Una vez bosquejadas todas estas características básicas de la teoría marxista de las ondas largas del desarrollo capitalista, resulta necesario extraer una conclusión final. Las ondas largas no son sólo empíricamente demostrables. No representan simples medias estadísticas de determinados lapsos de tiempo. En ellas no hay nada de «formal» o «convencional» (es decir, en última instancia, de arbitrario), como lo hay evidentemente en las famosas tendencias a largo plazo de Kuznets. Representan realidades históricas, segmentos de la historia global del modo de producción capitalista que poseen unos rasgos claramente distintivos. Por esa misma razón son de duración irregular[103]. La explicación marxista de estas ondas largas confiere a la realidad histórica de la onda larga un carácter integrado «total»[104] a través de su peculiar mezcla de los factores económicos endógenos, los cambios «ambientales» exógenos y la forma en que son mediatizados por los procesos socioeconómicos (es decir, los cambios periódicos en el equilibrio general entre las fuerzas de clase y la correlación intercapitalista de fuerzas, los resultados de las guerras y las luchas de clases más importantes).
Podemos encontrar una confirmación extraordinaria de esta «totalidad» histórica de las ondas largas en la correlación entre una serie de tendencias ideológicas predominantes (predominantes al menos dentro del marco de la ideología burguesa) y las tendencias generales del desarrollo económico reflejadas a través de un determinado prisma.
¿No es sorprendente el predominio del credo del «optimismo del crecimiento», del «pleno empleo garantizado» y de la «racionalidad tecnológica» durante todo el período de crecimiento económico acelerado de 1948-1968, tanto en el ámbito de la economía y sociología académicas como entre los consejeros económicos y los artífices de las políticas económicas? Y cuando se pasó de una onda larga expansiva a una onda larga depresiva ¿no es una coincidencia asombrosa que de repente surgieran tantos profetas del juicio final y del «crecimiento cero»?
Aunque estamos dispuestos a conceder una gran importancia a las opiniones de nuestros doctos colegas encargados de aconsejar a los diversos gobiernos de los países imperialistas, lo que desde luego no podemos hacer es exagerar su papel en la aparición de unos puntos de inflexión decisivos para el desarrollo económico y para las tendencias de la producción industrial y de las exportaciones mundiales. Por ese motivo llegamos a la conclusión de que fue el paso de una onda larga expansiva a una onda larga depresiva lo que, en última instancia, determinó el paso de la prioridad keynesiana del pleno empleo a la prioridad monetarista de combatir la inflación. No fue la doctrina económica predominante lo que cambió la realidad económica. Fue el cambio de la realidad económica lo que cambió la doctrina económica predominante.
Pero, de nuevo, para comprender el carácter total integrado de las ondas largas es necesario incluir los imperativos de la lucha de clases como los mediadores más importantes entre las tendencias básicas del desarrollo económico y las tendencias básicas de la ideología económica y sociopolítica.
La general aceptación de las ideas keynesianas y neokeynesianas durante el período posterior a la segunda guerra mundial expresó tanto una cierta valoración por parte de la clase capitalista de la correlación de fuerzas sociopolíticas entre capital y trabajo como una cierta predicción por parte de esa misma clase de las posibilidades de expansión del sistema. Dentro del marco de un crecimiento económico a largo plazo superior a la media, una política de pleno empleo, aunque fuera moderadamente inflacionista, no alteraría la situación (es decir, no amenazaría básicamente las ganancias capitalistas)[105].
El cambio de la actitud de la economía académica hacia la contrarrevolución antikeynesiana no fue tanto un reconocimiento tardío de las amenazas a largo plazo de la inflación permanente. Estas amenazas ya eran bien conocidas mucho antes de que el keynesianismo perdiera su hegemonía entre los consejeros económicos de los gobiernos burgueses y reformistas. Ni siquiera fue esencialmente un resultado de la inevitable aceleración de la inflación, aunque indudablemente esta aceleración comenzó a provocar reacciones de pánico a principios de la década de 1970 entre teóricos y prácticos de la economía capitalista. Fue esencialmente un producto de un cambio básico en las prioridades de la lucha de clases de la clase capitalista.
Durante una onda larga expansiva, en unas condiciones de rápido crecimiento económico y deterioro básico de la correlación de fuerzas internacional en detrimento del capitalismo mundial, la prioridad para la clase capitalista fue comprar a la clase obrera mediante reformas, entre las cuales las políticas de pleno empleo y seguridad social desempeñaron un papel clave. La propia expansión económica creó las condiciones materiales en las cuales el sistema podía en general suministrar estas prestaciones.
Pero cuando pasamos de una onda larga expansiva a una onda larga depresiva, ya no es posible asegurar el pleno empleo, erradicar la pobreza, ampliar la seguridad social, asegurar un incremento sostenido (aunque modesto) de los ingresos reales para los asalariados. Llegados a este punto, la lucha por restablecer la tasa de ganancia mediante un fuerte ascenso de la tasa de plusvalor (es decir, de la tasa de explotación de la clase obrera) se transforma en la prioridad suprema.
La «contrarrevolución antikeinesiana» de los monetaristas en el ámbito de la economía académica no es sino la expresión ideológica de este cambio de prioridades. Sin el restablecimiento a largo plazo del desempleo estructural crónico, sin el restablecimiento del «sentido de la responsabilidad individual» (es decir, sin serios recortes en las prestaciones de la seguridad social y de los servicios sociales), sin una política de austeridad generalizada (es decir, con estancamiento o caída de los salarios reales) no puede darse un acusado y rápido restablecimiento de la tasa de ganancia: ésa es la nueva teoría económica[106]. No hay nada de «científico» en ella, pero hay mucho que responde a las necesidades inmediatas y a largo plazo de la clase capitalista, a pesar de todas las referencias a la ciencia objetiva.
El profesor Heilbroner observó que entre los capitalistas se daba una alternancia rítmica a largo plazo entre euforia y desesperación[107]. Desde nuestro punto de vista, ésta es obviamente una consecuencia, y no una causa, del paso de una onda larga expansiva a una onda larga depresiva. Pero podemos observar una correspondencia similar entre el paso de una onda larga a otra, por una parte, y el clima ideológico general, en absoluto limitado a la economía, por otra parte.
Durante el período de entreguerras, con su típico clima de estancamiento, y bajo el impacto de la primera guerra mundial y la revolución rusa, hubo una orientación general hacia lo irracional y lo místico entre los intelectuales de muchos países imperialistas, especialmente en Europa continental y Japón (esta tendencia fue menos pronunciada, aunque en modo alguno estuvo ausente, en los países anglosajones). Esto contrastaba profundamente con el clima de fe optimista en el racionalismo, en las ciencias naturales y en el progreso humano que prevaleció en el período anterior a la primera guerra mundial. De hecho, en la mayoría de los países europeos y en Japón, las doctrinas fascistas o fascistoides conquistaron una posición hegemónica entre los estudiantes universitarios, e incluso entre los profesores universitarios, mucho antes de que el fascismo conquistara el poder político.
Durante el período de 1948-1968 se produjo una fuerte inversión de esta tendencia. A pesar de las tremendas catástrofes que había presenciado la humanidad en los años anteriores (Hitler y Stalin, Auschwitz e Hiroshima), de nuevo prevaleció un clima de optimismo, de fe en las ciencias naturales, de creencia en un crecimiento económico más o menos ilimitado que conduciría también a un progreso humano más o menos ilimitado. En este clima, las fuerzas de la derecha y de la extrema derecha sufrieron en todas partes un retroceso a nivel universitario. Y una combinación de factores históricos dio a la generación estudiantil de finales de los años sesenta un impulso izquierdista y promarxista excepcional y masivo, sin paralelo en la historia de la universidad burguesa.
Al producirse el paso de una onda larga expansiva a una onda larga de estancamiento, todo volvió a cambiar. Los «nuevos filósofos» franceses no son sino un ejemplo de una vuelta más generalizada al escepticismo, la irracionalidad y el misticismo que de nuevo prevalecen en muchos círculos intelectuales. Esto en modo alguno queda circunscrito a la «franja lunática». Al contrario, está en marcha una poderosa ofensiva para que el darwinismo social, la socio-biología y la justificación «científica» del racismo y de la desigualdad social vuelvan a recobrar respetabilidad en los círculos académicos. Esa ofensiva echa al mismo tiempo hondas raíces en los círculos internos de los partidos dominantes de la burguesía, en los conservadores e incluso en los «liberal-conservadores»[108]. Esta tendencia va acompañada de un ascenso no menos marcado de las tendencias irracionales, que desprecian y degradan al hombre en la «subcultura popular», de las cuales la astrología y la demonología no son sino dos ejemplos ilustrativos[109], muy similares a lo que ocurrió en Alemania y otros países a principios de los años treinta.
En realidad, no existe ningún paralelismo mecánico entre los altibajos del movimiento estudiantil y la radicalización de la juventud, por una parte, y estos cambios significativos en el seno de la ideología burguesa y de las tendencias ideológicas predominantes dentro de las universidades, por otra parte. La base objetiva de la radicalización juvenil y estudiantil continúa operando sobre supuestos a largo plazo, aun cuando se vea coyunturalmente contrarrestada por un paro juvenil masivo, por la presión para prepararse para obtener un empleo a toda costa, por el temor a no obtener un puesto de trabajo y por la decepción ante la tardanza de una solución política global a la crisis social en la que están profundamente inmersos (es decir, decepción ante la tardanza histórica de la revolución socialista).
Asimismo, no existe razón alguna para identificar el creciente recelo hacia los riesgos que entrañan la tecnología capitalista y el mal uso capitalista de las ciencias naturales, con el refugio general en el irracionalismo, el misticismo, la desesperanza y el desprecio por la raza humana. Los socialistas y los marxistas no compartimos el irresponsable credo «productivista» de los años cincuenta y sesenta. Muchas de las críticas sociales a ese credo están ampliamente justificadas. No es necesario aceptar las predicciones acerca de la inevitable y absoluta escasez de la energía y las materias primas, del tipo de las barajadas por el Club de Roma[110], para comprender que la actual generación tiene la responsabilidad colectiva de transmitir a las generaciones venideras un medio y unas reservas de riqueza natural que constituyen la condición previa necesaria para la supervivencia y el florecimiento de la civilización humana. Tampoco es necesario aceptar los supuestos empobrecedores de un ascetismo y una austeridad permanentes, tan ajenos al espíritu básico del marxismo que habla del goce de la vida y del infinito enriquecimiento de las potencialidades humanas, para comprender que la producción siempre creciente de una infinita variedad de productos más o menos innecesarios (productos cada vez más nocivos tanto para el medio ambiente como para el saludable desarrollo del individuo social) no responde a un ideal socialista. Semejante producción expresa simplemente las necesidades y la codicia del capital por obtener cantidades cada vez mayores de plusvalor, encarnado en una montaña siempre creciente de mercancías.
Pero el rechazo del modelo de consumo capitalista, combinado con un rechazo no menos firme de la tecnología capitalista, debería basarse, desde un punto de vista socialista, en una decidida lucha a favor de tecnologías alternativas que extiendan —y no restrinjan— el potencial emancipador de la maquinaria (es decir, la posibilidad de liberar a todos los seres humanos de la carga de un trabajo mecánico, mutilador, no creativo, de facilitar un desarrollo enriquecedor de la personalidad humana a todos los individuos a través de la satisfacción de todas sus necesidades materiales básicas). Estamos convencidos de que una vez que se haya asegurado esa satisfacción en una sociedad donde vayan desapareciendo los incentivos para el enriquecimiento personal, la codicia y el comportamiento competitivo, el «crecimiento» ulterior girará en torno a la necesidad de una producción «no material» (por ejemplo, el fomento de relaciones sociales más ricas). Las necesidades morales, psicológicas e intelectuales reemplazarán la tendencia a adquirir y acumular más bienes materiales. Por «impopulares» que estas convicciones puedan parecer con arreglo a las modas actuales, creemos en la ilimitada capacidad de la inteligencia, de la ciencia, del progreso, de la autorrealización y de la libertad humanas, sin subordinar de modo alguno la defensa de tales libertades (en primer lugar, la liberación con respecto a la necesidad, pero también la libertad de expresión, de creación y de acción política y social) a cualquier instancia paternalista supuestamente capacitada para asegurar tales libertades a la humanidad.
Pero cualesquiera que sean estas reservas, la correlación entre un cambio fundamental de una onda larga expansiva a una onda larga depresiva, y el cambio no menos importante en el estado de ánimo de los ideólogos burgueses, es demasiado evidente para que sea considerada una mera coincidencia. Las implicaciones antihumanitarias, antiigualitarias y antidemocráticas de este cambio son suficientemente inquietantes. Y están relacionadas con necesidades a largo plazo no menos inquietantes del capital internacional en el contexto de una onda larga depresiva.
Por ello, podemos aceptar la idea de que las ondas largas son mucho más que simples altibajos rítmicos de la tasa de crecimiento de la economía capitalista. Vienen a ser períodos históricos precisos en un sentido real. La siguiente tabulación lo ilustra claramente:
1. |
1789-1848: período de la revolución industrial, de las grandes revoluciones burguesas, de las guerras napoleónicas y de la constitución de un mercado mundial para los productos industriales: fase «ascendente», 1789-1815/25; fase «descendente», 1826-1848. |
2. |
1848-1893: período del capitalismo industrial de «libre competencia»: fase «ascendente», 1848-1873; fase «descendente», 1873-1893 (larga depresión del capitalismo de libre competencia). |
3. |
1893-1913: apogeo del imperialismo y del capital financiero clásicos; fase «ascendente»[111]. |
4. |
1914-1940: inicio de la época del declive del capitalismo, de las guerras imperialistas, las revoluciones y contrarrevoluciones; fase «descendente». |
5. |
1940/48-?: capitalismo tardío surgido de la tardanza histórica de la revolución mundial y de las grandes derrotas de la clase obrera en los años treinta y cuarenta, pero acompañado de fenómenos ulteriores de declive y descomposición del sistema: fase «ascendente» (pero limitada a un área geográfica significativamente reducida), 1940/48-67; fase «descendente», 1968-? |
Se puede formular la siguiente pregunta: ¿significa la violenta explosión de las contradicciones internas del modo de producción capitalista, después de un largo período en que éstas fueron contenidas, que la nueva onda larga de relativo estancamiento o bajo crecimiento va a durar un período de tiempo indefinido y que no es probable que aparezca un nuevo punto de inflexión, similar al de 1940/48 o al de 1893, en un futuro previsible, dado el marco histórico general de declive y decadencia del sistema capitalista internacional? O, por el contrario, a pesar del declive histórico del sistema capitalista, ¿puede éste repetir su «milagro» de 1940/48, y, tras un largo período de «purificación» a lo largo de las décadas de 1970 y 1980[112], iniciar un nuevo período de expansión acelerada comparable al de 1893-1913, si no al de 1948-1968?
Estas preguntas requieren una respuesta a dos niveles diferentes. ¿Cuáles son las exigencias «técnicas» de esta nueva onda larga expansiva? ¿Cuál es el precio político y social que deberá pagarse por ella y, en términos más generales, cuál es el precio en términos de bienestar humano y de civilización humana?
Desde un punto de vista técnico, una nueva ola expansiva que incrementara significativamente la tasa de crecimiento económico por encima de los niveles medios de las décadas de 1970 y 1980 exigiría una subida espectacular de la tasa de acumulación y, por ello, de la tasa media de ganancia, y una no menos considerable expansión del mercado de mercancías capitalistas en la acepción más amplia de la palabra.
La función «racionalizadora» de la onda larga, de crecimiento más lento que el que hemos estado presenciando desde finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, tendría que crear las necesarias condiciones económicas previas para un incremento brusco a largo plazo de la tasa media de ganancia. Esto requeriría esencialmente lo siguiente: un desempleo masivo crónico orientado, a la larga, a erosionar los salarios reales y la confianza en sí mismos de los trabajadores, su combatividad y su nivel de organización, así como a incrementar significativamente la intensidad del trabajo, llevando a una pronunciada subida de la tasa de plusvalor; desvalorización masiva del capital mediante la creciente eliminación de empresas no eficientes, no pequeñas y medianas, sino también grandes, incluidas muchas multinacionales (esto es, mediante un nuevo salto hacia la concentración y centralización del capital, no sólo a escala nacional, sino especialmente a escala internacional); nuevas formas radicales de reducir, al menos en términos relativos, los costes de equipamiento, materias primas y energía; aplicación masiva de nuevas innovaciones tecnológicas; nueva aceleración revolucionaria de la tasa de circulación del capital.
Semejantes cambios radicales en la tecnología, la organización del trabajo y la técnica de circulación son teóricamente posibles; los cimientos para tales cambios ya han sido colocados por todos los recientes desarrollos de los microprocesadores. Esto implicaría un nuevo salto cualitativo hacia la automatización (es decir, una transición masiva de la semiautomatización a la automatización). Asimismo, las técnicas de la ingeniería genética podrían llevar a innovaciones radicales en la agricultura, la farmacología, el equipamiento científico y otras varias ramas de la industria[113].
Pero inmediatamente se plantean en este sentido dos cuestiones, desde el punto de vista de las relaciones de valor (es decir, desde el punto de vista de las leyes generales de movimiento del modo de producción capitalista y su lógica interna).
En primer lugar, una nueva sustitución radical de los hombres por máquinas (de hecho, la nueva ola de automatización podría ser calificada de «robotismo»[114]) implicaría inevitablemente una reducción masiva del total del empleo productivo. Las estimaciones al respecto varían enormemente, pero la tendencia general es inequívoca. Estudios globales sobre los efectos del robotismo en Alemania Occidental señalan la posibilidad de que esa técnica reduzca el número de asalariados a 4,3 trabajadores por robot[115]. Estudios japoneses estiman que el robotismo podría eliminar una tercera parte de los actuales puestos de trabajo en la industria en un plazo de diez años y el 90% de estos puestos de trabajo en un plazo de veinte a treinta años[116].
Una reducción tan drástica del trabajo productivo implicaría, con toda probabilidad, una fuerte caída de la masa de plusvalor, aun si un nuevo avance en la productividad del trabajo y una tendencia al estancamiento o incluso al declive de los salarios reales incrementara fuertemente la producción de plusvalor relativo (la proporción del total de la semana laboral durante la cual los trabajadores producen el equivalente de los bienes que adquieren con sus salarios). En tales condiciones un incremento de la tasa de plusvalor sólo podría ser marginal, y en modo alguno proporcional a los enormes nuevos desembolsos necesarios para financiar el robotismo. La tasa de ganancia no experimentaría una fuerte subida.
Parece poco realista, como mínimo, que la enorme masa de trabajadores expulsados del proceso productivo por tales técnicas revolucionarias pudiera ser reabsorbida a través de una nueva expansión de las denominadas industrias de servicios. Al revés, uno de los principales efectos de la aplicación generalizada de los microprocesadores sería la supresión drástica de puestos de trabajo en oficinas, en la Administración, en telecomunicaciones e incluso en la enseñanza. Expertos sindicales de Alemania Occidental han estimado que un 75% de los dos millones y medio de empleados que se dedican hoy a trabajos de mecanografía podrían ser reemplazados por una producción de cartas mecánicamente programadas[117]. Profesiones enteras, como las de contable, delineante y empleado de banca, serían diezmadas, cuando no totalmente suprimidas. Dado que es probable que la propia industria de equipamiento de microprocesadores sea revolucionada por la introducción masiva de la automatización, no será capaz de suministrar los empleos adicionales necesarios para absorber a los trabajadores y empleados expulsados de otras ramas.
Esto es tanto más cierto cuanto que una de las razones de la desaceleración de la «productividad social media del trabajo» (fórmula que no tiene demasiado sentido desde un punto de vista marxista) en países como EEUU, Gran Bretaña, Suecia, etc. (es decir, los más industrializados), ha sido el fuerte incremento del empleo en las denominadas industrias de servicios (en especial los servicios de la Administración pública, los servicios sanitarios y la educación). De aquí la fuerte presión por «racionalizar» estos servicios a fin de hacerlos «rentables» (el término francés generalmente empleado, rentabliser, es particularmente elocuente con respecto a la naturaleza intrínseca del capitalismo: ¡hagamos que los servicios sanitarios y educativos sean de nuevo rentables!) mediante recortes salvajes en el nivel de empleo[118].
Así pues, el balance global de un salto cualitativo hacia la automatización (de hecho, la transición de la semiautomatización a la automatización) mediante la aplicación masiva de microprocesadores arrojaría un incremento drástico del desempleo permanente. Aun si se diera una tasa de crecimiento anual medio de un 3% en los próximos diez años (lo que no parece descartar nuevas recesiones, razón por la que resulta demasiado optimista), el Instituto de Estudios Coyunturales (IFO) de Alemania Occidental, de carácter conservador, ha pronosticado 3,8 millones de parados en Alemania Occidental si continúan desarrollándose las tendencias anteriormente esbozadas. Sir Charles Carter, vicerrector de la Universidad de Lancaster y presidente del Comité de Investigación y Gestión del Instituto de Estudios Políticos de Londres, no es menos pesimista:
Creo que el desempleo aumentará o seguirá siendo elevado (…) La nueva tecnología que está siendo introducida ahora es genuinamente diferente en sus efectos si se la compara con todos los anteriores cambios tecnológicos. El sector servicios no absorberá a aquéllos que están empleados en la industria[119].
Los empresarios americanos han expresado opiniones similares. Los sindicalistas británicos hablan incluso de 5 millones de parados en su país a finales de siglo, cifra que The Economist considera extremadamente exagerada, sin que por ello niegue que existe un problema y que «algo habrá que hacer»[120].
Ahora bien, incluso sin tener en cuenta las explosivas consecuencias políticas y sociales de semejante desempleo permanente, es evidente que crearía enormes problemas para la realización de plusvalor. La nueva tecnología implicaría un nuevo salto cualitativo hacia adelante en la masa de valores de uso producidos (tanto viejos como nuevos). ¿Quién va a comprar esa enorme montaña de mercancías en unas condiciones de desempleo masivo en los países imperialistas? Y si esa enorme montaña incluye una cantidad cualitativamente mayor de bienes de producción (adquiridos mediante plusvalor), ¿no supondría tal reversión radical del reparto de la renta nacional violentas luchas políticas y sociales? En cualquier caso, ¿no conduciría inevitablemente a un incremento de la masa de bienes de consumo producidos después de un cierto tiempo? El fuerte incremento de la productividad del trabajo que provocaría no podría sino reflejarse también en un masivo incremento de los bienes producidos en el sector de bienes de consumo.
Por otra parte, una nueva y vigorosa expansión del mercado de mercancías producidas por los países imperialistas requeriría un salto hacia la industrialización (¡y el bienestar!) de algunos de los países y áreas semicoloniales del mundo (los países más densamente poblados de América Latina, Asia y África), o un incremento cualitativo del grado de integración de la URSS y China en el mercado capitalista internacional, o ambas cosas a la vez.
Basta enumerar estas condiciones técnicas para comprender que no pueden ser satisfechas sólo por medios técnicos. No se darán como resultado automático de ciertos cambios económicos, de un normal desarrollo económico. Su realización, al menos a una escala suficiente para desencadenar un nuevo proceso de crecimiento acelerado a largo plazo de la economía capitalista internacional, exigiría trascendentales cambios en la correlación sociopolítica de fuerzas de clase dentro de un conjunto de países capitalistas clave, así como a escala internacional. En otras palabras, que lleguen o no a realizarse dependerá del resultado de las luchas sociales y políticas que marcarán los próximos años, de la misma manera que al menos algunas de estas luchas ya han marcado los últimos años.
La ofensiva mundial del capital contra el trabajo se inició bajo el signo de la denominada política de austeridad, y la vuelta a un desempleo masivo crónico tiene sin duda la función objetiva de posibilitar acusados incrementos a largo plazo de la tasa de plusvalor y de la tasa de ganancia[121]. Esta ofensiva ha tenido cierto éxito. Durante un par de años, los salarios reales descendieron realmente en una serie de importantes países capitalistas industrializados, tales como EEUU, Alemania Occidental, Gran Bretaña y hasta cierto punto Italia. La intensificación del proceso de trabajo se ha incrementado bruscamente en todas partes, y con ello la tasa de explotación de la clase obrera, incluso allí donde los salarios reales continúan subiendo, pero a un ritmo mucho más lento que antes.
Sin embargo, el balance general de este éxito capitalista es muy modesto, por no decir algo peor. Ya se han dejado sentir los primeros efectos de la modesta recuperación económica que siguió a la recesión de 1974-1975, con la erosión de las modestas ganancias realizadas por los capitalistas. Los trabajadores de Alemania Occidental están a punto de recuperar las pérdidas de capacidad adquisitiva de los últimos años. La clase obrera británica logró más o menos lo mismo durante el invierno de 1978-1979. En Francia e Italia, la tenaz resistencia de los sindicatos y de sectores clave de la clase obrera ha conseguido que sólo los sectores menos privilegiados y peor organizados de los asalariados hayan sentido el peso de la ofensiva patronal, mientras que los sectores más fuertes han mantenido prácticamente sus posiciones. Lo mismo se puede decir, en general, de América del Norte y Japón.
Se puede, pues, afirmar que, para incrementar la tasa de ganancia en la medida necesaria para cambiar todo el clima económico, en las condiciones del capitalismo, los capitalistas tienen primero que quebrantar decisivamente la fuerza organizativa y la combatividad de la clase obrera en los países industrializados más importantes. Esto exigiría un largo período, como lo exigió en las décadas de 1920 y 1930. En EEUU exigiría desvertebrar los gigantescos y poderosos sindicatos que ni siquiera existían al iniciarse la crisis de 1929. Inevitablemente implicaría pruebas de fuerza política y social que afectarían a enormes contingentes de clase, a millones, si no a decenas de millones, al menos en lo que respecta a los asalariados[122].
El punto importante que conviene destacar es que tal trayectoria implicaría un recorte drástico de las libertades democráticas de que normalmente disfrutan la mayoría de los países imperialistas. El número de portavoces representativos de la clase capitalista que lo han confirmado es impresionante. El discurso antes citado de Sir Charles Carter señalaba inequívocamente que el desempleo causado por la nueva tecnología, unido a una inflación continua, podría llevar a una ruptura de la ley y el orden y al derrumbamiento del actual sistema político. W. W. Rostow afirmaba de manera no menos inequívoca que la solución está a medio camino entre una economía del bienestar y una economía de la guerra[123]. Y lo más inquietante de todo son las tendencias sugeridas en el informe de la Comisión Trilateral, The crisis of democracy, que reflejan las convicciones de un sector significativo de altos dirigentes del capital monopolista internacional. Suponen un ataque directo contra la «democracia excesiva» y expresan la convicción de que el tipo de decisiones que habrán de adoptarse en los próximos años (obviamente en interés del sistema capitalista) y la propia «gobernabilidad» de los países imperialistas dependerán del recorte de las libertades democráticas[124].
Por supuesto, no se puede excluir de antemano la posibilidad de que pruebas de fuerza decisivas entre el capital y el trabajo acaben una vez más en derrotas aplastantes para la clase obrera, como ocurrió en las décadas de 1920 y 1930. Tampoco se puede excluir la posibilidad de que nuevas dictaduras terroristas, no necesariamente idénticas a las de Mussolini, Hitler, Franco o la casta militar japonesa de la década de 1930 y principios de la de 1940, pero similares a ellas por su capacidad de destruir la organización de la clase obrera y las libertades democráticas, sean empleadas por la clase dominante para alcanzar el deseado efecto de reducir fuertemente el peso relativo de los salarios en la renta nacional. Pero habría que señalar que la correlación de fuerzas entre el capital y el trabajo es hoy mucho más favorable a los trabajadores de lo que lo fue en el período 1923-1940, tanto a escala internacional como en todos los países afectados, si sólo se tienen en cuenta criterios objetivos, y en la mayoría de los países (con las posibles excepciones de Alemania Occidental y EEUU) si se añade el factor subjetivo.
En cualquier caso, infligir una derrota tan aplastante a la clase obrera es imposible a corto plazo. Ésta sólo podría producirse como resultado final de un período de escaramuzas y luchas preliminares a través de las cuales quedara erosionada la fuerza de los trabajadores, al tiempo que no se produciría ningún progreso significativo en la elevación del nivel medio de la conciencia de clase y de la capacidad de la clase obrera para crear una vanguardia cada vez más numerosa de trabajadores radicalizados que contribuyera decisivamente a la aparición de nuevos dirigentes y nuevos partidos revolucionarios capaces de elevar el nivel de responsabilidad exigido por la naturaleza misma de las pruebas de fuerza a que se vieran enfrentados. Personalmente, pensamos que no existe el menor fundamento para llegar a conclusiones pesimistas de esta índole, partiendo de lo que ha ocurrido en la mayoría de los principales países imperialistas durante los últimos diez años, incluidos EEUU y Alemania Occidental (donde la aparición de este sector ha sido más lenta que en otros países, pero en modo alguno ha estado ausente).
Observaciones similares resultan pertinentes si contemplamos la cuestión de la expansión geográfica de los mercados. Cambios más radicales que marginales para la transformación de algunas áreas claves del denominado Tercer Mundo en extensos mercados para los productos capitalistas exigirían cambios radicales en la estructura social interna de estos países[125], derrotas profundas de los movimientos de liberación nacional y enormes éxitos en una primera fase de industrialización de tal envergadura que el cambio de una política represiva por otra reformista (de un descenso por un ascenso del nivel de vida del 75% de la población) fuera materialmente posible para la clase dominante. Lo menos que se puede decir es que existen muy pocos indicios de que cambios tan trascendentales estén a punto de producirse, incluso en un país como Brasil, por no mencionar la India, Pakistán, Indonesia, Nigeria y Egipto. En países más pequeños, como Venezuela, Kuwait, Hong Kong, Singapur y Taiwan, esto es naturalmente posible y ya está sucediendo; pero sus efectos en el mercado mundial en su conjunto siguen siendo absolutamente marginales[126].
No hay que confundir una expansión global del mercado mundial en una fase rápida con una reestructuración global de la división capitalista internacional del trabajo. Si se produce un gran desplazamiento de la industria textil, de la industria petroquímica o de la industria de montaje de equipos electrónicos ligeros de los países imperialistas a los países semiindustrializados, esto en modo alguno implica una expansión automática del mercado mundial. El trabajo peor pagado en ciertos países sustituye al trabajo mejor pagado en otros países. El equipamiento se desplaza de una parte del mundo a otra. El efecto global sobre el conjunto de la demanda seguirá siendo indiferente. En el mejor de los casos, partiendo de una idéntica inversión inicial, supondrá un incremento marginal del conjunto de la demanda como resultado del funcionamiento de un multiplicador más elevado en los países semiindustrializados que en las metrópolis. Pero todo esto es absolutamente insuficiente para desencadenar por sí solo una nueva ola de crecimiento acelerado a largo plazo, en particular si se tiene en cuenta que la mayoría de las ramas industriales desplazadas a los países semiindustrializados se enfrentan ya a una casi saturación de la demanda mundial[127].
Es muy posible que semejante reestructuración de la división capitalista internacional del trabajo tenga un efecto global positivo sobre el empleo en los países imperialistas, ya que el incremento del empleo en sus industrias exportadoras de bienes de equipo neutraliza con creces la pérdida de puestos de trabajo en las industrias desplazadas a los países del Tercer Mundo, tal como afirmaba un reciente estudio de la OCDE[128]. Pero este efecto es tan modesto y tan desproporcionado con relación a la magnitud del nivel global del actual desempleo (por no mencionar el desempleo previsible si se generalizan los microprocesadores) que en manera alguna puede servir de base para una superación rápida o a medio plazo de la onda larga depresiva.
Si se considera la posibilidad de una enorme expansión de los mercados en los países poscapitalistas, es necesario tener en cuenta que, a pesar del enorme éxito de la Ostgeschäft alemana (a la que ahora se podría añadir, con las necesarias precauciones, el éxito similar de los negocios japoneses en China), el porcentaje total de los países «socialistas» en las exportaciones de los países imperialistas fue inferior al 5% en 1977[129]. Para que este porcentaje aumentara a un 10 o un 12% e incrementara significativamente la tasa anual de crecimiento del mercado mundial capitalista tendría que producirse una tremenda explosión crediticia que afectara a varios cientos de miles de millones de dólares, superior a la explosión crediticia de Occidente a los países del denominado Tercer Mundo durante la segunda mitad de la década de 1970. Aun sin tener en cuenta los efectos de tal explosión crediticia sobre la tasa media internacional de inflación y sobre la crisis permanente de las reservas de papel-moneda, hay que señalar que un cambio estructural de tal envergadura en las relaciones de estos países con la economía capitalista internacional también supondría un radical debilitamiento de su capacidad para realizar una planificación económica a largo plazo con independencia de las fluctuaciones de la economía capitalista internacional y un cambio radical de la estructura interna de poder, lo que probablemente exigiría importantes trastornos sociales y políticos, cuando no directamente guerras por parte del imperialismo (no necesariamente guerras nucleares).
Aquí, de nuevo, no pretendemos minimizar los cambios que ya se han producido, el crecimiento significativo del comercio Este-Oeste y de los proyectos de inversión, con la colaboración capitalista, en los llamados países «socialistas», entre los cuales el creciente entendimiento del régimen de Deng en China con el Occidente capitalista (y sobre todo con Japón) va a suponer una nueva y significativa extensión. Pero lo que sostenemos es que, sin trastornos radicales como los que acabamos de señalar, sus efectos globales sobre la economía capitalista internacional seguirán siendo limitados y no tendrán la amplitud suficiente para desencadenar la dinámica de una onda larga de crecimiento acelerado en esa economía.
Por consiguiente, nuestra conclusión general es que la posibilidad «técnica» de un nuevo y fuerte ascenso a largo plazo de la tasa de crecimiento capitalista dependerá de los resultados de las batallas cruciales entre el capital y el trabajo en Occidente, entre el capital y el trabajo en algunos de los países clave semiindustrializados del denominado Tercer Mundo, entre los movimientos de liberación nacional y el imperialismo y entre los países no capitalistas y el imperialismo (sobre los que también influirán las luchas internas entre las masas y los dirigentes burocráticos de estos países), cuando no de una serie de guerras internacionales y civiles. De nuevo, la similitud con la situación de la década de 1930 es asombrosa. Y de nuevo hay que subrayar que la clase obrera y los pueblos oprimidos del mundo entran en este período de violentas convulsiones en unas condiciones mucho más favorables que a finales de la década de 1920 y durante la de 1930, aunque no lo hagan en modo alguno en condiciones ideales.
Con frecuencia se ha dicho que los marxistas, y en especial los marxistas revolucionarios, han subestimado enormemente la capacidad del capitalismo para adaptarse flexiblemente a los nuevos y graves retos, tales como contextos internacionales y sociales cambiantes. Sin pretender negar que existe un elemento de verdad en esa crítica, al menos cuando va dirigida contra ciertas escuelas dogmáticas de pensamiento relacionadas con el marxismo, creemos que la teoría marxista de las ondas largas en el desarrollo capitalista incluye precisamente esta capacidad en la historia general del sistema. Pero hace algo más que eso. También indica los costes sociales y humanos de tal adaptación, factor que los apologistas del sistema generalmente escamotean mediante un discreto silencio.
Se han producido ruidosas protestas acerca de los costes sociales y humanos de los primeros experimentos «socialistas», comenzando por el de la URSS, con independencia de que se acepte o no el balance de progreso histórico a que han llevado estos experimentos. No podemos, en el marco de esta conferencia, someter este método de contabilidad histórica a la profunda crítica que desde luego requiere. Tampoco disponemos aquí de espacio para demostrar que Stalin no fue en absoluto un producto necesario de la revolución de Octubre, y que si las matanzas y despilfarros que Stalin ocasionó no fueron necesarios para industrializar y modernizar a fondo Rusia, la revolución de Octubre sí lo fue. Pero no olvidemos que las «adaptaciones» por las que pasó el capitalismo para superar la crisis de estancamiento de las décadas de 1920 y 1930 significaron fascismo, Auschwitz, la segunda guerra mundial y su gigantesca destrucción, con Hiroshima como botón de muestra (es decir, al menos 60 millones de muertos, sin tomar en consideración las subsiguientes guerras coloniales y las millones de muertes que ocasionaron, así como la persistente miseria y hambre en el Tercer Mundo)[130]. Ése es el precio social y humano que pagó la humanidad para que el capitalismo mundial se hiciera con el método para superar la Gran Depresión y pudiera embarcarse en una nueva fase expansiva a largo plazo. ¡En efecto, en este contexto es válida la fórmula «adaptación destructiva» para una «destrucción creativa»[131]!
Cuando señalamos que no se puede excluir la posibilidad teórica de una nueva fase de expansión a partir de la década de 1990, aunque nos parece bastante improbable, inmediatamente hay que añadir que el precio social y humano de esa «adaptación» sería, esta vez, infinitamente más costosa de lo que lo fue en la década de 1930 y comienzos de la de 1940. Esto es cierto no sólo porque los enemigos del capitalismo se han hecho mucho más fuertes que antes tanto a nivel nacional como internacional (por lo que romper esta resistencia requiere mucha más violencia y destrucción), sino también porque la misma naturaleza del medio tecnológico (incluidas las armas nucleares, aunque en modo alguno sólo las armas nucleares o de hecho sólo las armas) se ha hecho potencialmente mucho más destructiva de lo que lo era hace cincuenta o cuarenta años.
No hay más que comparar la dictadura de Pinochet con la de Alessandri en Chile. No hay más que imaginar lo que supondría tener un nuevo Hitler capaz de desplegar armas nucleares, pensar en la posibilidad de regímenes totalitarios que utilizaran lobotomías a gran escala u otros métodos actuales de neurocirugía para aplastar a sus adversarios políticos, considerar las posibilidades de utilizar las reservas alimenticias mundiales no sólo con el propósito de chantajear a los países del Tercer Mundo, sino también con el propósito manifiesto de limitar la tasa de crecimiento de la población del Tercer Mundo, para hacerse una idea de la potencial barbarie implícita en una próxima fase de «adaptación» destructiva del capitalismo a su crisis estructural, como condición previa para una nueva expansión.
Y la función objetiva del actual resurgimiento de los «valores» irracionales y antihumanitarios en la cultura y la subcultura burguesa es precisamente la de preparar la mentalidad de los hombres para la aceptación o al menos la «tolerancia» pasiva de una nueva posible ola de barbarie. Y al mismo tiempo que la prepara ideológicamente la anticipa «idealmente»[132].
Dejamos a un lado el problema de si el medio ambiente humano puede o no soportar otros veinte o veinticinco años de crecimiento económico del tipo que hemos conocido durante el período 1940/48-1968, con su enorme despilfarro de recursos naturales y la creciente amenaza que implica para el equilibrio ecológico. No pertenecemos a la escuela de los profetas del apocalipsis. Creemos que la ciencia y el esfuerzo humano consciente pueden resolver cualquier problema creado por una ciencia subyugada al móvil de la ganancia privada. Pero es evidente que en el marco de una economía capitalista no se aplicarán tales soluciones, al menos no a una escala suficiente como para evitar una nueva fase de crecimiento económico acelerado anárquico que no haría sino aumentar las numerosas amenazas que se ciernen sobre nuestro común futuro.
Si se suman todas estas amenazas y costes de la «adaptación destructiva» (la única que el capitalismo podría lograr en ciertas circunstancias altamente improbables y dado un resultado favorable para la burguesía de todas las luchas cruciales que ya están marcando y marcarán cada vez más la onda larga con una tendencia al estancamiento), hay que concluir que, en lugar de especular con la posibilidad de tal «adaptación», sería más sensato considerar las vías y los medios de evitarla. Una nueva «ola de crecimiento económico» tras una guerra librada con arma nucleares «tácticas», o incluso sólo con armas convencionales del mismo poder destructivo que la bomba de Hiroshima, acarreando así unos cuantos cientos de millones de muertos, no es precisamente un futuro ideal.
Estamos profundamente convencidos de que existe otra vía para salir de este período de depresión económica, una vía que reduciría los costes sociales y humanos a una mínima fracción de lo que supondría la «adaptación destructiva» del capitalismo. Ésta es la vía del socialismo: apropiación por los productores de sus medios de producción; empleo planificado de los mismos con el fin de satisfacer directamente las necesidades, y no de realizar ganancias; determinación de las prioridades de la planificación por mayoría y mediante procesos democráticos que supongan todas las libertades democráticas de información, elección, debate, crítica y pluralismo político; gestión de la economía por los propios productores asociados y de la sociedad por sus ciudadanos organizados en órganos democráticos de autogobierno; desaparición acelerada del costoso y abultado aparato de Estado burocrático; rápida reducción de las desigualdades en la renta de la economía dineraria y mercantil; reducción drástica de la jornada laboral, sin la cual la autogestión y el autogobierno no son sino una utopía o un fraude. Esto es lo que implica el socialismo, tal como fue concebido por Karl Marx (un régimen de productores asociados). Sólo puede llevarse a cabo a una amplia escala internacional. Supone la adaptación creativa de la humanidad a las necesidades y posibilidades de la era actual, basada en la opción consciente de evitar los costes de la espontánea «adaptación destructiva» del capitalismo. No sabemos si se producirá a tiempo para evitar los desastres a que se enfrenta la humanidad en las próximas décadas, pero en cualquier caso es la única vía que nos queda para tratar de evitar estos desastres. Luchar por el socialismo es el único camino racional, decente y generoso para todo aquél que no haya abandonado la fe en el futuro de la humanidad y que desee garantizar ese futuro.