1. El regreso del hijo pródigo

El año que había pasado en Birmania había procurado a Lee rubíes y zafiros estrella, y el útil dato de que allí también el petróleo brotaba generosamente del subsuelo. Sin embargo, por ahora sólo se usaba para fabricar queroseno, después de un arduo viaje desde las regiones montañosas en vasijas de barro. Durante el año que había pasado en el Tíbet no había encontrado diamantes, sino riquezas espirituales mucho más valiosas que un Koh-i-Noor. El año en la India, con sus amigos de Proctor, había empezado justamente con una búsqueda de diamantes, pero después se había convertido en algo más beneficioso para la gente del marajá. La producción de hierro proveniente de los depósitos de mena, inmensamente ricos en mineral, estaba obstaculizada por la técnica de fundición que utilizaban y que se mantenía igual desde hacía milenios. El proceso dependía del carbón vegetal, que escaseaba a causa de la tala incontrolada de los bosques. Lee decidió utilizar un nuevo método de fundición con sales de magnesio, exportó carbón desde Bengala y estableció en aquel principado los fundamentos de una sólida industria. Cuando algunos miembros del virreinato británico protestaron por su atrevimiento, él contestó que era un simple sirviente del marajá, que era quien todavía reinaba (si bien con el consenso británico) y que no tenían de qué quejarse. Estaba seguro de que la emperatriz de la India recibiría su parte.

Después de eso, se marchó tan pronto como pudo a Persia para visitar a sus mejores amigos de Proctor, Ali y Husain, hijos del sah Nasru’d-Din de Persia, que, aparentemente, lograría cumplir cincuenta años en el trono real. En 1896 celebraría un jubileo.

La curiosidad llevó a Lee a internarse en las montañas de Elburz para observar por sí mismo los pozos de petróleo y de alquitrán que Alexander le había descrito. Todavía estaban allí sin explotar.

Montado sobre su caballo árabe con una bota sobre la cruz y mordiéndose una uña, dejó vagar su mirada perdida a través del árido territorio. Había descubierto que «Elburz» era un nombre erróneo que los geógrafos europeos habían dado a toda la cadena montañosa del oeste de Persia. El verdadero Elburz era el que estaba alrededor de Teherán, que tenía picos altísimos cubiertos de nieves eternas. Lo que él estaba mirando eran sólo… montañas. Sin nombre.

Un oleoducto que llegara al golfo Pérsico… un pozo cada dos hectáreas… Si explotara esos recursos, Persia podría deshacerse de su terrible deuda, y él lograría amasar su propia fortuna. Cada vez se descubrían más usos para el petróleo: aceites lubricantes, el queroseno, la parafina, un alquitrán de mejor calidad que el que venía del carbón, vaselina, anilinas para teñir y otros derivados químicos. Y también podría servir como combustible para motores que lo vaporizaran dentro de las partes del mecanismo con un nivel de eficacia que el vapor no puede igualar. ¿Acaso el marajá no le había contado que el añil artificial estaba destruyendo el comercio indio de tinturas naturales?

Lee se decidió y volvió a Teherán, donde solicitó una audiencia con el sah.

—Irán posee grandes recursos petrolíferos —dijo utilizando el nombre correcto. Su nivel de farsi era lo suficientemente avanzado para poder prescindir del intérprete—. Pero no dispone de los conocimientos para aprovecharlos. Yo cuento tanto con los conocimientos como con los fondos para explotarlos. Quisiera que me concediera un permiso para intentar esa explotación a cambio de un acuerdo por medio del cual yo obtengo el cincuenta por ciento de las ganancias más el dinero extra que invierta en equipamientos y maquinaria.

Continuó explicando su propuesta sin utilizar términos técnicos. Ali y Husain lo ayudaban en lo que podían.

Había otro hombre que permanecía en silencio, el posible heredero de Nasru’d-Din, Muzaffar-ud-Din. Era el gobernador de Azerbaiyán, una provincia persa que limitaba con las montañas del Cáucaso y que estaba en lucha continua con los turcos y los rusos. Muzaffar-ud-Din se mostraba muy interesado porque estaba al tanto del rápido desarrollo de Bakú como fuente de petróleo para Rusia. Por otra parte, no quería que Irán fuera superado en ninguna carrera por controlar los territorios que poseían recursos. Para la familia del sah, Lee representaba un socio relativamente benigno, porque no tenía ambiciones territoriales ni lo movía ningún otro objetivo que los que dictaba Mammón. Ellos entendían a Mammón, podían soportarlo. El viejo sah estaba sumido en un letargo ejecutivo, paralizado por el sistema de privilegios y derechos que, a menudo, llevaba al poder a las personas menos apropiadas. Sin embargo, Muzaffar-ud-Din tenía más de cuarenta años y, hasta el momento, no había sufrido enfermedades graves que pudieran perjudicarlo en el futuro. No eran los turcos los que más le preocupaban, sino los rusos, que estaban siempre tramando lograr el acceso a los océanos del mundo aprovechándose del mar y de las formidables naves de algún otro país. Irán era un objetivo altamente codiciado.

Así que, después de meses de negociaciones, Lee Costevan obtuvo el permiso para explotar el petróleo en la Persia occidental, en un área de casi seiscientos cincuenta mil kilómetros cuadrados. Había que montar y poner en funcionamiento Peacock Oil. Sólo era cuestión de contratar unos cuantos buscadores de petróleo descontentos en Estados Unidos, comprar torres de perforación que bombearan agua presurizada a través de los tubos verticales de revestimiento, hasta el último punzón dentado rotativo, e instalar máquinas de vapor para proveer energía.

Tenía muchas dificultadas, no precisamente técnicas. Tuvo que acostumbrarse a moverse acompañado de un batallón de soldados, porque las montañas estaban plagadas de tribus salvajes que no aprobaban el régimen de Teherán. Las intimidantes alturas hacían que las excursiones, aun las más elementales, se convirtieran en una pesadilla. El ferrocarril era prácticamente inexistente, y lo peor era que en todo el país había una grave escasez de materiales combustibles, tanto carbón como leña.

Por lo tanto, decidió Lee, empezaré con lo que es factible hacer bajo las actuales circunstancias. De esta manera, limitó sus primeros pozos a Laristan, donde había un ferrocarril que conectaba la ciudad de Lar con el golfo Pérsico. Además, cerca de Lar había carbón. Pronto se dio cuenta de que los buscadores de petróleo no sólo tenían un olfato especial para encontrarlo, sino que además tenían muchísima experiencia. Lee escuchaba y acumulaba conocimientos prácticos para complementar los estudios en geología que había seguido en Edimburgo. No cabía duda, se dijo, de que un oleoducto era una idea fantástica. Sin embargo, el petróleo podía viajar en trenes cisterna. Además, los británicos supervisaban el golfo Pérsico, una región que consideraban de su propiedad. Las estructuras portuarias eran primitivas y los buques cisternas escaseaban. Impertérrito y seguro de que el negocio del petróleo continuaría creciendo año tras año, Lee luchó para lograr que Peacock Oil fuera algo factible. Afortunadamente, el sah y su gobierno eran tan pobres que las diez mil libras esterlinas de ganancia que él les ofrecía resultaron una fortuna.

En 1896, el viejo sah Nasru’d-Din fue asesinado, pocos días antes de festejar sus cincuenta años en el trono. El asesino, un humilde habitante de Kerman, dijo que había actuado por orden del jeque Kemalu’d-Din, quien agradecía a su pariente el sah que hubiese sido tan gentil al predicar la sedición y después refugiarse en Constantinopla. El asesino fue colgado y el jeque Kemalu’d-Din, que fue extraditado para ser procesado, murió en el camino. Irán aceptó pacíficamente la subida al trono de Muzaffar-ud-Din. El inicio del gobierno del nuevo sah fue bastante prometedor: reguló la acuñación de cobre y abolió un antiguo impuesto sobre la carne. Sin embargo, debajo de la superficie, los complots no cesaban.

Fueron tiempos difíciles para Lee. El petróleo no circulaba demasiado y, aunque él obtenía ganancias, no eran los millones que sabía que tenían que llegar.

Lee, que desconocía que el sah estaba enfermo, decidió recorrer Inglaterra en 1897. Hacía siete años que se había ido de Kinross y se había mantenido deliberadamente fuera de escena. Las cartas que enviaba a Ruby se las daba a algún viajante de paso por Europa para que las mandara por correo, y no revelaba jamás su paradero. Así que Alexander, que lo estaba buscando, no había logrado localizarlo. La razón era simple: a Alexander no se le había ocurrido que Lee pudiera haber decidido dedicarse al negocio del petróleo, especialmente en un lugar como Persia. Una vez que Lee dejó la India, se había convertido en el hombre invisible.

Sólo llevaba dos cosas de Kinross consigo: una foto de Elizabeth y otra de Ruby. Su madre se las había enviado cuando estaba en la India junto con una de Nell, pero como ésta le parecía una versión femenina de Alexander, no le había gustado y la había arrojado en una pila de hojas en llamas. Aunque las fotos habían sido tomadas en 1893, tres años después de su partida, todavía lo impresionaban. La de Ruby, porque había envejecido mucho, y la de Elizabeth, porque no había envejecido para nada. Parece una mosca en ámbar, había pensado cuando la había visto por primera vez. No está muerta, está suspendida. Era un dolor del pasado. No lo sentía a menos que pasara inadvertidamente su mano por allí. Así que llevaba la foto a todas partes pero casi nunca la miraba.

El señor Maudling, del Banco de Inglaterra, finalmente se había retirado. Lo había reemplazado un caballero igual de cortés y competente, el señor Augustus Thornleigh.

—¿Cuánto dinero me queda? —preguntó Lee al señor Thornleigh.

Augustus Thornleigh lo observó fascinado. La anécdota de la primera vez que Alexander Kinross había aparecido en el Banco de Inglaterra todavía se contaba. Llevaba una caja de herramientas, ropas de gamuza y un viejo sombrero. Y ahora había otra anécdota más, pensó el banquero. Aquel hombre, Lee, tenía la piel suave color roble claro, una extravagante coleta, el rostro oscuro y una extraña luz en sus ojos. Llevaba un traje de gamuza, que seguramente era muy similar al que solía vestir sir Alexander, pero no usaba sombrero y la parte de arriba de su traje parecía más una camisa que una chaqueta. La usaba abierta hasta la mitad del pecho, que era del mismo color de la cara. Sin embargo, su acento era elegante y sus modales impecables.

—Algo más de medio millón de libras esterlinas, señor.

Las finas cejas negras de Lee se alzaron y su sonrisa reveló unos dientes sorprendentemente blancos.

—¡Las benditas ganancias de Apocalipsis! —dijo Lee—. ¡Qué alivio! Aunque debo de ser el único accionista de Apocalipsis que saca dinero continuamente y casi nunca deposita nada.

—De algún modo sí, doctor Costevan. Regularmente llegan depósitos de la compañía a su nombre. —El señor Thornleigh lo miró algo intrigado—. ¿Puedo preguntarle cuáles son sus inversiones personales?

—Petróleo —dijo Lee concisamente.

—¡Oh! Una industria prometedora, señor. Todo el mundo dice que los carruajes sin caballos pronto reemplazarán a los de tracción animal, lo cual tiene a los veterinarios y criadores bastante desesperados.

—Para no hablar de los talabarteros.

—Es verdad.

Conversaron hasta que un empleado del banco trajo a Lee el dinero que había solicitado. Después, el señor Thornleigh se puso de pie y acompañó a su cliente hasta fuera.

—Por poco no se encuentra con sir Alexander —dijo.

—¿Está en Londres?

—En el Savoy, doctor Costevan.

¿Voy o no voy?, se preguntó mientras hacía señas a un coche de punto. Después de todo, ¿por qué no?

—Al Strand… mejor dicho al Savoy —dijo al subir.

Como no tenía cambio, Lee dio al cochero una libra esterlina de oro, que el hombre guardó velozmente en su bolsillo haciendo como si fuera un chelín, por miedo a que su cliente se hubiera equivocado de moneda. De todas formas, Lee ya no estaba allí para presenciar aquella picardía. Entró en el hotel, y pidió una habitación a un hombre que se paseaba por la recepción vestido con un uniforme de mayordomo.

¡Oh, qué fastidio!, pensó el hombre. ¿Cómo explico de manera sutil a este muchacho tan particular que el dinero no le va a alcanzar para pagar este hotel?

En ese momento, Alexander bajó las escaleras vestido con un traje de día y un sombrero de copa.

—¡Qué coincidencia, Alexander! —exclamó Lee—. ¡Qué petimetre te has vuelto en tu vejez!

El gran hombre recorrió en dos zancadas los diez metros que lo separaban del particular muchacho, lo abrazó con fuerza y lo besó en la mejilla.

—¡Lee! ¡Lee! ¡Déjame verte! Oh, prefiero mil veces lo que tienes puesto tú que este uniforme de enfermero —dijo Alexander con una sonrisa de oreja a oreja—. Mi querido muchacho, ¡cuánto me alegra verte! ¿Estás alojado en alguna parte?

—No, estaba pidiendo una habitación en este momento.

—En mi suite hay una habitación libre, si me haces el honor.

—Con mucho gusto.

—¿Dónde está tu equipaje?

—No tengo. Perdí todo mi guardarropa europeo en una pequeña riña con unos baluches hace mil años. Lo que ves es lo que tengo —respondió Lee.

—Éste es el doctor Lee Costevan, Mawfield —dijo Alexander—. Es uno de mis socios. Por favor, pídale a mi sastre que venga mañana a la mañana.

Después se dirigió hacia las escaleras apoyando uno de sus brazos en el hombro de Lee.

—¿No usamos el ascensor? —preguntó Lee, absurdamente contento de verlo.

—No lo hago nunca. Si no, no hago nada de ejercicio. —Con una mano le tomó la coleta y la sacudió—. ¿Nunca te la has cortado?

—Me recorto las puntas de vez en cuando. ¿No tenías nada importante que hacer?

—A la mierda con ellas. ¡Tú eres más importante!

—¿Por qué siempre elegimos el lenguaje grosero de mamá? ¿Cómo está ella?

—Muy bien. Acabo de llegar de Kinross, así que hace sólo seis semanas que no la veo. —Alexander sonrió—. Ya no quiere viajar conmigo. Dice que se cansa demasiado.

A Lee se le secó la boca. Tragó saliva.

—¿Y Elizabeth?

—También estupendamente. Muy ocupada con Dolly. ¿Te enteraste de lo que le pasó a la pobre Anna? No recuerdo con exactitud cuándo desapareciste.

—Será mejor que me lo cuentes todo de nuevo, Alexander.

Al final, no fue necesario que ninguno ofreciera sus disculpas. Los dos hombres se sentaron a compartir un prolongado almuerzo en la suite de Alexander como si hubieran estado juntos el día anterior, aunque hacía un siglo que no se veían.

—Te necesitamos, Lee —dijo Alexander.

—Si puedo trabajar a tiempo parcial, sí, estoy contento de que me necesitéis.

Lee explicó cuáles habían sido sus tareas en Persia y sus expectativas respecto de la industria del petróleo. Alexander lo escuchó con atención, asombrado de que sus propios recuerdos de Bakú hubieran llevado a Lee a interesarse en esa actividad.

—No me di cuenta en ese momento —dijo—, porque no podía hablar las lenguas del lugar, de que los nativos habían descubierto una forma de procesar el petróleo crudo para convertirlo en combustible para motores. Pero, por supuesto, no podían refinado y, además, el doctor Daimler todavía no había descubierto el motor de combustión interna. ¡Una cosa tan simple! Hacer que el combustible trabaje dentro del cilindro en lugar de fuera. Te lo aseguro, Lee, los materiales crudos aparecen en el momento justo para hacer que una nueva invención no sólo sea factible sino también práctica.

Sin embargo, Alexander no estaba a favor del negocio persa.

—No sé mucho de ese país, pero sí que está en bancarrota, que es muy vulnerable y que está a merced de los rusos. Thornleigh, del Banco de Inglaterra, dice que Rusia intentará controlarlos a través de la banca o de un banco concreto. Persia necesita un préstamo y Gran Bretaña se está comportando como una joven a la que le propusieron matrimonio en una ocasión y espera, segura de que se lo volverán a proponer más de una vez. ¿Entonces, por qué no decir que no y aguardar un poco? Sigue adelante todo lo que quieras, Lee, pero mi consejo es que te retires mientras todavía puedas hacerlo sin perder hasta la camisa.

—Cada vez me inclino más hacia ese punto de vista —dijo Lee con un suspiro—. Sin embargo, hay más dinero en el petróleo que en el oro.

—Y es una ventaja que esté a nivel del suelo. Sin embargo, pienso que te has adelantado a hacer tu jugada. Yo me he dedicado a otro campo: al caucho, en lugar del petróleo. Ya hemos plantado en Malasia miles de hectáreas de árboles traídos del Brasil que producen caucho.

—¿Caucho? —preguntó Lee frunciendo el entrecejo.

—Se está difundiendo cada vez más. Se usa para un montón de cosas. Los automóviles necesitan ruedas de caucho; en concreto, se trata de una cubierta exterior de tela de goma con un tubo de caucho puro lleno de aire en su interior. Las bicicletas han avanzado mucho desde que se inventaron las llantas neumáticas. Elásticos, válvulas, arandelas, telas impermeables y zapatos de goma, sábanas de caucho para las camas de los hospitales, cojines, bolsas de gas, correas para máquinas, sellos, rodillos, etcétera. La lista es infinita. Ahora usan el caucho para los aislamientos de los cables en lugar de la gutapercha, y hay una especie de caucho duro como la roca que se llama vulcanita y es resistente a la corrosión de los ácidos y los álcalis.

Estaba ausente. Lee se reclinó sobre el respaldo con el estómago repleto por el jugoso filete y miró cómo se dibujaban las emociones en el rostro de Alexander. En realidad, no había cambiado nada y probablemente nunca cambiara. Como la mayoría de los hombres vigorosos, había parecido viejo cuando era joven y se veía joven ahora que ya no lo era. Su cabello, más espeso que nunca, estaba casi todo blanco y le daba un aspecto leonino, porque todavía lo llevaba largo hasta los hombros. Sus ojos conservaban el mismo fuego de obsidiana. A pesar de que insistía en que tenía que usar las escaleras para hacer ejercicio, no había engordado ni un kilo.

Aunque su carácter se había aplacado otra vez, quizá por lo que había sucedido con Anna y Dolly, Lee no estaba convencido de que la arrogancia y el autoritarismo que le había visto desplegar en Kinross hubieran desaparecido para dar lugar al antiguo Alexander. Seguía siendo tan dinámico como siempre y todavía poseía ese instinto infalible acerca de lo que había que hacer. Caucho. ¡Por el amor de Dios!

Sin embargo, era más amable, más… compasivo. Le había sucedido algo que le había enseñado a ser humilde.

—Tengo un regalo para ti —dijo Lee hurgando en el bolsillo de su camisa. Las fotografías asomaban a punto de salirse, pero antes de que pudiera pasarlas al otro bolsillo, Alexander se había inclinado sobre la mesa y se las había arrebatado de la mano. Todavía le quedaba algo de autoritarismo.

—Que lleves la de tu madre puedo entenderlo, pero ¿la de Elizabeth?

—Mamá me envió tres cuando estaba en la India —dijo Lee sin perturbarse—. Una de ella, una de Nell y otra de Elizabeth. La de Nell se me perdió en alguna parte.

—La de Ruby está mucho más gastada que la de Elizabeth.

—Porque la miro muchas más veces.

Alexander le devolvió las fotografías.

—¿Vas a volver a casa, Lee? —preguntó.

—Antes… ¡Ah! Aquí está.

Alexander estudió maravillado la moneda.

—Un dracma de Alejandro Magno, ¡y además muy raro! Está en excelente estado. Diría que sin usar, pero es imposible.

—Me la dio el actual sah de Persia, así que, ¿quién sabe? Puede haber estado allí sin que nadie la tocara desde que tu tocayo salió de Ecbatana. El sah me dijo que venía de Hamadan, que era Ecbatana.

—Mi querido muchacho, esto no tiene precio. No sé cómo agradecértelo. Entonces, ¿volverás a casa? —insistió.

—Dentro de un tiempo. Primero quiero ver el Majestic.

—Yo también. Dicen que es el mejor acorazado del mundo.

—Lo dudo, Alexander. ¿Qué le pasa a la Marina británica, que continúa poniendo esos cañones de treinta centímetros en barbetas en lugar de en torretas? Creo que la Marina de Estados Unidos está mucho más adelantada en materia de torretas.

—De todos modos, esos acorazados son demasiado lentos. ¡Catorce nudos! Además, el acero de Krupp está mejor blindado que el de Harvey. El káiser Guillermo también está empezando a construir acorazados —dijo Alexander saboreando su cigarro—. Yo, personalmente, creo que la Marina británica está consumiendo una parte demasiado grande del dinero del gobierno de la nación.

—Oh, por favor, Alexander —respondió Lee cortésmente—. Sé que he estado alejado de este tipo de cosas durante cuatro años, pero dudo mucho que los británicos estén tan faltos de dinero.

—Es verdad que tienen un imperio para saquear, pero la depresión económica a la que estamos haciendo frente en Australia es mundial. La realidad es que la construcción de acorazados da trabajo a la gente. No se ven quillas de buques de pasajeros en los astilleros de Clyde.

—¿Cómo están las cosas en Nueva Gales del Sur?

—Muy difíciles. Desde mil ochocientos noventa y tres, los bancos se han declarado en quiebra uno tras otro, aunque ése fue el peor año. Los capitales extranjeros se retiraron enseguida. Traté de decir a Charles Dewy que no depositara su dinero en Sydney años atrás, pero no quiso escucharme. Menos mal que Constance tiene dos yernos que son más hábiles de lo que era Charles. —Sus ojos negros brillaron—. Henrietta todavía sigue soltera. ¿Tú no estarás buscando una excelente esposa por casualidad?

—No.

—¡Qué lástima! Es una buena muchacha, y me temo que está destinada a convertirse en una solterona. Como Nell, que es demasiado irritable y prepotente.

—¿Cómo está Nell?

—Está estudiando medicina en Sydney. ¿Puedes creerlo? —Alexander frunció el entrecejo—. Se licenció con matrícula de honor en ingeniería en minas y después accedió al segundo año de medicina. ¡Mujeres!

—Bien por ella. Medicina debe de ser una carrera complicada para una mujer.

—¿Después de haber estudiado ingeniería? ¡Tonterías!

—Es tu hija, Alexander.

—Ni me lo recuerdes.

—¿Y qué pasó con la federación? —preguntó Lee cambiando de tema.

—El resultado era de prever, aunque Nueva Gales del Sur no está muy conforme. Creo que es porque Victoria sí lo está. No hay animosidad entre las dos colonias. Victoria ganará.

—¿Y los sindicatos?

—Los esquiladores y el movimiento obrero se unieron y formaron la A. W. U. (Unión Obrera Australiana). Los mineros, los del carbón, obviamente, siguen tan conflictivos como siempre, y la Liga Electoral Laborista se muere por probar suerte en el Parlamento federal.

—Lo cual me lleva a hacerte una pregunta crucial: ¿cuál será la nueva capital del país?

—Por derecho tendría que ser Sydney, pero Melbourne no va a estar de acuerdo. Todos coinciden en que debería ser una ciudad de Nueva Gales del Sur.

—En cualquier parte menos en Sydney, ¿eh?

—Sería demasiado fácil hacerla en Sydney, Lee. Es la colonia más antigua, y todo eso. He escuchado propuestas que van desde Yass hasta Orange. De todos modos, hay que agradecer las pequeñas bendiciones: sir Parkes no podrá ser primer ministro porque murió el año pasado.

—¡Por Dios! El fin de una era. ¿Quién es el actual patriarca?

—Nadie. En Nueva Gales del Sur hay un tipo llamado George Reid. Y en Victoria está Turner, pero no llegará a ser primer ministro. Es una batalla interminable, como la rivalidad que hay entre Inglaterra y Francia.

—Los franceses están a la cabeza con el tema de los automóviles.

—No por mucho tiempo —dijo Alexander cínicamente—. No tienen la experiencia que poseen los americanos y los británicos con el acero. Tienen ingeniería de precisión, pero Alemania se quedó con todos sus metalúrgicos, la planta industrial y la región de Alsacia-Lorena después de la guerra francoprusiana. Los franceses nunca se recuperaron.

—Me sorprende que todavía no tengas un automóvil, Alexander.

—Estoy esperando que Daimler cree algo que valga la pena comprar. Los alemanes y los americanos tienen los mejores ingenieros de precisión del mundo. Además, el diseño del motor es muy simple. Lo bueno de los automóviles es que no necesitas ser ingeniero para repararlos. Con algunos conocimientos de mecánica y un par de herramientas el dueño del automóvil puede repararlo sin problemas.

—También contribuirá a disminuir el ruido en las calles. Basta de ruedas revestidas de hierro, basta de herraduras para los caballos. Además son más fáciles de conducir y maniobrar que los carros tirados por caballos. Me sorprende que no te hayas puesto a fabricarlos tú mismo.

—Ya hay alguien en Australia que se está dedicando a eso. Los van a llamar Pioneer. Pero no, por el momento seguiré dedicándome al vapor —dijo Alexander.

Cuando el traje de Lee estuvo listo, se dirigieron a los astilleros navales de Portsmouth armados con cartas de presentación para recorrer el Majestic.

—Tienes razón acerca de la velocidad. Es lento. Los barcos americanos viajan a dieciocho nudos y llevan armamentos más pesados. Sin embargo, hay que admitir que tienen un blindaje más delgado. —Lee observó atentamente las escotillas del carbón—. Dicen que carga dos mil toneladas. Suficiente para navegar más de cuatro mil trescientas millas marinas a doce nudos. Pero me atrevería a decir que serán los barcos viejos los que naveguen por el océano. Con semejante consumo, éste no se alejará demasiado de los límites del mar del Norte.

—Puedo leer tus pensamientos como si tu mente estuviera emitiendo señales luminosas, Lee. Están utilizando el turborreactor de vapor Parsons para los barcos de pasajeros y los buques mercantes, y también escuché que la Marina británica lo ha usado en algunas lanchas torpederas. Cuando lo pongan en uno de estos barcos de cinco mil toneladas y cambien las barbetas por buenas torretas giratorias, tendrán verdaderos acorazados.

Alexander le dedicó una sonrisa. Recorrió al trote la crujía haciendo girar su bastón con empuñadura de color ámbar, saludando hacia el puente.

—Mantengamos los ojos abiertos y veamos cómo se desarrollan las cosas —dijo, mientras caminaban bajo la fina llovizna.

—Puedo leer tus pensamientos como si tu mente estuviera emitiendo señales luminosas —repitió Lee seriamente.

Por supuesto, era necesario inspeccionar los trabajos de ingeniería del señor Charles Parsons, así como también otras fábricas que producían maquinarias innovadoras, pero en agosto decidieron partir hacia Persia para ver los oleoductos de Peacock. Allí, Lee descubrió que el norteamericano, que hablaba farsi muy fluidamente y que había quedado al mando durante su ausencia, había hecho las cosas muy bien y podía continuar ocupándose de todo. No había más excusas: tenía que volver a casa.

Una parte de él esperaba que, de camino, Alexander decidiera ir a visitar su plantación de árboles del caucho en Malasia, pero no fue así. En Aden se embarcaron en un buque de vapor rápido que iba directo a Sydney.

—Es decir, vía Colombo, Perth y Melbourne —dijo Lee—. Creo que ésa es la razón de que Sydney sea tan impopular como capital del país. Perth podría estar perfectamente en otro continente, pero los barcos llegan primero a Melbourne. Hay que recorrer casi ochocientas setenta millas marinas más para llegar a Sydney, así que muchos barcos ni se molestan en continuar hasta allí. En cambio, si se encontrara alguna forma de llegar a Australia desde el norte, Sydney sería mucho más importante que Melbourne.

Pasó todo el viaje hablando sin parar porque no quería dar a Alexander el más mínimo indicio de que tenía miedo de volver a Kinross. ¿Cómo haría para comportarse normalmente con Elizabeth, sobre todo ahora que Alexander estaba decidido a tenerlo más cerca que nunca? Podía vivir en el hotel Kinross, sí, pero desde que Anna se había marchado, Alexander había trasladado toda la parte administrativa y de documentación a su casa. Las oficinas se habían convertido parcialmente en instalaciones para la investigación supervisadas por Chan Min, Lo Chee, Wo Ching y Donny Wilkins. Lee tendría que trabajar todo el tiempo con Alexander y seguramente debería almorzar y hasta puede que cenar en su casa.

Esos años habían sido solitarios, pero había logrado soportarlos gracias a las enseñanzas de los monjes tibetanos. Si no hubiera sido por Elizabeth, Lee tal vez habría decidido quedarse con ellos. Hubiera abandonado todo el entrenamiento y los preceptos que su madre y Alexander le habían inculcado a cambio de una vida que poseía un elemento hipnótico, una sincronía comunal gobernada por el alma. A su parte oriental le gustaba eso. Habría podido ser feliz viviendo en la cima del mundo, ajeno al tiempo, al dolor y al deseo. El problema era que Elizabeth le importaba mucho más. Y eso era un misterio. Jamás hubo en ella una mirada o un gesto que lo alentara. Ni siquiera una palabra que le diera algún tipo de esperanza. Sin embargo, no podía quitársela de la mente ni dejar de amarla. ¿Será que algunos de nosotros tenemos verdaderamente un alma gemela y que, una vez que la encontramos, vagamos sin rumbo llevados por la marea luchando eternamente por sumergirnos y fundirnos con nuestra alma gemela? ¿Para llegar a ser sólo uno?

—¿Has avisado a Ruby y a Elizabeth de que pronto llegaremos? —preguntó a Alexander cuando el barco estaba cerca de Melbourne.

—Todavía no, pero puedo llamar por teléfono desde Melbourne. Pensé que así sería mejor —dijo Alexander.

—¿Me harías un favor?

—Por supuesto.

—No le digas a nadie que estoy contigo. Quisiera darles una sorpresa —dijo Lee tratando de sonar informal.

—Así se hará.

Sin embargo, eso complicaba un poco las cosas. Tenían que hacer algunas visitas en Sydney: a Anna y a Nell. ¿Sería capaz esta última de mantener el secreto?

—Ahora está viviendo en la casa de Anna —dijo Alexander en el coche de punto que los llevaba a Glebe—. Cuando los muchachos se graduaron y volvieron a Kinross, no podía quedarse sola en la casa en la que vivían antes, así que sugirió que construyéramos un departamento para ella en la parte de atrás de la casa de Anna. Para mí fue un alivio. Ella tiene su intimidad pero, al mismo tiempo, está cerca de Anna para poder controlar que esté bien cuidada.

—¿Cuidada? —preguntó Lee frunciendo el entrecejo.

—Verás —respondió Alexander en tono misterioso—, hay algunas cosas que no te dije porque son bastante difíciles de explicar.

Lo impresionó ver a Anna. La hermosa niña de trece años que había conocido en Kinross (cuando él se había ido ella acababa de conocer a O’Donnell) se había convertido en una mujer gorda que babeaba y caminaba arrastrando los pies. No reconocía a su padre; mucho menos a él. Tenía la mirada perdida y un pulgar sangrando y en carne viva de tanto chupárselo.

—No podemos lograr que deje de hacerlo, sir Alexander —dijo la señorita Harbottle—, y yo estoy de acuerdo con Nell en que no debemos atarle el brazo.

—¿Habéis intentado untarle el dedo con sustancias amargas?

—Sí, pero escupe y se limpia lo que le hemos puesto en el vestido. Existen productos menos solubles, pero son bastante tóxicos. Nell piensa que seguirá mordiéndoselo hasta llegar al hueso. Cuando eso suceda habrá que amputarlo.

—Y entonces empezará con el otro —dijo Alexander entristecido.

—Me temo que sí —respondió la señorita Harbottle carraspeando—. También le dan ataques, sir Alexander. Es epilepsia, una grave enfermedad. Es decir, que las convulsiones atacan todo el cuerpo.

—¡Oh, mi pobre, pobre Anna! —Alexander miró a Lee con los ojos llenos de lágrimas—. No es justo que un ser tan inofensivo tenga que sufrir de esta manera. —Enderezó los hombros—. De todos modos, está haciendo un excelente trabajo, señorita Harbottle. Anna está limpia, seca, y se la ve contenta. Por lo que veo, la comida es uno de sus grandes placeres.

—Sí, le encanta comer. Nell y yo estamos de acuerdo en que no hay que prohibirle que coma. Hacerlo sería como no dejar comer a un animal.

—¿Nell se encuentra aquí?

—Sí, lo está esperando, sir Alexander.

A medida que recorrían la casa, Lee observó lo bien organizada que estaba, y cuántas mujeres había para asistir a Anna. El ambiente era agradable, la casa estaba impecable y bien decorada. Se notaba, pensó Lee, que, en este momento, el objetivo era mantener contentos a los empleados más que a Anna, que no se daba cuenta de nada. Sin embargo ésa no era idea de Alexander. A él no se le hubiera ocurrido. Debía de ser de Nell.

A su apartamento se accedía a través de una puerta pintada de amarillo. Estaba entreabierta, pero Alexander llamó para avisar que había llegado. Nell salió de una habitación interior con paso tranquilo. Llevaba su negro pelo sujetado en un moñito tirante. Su delgada figura estaba envuelta en un sencillo vestido de algodón color aceituna que no definía la cintura y que le llegaba por encima de los tobillos. En los pies llevaba unas prácticas botas marrones que le cubrían los tobillos. Otra sorpresa para Lee. Su parecido con Alexander era impresionante. La suavidad infantil de sus rasgos había desaparecido. Su rostro era austero, resuelto y levemente masculino. Sólo los ojos eran inconfundiblemente suyos. Y parecían más grandes porque había adelgazado. Eran como dos poderosos rayos azules que atravesaban todo lo que veían.

Al principio sólo se había apercibido de la presencia de Alexander. Fue hacia él y lo abrazó y lo besó espontáneamente. Estaban muy unidos. Como si fueran mellizos. Por más que se quejara porque había decidido estudiar medicina, Alexander se volvía arcilla en las manos de Nell.

Después, cuando se separó de su padre, vio a Lee. Dio un pequeño brinco y sonrió.

—Lee ¿eres tú? —preguntó, y le dio un beso fugaz en la mejilla—. Nadie me dijo que habías vuelto.

—Porque no quiero que nadie se entere de que he regresado, Nell. ¿Podrías mantener el secreto, por favor?

—¡Te lo juro por mi vida!

Butterfly Wing había preparado un almuerzo sencillo: pan fresco, manteca, mermelada, carne fría cortada en lonchas y el postre favorito de Alexander: pastelillos de crema espolvoreados con nuez roscada. Nell dejó que los hombres comieran, después se preparó una taza de té y se sentó a conversar con ellos.

—¿Cómo es estudiar medicina? —preguntó Lee.

—Tal como me lo esperaba.

—Pero es difícil.

—Para mí no: me llevo bastante bien con mis instructores y profesores. Para las otras mujeres es más difícil porque no tienen la capacidad que yo tengo para tratar con los hombres. Las pobrecillas terminan siempre llorando, cosa que ellos detestan. Además, ellas saben que les están poniendo calificaciones más bajas adrede, porque son mujeres. Así que, por lo general, tienen que repetir cursos. Algunas llegan a suspender dos veces el mismo año. Sin embargo, continúan luchando.

—¿A ti te han suspendido, Nell? —preguntó Alexander, y esbozó una expresión de desdén.

—¡Nadie se atrevería a hacerlo! Soy como Grace Robinson, que se licenció en mil ochocientos noventa y tres sin suspender un solo año. Aunque ella tendría que haberse licenciado con matrícula de honor y no se la dieron. Verás, las escuelas de mujeres no las preparan en química y física, ni siquiera en matemáticas. Así que las pobrecillas tienen que empezar verdaderamente de cero y los profesores no están preparados para enseñar lo más elemental. En cambio, yo me licencié en ingeniería y eso me da bastante poder con los profesores. —Puso cara de astuta—. Ellos detestan que alguien ponga en evidencia sus errores, especialmente si quien lo hace es una mujer, así que por lo general me dejan en paz.

—¿Te llevas bien con tus compañeras? —preguntó Lee.

—Mejor de lo que esperaba, en realidad. Les enseño ciencias y matemáticas, aunque me parece que algunas de ellas nunca lograran ponerse al día.

Alexander revolvió su té, sacudió la cuchara contra el borde de la taza y la puso en el platillo.

—Háblame de Anna, Nell.

—Su mente se está deteriorando rápidamente, papá. Bueno, lo has visto con tus propios ojos. ¿La señorita Harbottle te dijo que tiene ataques de epilepsia?

—Sí.

—No le queda demasiado tiempo en este mundo, papá.

—Temí que dijeras eso porque la señora Harbottle no habló de los próximos años.

—Tratamos de mantenerla abrigada, alejada de las corrientes de aire e intentamos que camine un poco, pero cada vez se niega más a hacer ejercicio. Puede ser que entre en un estado de epilepsia constante; es decir, que tenga un ataque detrás de otro hasta que muera por agotamiento. Pero es más probable que agarre un resfrío que le afecte seriamente el pecho y muera de una neumonía. Cuando un miembro del personal está resfriado, no viene a trabajar hasta que no deja de estornudar y toser. Pero también es posible que alguien la contagie antes de darse cuenta siquiera de que está resfriado. Me sorprende que todavía no haya sucedido. Todos son muy buenos con ella.

—Considerando lo ingrato y lo poco gratificante que es este tipo de trabajo, me alegro de escucharte decir eso.

—Una mujer que tiene vocación de enfermera encuentra satisfacción en los trabajos más ingratos, papá. Elegimos muy bien a nuestras empleadas.

—¿Cuál sería la muerte menos terrible para Anna? —preguntó de pronto Alexander—. ¿La neumonía o los ataques continuos?

—Los ataques, porque pierde la conciencia con el primero y ya no la recupera. Parece horrible, pero el paciente no sufre. La pulmonía es mucho peor. Produce mucho dolor y sufrimiento.

Se hizo un silencio. Alexander bebía lentamente su té, Nell jugaba con el tenedor de su pastelillo y Lee deseaba estar en cualquier otro lugar.

—¿Tu madre ha venido a visitarla? —preguntó Alexander.

—Le prohibí que siguiera viniendo, papá. No tiene sentido. Anna no la reconoce a ella tampoco, y verla, ay papá, es como mirar a los ojos a un animal que sabe que va a morir pronto. No puedo ni siquiera imaginarme el dolor que siente.

Lee tomó un pastelillo de crema. Cualquier cosa era mejor que no tener nada que hacer. Incluso masticar aserrín.

—¿Tienes novio, Nell? —preguntó alegremente.

Ella pestañeó, y después esbozó un gesto de reconocimiento.

—Estoy demasiado ocupada, en verdad. Medicina no es tan sencilla como ingeniería.

—Entonces serás una doctora soltera.

—Así parece. —Nell suspiró, e hizo un gesto melancólico que resultaba extraño en un rostro tan imperturbable—. Hace algunos años conocí a un muchacho que me gustaba, pero yo era muy joven y él demasiado honrado para aprovecharse de mí. Cada uno siguió su camino.

—¿Era un ingeniero? —preguntó Lee.

Ella se echó a reír.

—Yo diría que no.

—¿Entonces qué era, o qué es?

—Prefiero reservarme esa información —dijo Nell.

Era noviembre. Era un año de cigarras. Aun con el resoplido de las locomotoras y del clic-clac de las ruedas se podía escuchar con claridad el chillido ensordecedor que venía del bosque cercano al ferrocarril. Era un verano de calor intenso, tanto en la costa como en el interior del país. Una terrible temporada de monzones en el norte. Por eso las cigarras cantaban.

En el trayecto de Sydney a Lithgow, Alexander estaba nervioso. Sólo pareció relajarse cuando engancharon su vagón al tren de Kinross, que había retomado su ritmo de cuatro viajes por semana. Lo que Lee no sabía era que Alexander había percibido que él no tenía deseos de volver y se había preparado para que le anunciara repentinamente que lo lamentaba pero que había cambiado de idea y había decidido regresar a Persia. Así que cuando estuvieron en camino a Kinross en un tren que no hacía paradas intermedias, Alexander se sintió mejor, más seguro.

No sólo lo apreciaba, lo amaba como el hijo que nunca había tenido. Era el hijo de Ruby y, además, un lazo que lo unía a Sung. Cuando había arrastrado a Lee a ver a Anna, había tenido la esperanza de que se encendiera una chispa entre él y Nell. Verlos casados habría sido el broche de oro de su vida. Pero no hubo ninguna chispa, ni la más remota atracción. Eran como hermano y hermana. No lograba entenderlo. Nell tan parecida a él, y la madre de Lee lo amaba. ¡Sin duda estaban hechos el uno para el otro! Para colmo, Nell había empezado a hablar de aquel tipo que le había gustado, y después no dijo ni pío, mientras Lee estaba allí sin demostrar el menor interés. Hacía mucho que el tema de los bastardos no lo afectaba. Esa vieja herida era cosa del pasado y ahora consideraba el nacimiento de Lee como la máxima de las ironías. Su único heredero también sería un bastardo. Sin embargo, quería que hubiera algo de su sangre en la herencia de Lee, y eso no iba a suceder. Si es que Lee alguna vez se casaba. Era un nómada. Tal vez por la rama china descendía de algún mongol independiente que sólo era feliz vagando por las estepas. Las mujeres se desmayaban literalmente por él, tratando de contener la respiración dentro de sus apretados corsés. Le lanzaban todo tipo de insinuaciones, algunas más que evidentes y otras diabólicamente astutas, pero Lee no les prestaba la menor atención. Siempre tenía una mujer escondida por alguna parte, tanto en Persia como en las ciudades inglesas. Pero su actitud era puramente oriental: un príncipe pequinés que necesitaba una concubina, alguien que jugara y cantara, que hablara sólo cuando se le dirigía la palabra, que se hubiera estudiado el Kama Sutra de arriba abajo y de derecha a izquierda, y, probablemente, que tintineara al caminar.

¿Cómo lo había definido Elizabeth? Una serpiente dorada. En aquella ocasión la metáfora lo había desorientado, pero había valorado el motivo por el cual la había elegido. Era el tipo de animal que se escondía en un agujero durante cuatro años y se mordía su propia cola. ¡Cuánto lo había buscado! Ni siquiera Pinkerton había podido dar con él. Tampoco el Banco de Inglaterra había logrado rastrear la tortuosa ruta que hacían las enormes sumas que retiraba de sus cuentas hasta llegar a su bolsillo. Compañías fantasmas, cuentas fantasmas, bancos suizos… No compraba nada a su nombre. ¿A quién se le hubiera ocurrido vincularlo con algo llamado Peacock Oil? Todo el mundo suponía que pertenecía al sah de Irán.

Afortunadamente, cuando la serpiente había salido de su agujero, él había estado allí para cogerle la cola. Para sostenerla firmemente. Para seducir a la escurridiza criatura y convencerla de que volviera al hogar. Ahora estaban en el camino que llevaba a casa, por fin, empezaba a creer que tenía a su hijo pródigo bien sujeto. El tiempo volaba: él tenía cincuenta y cuatro años, y Lee, treinta y tres. Obviamente, no esperaba morir antes de haber cumplido al menos setenta, pero una interrupción de siete años en el programa de entrenamiento era una desventaja.

Kinross había cambiado muchísimo durante los siete años que había durado su ausencia. La admiración de Lee comenzó al ver la plataforma de la estación del tren, que tenía una sala de espera y baños ubicados en un edificio pequeño pero agradable con acabados de hierro fundido. Había macetas y arriates con flores por todas partes, y una plazoleta detrás de cada uno de los carteles que decían KINROSS en las dos plataformas. El teatro de ópera ahora era un teatro a secas, y del otro lado de la plaza habían construido un teatro de ópera mucho más esplendoroso. Todas las calles estaban arboladas e iluminadas con lámparas eléctricas. Las casas estaban todas equipadas con electricidad y gas. Además del telégrafo, había conexión telefónica con Sydney y con Bathurst. Por todas partes brillaba el orgullo del propietario.

—Es una ciudad modelo —dijo Lee levantando sus maletas.

—Así lo espero. La mina de oro está de nuevo en plena producción, por supuesto, lo que significa que la de carbón también. Estoy empezando a pensar en lo que decía Nell: que nos convendría usar corriente alterna, pero todavía quiero esperar hasta que Lo Chee tenga un diseño mejor para el turbogenerador. Es brillante —dijo Alexander. Se dirigió hacia el funicular—. Ruby viene a cenar, así que te dejo la sorpresa toda para ti. Puedes venir con ella más tarde.

Debo recordar, se dijo Lee mientras entraba en el hotel, que tiene cincuenta y seis años. No puedo revelar mi sufrimiento, porque seguramente será doloroso. Alexander no me lo dijo, pero de todas formas, por lo que entendí, debe de haber envejecido más de lo esperado. Y eso, imagino, ha de ser terrible para una mujer hermosa. Especialmente para alguien como mamá, que siempre se valió de su belleza. Además, ella no se ha encerrado en una burbuja de ámbar como Elizabeth.

Sin embargo, estaba tal como la recordaba: atrevida, voluptuosa, exóticamente elegante. Sí, tenía algunas arrugas alrededor de los ojos y de los labios y un poco de papada, pero era la misma Ruby Costevan de siempre, con su espesa mata de pelo cobriza y sus maravillosos ojos verdes. Como esperaba a Alexander, estaba vestida de satén color rojo oscuro y llevaba un collar de rubíes ceñido al cuello para ocultar la piel flácida, y pulseras y pendientes también de rubíes.

Cuando lo vio se le aflojaron las piernas y cayó de rodillas. Se inclinaba hacia el suelo, lloraba y reía.

—¡Lee, Lee, mi niño!

Le pareció más sencillo bajar hasta su altura, así que se arrodilló, la tomó entre sus brazos, la estrechó con fuerza y le besó la cara y el pelo. Estoy de vuelta en casa. Estoy de nuevo en los primeros brazos que recuerdo, su perfume que se arremolina en mi mente, mi maravillosa madre.

—¡Cuánto, cuánto te amo! —dijo Lee.

»Me reservo todas las historias para la hora de la cena —dijo después de que Ruby se hubo cambiado de vestido y recompuesto de los estragos que le había causado su inmensa alegría y que él, también, se hubo puesto un traje de etiqueta.

—Entonces, beberemos una copa juntos antes de ponernos en marcha. El funicular bajará dentro de media hora —dijo dirigiéndose hacia donde estaban los licores, el sifón de soda y la cubeta de hielo—. No tengo ni idea de qué acostumbras beber ahora.

—Bourbon de Kentucky, si tienes. Sin soda, sin agua y sin hielo.

—Sí tengo, pero es demasiado fuerte para tomarlo con el estómago vacío.

—Estoy acostumbrado. Es lo que beben mis buscadores de petróleo cuando el que invita es otro. El país es musulmán, por supuesto, pero yo lo importo en secreto y me aseguro de que nadie lo beba fuera del campamento.

Ruby le alcanzó el vaso y se sentó con su jerez.

—Cada vez se vuelve más misterioso el asunto, Lee. ¿Qué país musulmán?

—Persia. Irán, lo llaman ellos. Me dedico a la industria del petróleo allí, en sociedad con el sah.

—¡Dios mío! Con razón no teníamos ni señales de ti.

Bebieron en silencio durante unos minutos.

—¿Qué le ha pasado a Alexander, mamá? —dijo entonces Lee.

Ella no intentó evadirlo.

—Sé lo que quieres saber. —Suspiró, estiró las piernas y se quedó mirando fijamente las hebillas color rubí de sus zapatos—. Varias cosas… La pelea contigo, porque sabía que estaba equivocado. Después de que se bajó del caballo, no sabía cómo hacer para arreglar los destrozos que su caballo había hecho. Para cuando había decidido tragarse su orgullo e ir a buscarte, tú habías desaparecido. Te buscó desesperadamente. Entretanto, sucedió lo de Anna con O’Donnell, lo del bebé… y lo de Jade. El vio cómo la colgaban, ¿sabes?, y eso lo afectó mucho. Después Nell, que no quería hacer lo que él deseaba, y Anna, que tuvo que ser separada de su hija. Otro hombre se hubiera endurecido mucho más, pero mi amado Alexander no. Todo eso junto hizo que se detuviera, aunque no de golpe, sino gradualmente. Y, por supuesto, se culpa a sí mismo por haberse casado con Elizabeth. En ese momento, ella no era mucho mayor que Anna. Estaba justo en la edad en que las impresiones se graban como en la piedra. Y así fue, ella se convirtió en una piedra.

—Pero él te tenía a ti, en cambio Elizabeth no tuvo a nadie. ¿Te resulta extraño que se haya convertido en una piedra?

—¡Gilipolleces! —contestó violentamente. Le había tocado su punto vulnerable. Tenía el vaso vacío, así que se puso de pie y lo llenó nuevamente—. Yo sigo esperando que un día Elizabeth sea feliz. Si conociera a alguien podría divorciarse de Alexander por su perpetuo adulterio conmigo.

—¿Elizabeth en un tribunal de divorcio ventilando sus trapos al sol?

—Piensas que no lo haría…

—Puedo imaginármela huyendo en secreto con un amante, pero no frente a un juez en una sala llena de periodistas.

—Jamás se escapará en secreto con un amante, Lee, porque tiene que ocuparse de Dolly. La niña ya se ha olvidado por completo de Anna. Piensa que Elizabeth es su madre y Alexander su padre.

—Bueno, eso sólo ya sería una razón más que suficiente para no divorciarse, ¿no crees? Saldría otra vez a la luz todo el tema de Anna y el padre desconocido de la niña, y Dolly tiene… ¿cuántos años? ¿Seis? Ya es bastante mayor para entender.

—Sí, tienes razón. Tendría que haber pensado en eso. ¡Mierda! —Cambió de humor repentinamente como solía hacerlo—. ¿Y tú? —dijo radiante—. ¿Alguna esposa en vista?

—No. —Miró el reloj de pulsera de oro que Alexander le había regalado en Londres y terminó su copa—. Es hora de ir, mamá.

—¿Elizabeth sabe que estás aquí? —preguntó Ruby poniéndose de pie.

—No.

Cuando llegaron a la plataforma del teleférico, los estaba esperando Sung. Lee se detuvo de golpe, sorprendido. Su padre, que estaba llegando a los setenta, se había transformado en un venerable anciano chino. La fina barba le llegaba hasta el pecho, tenía las uñas de dos centímetros de largo, la piel, aunque avejentada y algo amarillenta, se veía tersa y sus ojos eran sólo dos surcos dentro de los cuales se deslizaban sincrónicamente dos bolitas negras. Mi papá. Sin embargo, yo considero a Alexander como mi verdadero padre. ¡Oh, cuánto camino hemos recorrido en este viaje increíble! ¿Y hacia dónde navegaremos cuando el viento vuelva a soplar?

—Papá —dijo, haciendo una reverencia y besando la mano a Sung.

—Mi querido muchacho, te ves muy bien.

—¡Vamos, todos a bordo! —dijo Ruby con impaciencia, lista para presionar el timbre eléctrico que accionaba el motor.

Está ansiosa de vernos a todos juntos, pensó Lee mientras ayudaba a Sung a subir al funicular. Mi madre anhela que todos nos queramos y seamos felices. Pero eso es imposible.

Los recibió Elizabeth, y Ruby estaba tan ansiosa por ver su reacción cuando descubriera al invitado inesperado, que empujó a Lee para que entrara delante de Sung y de ella.

¿Cómo es ver a la mujer de tu vida después de tanto tiempo? Para Lee fue muy doloroso. Sus sentimientos se convulsionaron, y transmitieron a su mente una mezcla de agonía, angustia y dolor. Lo que vio fue un fantasma borroso formado por todas esas emociones, no a Elizabeth.

Besó la mano del fantasma con una sonrisa, la felicitó por su apariencia y pasó a la sala para que ella pudiera saludar a Ruby y a Sung. Alexander y Constance Dewy estaban allí. Constance se acercó, lo besó, le estrechó la mano y lo miró con una elocuente simpatía que lo dejó perplejo. En cuanto estuvo a salvo, sentado en su silla, se dio cuenta de que no había visto realmente a Elizabeth.

Tampoco pudo verla durante la cena. Eran seis los que estaban sentados a la mesa. Alexander había decidido no ocupar las cabeceras, así que Lee estaba sentado en un extremo de uno de los lados y Elizabeth en el otro. En el medio estaba Sung. Enfrente de él estaba Alexander, y más allá, Constance y Ruby.

—No es socialmente correcto —dijo Alexander alegremente—, pero en mi propia casa soy libre de poner a los hombres juntos y dejar que las mujeres conversen de sus temas femeninos. No nos quedaremos aquí a beber oporto y fumar cigarros, saldremos con las damas.

Lee bebió más vino del que acostumbraba. Sin embargo, la comida, tan excelente como siempre (según le habían dicho, Chang continuaba siendo el jefe de la cocina), lo mantuvo relativamente sobrio. Cuando volvieron a la sala para tomar el café y fumar cigarros o cigarrillos, él desbarató el orden que Alexander había planeado y apartó su silla de los demás, aislándose de la diversión. La habitación estaba intensamente iluminada. Las arañas de cristal de Waterford estaban equipadas con bombillas eléctricas en lugar de velas. Los candelabros de pared también se habían adaptado para poder ser utilizados con electricidad. Es muy agresivo, pensó Lee. Ya no quedaban agradables lagunas de oscuridad, había desaparecido el resplandor verde de las lámparas de gas y la suave luz dorada de las velas. La electricidad será nuestro futuro pero no es… romántica. Es más bien despiadada.

Desde donde estaba podía ver a Elizabeth con asombrosa claridad. Era muy hermosa. Como un cuadro de Vermeer, brillantemente iluminado, perfecto en cada detalle. Su cabello seguía tan negro como el de él. Sus suaves ondas terminaban en un moño en la parte de atrás de su cabeza. No llevaba los bucles ni los rizos que se habían puesto de moda. ¿Alguna vez se vestía de un color más encendido? No que él recordara. Esa noche llevaba un vestido azul metálico oscuro de crespón de seda con la falda relativamente recta y sin cola. Por lo general, ese tipo de vestidos estaba adornado con abalorios, pero el de ella era liso y sin borlas; tenía tirantes en torno a los hombros que lo mantenían en su lugar. El conjunto de diamantes y rubíes brillaba alrededor de su cuello, en sus orejas y en sus muñecas. El anillo de compromiso de diamantes era deslumbrante. Sin embargo, la turmalina había desaparecido. No llevaba anillos en la mano derecha.

Los demás estaban conversando animadamente. Lee bebió un trago y le habló.

—No tienes puesto tu anillo de turmalina —dijo.

—Alexander me lo dio por los hijos que iba a tener —respondió ella—. Verde por los niños, rosa por las niñas. Pero como no le di ningún varón, dejé de usarlo. Pesaba mucho.

Y para sorpresa de él, se acercó a la caja plateada que estaba en la mesa cerca de su silla, extrajo un largo cigarrillo y buscó a tientas la caja de cerillas, también forrada en plata. Lee se puso de pie, la cogió, sacó una cerilla y le encendió el cigarrillo.

—¿Me acompañas? —preguntó, y alzó la mirada buscando sus ojos.

—Gracias. —No había mensajes ocultos en esa mirada, era sólo un acto de cortesía. Regresó a su silla—. ¿Cuándo empezaste a fumar? —preguntó.

—Hace siete años, más o menos. Sé que las mujeres no deberían hacerlo, pero creo que me contagié de tu madre. Me di cuenta de que, últimamente, no me importa lo que piensen los demás. Sólo fumo después de la cena, pero si Alexander y yo vamos a Sydney y comemos en un restaurante, yo fumo cigarrillos y él cigarros. Es divertido ver las reacciones de los demás comensales —dijo sonriendo.

Ése fue el fin de la charla. Elizabeth continuó fumando, disfrutando con fruición de su cigarrillo, mientras Lee la estudiaba.

Alexander se había enzarzado con Sung en una charla de negocios. Ruby se preparaba para tocar el piano flexionando discretamente los dedos. Una molesta rigidez se estaba apoderando de sus manos. Un dolor que se volvía más agudo por las mañanas. Pero la conversación entre Alexander y Sung iba subiendo de tono y ella sabía que no le agradecerían que se pusiera a tocar en ese momento. Constance se había quedado dormida bebiendo su copa de oporto. Estaba adquiriendo hábitos de anciana. Así que, como no tenía nada mejor que hacer, Ruby se dedicó a observar, arrobada, a su gatito de jade. Él estaba mirando a Elizabeth, que había girado la cabeza para escuchar lo que decían Alexander y Sung, ofreciendo su perfecto perfil a Lee. Ruby sintió que el corazón se le encogía. Sin darse cuenta, se llevó la mano al pecho, como si tratara de comprobar que estaba viva. ¡Oh, esa mirada en los ojos de Lee! Deseo explícito, anhelo absoluto. Si se hubiera levantado y hubiera empezado a arrancarle la ropa a Elizabeth, no hubiera sido tan explícito como esa mirada. ¡Mi hijo está perdidamente enamorado de Elizabeth! ¿Desde hace cuánto tiempo? ¿Acaso había sido por eso que…?

Ruby se puso de pie y se dirigió al piano provocando un estruendo que despertó a Constance e interrumpió la discusión entre Sung y Alexander. Extrañamente, encontró una fuerza y una expresividad en sus dedos que creía haber perdido para siempre. De todos modos, no era el momento para interpretar a Brahms, a Beethoven o a Schubert. Era la ocasión adecuada para Chopin; Chopin en un tono menor. Esas intensas ondulaciones y esos glissandi tan llenos de lo que acababa de ver en los ojos de su hijo. Amor insatisfecho, amor obsesivo, la clase de deseo que debió de sentir Narciso cuando trataba en vano de capturar su imagen en la laguna, o Eco cuando lo miraba.

Así permanecieron hasta tarde, embelesados por Chopin. Elizabeth, de vez en cuando, fumaba un cigarrillo que Lee le encendía. A las dos de la madrugada, Alexander pidió té y bocadillos, y después insistió para que Sung se quedara a pasar la noche allí.

Más tarde, caminó hasta el funicular con Lee y Ruby y encendió él mismo el motor en lugar de llamar al encargado.

Cuando estaban en el funicular, Ruby tomó las manos de Lee entre las suyas.

—Has tocado maravillosamente hoy, mamá. ¿Cómo sabías que tenía ganas de escuchar Chopin?

—Porque vi el modo en que mirabas a Elizabeth —dijo ella bruscamente—. ¿Cuánto hace que estás enamorado de ella?

Por un momento, él se quedó sin aliento.

—No sabía que se notaba tanto. ¿Alguien más se ha dado cuenta?

—No, mi gatito de jade. Nadie se dio cuenta aparte de mí.

—Entonces mi secreto está protegido.

—Tan seguro como si yo no lo supiera. ¿Cuánto hace, Lee? ¿Cuánto hace?

—Desde que tenía diecisiete años, creo, aunque me llevó tiempo darme cuenta.

—Por eso nunca te casaste, por eso no quieres estar aquí durante mucho tiempo y siempre estás huyendo. —Las lágrimas comenzaron a correr por sus mejillas—. ¡Oh, Lee, qué desgracia!

—Y eso no es nada —dijo él secamente. Buscó en el bolsillo su pañuelo—. Toma.

—Entonces ¿por qué volviste a casa?

—Para verla de nuevo.

—¿Esperabas que se te hubiera pasado?

—Oh, no, sabía que no se me había pasado. Es algo que rige mi vida.

—La esposa de Alexander… ¡Qué reservado eres! Cuando dije que se podría divorciar de Alexander, no te aprovechaste de mi argumento sino que lo echaste por tierra. —Tembló, aunque el aire era cálido como en verano—. Nunca te librarás de ella, ¿verdad?

—Jamás. Ella significa para mí más que mi propia vida.

Se volvió hacia él y lo abrazó.

—¡Oh, Lee, mi gatito de jade! ¡Ojalá pudiera hacer algo!

—No, mamá, y tienes que prometerme que no intentarás hacer nada.

—Lo prometo —susurró contra su chaleco, y después lanzó una ronca carcajada—. Te mancharé de carmín si me sigues abrazando. Las empleadas de la lavandería chismorrearán.

Él la abrazó más fuerte.

—Mi adorada madre. No me extraña que Alexander te ame tanto. Eres como una pelota de goma, siempre te adaptas a la situación. De verdad, estaré bien.

—¿Te vas a quedar esta vez? ¿O vas a volver a huir?

—Voy a quedarme, Alexander me necesita. Me di cuenta en cuanto vi a papá. Se retiró de todo excepto de su identidad china. No importa cuánto ame a Elizabeth. No puedo dejar solo a Alexander. Le debo todo lo que soy —dijo Lee, y después sonrió—. ¡Elizabeth fuma!

—Necesita ese no sé qué que le da el tabaco, pero los cigarros que fumo yo son demasiado fuertes. Alexander encarga que elaboren los cigarrillos para ella en Jackson, en Londres. Todo es difícil para ella. Lo único que tiene es a Dolly.

—¿Es adorable la niña, mamá?

—Muy dulce y bastante inteligente. Dolly no será nunca como Nell, sino que se parecerá a las hijas de Dewy: inteligente, vivaz, bella y educada en un nivel adecuado para una mujer. Se casará con algún buen partido que Alexander apruebe y, tal vez, incluso pueda darle finalmente algún heredero varón.