—No podía ignorar tan fácilmente los deseos de papá —dijo Nell a la defensiva.
—Por supuesto que no —respondió Elizabeth, que parecía no estar ofendida—. De hecho, tal vez, haya sido mejor así. Pensándolo bien, creo que me tomé las cosas demasiado a pecho.
—¿Qué cosas?
—Anna se enojó con Dolly y la lastimó.
Nell empalideció.
—¡Oh no, mamá!
—Fue una sola vez, hace un mes y medio.
—¿Cómo sucedió? ¿Por qué?
—Sinceramente, no lo sé. Nunca dejamos a Anna sola con la niña, pero, en ese momento, Peony no les estaba prestando atención, estaba ocupada remendando algo. Entonces, Dolly lanzó un grito de dolor y empezó a llorar con todas sus fuerzas. Cuando Peony se puso de pie para ver qué pasaba, Anna no la dejó acercarse. «¡Dolly mala! ¡Dolly mala!», decía sin cesar. —Elizabeth miró a Nell desolada, y en sus ojos se dibujó una súplica que Nell jamás había visto antes—. Había cogido el brazo de Dolly y lo pellizcaba y se lo retorcía. La pobre niña luchaba y chillaba. Yo pasaba por el pasillo cuando la escuché, pero no me hizo caso, Anna no la soltaba, seguía pellizcándola y diciendo «Dolly mala». Tuvimos que quitársela entre Peony y yo y nos costó lo indecible calmar a Dolly. Le salió un moretón horroroso en el brazo y, durante días, no quiso acercarse a su madre. Eso puso a Anna de muy mal humor. Tú la conoces, ¡nunca está de mal humor! Sólo se pone molesta cuando tiene la regla. De todos modos, finalmente, decidimos dejarle a Dolly un ratito, y el mal humor de Anna desapareció al instante. Por suerte, la niña no se quejó. Creo que había llegado a la etapa en que el recuerdo de la herida no le molestaba tanto como el estar separada de Anna.
—¿Quién es Peony? —preguntó Nell, frunciendo el entrecejo.
—Una de las chicas Wong. Ruby la mandó cuando Dolly aprendió a caminar y a hablar. No para reemplazar a Jade, sino para ayudarme un poco.
—¿Está a la altura de Jade?
—Tal vez no, pero es muy dedicada.
—Debí haber desobedecido a papá. Debí haber vuelto a casa —murmuró Nell—. Vamos a verlas, mamá.
La habitación de la niña podría haber servido como modelo para un artista, se veía perfecta en cada detalle. La nueva hermana Wong estaba agachada junta a Anna, que tenía a Dolly en su regazo. Dos cabelleras negras distintas, una lacia y la otra rizada, inclinadas sobre una niña rubia, regordeta y con hoyuelos.
La última vez que Nell la había visto, Dolly todavía era un bebé. Ahora, en cambio, era una niña de casi dos años con una adorable melena de rizos rubios. Tenía el rostro redondeado y angelical y los ojos color aguamarina. Las cejas y las pestañas eran marrones, como sugiriendo que su cabello se oscurecería a medida que creciera, y tenía una mirada que no recordaba ni a Elizabeth ni a Alexander; sin duda era de su padre.
Cuando Anna alzó la vista y vio a Nell, comenzó a sonreír. Se deshizo de Dolly como si fuera una muñeca sin vida. No era la primera vez, dedujo Nell cuando vio que Peony estaba lista para coger a la niña y dejarla en el suelo sana y salva.
—¡Nell! ¡Nell! ¡Nell! —exclamó Anna con los brazos extendidos.
—Hola, mi amor —dijo Nell abrazándola y besándola.
—¡Dolly! ¿Dolly, dónde? —inquirió Anna.
—Aquí está —dijo Peony entregándosela.
—¡Dolly, mi Dolly! —dijo Anna a Nell, radiante.
—Hola, Dolly. No me recuerdas, ¿verdad? —preguntó Nell, tomando una de sus manitas—. Yo soy tu tía Nell.
—Tía Nell —dijo la niña claramente, y sonrió.
—¿La puedo tener, Anna?
Anna frunció el entrecejo. Estudió a su hermana desde debajo de sus delgadas cejas negras y, por un momento, tanto Elizabeth como Nell se preguntaron si Anna rechazaría a Nell como lo había hecho antes del nacimiento de Dolly. Pero, de pronto, alzó a la niña de su falda y se la lanzó sin cuidado a Nell.
—¡Toma! —dijo; el rechazo estaba desapareciendo.
Media hora con Anna y Dolly dejaron a Nell más agotada que las contiendas con los estudiantes blancos de la universidad, pero al mismo tiempo le dio fuerzas para decir a sus padres lo que tenía que decirles. Preferentemente a los dos juntos, en el mismo momento.
—Mamá, papá —dijo cuando entró en la biblioteca donde se reunieron los tres a beber un jerez antes de la cena—. Tengo algo que deciros, ahora mismo.
Elizabeth, sintiendo lo que se venía, se acobardó al instante. Alexander, en cambio, levantó apenas la vista de su copa y alzó las cejas en señal de pregunta.
—Se trata de Anna y Dolly.
—¿Qué les pasa? —preguntó Alexander conteniendo la respiración.
—Tendréis que separarlas.
La miró horrorizado.
—¿Separarlas? ¿Por qué?
—Porque Dolly es una criatura de carne y hueso que Anna trata como si fuera una muñeca de trapo. ¿No os acordáis de lo que pasó cuando le disteis el cachorrito hace algunos años? Lo abrazó demasiado fuerte, el perro la mordió y ella le aplastó la cabeza contra la pared. Lo mismo sucederá con Dolly, quien ya es lo suficientemente grande e independiente para luchar por un poco de libertad, algo que Anna no está dispuesta a darle. Las muñecas de trapo están a nuestra entera disposición y las podemos arrojar a un rincón y volverlas a buscar cuando nos da la gana.
—Estoy seguro de que exageras, Nell —dijo Alexander.
—Por supuesto que sí —agregó Elizabeth—. ¡Anna adora a Dolly!
—También adoraba al cachorro. Y no estoy exagerando —dijo alzando la voz, que se iba tornando cada vez más aguda—. Papá, ¿te contó mamá cómo Anna pellizcó el brazo a Dolly hace un par de semanas? ¿Y que se lo dejó morado?
—No —respondió Alexander bajando su copa.
—Pero fue sólo esa única vez, Nell —protestó Elizabeth—. ¡Te lo dije, fue la única vez! Desde entonces no ha sucedido nada parecido.
—¡Sí, mamá! Sucede todo el tiempo, pero tú te niegas a verlo. Todos los días la zamarrea de un lado a otro como si no tuviera vida. Gracias a Peony (una muy buena muchacha) y a su propio instinto de supervivencia, Dolly logra salir ilesa. —Nell se acercó a su padre y se sentó sobre sus rodillas, apoyando la mano sobre ellas y mirándolo fijamente con sus ojos color azul aciano—. Papá, no podemos permitir que esta situación continúe como hasta ahora. Si las cosas siguen así, Dolly va a resultar seriamente lastimada. Peony no llegará a tiempo, o Anna no la dejará intervenir porque dirá que está castigando a su «Dolly mala». Lo mismo vale para ti, mamá. Ni Peony ni tú tenéis la fuerza que tiene Anna.
—Entiendo —asintió Alexander pausadamente—. Ya entiendo.
—Duplicaremos nuestros esfuerzos —dijo Elizabeth lanzando una mirada de desprecio a la traidora de su hija—. ¡Son madre e hija! ¡Anna amamantó a Dolly durante ocho meses! Si intentamos quitársela, Anna morirá de tristeza.
—Oh, mamá, ¿crees que no he pensado en eso? —exclamó Nell volviéndose hacia ella—. ¿Crees que me agrada decir todas estas cosas? ¡Anna es mi hermana y yo la quiero! Siempre la he amado y siempre la amaré. Pero Anna ha cambiado desde que nació Dolly. Tal vez para mí sea más fácil verlo porque hace mucho que no estoy aquí. Su vocabulario se ha empobrecido, y también su capacidad de hilar las palabras. Anna siempre fue infantil, pero ahora su regresión es cada vez más pronunciada. Cuando Dolly nació ella era cariñosa, y la trataba como si se diera cuenta de que lo que estaba acariciando era una criatura de carne y hueso. Pero ahora no es así. Sus modales están empeorando. Se comporta de un modo petulante y despótico, probablemente porque toda su vida ha sido una consentida. Nunca nadie le he dado una bofetada cuando se porta mal, ni la ha reñido.
—¡Nunca ha sido necesario darle una bofetada! Que es mucho más de lo que puedo decir de ti, señorita —exclamó Elizabeth.
—Estoy de acuerdo —dijo Nell, manteniendo la calma, y se volvió hacia su padre—. Tienes que hacer algo, papá.
—Siempre eres tú la que ves la verdad, Nell. Sí, tengo que hacer algo.
—¡No! —gritó Elizabeth poniéndose de pie de un salto en medio de un chaparrón de jerez—. ¡No, Alexander, no te lo permitiré!
—Vete, Nell —ordenó Alexander.
—Pero, papá…
—Ahora no. Vete.
—Ha llegado la fase final —dijo Alexander después de cerrar la puerta—. Primero fui pá, después papi, y ahora soy papá. Nell ha crecido.
—A tu imagen y semejanza: fría y despiadada.
—No. Se ha convertido en ella misma: una persona sorprendente. Siéntate Elizabeth.
—No puedo —repuso ella, y comenzó a caminar de un lado a otro.
—¡Pues te sientas! Me niego a tener una conversación seria con alguien que se mueve de aquí para allá tratando de eludir la verdad.
—Anna es mi hija —dijo Elizabeth hundiéndose en su asiento.
—Y Dolly es tu nieta, no lo olvides. —Se inclinó hacia delante, se apretó las manos y la observó fijamente con su mirada color ébano, sin pestañear—. Elizabeth, por más que no te agrade y me desprecies, soy el padre de tus hijas y el abuelo de Dolly. ¿Realmente crees que soy tan insensible que no puedo darme cuenta de la magnitud de esta tragedia? ¿Piensas que no sufrí por Anna cuando supe lo mal que estaba? ¿Qué no sufrí por Jade, que pagó las consecuencias? ¿Crees que, si hubiera podido, no habría tratado de aliviar de alguna manera el dolor y la tristeza que rodearon a Anna durante sus quince años de vida? ¡Por supuesto que lo habría hecho! Habría movido cielo y tierra si hubiera servido para algo. Pero las tragedias no dejan de ser tragedias, siguen su curso hasta su terrible final, y lo mismo sucederá con ésta. Quizá no exista una muchacha tan brillante como Nell sin algún tipo de contrapeso. Pero no puedes culpar a Nell por ser como es, ni tampoco puedes culparme a mí (o a ti misma) por cómo es Anna. Acepta los hechos, querida. Tenemos que separar a Anna de Dolly antes de que la tragedia empeore.
Lo escuchó; las lágrimas caían por su rostro.
—Te he hecho mucho daño —sollozó—, aunque nunca quise hacerlo. Si ésta es la hora de la verdad, debo decirte que sé que no te mereces lo que te he hecho. —Se restregó las manos y apretó los dedos—. Tú has sido amable y generoso conmigo y yo sé, ¡yo sé!, que si me hubiera comportado de manera diferente contigo, no se habría dicho ninguna de estas cosas dolorosas. Tampoco habrías necesitado a Ruby. Pero no lo puedo evitar Alexander, no lo puedo evitar.
Alexander, pañuelo en mano, se levantó de su asiento y se acercó a ella, puso el lienzo en su mano y la abrazó contra su muslo.
—No llores así, Elizabeth. No es culpa tuya que no me ames o que yo no te agrade. ¿Por qué te atormentas por algo que no puedes evitar? Eres esclava de tus deberes, pero fui yo el que te hizo esclava cuando Anna era bebé. —Apoyó las manos sobre su pelo—. Es una lástima que no hayas correspondido al afecto que siento naturalmente por ti. Yo esperaba que con el paso de los años fueras acercándote poco a poco. Pero lo cierto es que tú te alejas cada día más de mí.
Elizabeth contuvo sus sollozos, pero se quedó en silencio.
—¿Te sientes mejor? —dijo Alexander.
—Sí —respondió Elizabeth, enjugándose las lágrimas con el pañuelo.
Él volvió a su asiento.
—Entonces podemos terminar con esto. Sabes, al igual que yo, que debemos hacerlo. —Un dolor extraño se reflejó en su rostro—. Lo que no sabes es que juré a Jade que nunca enviaría a Anna a un asilo. Creo que ella sabía mucho más de lo que nos dijo. Se veía venir esto o algo similar. Por lo tanto, tenemos dos cosas que resolver: la primera es cómo separar a Dolly de su madre natural, que no la puede seguir cuidando. La segunda es decidir qué hacemos con Anna. ¿La dejamos aquí, como una prisionera virtual, o la enviamos a un lugar donde la tengan encerrada?
—¿Crees que funcionaría si la mantuviéramos encerrada aquí, siempre?
—Pienso que Nell diría que no. Para empezar, seguiría estando muy cerca de Dolly, y Anna es bastante astuta. La prueba está en la facilidad con la que lograba eludir a sus guardianas cuando tenía sus encuentros secretos con O’Donnell.
Elizabeth tocó el pequeño timbre situado en la mesa que estaba al lado de ella.
—Señora Surtees —dijo al ver entrar al ama de llaves—, ¿podría pedir a Nell que vuelva a la biblioteca, por favor?
Cuando Nell apareció con la frente en alto, Elizabeth se le acercó, la abrazó y la besó en la frente.
—Lo siento, Nell, lo siento mucho. Por favor, perdóname.
—No hay nada que perdonar —respondió Nell sentándose—. Fue sólo la sorpresa, lo sé.
—Tenemos que hablar de Anna —dijo Elizabeth.
Alexander se reclinó, con el rostro envuelto en la sombra.
—Hemos decidido separar a Dolly de Anna —continuó Elizabeth—, así que tenemos que decidir qué hacemos con ella. ¿La dejamos encerrada aquí, o la enviamos a otro sitio?
—Creo que debemos llevarla a otra parte —dijo Nell lentamente, con los ojos empañados—. O’Donnell abrió una puerta a Anna que no se puede cerrar. Pienso que eso tuvo que ver con su deterioro. Ella no sabe qué es lo que echa de menos, pero le falta algo que antes tuvo, y que le gustaba. Hay un elemento de… de… frustración en su comportamiento, y se está desquitando con Dolly. ¡Es todo tan secreto, tan misterioso…! No sabemos nada acerca del modo en que los retrasados mentales perciben su mundo, o qué emociones, más sutiles que la rabia y la alegría, experimentan. No puedo evitar pensar que viven en un mundo más complejo de lo que nosotros creemos.
—¿Qué has visto hoy, Nell? —preguntó Alexander.
—Una sombra de rencor en el modo en que Anna trata a Dolly. Honestamente, papá, la zarandea para todos lados sin piedad, y el hecho de que Dolly sepa cómo reaccionar hace pensar que es algo que sucede de manera habitual. Pero esto no ha ocurrido hasta que Dolly no ha sido lo suficientemente mayor e inteligente para evitar lastimarse. Es ella la más importante, porque tiene futuro. Es una pequeña adorable, con un cerebro normal. ¿Cómo podemos permitir que esté expuesta a Anna? Sin embargo, si las dos se quedan aquí, Anna la encontrará.
—¿Estás sugiriendo que no digamos a Dolly que Anna es su madre? ¿Qué yo, por ejemplo, debería hacerme pasar por su madre?
—Mientras podamos mantener la ficción, sí.
Alexander había estado escuchando sólo a medias; una parte de su mente intentaba encontrar el modo de no traicionar el juramento que había hecho a Jade.
—¿Y qué pasaría si en lugar de enviar a Anna a un asilo la enviáramos a una casa privada que fuera segura? Las personas encargadas de cuidarla tendrían que ser mujeres, visto lo que pasó con O’Donnell. Un lugar que tuviera un parque enorme donde ella pudiera caminar y jugar, donde se sintiera como en casa. ¿Anna aprendería a olvidarnos, Nell? ¿Aprendería a querer a alguna de las personas que la cuidan en lugar de nosotros?
—Prefiero eso a un asilo, papá. Prefiero eso a dejarla aquí. Si encuentras una casa adecuada en Sydney, yo estaría dispuesta a supervisar su cuidado.
—¿Supervisar el cuidado? —preguntó Elizabeth alarmada.
Alexander Kinross miró a su hija a los ojos.
—Sí, mamá, es necesario supervisar su cuidado. La gente puede no ser lo que parece, especialmente el tipo de personas que se ocupan de los más indefensos, que habitualmente resultan víctimas de pequeñas crueldades y perversiones inútiles. No me preguntéis cómo lo sé, lo sé y basta. Así que yo podría supervisar el lugar: llegar de sorpresa, buscar posibles heridas, ver si la mantienen limpia y todas esas cosas.
—Te esclavizarías —gruñó Alexander.
—Papá, ya es hora de que haga algo por Anna. Hasta ahora mamá se ha ocupado de todo.
—He tenido mucha ayuda —dijo Elizabeth que estaba de humor para ser justa—. Imagínate cómo habrían sido las cosas si no hubiera podido pagar para que me ayudasen. En Kinross hay una familia que tiene el mismo problema.
—Pero es poco probable que tengan una Dolly. La niña que tú dices está muy marcada: tiene labio leporino, el paladar hendido, crecimiento retardado —explicó Nell.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Alexander asombrado.
—Solía observarla cuando vivía aquí, papá. Me interesaba. Pero ella no vivirá tanto como Anna.
—Y eso es una bendición —opinó Alexander.
—No para su madre —dijo Elizabeth bruscamente—. Ni para sus hermanos y hermanas. La adoran.
Una semana más tarde, Anna le rompió un brazo a Dolly y atacó a Peony mientras ésta trataba de rescatar a la niña, que lloraba con desesperación. De pronto, no hubo más tiempo para remordimientos. Hubo que contener a Anna, que forcejeaba y pataleaba, y separar definitivamente a la niña de su madre. Hasta que surgiera una alternativa en Sydney, Anna fue confinada en una suite para huéspedes que en la entrada tenía un pequeño vestíbulo y se podía cerrar con llave antes de abrir las demás habitaciones. Lo peor de todo fue que hubo que colocar rejas en las ventanas, porque la suite estaba en la planta baja.
Alexander y Nell se apresuraron a partir hacia Sydney en busca de una casa. Una oportunidad ideal para que Nell expusiera sus propuestas a su padre. Sin embargo, el tren ya estaba llegando a Lithgow y ella todavía no había reunido el coraje necesario para empezar.
—Creo —comenzó a decir— que tal vez debamos construir una casa, papá; nadie hace una con un parque enorme. Además, tenemos a Donny Wilkins para que la diseñe. Quedaría todo en familia, ¿no crees?
—Continúa —dijo Alexander observando a su hija entre divertido y escéptico.
—Bajando por el puerto, en Drummoyne y Rozelle, hay grandes terrenos que, por lo que escuché, se pusieron a la venta a causa de los malos tiempos que corren. Ahora que la mayoría de los bancos están quebrando, muchos de los hombres que podían permitirse vivir en mansiones con grandes extensiones de tierra están declarándose en bancarrota. ¿Apocalipsis tiene problemas, papá?
—No los tiene ni los tendrá, Nell.
Suspiró aliviada.
—Entonces está bien. ¿Tengo o no tengo razón al decir que las tierras cercanas al puerto son una buena inversión?
—Sí, la tienes.
—¿O sea que si compraras una o dos propiedades en quiebra no perderías dinero?
—No. Pero ¿por qué concentrarse en las zonas alejadas del puerto cuando existen mansiones igual de grandes a precios bajísimos en Vaucluse y Point Piper?
—Son barrios refinados, papá, y las personas refinadas son… raras.
—¿O sea que a nosotros no nos consideras refinados?
—Las personas refinadas no se confinan en sitios aislados como Kinross. Les gusta estar en lugares donde pueden codearse con la realeza y los gobernantes. Darse aires —dijo Nell utilizando una frase nueva.
—¿Entonces nosotros qué somos, si no somos ni refinados ni nos damos aires?
—Estamos podridos en dinero —respondió seriamente—. Sólo eso: estamos podridos en dinero.
—Querida, querida… ¿Entonces tendría que comprar mansiones rodeadas de vastos terrenos en barrios ordinarios como Rozelle?
—Exactamente. —Nell estaba radiante.
—En realidad es una idea bastante buena —dijo Alexander—, salvo por una cosa. Te resultará difícil ir de Glebe a Rozelle para supervisar a Anna.
—No estaba pensando en que Anna estuviese en un lugar como Rozelle, todavía… —Nell trataba de hacer tiempo—. Viviría allí más adelante, cuando la mansión se convierta en el núcleo central de un hospital. No será un asilo, sino un hospital. Un sitio en el que se pueda trabajar bien a fin de encontrar una cura para los discapacitados mentales.
Alexander frunció el entrecejo, pero era evidente que no estaba enfadado.
—¿Adónde quieres llegar, Nell? ¿Quieres que dedique mi podrido dinero a la filantropía?
—No, no es eso. En realidad es más… eh… Bueno.
—Dilo de una vez, hija.
Ella tomó aire y se decidió.
—No quiero seguir estudiando ingeniería, papá. Prefiero la medicina.
—¿Medicina? ¿Cuándo lo decidiste?
—En realidad no lo sé, ésa es la verdad —respondió pausadamente—. Verás, es algo que siempre me ha interesado, desde que era pequeña, cuando abría mis muñecas y les fabricaba órganos. Pero nunca pensé que un día podría estudiar medicina; ésa era la única facultad que no admitía mujeres. Ahora sí pueden ingresar, así que están yendo en tropel.
Alexander no lo pudo evitar y se echó a reír.
—¿Y cuántas mujeres conforman ese tropel? —preguntó secándose los ojos.
—Cuatro o cinco —respondió ella riendo.
—¿Y cuántos estudiantes varones hay?
—Alrededor de cien.
—De todas formas tuviste una experiencia peor en ingeniería y sobreviviste.
—Estoy acostumbrada a ser una mujer en un mundo de hombres. —Se llenó de entusiasmo; dio un brinco—. En realidad estoy más preocupada por cómo me llevaré con las estudiantes de medicina que con los varones.
El tren, que estaba llegando a Lihtgow, disminuyó la velocidad. Durante aproximadamente cinco minutos permanecieron sentados, uno enfrente del otro, en silencio. Nell angustiada, Alexander pensativo.
—Nunca hemos hablado —dijo él finalmente— acerca de ti y de tu futuro.
—No, pero supongo que siempre pensé que estudiaría ingeniería. Así podría incorporarme a la empresa y tal vez hasta ayudar a dirigirla.
—Es verdad, pero eso no es lo que yo quería decir. Me refería a tu herencia, que es el setenta por ciento de Empresas Apocalipsis.
—¡Papá!
—Es un problema que nunca haya tenido un hijo varón —dijo Alexander esforzándose por seguir mirándola a la cara—, pero tuve una hija con una mente prodigiosa. Una mente capaz de realizar cualquier razonamiento técnico o matemático. Además, a medida que crecías comencé a darme cuenta de que, a pesar de ser mujer, llegarías a ocuparte de la gestión de nuestros negocios tan bien como cualquier padre podría esperar que lo hiciera un hijo varón. Hacer que te licencies en ingeniería en minas es una forma de prepararte para tu herencia. Espero que conserves tu sentido común y te cases con un hombre que complemente tu inteligencia y que sea un compañero para ti en todo sentido.
Ella se puso de pie y se acercó a la ventanilla, la abrió y asomó la cabeza y los hombros para observar cómo cambiaban de vía el tren de Kinross hacia el apartadero y desenganchaban el vagón en el que iban ellos.
—El tren de Bathurst va con retraso —dijo ella entonces.
—Es más fácil hablar sin ese ruido. —Alexander sacó un cigarro y lo encendió—. Haré un trato contigo, Nell.
—¿Qué tipo de trato? —preguntó ella cautelosamente.
—Si terminas ingeniería, no me opondré a que estudies medicina. Entonces tendrás al menos un título. Seguramente habrá más mujeres en medicina que en ingeniería, pero no tendré las mismas influencias entre tus profesores que la que tengo con los propietarios de las fábricas. —Sus ojos brillaron a través del humo—. Supongo que podría tentarlos con uno o dos edificios nuevos, pero lo cierto es que tendré que ahorrar algo de mi podrido dinero para ese hospital.
Nell extendió su mano.
—Trato hecho —dijo.
Se estrecharon la mano solemnemente.
—El profesor de fisiología es un escocés, papá. Thomas Anderson Stuart. El de anatomía, otro escocés: James Wilson. La mayor parte del cuerpo docente viene de Escocia. El profesor Thomas Anderson Stuart continúa trayéndolos desde Edimburgo, lo cual hace irritar sobremanera al rector y al consejo universitario. Pero a Anderson Stuart nadie le niega nada. ¿Te suena familiar, papá? Cuando llegó, en mil ochocientos ochenta y tres, la facultad de Medicina funcionaba en una cabaña de cuatro habitaciones. Ahora dispone de un edificio enorme.
—¿Y quién es el profesor de medicina?
—No hay —dijo Nell—. ¿Caminamos un poco por el andén, papá? Necesito estirar las piernas.
Hacía calor, pero eso no impidió que Nell se tomara del brazo de su padre y se acurrucara contra él mientras se paseaban de extremo a extremo del andén.
—Te quiero mucho, papá. Eres el mejor —dijo.
Y eso, concluyó Alexander, es todo lo que uno puede pedir de un hijo: que lo ame y que lo considere el mejor. Lo que le había dicho lo había desilusionado amargamente, pero era una persona demasiado ecuánime para obligarla a hacer algo que su corazón no deseaba. ¡Vaya si se acordaba de aquellas muñecas diseccionadas! Las páginas marcadas de su precioso Durero. La enorme colección de libros de medicina que le había encargado a su distribuidor de libros en Londres. Todos allí, mirándolo, durante todos estos años. Además, era una mujer, así que haría lo que le dictara su corazón. Extrañas criaturas las mujeres, reflexionó. Nell no era parecida a Elizabeth, y sin embargo una mitad de ella provenía de Elizabeth. Tarde o temprano esa mitad saldría a la luz.
De Nell, su mente pasó a Lee.
Siempre sentí que Lee era mi heredero natural, desde el primer momento en que lo conocí. Tengo que encontrarlo y traerlo de regreso. Aunque eso signifique bajar la cabeza y pedirle perdón.
Alexander y Nell pasaron dos semanas ajetreadas en Sydney. Encontraron una casa que había sido construida hacía cuarenta años, en la calle Glebe Point, cerca de la residencia de Nell, y decidieron que era apropiada. Las paredes eran de ladrillos de arenisca revestidos, y tenía espacio suficiente para albergar cómodamente a Anna y a seis asistentes, más un cocinero, una lavandera y dos personas para la limpieza. Estaba situada sobre un terreno de casi media hectárea, así que Alexander hizo construir un patio de ejercicios enfrente de la habitación de Anna, separado tan sólo por una puerta.
Encontrar a los asistentes adecuados fue más difícil. Alexander y Nell los entrevistaron juntos. Nell incluso olía el aliento a los candidatos. El aliento a clavo de especia era tan significativo para ella como el olor a licor. Nell se lo explicó a Alexander, que la escuchaba fascinado.
—Antes de la clase, los muchachos que habían estado bebiendo la noche anterior, masticaban clavos aromáticos —explicó.
Alexander quería contratar como asistente principal a una mujer radiante y visiblemente maternal, mientras que Nell prefería una mujer austera con pelos en el mentón y lentes apoyados en la nariz.
—¡Es un barco de guerra a toda vela! —protestó Alexander—. ¡Es un dragón, Nell!
—Es verdad, papá, pero necesitamos a alguien como ella para que esté al mando. Deja que las simpáticas jueguen con Anna y la mimen todo lo que quieran, y que la severa esté al mando. La señorita Harbottle es una buena persona y no abusará de su autoridad, pero insistirá en capitanear con firmeza el barco de guerra. O estar al frente de una decente guarida de dragón.
Y en abril, cuando todo estuvo listo, Anna, fuertemente sedada, fue traslada de Kinross a su nuevo hogar en Glebe. Sólo Elizabeth, Ruby y la señora Surtees lloraron. Dolly estaba demasiado ocupada explorando su nuevo mundo, Alexander estaba de viaje otra vez y Nell había vuelto a la universidad a estudiar ingeniería.