Todo el peso de lo que había sucedido entre Elizabeth y él cayó sobre Lee, que no se había dado cuenta de su magnitud hasta que se encontró con Elizabeth en la laguna siete días después de haberla encontrado. Desde el momento en que ella se echó a reír y ridiculizó sus temores por su seguridad en el caso de que quedara embarazada, comprendió todo lo que había apartado de su mente durante una semana. No había pensado más que en Elizabeth, el hecho increíble de que Elizabeth lo amara, de que lo amara desde que él la amaba a ella. Había dado por sentado que la inquietud que había sentido se desvanecería cuando volvieran a encontrarse y pudieran conversar acerca del tema. ¡Con seguridad había una respuesta honorable! Pero ella no estaba interesada en respuestas, no veía la necesidad de respuestas; había encontrado su respuesta en él, y eso era lo único que le importaba.
Había ido a su encuentro decidido a evitar todo contacto físico porque recordaba que su madre le había explicado que las relaciones sexuales eran una condena a muerte para Elizabeth. Él sabía que no era así: que el peligro residía en que se quedara embarazada. Su madre también lo sabía, y ésa era la razón por la que nunca se había quedado embarazada de Alexander. Pero ellos tenían lazos con la nobleza china, no eran ignorantes como los europeos.
¡Oh, de todas formas, no debía culparse por aquel inolvidable ascenso al paraíso! Aunque eso bien podía serle perdonado, ya que no se lo había propuesto ni había imaginado que pudiera ocurrir, ahora tenían que esperar. Pero ella se había deslizado directamente desde el caballo a sus brazos, y él no pudo menos que olería, sentirla, saborearla. El poder de Elizabeth lo venció, y no pudo contenerse. Después, cuando planteó el tema del embarazo, ella se había echado a reír.
¡El tiempo! ¿Cómo se había escurrido así? No habían hablado más que una pequeña parte de lo que tenían que hablar antes de que ella regresara cabalgando su yegua torda. Habían decidido encontrarse otra vez en la laguna cuatro días después; ella le había rogado que se vieran antes, pero él se había mantenido firme. Estaban yendo directamente al desastre, bien lo sabía Lee, y ella debía de saberlo. Pero aunque tenía experiencia con mujeres, Elizabeth representaba el único amor de su vida, y él no tenía idea de cuan decididas, o cuan despiadadas o indiferentes eran las mujeres a cualquier otra cosa que no fuese la preservación de ese amor. Él había pensado que coincidirían en ahorrar a Alexander todo el dolor que fuera posible ahorrarle, pero a ella Alexander le importaba un bledo. Dolly sí. Sólo Dolly la refrenaba. Era él, Lee, quien estaba preocupado por Alexander, quien veía lo que estaban haciendo como una suerte de traición al hombre responsable de la buena fortuna, la carrera y de todas las oportunidades que Lee había tenido en su vida. El amadísimo de su madre. Elizabeth temía a Alexander; fuera de eso, para ella no existía.
Ella se había marchado obviamente convencida de que podían guardar su secreto para siempre de ser necesario, y dispuesta a regocijarse en él como si fuera un trofeo en una interminable guerra contra su marido. Para Lee, ajeno a sus avatares, aquel prolongado matrimonio estaba envuelto en el misterio. Ahora se daba cuenta de que ni siquiera su madre lo comprendía del todo. Probablemente Alexander estaba tan a oscuras como él, porque el punto de apoyo de ese matrimonio era Elizabeth.
Así que cuando Lee regresó a Kinross por el sendero, bajo la luz agonizante del sol del atardecer, estaba más confundido y desorientado que nunca. Lo único que sabía era que carecía de la ubicuidad o el sigilo necesarios para mantener una relación secreta con la esposa de Alexander. Durante una semana había creído que ella se traicionaría sin querer, haciendo algún comentario impremeditado, o una referencia imprudente a él, pero ahora se daba cuenta de que eso no ocurriría nunca. Aunque se quedara embarazada de él, jamás abriría la boca.
Este pensamiento, que lo asaltó en el momento en que pasaba junto a las torres de perforación y saludaba desde la distancia a los hombres que trabajaban allí, lo hizo detenerse bruscamente. ¡Oh, Dios! ¡No, no, no! ¡Por nada del mundo le haría algo semejante a Alexander! Conocía la historia, pues se la habían contado en una pequeña cafetería en Constantinopla: la madre de Alexander había tenido un amante cuya identidad se había negado a revelar, y su esposo sabía que el hijo que ella esperaba no era de él. Dejar que la rueda de la vida describiera ese círculo era decididamente imposible. Mentir y ocultarse era de por sí malo; repetir la historia era intolerable. ¿Humillar ese orgullo colosal, reducir la obra de una vida a la nada, imponer a Alexander el destino de su padre putativo? ¡No y mil veces no! ¡Impensable!
Cuando entró en el hotel, Ruby lo estaba esperando. La preocupación que la embargaba no se reflejaba en la sonrisa que le dedicó.
—¿Dónde has estado? Te ha llamado por teléfono todo el mundo.
—En la montaña, inspeccionando pozos de ventilación.
—¿Tan importante es eso?
—¡Oh, mamá! ¡Y tú eres una de las dueñas de Empresas Apocalipsis! Siempre es importante, pero Alexander está planeando una gran voladura en el punto en que la antigua veta sale del túnel número uno. Dice que hay otra veta seis metros más adentro, y ya conoces su olfato para el oro.
—¡Ja! ¡Su olfato para el oro! —gruñó Ruby—. Puede que tenga el don de Midas, pero parece no recordar que el rey Midas murió de hambre porque hasta la comida que tocaba se convertía en oro —agregó, pero no era en eso en lo que estaba pensando. Mi hijo tiene un aspecto espantoso, observó para sus adentros. El íncubo de este amorío está tan apretado en torno a su cuello que terminará estrangulándolo. Es hora de que vaya a ver a Elizabeth y le sonsaque la verdad—. ¿Cenamos? —preguntó.
—Gracias, pero no tengo apetito.
No, de lo que tienes apetito es de la carne de otro hombre. Pero ¿acaso esto continúa? ¿Por eso estás tan atormentado, mi gatito de jade? Ella no puede correr el riesgo de quedarse embarazada, así que probablemente lo que te esté pasando sea apetito puro y simple. Mi pobre Lee.
Lee subió a su habitación. No era muy amplia, porque él no era de esa clase de hombres que acumulan posesiones personales: las ropas que necesitaba para cada ocasión, algunos cientos de libros que apreciaba y no mucho más. Fotografías de Alexander, Ruby y Sung. Ninguna de Elizabeth.
Se sentó en su sillón y se quedó un buen rato con la mirada perdida. Después, se puso de pie y fue hasta el teléfono.
—Al habla Lee, Aggie. Con sir Alexander, por favor —dijo. No había necesidad de decir a Aggie dónde encontrarlo; ella sabía exactamente dónde estaba en todo momento, del mismo modo que sabía que fulano estaba cenando en casa de menguano, que zutano se encontraba en el campo de deportes entrenando a su nuevo perro, que el señor tal estaba en Dubbo visitando a su mamá, y que don cual no podía moverse del retrete porque tenía diarrea. Aggie era la araña que estaba en el centro de la red telefónica de Kinross.
—Alexander, ¿cuándo dispones de un momento libre? Necesito hablar contigo en privado lo antes posible.
—¿En privado quiere decir tú y yo solos?
—Exactamente.
—Mañana por la mañana, en las torres de perforación. ¿A las once?
—Te veré allí a esa hora.
La suerte estaba echada. Lee volvió a su sillón y lloró sus despedidas. No tenía que despedirse de Elizabeth todavía: Alexander podía acceder a divorciarse de ella, incluso a dejarle la custodia de Dolly. No, Lee lloraba por Alexander. Después de la mañana siguiente no volverían a verse nunca más. La ruptura sería cruelmente total, porque ninguno de los dos creía en las medias tintas. ¡Y qué difícil se tornaría todo para su madre! Tenía que arreglar las cosas de manera tal que al menos ella no sufriera las consecuencias.
Alexander bajó a las torres de perforación en el funicular; Lee subió por el sendero. Era 24 de abril, uno de esos días idílicos de mediados de uno de esos otoños que a veces suceden a un verano que ha durado demasiado y ha sido demasiado caluroso; una brisa perfumada llegaba desde el acre bosque recientemente refrescado por la lluvia, el sol era más tibio, unas pocas y abultadas nubes erraban por el cielo como si estuvieran perdidas.
A esa hora de la mañana las torres de perforación estaban casi desiertas. Alexander se encontraba junto a un enorme compresor de aire alimentado por una máquina de vapor, razón por la cual no se lo podía instalar en el interior de la mina: despedía demasiado humo y gases tóxicos. Cuando había reemplazado los taladros manuales por taladros neumáticos para perforar los agujeros destinados a las cargas, y los picos por martillos neumáticos de percusión para romper la superficie de la roca, había tenido que inventar una forma de suministrar aire comprimido a esas máquinas, instaladas a una distancia de cuatrocientos o quinientos metros del compresor. Una gran tubería de acero llevaba el aire hacia abajo, a un tanque cilíndrico de acero de un metro con ochenta centímetros de diámetro y tres metros con sesenta centímetros de longitud que estaba colocado en el suelo de la galería; desde allí, tramos de tubería de acero conducían el aire comprimido hasta los taladros y los martillos.
Sin embargo, perforaciones y voladuras no eran cosa de todos los días, y nunca se hacían en más de un túnel por vez. Alexander quería alimentar eléctricamente el compresor de aire, pero prefería esperar a que los motores eléctricos se perfeccionaran. Mientras tanto el único modo de hacerlo era mediante el vapor, de modo que aquel compresor era uno de los más grandes del mundo, si no el mayor de todos.
—Tu charla en privado puede esperar —fue el saludo de Alexander—. Quiero ir al túnel número uno para echar otro vistazo.
Se subieron a un montacargas y descendieron cuarenta y cinco metros, hasta la vasta galería principal, iluminada por completo con luz eléctrica; de vez en cuando aparecían hombres empujando por una vía pequeños contenedores cargados de mineral hacia el extremo abierto de la galería, donde había un desnivel de unos quince metros que conducía a los grandes contenedores del pasillo principal. Cuando el contenedor pequeño llegaba al borde se lo inclinaba mediante una palanca y su contenido iba a parar a uno más grande instalado abajo. Fuera del pasillo, un motor trasladaba los contenedores grandes hacia el exterior por un cable de acero hasta el punto en que podían ser enganchados a una locomotora y llevados a los cobertizos de clasificación y trituración. El polvo saturaba el aire, que se renovaba permanentemente gracias a ventiladores eléctricos que lo inyectaban y otros que lo extraían. En las tres cuartas partes ciegas de las paredes de la galería los túneles se internaban en la montaña, algunos en línea recta, algunos hacia arriba, otros hacia abajo, y los más recientes se ramificaban muchas veces.
Entraron juntos en el túnel número uno, el más antiguo y el más explotado, iluminados por la luz eléctrica; como ya no se explotaba no encontraron a nadie. Con su inveterada previsión, Alexander lo había hecho apuntalar más que adecuadamente con enormes vigas, aunque Lee sabía que en esa parte de la montaña el granito no tenía suficiente arenisca para que hubiera alguna probabilidad de derrumbe.
Fue una caminata de trescientos metros, marcada por el húmedo chapoteo y las salpicaduras de sus botas, y el lento y constante gotear del agua que se escurría por la presión de la trituración de la montaña. En ese clima, no había el menor peligro de que el agua se congelara y actuara como una cuña capaz de dividir los estratos. Eso sólo podía ocurrir cuando se hacía una voladura, la más delicada y exigente de todas las operaciones de una explotación minera, que era la razón por la cual, si la voladura era grande o poco común, Alexander prefería hacerla en persona.
Finalmente, llegaron al extremo ciego del túnel número uno y encontraron algunos elementos ya preparados para la voladura: una bobina de cable aislado, un taladro neumático Ingersoll colocado sobre un trípode, el último tramo de tubería de acero que provenía del cilindro de aire comprimido de la galería y una caja de herramientas. Un extremo de una pesada manguera de goma estaba sujeto mediante abrazaderas de acero a la tubería, y el otro, al taladro. Los detonadores y la dinamita no aparecerían hasta que llegara el momento de instalar las cargas, y serían llevados hasta allí debidamente custodiados. El depósito en el que se guardaban los explosivos era un bunker de hormigón, y sólo cuatro personas tenían sendas llaves: Alexander, Lee, Summers y Prentice, el supervisor de las explosiones.
—En cierto modo, esta voladura es un experimento —dijo Alexander después de que ambos hubieron pasado la mano por la relativamente suave superficie de la roca con la misma delicadeza con que habrían acariciado la piel de una mujer. Las luces iluminaban con gran intensidad la roca, haciendo que cada una de las líneas de falla saltara claramente a la vista—. No hay más oro hasta por lo menos unos seis metros de profundidad, así que quiero extraer más roca que lo habitual. Empezar en la mitad de esa falla, y luego hacer explotar el resto de las cargas concéntricamente. Cada sector estará cableado en serie. Yo mismo voy a hacer las perforaciones.
Lee lo escuchaba con cierta perplejidad; nadie dominaba este arte como Alexander, pero no parecía muy dispuesto a hablar.
—¿Qué volumen de roca te propones derribar? —preguntó Lee con un escalofrío.
—Unas pocas toneladas.
—Si fueras cualquier otra persona, te lo prohibiría, pero no puedo decirle eso al amo.
—Por supuesto que no puedes.
—Pero ¿estás seguro? No lo analizaste conmigo.
—Éste es el viejo y querido número uno. Y él me aprecia.
Se volvieron para regresar a paso lento a la galería.
—¿Cuándo piensas hacer la voladura?
—Mañana, si hace un día tan espléndido como hoy, sin viento que perjudique a los pozos de ventilación —replicó mientras señalaba un montacargas—. ¿Arriba o abajo?
—Arriba.
Ya no podía postergar más la revelación. Lee respiró profundamente; tenía la boca seca. Había pasado toda la noche ensayando mil versiones de lo que iba a decir, eligiendo o descartando las palabras. Ensayando el discurso más importante de su vida.
—Veamos, ¿de qué se trata ese asunto tan privado? —preguntó Alexander con vehemencia.
La máquina de vapor que alimentaba el compresor era tan grande que podía poner en marcha una locomotora de carga, así que hacía mucho ruido mientras abastecía de aire al cilindro de la galería y sus tuberías. En el otro extremo, el resoplido del motor de las torres de perforación era menos ruidoso; un fogonero manejaba diestramente su sucia pala, mientras otro hombre revisaba el panel de control.
—Por aquí —dijo Lee, llevando a Alexander a un punto del parapeto del saliente de piedra caliza alejado de las máquinas, las torres de perforación y los trabajadores. No había dónde sentarse, así que se puso en cuclillas. Alexander lo imitó.
Lee levantó del suelo una hoja seca como si quisiera estudiarla, y comenzó a resquebrajar su frágil consistencia. Y al final, por supuesto, se dio cuenta de que todo lo que había ensayado se había borrado de su mente. Lo único que podía hacer era dejarlo salir.
—Te he querido más que a mi padre, Alexander, pero te he traicionado —dijo haciendo trizas la hoja—. No ha sido una traición planeada ni premeditada, pero ha sido una traición al fin. No soporto vivir en la mentira. Tienes que saber.
—¿Saber qué? —preguntó Alexander, tan tranquilamente como si Lee fuese a revelarle una malversación mínima, una pequeña estafa.
Los fragmentos de la hoja se dispersaron en el aire. Lee levantó la vista, con el rostro bañado en lágrimas, y miró a Alexander a la cara. Sus labios se movieron sin que pudiera articular un solo sonido, mientras buscaba las palabras.
—Estoy enamorado de Elizabeth, y cuando la encontré, hoy hace ocho días, yo… yo te traicioné.
Una emoción indescriptible hizo destellar sus negros ojos, que luego se volvieron opacos y sin brillo. Alexander, impasible, no dijo nada. Su silencio pareció durar un siglo. Se limitó a sentarse en el suelo, con las muñecas apoyadas en las rodillas, dejando que sus manos colgaran despreocupadamente, como antes de que Lee hubiera comenzado a hablar.
—Gracias por tu honestidad —dijo por fin.
Esa inmensa dignidad que tanto había atraído a Alexander cuando conociera a aquel niño de ocho años seguía incólume, e impedía a Lee explayarse en excusas, explicaciones para justificarse, en fin, todas las vindicaciones de virtual inocencia que un hombre menos digno habría intentado. Si es que un hombre menos digno hubiera podido reunir el coraje suficiente para confesarse ante alguien como Alexander.
—Me parece más fácil decírtelo que vivir una mentira —dijo Lee—. La culpa es mía, no de Elizabeth. Cuando la encontré no era ella, estaba… estaba terriblemente perturbada. Pero ocurrió, y ayer volvió a ocurrir. Elizabeth cree que está enamorada de mí.
—¿Por qué no habría de estarlo? —preguntó Alexander—. Te ha elegido.
—No puede ser, lo sé muy bien. Debí habérselo hecho entender ayer. Pero no lo hice. No pude.
—¿Ella sabe que me estás contando esto, Lee?
—No.
—¿Y tu madre? ¿Está enterada?
—No —volvió a decir Lee.
—Entonces es un secreto entre tú y yo.
—Sí.
—Pobre Elizabeth —dijo Alexander con un suspiro—. ¿Desde cuando la amas?
—Desde los diecisiete años.
—Por esa razón temías volver a Kinross. Por eso una vez desapareciste del mapa.
—Sí. Pero debes entender que nunca tuve la menor esperanza, ni hice nada por acercarme a ella. Siempre te he querido demasiado para lastimarte, pero esto ocurrió cuando Elizabeth y yo estábamos con las defensas bajas. Ella no estaba en condiciones de resistir. La sorprendí.
—Eso es un verdadero triunfo —dijo Alexander secamente—. Yo nunca pude sorprenderla, siempre estaba en guardia. Si en lugar de ser tú quien la encontró hubiera sido yo, Elizabeth no habría bajado la guardia. Ésa es la verdad de lo que ha ocurrido siempre entre Elizabeth y yo. Vivo con una persona despojada de toda vitalidad. Un fantasma. Me complace saber que arde algún fuego en ella.
Lo estaba tomando como el hombre fuerte, honorable y resuelto que era, se dijo Lee. Lo que no hizo más que agravar su sufrimiento. La atroz herida debía de estar allí, pero Alexander no estaba dispuesto a mostrar su dolor.
—De todas formas —dijo Lee— la he puesto en un grave riesgo. Ella no debería tener hijos, lo sé, y sin embargo no pude contenerme. Ayer fui a encontrarme con ella para hablar de eso. Lo único que quería era hablar, pero las cosas no sucedieron como las había planeado. Y cuando hablé del peligro del embarazo, ¡se echó a reír!
—¿A reír?
—Sí. Se niega a creer que haya algún peligro.
—Probablemente no lo haya. —Alexander se incorporó y tendió una mano a Lee—. Ven, caminemos un poco. Quiero ir hasta el sitio que está al final del túnel número uno. Me gusta ese lugar. Allí mi alma, mi espíritu, o como quieras llamarlo se siente en comunión con mi montaña de oro.
Los hombres que trabajaban en las máquinas los veían como lo que eran, los propietarios de la mina discutiendo sesudamente acerca del futuro, algo del mayor interés para todos los empleados.
—No podía vivir en la mentira —volvió a decir Lee cuando llegaron al lugar y se encaramaron en un par de rocas.
—Eres demasiado honorable, mi muchacho, ése es tu problema. Pero a ella le gustaba la idea de vivir en la mentira, ¿no es así?
—No porque sea naturalmente mentirosa —repuso Lee—. Sinceramente —insistió—. Creo que es más por la forma en que ha ido organizando su vida con los años. Y tiene mucho miedo de que te enteres. Oh, ella es muy consciente de tu bondad, de cuánto la respetas. Sí, te tiene miedo, y eso para mí es un misterio inexplicable.
—Para mí no —dijo Alexander, acariciando la superficie de la roca—. Soy la personificación de Satanás.
—¿Cómo dices?
—Elizabeth es la víctima de dos viejos tortuosos, perversos. Ambos murieron, pero la influencia que ejercieron sobre ella nunca morirá. Yo he sido un apeadero para ella, alguien que engendró sus hijos, alguien que le ha dado un techo y comparte su pan. Y está tu madre, a quien amaré hasta el día de mi muerte. Elizabeth lo sabe muy bien. Mi querido Lee, no podemos obligar a una persona a ser o a hacer lo que queremos, aunque a mí me ha costado cincuenta y cinco años entender eso. Por muchas razones que prefiero no averiguar, Elizabeth no me soporta. Incluso físicamente. Si la toco, veo cómo se le pone la carne de gallina. Dejé de amarla hace años —mintió. Ahórrale a Lee todo el dolor que puedas, Alexander, se dijo—. Si es que alguna vez la amé. Al principio solía pensar que así era, pero tal vez simplemente estaba enamorado de la idea de lo que podríamos haber llegado a ser el uno para el otro si ella me hubiese correspondido. ¿Su amor por ti es muy reciente?
—Ella dice que no —respondió Lee, irritado por esta entrevista tan desapegada y desapasionada justamente por ese desapego. Quería, necesitaba, que Alexander bramara de rabia, lo golpeara, lo pateara. ¡Cualquier cosa menos aquello!
—Entonces los dos habéis sufrido, y a pesar de todo tú me has sido leal. Eso es muy importante para mí.
—Sé que desde hoy mi vida ya no será igual, Alexander, estoy preparado para eso.
—Quieres decir que tienes preparadas tus maletas…
—Metafóricamente, sí —dijo Lee.
—¿Y qué pasará con Elizabeth? ¿Piensas condenarla a seguir viviendo muchos años más con un hombre al que no soporta?
—Eso depende de ti. Ella no se iría sin Dolly, y Dolly es tu única nieta. Un tribunal te concedería la custodia a ti, si Elizabeth estuviera dispuesta a enfrentarse a un tribunal y admitir que es una adúltera.
—El adulterio es el único fundamento para un divorcio. La crueldad también, pero nunca se aplica, y son muchos los jueces que golpean a sus esposas. De todas formas, ella podría pedir el divorcio acusándome de adulterio con Ruby.
—¿No sería estupendo? La esposa divorciada del hombre famoso se casa con el hijo de la amante de su ex marido. Un chino mestizo. La prensa estaría encantada.
—Si Elizabeth te ama lo suficiente, lo hará.
—Me ama lo suficiente. Pero el escándalo nos perseguiría durante años, a menos que nos marcháramos al extranjero. Tal vez ésa sea la solución.
—Pero yo te necesito aquí, Lee, no en el extranjero.
—¡Entonces no hay solución! —exclamó Lee con desesperación.
Alexander cambió de táctica.
—¿Estás seguro de que ella no sabe que pensabas hablar conmigo?
—Sí, absolutamente seguro. Se ha encerrado en un nuevo compartimiento secreto y se siente feliz allí.
—¿También estás seguro de que Ruby no lo sabe?
—Sí. Siempre he hablado con ella de todo, incluso de mi amor por Elizabeth. No existe una mujer más mundana que mi madre. Pero de esto no le he hablado. Ella puede guardar un secreto tan bien como Elizabeth, pero yo… simplemente no me atreví a decírselo.
Alexander levantó la vista para mirar a Lee a los ojos.
—Necesito tiempo para pensar —dijo—. Dame tu palabra de que no hablarás de esto con nadie, ni siquiera con Ruby o con Elizabeth.
Lee bajó de su roca y tendió una mano a Alexander.
—Palabra de honor, Alexander.
—Entonces el asunto está concluido. Mañana, después de la voladura, te daré una respuesta. ¿Estarás allí?
—Si tú quieres…
—Por supuesto que quiero. Summers es un inepto y Prentice me saca de quicio. Si está haciendo la voladura no hay ningún problema, pero si la hago yo revolotea de un lado a otro como un moscardón.
—Soy consciente de todo eso —dijo Lee con afabilidad.
—Y yo soy consciente de que eres consciente. Es que estoy un poco alterado por la noticia que me has dado. Te agradezco tu sinceridad, Lee, te lo agradezco mucho. Sabía que no me equivocaba contigo y quiero disculparme por la forma en que te traté aquella vez, en mil ochocientos noventa. Estaba un poco engreído. —Dio una patada en el suelo, que sonó un tanto hueco—. Ahora he vuelto a ser el de antes. Nadie podría contar con un colaborador más leal o más capaz, y algún día tú serás un excelente jefe. —Carraspeó. En sus labios se dibujó una expresión sardónica—. Pero estoy eludiendo la verdadera cuestión, que es que tengo que encontrar una solución para conservarte a ti y, al mismo tiempo, liberar a Elizabeth.
—Creo que eso es imposible, Alexander.
—Nada es imposible. Nos vemos mañana a primera hora, a las ocho, en la galería principal. Lo más probable es que esté en el túnel número uno, pero no entres. Orden del responsable de explosiones.
Y se alejó en dirección al funicular mientras Lee iba hacia el sendero.
De pronto, Alexander lo llamó.
—¡Lee!
Lee se detuvo y se dio la vuelta.
—Hoy es el cumpleaños de Dolly. A las cuatro, en casa.
Había olvidado el cumpleaños de Dolly, pensó Lee agobiado mientras se ponía un traje oscuro; si la fiesta iba a ser a las cuatro no debía vestir un traje tan formal, aunque por supuesto los adultos se quedarían a cenar después de la fiesta de cumpleaños. Constance Dewy estaría allí.
Vio que Ruby bajaba de sus habitaciones y la esperó. ¡Qué hermosa era! Su silueta se había estilizado, si es que eso era posible, y parecía que sus huesos eran más livianos que cuando él era niño, una época en la que estaba de moda la voluptuosidad y a los hombres les encantaba esa clase de mujeres. Su vestido era de crespón de seda francés verde como sus ojos, el corpiño y las mangas damasquinados en rosa y la falda hasta las rodillas era dentada y terminaba en borlas. La parte de abajo, que llegaba hasta el suelo, era rosa, igual que sus guantes de cabritilla. El pequeño sombrero verde de ala curvada que enmarcaba su pelo rojo dorado estaba adornado con rosas.
—Estás para comerte —dijo Lee, besando su tersa mejilla con los ojos cerrados para apreciar el perfume de gardenias que emanaba de ellas.
Ella gorjeó.
—Espero que Alexander piense lo mismo.
—No deberías decir cosas así a tu hijo.
—Vamos, al menos tú sabes lo que quiero decir, lo que es un buen augurio para tus aves del paraíso.
—Mis aves del paraíso prefieren la emoción que procuran los diamantes.
Subieron en el funicular. Alexander, Elizabeth y Constance ya estaban en el pequeño comedor, adornado con guirnaldas. Todos tuvieron que usar un sombrero especial para la fiesta de cumpleaños. Constance los había comprado en Bathurst, donde un emprendedor tendero chino había aprovechado la destreza china para trabajar los más delicados papeles de colores; vendía serpentinas, sombreros para fiestas, manteles y servilletas, y exquisitos papeles para envolver los regalos.
Cuando Peony llevó allí a Dolly con algún pretexto todos comenzaron a cantar a coro el Feliz cumpleaños y, para su alegría, la colmaron de regalos. Pero fue, también, una fiesta de cumpleaños triste: no había niños de su edad entre los invitados. ¿Qué se le regala a una niña de siete años? Lee había encontrado una de esas muñecas rusas dentro de las cuales aparece una segunda, más pequeña, y luego otra aún más pequeña dentro de la segunda, y así sucesivamente. Ruby le regaló una muñeca de porcelana, alemana, con brazos y piernas articulados, vestida a la última moda, con una mata de pelo auténtico, pestañas de verdad en torno a unos ojos estriados que se abrían y se cerraban, y unos labios rojos entreabiertos que dejaban ver los dientes y una lengua que se movía cuando se la tocaba. De Alexander recibió un triciclo, y de Elizabeth un brazalete de oro con eslabones en forma de corazón y, en la parte superior lo que sería su primer amuleto, una estilizada herradura de la suerte de oro. El regalo de Constance fue una enorme caja de bombones.
Dolly sopló las siete velas de su pastel, amorosamente preparado por Chang y glaseado en su color favorito, el rosa.
—Sin duda pasará la noche con indigestión —dijo Constance cuando se retiraron a la sala tras algunos juegos y después de la visita a los establos para ver el regalo más valioso, un poni de raza Shetland.
—No te preocupes —la tranquilizó Elizabeth—. Peony le hará beber un poco de la poción digestiva mágica de Hung Chee después de que vomite todos esos dulces. Dormirá plácidamente.
Ni siquiera Alexander habría podido advertir que su esposa estaba liada en un amorío, pensó Lee. Ni una sola vez Elizabeth puso los ojos en él por más tiempo del que habría sido conveniente.
La cena fue un poco más frugal que lo habitual; el pastel de cumpleaños y los bocadillos ligeros no son un buen primer plato. Cuando hubieron terminado el plato principal, Alexander se puso de pie.
—Disculpen, debo ir a la mina. Tengo trabajo pendiente allí.
—Iré contigo y te echaré una mano —propuso Lee.
—Gracias, pero es mi fiesta. La celebraré en soledad.
—¿Ni siquiera te llevarás a Summers? —preguntó Lee.
—Ni siquiera a Summers.
—¿Cómo está su pobre mujer? —preguntó Constance.
—Loca de remate, pero por lo demás notablemente sana.
—Una historia muy triste…
—Ya lo creo —asintió Alexander, y desapareció.
Se había mostrado imperturbable durante la inesperada confesión de Lee, pero lo cierto era que no podía quitársela de la cabeza. Nunca había imaginado que Elizabeth pudiese estar enamorada de Lee. Tiene buen gusto, recordó haber pensado mientras Lee hablaba, éste es un hombre absolutamente honesto y decente. Lee tampoco había cometido la grosería de mencionar a la madre de Alexander y su secreto, aunque obviamente la tenía muy presente. Se supone que el amor es ciego, y sin embargo Lee era lo suficientemente perspicaz para advertir cuánto disfrutaba Elizabeth con el secreto. Si tuviera un hijo y Lee no hubiese dicho nada, Elizabeth no habría revelado jamás quién era el padre. Porque vivía en el secreto. Eso era lo que sucedía cuando las confesiones juveniles se castigaban sin piedad, cuando no se pensaba que tras ellas había un deseo de decir la verdad y, por lo tanto, no se las consideraba dignas de elogio. De modo que ella había aprendido a no confesar sus secretos; es más, había aprendido a guardar tan bien sus secretos que ni siquiera sabía cuáles eran los motivos que la llevaban actuar así.
Y él, Alexander, no había sido un amigo para ella. Se había ocupado demasiado de vestirla como correspondía, de cubrirla de joyas, de educarla para que se convirtiera en la señora de sus posesiones. Cuando había hablado con ella lo había hecho como un maestro, y sobre temas que a ella le eran completamente indiferentes: la geología, la minería, sus ambiciones. Tendrían hijos para satisfacer sus ambiciones. ¿Qué le importaba a ella que tal acantilado fuese pérmico o tal estrato silúrico? Sin embargo, de eso era de lo que le había hablado en el viaje a Kinross. No de cosas que a ella pudieran interesarle, sino de cosas que le gustaban a él. ¡Oh, si se pudiera volver atrás en el tiempo! ¡Si al menos hubiera sabido que él era la personificación del retrato de Satanás que tenía el doctor Murray en la rectoría! Por más que le hubiesen informado acerca de la mecánica, había llegado al lecho conyugal muy mal preparada. En la Escocia rural las jóvenes estaban demasiado protegidas, eran muy ignorantes… Entre la descripción, probablemente escuchada de boca de alguna bruja misantrópica, y el acto, había una brecha que sólo una larga preparación podía cerrar.
Él no se había preocupado por preparar a Elizabeth. No la había cortejado, se había limitado a poseerla. Una mina de oro lista para ser explotada. Debería haber habido un período de tranquilas cenas a solas, de flores más que de diamantes, de besos conseguidos después de haberlos pedido, un período de lento despertar del deseo que la predispusiera a mayores intimidades. Pero no. ¡El gran Alexander Kinross no podía permitirse algo así! La había conocido, se había casado con ella al día siguiente y se había metido en su cama después de un beso en la iglesia. A los ojos de ella, había actuado como un verdadero animal. Un error tras otro, ésa era la historia de su relación con Elizabeth. Y, para él, Ruby siempre había sido más importante.
Pero sólo después de que ella desapareciera comprendió realmente lo que él había suscitado en Elizabeth. El dolor, la decepción. Ella no había tenido la oportunidad de elegir.
No me extraña que me rechazara desde el principio, se dijo. No me extraña que enfermara cuando se quedó embarazada de mis hijas. No quería que yo fuera el padre de sus hijos, por más que no había encontrado un hombre a quien querer. Ahora que sé lo de Lee, estoy seguro de que puede quedarse embarazada, aun a su edad, sin el menor peligro. ¡Estoy feliz de haberme enterado de que ama a Lee! Es el hombre perfecto para ella.
El túnel número uno era un refugio con el que podía contar; el turno no terminaría hasta la medianoche y los mineros que trabajaban en los túneles número cinco y número siete sabían que él estaba trabajando en el uno. Si no llamaba a nadie, lo dejarían tranquilo.
El compresor era magnífico; inyectaba suficiente presión de aire al taladro, incluso a pesar de la distancia a la que estaba, así que él estaba encantado con el rendimiento de su taladro Ingersoll. Era casi nuevo y funcionaba a la perfección.
Había planeado colocar las cargas a unos tres metros y medio de profundidad, y ya hacía varios días que tenía un esquema de cómo hacerlo; ésa era la razón de que hubiese rechazado la ayuda de Lee. Lee le habría hecho muchas preguntas, sabía demasiado sobre el tema. De todas formas, no necesitaba ayuda. Sabía perfectamente lo que estaba haciendo, y podía hacerlo mejor y más aprisa si trabajaba solo. En el primer agujero, la mecha del taladro perforó el vacío unos treinta centímetros antes de lo que él había calculado. Tenía razón, allí había una falla. No obstante, siguió taladrando, y volvió a encontrar aquel vacío a la misma profundidad que en los casos anteriores. Y a medida que taladraba, pensaba.
¡Qué vida tan grandiosa había vivido! ¡Qué vindicación! La verdadera receta para el éxito eran el trabajo constante, la inteligencia y la ambición. Nunca he dado un paso en falso en ninguna de mis apuestas, desde el oro hasta el caucho, y si en algo he fracasado, ha sido más bien en mi vida privada. Sir Alexander Kinross, Caballero de la Orden del Cardo, ¿no me veía demasiado ampuloso con esas ropas? ¡Cuánto he disfrutado! Los triunfos, los viajes, las aventuras alocadas, el oro que se amontonaba en el Banco de Inglaterra, la satisfacción de haber construido una ciudad modelo adelantada una generación a su tiempo, el saber que todos los hombres públicos tienen su precio y el placer de comprar a esos políticos estúpidos y codiciosos. ¿Qué importa el dinero si al recibirlo un hombre se convierte en el esclavo de otro? Sí, he disfrutado a lo grande los cincuenta y cinco años de mi vida.
Se lio un pañuelo en la cabeza y siguió trabajando con la destreza y la seguridad de siempre.
A pesar de todo el sufrimiento que le había acarreado el matrimonio, Elizabeth le había dado una hija maravillosa que seguramente triunfaría en la carrera que había elegido si, por supuesto, no decidía convertirse en mártir. Nell, él se había dado cuenta de ello, era una altruista, y eso sin duda lo había heredado de su madre. Lo único que no había logrado era un hijo varón que lo heredara. Nunca debería haber escrito a Escocia pidiendo una esposa; debería haberse casado con Ruby, la esposa de su corazón, porque ella era la mujer de cuerpo exuberante y lozano con la que él congeniaba. Pero no por su espléndido físico, sino más bien por su ingenio chispeante y obsceno, por su cáustica sabiduría, por su sentido del ridículo, por su pantagruélico deseo de vivir. Ruby era única entre muchos millones. La había decepcionado a ella también, y eso le dolía tanto como la certeza de haber decepcionado a Elizabeth. Amaba a las dos, y las había decepcionado a ambas.
Pero tenía una deuda con Elizabeth y ya era hora de saldarla. Amarla y, sin embargo, no haber logrado hacerla feliz era imperdonable. Lee era perfecto para Elizabeth, sí, pero ¿cómo se las arreglaría para convivir con una mujer cuya reserva la convertía en una fortaleza inexpugnable? Era evidente que él estaba profundamente enamorado de ella, pero el suyo era un amor cortés como el de los tiempos medievales, un cortejo casto, sin esperanzas y en la distancia. ¿Podría pasar de la desesperanza a la esperanza realizada? ¿La Elizabeth con la que había soñado durante diecisiete años sería la Elizabeth con la que habría de convivir? Eso era algo que Alexander no podía saber. Tampoco quería averiguarlo.
De pronto, pensó en Sung. ¡El viejo y querido Sung! Jamás nadie había tenido un socio mejor para una empresa tan ambiciosa. Lee había heredado de él su sentido del honor, por supuesto. Un hecho curioso teniendo en cuenta que el padre no se había ocupado personalmente de aquel hijo mestizo ni se había interesado demasiado por su suerte. Los hijos chinos de Sung eran, en todo caso, más extranjeros que el propio Sung: habían recibido una educación completamente diferente. Alexander se inclinaba a pensar que Lee había salido ganando. La situación de los chinos empeoraría después de que las colonias se convirtieran en una federación independiente, pero Alexander estaba convencido de que los chinos que ya estaban en Australia se quedarían allí. Era una verdadera estupidez que se desperdiciara así la inteligencia y el talento del mundo de los que no eran blancos.
La evocación de Anna fue una verdadera tortura, no podía sino asociarla con Jade, Sam O’Donnell y Theodora Jenkins. Ella era un ejemplo perfecto de cómo el amor podía arruinar una vida. La muy estúpida se había marchado de Kinross y ahora vivía en Bathurst, sumida en la pobreza, remendando ropa y dando clases de piano. Todo porque no había podido aceptar que su amado era un violador. Jade, una pequeña silueta negra que se balanceaba delicadamente colgada de una soga cuyas cenizas cubrían el barato ataúd de Sam O’Donnell. Ésa había sido una buena idea de Sung. Después de aquella lluvia sin precedentes, los huesos en descomposición de O’Donnell quedarían atrapados en la telaraña de su verdugo.
¿Y qué decir de Anna? Una pobre chiquilla inocente. Una tragedia tan inexorable e inevitable como un témpano de hielo que se precipita al valle desde la cima de la montaña. Aunque no fuera más que por eso estaba en deuda con Elizabeth, que había sobrellevado la peor parte de esa tragedia. Pues bien, tenía que darle la oportunidad que se merecía y rogar que no fuera demasiado tarde. Lee le pertenecía de por vida, pero ¿sería eso lo que ella quería una vez que lo hubiera conseguido? Y él, ¿comenzaría a herirla y violentarla? No, pensó, si ella puede darle hijos. Para ella serán hijos deseados. Me pregunto si alguno de ellos se parecerá a Ruby. ¡Eso me gustaría!
Terminó de hacer las perforaciones. Recorrió lentamente el túnel hasta el sitio al que Summers acababa de llegar con una carretilla de cuatro ruedas en la que llevaba una caja de dinamita, sales minerales, algodón pólvora, cable de platino y detonadores. ¡Cómo vuela el tiempo!, pensó Alexander, mientras miraba su reloj. Las agujas estaban una sobre otra, marcando las seis y media. Nueve horas para hacer las perforaciones. Nada mal para un hombre maduro.
—Sé que en su nota pedía una caja entera de dinamita al sesenta por ciento, sir Alexander, pero ¿no es mucho?
—Muchísimo, Summers, pero lo que tenía en la otra caja no me servía. Vamos a ver —replicó Alexander mientras levantaba la tapa de la caja, escudriñaba las ordenadas hileras de cartuchos marrones y tomaba uno para sopesarlo y olerlo. Un momento después, asentía con la cabeza—. Este lote servirá. Me lo llevaré.
—Ojalá yo no fuera tan torpe con los explosivos —dijo Summers, afligido, y comenzó a empujar la carretilla en dirección al túnel número uno.
Alexander le ordenó que se detuviera.
—Gracias, Summers. Yo me arreglo.
—¿Y qué hará con el Ingersoll? ¿Desmontará la tubería de aire?
—Ya he sacado de allí el Ingersoll, y he desmontado la tubería de aire.
—No debería haber hecho eso, sir Alexander, no debería haberlo hecho.
—¿A mi edad, quiere decir? —repuso Alexander con una sonrisa irónica, y comenzó a empujar la carretilla.
Summers se quedó un momento mirándolo alejarse bajo las luces centelleantes hasta que, en una curva, Alexander desapareció de su vista.
Frente a la superficie de la roca una vez más, Alexander tomó un cartucho de aquel explosivo de máximo poder y rasgó su envoltura por uno de los extremos con un afilado cuchillo. Lo colocó en el agujero con relativa facilidad y luego, ayudándose con la larguísima barra apisonadora, lo empujó hasta el fondo. Repitió la operación con otro cartucho, y después con otro, tan aprisa como pudo, hasta que sólo quedó lugar para uno más. Envolvió un extremo del último cartucho con el detonador del fulminante de mercurio y un cebador, a los que agregó dos terminales de cable conectadas por un filamento de platino sobre un lecho de algodón pólvora. Y pasó al siguiente agujero.
Sudaba copiosamente y sus músculos sentían el esfuerzo, pero colocó las cargas como lo había planeado hasta que hubo insertado ciento cincuenta y seis cartuchos con un sesenta por ciento de nitroglicerina cada uno en la superficie de la roca. Después, quitó unos quince centímetros de material aislante del extremo de cada uno de los cables y los enrolló a todos en un solo haz. A continuación quitó el material aislante al extremo del cable que pronto desenrollaría para llevarlo hasta la galería, donde lo conectaría a la terminal que desencadenaría la explosión. ¡Listo! Contempló su obra con una mirada de profunda satisfacción.
Empujando con el aire la bobina de cable avanzó por el encharcado terreno en dirección a la galería. Summers, Lee y Prentice lo estaban esperando; Prentice llevó la bobina hasta la terminal y se agachó para cortar el cable con la intención de completar la conexión. Alexander le quitó el cable de las manos, retiró el material aislante y lo conectó. ¡Qué exigente e intratable es este tío!, pensó Prentice. Siempre tiene que hacerlo todo él, como si los demás no supieran nada.
—El viejo y querido número uno ya está listo para desaparecer —dijo Alexander resueltamente, con una sonrisa en los labios. Se le veía sucio y agotado pero exultante.
Prentice hizo sonar la sirena que advertía a todos los que se hallaban en las inmediaciones que habría una explosión; cuando finalmente el ulular de la sirena cesó, Alexander accionó el interruptor de la terminal y el amperímetro indicó que la corriente eléctrica había comenzado a fluir. Se taparon los oídos con las manos, como los otros cuarenta hombres que estaban en ese momento en la mina, pero no se produjo ninguna explosión. La entrada del túnel número uno estaba a oscuras.
—¡Maldición! —exclamó Alexander—. El cable se ha cortado.
—¡Espera! —gritó Lee—. ¡Alexander, espera un momento! Podría haber fuego.
Por toda respuesta, Alexander cortó la corriente; la aguja del amperímetro volvió al cero.
—Lo repararé —dijo. Tomó un farol y se internó en el túnel—. Ésta es mi voladura. Quedaos todos quietos, ¿está claro?
Esta vez recorrió el trayecto a grandes zancadas, pleno de energía y decisión. Lo que los hombres que había dejado atrás no sabían era que la corriente seguía fluyendo; Alexander había conectado un desvío en la terminal, y lo había activado al cortar la corriente. Y el amperímetro no lo detectaba.
Los dos cables estaban en el suelo; sus filamentos de cobre, iluminados por el farol, despedían destellos rojizos. Dejó el farol en el suelo y levantó los cables, uno en cada mano.
—Esto es mucho mejor que vivir en la humillación —dijo, y juntó los extremos de los cables con una expresión de fiero placer.
El túnel estalló, innumerables fragmentos de roca se esparcieron en un radio de trescientos metros y la montaña, fatalmente agrietada a tres metros de profundidad, trataba de derrumbarse sobre sí misma mientras la fuerza incontenible de la enorme carga de explosivos la resquebrajaba. A la primera onda expansiva, que sonó como un aullido, le siguió un ruido como el de un objeto que se hace añicos; la ráfaga arrastró violentamente a los hombres que se encontraban en la galería mientras un diluvio de partículas inundaba el espacio circundante y una enorme masa de polvo recorría vertiginosamente el lugar, subía por los pozos de ventilación hasta las torres de perforación, bajaba por el túnel de los contenedores y salía al pasillo principal. El estruendo, que se oyó con más intensidad en Kinross, llegó atenuado a la cima de la montaña. Sin embargo, cuando el ruido cesó y Lee logró recuperarse —todavía le zumbaban los oídos— descubrió que la galería no había sufrido ningún daño. Las sirenas externas ululaban y desde la ciudad acudían a la carrera los hombres: ¡Dios, que no sea un derrumbe! ¿Quiénes habían muerto, cuántos túneles y pozos de ventilación habían quedado sepultados?
Lo primero era resolver el problema de la seguridad; cuando Lee, los ingenieros de minas y los supervisores recorrieron el lugar descubrieron que lo único que se había derrumbado era el túnel número uno. Fuera de allí, no había una sola viga rajada, ni un rasgón en las lonas, ni un pandeo en las vías de los contenedores. Toda la fuerza de la explosión se había concentrado en el túnel número uno.
El hombre es un genio, pensó Lee, todavía aturdido, mientras él y Summers se internaban en el número uno hasta donde podían, unos treinta metros en un túnel cuya extensión original era de trescientos. Alexander había distribuido las cargas para causar el mayor estrago en el menor espacio. Ningún otro lugar de Apocalipsis había sufrido el menor daño fuera del túnel original. «El viejo y querido número uno. Y él me aprecia», había dicho Alexander.
Summers berreaba como un niño y la mayoría de los hombres que se encontraban en la galería lloraban, pero Lee no podía derramar una sola lágrima. Mientras Prentice y los demás supervisores se preparaban para tratar de rescatar a Alexander, Lee se acercó discretamente a la terminal y tiró del cable que la conectaba con la cabina del generador. Haciéndolo girar entre las manos, desatornilló la placa inferior y vio lo que Alexander había hecho. Nunca te perdiste una, ¿eh, Alexander?, dijo para sí. Nadie lo veía; Lee desarmó el desvío, lo guardó en el bolsillo del pantalón y volvió a armar el dispositivo. Cuando alguien quisiera revisarlo, o verificar su funcionamiento en el laboratorio, se comportaría exactamente como correspondía. Apostaría a que sabías que sería yo quien lo descubriría. Porque, Alexander Kinross, tú querías morir en un accidente, un capricho de la suerte, algo de lo que no se pudiera culpar a nadie. Seré tu cómplice. Te debo eso, y mucho, mucho más.
Nunca lo encontrarían, por supuesto. No estaba volviendo a la galería cuando su mundo terminó, estaba ante la roca con los cables pelados en las manos. Estás sepultado para siempre, Alexander Kinross. El rey en su mausoleo dorado.
—Jim —dijo a Summers, que no cesaba de berrear—. ¡Jim, escúchame! No puedo quedarme aquí, tengo que informar de esto a más de una mujer. Los hombres pueden explorar hasta unos treinta metros si quieren, pero no más allá. Si no aparece en esos treinta metros está muerto. Lo está, en cualquier caso, y todos lo sabemos. Pero pueden buscarlo un rato, se sentirán mejor. Regresaré en cuanto pueda.
Y Summers, que toda su vida había sido un hombre respetuoso de la autoridad, se secó la cara, se sonó la nariz, y miró fijamente a Lee con los ojos todavía llenos de lágrimas.
—Sí, doctor Costevan —dijo—. Enseguida.
—Bien dicho —repuso Lee, dándole una palmada en el hombro.
¿A la ciudad o a la cima de la montaña? A la ciudad, decidió Lee. Su madre oiría los rumores mucho antes, así que había que avisarla en primer lugar.
¿Qué fue lo que dijo Alexander ayer, cuando terminaba nuestra conversación? Algo así como que tenía que encontrar una solución para conservarme a mí y, al mismo tiempo, liberar a Elizabeth. Sí, algo así. Pero ¿quién habría podido imaginar cuál iba a ser esa solución? ¿Quién podía ser tan cruel y decidido como él para pensar algo tan radical? Las mujeres nunca sabrán que no fue un accidente, así que Elizabeth no se sentirá culpable y Ruby no albergará odio. Si mi madre supiera que él se suicidó porque pensó que era la mejor manera de resolver una situación insoluble, culparía a Elizabeth y la odiaría toda la vida. Y eso significaría una ruptura diferente. En cambio así, lo que pasó entre Alexander y yo es un secreto entre los dos. Murió en un accidente en la mina. Esos accidentes suceden muy a menudo. Todo el mundo tendrá algo que decir al respecto, por supuesto. ¿Cómo pudo ocurrir que las cargas explotaran si la corriente estaba interrumpida? ¿Por qué la explosión había sido tan desmesurada? ¿Por qué Alexander no permitió que nadie entrara con él en el túnel número uno? Pero nadie sabrá la verdad, excepto yo… y Alexander.
Cuando Ruby, que esperaba ansiosamente en la galería externa del hotel, vio bajar a Lee del funicular, tuvo que aferrarse a uno de los postes de la marquesina para mantenerse en pie. A medida que él se acercaba ella veía su rostro rígido, agarrotado, y su expresión sombría. Fuese por eso, o por algún misterioso presentimiento, súbitamente la asaltó la certeza de que Alexander había muerto. Extendió una mano mientras con la otra seguía aferrándose al poste como si fuera una muleta. Lee tomó la mano de su madre entre las suyas y la acarició.
—Hubo un accidente en el túnel número uno. Alexander está muerto. Es imposible que haya sobrevivido.
La expresión de sus enormes ojos verdes era igual a la de una gata a quien acaban de arrebatarle sus cachorros para ahogarlos: pena, desconcierto, y un dolor incipiente. Pronto, pensó Lee, empezará a buscarlo en los rincones de su pobre mente agobiada, segura de que ha habido algún error.
—¿Su gran voladura? —preguntó.
—Sí. Hubo un problema con la conexión eléctrica, y él decidió ir a repararla.
Ruby se tambaleó; Lee la sostuvo con un brazo y la condujo al interior del hotel. Hizo que se sentara y le ofreció una copa de brandy.
—Él nunca había hecho algo así tratándose de explosivos o voladuras. Tenía una experiencia de treinta y cinco años —repuso ella, recuperando un poco el ánimo.
—Tal vez ése fue el problema, mamá. Se descuidó.
—Él no actuaba así, y tú lo sabes.
—Estoy tratando de encontrar una explicación, incluso para mí.
—¡Finalmente soy viuda! —dijo ella, perpleja—. Al menos me siento como una viuda. Sólo a Alexander se le ocurriría dejar dos viudas.
—¿Estás bien, mamá? Debo avisar a Elizabeth.
—Ella no lo llorará. Ahora puede tenerte a ti.
—Eso no es justo para nadie, mamá.
—¡Oh, ve, ve! —dijo ella, abrumada—. Te toca la peor parte. Di a Elizabeth que iré más tarde. Estará bien, Constance le hará compañía. Ahora somos todas viudas.
Los contenedores del pasillo principal trabajaban incansablemente, pues la mitad de la ciudad estaba tratando de retirar los escombros del túnel número uno. Lee subió en el funicular. Elizabeth y Constance estaban bebiendo té en el invernadero. Levantaron la vista hacia él sin demasiada preocupación hasta que advirtieron el aspecto de Lee: estaba cubierto de polvo, sudaba copiosamente y su expresión recordaba a la de Sung cuando algún miembro de su comunidad había cometido algún delito grave.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó Elizabeth—. Oímos una explosión. Un ruido sordo, lejano.
—Un accidente terrible. Alexander ha muerto.
La taza de Constance se estrelló contra el suelo. Elizabeth apoyó cuidadosamente la suya, y la acomodó de modo que las flores dibujadas en ella coincidieran con el diseño del plato. Su blanca piel palideció aún más, pero tardó en levantar la vista para mirar a Lee. En sus ojos había una terrible mezcla de pena y alegría: las dos emociones luchaban denodadamente en su interior. Y cuando esa lucha se resuelva, pensó Lee, lo único que sentirá será alivio. Su esposa no llorará a Alexander. Mi madre sí. En ese sentido, él había cometido una injusticia con su amada; veintitrés años de una unión así, por muy amarga que hubiese sido, debía provocar una sensación de pérdida, y, en consecuencia, un duelo.
—Ruby —dijo Elizabeth, trémula—. ¿Ruby ya lo sabe?
—Si. Se lo conté primero a ella porque en la ciudad todo el mundo habla de la explosión. Allí el estruendo fue terrible.
—Me alegra mucho que se lo hayas contado primero a ella. Gracias —dijo Elizabeth quedamente—. Él era más importante para ella que para mí. ¡Oh, pobre mujer!
Constance lloraba y se retorcía las manos.
—No llores —dijo Elizabeth en tono sereno—. Es mejor así, morir en la flor de la edad antes que angustiarse esperando la muerte. Me alegro por él.
—Mamá dice que vendrá más tarde. ¿Te ocuparás de avisar a Nell?
—Sí, por supuesto.
—¿Habéis hallado el cuerpo? —preguntó Constance.
Lee la miró fijamente.
—No, nunca se encontrará, Constance. Está sepultado bajo toneladas de roca a cien metros de la entrada de un túnel que ya no existe. Ahora es parte de Apocalipsis para siempre. —Se dirigió a la puerta—. Debo irme, me necesitan.
Elizabeth lo acompañó. Después de la lluvia, el jardín estaba floreciente.
—Él no sabía lo nuestro, ¿verdad, Lee? —preguntó.
—No, no lo sabía —replicó Lee, comprendiendo de pronto que tendría que vivir con esa mentira hasta el último de sus días—. Todas sus energías estaban puestas en su voladura. Esta clase de accidentes suceden, incluso a los hombres más afortunados. Una mina es un lugar peligroso —agregó, pasándose una mano por los ojos—. Nunca pensé que esto pudiera pasarle a Alexander. Él era el rey.
—Al final, todo el peso debe recaer en el rey —comentó Elizabeth enigmáticamente—. Es el precio que debe pagar por gobernar.
—¿Todavía hay sitio para mí en tu corazón y en tu vida?
—Oh, sí, siempre lo habrá. Pero tendremos que esperar un poco.
—Puedo esperar. Quiero que sepas que estoy aquí para lo que necesites. Te amo, Elizabeth. La muerte de Alexander no puede cambiar eso.
—Y yo te amo. Creo que a Alexander le gustaría saber que he encontrado a alguien a quien amar —replicó ella, poniéndose de puntillas para besarlo en la mejilla—. Ahora estás tú al mando. Ven cuando quieras.
¿Nunca cambia nada?, se preguntó Ruby esa tarde cuando se encontró con Elizabeth en la casa. Allí estaba la viuda oficial de Alexander, tan serena, imperturbable y reservada como siempre. Incluso sus ojos transmitían tranquilidad, aunque era evidente que no estaba contenta. Se encierra, quién sabe dónde. Alexander siempre lo decía cuando hablaba de ella.
Peony estaba haciendo lo posible para tranquilizar a Dolly, que se había echado en su cama a llorar, desconsolada, cuando se lo contaron, y Elizabeth había telefoneado a Nell, interrumpiendo sus rondas por los pabellones del hospital Prince Alfred, para decirle que su padre había muerto. Estaba en camino a Kinross, dijo Elizabeth a Ruby en su tono sereno, indiferente y delicado.
Lee regresó a la hora de la cena. Se había bañado y se había puesto ropas de trabajo limpias.
—Hemos decidido suspender la búsqueda —dijo. Se sentó con movimientos lentos, como si repentinamente hubiera envejecido, y aceptó el bourbon de Kentucky que le ofreció su madre—. Los ingenieros han coincidido en que tratar de excavar cincuenta centímetros más en ese túnel podría provocar otro derrumbe aún peor que el anterior. No había rastros del cuerpo de Alexander. Está en las entrañas de la montaña.
Lo único que parecía inquietar a Elizabeth era la ausencia de un cuerpo, lo que pronto quedó en evidencia.
—¿Qué haremos, Lee? No puede ser oficialmente enterrado, ¿verdad?
—No.
—¡Pero ha de tener una tumba!
—Puede tenerla —repuso Lee, pacientemente—. No tiene por qué haber un cuerpo en ella, Elizabeth. Puede tener una tumba donde tú quieras.
—Junto a la de Anna. Él amaba la cima de la montaña.
Ruby permanecía en silencio, todavía demasiado conmovida para llorar. Como si hubiera habido un acuerdo tácito entre ellas, las tres mujeres estaban de negro, ataviadas con sobrios vestidos de gro cerrados hasta el cuello y sin ningún adorno. ¿Las mujeres siempre tenían algo así en su guardarropa, por si acaso?, se preguntó Lee. Aunque ninguna se había vestido de luto por Anna. Sin duda había sido un final demasiado misericordioso para vestirse de negro.
—Una estatua —dijo Ruby de pronto—. Una estatua de bronce de Alexander en la plaza de Kinross, vestido con sus ropas de gamuza y a lomos de su yegua.
—Sí —dijo Constance, exaltada—. Hecha por un gran escultor.
Tres pares de ojos se volvieron hacia Lee; quieren que yo me ocupe, pensó. He ocupado el lugar de Alexander, pero ¿quiero ocuparlo?
La respuesta es: no. De todos modos, me parece que no tengo otra opción. La muerte de Alexander me ha encadenado a Kinross con mayor firmeza que a César su concepto de Roma.
Esa noche durmió en la casa, aunque no en la cama de Alexander, sino en la pequeña habitación de huéspedes que había servido como prisión temporal para Anna. Y en la mitad de la noche, al despertar de una pesadilla, encontró a Elizabeth sentada junto a él. En un primer momento se replegó sobre sí mismo, horrorizado, pero pronto se sintió invadido por un sentimiento de gratitud. Ella llevaba puesta una bata de noche, y era evidente que no había acudido hasta allí en busca de consuelo sexual. Se puso de lado para abrazarla, y ella lo besó tiernamente.
—¿Cómo has sabido que te necesitaba? —preguntó él, con la cabeza hundida en la cabellera de ella.
—Porque sé que lo amabas.
—¿Y tú? ¿Alguna vez lo amaste, aunque fuese en secreto?
—No, nunca.
—¿Cómo pudiste soportarlo?
—Levanté un muro entre él y yo.
—No tendrás que hacer eso conmigo.
—Lo sé. Pero al principio todo será muy difícil, mi querido Lee.
—No podría ser de otro modo. Debes demoler ese muro, pero de piedra en piedra. No tendrás que hacerlo sola. Yo te ayudaré.
—Parece demasiado irreal para ser cierto. Yo pensaba que Alexander era eterno. Parecía uno de esos hombres que nunca mueren.
—Yo también lo creía.
—¿Cuándo podremos dejar que todos nos vean juntos?
—Tendremos que esperar varios meses, Elizabeth, a menos que puedas afrontar el escándalo.
—Puedo afrontar cualquier cosa si estás conmigo, pero sé que tú te sentirías mucho mejor si no hay escándalo. Tú lo querías.
—Sí, yo lo quería.
El juzgado de primera instancia tenía su sede en Bathurst, de modo que la investigación —no se podía decir que fuera una pesquisa como cualquier otra— se llevó a cabo en aquella ciudad. La sala estaba abarrotada de periodistas; al fin y al cabo, la supuesta muerte de sir Alexander Kinross era una noticia internacional.
Summers declaró que sir Alexander había pedido una caja sellada de dinamita al sesenta por ciento que contenía doscientos cartuchos y mostró la nota en la que estaba registrado el pedido. Después, confesó que era un verdadero inepto en materia de explosivos, y que con mucha suerte podía distinguir un extremo de un cartucho de dinamita del otro si es que había alguna diferencia entre los dos extremos. Podía jurar que sir Alexander había cortado la corriente en la terminal porque había visto cómo la aguja del amperímetro volvía al cero. Nadie había vuelto a conectarla después de que sir Alexander se internó en el túnel, y también estaba dispuesto a jurarlo.
Prentice declaró que se había puesto a trabajar con la bobina de cable, pero que sir Alexander se había enfadado, le había arrebatado los cables, los había pelado él mismo y los había conectado sin que nadie lo ayudase. Explicó que había activado la sirena de explosiones y que todos los mineros habían salido de los túneles a la galería para esperar allí a que se produjera la explosión. Había visto con sus propios ojos cómo sir Alexander habilitaba el paso de corriente, y había visto que el amperímetro lo registraba. Y declaró con la más absoluta convicción que había visto a sir Alexander cortar la corriente antes de internarse en el túnel número uno para reparar el cable, que era lo que todos ellos suponían que había ocurrido.
La declaración de Lee confirmó lo que habían atestiguado Summers y Prentice en cuanto a quién había conectado el cable destinado a la explosión y quién había activado el interruptor, primero para encenderlo y después para apagarlo: sir Alexander. Mostró la terminal ante el tribunal y explicó cómo funcionaba, y explicó además que había sido puesta a prueba en el laboratorio y se había verificado que funcionaba correctamente, y agregó que no era una pieza demasiado complicada. Si el juez necesitaba más pruebas al respecto, los ingenieros que la habían verificado se encontraban allí presentes.
Cuando preguntaron a Lee cómo podía haber ocurrido la explosión, se limitó a menear la cabeza, y dijo que no lo sabía. Prentice, convocado al estrado para responder la misma pregunta, negó con la cabeza y dijo que él tampoco lo sabía. La dinamita era una sustancia inerte hasta que explotaba. Más aún, si un detonador hubiera explotado no todas las cargas habrían estallado, porque no todas estaban conectadas en serie. La técnica más habitual consistía en hacer explotar las primeras cargas, verificar los resultados y después decidir si se continuaba o no con la voladura. No, un responsable de explosiones nunca se propondría devastar totalmente la superficie de la roca; la mayor parte de esa faena se hacía con martillos neumáticos después de que la voladura hubiese originado los orificios y fracturado la roca siguiendo las líneas de falla.
En su segunda declaración, Lee admitió que sir Alexander tenía un interés especial por esta voladura y había dicho que era «un experimento». Entonces el juez llamó a declarar por segunda vez a Prentice, quien confirmó el testimonio de Lee al respecto.
—¿Tiene usted alguna teoría, doctor Costevan? —preguntó el juez al final de la audiencia.
—Una, su señoría. Que detrás de la superficie de la roca había una falla muy grande de la que sir Alexander no se percató, y que la explosión desencadenó un derrumbe imprevisto del granito a ambos lados de la falla. No se me ocurre de qué otro modo pudo ocurrir. Sé que no debe de significar demasiado para un hombre de leyes, pero cuando estuve en la cima de la montaña, hace unos días, descubrí una depresión exactamente encima del punto en el que solía terminar el túnel número uno. Para un geólogo, eso significa una falla que anuncia un riesgo de derrumbe, considerando que antes del accidente esa depresión no existía.
—¿Eso podría provocar una explosión tan desmesurada, doctor Costevan?
—Depende, su señoría. No creo que ninguno de los que estábamos en la galería esa mañana podamos discernir si el ruido que oímos provenía de una explosión o si se debía al derrumbe del túnel. En los dos casos la onda expansiva habría provocado el mismo efecto en los tímpanos de cualquiera que estuviera expuesto —respondió Lee, en un lenguaje deliberadamente científico.
El juez emitió un veredicto de muerte accidental. Sir Alexander estaba oficialmente muerto.
Ruby y Elizabeth no habían asistido. Nell sí, a pesar de que había tenido que hacer otro viaje desde Sydney que, además, se prolongaría debido al funeral de su padre y la lectura de su última voluntad y testamento. Abandonó la sala, con el rostro sombrío, escoltada por Lee.
—Creo que todo cuanto se ha dicho ha sido pura cháchara —confió a Lee mientras él la acompañaba hasta el tren que iba de Bathurst a Lithgow.
—¿En qué sentido, Nell? —preguntó él, en un tono que sonó a simple curiosidad.
—Mi padre no cometía errores.
—Estoy de acuerdo.
—¿Entonces? —preguntó ella agresivamente.
—Entonces, es un misterio, Nell. No tengo respuestas.
—Alguna debe de haber.
—Ojalá la encontraras tú. Yo, al menos, me sentiría más tranquilo.
—A mi madre le importa un bledo.
—Oh, no creo que sea así. Le cuesta demostrar sus sentimientos, eso deberías saberlo tú mejor que yo.
—Nadie mejor que yo —replicó Nell con amargura—. Ruby lo llora más.
—Tiene más motivos para llorarlo —dijo él con franqueza.
—Somos una extraña pareja, Lee, tú y yo.
—Enredados en la maraña de las extrañas relaciones entre nuestros padres.
—Bien dicho. Eres perspicaz, para ser ingeniero.
—Gracias.
Ella apoyó la mejilla en la ventanilla del compartimiento y posó sus ojos, un poco más azules que de costumbre, en el rostro de Lee. Estaba sutilmente cambiado: se le veía más seguro, más maduro, mucho más resuelto. ¿Será que espera ser el principal heredero de mi padre? Sin embargo, papá me dijo que lo sería yo. Y yo no quiero serlo. ¡No quiero! Pero no, no es eso lo que le pasa a Lee. El cambio se debe a otra cosa. Él nunca me atrajo; sin embargo, de pronto comprendo su atracción. Su enorme integridad, su honor, su sensibilidad. Mi madre y su madre lo ven como la única salvación en este momento espantoso. ¿Típico, no? Lee es hombre. Ninguna de las dos cuenta conmigo para nada.
En Lithgow hicieron transbordo y cogieron el tren que iba a Kinross, después de un largo silencio que ninguno de los dos quiso romper.
Finalmente, Lee habló:
—Entre la muerte de Anna y ésta, Nell, debes de haber perdido muchas clases. ¿No tendrás problemas?
—No creo. Los exámenes de fin de año son sobre materia médica, medicina clínica, cirugía, y un poco más de anatomía y fisiología. Los aprobaré. He estudiado lo suficiente, y no hay un reglamento rígido sobre la asistencia a clases, sobre todo si uno no asiste por razones justificadas. —En su alargado rostro se dibujó una expresión de entusiasmo—. El año próximo también me irá bien. Es mi último año en la facultad, el de mil novecientos, y será el más difícil. Debo cursar muchas materias que, en mi opinión, no tienen demasiado que ver con la medicina, medicina legal, por ejemplo. Además presentaré una tesis de doctorado. Quiero ser una verdadera doctora en medicina, no una simple licenciada.
—¿Cuál será el tema de tu tesis?
—La epilepsia.
Anna, pensó él.
—¿Has pensado en casarte? —preguntó con una sonrisa encantadora que disipó cualquier sospecha de que la intención fuera ofensiva.
—No.
—Qué pena. Eres la única persona en este mundo que lleva la sangre de Alexander.
—No creo en esas cosas, Lee. Son anticuadas y no tienen la menor importancia. Además, está Dolly.
—Lo siento —dijo él sin convicción.
—A menos que tú quieras casarte conmigo —dijo ella con una mirada provocadora.
—Jamás.
—¿Por qué? —preguntó ella, ofendida.
—Eres demasiado mordaz y agresiva, y yo no soy el hombre indicado para limar tus asperezas. Me gustan las mujeres amables.
—Ya escogiste una, ¿verdad?
—No. Uno no escoge una mujer. Es ella la que elige.
Nell se inclinó hacia él con simpatía.
—Sí, creo que tienes razón —dijo.
—¿Qué fue de ese sujeto anónimo que te gustaba?
—Oh, eso ocurrió hace demasiado tiempo; yo tenía apenas dieciséis años. Estuvo a punto de sufrir un ataque cuando se enteró. Así que el fuego se apagó antes de empezar a arder.
—¿No puedes volver a encender la chispa?
—No. Sobre todo después de la muerte de papá. Sería una traición.
—¿Por qué?
—El tipo es miembro del Parlamento de Nueva Gales del Sur, un representante del Partido Laborista. Es un defensor tan acérrimo del socialismo como papá lo era del capitalismo —replicó con un suspiro, y sus ojos se empañaron ligeramente—. ¡Oh, la verdad es que me gustaba! Es un poco más bajo que tú, pero en un cuadrilátero no podrías fácilmente con él, te lo aseguro.
—Sólo —replicó Lee con una sonrisa burlona— si el hombre dominara todos esos trucos chinos que tú aprendiste para defenderte.
Alexander había hecho un nuevo testamento dos días después de la muerte de Anna, bastante antes de la confesión de Lee, un gran alivio. Lee no podía culparse por nada de lo que disponía aquella última voluntad, pero no pudo dejar de preguntarse por qué Alexander no lo había cambiado una vez que se enteró de su relación con Elizabeth. Alexander había legado seis de las siete partes que poseía en Empresas Apocalipsis directamente a Lee y la séptima parte a Ruby, lo que significaba que de las trece partes que constituían el total de las acciones de la compañía siete quedarían en manos de Lee, dos en manos de Ruby, dos seguirían perteneciendo a Sung y las otras dos a Constance Dewy. Lee se convertiría en el principal accionista y jefe indiscutible.
Elizabeth, Nell y Dolly recibirían una renta de 50.000 libras esterlinas anuales cada una que debía deducirse de las ganancias o de los fondos de la compañía, según lo decidiera la junta directiva.
Jim Summers recibiría 100.000 libras, las hermanas Wong 100.000 libras cada una, y Chang, 50.000. Alexander manifestaba su deseo de que Sung Po siguiera siendo el secretario del ayuntamiento, y le legaba 50.000 libras. Theodora Jenkins recibiría 20.000 libras y el título de propiedad de su antigua casa.
Las 4.050 hectáreas del monte Kinross eran propiedad de la compañía, pero Elizabeth gozaría de la tenencia de esas tierras hasta su muerte, tras la cual serían restituidas a la junta directiva. Todos los legados en dinero quedarían exentos de tributar los respectivos impuestos a la herencia, que serían pagados con fondos de Alexander.
Finalmente, legaba su fortuna personal, su colección de obras artísticas, sus libros más valiosos y todas las propiedades que se encontraban a su nombre a los hijos que Elizabeth pudiera tener después de haber muerto él, una cláusula que nadie entendió, ni siquiera Lee. ¿Qué había movido a Alexander a hacer aquello, dado que en el momento de redactar ese testamento no sabía nada de la relación entre su esposa y Lee? ¿Era su modo de disculparse con Elizabeth y de decirle que era libre de volver a casarse?
—Me alegro mucho de que seas tú quien tiene que cargar con ese peso, Lee —dijo Nell.
—Yo no. No lo esperaba, la verdad.
—Ahora estás atado de pies y manos a Empresas Apocalipsis. Supongo que cuando le dije que quería estudiar medicina decidió desentenderse de mí.
—Como guardiana de sus logros sí, pero yo no diría que legarte cincuenta mil libras anuales es una forma de desentenderse de ti.
—Lo que tú no sabes es que yo tenía la esperanza de que él financiara un hospital para enfermos mentales.
Lee sonrió sin convicción.
—Si le dijiste que querías hacer algo así, es un motivo suficiente para que quisiera privarte de esa oportunidad. Alexander habría pensado que sería como luchar contra molinos de viento. La historia de Anna no tiene nada que ver con eso.
—Sí, es cierto. Un pragmático de la cabeza a los pies, ¿no?
—Oh, no lo sé. Piensa en lo que le dejó a Theodora.
—Me alegra que se acordara de ella.
—A mí también.
—¿A cuánto asciende su fortuna personal, Lee?
—Es enorme. Los legados y los impuestos a la herencia ni siquiera le harán mella.
—Para los hijos que mamá pudiera tener después de la muerte de él… Pero él sabía, ¡todos lo sabemos!, que ella no puede tener más hijos. ¿Qué pasará con su fortuna si ella no tiene más hijos?
—Buena pregunta. Puesto que está depositada en el Banco de Inglaterra, probablemente vaya a parar a un juzgado después de que ella muera y quede allí en custodia durante años mientras los abogados pleitean y se alimentan de sus restos como buitres —replicó Lee—. Si tuvieras hijos, podrías reclamarla en nombre de ellos, supongo.
—¿Mamá, tener hijos a su edad? —exclamó Nell con incredulidad—. Aunque debo admitir —agregó con ecuanimidad— que ahora no correría peligro de sufrir eclampsia.
—¿Por qué no? —preguntó Lee, secretamente esperanzado.
—Sospecho que está mucho más sana que cuando me tuvo a mí.
—¿Aun a su edad? —preguntó él, hinchando un carrillo con la lengua.
—Sí, claro. Teóricamente todavía es fértil, supongo.
Lee no volvió a tocar el tema.
Al menos no volvió a tocarlo con Nell, pero pronto descubrió que estaba atrapado para siempre en la telaraña de Alexander. Ruby fue la siguiente en percatarse de ello.
—Él debe de haber sabido lo que había entre Elizabeth y tú antes de hacer su testamento —dijo Ruby cuando regresaron al hotel.
—Créeme, mamá —dijo, muy seriamente, tomándole las manos—, Alexander no sabía nada cuando hizo su testamento. De lo contrario, algo nunca me habría legado la mayor parte de las acciones de la compañía, y tú lo sabes.
—¿Entonces por qué…?
—Lo único que se me ocurre es que tuviera una premonición, o bien que pensara que cuando él muriera la vida de Elizabeth podría tomar un nuevo rumbo. Que tener más hijos no le haría ningún daño —dijo Lee, incapaz de expresar por completo lo que sentía.
—¡Pero él era uno de esos hombres destinados a vivir eternamente! ¿Cómo podía saber que… que una semana después de firmar esa maldita cosa moriría en un derrumbe? —preguntó ella, caminando de un lado a otro.
—Siempre decía que Elizabeth era clarividente —respondió Lee con un suspiro—, pero él era tan escocés como ella. Sus instintos eran misteriosos. Creo sinceramente que tuvo una premonición muy clara.
—Supongo que no puede ser otra cosa, ¡pero eso no responde a mis preguntas! —De pronto se echó a reír, no histéricamente sino de auténtico regocijo—. ¡Qué tío! Hizo ese testamento con una intención muy precisa. El hecho de que se haya ido no significa necesariamente que deje de atormentarnos.
—Siéntate, mamá. Bébete un coñac y fúmate un cigarro.
Ruby alzó su copa, y él la imitó.
—Por Alexander —dijo ella, y se bebió el licor de un trago.
—Por Alexander. Ojalá nunca deje de atormentarnos.
Después de la cena, Ruby volvió a los temas que la obsesionaban.
—Mi querido gatito de jade, ¿qué será de Elizabeth?
—Me casaré con ella en el momento oportuno.
—¿Puedes jurarme que él no sabía nada?
—¡No, de ninguna manera! ¡Qué petición más estúpida, mamá! Usa tu sentido común —dijo él con vehemencia—. Por favor, ¿podemos dejar de hablar de esto?
Ella tomó el reproche con ecuanimidad.
—Debió de haber ido a la oficina del viejo Brumford a hacer el borrador del nuevo testamento mientras Elizabeth todavía dormía, y firmó la versión definitiva después del desayuno del segundo día, eso fue lo que me dijo Brumford. Y Alexander dijo que no había quien pudiera despegar a Nell de su madre —resopló Ruby—. No te había visto, así que no podía saber nada.
—¡Oh, mamá, por favor! ¡Cambiemos de tema!
—Nell pondrá el grito en el cielo cuando se entere de la relación entre Elizabeth y tú.
—Si puedes entenderme te diré algo: Nell no me preocupa.
—¡Por supuesto que te entiendo! No puedo culparos. Ni a ti ni a ella —repuso, y volvió al tema—. Lo único que me tranquiliza en este asunto del testamento es que si él hubiera sabido algo no te habría nombrado su heredero universal. Eso es indiscutible hasta para Nell. Alexander no amaba a Elizabeth, pero no habría soportado que alguien invadiese su territorio.
—Mamá, te amo, pero estoy a punto de matarte.
—Lo sé, y yo también te quiero, mi gatito de jade. —Las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas; sin embargo, se las arregló para sonreír—. Echo mucho de menos a Alexander, pero estoy contenta por ti. Con un poco de suerte, yo podría llegar a tener unos nietos asquerosamente ricos. Elizabeth podrá tener hijos sin ningún problema, estoy más que segura.
—Ella dice lo mismo. Y Nell también.
Sonó el teléfono. Lee fue hasta el aparato y respondió. Su mirada se iluminó, y Ruby no tuvo dudas acerca de quién llamaba.
—Por supuesto, Elizabeth. Aquí está —dijo él—. Mamá, Elizabeth quiere hablar contigo.
—¿Va todo bien? —preguntó Ruby por el teléfono.
—Sí, Nell y yo nos encontramos perfectamente. Pero como no estaba segura de cuan aprisa se estaba ocupando Lee de la estatua de Alexander, pensé que lo mejor sería llamar ahora y decirte lo que pienso —dijo la incorpórea voz.
—¿La estatua de Alexander? —preguntó Ruby con los ojos en blanco.
—Que no sea de bronce, Ruby. Por favor, bronce no. Di a Lee que la quiero de granito. La piedra de Alexander es el granito.
—Se lo diré.
Ruby se despidió y colgó el auricular.
—Quiere que la estatua de Alexander sea de granito, no de bronce. Dice que es la piedra de Alexander. ¡Dios mío!
Y lo es, claro que sí, pensó Lee. Está sepultado bajo miles de toneladas de granito. Ahora hay una depresión en la montaña exactamente encima del final del túnel número uno, como dije al juez. Dio con una falla, y de las grandes. Y lo sabía. Creo que hasta se burló de mí cuando me arrastró hasta allí para terminar nuestra conversación y pateó el suelo. Hueco. Pero yo estaba demasiado abstraído para escuchar. Soy la única persona que puede preguntar lo que él nunca podrá responder: ¿estaba planeando su suicidio antes de saber que Elizabeth le estaba siendo infiel conmigo? ¿La desaparición de Elizabeth había despertado en él algo más que miedo y ansiedad? ¿Pensó que debía liberarla mientras fuera todavía lo bastante joven para tener más hijos? Él solía analizar todos los aspectos de una voladura conmigo, pero en aquella ocasión no me consultó nada.
Elizabeth había adquirido la costumbre de sentarse en la biblioteca sin encender más luces que la de la lámpara del escritorio; su sillón estaba bastante apartado, sumido en la penumbra, sólo apto para pensar.
Había pasado un mes desde la muerte de Alexander. Parecía una eternidad. Tras el veredicto derivado de la investigación judicial, el funeral y la lectura del testamento, la vida de sir Alexander Kinross había llegado definitivamente a su fin. Era extraño, pero Lee parecía haberse evaporado de sus pensamientos. El tiempo había quedado escindido como por una cuña entre un antes y un después de la muerte de Alexander. Su futuro y su libertad estaban asegurados, y sin embargo no podía dejar de pensar en Alexander. Él se había suicidado, y Elizabeth lo sabía con la misma certeza que si él se hubiese materializado y se lo hubiese dicho. Y lo había hecho tan deliberada y reflexivamente como todo lo que hacía. Puesto que no sabía que Lee había hablado a Alexander de su relación, suponía que él no se había enterado de nada, y, por lo tanto, pensaba que a buen seguro lo habría movido alguna otra razón. Pero no tenía la menor idea de cuál podía ser.
—Mamá, no deberías sentarte aquí, sola y a oscuras —dijo Nell apenas entró—. La cena estará lista en media hora. ¿Te sirvo una de tus enormes copas de jerez?
—Gracias —replicó Elizabeth parpadeando, deslumbrada por las luces que Nell iba encendiendo una tras otra.
—¿Puedes comer? ¿Quieres que pida a Hung Chee que te prepare un tónico?
—Puedo comer. —Elizabeth recibió la copa y bebió un sorbo de jerez—. ¿Un tónico de Hung Chee? ¿La medicina moderna no tiene algo más eficaz? Si lo prepara Hung Chee puede contener cualquier cosa: escarabajos triturados, estiércol seco, semillas de quién sabe qué.
—La medicina china es brillante —dijo Nell, sentándose frente a su madre con su propia copa enorme de jerez—. Nosotros tendemos a encerrarnos en el laboratorio de química para fabricar algo, mientras que ellos acuden a la madre naturaleza. Oh, mucho de lo que nosotros fabricamos es excelente, y logra resultados que ningún medicamento chino puede lograr. Pero sobre todo cuando se trata de enfermedades menores o crónicas, la naturaleza cuenta con una farmacopea maravillosa. En cuanto me licencie me propongo recopilar recetas de remedios de viejas, panaceas transmitidas por la costumbre y la tradición, y las fórmulas de Hung Chee para la gota, los mareos, las erupciones de la piel, los ataques de hígado y Dios sabe cuántas cosas más.
—¿Eso significa que ya no te dedicarás a la investigación?
Nell frunció el entrecejo.
—No conseguiré un puesto de investigadora, mamá, ya me lo han anticipado. Pero no me siento descorazonada, y eso en cierto modo me resulta sorprendente. Quiero dedicarme a la medicina general en alguno de los barrios más pobres de Sydney.
—¡Oh, Nell, eso me complace mucho! —dijo Elizabeth con una sonrisa.
—Tengo que regresar a Sydney mañana mismo, mamá. Si no, tendré que volver a cursar cuarto de medicina, pero me preocupa dejarte sola.
—No estaré sola mucho tiempo más —dijo Elizabeth plácidamente.
—¿Cómo dices?
—Pienso viajar.
—¿Con Dolly? ¿Adónde?
—No, Dolly se quedará con Constance en Dunleigh. Las hijas de Sophia viven allí, y también las de Maria, y ya es hora de que Dolly se relacione con niñas de su edad. Las niñas de los Dewy no saben nada sobre el origen de Dolly, y Dunleigh está bien lejos de aquí. Además, tienen una institutriz excelente. Fue Constance quien me lo sugirió.
—Espléndido, mamá. De verdad. ¿Y tú?
—Iré a los lagos italianos. Soñaba con ese lugar —dijo Elizabeth en un tono ligeramente misterioso— cada vez que pensaba en escapar. Pero nunca pude hacerlo. Primero por Anna, después por Dolly. ¿Te acuerdas, Nell? Los lagos italianos…
—Recuerdo que eran hermosos, nada más —dijo Nell con un nudo en la garganta—. ¿Pensabas a menudo en escapar?
—Cada vez que sentía que la vida se hacía insoportable.
—¿Y lo sentías a menudo?
—Con frecuencia.
—¿Tanto odiabas a papá?
—No, nunca lo odié. No lo amaba, y terminó resultándome antipático. Cuando odias es porque no encuentras un motivo para explicar lo que sientes, el odio es demasiado ciego, pero yo siempre logré comprender la verdad. Incluso logré comprender el punto de vista de Alexander. El problema es que entre su punto de vista y el mío había un mundo de diferencias.
—Él sí te amaba, mamá.
—Ahora que está muerto lo sé. Pero eso no cambia nada. Él amaba más a Ruby.
—¡Esa cabrona de Ruby Costevan! —exclamó Nell con vehemencia.
—¡No digas eso! —gritó Elizabeth, alzando tanto la voz que Nell se sobresaltó—. De no haber sido por Ruby, no sé qué habría sido de mí, sinceramente. Tú siempre la quisiste, Nell, así que ahora no debes echarle la culpa de nada. No quiero oír una sola palabra contra ella.
Nell se estremeció. ¡Pasión en la voz de su madre! ¡Y en defensa de la única persona que la buena sociedad dictaminaba que debía detestar!
—Lo lamento, mamá. Me equivoqué.
—Prométeme que cuando te cases, ¡y te casarás!, lo harás por las mejores razones. Que él te guste, sobre todo. Que lo ames, por supuesto. Pero también por los placeres de la carne. Se supone que no se debe hablar de eso, como si fuera algo inventado por el diablo y no por Dios. Pero no puedo explicarte lo importante que es. Si puedes compartir sinceramente tu vida privada con tu esposo, nada será más importante que eso. Tienes una profesión que te costaría demasiado abandonar, y no debes descuidarla. Si quiere que la abandones, no te cases con él. Siempre tendrás dinero suficiente para vivir con todas las comodidades, así que bien puedes casarte y seguir ejerciendo tu profesión.
—Buen consejo —dijo Nell con cierta brusquedad. Empezaba a comprender muchas cosas de la historia de sus padres.
—Nadie puede dar mejores consejos que alguien que ha fracasado.
Se hizo un silencio. Nell comenzaba a ver a su madre con otros ojos, como si después de la muerte de su padre ella hubiera adquirido cierta sabiduría. Siempre se había puesto del lado de su padre, y la pasividad de su madre la había exasperado. Aborrecía la actitud de mártir que adoptaba ella, pero ahora veía claramente que Elizabeth no era una mártir, y que nunca lo había sido.
—¡Pobre mamá! Nunca tuviste suerte, ¿verdad?
—Nunca. Pero espero tener un poco en el futuro.
Nell dejó su copa, se puso de pie, se acercó a su madre y la besó en los labios por primera vez en su vida.
—Yo también —dijo, y le tendió una mano—. Vamos, la cena va debe de estar lista. Podemos dejar descansar a los fantasmas, ¿no te parece?
—¿Fantasmas? Yo los llamaría más bien demonios —replicó Elizabeth.
Lee acompañó a Elizabeth a casa después que ella despidió a Nell en la estación. Cuando ella se dirigió a la biblioteca él la siguió; se sentía un poco desorientado. El único contacto físico que habían tenido desde la muerte de Alexander había sido aquel patético y desapasionado interludio en la cama de la prisión temporal de Anna. No la juzgaba por ese repliegue; al contrario, lo comprendía muy bien. Pero sentía que lo que flotaba entre ellos era la presencia de Alexander, y no encontraba la fórmula mágica para desterrarla. Lo que temía era perder a Elizabeth, porque aunque la amaba y creía que ella lo amaba, su relación hasta ese momento estaba construida sobre arenas movedizas, y la muerte de Alexander había sacudido sus cimientos de muchas maneras: su herencia, su ignorancia acerca de cómo funcionaba la mente de ella. Si Alexander, después de tanto tiempo, no había llegado a conocerla, ¿cómo podría conocerla él? A través del amor que sentía por ella, le decía su instinto, pero la lógica y el buen sentido lo hacían dudar.
Incluso en ese momento, con la puerta de la biblioteca cerrada y las cortinas echadas, ella no le dio la más mínima señal de que quisiera que él se acercara, la tomara en sus brazos, la amara. No hacía más que retorcer sus guantes negros como si quisiera torturar a aquellos restos inanimados de su duelo. Con la cabeza baja, miraba lo que hacía totalmente ensimismada.
Alexander estaba en lo cierto: se ausenta y no deja ninguna clave para acceder al laberinto en el que se pierde.
Pasó un rato. Finalmente, él no pudo aguantar más.
—Elizabeth, ¿qué quieres hacer?
—¿Hacer? —Levantó la vista para mirarlo y sonrió—. Me gustaría que encendieran el fuego. Hace frío.
Tal vez ésa sea la clave, pensó él, arrodillándose con una vela encendida ante el hogar para acercarla a la bola de papel ya preparada y encenderlo. Sí, tal vez sea eso. Nunca nadie se ha ocupado de ella, nadie ha pensado en su comodidad, en su bienestar. En cuanto el fuego estuvo encendido le quitó los guantes, luego el sombrero, y la condujo hasta un sillón cómodo dispuesto ante el hogar, le alisó los cabellos desordenados por el sombrero, le sirvió un jerez y le ofreció un cigarrillo.
En la penumbra sus ojos negros reflejaban las ondulantes llamas cada vez que se volvían hacia el fuego, pero eso sólo ocurría cuando él se acercaba al hogar. El resto del tiempo seguían atentamente sus movimientos, hasta que él se sentó sobre la alfombra, junto a ella, y apoyó la cabeza en sus rodillas. Ella tomó en sus manos la trenza y la enrolló en torno a su brazo. Lee no podía ver la expresión de su rostro, pero estar allí con ella era más que suficiente.
—«¿Cómo te amo? Déjame enumerar las formas en que te amo» —dijo él.
Ella continuó el poema.
—«Te amo con toda la profundidad, la amplitud y la elevación que mi alma puede alcanzar».
—«Te amo hasta la necesidad más silenciosa de cada día, bajo el sol y a la luz de las velas».
—«¡Te amo con mi respiración, con las sonrisas y las lágrimas de toda mi vida!»
—«Y, si Dios lo quiere —concluyó él—, te amaré aún más después de mi muerte».
No volvieron a hablar. Las brasas ardían; él se levantó para agregar algunos leños secos al fuego. Luego volvió a sentarse en el suelo, entre las piernas de Elizabeth, con la cabeza apoyada en su vientre y los ojos cerrados, disfrutando de las caricias con que ella parecía querer reconocer su cara. No había tocado la copa de jerez, y el cigarrillo había quedado reducido a cenizas.
—Me voy de viaje —dijo ella después de un largo silencio.
Él abrió los ojos.
—¿Conmigo o sin mí?
—Contigo, pero cada uno por su lado. Tengo libertad para viajar, para amarte, para desearte. Pero no aquí. Por lo menos no al principio. Puedes llevarme a Sydney, embarcarme con rumbo a… ¡Oh, a donde sea! No tiene importancia. A cualquier lugar de Europa, aunque lo mejor sería Génova. Iré a los lagos italianos con Pearl y Silken Flower. Te esperaremos allí todo el tiempo que sea necesario. —Recorrió con un dedo los contornos de una de sus cejas, y siguió por la mejilla—. Amo tus ojos… Ese color tan extraño y hermoso…
—Estaba empezando a temer que todo hubiera terminado —dijo él, demasiado feliz para moverse.
—No, nunca terminará, aunque tal vez algún día tú lo desees. Cumpliré cuarenta en septiembre.
—La diferencia de edad entre nosotros no es tan grande. Envejeceremos juntos, y seremos padres maduros. —Se enderezó y se dio la vuelta para mirarla—. ¿Estás…?
Ella se echó a reír.
—No. Pero lo estaré. Ése es el regalo que Alexander me hizo. No puedo imaginar que el motivo fuera otro.
Lee, boquiabierto, se arrodilló.
—¡Elizabeth! ¡Eso no es cierto!
—Si tú lo dices —replicó ella con una sonrisa enigmática—. ¿Cuánto tiempo tendré que esperarte?
—Tres o cuatro meses. Mujer, ¡te amo! No es tan lírico como el poema, pero lo digo con el mismo sentimiento.
—Y yo te amo a ti. —Se inclinó para besarlo con vehemencia y luego echó la cabeza hacia atrás—. Quiero que seamos todo lo que podamos ser, Lee. Eso quiere decir empezar a vivir juntos en algún lugar que no nos despierte recuerdos a ninguno de los dos. Me gustaría que nos casáramos en Como y pasáramos nuestra luna de miel en la villa que yo haya alquilado. Sé que tendremos que volver, pero para entonces ya habremos exorcizado todos los demonios. Y las casas sólo se convierten en hogares cuando están empapadas de recuerdos. Esta casa nunca ha sido un hogar, pero guarda muchos recuerdos. Un día será un hogar, te lo aseguro.
—Y la laguna seguirá siendo nuestro lugar más secreto —agregó él incorporándose. Acercó una silla lo suficiente para tocarla si quería, y le sonrió con una expresión indefinida, como deslumbrado—. Me cuesta creerlo, mi querida Elizabeth.
—¿Qué tienes que hacer para escapar? —preguntó ella—. ¿La compañía puede arreglárselas sin ti?
—Es una entidad con vida propia, casi se podría decir que se perpetúa a sí misma. El marido de Sophia será mi segundo, así que es hora de que demuestre sus aptitudes —dijo Lee—. Además, el mundo se está hundiendo, querida mía, y tu difunto esposo fue uno de los que contribuyó al hundimiento.
—Y mi próximo esposo seguirá ayudando a hundirlo, sospecho —agregó ella y bebió por fin un sorbo de jerez. Pero cuando él le ofreció otro cigarrillo ella lo rechazó—. No fumaré más. Sírvete un bourbon, amor mío.
—No beberé más bourbon. He decidido pasarme al jerez.
Siguió agregando leños al fuego, pensando que así era como habría de ser la vida con Elizabeth: paz y pasión, una comunión total. Sentarse con ella junto al hogar al finalizar la jornada, disfrutar del simple hecho de mirarla, echarla de menos cuando no estuviera allí.
—Soy una paloma casera por naturaleza —dijo, como si estuviera sorprendido por su descubrimiento—. Es raro, porque he pasado gran parte de mi vida como un verdadero nómada.
—Me gustaría conocer algunos de los lugares en los que has estado —dijo ella en tono soñador—. Tal vez en el viaje de regreso de Italia podamos ir a ver tu yacimiento de petróleo en Persia…
Él soltó una carcajada.
—¡Mi escasamente rentable yacimiento petrolífero! Pero Alexander y yo tuvimos la misma idea en el mismo momento cuando pensábamos en cómo podía deshacerme de él con muy buenas ganancias. Fue un día en que estábamos inspeccionando el Majestic, un acorazado, en Portsmouth, y él dijo: «Te leí la mente como si estuvieras enviando mensajes con banderas». Yo repetí la frase. No fue necesario decirnos nada más, nos entendimos sin palabras.
—En ciertos aspectos te le pareces mucho —dijo ella, más complacida que apenada—. ¿Cuál fue esa idea simultánea?
—No es algo que vaya a ocurrir mañana ni, para el caso, tampoco el año que viene. Pero dentro de diez o doce años los ingleses querrán instalar turbinas alimentadas a petróleo en sus acorazados. Si Britania sigue dominando los mares, deberá tener acorazados que cuenten con cañones muy poderosos, un grueso blindaje y, a pesar de todo eso, puedan navegar a más de veinte nudos. Y que no despidan una nube de humo gigantesca. Petróleo: un humo pálido, tenue. Carbón: una nube negra. El quid de la cuestión, querida mía, es que los ingleses no tienen petróleo. Lo que yo me propongo, cuando llegue el momento, es vender mi parte de Peacock Oil al gobierno británico, algo que llenará de alegría al sah de Persia. Si se asocia con el león británico podrá mantener a raya al oso ruso. Aunque —concluyó Lee reflexivamente— no estoy seguro de cuál de esos dos depredadores es el más peligroso.
—A mí me suena como un final feliz —dijo ella—. ¡Mi amor, Alexander sabía muy bien lo que hacía cuando te eligió!
—Alexander sabía muy bien lo que hacía cuando te eligió a ti. Si no se hubiera hecho traer una novia de Escocia, yo nunca te habría conocido, y eso es algo en lo que prefiero no pensar. Hoy seguiría siendo un vagabundo.
—Y yo sería una tía solterona en la Kinross escocesa. Me alegra que Alexander me hiciera venir. —Soltó una lágrima—. No querría cambiar nada, salvo lo que pasé con Anna.
Sin decir una sola palabra, Lee le tendió una mano.