2. Iluminación

Ver a Lee después de tantos años conmocionó profundamente a Elizabeth, que no imaginaba ni remotamente que él hubiera regresado. Era cierto que su marido se había mostrado de muy buen humor al llegar, pero ella lo atribuyó al éxito de su viaje, a alguna nueva e interesante iniciativa que tal vez se estuviese gestando en su infatigable mente. En parte sentía curiosidad por saber en qué estaba embarcado ahora, pero cuando él entró, con aire despreocupado, Elizabeth se abstuvo de preguntar. Él se dirigió a su cuarto de baño para quitarse de encima la suciedad acumulada durante el viaje y, antes de cambiarse para la cena, se acostó a dormir una reparadora siesta. Mientras tanto, ella se ocupó de la cena de Dolly, le dio un baño, le puso el camisón, la llevó a su cama y le leyó un cuento. A Dolly le gustaban mucho los cuentos, y ya se intuía que sería una buena lectora.

Era una niña encantadora, exactamente la clase de niña con la que Elizabeth se sentía a gusto: ni terriblemente inteligente como Nell, ni retrasada como Anna. Su pelo se había ido oscureciendo y ahora lo tenía de un castaño claro con reflejos dorados, pero seguía siendo rizado, y sus grandes ojos del color de las aguamarinas eran ventanas a las que asomaba un alma apacible. Los hoyuelos de sus mejillas se acentuaban de un modo adorable cuando sonreía, lo que sucedía a menudo. Le habían regalado un gatito, para ver cómo lo trataba; cuando se comprobó que Suzie (en realidad un macho castrado) estaba a sus anchas en compañía de la pequeña, le regalaron un cachorro, Bunty, un perro castrado de tamaño pequeño y grandes orejas caídas, que se desvivía por agradar a su ama. Todas las noches se metían en la cama con Dolly, acurrucados uno a cada lado de la niña. Aquel espectáculo no agradaba a Nell, preocupada por la tiña, los ascárides, las pulgas y las garrapatas. Elizabeth le explicó que los animales eran bañados periódicamente y le aseguró que sólo cuando alguna de esas plagas apareciera ella empezaría a preocuparse. Después agregó que esperaba que cuando Nell tuviera sus propios hijos no los criaría ahogados por un exceso de higiene.

Cuidar de Dolly había dulcificado un poco a Elizabeth; lo que ocurría era, simplemente, que no podía mantener ese rígido control que solía ejercer sobre sí misma cuando se enfrentaba a los dramas cotidianos de una niña cuya vida era esencialmente feliz, desde algún arañazo hasta un pequeño corte, pasando por la muerte de un canario. A veces no podía contener la risa y otras veces debía reprimir las lágrimas. Para una madre, Dolly era un regalo del cielo.

La niña parecía no recordar a Anna y, sin darse cuenta, llamaba «mamá» a Elizabeth y «papá» a Alexander. Pero Elizabeth sospechaba que en algún rincón de su mente había, tal vez sepultados, recuerdos de los días que había compartido con Anna, porque de vez en cuando mencionaba a Peony, una señal de que podía remontar sus evocaciones a la época de Anna.

Lo peor de todo era que Dolly no podía asistir a la escuela en la ciudad. Si la enviaran, no faltaría algún niño malévolo o desconsiderado que le revelara quién era su verdadera madre y su discutible padre. Así que, por el momento, era Elizabeth quien se ocupaba de educarla. El año siguiente, cuando cumpliera siete, tendría que tener una institutriz. Fueran como fueran nuestros hijos, reflexionaba Elizabeth, nunca pudimos enviarlos a una escuela común, lo cual es una tragedia. Y también Dolly tiene ese matiz propio de los Kinross, que los hace demasiado diferentes de los otros niños como para mezclarse con ellos.

La idea de contar a la niña la verdad acerca de sus padres obsesionaba a Elizabeth, que se atormentaba haciéndose preguntas que nadie habría podido responder. Ni Ruby, ni mucho menos Alexander. ¿Cuál era la edad apropiada para pasar por una conmoción tan atroz? ¿Antes de la pubertad, o después? El sentido común le decía que, a la edad que fuese, Dolly quedaría marcada por la revelación. Eso era razonable, pero ¿qué pasaría si quedaba trastornada en lugar de quedar marcada? ¿Y cómo se le explica a una pequeña dulce e inofensiva que su madre era una retrasada mental que había sido víctima de la violación de un hombre monstruoso, y, además, que ella era hija de esa violación? ¿Y que la niñera de su madre había matado a aquel hombre de la manera más horrible y había muerto en la horca por ese crimen? Muchas noches, la almohada de Elizabeth se empapaba con las lágrimas que derramaba mientras rumiaba y se atormentaba pensando cuándo, dónde y cómo contar a Dolly lo que la niña tenía que saber antes que la realidad la golpeara con toda su crueldad. Lo único que podía hacer era amar a la pequeña, construir en torno a ella un mundo seguro y colmado de amor incondicional que pudiera servirle como sostén cuando ese día espantoso llegara. Y Alexander, había que agradecerle eso, había sido igualmente cariñoso, mucho más paciente y complaciente que con sus propias hijas, incluso con Nell. Nell… Una mujer joven y solitaria, dura, inquebrantable, y a veces hasta cruel. ¡Ni pensar en novios con la vida que llevaba! Cuando no estaba enfrascada en sus libros de medicina o defendiéndose de los sarcasmos de sus profesores, se dedicaba a supervisar el encierro de Anna. Elizabeth sufría por ella, aunque era consciente de que Nell se habría burlado de ella por ese sufrimiento. Ser Alexander era una cosa, pero ser su versión femenina era algo muy distinto. ¡Oh, Nell, decídete a ser feliz en algo antes de que sea demasiado tarde!

En cuanto a Anna, la situación era insoportable. Cuando Nell le había prohibido que visitara la casa de Glebe, Elizabeth se había resistido con uñas y dientes, pero lo único que había logrado era chocar contra la voluntad de hierro de Alexander. Una batalla perdida, igual que su vida con Alexander. Pero lo que hizo que esa derrota fuera infinitamente peor fue el hecho de comprender que, a pesar de todo, ella agradecía, penosamente, que le hubieran prohibido verla. ¡Oh, qué alivio sentía por no tener que ver en lo que se había convertido Anna! Pero no podía evitar el dolor que la embargaba por haber de admitir que ella, Elizabeth, nunca era lo suficientemente fuerte.

Elizabeth bajó antes que Alexander para asegurarse de que las órdenes que él había dado a propósito del arreglo de la mesa para la cena se hubieran obedecido. Si cenaban solos, o con Ruby, no se preocupaban por su atuendo, pero esa noche estaría Constance, y también Sung, así que Elizabeth se había vestido para la ocasión. Nada especial, pues tenía muchos vestidos nuevos en tonos pasteles en su guardarropa, pero lo que se puso fue el vestido azul marino de crespón de seda, y los zafiros y diamantes.

Una de las últimas innovaciones instaladas en la casa era un timbre eléctrico que sonaba cuando el funicular llegaba a la cima de la montaña; por lo general, Alexander salía hasta la puerta a esperar a los recién llegados, pero esa noche todavía no había bajado cuando sonó el timbre. Así que fue Elizabeth quien acudió, para ver cómo Sung y Ruby subían las escaleras, seguidos por alguna otra persona. De pronto, el misterioso invitado estuvo frente a ellos, con los ojos fijos en ella, ¿sin verla? Lee. En ocasiones como ésa —pero ¿había habido alguna ocasión como ésa?— la prolongada y compulsiva actitud de compostura que solía exhibir Elizabeth se tornaba más rígida, una sonrisa amable se dibujaba en su rostro y su cuerpo se tensaba. Pero era así sólo en apariencia. Detrás de aquella máscara, la emoción se desplegaba como la enorme nube de polvo que producía una voladura en la cantera y con la misma impronta de intensa agitación. Sabía que si daba un paso se derrumbaría, que se le aflojarían las piernas, así que se quedó absolutamente inmóvil mientras decía alguna nimiedad para darle la bienvenida, lo veía pasar junto a ella para saludar a Alexander, que en ese momento bajaba la escalera rumbo a la puerta, y aprovechó la presencia de Sung y Ruby para intercambiar cortesías con ellos. Sólo después, cuando todos se arremolinaron en torno a su esposo, trató de ponerse en movimiento. Primero un pie, después el otro; sus piernas le respondían, podía caminar.

Gracias a Dios, Alexander le había asignado un lugar del mismo lado de la mesa que a Lee pero no junto a él, así que aprovechó para conversar con Ruby, sentada frente a ella, rebosante de alegría por el regreso de Lee. Lo único que Elizabeth tuvo que hacer fue intercalar algún que otro «sí», «no», o «hmmm». Constance Dewy, alma generosa, parecía sentir lo mismo que ella, y también dio vía libre a Ruby para que dijera todo lo que tenía que decir.

Mientras Ruby hablaba y hablaba y Constance la escuchaba con atención, Elizabeth trataba de adaptarse a la idea de que estaba completa y desesperadamente enamorada de Lee Costevan. Para sus adentros, siempre había pensado que lo que sentía por él era una especie de atracción, algo por lo que no debía preocuparse demasiado. Todo el mundo se sentía atraído por alguien, de vez en cuando, ¿por qué no ella? Pero en el momento en que lo vio, después de siete años de ausencia, comprendió por fin lo que le pasaba. Lee era el hombre que ella habría elegido para casarse, el único que habría elegido. Claro que si no se hubiera casado con Alexander jamás habría conocido a Lee. ¡Oh! ¡Qué cruel es la vida! Lee es el hombre, el único, se dijo.

Incluso después, en la sala, cuando Lee decidió sentarse apartado de los demás, se apoderó de ella una agitación tal que no le permitió percibir en él la menor señal de que hubiera esperanza alguna. Pero ¿qué estaba pensando? ¿Esperanza? ¡Gracias a Dios, él se mostraba indiferente! En eso radicaba su salvación. Si él hubiese correspondido su amor, muchos mundos habrían llegado a su fin. Aunque, ¿por qué Ruby tocaba sólo aquellas obras tristes y cargadas de nostalgia de Chopin? Y lo hacía con una destreza y un sentimiento que, al parecer, debían de superar las posibilidades de sus artríticas manos. Cada una de las notas golpeaba a Elizabeth como si tuviera la consistencia de una nube, o del agua. Agua. Descubrí mi destino en el estanque, y pasaron quince años antes de que me diera cuenta. El año próximo cumpliré cuarenta, se dijo Elizabeth, y él sigue siendo un hombre joven que vive buscando aventuras en tierras remotas. Alexander lo había obligado a ocupar el lugar de los hijos varones que yo no tuve, y su sentido del deber lo había forzado a obedecer ese mandato. Porque aunque no sienta nada por mí, sé que no se siente feliz estando aquí.

Cuando Lee miraba a Ruby, algo a lo que dedicaba largos momentos, ella podía mirarlo con la delicada lucidez que le inspiraba el haber admitido que lo amaba. Pero nadie advertía cómo lo miraba; se había sentado de tal modo que los demás no le veían la cara. Alguna vez había dicho a Alexander que para ella Lee era una serpiente dorada, pero ahora comprendía todos los matices de esa metáfora, y por qué se le había ocurrido. No era apropiada, había surgido de sus sentimientos reprimidos, y no tenía nada que ver con lo que él era. Lee era la personificación del sol, el viento y la lluvia, los elementos que hacían posible la vida. Lo extraño era que le recordaba a Alexander: esa virilidad colosal que no conocía la duda, una mente aguda y proclive a la técnica, el dinamismo, el poder a flor de piel. Sin embargo, a uno de ellos no soportaba tocarlo, y en cuanto al otro, se moría por que la tocara. La diferencia más importante entre los dos era su amor, que no sentía por aquél que legalmente tenía derecho a él, y que ella habría prodigado de buena gana al otro, sin la menor esperanza de que le fuera correspondido.

Esa noche no durmió, y de madrugada se deslizó sigilosamente en la habitación de Dolly con un suave «shhh» dirigido a las mascotas que, a diferencia de la pequeña, se despertaron apenas ella entró. Acercó una silla, se sentó junto a la pequeña cama para observar cómo la llegada del día se apoderaba de aquel dulce rostro dormido, y llegó a la conclusión de que a esta niña nunca le tocaría vivir nada parecido a lo que les había caído en suerte a Nell o Anna. Por lo tanto, no habría que contarle nada acerca de sus orígenes antes de que madurara. Dolly disfrutaría de una infancia idílica de risas, ponis, y las amables lecciones que le procurarían las buenas maneras y la delicadeza que merecía, sin que ninguna pesadilla ni un «hombre del saco» la atormentaran, y sin que ningún rumor la acosara. En su vida no habría más que abrazos y besos.

Sólo entonces, mientras contemplaba aquel dulce rostro dormido, Elizabeth finalmente logró comprender lo que su propia infancia había significado para ella, y cuan acertado era el juicio que Alexander se había formado acerca del doctor Murray. Yo le hablaré a Dolly acerca de Dios, pero no del Dios del doctor Murray. Y nunca permitiré que una imagen aterradora de Satanás tiña su vida. Y de pronto comprendo que algo tan trivial como una pintura colgada en una pared puede hacer tanto daño a una vida naciente como la verdad acerca del origen de Dolly. No deberíamos ser atemorizados para inculcarnos que seamos niños buenos, deberíamos ser guiados hacia la bondad por padres que sean tan importantes para nosotros que no soportemos la idea de decepcionarlos. Dios es demasiado intangible para la percepción de un niño; es responsabilidad de los padres comportarse como personas a quienes sus hijos puedan amar y valorar por sobre todas las cosas. Así que no consentiré a Dolly ni le daré todo lo que me pida, y cuando le exija algo lo haré de un modo que le inspire respeto. ¡Oh, mi padre y su bastón! Su desprecio por las mujeres. Su egoísmo. Me vendió por una pequeña fortuna, de la cual no gastó ni un centavo. Mary sí supo qué hacer. Cuando Alastair heredó ese dinero, Mary lo gastó en unas pocas fruslerías y muchas cosas importantes. Todos sus hijos recibieron educación gracias a ese dinero, los varones pudieron estudiar en la universidad, y las niñas lo suficiente para llegar a ser maestras de escuela o enfermeras. Fue una buena madre, y Alastair un buen padre. ¿Qué daño puede hacer servir mermelada en la mesa del desayuno todos los días?

Debí negarme a ser vendida, aunque eso también fue culpa de Alexander, por ofrecerse a comprarme. Lo único que mi padre quería era el dinero, pero ¿qué era, exactamente, lo que quería Alexander? ¡Oh, hace tanto tiempo de eso! Veintidós años han pasado desde que me casé con él y todavía no lo sé. Una esposa virgen, desde ya. Hijos, sobre todo varones, sí. Burlarse de mi padre y del doctor Murray, eso también. Pero ¿qué más? ¿Pensaría que el deber conduciría al amor? ¿Se creería capaz de convertir el deber en amor? Pero no estaba dispuesto a entregarse por entero a nuestro matrimonio; conservó a Ruby, por si acaso. Pobre mujer, tan tremendamente enamorada de él, y tan poco apropiada como esposa. Y cuando ella le dijo que jamás se rebajaría a casarse con nadie la creyó porque aquello era lo que él quería oír. ¡Qué tonto! Yo sé que si él se lo hubiera pedido, ella le habría dicho: ¡Sí, sí, sí! Y se habrían amado locamente y tal vez habrían tenido media docena de hijos. Pero él no vio a la castellana regia que se escondía detrás de la dama de turbia reputación hasta que fue demasiado tarde. Ruby, Ruby, arruinó tu vida también.

Cuando Dolly despertó y vio allí a su mamá le tendió los brazos reclamando sus abrazos y sus besos. ¡Qué bien olía después de una noche apacible! ¡Oh, Dolly, sé feliz! Cuando te enteres, acepta la verdad como algo que no importa ni un ápice comparada con el amor.

Cuando Elizabeth bajó rumbo al invernadero a desayunar encontró allí a Lee y Alexander. Ése era el Lee que a ella más le gustaba, vestido con su viejo mono de trabajo y una gastada camisa arremangada.

—¿Por qué vosotros, los hombres —preguntó mientras se sentaba y aceptaba la taza de té que le ofrecía Alexander—, no os cortáis las mangas de las camisas?

Los dos la miraron azorados. Luego, Alexander se echó a reír y alzó los brazos por encima de su cabeza en un gesto triunfal.

—Mi querida Elizabeth, ¡una pregunta imposible de responder! ¿Por qué no hacemos eso, Lee? Es perfectamente razonable, como servir el jerez en vasos grandes.

—Creo que no lo hacemos —dijo Lee, sonriendo con esa expresión inescrutable de los chinos— porque se nos ha inculcado que cuando estamos frente a una dama, un gerente de banco o un funcionario, debemos bajarnos las mangas para vernos como caballeros.

—Después de semejante comentario yo me atrevería a cortar las mangas de mis camisas —dijo Alexander ofreciendo a su esposa la bandeja de las tostadas.

—Si tú lo haces, yo también —dijo Lee poniéndose de pie—. Voy a la planta de cianuro, hay problemas con la electrólisis y estamos perdiendo demasiado zinc. Elizabeth, a tus órdenes.

Ella inclinó la cabeza y murmuró algo ininteligible; en cuanto Lee se hubo marchado untó un poco de mantequilla en una tostada fría y luego le dio un mordisco simulando que le gustaba.

—¿Qué harás hoy? —preguntó Alexander mientras recibía una tetera de té recién hecho de manos de la señora Surtees—. Toma, éste está caliente.

—Estaré toda la mañana con Dolly. Después, tal vez salga a cabalgar.

—¿Qué tal es la nueva yegua?

—Muy buena, pero es difícil reemplazar a Crystal.

—A todo ser viviente le llega su hora —dijo él afablemente, preguntándose cómo iba a decirle que a Anna no le quedaba mucho tiempo de vida.

—Sí.

—¿Cómo llamas a ésta? ¿Has tenido en cuenta que es torda?

Cloud, porque me recuerda a una nube.

—Me gusta —replicó él, y se puso de pie, mirándola con el entrecejo fruncido—. Elizabeth, no te estás alimentando bien. Anoche apenas picoteaste la comida, ahora ni siquiera te has terminado la tostada. Pediré que traigan más, recién hechas.

—No, Alexander, por favor. Prefiero que la mantequilla no se derrita.

—A mí no me lo parece.

Pero, después de haber dicho lo suyo, se marchó, y Elizabeth pudo deshacerse de la tostada. Bebió el té, sin azúcar, como siempre; cuando se puso de pie la cabeza le daba vueltas. Él tenía razón, no se estaba alimentando bien. Tal vez lo haría en el almuerzo. Si Lee está ocupado en la planta de cianuro, no vendrá a almorzar, así que si pido a la señora Surtees que Chang prepare algo que me guste de verdad tal vez pueda comer algo.

La señora Surtees entró mientras Elizabeth trataba de recuperar el equilibrio y acudió a ayudarla.

—Señora Kinross, usted no está bien.

—Estoy perfectamente. Un poco mareada, nada más. Es que no tengo apetito.

La señora Surtees sirvió otra taza de té y le agregó una cucharada de azúcar.

—Tenga, beba esto. No le gustará, pero se sentirá mejor. Pondré una jarra de zumo de naranja en la mesa del almuerzo. Es sorprendente lo que duran nuestras naranjas si las dejamos en el árbol. —Satisfecha de que Elizabeth hubiera bebido gran parte del té durante el breve sermón, sonrió y se retiró rumbo a la cocina.

El té endulzado había dado resultado. Elizabeth fue en busca de Dolly sin haber hablado del menú para el almuerzo. Y no le importó. Chang y la señora Surtees eran muy capaces de decidirlo solos. Y yo, pensó Elizabeth, he de pensar en cosas que nada tengan que ver con Lee…

Lee. El mismo que logró maquinar excusas para no cenar en la casa: tenía que ocuparse de la refinería, o los genios del centro de investigaciones habían descubierto un problema u otro.

Un misterio para Alexander, a quien le gustaba hablar de negocios con Lee mientras almorzaban, pero aceptaba de buena fe los motivos que Lee aducía; para Alexander eran síntomas de lo difícil que había sido administrar razonablemente Apocalipsis durante la ausencia de Lee. Ya había pasado aquella época en que criticaba todo lo que Lee decía o hacía; a estas alturas Alexander admitía que Lee tenía talento, era competente, estaba enterado de todo y tenía cabeza para los negocios. Cuando se enteró de que Lee solía encontrar tiempo para almorzar con su madre en el hotel, lo que le ahorraba el traslado hasta la cima de la montaña, Alexander decidió almorzar también en el hotel.

Constance Dewy había regresado a Dunleigh; Elizabeth tenía la casa para ella sola. Si se preguntaba por qué no había visto a Ruby por allí, atribuía su ausencia a Lee, que se apegaba a la ciudad de Kinross y al pie de la montaña como un cerdo a la lana.

El verano fue muy caluroso y seco. La presión del aire, pesado e inerte, era tan implacable que no había forma de evitarla, ni dentro ni fuera de la casa.

Alexander se tomó el tiempo libre suficiente y construyó una piscina para Dolly a la sombra de algunos árboles que no eran del agrado de las cigarras, y le enseñó a nadar.

—Contiene poca agua, así que es fácil cambiarla cuando empiezan a crecer las algas y se ensucia —dijo a Elizabeth, que agradeció inmensamente su solicitud—. He puesto a Donny Wilkins a trabajar en la idea de unos baños públicos, a ver si encuentra la forma de mantener un volumen considerable de agua siempre limpia y saludable. Si resolvimos el problema de las aguas residuales con uno de nuestros sistemas de cloacas, ¿por qué no equipar la ciudad con piscinas para que todos sus habitantes puedan nadar? —agregó con una sonrisa más bien diabólica—. Pero lo que quiero es que se mezclen hombres y mujeres. Si hiciéramos eso molestaríamos un poco a los metodistas, ¿no te parece? No veo por qué el placer de refrescarse en un baño público debería estar limitado porque los miembros de una familia no pueden retozar juntos. ¡Piensa en la excitación que provocaría a un muchacho ver los pezones erectos de una chica bajo su traje de baño mojado!

Elizabeth no pudo contener la risa.

—Ésa es la clase de cosas que deberías callar y dejar que las dijera Ruby —replicó, sin el menor sarcasmo.

—¿Y de dónde crees que saqué la idea? Sólo que ella agregó algo más: que las chicas se excitarían tanto como los muchachos cuando vieran sus trajes de baño adheridos a sus… ehh…

—¡Repugnante! —dijo Elizabeth riendo—. Pronto no quedará ningún misterio por descubrir…

Alexander también instaló grandes ventiladores en cada uno de los extremos del ático para que hicieran entrar el aire fresco y expulsaran el aire caliente. Elizabeth estaba sorprendida por el resultado, incluso en la planta baja. Sin duda el hotel Kinross también los tendría, todos los edificios grandes, y, probablemente, tarde o temprano también las casas que contaran al menos con una cámara de aire encima de sus cielorrasos. Apocalipsis subvencionaba los servicios eléctricos y de gas de la ciudad, así que era factible. Alexander nunca descansaba; siempre estaba buscando innovaciones. ¿Haría Lee lo mismo cuando Alexander ya no estuviera? Elizabeth no lo sabía a ciencia cierta. De todas formas, aquello ocurriría en un futuro muy lejano, algo que ella sabía cómo afrontar. Para entonces Dolly ya sería adulta y estaría casada, y nada retendría a Elizabeth allí. Por fin sería libre de ir a alguna otra parte, y ella sabía adonde quería ir: a los lagos italianos. Allí viviría en paz.

Nell regresó a casa para la Navidad.

Su aspecto escandalizó a su madre y a su padre. ¡Lastimoso! Sus espantosos vestidos eran aún peores que los que usaba antes, absolutamente amorfos, de tela de algodón blanqueado, en marrones y grises apagados. Colores que no le favorecían, que no hacían resaltar el llamativo azul de sus ojos o la tersura de su piel. No tenía un solo par de zapatos, calzaba siempre botas marrones sin tacones cuyos lazos se ajustaban tras los tobillos; usaba medias gruesas de algodón, marrones, ropa interior de algodón, y guantes cortos de algodón, blancos. Tenía un solo sombrero, del típico modelo chino culi.

—Somos más o menos del mismo tamaño, salvo por la altura —dijo Elizabeth la tarde de Nochebuena, mientras se preparaban para recibir a la multitud que habían invitado a la cena de Navidad—. Tengo un vestido de gasa lila flamante en el que te sentirías muy cómoda, y Ruby te ha hecho llegar un par de zapatos, dice que tenéis la misma medida. Y también un par de medias de seda. No necesitas usar corsé, la moda actual no lo exige si no te gusta. ¡Oh, Nell, te verías tan hermosa con la gasa lila! Tú… parece que flotaras… Fue lo primero que noté.

—Eso es porque camino sin contonear las caderas o el trasero —dijo la joven, que detestaba los cumplidos—. Lo llamo un andar disciplinado. No puedes caminar contoneándote y meneando las caderas en un pabellón de hospital, los MR te crucificarían.

—¿MR?

—Los Médicos Residentes, los que ya tienen su consulta privada y gestionan la asignación de las camas en el hospital. ¿Te das cuenta? —replicó Nell con indignación—. En el vestíbulo del hospital Prince Alfred se apiñan cientos de hombres, mujeres y niños pobres a la espera de una cama ¡y uno comprueba que hay una sola cama disponible porque los MR acaparan el resto para sus pacientes de pago! Algunos de esos pobres mueren esperando que los atiendan.

—Oh —dijo Elizabeth lánguidamente. Y lo intentó de nuevo—: ¡Ponte el vestido de gasa lila, Nell, por favor! Harías feliz a tu padre.

—¡No, ni loca! —repuso Nell con vehemencia.

De todas formas, se esforzó por mostrarse agradable durante la cena; Elizabeth le había asignado un lugar entre Lee y Donny Wilkins, persuadida de que si todo lo demás fallaba ellos tres podrían hablar de la mina. Pero Nell se veía extravagante, sosa, y, en fin, masculina.

Fue Ruby quien cogió el toro por los cuernos apenas los invitados abandonaron la mesa y pasaron a la enorme sala. Se la veía espléndida. Su vestido de seda de color anaranjado era exquisito y de mucho vuelo, y combinaba a la perfección con su gargantilla de oro con engastes de ámbar. Nell siempre la había querido, así que no presentó la menor objeción cuando Ruby apartó un par de sillones, la hizo sentarse en uno de ellos y se arrellanó en el otro. Sus ojos verdes se amarillearon un poco enmarcados como estaban por tanto oro y naranja. Su silueta, tuvo que admitir el ojo clínico de Nell, de nuevo era espléndida, después de su temporal gordura; Ruby no moriría de apoplejía. De hecho, lo más probable era que Ruby se las arreglara para no morir nunca.

—No te habrías muerto si te hubieras maquillado un poco —dijo Ruby encendiendo un cigarro.

—Tal vez, pero eso te matará a ti —replicó Nell.

—No trates de evitar el tema, Nell. ¿Sabes cuál es el problema contigo? Es simple: estás haciendo todo lo posible por ser un hombre.

—No. Sólo trato de que nadie advierta que soy una mujer.

—Es lo mismo. ¿Cuántos años tienes?

—Cumpliré veintidós el día de Año Nuevo.

—Y todavía eres virgen, estoy segura.

Nell no pudo evitar sonrojarse. Su boca se tensó.

—¡Maldición! ¡Eso no es asunto tuyo, tía Ruby! —replicó con acritud.

—Sí, es asunto mío, pequeña señorita Medicina. Tú sabes cómo son todos los órganos y también sabes cómo funcionan. Pero no tienes una maldita idea de lo que es la vida, porque lo tuyo no es vida. Eres una trituradora, Nell. Una máquina. Estoy convencida de que eres brillante a la hora de complacer a tus profesores. Estoy segura de que te respetan a pesar de que preferirían no hacerlo, debido a tu sexo. Te has abierto camino en la carrera que has elegido como tu padre se abre camino en las entrañas de esta montaña. Todos los días estás en contacto con la muerte, todos los días asistes a alguna tragedia. Vuelves a ese piso en Glebe y te encuentras con tu hermana, que puede morir en cualquier momento, otro horror. Pero no vives tu vida. Y si no lo haces, no puedes comprender lo que les pasa a tus pacientes, por muy considerada y compasiva que seas con ellos. Te dirán algo vital, tal vez una nimiedad que, sin embargo, te permitiría hacer un diagnóstico acertado, y tú no entenderás.

Los vivaces ojos azules la miraban, asombrados y confusos, como los de una estatua que hubiera cobrado vida. Pero Nell no dijo una palabra, su ira era como las cenizas del frío y apagado hogar de la realidad.

—Querida Nelly, si sigues adoptando una actitud tan masculina terminarás por arruinar tu carrera. Estoy de acuerdo en que la ropa que usas es absolutamente apropiada para el hospital o para trabajar en el laboratorio, pero no es adecuada para una mujer joven, vital que debería estar orgullosa de su femineidad. Has derribado las barreras, pero ¿por qué regalar la victoria a los malditos hombres convirtiéndote en uno de ellos? Pronto estarás usando pantalones, y está bien que los uses en ciertos sitios, pero no por eso te crecerá una polla. Así que, haz algunos cambios antes que sea demasiado tarde. No puedes decirme que no hay bailes o fiestas en la facultad de Medicina, y ésas son ocasiones en las que puedes recordar a esos bastardos que eres una verdadera mujer. ¡Hazlo, Nell! Y guarda la ropa práctica para las ocasiones prácticas. Sal con algunos muchachos, aunque no te sean del todo simpáticos. Estoy segura de que puedes controlarlos si se ponen demasiado pesados. Y si hay alguno que realmente te caiga bien, ¡sigue con la relación! ¡No tengas miedo a lastimarte! ¡Sufre un poco, por tu propio bien! Haz frente a todas esas horribles dudas que aparecen cuando el romance se apaga y estás convencida de que eres tú quien quiere romper y no él. Mírate al espejo y llora. Eso es disfrutar de la vida.

Nell tenía la boca seca. Tragó saliva y apretó los dientes.

—Entiendo, tienes mucha razón, tía Ruby.

—Y basta de llamarme tía, de ahora en adelante seré simplemente Ruby. —Extendió las manos, las cruzó y las abrió, y las miró con desazón—. Mis dedos no se están portando bien esta noche —dijo—. Toca tú en mi lugar, Nell. Pero —agregó con un suspiro— nada de Chopin. Más bien algo de Mozart.

Fue una buena idea, Nell no había descuidado el piano. Dedicó una sonrisa a Ruby y se dirigió al piano de cola enfundada en su espantoso vestido marrón, dispuesta a entretener a los presentes con el chispeante Mozart y el gitano Liszt. Después, Ruby se unió a ella para cantar dúos de ópera, y la noche de Navidad concluyó con todos los invitados cantando sus canciones favoritas, desde I’ll Take You Home Again, Kathleen hasta Two Little Girls in Blue.

Una semana más tarde, durante su cena de cumpleaños, el día de Año Nuevo, Nell llevaba puesto el vestido de gasa lila. Era demasiado corto para ella, pero gracias a las medias de seda y los elegantes zapatos de Ruby ese defecto se convirtió en una ventaja; mostraba lo bien formadas que estaban las piernas de Nell. Se había peinado de modo que resaltaba su rostro alargado, dejando ver parte de la cabeza, y las amatistas de Elizabeth centelleaban en torno a su agraciado cuello. Satisfecha, Ruby notó la mirada de admiración y asombro que le dirigió Donny Wilkins, y el regocijo en la cara de Alexander. ¡Bien hecho, Nell! Has salvado el pellejo, y justo a tiempo. Ojalá Lee te mirara del mismo modo que Donny, pero él tiene puestos los ojos en tu madre. ¡Dios, qué lío!

Nell se marchó dos días después, no sin antes haber hablado con Elizabeth acerca de Anna. La conversación con su padre la había angustiado, pero tal vez eso formaba parte de lo que Ruby le había aconsejado: sufrir por su propio bien y, por lo tanto, disfrutar de la vida.

—Detesto la idea de que cargues tú con el peso, Nell —dijo Alexander—, pero ya sabes cómo están las cosas entre tu madre y yo. Si soy yo quien le explica qué le va a pasar a Anna, se encerrará en su concha y no aceptará compartir su aflicción con nadie. Si se lo dices tú, al menos hay una posibilidad de que ella pueda desahogarse.

—Sí, lo sé, papá —replicó Nell con un suspiro—. Yo me ocuparé.

Y lo hizo, bañada en lágrimas, lo que dio a Elizabeth la oportunidad de cobijar otro cuerpo entre sus brazos, compartir el duelo y las lamentaciones que acompañan al dolor más terrible, la impotencia y la desesperación. Lo que Nell más temía era que Elizabeth pidiera ver a Anna, pero no fue eso lo que ocurrió. Fue como si, tras ese estallido de dolor, ella hubiese cerrado una puerta.

Lee acompañó a Nell hasta el tren; Alexander estaba ocupado con una voladura, algo que le gustaba hacer personalmente, y Elizabeth había salido a dar un paseo, tocada con un sombrero que la protegía del sol, al parecer decidida a compadecerse de las rosas que aún sobrevivían al calor.

Nell nunca había llegado a conocer bien a Lee, y descubrió que la atracción que él despertaba se asemejaba a la que inspiran los reptiles. Algo que, si hubiera estado enterada de la comparación que había hecho Elizabeth, no le habría parecido tan extraño. Aunque estuviera con sus ropas de trabajo, era un caballero de la cabeza a los pies, y pronunciaba las vocales con la distinción de un duque; sin embargo, por debajo de esa apariencia hormigueaba algo peligroso, impalpable y escurridizo, oscuro y al mismo tiempo deslumbrante. Un hombre de verdad, pero de un tipo que ella no comprendía ni le gustaba. Su actitud reticente con él le impedía percibir su dulzura, y su honor y fidelidad incorruptibles.

—¿Vuelves a las penurias del hospital? —preguntó Lee a Nell mientras bajaban a la ciudad en el funicular.

—Sí.

—¿Te gusta todo ese ajetreo?

—Sí.

—Pero yo no te gusto —dijo Lee.

—No.

—¿Por qué?

—Una vez me pusiste en mi lugar. Otto von Bismarck, ¿te acuerdas? —respondió Nell.

—¡Dios mío! Tendrías seis años. Pero todavía estás resentida, por lo que veo. Es una lástima.

No volvieron a hablarse hasta que llegaron a la estación ferroviaria y él llevó el equipaje de Nell a su compartimiento.

—Esto es verdaderamente suntuoso —dijo ella, echando una mirada alrededor—. Nunca lograré acostumbrarme.

—A su debido tiempo lo lograrás. No reproches a Alexander los frutos de su empeño.

—¿A su debido tiempo? ¿Qué quieres decir con eso?

—Eso, nada más. Con el tiempo, los impuestos harán que esa… eh… esa exagerada suntuosidad resulte prohibitiva. Pero siempre habrá vagones de primera clase y vagones de segunda clase.

—Mi padre te ama. Daría la vida por ti —dijo ella inopinadamente mientras se sentaba.

—Yo también daría la vida por él.

—Yo lo decepcioné dedicándome a la medicina.

—Sí, es cierto. Pero no lo hiciste por venganza. Eso sí que lo habría afectado de veras.

—Yo debería amarte. ¿Por qué no puedo?

Lee le tomó la mano y se la besó.

—Espero que nunca lo sepas, Nell. Adiós.

Lee se marchó. Nell se sentó mientras sonaba el silbato y el tren comenzaba a dejar oír toda la cacofonía que anunciaba su inminente partida. Y frunció el entrecejo. ¿Qué había querido decir Lee? Después, rebuscó en su bolsa hasta que encontró su manual de medicina; en un santiamén, Lee y la suntuosidad del compartimiento privado de su padre se esfumaron de su mente. El año que comenzaba era el tercero y último, y estaría plagado de exámenes en los que seguramente la mitad de los estudiantes suspenderían. Pues bien, Nell Kinross aprobaría, aunque para ello tuviera que resignarse a no disfrutar de la vida. Novios… ¡Qué chorrada! ¿Quién tenía tiempo para eso?

El verano siguió haciéndose sentir hasta que finalmente exhaló su último aliento, el 15 de abril de 1898.

Anna murió tras una serie de ataques epilépticos el 14 de abril por la mañana temprano. Tenía veintiún años. Su cuerpo fue llevado a Kinross para ser inhumado en el cementerio de la cima de la montaña en un funeral íntimo al que asistieron Alexander, Nell, Lee, Ruby y el reverendo Peter Wilkins. Alexander había escogido el sitio, no lejos del ala de su galería, a la sombra de inmensos árboles gomeros de troncos inmaculadamente blancos; se los podría haber tomado por una hilera de columnas. Elizabeth no asistió al funeral; prefirió quedarse cuidando de Dolly, que retozaba en su piscina, en el otro extremo de la casa. Nell dio por sentado que la puerta se había cerrado para siempre.

Pero más tarde, después de que Lee, Ruby y el señor Wilkins descendieron de regreso a la ciudad, y mientras Nell conversaba con su padre en la biblioteca, Elizabeth fue hasta el montículo de tierra recién removida y depositó allí todas las rosas que pudo encontrar.

—Descansa en paz, mi pobre inocente —dijo, se dio la vuelta y se internó en la espesura.

Hacia el norte, el cielo era una vertiginosa masa de gigantescas nubes de tormenta de color índigo, cuyos bordes se curvaban formando crestas blancas y glaciales que semejaban terribles y rugientes olas marinas; el último aliento del verano prometía desencadenar un verdadero cataclismo. Pero Elizabeth ni siquiera lo advirtió. Siguió avanzando por entre la maleza, rala y seca por la escasez de lluvias, cuyos ocupantes habituales habían desaparecido por temor a la inminente tormenta. Despojada de todo pensamiento consciente, en su mente se entremezclaban miles y miles de recuerdos de Anna que no le dejaban ver el cielo, la espesura o el día, ni tener, siquiera, una imagen de sí misma.

La tormenta se acercaba; una horripilante oscuridad, impregnada de un brillo sulfuroso y del hedor dulzón y nauseabundo del ozono, se cernió sobre la tierra. Sin que nada los anunciara, relámpagos y truenos comenzaron a iluminar el cielo y a invadirlo con su estruendo. Elizabeth no se enteró. Recobró la conciencia cuando lo que parecía una catarata la empapó y, más que nada, porque el sendero por el que había ido abriéndose paso se había convertido en un arroyo cuyo cauce era tan resbaladizo que ya no pudo mantenerse en pie. Así deberían ser las cosas, pensó, como si estuviera soñando, mientras se arrastraba ayudándose con las manos y las rodillas, obnubilada por la lluvia. Así deberían ser. Así deben ser.

—El tiempo ha cambiado, gracias a Dios —dijo Nell a Alexander mientras observaban el estallido de la tormenta desde la ventana de la biblioteca.

De pronto, él saltó como impulsado por un resorte.

—¡La tumba de Anna! —exclamó—. ¡Tengo que cubrirla! —Y salió a la carrera, sin preocuparse por la lluvia, mientras Nell se dirigía a la cocina y pedía a gritos que alguien lo ayudara.

Cuando regresó, estaba empapado y tiritaba; la temperatura había descendido bruscamente, el frío era insoportable, y el bramido del viento, incesante.

—¿Estaba todo bien, papá? —preguntó Nell alcanzándole una toalla.

—Sí, la cubrimos con una lona —replicó él, castañeteando los clientes—. Lo extraño es que ya estaba cubierta. De rosas.

—Así que finalmente fue —dijo Nell mientras se enjugaba unas lágrimas—. Ve a cambiarte, papá, o morirás.

No hay ningún peligro de incendio por rayos con este aguacero, pensó Nell, mientras iba en busca de su madre.

Peony estaba dando a Dolly su cena. ¿Tan tarde era?, se preguntó Nell. La tormenta había ocultado el sol; imposible adivinar la hora.

—¿Dónde está la señorita Lizzy?

Peony levantó la vista; Dolly, sonriente, agitó el tenedor.

—No sé, señorita Nell. Me pidió que me quedara con Dolly…, oh, hará más de dos horas de eso.

En el momento en que Nell se dirigía al vestíbulo Alexander salía de su habitación. Se le veía cansado, pero curiosamente aliviado; con la muerte de Anna, lo peor ya había pasado. Todos podían respirar un poco más tranquilos.

—Papá, ¿has visto a mamá?

—No, ¿por qué?

—No puedo encontrarla.

Recorrieron la casa desde el ático hasta los sótanos y luego fueron a los cobertizos y las edificaciones de fuera, pero la búsqueda fue infructuosa. Elizabeth no aparecía.

Alexander había comenzado a tiritar otra vez.

—Las rosas —dijo pausadamente—. Se alejó de la casa y está perdida en medio de la tormenta.

—¡Imposible, papá!

—Entonces ¿dónde está? —preguntó Alexander, repentinamente agobiado, mientras iba hacia el teléfono—. Avisaré a la comisaría. Pediré una patrulla y saldremos a buscarla.

—¡Ahora no, papá! Es casi de noche y llueve a cántaros. Lo único que conseguirás es que la mitad de la patrulla se extravíe, ¡sólo nosotros conocemos la montaña!

—Está Lee. Él conoce la montaña. Y Summers también.

—Sí. Lee y Summers. Y yo.

Para cuando Lee y Summers llegaron, enfundados en sus suestes e impermeables, Alexander ya había conseguido brújulas, lámparas de minero, botes de queroseno y todo lo que pensaba que podrían necesitar; vestido para afrontar la tormenta, estudiaba un mapa topográfico de la montaña mientras Nell, notoriamente frustrada, iba y venía de un lado a otro.

—Ya eres casi una médica, Nell, te necesito aquí —había dicho su padre cuando ella le pidió unirse a la búsqueda.

Un argumento irrebatible, pero no tener nada que hacer era algo que a Nell no le gustaba.

—Lee, tú te ocuparás del perímetro más alejado, lo que significa que necesitarás mi caballo —dijo Alexander—. Summers y yo buscaremos más cerca de la casa. Entre la tormenta y su estado de ánimo, dudo que haya llegado demasiado lejos. Brandy —agregó luego, ofreciéndoles sendas petacas—. Por suerte, ya no hace tanto frío, pero igual lo necesitaremos.

Lee se veía raro, pensó Nell mientras aminoraba el paso. Sus extraños ojos, casi negros, estaban desmesuradamente abiertos, y los labios le temblaban un poco.

—Será mejor que la encontremos esta misma noche —dijo Summers levantando su mochila—. Cada vez llueve más, el río pronto será un torrente, y puede que mañana estemos todos demasiado ocupados con la inundación y no consigamos formar una patrulla lo bastante grande para seguir buscándola. La rescataremos antes de que se aleje demasiado, ¿ésa es la idea, sir Alexander?

Poco consuelo, pensó Nell, ver cómo los tres hombres se alejaban mientras ella, una estudiante avanzada de medicina, debía quedarse allí, sin poder ayudar en nada. ¡Oh, cómo admiraba a su padre! Se había ocupado minuciosamente de todo mientras esperaba a Lee y a Summers. Había cancelado los turnos nocturnos de la mina, había ordenado que todos los empleados fueran enviados a sus casas, había alertado a Sung Po de la posibilidad de una riada, había hecho convocar voluntarios para que llenaran sacos con arena por si el río se desbordaba. Cuando había tratado de telefonear a Lithgow había descubierto que la línea estaba cortada, de modo que era imposible comunicarse con Sydney.

Oh, Anna, pensó Nell, apilando sus libros de estudio sobre una mesa, ¿qué te hizo la vida que tu partida está tan cargada de dolor?

De pronto apareció la señora Surtees, tratando de disimular su ansiedad.

—Señorita Nell, no ha comido nada. ¿Le parecería bien una tortilla?

—Sí, gracias —replicó Nell con calma—. Eso me gustaría.

Sería mejor no estar demasiado lánguida, se dijo, a la hora de enfrentarse con el resultado de la búsqueda. ¡Por favor, que mamá esté bien!

En esos días, el caballo de Alexander era una bonita yegua alazana, dócil y vigorosa. Lee no se había alejado demasiado cuando se quitó el impermeable y el sueste, los dobló y los guardó en una de las alforjas. El viento había cambiado y soplaba desde el noreste, y por eso la temperatura había subido lo suficiente para atemperar el frío de la lluvia; sería más fácil explorar el terreno sin aquel maldito sombrero azotándole la cara y el impermeable flameando con cada ráfaga. La lámpara de minero, adaptada ópticamente para emitir un haz de luz lo más angosto posible, no había sido diseñada para ser usada bajo la lluvia, pero la luz de los faroles era demasiado débil para esa clase de búsqueda. Lee la mantenía protegida de la lluvia cubriéndola con su sombrero de ala ancha y la cambiaba incansablemente de una mano a la otra mientras hacía avanzar al caballo a paso de tortuga.

La noticia de que Elizabeth había desaparecido lo había herido de muerte, pero aquello era una muerte lenta, no una muerte rápida. Por la tarde, cuando sepultaron a Anna, no la había visto, aunque había olfateado algo en el aire que nada tenía que ver con la inminencia de la tormenta. Como si el miedo, la culpa y el desconcierto estuvieran en el aire. Lo único que sabía era lo que Ruby le había dicho: era suficiente. Habían conversado mucho desde que ella había descubierto lo que él sentía por Elizabeth, y en esas conversaciones Lee había ido enterándose de todo lo que hasta entonces ignoraba acerca de aquel triste e infausto matrimonio.

Su mente se había trastornado, estaba seguro de eso. También Ruby lo estaba. Se lo había dicho al despedirlo en la puerta del hotel.

—La pobrecilla se ha vuelto loca, Lee, y se internó en el bosque para morir, como lo haría un animal herido.

¡Pero no podía morir! ¡No debía morir! Y él no podía dejarla enloquecer. ¿Reemplazar a Anna por Elizabeth en aquella celda? No. ¡No, aunque tuviera que dar la vida para evitarlo! Sin embargo, ¿qué bien podría hacerle su muerte a ella, que ahora lo quería nada más que como a un amigo lejano?

Desmontó y rastreó a pie varias veces, cuando percibía algún leve movimiento que no parecía provenir del follaje agitado por el viento, pero no encontró nada. La yegua alazana, mansa y voluntariosa, avanzaba lentamente y sin quejarse. Pasó una hora, y otra, y otra más; estaba ya a más de tres kilómetros de la casa, y no había la menor señal de Elizabeth. Alexander había decidido usar dinamita para avisar que la habían encontrado, pero Lee dudaba de poder oír la explosión en medio del viento, la lluvia y el murmullo de los árboles. ¡Ojalá que Alexander y Summers la hubiesen encontrado cerca de la casa! Si había llegado tan lejos podría estar a tres metros de él y él podría no verla.

De pronto, mientras cambiaba la lámpara de una mano a la otra por delante de la cabeza del caballo, vio algo que se agitaba en uno de esos arbustos espinosos que tanto molestaban a los que caminaban por el bosque sin estar familiarizados con su vegetación. Sin desmontar, se inclinó hacia el costado y arrancó aquella cosa del arbusto. Un jirón de delgada tela de algodón. Blanco. Ella llevaba puesto un vestido blanco, había dicho Nell, uno de los pocos datos alentadores con que contaban antes de iniciar la búsqueda. Probablemente significara pérdida de la razón más que pérdida de la voluntad de vivir, pensó Lee. Si hubiera querido morir se habría puesto algo negro como la noche.

Había salido del bosquecillo y tomado un camino de caballerías que conducía a la laguna en la que había nadado hacía una eternidad, y en ese momento se preguntó si ella había estado siguiendo ese sendero casi desde la hora en que abandonó la tumba de Anna. Había más señales de su paso por allí. Si se atenía a los surcos marcados en el barro en los puntos del sendero que estaban más protegidos de los elementos podía suponer que tal vez al final había avanzado ayudándose con las manos y las rodillas.

Cuando la vio, acurrucada sobre una roca junto a la laguna, lo embargó una alegría indecible: no estaba muerta. Sentada con el cuerpo encorvado, las rodillas abrazadas y el mentón apoyado en ellas era una pequeña y blanca criatura que ya no podía más con su alma.

Desmontó sin ruido del caballo, ató las riendas a una rama y se acercó a ella silenciosamente, sin saber cómo reaccionaría cuando lo viera, aterrado por la posibilidad de que se asustara y volviera a alterarse. Pero ella siguió inmóvil, a pesar de que un súbito estremecimiento le dio a entender que ella sabía que había alguien a su espalda.

—Has venido a llevarme a casa —dijo ella, agobiada.

Él no respondió, no sabía qué decir.

—Está bien, Alexander. Sé que no puedo huir. Pero necesitaba venir a La Laguna. Supongo que piensas que he enloquecido. Pero no es así. No es así. Simplemente necesitaba venir a La Laguna.

Se acercó tanto que habría podido tocarla, pero se detuvo, se sentó con las piernas cruzadas, con las manos colgando sin fuerza a ambos lados de sus rodillas. ¡Oh! ¡Qué alivio! Se la escuchaba agotada, pero, como ella misma había dicho, no estaba loca.

—¿Por qué tenías que venir a la laguna, Elizabeth? —preguntó él alzando la voz por encima del ruido del viento y la lluvia.

—¿Quién está ahí?

—Soy Lee, Elizabeth.

—Ohhhhh —dijo ella con incredulidad—. ¡Sigo soñando!

—Soy Lee. No estás soñando, Elizabeth.

El depósito de la lámpara de minero estaba casi vacío pero, apoyada sobre la roca, arrojaba una pálida luz sobre su rodilla e iluminaba apenas sus manos; ella se volvió para contemplarlas.

—Las manos de Lee —dijo—. Las habría reconocido en cualquier parte.

Sin aliento, Lee comenzó a temblar.

—¿Por qué?

—Son tan hermosas…

Lee estiró una mano para separar las de ella de en torno a sus piernas, y la rodeó con el brazo para que se diera la vuelta hacia él.

—Estas manos te aman —dijo—, igual que el resto de lo que soy. Siempre te he amado, Elizabeth. Siempre. Y te amaré para siempre jamás.

La luz, que era muy tenue y sin embargo parecía brillar como un sol, dejó ver la expresión de sus ojos antes de cerrarse para sentir su primer beso, suave e indeciso, como corresponde a un momento esperado durante la mitad de una vida.

Lee estaba demasiado aterrado por la posibilidad de perderla y no pensó en acercarse a las alforjas, en las que llevaba las mantas, un impermeable, y una reserva de queroseno, de modo que acostó a Elizabeth sobre sus propias ropas. Ella estaba tan excitada que no pensaba en otra cosa que en la boca, las manos, la piel de Lee. Cuando él le liberó los hombros del vestido para desnudar sus senos y estrecharlos contra su pecho, una intensa punzada de profundo placer la conmovió hasta los tuétanos y le arrancó un gemido. Y luego otro, otro, y otro…

¿Quién sabe cuántas veces hicieron el amor sobre aquel duro lecho, bajo la lluvia? Seguramente, la lámpara no, pues su llama fue perdiendo intensidad y terminó por apagarse.

Pero finalmente Elizabeth, exhausta, cayó en un profundo sueño, y Lee, despierto y maravillado por lo que acababa de suceder, se vio obligado a volver al mundo real. Aunque le dolía físicamente apartarse de ella, se acercó a tientas hasta el paciente caballo en busca de la reserva de queroseno y de su reloj: eran las tres de la madrugada. El amanecer se demoraría debido a la cerrazón del cielo y la lluvia, pero no más de dos horas. Puesto que él la había encontrado, los otros no, y al amanecer Alexander, frenético, ya estaría listo para continuar la búsqueda con la ayuda de todos aquéllos que en Kinross no estuvieran tratando de contener una inundación. El nivel del agua de la laguna había subido considerablemente, y seguiría haciéndolo; fuese como fuese, tenía que llevarse a Elizabeth de allí. ¿Y cómo iban a manejar la nueva situación? Lo único que no podía permitir que ocurriera era que Alexander los encontrara todavía entrelazados como los amantes en que se habían convertido.

Lee retiró las alforjas de la montura, las llevó hasta la roca y abrió su petaca de brandy.

—¡Elizabeth! ¡Elizabeth, mi amor! ¡Elizabeth, despierta!

Ella se revolvió apenas, pero murmuró una protesta ininteligible y siguió durmiendo; le llevó varios minutos persuadirla de que se sentara, pero una vez que hubo bebido un poco de brandy se despertó completamente; temblaba.

—Te amo —exclamó tomándole la cara entre sus manos—. Te he amado siempre.

Él la besó, pero se apartó antes que todo empezara de nuevo; ella estaba helada hasta los huesos, y sólo se sostenía gracias a la excitación de esa noche y el calor del cuerpo de Lee.

—Vístete —dijo él, no en tono imperativo sino como un ruego—. Debemos volver antes de que Alexander organice una búsqueda más completa.

Estaba demasiado oscuro para ver nítidamente el rostro de Elizabeth, pero Lee sintió la angustia y la tensión que la invadían al escuchar aquel nombre. Ella se vistió; él la envolvió en una manta, le puso el impermeable encima, y luego rellenó la lámpara y la encendió para iluminar el camino.

—¿No tienes zapatos?

—No, los perdí.

Fue toda una lucha sentarla sobre la cruz del caballo; no obstante, una vez que él hubo montado y pudo sostenerla con firmeza, pudieron hablar mientras él refrenaba cuanto podía a la yegua, ansiosa por regresar a la calidez de su establo.

—Te amo —comenzó él, con la certeza de que no quería comenzar de ninguna otra manera.

—Y yo te amo a ti.

—Sin embargo, hay algo más, querida Elizabeth.

—Sí. Está Alexander —replicó ella.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó él.

—Conservarte —repuso ella con sencillez—. No podría soportar que te alejaras de mí, Lee. Esto es demasiado precioso.

—Entonces ¿te escaparás conmigo?

Pero la realidad se había impuesto también sobre ella; él sintió en su cuerpo cómo ella se acobardaba, la sintió suspirar.

—¿Cómo, Lee? Creo que Alexander no me dejaría ir. Y aunque me dejara, todavía tengo que cuidar de Dolly. No puedo abandonar a la hija de Anna.

—Lo sé. Entonces ¿qué quieres hacer?

—Conservarte. Tendrá que ser un secreto, al menos hasta que pueda pensar con más claridad. ¡Estoy muy cansada, Lee!

—Entonces será un secreto entre tú y yo.

—¿Cuándo volveré a verte? —preguntó ella, alarmada.

—No hasta que haya terminado de llover, mi amor. Si tenemos inundación, una semana por lo menos. Que sea en una semana, de todas formas.

—¡Oh, moriré!

—No, vivirás… Vivirás por mí. Nos encontraremos en la laguna dentro de siete días a contar desde este amanecer. Será una tarde, ¿no es así?

—Sí.

—¿Crees que podrás guardar nuestro secreto?

—Me he guardado a mí misma como un secreto desde que me casé con Alexander, así que ¿por qué no podría guardar éste?

—Trata de dormir.

—¿Qué haremos si ocurre algo y no puedes acudir a la cita?

—Lo sabrás por Alexander, porque estaré con él. Trata de dormir, querida mía.

Poco antes del amanecer, Lee llegó a la casa anunciando a gritos que había encontrado a Elizabeth y entregó con delicadeza el cuerpo dormido a un Alexander pálido y tembloroso que la llevó adentro para que Nell la examinara. Cuando volvió a salir, rebosante de gratitud, se encontró con que Lee había devuelto la yegua a Summers y se había marchado rumbo al hotel de Ruby.

—¡Qué raro! —dijo Alexander frunciendo el entrecejo.

—Oh, no sé, sir Alexander —dijo Summers con lógica irrefutable—. El pobre memo estaba empapado de la cabeza a los pies, y es un hombre más fornido que usted. Su ropa no le serviría, ¿no cree?

—Es cierto, Summers. Lo había olvidado.

De modo que hasta pasadas unas treinta y seis horas Lee no tuvo que soportar, ya en el hotel, el fervoroso agradecimiento de Alexander, después de lo que había sido, según dijo, una visita al anciano Brumford, su abogado.

—¿Elizabeth está bien? —preguntó Lee sintiendo que, dadas las circunstancias, expresar su preocupación era algo natural.

—Sorprendentemente, sí. Nell está algo desconcertada. Se había preparado para tener que vérselas con cualquier cosa, desde una neumonía hasta una fiebre cerebral, pero después de dormir veinticuatro horas, esta mañana Elizabeth se ha despertado lozana como una rosa, y ha devorado un desayuno más que abundante.

El aspecto de Alexander, en cambio, no era en absoluto de lozanía; tenía los ojos rojos y el rostro demacrado. Aunque era evidente que estaba tratando de mostrarse despreocupado, no lo lograba.

—¿Tú estás bien, Alexander? —preguntó Lee.

—¡Oh, Dios, sí, perfectamente! Aquello me asustó un poco, fue algo inesperado. Realmente, nunca podré agradecértelo bastante, hijo —replicó. Miró su reloj de pulsera de oro—. Tengo que llevar a Nell hasta el tren. ¡Qué muchacha tan extraordinaria! Teniéndote a ti otra vez a mi lado, no puedo menos que desearle suerte en la medicina.

Nada que Lee quisiera oír, aunque lo aliviaba que Nell se marchara de Kinross. Una muchacha extraordinaria, sí, pero punzante como una tachuela y nada amistosa con él, ni tampoco, sospechaba, con su propia madre.

Odio todos estos subterfugios, pensó Lee, todo este sigilo. Una sola cosa es peor que tener a Elizabeth de esta manera, y es no tenerla en absoluto. Ni siquiera puedo contar a mi madre lo que sucedió.

No tuvo que contarle nada. En el mismo momento en que entró en el hotel chorreando agua, Ruby lo comprendió todo.

He perdido a mi hijo. Se ha entregado a Elizabeth. Y éste es el único tema del que no me atrevo a hablar con él. Odia el asunto pero la ama a ella. Querer es una cosa, conseguir lo que se quiere es algo muy distinto. ¡Oh, por favor, que esto no lo destruya! Lo único que puedo hacer es encender unas velas en esa morada de la santidad, la iglesia Tyke.

—¡Dios mío, señora Costevan —dijo el anciano padre Flannery, que siempre concedía a Ruby la dignidad de una mujer casada—, lo próximo que hará usted será venir a misa!

—¡Uf! ¡Ni se le ocurra! —gruñó Ruby—. No ponga sus esperanzas en eso, Tim Flannery, ¡viejo borracho! Me gusta encender velas, eso es todo.

Y tal vez sea cierto, pensó el sacerdote, apretando el puñado de billetes que ella le había entregado. Era suficiente para beber el mejor whisky irlandés durante meses.

Elizabeth despertó a un mundo completamente nuevo, un mundo que no sabía que existía. Amaba y era amada. Había visto muchas veces a Lee en sus sueños, ¡pero despertar y saber que aquello era real…! Por algún sinuoso y extraño proceso mental, había olvidado totalmente su visita a la tumba de Anna, las rosas, su caminata por el bosque con el instinto ciego de un animal que busca su hogar, como si lo único que quisiera fuera llegar a La Laguna. Lo que sí recordaba era que Lee la había encontrado allí, y todas las emociones y sensaciones maravillosas, hermosas, gloriosas que había experimentado después. ¡Pensar que había vivido veintitrés años como una mujer casada y, en todo ese tiempo, nunca llegó a saber lo que era el verdadero matrimonio!

Ahora percibía su cuerpo de una manera distinta; como si perteneciera verdaderamente a su alma, no como si fuera una jaula en la que su alma estaba prisionera. Cuando despertó no sintió dolores ni molestias, ni siquiera un ligero malestar. Estaba muerta, y Lee me dio vida, se dijo. Casi cuarenta años de edad, y ésta es la primera vez que siento lo que es la felicidad.

—¡Qué bien! ¡Finalmente, estás en tu sano juicio! —dijo una voz enérgica: Nell se acercó a la cama—. No puedo decir que me hayas tenido preocupada, mamá, pero has dormido casi veinticuatro horas.

—¿En serio? —Elizabeth bostezó, se desperezó, emitió un sonido que se parecía a un ronroneo.

Los sagaces ojos de su hija estaban fijos en su rostro, y su mirada era de perplejidad; Nell no podía saberlo, pero aquélla era una de esas situaciones a las que se había referido Ruby, en las que por su ignorancia de la vida no podía ver algo que una persona más experimentada habría visto enseguida.

—Te ves absolutamente espléndida, mamá.

—Así me siento —replicó Elizabeth, entrecerrando los ojos—. ¿He causado muchos problemas? No fue mi intención.

—Estábamos desesperados, sobre todo papá, me tuvo muy preocupada. ¿Te acuerdas de lo que hiciste? ¿O de lo que estabas pensando?

—No —repuso Elizabeth, y no mentía.

—Debes de haber caminado varios kilómetros. Fue Lee quien te encontró.

—¿De veras? —preguntó, y levantó la vista para mirar a Nell con una expresión de ligera curiosidad. Elizabeth era una experta en secretos.

—Sí. Se llevó el caballo de papá. A ninguno de nosotros se nos ocurrió que pudieras andar a la velocidad de la luz en medio de semejante tormenta, así que suponíamos que Lee era el que tenía menos probabilidades de encontrarte. Papá habría preferido ser él quien te encontrara. —Nell se encogió de hombros—. De todas formas, no importa quién te encontró, lo importante es que alguien lo hiciera.

No, pensó Elizabeth, lo importante es que Alexander calculó que yo no debía de haberme alejado mucho. Si Alexander hubiera salido a buscarme a caballo, me habría encontrado él, y yo seguiría siendo su prisionera.

—Supongo que estaría hecha un asco… —aventuró.

—¡Ésa es una forma suave de decirlo, mamá! Estabas llena de lodo, barro, Dios sabe qué… Pearl y Silken Flower tardaron una eternidad en bañarte.

—No recuerdo que me bañaran.

—Porque estabas profundamente dormida. Yo tuve que sentarme detrás de la bañera y sostenerte la cabeza para poder mantenerla fuera del agua.

—¡Dios mío! —Elizabeth, sentada en el borde de la cama, balanceó las piernas—. ¿Cómo está Dolly? ¿Qué sabe?

—Sólo que has estado enferma, pero que ahora ya estás bien.

—Sí, estoy bien. Gracias, Nell, me gustaría vestirme.

—¿Necesitas ayuda?

—No, puedo hacerlo sola.

Inspeccionó su cuerpo en dos grandes espejos y comprobó cortes y magulladuras en abundancia —lo extraño era que no le dolían—, pero nada que traicionara lo que había sucedido en La Laguna. Cerró los ojos, aliviada.

Alexander fue a verla un poco más tarde. Con los ojos muy abiertos, Elizabeth lo miró como si no lo hubiera visto nunca en su vida. ¿Cuántas veces le había hecho el amor desde la noche de bodas hasta el comienzo de su enfermedad, cuando ella quedó embarazada de Anna? No las había contado, pero eran muchas. Sin embargo, ella nunca lo había visto desnudo, ni había querido verlo. Él se había dado cuenta, y no intentó imponerle esa condición. Pero sólo ahora, debido a lo que ella y Lee habían hecho juntos, comprendió de verdad. Donde no hay ni amor ni deseo físico, le decía su nuevo modo de ver el mundo, nunca puede ocurrir nada que mejore las cosas. Y sí, Alexander había hecho todo lo posible para cambiar la situación. Pero era un hombre dinámico, simple, cuyos deseos físicos reflejaban su temperamento; de ninguna manera irreflexivo sino más bien instruido. Nunca temblé de deseo por él, pensó. No hay nada en él, nada que él pudiera hacerme, capaz de elevarme a ese estado de excitación y éxtasis que acabo de conocer con Lee. Ya no podría soportar que hubiera un simple jirón de ropa entre mi cuerpo y el de Lee si pensara que podría alejarlo de mí. No me importaría que el mundo entero nos estuviera observando, o que se terminara el mundo, si las manos de Lee tocan mi piel y mis manos la suya. Cuando él dijo que siempre me había amado y que siempre me amaría, me sentí feliz. ¿Cómo puedo contarle algo así a este hombre? Aunque hiciera el esfuerzo de escuchar, ni siquiera comenzaría a comprender. No sé qué pasará entre él y Ruby. No tengo otro criterio para imaginarlo que lo que ha pasado entre Alexander y yo, así que ¿cómo podría saberlo? Pero desde hoy todo ha cambiado, todo es diferente, todo es una fuente de asombro. He experimentado un milagro: la unión con mi amado.

Alexander la miraba como a alguien que sabía que debía conocer, pero a quien no conocía. Su rostro estaba surcado por arrugas y se le veía más viejo de lo que ella recordaba; ¡le pareció que había transcurrido una eternidad desde que Anna había muerto! Ella sentía que él había perdido su esencia, pero lo miró con su tranquilidad habitual, y le dedicó una sonrisa.

Alexander le retribuyó la sonrisa.

—¿Tienes apetito para desayunar?

—Gracias, bajaré enseguida —repuso ella serenamente.

Un momento después se sentaban juntos a la mesa del invernadero, sobre cuyo techo transparente las gotas de lluvia repiqueteaban tan rítmicamente que los vidrios parecían murmurar una música inefable.

—¡Tengo hambre! —dijo Elizabeth, sorprendida, mientras contemplaba las costillas de cordero, los huevos revueltos, el tocino y las patatas fritas y decidía qué quería comer.

Nell se había unido a ellos. Pronto volvería a Sydney.

—Debes dar las gracias a Lee, Elizabeth —dijo Alexander, inapetente.

—Si insistes… —dijo ella, devorando una tostada.

—¿No le estás agradecida, mamá? —preguntó Nell, sorprendida.

—Por supuesto que sí —replicó Elizabeth, mientras se servía una costilla.

Alexander y su hija intercambiaron una mirada pesarosa y cambiaron de tema.

Después de haber comido hasta hartarse, Elizabeth fue a ver a Dolly. Nell, que estaba a punto de acompañarla, fue retenida por su padre.

—¿Está bien de la cabeza? —preguntó él—. Parece muy poco afectada por lo que ocurrió.

Nell reflexionó acerca de la pregunta, y luego asintió con un gesto.

—Creo que sí, papá. Al menos, tan bien como siempre. Usaste la expresión exacta. Mamá está un poco loca.

Cuando se dio cuenta de que Elizabeth había desaparecido, Alexander sufrió una conmoción tal que supo que, en algún sentido, nunca podría superarla. Durante la mayor parte de los últimos veintitrés años había concebido a Elizabeth como una espina clavada, como una criatura formal, remilgada, frígida, con la que se había casado invocando las peores razones. Se había hecho cargo de la culpa porque el único responsable de aquellas malas razones era él, no ella, y trataba de enmendar su error. Pero la creciente aversión que ella sentía por él lo había herido hasta el tuétano, y desencadenó en él una serie de reacciones fundadas en el orgullo, el resentimiento, el amor propio. El amor por ella, que él sintió apenas se consumó la unión, ella lo había rechazado, así que él atribuyó la infelicidad que fue ensombreciendo la vida de ambos a medida que transcurría el tiempo a ella y a su actitud de rechazo. Y se convenció de que su amor por ella había muerto. Claro que, ¿cómo podía no morir si lo había sembrado en un suelo tan inhóspito? Y, en algún momento, había perdido de vista todo salvo su frustrado impulso de conquista. Y empezó a verla como una barra de hielo. ¿Cómo podía uno conquistar una barra de hielo? Uno la aferraba y se derretía en un santiamén, y el agua se escurría entre los dedos.

Pero mientras la buscaba, envuelto en un frenesí de miedo y culpa, comprendió por primera vez en el curso de su prolongada relación cuan terriblemente la había defraudado. Todo lo que él le había dado eran cosas que ella no quería; todo lo que él no le había dado era cuanto ella deseaba. Para él, el amor era sinónimo de regalos fabulosos y lujo extremado. Para ella no. Para él, el amor era sinónimo de satisfacción sexual plena. Para ella no, o si lo era, él no era el hombre que podía procurársela. Un fuego ardía en ella, ahora estaba seguro, pero no ardía por él. Y lo que se preguntaba una y otra vez mientras la buscaba era dónde y por qué había empezado a erosionarse la estima que ella sentía por él. Pero el pánico que lo atenazaba era demasiado grande para que pudiera comprender el dónde o el porqué. Sólo tenía conciencia de que, después de todo, el amor que sentía por ella y que durante tantos años había dado por muerto estaba vivo. Una emoción mezquina, no correspondida, tan ofensiva para su integridad personal que la había borrado de su mente. Ahora había vuelto a surgir, empujada por el horror de imaginar que había enloquecido y estaba muerta. Si era así, la culpa era de él. De él y de nadie más.

Y estaba Ruby. Siempre estaba Ruby. Una vez, recordó Alexander, le había preguntado si un hombre podía amar a dos mujeres al mismo tiempo; ella había desestimado la pregunta con cierta malicia, pero lo hizo en defensa de sus propios intereses. No obstante, ella debía de haber sabido que él las amaba a las dos, porque se unió incondicionalmente a Elizabeth. Él había pensado que se trataba de una actitud caritativa, como la que adopta un vencedor. Ahora comprendía que había sido un modo seguro de conservar esa parte de su amor que le pertenecía a ella. Aunque él no hubiese amado a Elizabeth, de todos modos las dos mujeres de su vida se habrían hecho amigas, tal vez, pero menos íntimas. Él era, lo admitía, uno de esos hombres a los que les gusta estar en misa y repicando. Ruby significaba más en su vida; Ruby era amor romántico, sexo, intimidad, una emoción ilícita, y esa curiosa combinación de amante, madre y hermana en que se convierte la mujer amada para el hombre. Pero él había vivido su vida con Elizabeth, había tenido hijos con ella, había compartido con ella los tormentos de Anna y Dolly. Y para eso hacía falta amor; de lo contrario, se habría desentendido de ella.

Así que cuando Lee atravesó el jardín y se la entregó, Alexander experimentó una iluminación que lo hizo sentirse más humillado que un soldado que se rinde ante el enemigo. Tenía una deuda con su esposa, y la única moneda con la que podía pagarla era abrir la jaula y dejar al pájaro en libertad.

Después de cinco días, la lluvia cesó. La ciudad de Kinross, que había estado a punto de inundarse, lo agradeció. Si Alexander hubiese sido menos precavido y hubiese dejado el río como había quedado después de la explotación del oro de placer, la inundación habría sido inevitable, pero había construido defensas en las orillas y orientado el curso hacia un cauce dragado hasta una profundidad suficiente para contener la crecida.

Siete días después de su desaparición, Elizabeth montó a Cloud y emprendió su habitual paseo a caballo. Una vez que se hubo alejado de las inmediaciones de la casa cambió de rumbo, se internó en la espesura del bosque y dejó que la yegua escogiera el camino entre los cantos rodados y los obstáculos a lo largo de casi dos kilómetros antes de regresar al conocido sendero que conducía a La Laguna.

Lee, que estaba allí esperando, se acercó a Cloud y tendió los brazos hacia Elizabeth para recibirla. Besos más salvajes y más apasionados, un hambre que ni siquiera ella había imaginado; no podía esperar a que él la tocara, la desnudara, la poseyera. Y siempre esas sensaciones desconocidas de éxtasis, la inmersión de todo su ser en el crisol del amor. Luego, la llevó a La Laguna y le hizo el amor en lo que parecía el hábitat natural de ambos, el agua.

Cuando salieron de La Laguna ella le soltó el pelo, fascinada por lo largo y abundante que era, jugó con sus cabellos, los entrelazó con los suyos, acarició sus pechos con ellos, enterró su cabeza en ellos. Le contó lo que había sentido aquella vez que lo había visto nadar en La Laguna, y le dijo que nunca había podido borrar esa imagen de su memoria.

—No sabía que podía ocurrir algo así entre un hombre y una mujer —dijo ella—. He descubierto un mundo totalmente nuevo.

—No podemos quedarnos aquí mucho tiempo más —fue la respuesta de Lee. ¿Por qué era siempre él quien los hacía volver al mundo real? Después, él le contó lo que lo obsesionaba desde el día en que la había encontrado—. Elizabeth, mi amor, se supone que no debes hacer esto. Sé que podemos hacerlo, pero sólo después de que haya consultado a Hung Chee, que conoce el calendario de los ciclos femeninos. Hasta ahora no hemos sido precavidos, y tú no puedes quedarte embarazada. Para ti sería una condena a muerte.

Ella se echó a reír, una risa despreocupada que resonó alegremente en el bosque.

—Querido Lee, ¡no hay ningún motivo para que nos preocupemos! ¡De verdad! ¡Ninguno! Si tuviera un hijo tuyo no me pasaría nada malo. Si tuviera la suerte de quedar embarazada de ti, no sufriría una eclampsia. Estoy tan segura de eso como de que mañana saldrá el sol.