XXV. DAMPIERRE-SUR-BOUTONNE (Charente-Maritime).
El Castillo (siglo XVI)
En la región santona a la que pertenece Coulonges-sur-l’Autize —capital de cantón donde otrora se levantó la hermosa mansión de Louis d’Estissac—, el viajero avisado puede descubrir otro castillo cuya conservación y la importancia de cuya decoración singular lo hacen aún más interesante: el de Dampierre-sur-Boutonne (Charente inferior). Construido a finales del siglo XV bajo François de Clermont[240], el castillo de Dampierre es actualmente propiedad del doctor Texier, de Saint-Jean-d’Angély[241]. Por la abundancia y variedad de los símbolos que ofrece, como otros tantos enigmas, a la sagacidad del investigador, merece ser mejor conocido, y nos sentimos felices de señalarlo particularmente a la atención de los discípulos de Hermes.
Exteriormente, su arquitectura, aunque elegante y de buen gusto, aparece muy sencilla y no posee nada notable, pero con los edificios sucede como con los hombres: su aspecto discreto y la modestia de su apariencia a menudo sólo sirven para velar en ellos lo que tienen de superior.
Entre torres redondas rematadas por tejados cónicos y provistos de barbacanas, se extiende un cuerpo de edificio del Renacimiento cuya fachada se abre, hacia fuera, en diez arcadas abocinadas. Cinco de ellas forman columnata en la planta baja, mientras que las otras cinco, directamente superpuestas a las precedentes, dan a la primera planta. Estas aberturas iluminan galerías de acceso a las salas interiores, y el conjunto ofrece así el aspecto de una amplia loggia que corona un deambulatorio de claustro. Tal es la humilde cubierta del magnífico álbum cuyas hojas de piedra adornan las techumbres de la galería alta.
Pero si se conoce hoy quién fue el constructor de los edificios nuevos destinados a sustituir el viejo burgo feudal de Chateau-Gaillard[242], ignoramos todavía de qué misterioso desconocido son deudores los filósofos herméticos por las piezas simbólicas que abrigan aquéllos.
Es casi cierto, y nosotros compartimos en este punto la opinión de Léon Palustre, que el techo artesonado de la galería alta, en el que reside todo el interés de Dampierre, fue ejecutado de 1545 ó 1546 a 1550. Menos segura, en cambio, es la atribución que se ha hecho de esta obra a unos personajes, notorios sin duda, pero que le son completamente extraños. Ciertos autores, en efecto, han pretendido que los motivos emblemáticos procedían de Claude de Clermont, barón de Dampierre, gobernador de Ardres, coronel de grisones y gentilhombre de cámara del rey. Pero en su Vie des Dames illustres, Brantôme nos dice que, durante la guerra entre los reyes de Inglaterra y Francia, Claude de Clermont cayó en una emboscada tendida por el enemigo, en la que murió en 1545. No podía, pues, intervenir, por poco que fuera, en los trabajos ejecutados tras su muerte. Su esposa, Jeanne de Vivonne, hija de André de Vivonne, señor de Châteigneraye, de Esnandes, de Ardelay, consejero y chambelán del rey, senescal de Poitou, etc., y de Louise de Daillon du Lude, había nacido en 1520. Quedó viuda a los veinticinco años. Su ingenio, su distinción y sus elevadas virtudes le procuraron una reputación tal que, a ejemplo de Brantôme alabando la vastedad de su erudición, Léon Palustre [243] le hace el honor de considerarla la patrocinadora de los bajo relieves de Dampierre: «Allí —dice, Jeanne de Vivonne— se ha entretenido en hacer ejecutar, por escultores de un mérito ordinario, toda una serie de composiciones de sentido más o menos claro». Finalmente, una tercera atribución ni siquiera merece la pena ser consignada. El abate Noguès[244], mencionando el nombre de Claude-Catherine de Clermont, hija de Claude y de Jeanne de Vivonne, emite una opinión totalmente inaceptable, según lo que dice Palustre: «Esta futura castellana de Dampierre, nacida en 1543, era una criatura en el momento en que se acabaron los trabajos».
Así, a fin de no caer en anacronismos, nos vemos obligados a conceder tan sólo a Jeanne de Vivonne la paternidad de la decoración simbólica de la galería alta. Y, sin embargo, por verosímil que pueda parecer esta hipótesis, nos resulta imposible suscribirla. Rechazamos enérgicamente reconocer a una mujer de veinticinco años como beneficiaria de una ciencia que exige más del doble de esfuerzos sostenidos y de estudios perseverantes. Suponiendo, incluso, que en su primera juventud hubiera podido, y con desprecio de toda regla filosófica, recibir la iniciación oral de algún artista desconocido, no por ello hubiera podido prescindir de controlar, mediante una labor tenaz y personal, la verdad de aquella enseñanza. Pues nada es más penoso e irritante que proseguir durante largos años una serie de experiencias, ensayos y tentativas que reclamen una asiduidad constante, el abandono de todo negocio, de toda relación y de toda preocupación exterior. La reclusión voluntaria y la renuncia al mundo son indispensables si se desea obtener, con los conocimientos prácticos, las nociones de esta ciencia simbólica, más secreta aún, que los recubre y los oculta al vulgo. Jeanne de Vivonne no pudo someterse a las exigencias de una amante admirable, pródiga en infinitos tesoros, pero intransigente y despótica, que desea ser amada por sí misma e impone a sus adoradores una obediencia ciega y una fidelidad a toda prueba. Nada encontramos en Jeanne que pueda justificar semejante dedicación. Al contrario, su vida es tan sólo mundana. Admitida en la corte —escribe Brantôme— «desde los ocho años de edad, había sido nutrida por ella y no había olvidado nada. Y era agradable oírla hablar, y yo he visto a nuestro rey y a nuestras reinas experimentar un singular placer en escucharla, pues ella lo sabía todo de su tiempo y del pasado, hasta el punto de que se la tenía como un oráculo. También el rey Enrique III y último la hizo dama de honor de la reina, su esposa». Viviendo en la corte, vio sucesivamente a cinco monarcas sucederse en el trono: Francisco I, Enrique II, Francisco II, Carlos IX y Enrique III. Su virtud es reconocida y reputada hasta el punto de ser respetada por el irreverente Tallemant des Réaux. En cuanto a su saber, es exclusivamente histórico. Hechos, anécdotas, crónicas y biografías constituyen su único bagaje. Era, en definitiva, una mujer dotada de excelente memoria que había escuchado mucho y retenido mucho, hasta el punto de que Brantôme, su sobrino e historiógrafo, al hablar de Madame de Dampierre dice que «era un verdadero registro de la corte». La imagen es elocuente. Jeanne de Vivonne fue un registro agradable e instructivo de consultar, no lo dudamos, pero no fue otra cosa. Habiendo entrado tan joven en la intimidad de los soberanos de Francia, ¿había residido, luego, de vez en cuando en el castillo de Dampierre? Tal era la pregunta que nos formulábamos mientras hojeábamos la recopilación de Jules Robuchon[245], cuando una noticia de Monsieur Georges Musset, antiguo alumno de la «École des Chartes,» y miembro de la «Société des Antiquaires de l’Ouest», vino a punto para darle respuesta y apoyar nuestra convicción. «Pero —escribe G. Musset— he aquí que unos documentos inéditos vienen a complicar la cuestión y parecen dar lugar a situaciones imposibles. Una declaración de Dampierre es enviada al rey, a propósito de su castillo de Niort, el 9 de agosto de 1547, con motivo del advenimiento de Enrique II. Los declarantes son Jacques de Clermont, usufructuario de la tierra, y François de Clermont, su hijo emancipado, por la propiedad estricta. La deuda consiste en un arco de tejo. De esta acta parece resultar: 1.º, que no es Jeanne de Vivonne quien disfruta de Dampierre, ni su hija Catherine quien lo posee; 2.º, que Claude de Clermont tenía un hermano más joven, François, menor emancipado en 1547. No hay lugar, en efecto, para suponer que Claude y François fueran una misma persona, ya que Claude murió durante la campaña de Boulogne, que acabó, como sabemos, por el tratado entre Francisco I y Enríque VIII el 7 de junio de 1546. Pero, entonces, ¿qué sucedió con François, que no lo cita Anselme? ¿Qué sucedió, respecto a aquella tierra, de 1547 a 1558? ¿Cómo de una asociación semejante de incapacitados para la posesión, usufructuarios o menores, pudo salir una vivienda tan lujosa? Ésos son misterios que nosotros no podemos esclarecer. Ya es mucho, creemos, entrever sus dificultades».
Así se ve confirmada la opinión de que el filósofo a quien debemos todos los embellecimientos del castillo —pinturas y esculturas— nos es desconocido y nos lo será, quizá, para siempre.