en 1618, la piedra transformó en oro 18,740 veces su peso de mercurio líquido. Richtausen, con ayuda del producto que le fue remitido por Labujardière, obtuvo un resultado equivalente a 22,334 veces la unidad. La proyección que realizó Sethon en 1603, en casa del mercader Coch, de Frankfurt del Meno, se efectuó según una proporción igual a 1,155 veces. Según Dippel, el polvo que Láscaris dio a Dierbach transmutaba alrededor de 600 veces su peso de mercurio. Sin embargo, otro fragmento suministrado por Láscaris se mostró más eficaz. En la operación ejecutada en Viena en 1716, en presencia del consejero Pantzer de Hesse, del conde Carlos Ernesto de Rappach, el conde José de Wurben y de Freudenthal, y de los hermanos conde y barón de Metternich, el coeficiente alcanzó una potencia próxima a 10.000. Tampoco es inútil, además, saber que el máximo de producción se realiza por el empleo del mercurio, y que una misma cualidad de piedra proporciona resultados variables según la naturaleza de los metales que sirven de base a la proyección. El autor de las Cartas del Cosmopolita afirma que si una parte del elixir convierte en oro perfecto mil partes de mercurio ordinario, transformará sólo veinte partes de plomo, treinta de estaño, cincuenta de cobre y cien de plata. En cuanto a la piedra al blanco sería incapaz, en el mismo grado de multiplicación, de actuar sobre más de la mitad, aproximadamente, de esas cantidades.
Pero si los filósofos han hablado poco del rendimiento variable de la crisopeya, por el contrario se han mostrado muy prolijos acerca de las propiedades médicas del elixir, así como sobre los efectos sorprendentes que permite obtener en el reino vegetal.
«El elixir blanco —dice Batsdorff[264]— actúa de maravilla en las enfermedades de todos los animales, y en particular en las de las mujeres… pues se trata de la verdadera Luna potable de los antiguos». El autor anónimo de La Clef du Grand Oeuvre[265], continuando el texto de Batsdorff, asegura que «esta medicina posee otras virtudes increíbles. Cuando está en el elixir al blanco, tiene tanta simpatía hacia las damas que puede renovar y volver su cuerpo tan robusto y vigoroso como lo era en su juventud… Para este efecto, se prepara en primer lugar un baño con muchas hierbas odoríferas con las que deben frotarse bien a fin de desengrasarse. A continuación, entran en un segundo baño sin hierbas, pero en el cual se han disuelto, en una medida de alcohol, tres granos del elixir al blanco, que, acto seguido, se echan al agua. Las damas permanecen un cuarto de hora en ese baño, después del cual, y sin secarse, se hacen preparar un gran fuego para hacer secar aquel precioso licor. Se sienten entonces tan fuertes y su cuerpo se vuelve tan blanco, que no podrían imaginarlo de no experimentarlo. Nuestro buen padre Hermes se muestra de acuerdo en esta operación, pero desea que, además de los baños, se tome al mismo tiempo durante siete días seguidos, por vía interna, este elixir. Y añade: Si una dama hace lo mismo todos los años, vivirá exenta de todas las enfermedades a las que están sujetas las demás damas, sin experimentar ninguna incomodidad».
Huginus a Barma certifica que a la piedra fermentada con oro puede ser empleada en Medicina de esta manera: «se tomará un escrúpulo, o veinticuatro granos, que se disolverá, según el arte, en dos onzas de alcohol, y luego se echarán dos, tres y hasta cuatro gotas según la exigencia de la enfermedad en un poco de vino o en algún otro vehículo apropiado»[266]. Al decir de los viejos autores, todas las afecciones que dataran de un mes serian radicalmente curadas en un día; en doce días, si duraban de un año atrás; y en un mes, si su origen se remontara a más de un año.
Pero en esto, como en muchas otras cosas, hay que saber precaverse contra los excesos de la imaginación. En exceso entusiasta, el autor de La Clef du Grand Oeuvre ve maravillas hasta en la disolución espirituosa de la piedra: «Deben salir de ella —pretende el escritor— ardientes chispas doradas, y aparecer en la vasija una infinidad de colores». Eso es ir un poco lejos en la descripción de fenómenos que ningún filósofo señala. Por otra parte, no reconoce límites a las virtudes del elixir: «la lepra, la gota, la parálisis, la piedra, el mal caduco, la hidropesía… no serían capaces de resistir a la virtud de esta medicina». Y como la curación de estos males tenidos por incurables no le parece suficiente, se empeña en añadir propiedades más admirables aún. «Esta medicina hace oír a los sordos, ver a los ciegos, hablar a los mudos y andar a los cojos. Puede renovar al hombre por completo haciéndole cambiar de piel, haciéndole caer los dientes viejos, las uñas y las canas, en cuyo lugar hace crecer otros nuevos según el color que se desea». Caemos, de este modo, en el humor y en la bufonería.
De creer a la mayoría de los sabios, la piedra puede dar excelentes resultados en el reino vegetal, en particular para los árboles frutales. En primavera se riega el suelo cerca de las raíces con una solución de elixir en una gran proporción de agua de lluvia, y se convierte a esos árboles en más resistentes a todas las causas de debilidad y de esterilidad. Producen más y dan frutos sanos y sabrosos. Batsdorff llega, incluso, a decir que sería posible, utilizando este procedimiento, cultivar vegetales exóticos en nuestras latitudes. «Las plantas delicadas —escribe—, que con dificultad se aclimatan en condiciones contrarias a las que les son naturales, al ser regadas se vuelven tan vigorosas como si estuvieran en su terreno y suelo propio y ordenado por la Naturaleza».
Entre las demás propiedades maravillosas atribuidas a la piedra filosofal, autores muy antiguos citan gran cantidad de ejemplos de transformación del cristal en rubí y del cuarzo en diamante, con ayuda de una especie de temple progresivo. Apuntan, incluso, la posibilidad de volver el cristal dúctil y maleable, lo cual, pese a la afirmación de Cyliani[267], nos guardaremos bien de certificar, pues la manera de actuar propia del elixir —contracción y endurecimiento— parece contraria a la obtención de semejante efecto. Sea como fuere, Christophe Merret cita esta opinión y se ocupa de ello en el prefacio de su tratado[268]: «Por lo que se refiere a la maleabilidad del vidrio —dice—, sobre la cual los alquimistas fundan la posibilidad de su elixir, parece apoyarse, aunque con poca solidez, en el siguiente pasaje de Plinio, libro XXXVI, cap. XXVI: “Se asegura que en los tiempos de Tiberio se dio con un medio de volver el vidrio flexible, y que todo el taller del obrero que fue su inventor fue destruido, por miedo de que este descubrimiento no restara precio al oro, a la plata y al cobre. Pero este rumor, aunque bastante extendido, no por ello es más cierto”.
»Otros autores han narrado el mismo hecho después de Plinio, pero con algunas circunstancias distintas. Dion Casio, libro LVII, dice: “En el tiempo en que el gran Pórtico se inclinó, un arquitecto cuyo nombre se ignora (porque los celos del emperador impidieron que se consignara en los registros) volvió a levantarlo y reforzó sus cimientos. Tiberio, tras haberle pagado, le expulsó de Roma. Este obrero regresó con el pretexto de solicitar gracia al emperador, y dejó caer en su presencia un vidrio que deformó y que él, allí mismo y con sus propias manos, volvió a su forma, esperando obtener de este modo lo que pedía, pero fue condenado a muerte.” Isidoro confirma lo mismo, y añade tan sólo que el emperador, indignado, arrojó el vidrio al suelo, pero que habiendo sacado el obrero un martillo y habiéndole devuelto su forma, Tiberio le preguntó si había alguien más que supiera este secreto, y habiéndole jurado el obrero que nadie más que él lo poseía, el emperador mandó que le cortaran la cabeza, por temor de que, si el hecho se divulgaba hiciera caer el oro en el desprecio, y despojara a los metales de su valor».
Reconociendo que tendrán su parte la exageración y las aportaciones legendarias, no es menos cierto que el fruto hermético lleva consigo la más alta recompensa que Dios, por intermedio de la Naturaleza, puede conceder aquí abajo a los hombres de buena voluntad.
Artesón 3.— La efigie de la serpiente Ouroboros se levanta en el capitel de una elegante columna. Este curioso bajo relieve se distingue por el axioma:
.NOSCE.TE.IPSUM
Traducción latina de la inscripción griega que figura en el frontón del célebre templo de Delfos:
ΓΝΩΘΙ ΣΕΑΙΤΟΝ
Conócete a ti mismo. Ya hemos encontrado, en algunos manuscritos antiguos, una paráfrasis de esta máxima concebida así: «Vosotros que deseáis conocer la piedra, conoceos bien y la conoceréis». Tal es la afirmación de la ley analógica que da, en efecto, la clave del misterio. Pues bien, lo que caracteriza precisamente nuestra figura es que la columna encargada de soportar la serpiente emblemática se halla caída con relación al sentido de la inscripción. Disposición deseada, reflexionada y premeditada que da al conjunto la apariencia de una llave y la del signo gráfico con cuya ayuda los antiguos tenían costumbre de anotar su mercurio. Clave y columna de la Obra son, por otra parte, epítetos aplicados al mercurio, pues en él, los elementos se juntan en su proporción debida y en su cualidad natural. De él proviene todo porque sólo él tiene el poder de disolver, mortificar y destruir los cuerpos, de disociarlos, de separar las porciones puras, de unirlos a los espíritus y generar así nuevos seres metálicos diferentes de sus progenitores. Los autores tienen, pues, razón al afirmar que todo cuanto buscan los sabios puede encontrarse sólo en el mercurio, y es lo que debe llevar al alquimista a dirigir sus esfuerzos hacia la adquisición de este cuerpo in dispensable.
Pero a fin de conseguirla, le aconsejamos actuar con método, estudiando, de manera simple y racional, cómo opera la Naturaleza entre los seres vivos para transformar los alimentos absorbidos, aligerados por la digestión de las sustancias inútiles, en sangre negra y, luego, en sangre roja, generadora de tejidos orgánicos y de energía vital. Nosce te ipsum. Reconocerá así que los productores minerales del mercurio, que son igualmente los artesanos de su nutrición, de su crecimiento y de su vida deben, en primer lugar, ser escogidos con discernimiento y trabajados con cuidado. Pues aunque, teóricamente, todos pueden servir para esta composición, aunque algunos están demasiado alejados de la naturaleza metálica activa para sernos de veras útiles, ya sea a causa de sus impurezas o porque su maduración fue detenida o llevada más allá del plazo requerido. Las rocas, las piedras y los metaloides pertenecen a la primera categoría. El oro y la plata se incluyen en la segunda. En los metaloides, el agente que reclamamos está falto de vigor, y su debilidad no podría sernos de ninguna utilidad. En el oro y la plata, por el contrario, se lo buscaría en vano pues la Naturaleza lo ha separado de los cuerpos perfectos a raíz de su aparición en el plano físico.
Al enunciar esta verdad, no queremos decir que haya que proscribir en absoluto el oro y la plata, ni pretender que estos metales estén excluidos de la Obra por los maestros de la ciencia Pero prevenimos fraternalmente al discípulo de que no entra oro ni plata, ni tan siquiera modificados, en la composición del mercurio. Y si se descubriera en los autores clásicos algún aserto en sentido contrario, debería creerse que el adepto entiende, como Filaleteo, Basilio Valentín, Nicolas Flamel y el Trevisano, que se trata de oro o plata filosóficos, y no de los metales preciosos con los que nada en común tienen ni presentan.
Artesón 4.— Colocada en el fondo de un celemín boca abajo, arde una bujía. Este motivo rústico tiene por epígrafe:
SIC.LVCEAT.LVX.VESTRA.
Que vuestra luz brille así. La llama nos indica el espíritu metálico, que es la más pura y más clara de las partes del cuerpo, su alma y su luz propias, aunque esa parte esencial sea la menor, habida cuenta de la cantidad. Hemos dicho a menudo que la cualidad del espíritu, siendo aérea y volátil, le obliga siempre a elevarse, y que su naturaleza lo hace brillar a partir del momento en que se encuentra separado de la opacidad grosera y corporal que lo arropa. Se ha escrito que no se alumbra una candela para meterla bajo el celemín, sino en el candelero, a fin de que pueda iluminar cuanto la rodea[269]. Igualmente, vemos, en la Obra, la necesidad de hacer manifiesto ese fuego interno, esa luz o esa alma, invisible bajo la dura corteza de la materia grave. La operación que sirvió a los viejos filósofos para realizar este designio fue llamada por ellos sublimación, aunque no ofrezca sino una relación lejana con la sublimación ordinaria de los espagiristas. Pues el espíritu, pronto a desprenderse en cuanto se le suministran los medios para ello, no puede, sin embargo, abandonar por completo el cuerpo, pero se hace una vestidura más próxima a su naturaleza y más flexible a su voluntad con las partículas limpias y mondas que puede recoger a su alrededor, a fin de servirse de ellas como vehículo nuevo. Alcanza, entonces, la superficie externa de la sustancia agitada y continúa moviéndose sobre las aguas, como se dice en el Génesis (cap. I, 2) hasta que la luz aparece. Entonces, toma, al coagularse, un color blanco brillante, y su separación de la masa resulta muy fácil, pues la luz se ha colocado por sí misma sobre el celemín, dejando al artista el cuidado de recogerla.
Digamos todavía, para que el estudiante no pueda ignorar nada sobre la práctica, que esta separación o sublimación del cuerpo y manifestación del espíritu debe hacerse progresivamente, y es preciso reiterarla tantas veces como se juzgue oportuno. Cada una de esas reiteraciones toma el nombre de águila, y Filaleteo nos afirma que la quinta águila resuelve la Luna, pero que es necesario trabajar de siete a nueve para alcanzar el esplendor característico del Sol. La palabra griega αιγλη, de la que los sabios han extraído su término de águila, significa brillo, claridad viva, luz, antorcha. Hacer volar el águila, según la expresión hermética, es hacer brillar la luz descubriéndola de su envoltorio oscuro y llevándola a la superficie. Mas añadiremos que, contrariamente a la sublimación química, hallándose el espíritu en pequeña proporción con respecto al cuerpo, nuestra operación suministra poco del principio vivificante y organizador del que tenemos necesidad. Así, según el consejo del filósofo de Dampierre, el artista prudente deberá esforzarse en volver lo oculto manifiesto, y en hacer que «lo que está abajo esté arriba», si desea ver la luz metálica interna irradiar al exterior.
Artesón 5.— Una banderola tremolante revelaba aquí el sentido simbólico de un dibujo hoy desaparecido. Si hemos de creer la Epigraphie Santone, figuraba «una mano sosteniendo una pica». No queda en la actualidad más que la filacteria y su inscripción, cuyas dos últimas letras están amputadas:
.NON.SON.TALES.NVS.AMOR(ES).
No son tales nuestros amores. Pero esta frase española, solitaria, de sentido vago apenas permite un comentario serio. Antes que propagar una versión errónea, preferimos guardar silencio acerca de este motivo incompleto.
Artesón 6.— Las razones de imposibilidad invocadas para el precedente bajo relieve son, asimismo, validas para éste. Un pequeño cuadrúpedo, que el estado carcomido de la calcárea no permite identificar, parece encerrado en una jaula de pájaro. Este motivo está muy deteriorado. De su divisa, apenas se leen dos palabras:
LIBERTA.VER
que pertenece a esta frase conservada por algunos autores:
.AMPANSA.LIBERTA.VERA.CAPI.INTVS.
He aquí a dónde conduce el abuso de la libertad. Se trata verosímilmente en este tema del espíritu, primero libre y luego aprisionado en el interior del cuerpo como en una jaula muy fuerte. Mas parece evidente también que el animal, al ocupar el sitio ordinario de un pájaro, aportaba, por su nombre o por su especie, un significado especial, preciso, fácil de situar en el trabajo. Estos elementos, indispensables para la interpretación exacta, nos faltan, por lo que nos vemos obligados a pasar al artesón siguiente.
Artesón 7.— Yacente en el suelo, una linterna descolgada cuyo portillo se entreabre muestra su bujía apagada. La filacteria que rubrica este tema contiene una advertencia para uso del artista impaciente y versátil:
.SIC.PERIT.INCO(N)STANS.
Así perece el inconstante. Como la linterna sin luz, su fe cesa de brillar. Fácilmente vencido, incapaz de reaccionar, cae y busca en vano en las tinieblas que lo rodean aquella claridad que tan sólo podría hallar en sí mismo.
Pero si la inscripción no se presta al equívoco, la imagen, en contrapartida, resulta mucho menos transparente. Ello se debe a que su interpretación puede darse de dos maneras, según el método empleado y la vía seguida. Descubrimos, en primer lugar, una alusión al fuego de rueda que, so pena de detenerse implicando la pérdida consecutiva de las materias, sería incapaz de cesar un solo instante en su acción. Ya en la vía larga, una disminución de su energía o el descenso de la temperatura son accidentes perjudiciales para la marcha regular de la operación, pues si nada se pierde, el tiempo, ya considerable, se ve todavía aumentado. Un exceso de fuego lo estropea todo, pero si la amalgama filosófica simplemente ha enrojecido, mas no se ha calcinado, es posible regenerarla disolviéndola de nuevo, según el consejo del Cosmopolita, y reemprender la cocción con mayor prudencia. Pero la extinción completa del hogar causa irremediablemente la ruina del contenido, aunque éste, el análisis, no parezca haber sufrido modificación. También durante el curso entero del trabajo, se debe recordar el axioma hermético consignado por Linthaut, que enseña que el oro una vez resuelto en espíritu, si siente el frío sé pierde con toda la Obra. No activéis, pues, demasiado la llama en el interior de vuestra linterna y velad para no dejarla apagarse, pues ello significaría que salís de Caribdis para caer en Escila.
Aplicado a la vía corta, el símbolo de la linterna nos suministra otra explicación de uno de los puntos esenciales de la Gran Obra. Ya no es el fuego elemental sino el potencial —llama secreta de la materia misma— lo que los autores esconden al profano bajo esta imagen familiar. ¿Cuál es, pues, este fuego misterioso, natural y desconocido que el artista debe saber introducir en su sujeto? He aquí una pregunta que ningún filósofo ha querido resolver ni tan siquiera recurriendo a la alegoría. Artefio y Pontano hablan del asunto tan oscuramente que esta cuestión tan importante permanece incomprensible o pasa inadvertida. Limojon de Saint-Didier asegura que este fuego es de la naturaleza de la cal. Basilio Valentín, de ordinario más prolijo, se contenta con escribir: «Enciende tu lámpara y busca la dracma perdida». Trismosin no se muestra mucho más claro: «Haz un fuego —dice— en tu vaso o en la tierra que lo mantiene encerrado». La mayor parte de los autores designan esta luz interna, escondida en las tinieblas de la sustancia, con el epíteto de fuego de lámpara. Batsdorff describe la lámpara filosófica diciendo que debe estar siempre abundantemente provista de aceite, y su llama debe alimentarse por medio de una mecha de asbesto. Pues bien, el griego ασβεστος significa inextinguible, de duración ilimitada, infatigable, inagotable, cualidades atribuidas a nuestro fuego secreto el cual, dice Basilio Valentín, «no quema y no es quemado». En cuanto a la lámpara, volvemos a hallarla en la palabra griega λαμπτηρ, linterna, tea, antorcha, que designaba la vasija de fuego donde se quemaba la madera para alumbrarse. Tal es, con seguridad, nuestra vasija, dispensadora del fuego de los sabios, es decir, nuestra materia y su espíritu o, para decirlo de una vez, la linterna hermética. Finalmente, un término próximo a λαμπας, lámpara, el vocablo λαμπη, expresa todo cuanto asciende y acude a la superficie, espuma, escoria, etc. Y esto indica para quien posee algún barniz de ciencia, la naturaleza del cuerpo o, si se prefiere, de la envuelta mineral que contiene ese fuego de lámpara que no tiene necesidad más que de ser excitado por el fuego ordinario para operar las más sorprendentes metamorfosis.
Una palabra más dirigida a nuestros hermanos. Hermes, en su Tabla de esmeralda, pronuncia estas palabras graves, verdaderas y consecuentes: «Separarás la tierra del fuego, lo sutil de lo espeso, suavemente y con gran industria. Asciende de la tierra al cielo y desciende del cielo a la tierra y recibe así la virtud de las cosas superiores y las de las cosas inferiores». Advertid pues, que el filósofo recomienda separar y dividir, no destruir ni sacrificar uno para conservar el otro. Pues si tuviera que ser así, os preguntamos de qué cuerpo se elevaría el espíritu y a qué tierra descendería el fuego.
Pontano afirma que todas las superfluidades de la piedra se convierten, bajo la acción del fuego, en una esencia única y que, en consecuencia, quien pretende separar la menor cosa no comprende nada de nuestra filosofía.
Artesón 8.— Dos vasijas, una en forma de aguamanil repujado y cincelado y la otra un vulgar recipiente de barro, aparecen figurados en un mismo encuadre que ocupa esta sentencia de san Pablo:
.ALIVD.VAS.IN.HONOREM.
.ALIVD.IN.CONTVMELIAM.
Una vasija para usos honorables y otra para los empleos viles. «En una casa grande no hay sólo vasos de oro y de plata, sino también de madera y de barro; y los unos para usos de honra, los otros para usos viles»[270].
Nuestras dos vasijas aparecen, pues, bien definidas, claramente distinguidas, y en concordancia absoluta con los preceptos de la teoría hermética. Una es el vaso de la naturaleza, hecho de la misma arcilla roja que sirvió a Dios para formar el cuerpo de Adán: la otra es el vaso del arte, toda cuya materia está compuesta de oro puro, claro, rojo, incombustible, fijo, diáfano y de brillo incomparable. Y éstas son nuestras dos vasijas, las cuales no representan en verdad más que dos cuerpos distintos que contienen los espíritus metálicos, únicos agentes de lo que necesitamos.
Si el lector está familiarizado con la manera de escribir de los filósofos —manera tradicional que trataremos de imitar lo mejor posible a fin de que se pueda explicar a los antiguos por nosotros, y controlarnos a nosotros por ellos—, le resultará fácil comprender lo que los hermetistas entienden por sus vasos, pues éstos no solo re presentan dos materias —o, mejor, una misma materia en dos estados de su evolución—, sino que simbolizan, además, nuestras dos vías, basadas en el empleo de esos cuerpos diferentes.
La primera de estas vías, que utiliza el vaso del arte, es larga, laboriosa, ingrata, accesible a las personas afortunadas, pero de gran honor pese al esfuerzo que necesita, porque ella es la que los autores describen de preferencia. Sirve de soporte a su razonamiento, como el desarrollo teórico de la Obra exige un trabajo ininterrumpido de doce a dieciocho meses y parte del oro natural preparado, disuelto en el mercurio filosófico, el cual se cuece a continuación en matraz de cristal. Tal es el vaso honorable, reservado al noble uso de estas sustancias preciosas que son el oro exaltado y el mercurio de los sabios.
La segunda vía no reclama, desde el comienzo al fin, más que el concurso de una tierra vil, abundantemente extendida, de tan bajo precio que en nuestra época una cantidad insignificante basta para adquirir una cantidad superior a las necesidades. Es la tierra y la vía de los pobres, de los simples y de los modestos, de aquéllos a quienes la Naturaleza maravilla hasta en sus más humildes manifestaciones. De una facilidad extrema, no reclama más que la presencia del artista, pues la misteriosa labor se realiza por sí misma y se termina en siete o nueve días, todo lo más. Esta vía, ignorada por la mayoría de los alquimistas practicantes, se elabora por entero en un solo crisol de tierra refractaria. Los grandes maestros la llaman trabajo de mujer y juego de niño, y le aplican el viejo axioma hermético: una re, una via, una dispositione. Una sola materia, una sola vasija, un solo horno. Tal es nuestro vaso de barro, menospreciado, vulgar y de empleo común, «que todo el mundo tiene ante los ojos, que no cuesta nada y que se encuentra en las casas de todas las gentes, pero que nadie, sin embargo, puede conocer sin revelación».
Artesón 9.— Una serpiente cortada por la mitad, pese al carácter mortal de su herida, cree poder vivir largo tiempo en semejante estado. Se la hace decir:
.DVM.SPIRO.SPERABO
Mientras respiro, espero.
La serpiente, imagen del mercurio, expresa, través de sus dos fragmentos, las dos partes del metal disueltas, que se fijará más tarde una por la otra, y de cuya agregación tomará su nueva naturaleza, su individualidad física y su eficacia.
El azufre y el mercurio de los metales, extraídos y aislados bajo la energía disgregadora de nuestro primer agente o disolvente secreto, se reducen por sí mismos, por simple contacto, en forma de aceite viscoso, untuosidad grasa y coagulable que los antiguos llamaron aceite radical metálico y mercurio de los sabios. De ello se desprende que este licor, pese a su aparente homogeneidad, está compuesto, en realidad, por los dos elementos fundamentales de todos los cuerpos metálicos, y que puede ser considerado, lógicamente, como representante de un metal licuado y reincrudado, es decir, artificialmente devuelto a un estado próximo a su forma original. Pero puesto que estos elementos se encuentran simplemente asociados y no radicalmente unidos, parece razonable que nuestro simbolista haya imaginado figurar el mercurio bajo el aspecto de un reptil seccionado cuyas dos partes conservan, cada una, su actividad y sus virtudes recíprocas. Y esto es lo que justifica la exclamación de confianza fijada en el emblema lapidario: mientras respiro, espero. En este estado de simple mezcla, el mercurio filosófico conserva el equilibrio, la estabilidad y la energía de sus constituyentes, aunque éstos se vean empujados a la mortificación y a la descomposición que preparan y realizan su interpenetración mutua y perfecta. Asimismo, mientras el mercurio no ha experimentado el abrazo del mediador ígneo, es posible conservarlo indefinidamente, con tal de que se tenga cuidado de sustraerlo a la acción combinada del aire y de la luz Esto es lo que ciertos autores dan a entender cuando aseguran que «el mercurio filosófico conserva siempre sus excelentes cualidades si se guarda en un frasco bien cerrado», y sabido es que, en lenguaje alquímico, todo recipiente se dice tapado, cubierto, obturado o cerrado cuando se mantiene en una oscuridad completa.