4. La doctora

La muerte de su padre hizo que la carrera de medicina de Nell sufriera un vuelco radical; de pronto sus calificaciones bajaron, y no porque estuviese dedicando menos tiempo a sus estudios. Aprobó el cuarto de medicina, aunque con reservas. Había perdido muchas clases, fue la excusa que esgrimieron sus profesores. Y en quinto y sexto curso, su último año, nada de lo que hizo los impresionó lo suficiente para que mejoraran sus calificaciones, aunque ella sabía perfectamente que debería haber sido la mejor de la clase. Ya no podría obtener una matrícula de honor, aunque de todas formas ella sabía que no se atreverían a suspenderla. Dicho de otro modo, ella se había ocupado de sugerir que si la suspendían acudiría a los periódicos más sensacionalistas, que tenían unos cuantos empollones en la facultad de Medicina, denunciando la discriminación contra las estudiantes mujeres. Así que la aprobaron —sin matrícula de honor— y se licenció en Medicina y en Cirugía. Su tesis doctoral sobre la epilepsia había sido rechazada por demasiado abstrusa e imprecisa, y por no presentar suficiente material clínico. Además, no era una enfermedad de moda. Así pues, la hija de sir Alexander Kinross la envió a sir William Gower, un especialista de Londres, preguntándole si tenía los méritos suficientes para aspirar a un doctorado. Y firmó: «E. Kinross».

Todavía esperaba la respuesta de Londres cuando llegó el día de su licenciatura, a principios de diciembre de 1900. Momento de curiosa exaltación y de más curiosos temores; las colonias estaban a punto de constituir una federación y muy pronto nacería la Commonwealth de Australia. Todavía muy dependiente de Inglaterra, sus ciudadanos utilizarían pasaportes británicos y serían súbditos de la Corona inglesa. Los australianos como tales no existían. Sería un país de segunda categoría, su identidad sería la británica, su constitución —muy extensa— se dedicaba a enumerar los derechos del Parlamento federal y de los estados que componían la federación: sólo se mencionaba el pueblo soberano una sola vez, en el breve preámbulo. No había una declaración de derechos de los ciudadanos, ni la menor referencia a la libertad individual, pensó Nell con resentimiento. Una democracia al estilo británico, concebida para la preservación de las instituciones. Al fin y al cabo empezamos como convictos, así que estamos acostumbrados a que nos humillen. Hasta el gobernador de Nueva Gales del Sur se permite hablar de nuestro «pecado original» en su primer mensaje al pueblo. ¡Vete al infierno, lord Beauchamp, estúpido inglés decrépito!

Estaba sentada en un banco en la glorieta gótica de la facultad de Medicina comiendo un bocadillo de queso, sin el menor deseo de mezclarse o solidarizarse con sus compañeras de estudios, ninguna de las cuales había obtenido calificaciones mejores que ella. En cuanto a los estudiantes varones, a pesar de que ella se emperifollaba para asistir a las fiestas y a los bailes, seguían viéndola como una maldita castradora y preferían evitarla. La noticia de que iba a recibir cincuenta mil libras al año durante el resto de su vida había despertado cierto interés entre los más depredadores, pero Nell sabía cómo lidiar con esa clase de idiotas. Así que se habían retirado escarmentados; tampoco la ayudó en sus calificaciones el hecho de que un profesor maduro le propusiese matrimonio. No importaba, lo había logrado y eso era una gran victoria. Ni una sola vez la habían suspendido.

—Me pareció que eras tú —dijo una voz. Quien había hablado se sentó junto a ella.

Nell se volvió hacia el intruso con expresión hostil y una mirada cargada de furia. De pronto, sus ojos se abrieron desmesuradamente y quedó boquiabierta.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Nada menos que Bede Talgarth!

—El mismo, y sin barriga —dijo él.

—¿Qué haces aquí?

—He estado leyendo algo en la biblioteca de la facultad de Derecho.

—¿Por qué? ¿Estás estudiando leyes?

—No, necesitaba averiguar algunos datos para el Parlamento federal.

—¿Eres miembro del Parlamento?

—Tan cierto como que dos más dos son cuatro.

—Vuestro programa es repugnante —dijo ella, tragando el último trozo de su bocadillo y sacudiéndose las migas de las manos.

—¿Piensas que «una persona, un voto» es algo repugnante?

—Oh, eso está bastante bien, pero es inevitable, como ya te habrás dado cuenta. Las mujeres tienen el voto, y equilibrarán la situación Nueva Gales del Sur cuando haya nuevas elecciones.

—Entonces ¿qué es lo repugnante?

—La exclusión de las personas de color y los inmigrantes de otras razas indeseables —dijo ella—. ¡Sí, indeseables! Pero ¡si al fin y al cabo nadie es realmente blanco! Nuestra piel es rosada, u ocre, así que también somos gente de color.

—Nunca te rendirás, ¿verdad?

—No, nunca. Mi padrastro es mitad chino.

—¿Tu padrastro?

—Supongo que ser diputado socialista no te habrá aislado tanto del mundo para no saber que mi padre murió hace dos años y medio.

—Tengo una ventana en el estómago, así que si me desabotono la chaqueta me entero de todo lo que hay que saber —replicó Bede seriamente—. Lo siento, de verdad. Era un gran hombre. ¿De modo que tu madre se ha vuelto a casar?

—Sí, en Como, hace un año y medio.

—¿En Como?

—¿No sabes nada de geografía? Los lagos italianos.

—Entonces hablamos del mismo Como —repuso él afablemente; había perfeccionado sus dotes para la política—. ¿Eso te ha disgustado, Nell?

—En otro momento me habría disgustado, pero ahora no. No puedo por menos de alegrarme por mi madre. Él es seis años menor que ella, así que con un poco de suerte no enviudará tan pronto como la mayoría de las otras mujeres. Su vida ha sido bastante difícil, merece disfrutar de un poco de felicidad —dijo, y soltó una risita tonta—. Tengo un medio hermano y una media hermana veinticuatro años menores que yo. ¿No es maravilloso?

—¿Tu madre ha tenido mellizos?

—Mellizos heterocigóticos —dijo Nell, haciendo alarde de sus conocimientos.

—¿Podrías explicarme eso? —preguntó él, demostrando otra su astucia política: no hay nada de malo en confesar la propia ignorancia si el tema es esotérico.

—Dos óvulos diferentes. Los mellizos idénticos provienen de un solo óvulo. Me atrevería a decir que decidió que, pasados los cuarenta, era mejor tener más de un hijo de una vez. La próxima ocasión probablemente tenga trillizos.

—¿A qué edad te tuvo a ti?

—Tenía poco más de diecisiete. Y sí, si estás tratando de averiguar mi edad, voy a cumplir veinticinco el día de Año Nuevo.

—En realidad, me acuerdo perfectamente de tu edad. Ahí estaba yo, un político en ascenso, a solas con una muchacha de dieciséis años, y en mi casa —dijo él. Le miró las manos y vio que no llevaba anillo—. ¿No tienes esposo? ¿Prometido? ¿Novio?

—¡Ni loca! —dijo ella despectivamente—. ¿Y tú? —Se le escapó sin querer.

—Sigo siendo soltero y sin compromisos.

—¿Todavía vives en aquella casa espantosa?

—Sí, pero la he mejorado. La compré. Tú tenías razón, el propietario me la vendió por ciento cincuenta libras. Y por el tifus, la viruela y la última epidemia, la peste bubónica, se están instalando cloacas en todas partes. Así que ahora tengo alcantarillado. Y en el sitio donde estaba el pozo negro cultivo unos vegetales espléndidos.

—Me encantaría ver la versión mejorada. —Eso también se le escapó sin querer.

—Y a mí enseñártela.

—Tengo que ir ya mismo al hospital Prince Alfred —dijo Nell poniéndose de pie—. Debo asistir a una operación.

—¿Cuándo te licencias?

—Dentro de dos días. Mi madre y mi padrastro han vuelto del extranjero para estar presentes en la ceremonia, y Ruby vendrá desde Kinross. Sophia traerá a Dolly, así que estará toda la familia. No veo la hora de conocer a mis nuevos hermanos.

—¿Puedo asistir a la ceremonia de licenciatura de la doctora? —preguntó él mientras ella se alejaba.

Nell volvió la cabeza para contestar.

—¡Mi condenado juramento! —gritó.

Él se quedó mirando cómo su rauda silueta envuelta en la toga negra que flameaba al viento se iba empequeñeciendo. ¡Nell Kinross! Después de todos estos años, Nell Kinross. Bede no tenía idea de lo rica que era tras la muerte de su padre, pero en el fondo ella era trabajadora como el que más.

Un vestido gris oscuro, corto y amorfo, botas negras tan toscas como las de cualquier minero, el pelo recogido en un apretado moño, ni una pizca de lápiz de labios o colorete en la tersa piel. Arqueó las cejas, y una sonrisa triste se dibujó en sus labios; se pasó una mano por el pelo, un gesto mecánico que solía hacer a menudo sin proponérselo e indicaba a sus colegas del Parlamento que Bede Talgarth estaba a punto de tomar una decisión trascendental.

Hay personas que son absolutamente inolvidables, pensó, mientras caminaba hacia la parada de los tranvías. Tengo que volver a verla. Tengo que descubrir qué ha sido de su vida. Si ahora está a punto de licenciarse en Medicina, debe de haber terminado la carrera de ingeniería; a menos que, como denunciaban algunos periódicos progresistas, la hubiesen suspendido como mínimo una vez en cada uno de los años de medicina que había cursado, algo que solía ocurrir a las estudiantes mujeres.

Nell prácticamente lo había olvidado enseguida después de marcharse, pero él seguía presente, escondido en algún rincón de su mente, encendiendo en su alma un pequeño y cálido fuego. ¡Bede Talgarth! Qué bueno parecía ser recuperar una amistad que a uno le importaba, admitió, más convencida de lo que ella suponía.

La operación parecía eterna, pero finalmente, poco después de las seis, logró librarse de sus ocupaciones e ir al hotel de la calle George donde se habían alojado su madre y Lee. Por una vez, se subió a un coche de punto, y azuzó durante todo el viaje al cochero reclamándole que condujera más deprisa. ¿Cuán estricta sería mamá con los bebés? ¿Todavía estarían levantados para conocer a su hermana, o ya se habrían dormido?

Elizabeth y Lee estaban en la sala de su suite; Nell irrumpió, pero después de dar dos pasos se detuvo en seco, paralizada. ¿Ésa es mamá?, pensó. ¡Oh, siempre había sido hermosa, pero no como lo era ahora! Como una diosa del amor, irradiaba una sexualidad segura e inconsciente que era… era casi indecente. Se ve más joven que yo, pensó Nell con un nudo en la garganta. Éste es el matrimonio de su corazón, y ella ha florecido como una rosa. Y la llamativa apostura de Lee era ahora más marcada, aunque menos hermafrodita; sus ojos, advirtió Nell, seguían a Elizabeth todo el tiempo, no se contentaban hasta no posare en ella. Es como si fueran una sola persona.

Elizabeth salió a su encuentro y la besó, Lee la abrazó con calidez; la hicieron sentarse, le sirvieron una copa de jerez.

—Me alegra muchísimo que hayáis vuelto —dijo Nell—. La ceremonia de licenciatura no significaría nada para mí si vosotros no estuvieseis —agregó, echando una mirada en torno—. ¿Los mellizos están dormidos?

—No, los hemos mantenido despiertos para que te saluden —dijo Elizabeth, tomándola de la mano—. Están con Pearl y Silken Flower en la otra habitación.

Habían nacido once meses después de que Elizabeth y Lee se casaran, y ahora tenían siete meses. Nell los miró, arrobada, y el sentimiento de amor que la invadió fue tan intenso que se le llenaron los ojos de lágrimas. ¡Oh, eran encantadores! Alexander se parecía a sus dos progenitores, el pelo negro era en parte lacio como el de Lee y en parte ondeado como el de Elizabeth, la cara ovalada y de piel marfileña como la de Lee, los ojos de un gris azulado como los de Anna enmarcados por unas pestañas increíblemente largas y rizadas, las mejillas de Elizabeth y los labios delgados y carnosos de Lee. En cambio Mary-Isabelle era la viva imagen de Ruby, desde el pelo dorado rojizo y los hoyuelos hasta los grandes ojos verdes.

—Hola, mis pequeños hermano y hermana —dijo Nell arrodillándose—. Soy Nell, vuestra hermana mayor.

Eran demasiado pequeños para hablar, pero ambos pares de ojos la miraron con inteligencia y atención, ambas bocas se abrieron para reír, y cuatro regordetas manos apretaron las de ella.

—¡Oh, mamá, son preciosos!

—Eso mismo pensamos nosotros —dijo Elizabeth alzando a Alexander.

Lee se acercó a Mary-Isabelle.

—Ella es la niña de papá —dijo, besándola en la mejilla.

—¿No me estabais ocultando nada cuando me escribisteis diciendo que el parto había sido fácil? —preguntó Nell con inquietud, médica ante todo.

—El embarazo se hizo difícil hacia el final, me sentía muy pesada —dijo Elizabeth acariciando el pelo alborotado de Alexander—. Por supuesto, no tenía la menor idea de que eran dos. Los obstetras italianos son de primera, y el que me atendió a mí, el mejor de todos. Ningún desgarro, ninguna molestia fuera de lo común. Pero todo me resultó muy extraño. Cuando tú y Anna nacisteis yo estaba inconsciente, así que me encontré con que estaba haciendo lo que era mi primer trabajo de parto. Imagínate la sorpresa después de que naciera Mary-Isabelle, cuando me dijeron que había otro esperando para salir —dijo Elizabeth riendo y apretujando a Alexander—. Yo sabía que iba a tener un Alexander, y allí estaba él.

—Mientras tanto yo caminaba de un lado a otro por el pasillo, como todos los hombres cuando sus mujeres están de parto —dijo Lee—. Cuando oí el llanto de Mary-Isabelle pensé: ¡Soy padre! Pero cuando me dijeron que había nacido Alexander directamente me desmayé.

—¿Cuál de los dos es el jefe? —preguntó Nell.

—Mary-Isabelle —respondieron los padres a coro.

—Tienen temperamentos muy diferentes, pero se gustan el uno al otro —dijo Elizabeth, poniendo a Alexander en brazos de Pearl—. Hora de dormir…

Ruby, Sophia y Dolly llegaron al día siguiente. Constance Dewy estaba demasiado débil para hacer el viaje. Dolly, que ya tenía nueve años, había crecido normalmente y de acuerdo con su edad; pronto cambiará, pensó Nell. Cuando tenga quince será ya una belleza en ciernes, pero los dos años y medio que pasó en Dunleigh sin duda le han hecho más que bien. Se la ve más vivaz, más sociable, más segura de sí misma, y sin embargo no ha perdido la dulzura que siempre la caracterizó.

Aunque no había ninguna duda de que Mary-Isabelle le gustaba, en ese primer encuentro Dolly entregó su corazón a Alexander. Porque, comprendió Nell con pesadumbre, el pequeño tenía los ojos de su verdadera madre, y algo en él recordaba los ojos de Anna. Tras intercambiar una mirada con Elizabeth, Nell se dio cuenta de que su madre también lo había advertido. Reconocer a nuestra madre es algo que llevamos en la sangre, por muy antiguos y remotos que sean los recuerdos que tenemos de ella. Pronto habrá que contarle la verdad, o algún pérfido gusano se lo hará saber antes. Pero todo saldrá bien y Dolly, la muñeca de Anna, superará el trance.

Ruby no se había marchitado después de la muerte de Alexander; habría parecido una traición. Aunque se vestía a la moda, había conseguido que la fealdad esencial de aquella moda no afectara su elegancia. Como la mitad del Imperio británico —o al menos parecía que fuese la mitad— se encontraba en Sudáfrica combatiendo a los boers, los que dictaban la moda se sentían tan culpables que hasta las aves del paraíso se habían convertido en somormujos. Y las faldas se estaban acortando; Nell no sobresalía tanto en ese tiempo, aunque había que admitir que las faldas más cortas le sentaban mucho mejor a Ruby.

Los cambios se perciben en el aire, pensó Nell; el nuevo siglo ya está aquí, y dentro de uno o dos años no se le negará a una mujer que se licencie en Medicina con matrícula de honor. Yo debería haberlo hecho.

—Te ves diferente, Nell —le dijo Lee mientras bebían café y licores de sobremesa en el salón del hotel.

—¿En qué sentido? ¿Más desaliñada que antes?

Los blanquísimos dientes de Lee destellaron. ¡Dios!, pensó ella, ¡realmente, vale la pena mirarlo! Menos mal que los hombres que a mí me gustan son completamente diferentes.

—La chispa se ha vuelto a encender —dijo él.

—¡Tú sí que eres perspicaz! No es exactamente que se haya vuelto a encender, al menos no todavía. Ayer me topé con él en la universidad.

—¿Sigue siendo un parlamentario del partido equivocado?

—Oh, sí, pero en el Parlamento nacional. La emprendí contra él por el proyecto contra los inmigrantes no blancos que propone el programa de los laboristas —dijo ella con un ronroneo.

—Pero no lograste desanimarlo, ¿verdad?

—Dudo que haya algo que pueda desanimarlo una vez que le clava los dientes. Es como un bulldog.

—Alguien así te vendría muy bien. Piensa en las peleas que podríais tener.

—Después de vivir con mi madre y mi padre, preferiría una vida en paz, Lee.

—Ellos casi nunca peleaban, ése era uno de sus problemas. Tú eres el vivo retrato de tu padre, Nell, tú disfrutas de una pelea. Si no fuera así no habrías terminado medicina.

—Muy cierto —replicó ella—. ¿Tú y mi madre os peleáis?

—No, no lo necesitamos. Sobre todo con dos bebés en el nido y otro, espero que sea uno solo, en camino… Es muy reciente, pero ella dice que está completamente segura.

—¡Por Dios, Lee! ¿No podías mantenerla dentro de tus pantalones algo más? Mamá necesita tiempo para recuperarse de un parto de mellizos.

Lee se echó a reír.

—¡No me culpes a mí! La idea fue de ella.

Ruby abrumaba a Sophia hablándole de Mary-Isabelle.

—Es idéntica a mí —decía a voz en cuello—. No veo la hora de poder enseñar a mi bombón a llamar al pan, pan, y al vino, maldito vino. Mi nueva gatita de jade.

—¡Ruby! —se escandalizó Sophia—. ¡No te atrevas!

Nell se licenció con otras dos mujeres y un grupo mucho más nutrido de varones. Observando desde la penumbra, Bede Evans Talgarth esperó hasta que la nueva doctora hubiese sido abrazada y besada por la pequeña multitud de parientes que la rodeaban. Si aquélla era su madre, era evidente que Nell no había heredado ni su belleza ni su porte sereno y tranquilo. Y su padrastro, un hombre llamativo, llevaba el pelo recogido en una trenza típicamente china. Cada uno de ellos sostenía en brazos un bebé; la madre, un niño; el padre, una niña; dos bonitas mujeres chinas vestidas con sendas chaquetas y pantalones de seda permanecían cerca de ellos con dos cochecitos infantiles. Y estaba también Ruby Costevan: Bede jamás podría olvidar aquel día en Kinross. Había ayudado a Nell a levantarse del suelo y había almorzado con ella y con una millonaria, al menos eso era lo que Ruby había dicho de sí misma. Lo que más lo intrigaba ahora era haber oído que el padrastro de Nell la llamaba «mamá».

Se notaba que eran pudientes, pero no tenían ese aire de la gente de la alta sociedad que exhibían muchos de los padres de los otros licenciados que se pavoneaban imitando el acento inglés y ocultaban su gangueo australiano. ¿Por qué en Australia no hicimos una revolución como la de los norteamericanos y expulsamos a los ingleses?, se preguntó. Estaríamos mucho mejor.

Se acercó al grupo que rodeaba a Nell con cierto nerviosismo, consciente de que a pesar de su traje de buena calidad, su camisa de cuello duro y puños almidonados, su corbata parlamentaria y sus zapatos de cabritilla, se veía como lo que era: el hijo de un minero del carbón que también había trabajado en una mina. ¡Era una locura! ¡Ella nunca encajaría en su vida!

—¡Bede! —exclamó Nell con alegría, estrechando la mano que él le tendía.

—Felicidades, doctora Kinross.

Nell hizo las presentaciones en su habitual estilo desenfadado; primero nombró a todos sus parientes, y después a él.

—Él es Bede Talgarth —concluyó—. Socialista.

—Mucho gusto —dijo Lee, con acento verdaderamente inglés, estrechando la mano a Bede con genuina calidez—. Como jefe de la familia, le doy la bienvenida a nuestra reunión capitalista, Bede.

—¿Le molestaría almorzar con una millonaria mañana? —preguntó Ruby guiñándole un ojo.

En ese momento aparecieron el rector y el decano, olfateando dinero y posibles donaciones.

—Mi esposa, la señora Costevan —dijo Lee al rector—, y mi madre, la señorita Costevan.

—¡Se lo merecían! —dijo Nell retorciéndose de risa al ver que los funcionarios se escabullían—. Soy una médica, mujer, así que ni siquiera puedo conseguir una residencia en un hospital… ¿Y a ellos les importa? ¡No!

—¿Entonces? ¿Abrirás una consulta en alguna parte? —preguntó Bede—. ¿En Kinross, tal vez?

—¿Con una epidemia de peste bubónica en Sydney, millones de ratas y tanta gente que no puede pagar una consulta médica? ¡No! ¡De ninguna manera! Abriré mi consulta en Sydney —dijo Nell.

—¿Y por qué no lo haces en mi distrito? —preguntó él, tomándola del hombro y apartándola un poco del grupo—. No ganarás dinero allí, pero me atrevo a decir que tú no lo necesitas.

—Es cierto, no lo necesito. Recibo una renta de cincuenta mil libras al año.

—¡Dios mío! ¡Eso me deja fuera de la competición! —dijo él, incapaz de ocultar su pesimismo.

—No veo por qué. Lo tuyo es tuyo y lo mío es mío. Lo primero que tengo que hacer es comprar un automóvil. Es mucho mejor para las visitas domiciliarias. Uno con capota, por si llueve.

—Al menos —dijo él riendo—, podrás repararlo cuando se averíe, creo que eso pasa a menudo. Yo soy incapaz de cambiar la arandela de un grifo.

—Por eso te dedicaste a la política —dijo ella—. Es la profesión perfecta para la gente torpe y carente de sentido común. Mi pronóstico es que llegarás a primer ministro.

—Gracias por el voto de confianza. —Sus ojos perdieron jovialidad y se volvieron atrevidos y afectuosos—. Hoy estás preciosa, doctora Kinross. Deberías usar medias de seda más a menudo.

Nell se ruborizó, algo que la mortificó.

—Grac… —musitó.

—No puedo almorzar contigo mañana porque he aceptado la invitación de una millonaria —dijo, pasando por alto su desconcierto—, pero podría preparar pierna de cordero asada en mi casa una de estas noches, la que tú elijas. Hasta tengo algunos muebles nuevos.

—A Nell —dijo Elizabeth muy complacida—, le va a ir muy bien, después de todo.

—Nunca falta un roto para un descosido —dijo Ruby satisfecha—. Él es un fanático de la clase obrera, pero ella pronto le sacará esas ideas de la cabeza.