5. Un mundo de hombres

Cuando Nell empezó sus estudios de ingeniería en la Universidad de Sydney, en marzo de 1892, con tan sólo dieciséis años, Alexander hizo todo lo posible por ayudarla. La facultad funcionaba en un edificio blanco de un solo piso, bastante espacioso, que servía como ubicación temporal hasta que se pudiera construir la sede definitiva. Estaba situado en la parte de la universidad que daba a la calle Parramatta y tenía una galería frente a la cual se cultivaban tomates. Alexander, que no veía razón para andar con sutilezas, le había dicho lisa y llanamente a William Warren, decano de ciencias y profesor de ingeniería, que contribuiría con una suma considerable de dinero para la construcción del edificio si su hija y sus compañeros chinos no sufrían maltratos por parte de los profesores. Apesadumbrado, el profesor Warren le aseguró que Nell, Wo Ching, Chan Min y Lo Chee serían tratados de la misma manera que los estudiantes blancos varones pero que en ningún caso podía incurrir en favoritismos.

Alexander sonrió y alzó sus puntiagudas cejas.

—Verá, profesor, ni mi hija ni los muchachos chinos necesitan favores especiales. Serán los estudiantes más brillantes.

Compró cinco casas pequeñas con terrazas adyacentes, donde Glebe empalmaba con la calle Parramatta, y contrató obreros para que comunicaran las casas por dentro. Cada estudiante tenía su propia habitación y un lugar en el altillo para los sirvientes. En el caso de Nell, aquel lugar era para Butterfly Wing, por supuesto.

Durante la semana de orientación, la estudiante femenina se tuvo que enfrentar con la ira de los novatos que no venían de Kinross. Al principio, la actitud de los otros veinte estudiantes, los más avanzados, rayaba en la insurrección; sin embargo, la furiosa delegación que acudió a presentar sus protestas al profesor Warren, se retiró frustrada.

—Entonces —dijo Roger Doman, que a fin de año obtenía su licenciatura científica en ingeniería de minas—, tendremos que obligarla a irse extraoficialmente. —Hizo un gesto amenazador—. Lo mismo vale para los chinos.

Dondequiera que Nell fuera, la abucheaban y la silbaban. Cualquier cosa que tuviera que hacer en el laboratorio era sistemáticamente saboteada. Le robaban los apuntes y se los borraban. Sus libros desaparecían. Sin embargo, nada de eso intimidó a Nell, que pronto demostró que estaba muy por encima de los demás estudiantes de la clase en cuanto a inteligencia, conocimientos y aptitud. Si los estudiantes blancos la habían odiado durante la semana de orientación, eso no era nada comparado con lo que sintieron cuando ella les demostró que no tenía el menor escrúpulo en humillarlos delante del profesor Warren y de su pequeño grupo de asistentes. Le causaba una gran satisfacción corregir sus cálculos, demostrar que sus conclusiones eran erradas y que no sabían reconocer una parte de una máquina de vapor de otra, comparados con ella; o con los muchachos chinos, otra humillación más.

El peor insulto a la supremacía masculina blanca era que Nell invadiera los baños de la facultad, que se encontraban en un edificio separado y que no habían sido pensados para mujeres. Al principio, cuando ella aparecía, los usuarios se retiraban, pero después Doman y sus secuaces decidieron que era mejor no irse, sino adoptar una actitud grosera: mostrar sus penes, defecar en el piso delante de ella, obstruir los retretes y sacar las puertas.

El problema es que Nell no jugaba limpio, ni siquiera se comportaba como una mujer. En lugar de echarse a llorar, se vengaba. Doman, que estaba sacudiendo su pene, recibió una sonora bofetada que lo hizo doblarse del dolor. Muy pronto sus comentarios despectivos acerca del tamaño de los penes (¿ya no quedaba nada sagrado?) lograron que, apenas la veían entrar, los que estaban orinando buscaran desesperadamente el modo de esconder sus partes. Hizo frente al tema de la limpieza sin ningún miramiento: fue a buscar al profesor Warren y lo llevó a hacer un recorrido por los baños.

—¡Estás buscando que te follen, estúpida! —la amenazó Doman cuando la encontró a solas poco después de que hubieran ordenado a los varones que fregaran las instalaciones y que se comportaran adecuadamente en el futuro.

¿Acaso Nell se inmutó, ya sea por el lenguaje o por el concepto? No. Miró de arriba abajo con desprecio al estudiante que lideraba a la pandilla.

—No podrías follarte ni a una vaca —respondió—. A ti te gusta chupar pollas, pervertido.

—Hija de puta —dijo él, furioso.

Los ojos de Nell danzaban.

—Lo mismo digo, indecente —respondió ella.

De modo que parecía no existir otra forma de deshacerse de Nell que no fuera con la fuerza bruta. La perra era más deslenguada que un forajido, y sus venganzas eran despiadadas. No jugaba limpio y, decididamente, no actuaba como una mujer.

El complot para propinarle una paliza, tanto a ella como a los chinos, se puso en marcha un mes después del inicio de las clases. El plan, ideado cuidadosamente, era esperar escondidos a que pasaran por el sendero desierto que atravesaba un pequeño bosque donde, más tarde, se construiría el campo de deportes. El único problema era Donny Wilkins, que era blanco. Al final, los agresores decidieron que Wilkins ya había demostrado de qué lado estaba, así que tendrían que castigarlo a él también. El grupo de asalto (doce hombres corpulentos) estaba armado con palos de criquet y sacos rellenos de arena. Doman llevaba además una fusta con la que pretendía golpear la espalda desnuda de la señorita Nell Kinross después de haber sometido tanto a ella como a sus amigos amarillos.

Pero no fue así como ocurrieron las cosas. Cuando se les arrojaron encima, Nell, Donny y los tres muchachos chinos contraatacaron como… como…

—Como un torbellino de derviches —fue lo único que atinó a decir Roger Doman más tarde, mientras se curaba las heridas.

Los patearon, los golpearon con el canto de las manos, les arrebataron los palos y los sacos de arena con una facilidad irrisoria, lanzaron por los aires algunos cuerpos que caían redondos para luego ser pisoteados, dislocaron algunos hombros y rompieron algún que otro brazo.

—Admítelo, Roger —dijo Nell agitada cuando todo terminó, algunos segundos después—. No estás a nuestro nivel. Si llegas a ser ingeniero de minas tendrás que portarte bien, o mi padre se asegurará de que jamás consigas trabajo en Australia.

Eso era lo peor de todo. La perra tenía poder y no tenía miedo de usarlo.

Así que, para el momento en que los nuevos estudiantes fueron enviados a los diferentes talleres de las zonas industriales de Sydney, la oposición de los universitarios a la presencia femenina entre ellos había fallecido de una muerte vergonzosa y Nell Kinross era famosa desde la facultad de Artes hasta la de Medicina. Cuando apareció vestida con su mono para realizar los trabajos sucios, nadie dijo nada. Fascinado, el profesor Warren, que no era más partidario de las mujeres en la carrera de ingeniería que sus estudiantes, tuvo que admitir que algunas mujeres eran demasiado fuertes para sucumbir ante los métodos tradicionales que los hombres utilizaban para deshacerse de ellas. Además, ella era la estudiante más brillante que había visto en su vida, y sus conocimientos de matemáticas lo deslumbraban.

Uno hubiera pensado que Nell se convertiría en una heroína para el pequeño contingente de mujeres militantes de la universidad que luchaban por obtener el voto femenino y la igualdad de derechos. Sin embargo no sucedió así, principalmente, porque una vez que sus problemas se acabaron, Nell Kinross no mostró interés alguno por esas mujeres, todas estudiantes de la facultad de Artes. Admiradora de los hombres hasta la médula, Nell consideraba que las mujeres eran aburridas, aunque fueran feministas, como se hacían llamar, y sus demandas fueran muy legítimas.

Durante el primer año de Nell, la situación económica empeoró y algunos estudiantes tuvieron que ponerse a contar los centavos y empezar a pensar si sus padres podrían permitirse mantenerlos en la relativa inactividad que requería una licenciatura, demasiado agotadora para permitirles trabajar siquiera a tiempo parcial. Sin embargo, gracias a la influencia de Nell, su padre ofreció becas a los estudiantes de ingeniería que no podían continuar. Deberían de haberle estado agradecidos, pero no fue así. Aceptaron las becas y repudiaron aún más a Nell por tener los contactos y el poder para crearlas.

—¡No es justo! —exclamó Donny Wilkins—. Deberían estar de rodillas agradeciéndotelo. En cambio, comenzaron a abuchearte y silbarte, como hacen cada vez que apareces.

—Soy una pionera —dijo Nell sin abatirse ni impresionarse—. Soy una mujer en un mundo de hombres, y ellos saben que soy el principio de algo peor. Después de mí, no lograrán mantener excluidas a las mujeres, incluso mujeres que no tendrán a sir Alexander Kinross como padre. —Se rio, un sonido delicioso—. Un día tendrán que poner un baño para mujeres, y ese día se va a acabar la resistencia, Donny.

El llamado «trabajo práctico» requería que los estudiantes trabajaran en una fábrica. Los textos y la teoría no eran suficientes. El profesor Warren consideraba que un buen ingeniero tenía que ser capaz de fundir, soldar y tratar metales como cualquier técnico y, si era un ingeniero en minas, tenía que saber excavar en la roca, detonar explosivos, taladrar y procesar el producto extraído, ya fuese carbón, oro, bronce o cualquier otra de las sustancias que se obtienen en una mina. La práctica en minería para los estudiantes de ingeniería en minas no se llevaba a cabo durante el primer año. El trabajo práctico para los estudiantes del primer año consistía en adquirir experiencia en el área de producción de una fábrica o de una fundición.

En el caso de Nell, los propietarios de las industrias tenían que ser informados de que era mujer por anticipado y aceptarla. Lo cual no era un problema considerando que tenían, o esperaban tener, como cliente a Empresas Apocalipsis; de otro modo, habría sido imposible.

La situación no fue un obstáculo para Nell hasta que, hacia el final de ese primer año, quiso desesperadamente trabajar en el área de producción de una fábrica del sudoeste de Sydney, donde se estaban construyendo nuevas máquinas perforadoras para minas siguiendo un nuevo diseño que prometía revolucionar los métodos de excavación en paredes rocosas. Como Empresas Apocalipsis era un cliente importante, obtuvo el permiso. Sin embargo, el sindicato de obreros metalúrgicos, que ejercía el monopolio sindical en la zona, se negó a aceptar que entrara una mujer, y ni hablar de que se paseara entre las máquinas.

Ése era un problema que sir Alexander no podía resolver. Nell tenía que arreglárselas sola. Lo primero que hizo fue tratar de conseguir una entrevista con el delegado sindical, que hacía de enlace entre los obreros metalúrgicos y la sede central del sindicato. La reunión fue tensa y no salió como el delegado sindical se había imaginado. Pensaba que podía mandar a la perra capitalista a freír espárragos y ahogada en un mar de lágrimas. Era un intolerante escocés de Glasgow que consideraba que sir Alexander Kinross era un traidor a su clase y le juró solemnemente a Nell que preferiría morir antes que ver a una mujer en su área de producción. En lugar de lágrimas, ella le respondió con preguntas imposibles de contestar y cuando, exasperado, él la insultó ella le pagó con la misma moneda.

—Es peor que una mujer —comentó con varios compañeros cuando Nell se retiró caminando airosamente—. Es un hombre vestido de mujer.

¿Y ahora qué?, se preguntaba Nell, decidida a ganar a cualquier precio. ¡Viejo chinche! Los delegados sindicales eran famosos por ser los más holgazanes o los menos competentes entre los trabajadores, razón por la cual buscaban los puestos de representación. Eso los protegía y los liberaba de tener que trabajar demasiado. ¡Angus Robertson, vas a tener que soportarme por más que te opongas!

Después de leer atentamente los diarios laboristas como el Worker, se dio cuenta de cuál era el próximo paso a seguir: conseguir la ayuda del MLA laborista local, republicano reconocido y socialista insobornable. Se llamaba Bede Talgarth.

¡Bede Talgarth! ¡Lo conocía! O al menos, se corrigió, había almorzado con él una vez en Kinross. Así que se dirigió a sus oficinas parlamentarias en la calle Macquarie, donde le negaron la audiencia porque no era una votante, ni estaba relacionada con el movimiento obrero. Su secretario, que compartía con varios otros diputados del Partido Laborista, era un hombrecillo enjuto, que le sonrió con desprecio y le dijo que se marchara y se dedicara a criar niños como las demás mujeres.

Entonces se dedicó a investigar un poco en la biblioteca del Parlamento, y así descubrió que Bede Talgarth, profesión anterior minero del carbón, estado civil soltero, nacido el 12 de mayo de 1865, vivía en Arncliffe. Era un barrio obrero poco poblado de los suburbios de Botany Bay y no quedaba muy lejos de la fábrica de perforadoras. Como no le permitían verlo en su oficina, decidió ir a buscarlo a su madriguera. Era una casa pequeña de arenisca, de la época de los convictos, y estaba ubicada en un terreno de menos de media hectárea, que nadie mantenía.

Cuando llegó a la descascarillada puerta color verde oscuro e hizo sonar la aldaba, nadie respondió. Después de varios intentos más y diez minutos de espera, abandonó la puerta principal y caminó alrededor de la casa observando las cortinas sucias, los vidrios mugrientos y el bote de la basura repleto ante la puerta trasera. El hedor que salía de la letrina situada en el fondo del abandonado patio trasero le revolvió el estómago.

Como detestaba la inactividad, pero estaba decidida a esperar hasta que Bede Talgarth volviera a su casa, empezó a sacar la maleza que crecía alrededor de la casa. Es difícil cultivar vegetales o flores en esta tierra pobre y arenosa, pensó mientras juntaba las malas hierbas en una pila que muy pronto se convirtió en una pequeña montaña.

Ya había anochecido cuando Bede atravesó la maltrecha portezuela de la cerca empalizada que separaba el terreno de la acera. Lo primero que percibió fue el aroma de las plantas arrancadas, lo segundo, la enorme pila de malezas. Pero ¿quién era el jardinero que se estaba ocupando de tan ingrata tarea?

La encontró en la parte de atrás: una muchacha alta y delgada. Llevaba un vestido de algodón gris oscuro que le llegaba casi hasta los tobillos, y cuya forma no valía la pena describir. Tenía cuello alto y mangas largas, que ella se había arremangado hasta arriba de sus codos afilados y huesudos. No la reconoció ni siquiera cuando ella se irguió y lo miró fijamente.

—Este lugar es un desastre —dijo limpiándose las manos en la falda—. No es difícil darse cuenta de que es un soltero que se conforma con comer de una caja y sentarse sobre un cajón de naranjas. Pero, si está corto de dinero, podría plantar sus propios vegetales agregando un poco de estiércol de vaca a la tierra. Tampoco le haría mal hacer algo de ejercicio: le está creciendo la barriga, señor Talgarth.

Lo sabía de sobra y además le molestaba, así que el comentario de Nell lo hirió vivamente. Sin embargo, había reconocido la voz aguda y autocrática y la observaba estupefacto.

—¡Nell Kinross! —exclamó—. ¿Qué hace aquí?

—Quitando las malas hierbas —respondió ella. Sus ojos azules recorrieron el traje de tres piezas color azul marino de él, el cuello y los puños de celuloide y la corbata y los gemelos exclusivos de los MLA—. Veo que ha progresado, ¿eh?

—Hasta los miembros laboristas del Parlamento tenemos que cumplir con las normas de vestimenta —se defendió.

—De todas formas, es viernes, así que puede ponerse alguna ropa vieja y dedicarse un fin de semana a sacar maleza.

—Los fines de semana visito a mis electores —respondió con solemnidad.

—Y come galletas, toma té con azúcar, probablemente también panecillos con mermelada y crema y, después, bebe grandes vasos de cerveza. Si no cambia sus hábitos, señor Talgarth, no llegará a los cuarenta.

—No entiendo qué importancia puede tener para usted mi salud, señorita Kinross —dijo bruscamente—. Supongo que desea pedirme algo, ¿qué es?

—Que entremos y me invite a una taza de té.

Se sorprendió.

—No está demasiado… eh… limpio y ordenado.

—No esperaba que así fuera. Las cortinas y los vidrios necesitan una limpieza, pero el té se hace con agua hirviendo así que, sin duda, sobreviviré.

Y se quedó esperando con las cejas alzadas. Su rostro anguloso parecía burlón, salvo los ojos, que tenían un brillo travieso.

—Usted lo quiso. Adelante —respondió Bede Talgarth, resignado.

La puerta trasera daba a una antecocina que tenía dos piletas de cemento alimentadas por un grifo.

—Por lo menos dispone de agua corriente —dijo—. ¿Por qué tiene todavía la bomba en el patio de atrás?

—Todavía no han conectado la red de alcantarillado —respondió concisamente mientras la hacía pasar a una pequeña cocina equipada con otro lavabo, una cocina a gas con cuatro quemadores y una mesa enorme con una sola silla metida debajo. Las paredes, pintadas de un lúgubre color amarillento, estaban moteadas de pequeñas marcas de excremento de mosca que parecían formar un dibujo particular. La mesa estaba llena de deposiciones de cucaracha, y el suelo, de piedrecillas que no eran más que excremento de ratas y ratones.

—No se puede vivir de esta manera —dijo Nell separando la silla de la mesa y sentándose en ella. Extrajo un pañuelo de su bolsón de cuero y lo pasó por la mesa para despejar una parte donde apoyar los codos—. El Parlamento le está pagando un buen salario, ¿no es verdad? Contrate a alguien para que haga la limpieza.

—¡Jamás podría hacerlo! —dijo bruscamente Bede Talgarth, cada vez más enfadado por los comentarios despreciativos de la joven—. ¡Pertenezco al movimiento obrero, no apruebo la servidumbre!

—¡Patrañas! —respondió ella con desdén—. Si lo considera desde un punto de vista socialista, le estaría dando trabajo a alguien que probablemente esté desesperado por ganar un dinerillo extra, y además compartiría su propio bienestar con uno de sus electores, seguramente una mujer. Aunque ella no pueda darle su voto, estoy segura de que el marido se lo daría.

—Seguramente el marido ya me lo da.

—Algún día las mujeres también votarán, señor Talgarth. No puede usted defender la democracia y la igualdad si no considera que las mujeres también son ciudadanas.

—Estoy absolutamente en contra del concepto de servidumbre.

—Entonces no la trate como a una sirvienta, señor Talgarth. Trátela como lo que en verdad es: una experta en su trabajo, que es limpiar. No hay nada de que avergonzarse, ¿verdad? Le paga en tiempo y forma, le está agradecido por el maravilloso trabajo que ha hecho y la hace sentir querida, necesitada. No perjudicaría en nada la relación con sus votantes el que una mujer anduviera por ahí alabando las dotes democráticas de su empleador entre sus amigas. Los hombres votan, sí, pero las mujeres pueden influir en ellos, y estoy segura de que a menudo lo hacen. Así que, contrate a una mujer que mantenga limpia su casa y tendrá suficiente tiempo libre para mantener esa barriga bajo control.

—Tiene razón —admitió molesto, vertiendo el agua hirviendo en su propia taza. La azucarera estaba abandonada sobre la mesa—. Me temo que está llena de excrementos de cucaracha, y no tengo leche.

—Cómprese una nevera. En Arncliffe debe de haber un vendedor de hielo, y no es necesario que cierre todo cuando usted no está, no hay nada más incómodo de robar que una nevera. Tendrá que deshacerse de las cucarachas. Viven en los desagües, en las cloacas, en cualquier sitio asqueroso, y vomitan todo lo que comen. ¿Lo ve ahí, en el borde de la azucarera? Es una trampa mortal. Apuesto a que en Arncliffe abunda la fiebre tifoidea, y ni hablar de la varicela y la parálisis infantil. Usted está en el Parlamento, trabaje para que la red de alcantarillado se haga lo antes posible. Hasta que las personas no aprendan a ser limpias, Sydney seguirá siendo una ciudad peligrosa. Deshágase también de las ratas y de los ratones, o de lo contrario un día habrá un brote de peste bubónica.

Nell aceptó la taza de té negro sin azúcar y bebió con fruición.

—Se supone que estudia para ser ingeniera, ¿no es así? —preguntó Bede Talgarth sin mucho énfasis—. Pero suena más como si fuera una doctora.

—Sí, dentro de poco termino mi primer año de ingeniería, pero en realidad lo que quiero es ser médica, sobre todo ahora que la facultad de Medicina está abierta a las mujeres.

Aunque trató de evitarlo con todas sus fuerzas, se dio cuenta de que ella le gustaba. Era muy práctica y lógica, nada complaciente consigo misma y, a pesar de sus críticas, no se espantaba de sus costumbres de soltero. A Nell Kinross le gustaba dar respuestas razonables. Lástima que esté del otro lado, pensó. Su colaboración nos resultaría muy valiosa a los laboristas, aunque sólo fuera entre bambalinas.

Su alegría fue completa cuando cogió un cajón de naranjas y se sentó. Era exactamente lo que ella había pensado, no le importan las cosas materiales. ¡Cuánto debía de molestarle usar traje! Apuesto a que cuando sale a visitar a sus electores se pone pantalones de trabajo y se arremanga la camisa.

—Tengo una buena idea —dijo Nell de pronto, estirando la mano con la taza para que le sirviera más té—. En lugar de comer galletas y panecillos con mermelada y crema cuando va de visita, podría ofrecerse para cavar pozos, cortar leña o mover muebles de lugar. De esa manera, se ejercitaría y evitaría atracarse.

—¿A qué ha venido, señorita Kinross? —preguntó—. ¿Qué puedo hacer por usted?

—Llámame Nell y yo te llamaré Bede. Es un nombre muy interesante, Bede. ¿Sabes quién fue?

—Es un nombre común en mi familia —respondió él.

—Bede el Venerable, un monje de Northumberland, que fue caminando a Roma y volvió. Escribió la primera verdadera historia del pueblo inglés, aunque no se sabe si era celta o sajón. Vivió entre el séptimo y octavo siglo después de Cristo y era una persona bondadosa y santa.

—Me dejas perplejo —dijo en voz baja—. ¿Cómo es que sabes todas estas cosas?

—Leo —respondió simplemente—. No tenía mucho más que hacer en Kinross hasta que la tía Ruby me puso a trabajar. Por eso la ingeniería me resulta tan fácil. Conozco la teoría al derecho y al revés, y también el trabajo concreto, especialmente en minería. Sólo necesito el título.

—Todavía no me has dicho qué quieres de mí.

—Quiero que hables con un viejo escocés, un cascarrabias que se llama Angus Robertson, el delegado sindical de Constantine Drills. Necesito adquirir experiencia en el área de producción de la fábrica. Los dueños me dieron permiso, pero la respuesta de Robertson fue un no rotundo.

—Oh, sí, los metalúrgicos. No veo por qué se sienten amenazados por las mujeres. No me imagino a una mujer que quiera perforar, soldar, martillar, remachar, ni nada que tenga que ver con los metales, ni siquiera tú.

—No, yo quiero aprender a doblar el acero en el torno para metales. Ningún ingeniero o ingeniera que se precie puede diseñar cosas de metal si no sabe qué se puede y qué no se puede hacer con uno de esos tornos.

—Estoy de acuerdo en que la experiencia práctica es fundamental. —Bede frunció las comisuras de los labios y el entrecejo observando su propia taza de té sin terminar—. Está bien, hablaré con Angus y también con los dirigentes del sindicato. Ellos pueden ejercer más presión que yo sobre él.

—Es todo lo que pido —dijo Nell poniéndose de pie.

—¿Cómo puedo comunicarme contigo?

—Tengo un teléfono en casa, en Glebe. Si la respuesta es sí, puedes venir a cenar a casa y degustar comida sana.

—A propósito, ¿cuántos años tienes, Nell?

—Dieciséis y… mmm… ocho meses.

—¡Dios mío! —exclamó sintiendo que un sudor frío lo recorría.

—¡Tranquilízate! —dijo con desdén mientras se marchaba—. Sé cuidarme sola.

Apuesto a que sí, pensó Bede mientras veía desaparecer el carruaje de Nell por la calle. ¡Por Dios! Había entrado a su casa. ¡Podían enviarlo a la cárcel! De todas formas, nadie lo sabía así que, ¡qué importaba!

Además tenía razón, todos sus votantes lo consideraban un pobre soltero que vivía en una casa espantosa, incapaz de cuidarse a sí mismo. Por eso, cada vez que hacía sus rondas le ofrecían comida. ¿Cómo hacía para explicarles a esas personas que el Parlamento le pagaba un excelente almuerzo cada vez que tenía sesión? ¿Y que en el Consejo Gremial también le daban de comer? Tomaría un azadón y mejoraría el terreno. Contrataría (por un salario digno) a una mujer desesperadamente pobre para que limpiara su casa. Colocaría trampas para ratas y ratones, pondría veneno para cucarachas, y compraría papel caza moscas y lo colgaría del techo para atraparlas en su superficie pegajosa y tóxica. No quiero morir antes de los cuarenta, se dijo. Además, me doy cuenta de que mis tripas no están del todo bien. Si la casa está más limpia tal vez no me den esos ataques al hígado. Nell Kinross, dieciséis años de edad pero sesenta hasta la desfachatez.

La respuesta fue sí, pero con una condición: que Nell remachara dos placas de metal juntas. Si lograba hacerlo, podría aprender a trabajar en el torno para metales. Por más que odiara admitirlo, Angus Robertson anunció que la joven sabía remachar. Sin embargo, cuando regresó tres días más tarde para tomar su lección, encontró el taller parado.

—La máquina de vapor no funciona —dijo Angus Robertson, secretamente satisfecho—. Y, además el mecánico que se ocupa de eso está enfermo.

—Ay señor, señor, señor —dijo Nell mientras se dirigía hacia donde estaba la máquina echando vapor y desplazaba a los tres hombres que estaban allí curioseando—. ¿Enfermo? Espero que no tenga fiebre.

—No —respondió Angus observando fascinado cómo estudiaba la unidad reguladora que controlaba el paso del vapor a través de la válvula en dirección a la cámara de combustión—. Reuma.

—Mañana traeré unos sobrecillos de un polvo para que se los dé. Dígale que lo tome tres veces por día, con abundante agua. Es un antiguo remedio chino para la fiebre y los dolores reumáticos —dijo Nell, tanteando con una mano para alcanzar una herramienta que no estaba allí—. Páseme la llave inglesa, por favor.

—¿Un veneno chino? —Angus retrocedió resollando dramáticamente—. ¡Ni loco le daría eso a Johnny!

—¡Tonterías! —exclamó Nell empuñando la llave—. Está hecho principalmente de corteza de sauce mezclada con otras hierbas medicinales. No hay restos de tritón ni de ancas de rana. —Señaló la unidad reguladora con el aire de quien no puede entender por qué nadie ha podido solucionar el problema—. Las pesas están desequilibradas, señor Robertson. Hay dos correas rotas que se pueden reparar en poco tiempo.

En dos horas, las pesas flotantes del regulador, bolas de cobre del tamaño de una pelota de tenis de mesa, y la unidad de elevación estaban otra vez en su lugar, y las correas que sostenían las pesas, soldadas a la corona y al elevador. Las bolas giraban hacia fuera por la fuerza centrífuga, la válvula se abrió para permitir que pasara suficiente vapor a la cámara de combustión y el volante empezó a girar haciendo funcionar todas las máquinas que alimentaba la máquina de vapor.

Bede Talgarth se había vuelto para observar, al igual que el señor Arthur Constantine, socio menor de Constantine Drills.

—¿Hay algo que esta chica no pueda o no sepa hacer? —preguntó Arthur Constantine a Bede.

—La conozco tan poco como usted, señor —dijo Bede con la formalidad adecuada para un encuentro entre un capitalista y un socialista—, pero tengo entendido que a su padre le gusta el trabajo manual y ella ha aprendido con él desde pequeña. El profesor Warren, que es el decano de ciencias, dice que superará la clase con tanta facilidad que es poco menos que inútil examinarla.

—Una perspectiva aterradora —dijo Arthur Constantine.

—No, una campanada de alarma —corrigió Bede—, que me está diciendo que allá fuera, en la mitad débil de la población, hay talentos femeninos que están siendo desperdiciados. Por suerte, la mayoría de las mujeres están contentas con la vida que les tocó. Pero Nell Kinross nos está dando una señal de que algunas abominan de su destino.

—Pueden dedicarse a la enfermería, o a la enseñanza.

—Salvo que tengan talento para la mecánica —replicó Bede, no porque hubiese abrazado repentinamente la causa feminista, sino porque quería incomodar a aquel hombre. El y los de su clase pasaban muchas horas preocupándose por sus trabajadores, así que, ¿por qué no incluir en ese elenco a las mujeres?

—Le sugiero, señor Constantine —dijo Nell acercándose a ellos—, que invierta en una nueva unidad reguladora para la máquina de vapor. Las correas ya fueron soldadas cientos de veces, de modo que van a ceder nuevamente. Es cierto que un solo motor puede alimentar todo su taller, pero para eso tiene que funcionar. Hoy ha perdido tres horas de producción. Ningún empresario puede permitirse ese lujo cuando tiene un solo mecánico especializado en la materia.

—Gracias, señorita Kinross —respondió Constantine solemnemente—. Nos ocuparemos del asunto.

Nell guiñó un ojo a Bede y se retiró con paso decidido llamando a gritos a Angus Robertson, que se le acercó a toda prisa con el aire de quien ha sido derrotado, al menos momentáneamente.

Con una sonrisa en los labios, Bede decidió quedarse para ver cómo se las arreglaba la señorita Kinross para seguir manejando a Arthur Constantine, Angus Robertson y el torno para metales, con el que maniobraba como pez en el agua.

Hay cierta poesía en sus movimientos, pensó Bede; se mueve con mucha seguridad, gracia, fluidez. Nada la perturba, y logra mantenerse ajena a cuanto escapa a la esfera de lo que está haciendo.

—Aún no puedo creer lo fuerte que eres, Nell —dijo esa noche cuando fue a cenar a su casa—. Manejabas el acero como si fuera una pluma.

—Manejar cosas pesadas es un truco —respondió ella sin demostrar demasiado interés por su abierta expresión de admiración—. Lo sabes, ¿verdad? Tienes que saberlo. No siempre has llevado tus pantalones relucientes de tanto estar sentado en tu sillón del Parlamento o de tanto negociar con los empleadores.

Bede se sobresaltó.

—Lo que más me gusta de ti —dijo— es tu tacto y tu diplomacia.

Cuando llegó, descubrió que la cena no era un íntimo tête à tête, sino una alegre y ruidosa comida compartida con los tres chinos y Donny Wilkins. Deliciosa comida china y buena compañía.

Sin embargo, advirtió, ninguno está enamorado de ella. Parecen un grupo de hermanos con una hermana mayor mandona, aunque ella sea la menor.

—Tengo un mensaje de parte de Angus Robertson —dijo cuando terminaron de comer y los «hermanos», conscientes de que se acercaban los exámenes finales, se retiraron para enfrascarse en sus libros.

—Ingeniero escocés, viejo y testarudo —dijo afectuosamente—. Me lo gané, ¿verdad? Para cuando aprendí a utilizar el torno, lo tenía comiendo de mi mano.

—Has demostrado tu valor en un mundo de hombres.

—¿Cuál es el mensaje?

—Que tus polvillos chinos funcionaron. El hombre encargado de las máquinas de vapor volvió al trabajo y se siente de maravilla.

—Le enviaré unas líneas a Angus para que le diga que puede comprar más polvillos en la herboristería china del Haymarket. Aunque, si los toma regularmente, le conviene beber leche en lugar de agua. Es un remedio fantástico, pero perjudica el estómago. La leche es una buena solución para las medicinas de cualquier nacionalidad que dañan el estómago.

—Estoy empezando a pensar que, a pesar de todas tus cualidades para la ingeniería, te iría mejor como médica, Nell —dijo Bede.

Lo acompañó hasta la puerta, más complacida por ese comentario que por cualquier otro cumplido que le hubiera hecho.

—Gracias por haber venido.

—Gracias por haberme invitado —correspondió él bajando de un salto un escalón sin tratar de tocarla—. Cuando termines los exámenes y antes de que regreses a Kinross, ¿querrás venir a cenar a mi casa? Aunque no lo creas, soy buen cocinero cuando tengo un buen motivo para andar entre fogones. En nuestra familia todos los hermanos nos turnábamos para cocinar. Prometo que el lugar estará limpio.

—Gracias, me encantaría ir. Llámame por teléfono.

Caminó, pensativo, hacia Redfern; no estaba seguro de sus sentimientos. Había algo en ella que lo atraía irresistiblemente. Tal vez su forma de ser, intrépida e indomable. El modo en el que conseguía siempre lo que quería, pero sin dar el primer paso antes de que fuera el momento indicado. Me pregunto si su padre sabrá que ella desea fervientemente ser médica, se dijo Bede Talgarth. La carrera de medicina es uno de los bastiones masculinos más defendidos, probablemente porque, pensándolo bien, es una carrera perfecta para las mujeres.

Pero sir Alexander quiere que trabaje con él en la empresa, y además está acostumbrado a salirse con la suya. Aunque la pequeña señorita Nell también lo está.

No volvieron a ponerse en contacto entre la cena y el final de los exámenes, que Nell aprobó sin problemas y con más confianza en sí misma que nunca, gracias a que su «trabajo práctico» había sido muy variado y satisfactorio. En algún rincón de su mente, Nell se preguntaba si los profesores intentarían desacreditarla poniéndole notas más bajas, pero si lo hacían, ella estaba preparada. Pediría sus exámenes y los haría corregir nuevamente por algún profesor de Cambridge que no supiera cuál era su sexo. Ni a la facultad de Ciencias ni al departamento de ingeniería les gustaría recibir una orden judicial.

Sin embargo, el profesor Warren y sus ayudantes percibieron que esa niña terrible estaba dispuesta a llegar lejos, o tal vez anhelaban recibir las suculentas donaciones de su padre. Fuese cual fuese el motivo que los impulsó, la calificaron correctamente. En una disciplina como la ingeniería en la cual las respuestas son básicamente correctas o incorrectas, eso significaba que Nell era la primera de su clase, con un impresionante margen entre ella y Chan Min, que había resultado segundo seguido de cerca por Wo Ching. Donny Wilkings era el mejor en ingeniería civil y arquitectura, y Lo Chee, en ingeniería mecánica. Victoria total para los estudiantes de Kinross.

Nell envió una carta a Bede a su casa para decirle que estaba libre para ir a cenar, si él aún quería invitarla. Bede contestó proponiéndole el día y la hora.

Una de las cosas que le sorprendía de Nell era su renuencia a exhibir su riqueza. Para llegar a su casa, dos sábados más tarde, a las seis en punto, había tomado el tranvía y después había caminado varias manzanas desde el mercado. Sin embargo, podría haber llamado un coche que la transportara cómodamente desde la puerta de su casa hasta Arncliffe. Llevaba otro vestido gris de algodón aformo; el dobladillo llegaba diez centímetros más arriba de sus tobillos, un detalle bastante osado si el vestido hubiera sido color escarlata o un modelo festivo de un color menos apagado. No usaba sombrero (otro despropósito), ni joyas, y, colgado del hombro izquierdo, llevaba el mismo bolsón de cuero de siempre.

—¿Por qué son tan cortos tus vestidos? —preguntó cuando la recibió en la puerta de entrada.

Nell estaba demasiado ocupada observando encantada el terreno.

—¡Bede, has quitado muy bien toda la maleza! ¿Y qué es eso que veo en el patio de atrás? ¿Una huerta?

—Sí, y espero que también notes que la barriga se ha ido —respondió—. Tenías razón, necesitaba ejercicio. Pero ¿por qué son tan cortos tus vestidos?

—Porque no soporto los vestidos que barren la suciedad —dijo haciendo una mueca—. Ensuciarse la suela de los zapatos ya es bastante desagradable, pero es mucho peor cuando lo que se ensucia es algo que no se puede lavar cada vez que se usa.

—¿Eso quiere decir que lavas las suelas de los zapatos?

—Si he estado en un lugar desagradable, por supuesto. ¡Piensa en todo lo que se les pega! Las calles están cubiertas de escupitajos, mocos de gente que se suena la nariz con las manos… ¡Un asco! Y ni hablemos de los vómitos, los excrementos de perro y la basura podrida.

—Entiendo lo de los escupitajos. Nosotros tuvimos que implantar una multa para los que escupen en los tranvías y en los vagones de tren —replicó él, acompañándola por el sendero hasta la puerta principal.

—Las cortinas están limpias y las ventanas también —exclamó complacida.

Hacerla entrar en su casa no era algo que lo llenara de orgullo pues no tenía ningún mueble del cual hablar: un viejo sofá de resortes que asomaban entre la parte de abajo y el suelo, una cómoda y un escritorio viejo y destartalado con una silla al lado. La mesa de la cocina ahora ostentaba dos sillas de madera y el cajón de naranjas había desaparecido. Los suelos eran de madera sin revestimiento o de linóleo barato. De todas formas, alguien había refregado las paredes para sacar la suciedad de las moscas y no se veían excrementos de ratas o ratones ni de cucaracha.

—Aunque todavía no he logrado deshacerme de esos malditos bichos —dijo haciéndola sentar a la mesa de la cocina—. Son inmortales.

—Prueba con platillos llenos de vino tinto —sugirió Nell—. No se resisten y se ahogan. —Lanzó una carcajada—. Eso sí que les gustaría a los de la Liga Antialcoholismo, ¿no? —Carraspeó—. Supongo que la casa no es tuya. ¿La alquilas? —preguntó.

—Sí.

—Entonces trata de convencer al dueño de que cerque la propiedad con una empalizada de un metro ochenta. Así podrías tener unas cuantas gallinas que te darían huevos y servirían como una protección exterior contra las cucarachas. A las gallinas les encanta comer cucarachas.

—¿Cómo sabes todas estas cosas?

—Bueno, vivo en Glebe, que está lleno de cucarachas. Butterfly Wing las elimina con platillos de vino tinto y un montón de gallinas que deambulan por el patio trasero.

—¿Por qué no llevas sombrero? —preguntó abriendo la puerta del horno para espiar hacia dentro.

—Huele delicioso —dijo ella—. Odio los sombreros, eso es todo. No tienen ningún tipo de utilidad y cada año los hacen más feos. Si tengo que estar bajo el sol durante muchas horas, me pongo un sombrero culi, es más sensato.

—Y en Constantine Drills te vi en mono en el área de producción. Ahora entiendo por qué Angus no estaba de acuerdo con que fueras.

—Lo último que se necesita en una fábrica o en un taller es una tonta que se enganche las faldas en una máquina. Si los monos no son precisamente sugestivos, ¿qué importa?

—Es verdad —admitió Bede mientras controlaba las ollas que estaban sobre la cocina.

—¿Qué hay de comer? —preguntó.

—Pata de cordero asada con patatas y calabaza; pequeñas y deliciosas cayotas y habichuelas muertas.

—¿Habichuelas muertas?

—Cortadas en finas rodajas. ¡Ah! Y salsa, por supuesto.

—¡Venga! Podría comerme un caballo.

La comida era tradicionalmente británica pero muy buena; Bede no había exagerado cuando había dicho que sabía cocinar. Hasta las habichuelas muertas estaban bien hechas. Nell se puso manos a la obra y comió casi tanto como su anfitrión.

—¿Tengo que dejar lugar para el postre o puedo servirme otro plato? —preguntó mientras limpiaba los restos de la salsa del plato con un trozo de pan.

—He de controlar la barriga, así que te sirvo otro plato —replicó él con una sonrisa—. A juzgar por tu apetito, se diría que no tienes tendencia a engordar.

—No, soy como mi padre; soy más bien delgada.

Cuando terminó la cena y quitaron la mesa (él no la dejó ni lavar ni secar los platos; decía que no se irían a ninguna parte hasta que él no tuviera ganas de lavarlos), trajo una tetera y dos tazas de porcelana con cucharitas de plata. La azucarera estaba impecable y había leche fría gracias a la nueva nevera. Después, frente a un plato de galletas de avena que había hecho la señora Charlton, la mujer de la limpieza, se pusieron a hablar de muchas cosas que siempre desembocaban en su pasión: el socialismo y los trabajadores. A menudo Nell no estaba de acuerdo con él y justificaba sus opiniones con muy buenos argumentos, sobre todo en lo que tenía que ver con los chinos. El tiempo pasaba sin que se dieran cuenta. Ambos eran personas racionales; él había reprimido lo que hubiera denominado sus apetitos carnales, y ella, sus sueños románticos.

Finalmente, cuando por lo menos él advirtió que ya era muy tarde, se atrevió a sacar un tema sobre el que se sentía (no sabía muy bien por qué) con derecho a saber.

—¿Cómo está tu hermana? —preguntó.

—Según mi madre, muy bien —respondió Nell, y su rostro se ensombreció—. No tienes por qué saberlo pero Anna se ensañó conmigo, así que no me molesté en volver a casa durante las vacaciones. Me quedé haciendo prácticas en el área de producción.

—¿Por qué se ensañó contigo?

—Es un misterio. Tienes que entender que sus razonamientos son limitados y extremadamente impredecibles. En su momento, los diarios dijeron que era «un tanto simple», pero la verdad es que es retrasada mental. Su vocabulario está compuesto por cincuenta palabras, principalmente sustantivos, algún que otro adjetivo y muy raramente algún verbo. Ese hombre la podía manejar tan fácilmente como a su perro. Anna está bien predispuesta casi todo el tiempo.

—¿Así que tú crees que fue Sam O’Donnell?

—Sin duda —enfatizó.

—¿Y el bebé? —preguntó Bede.

—Dolly. Así la llamó Anna apenas la vio, pensando que era una muñeca. De modo que mi padre la registró con el nombre de Dolly. Ahora tiene dieciocho meses y es muy inteligente. ¿No es una ironía? Comenzó a caminar y a hablar antes de tiempo y mi madre dice que está empezando a ser un problema. —Nell se ensombreció aún más—. El lunes tengo que volver a casa, porque está pasando algo que mi madre no quiere discutir por carta.

—Es una carga difícil de sobrellevar, ¿verdad?

—Una carga poco común, en todo caso. Hasta ahora no me tocó cargar ni un gramo, pero eso no está bien. Tampoco están bien otras cosas que siento, pero no te las puedo decir porque no son hechos, son sólo instintos. ¡Odio los instintos! —dijo Nell enfurecida.

Con un resplandor verdoso realzado por una de las novedosas pantallas de cerámica, la luz de la lámpara de gas de la pared jugaba con el pelo grueso y lacio de Bede dando a su color cobrizo un matiz de bronce antiguo. Sus ojos, negros como los de Alexander, eran penetrantes y algo pequeños; indescifrables, pensó Nell, repentinamente intrigada. Sólo se lo puede conocer por lo que dice, nunca por su aspecto, especialmente con esos ojos enigmáticos.

—Aprenderás a respetar los instintos a medida que crezcas —dijo él, y sonrió mostrando unos dientes blancos y parejos—. Has construido tu mundo sobre la base de los hechos, cosa común en un matemático. Sin embargo, los grandes filósofos han sido matemáticos, así que poseían cerebros capaces de concebir ideas abstractas. Los instintos son emociones abstractas pero no completamente irracionales. Yo siempre pienso que los míos se fundamentan en situaciones o experiencias que no valoro conscientemente y, sin embargo, alguna parte en lo profundo de mí los valora.

—No creí que Karl Marx fuera matemático —dijo ella.

—Tampoco es filósofo. Es más parecido a un investigador del comportamiento humano. La mente, no el alma.

—Cuando me dices eso acerca de los instintos, ¿me estás diciendo que tendría que volver a casa lo antes posible? —preguntó con un rostro de pesar en su voz—. ¿Tienes un instinto acerca de eso?

—No estoy seguro. De todas formas lamentaría que te fueras. Ha sido un gran placer cocinar para una invitada tan agradecida y me gustaría volver a hacerlo.

De todas formas, no estaba insinuando nada que tuviera que ver con la relación hombre-mujer, por lo cual ella le estuvo agradecida.

—Lo he pasado bien esta noche —dijo Nell con un tono ceremonioso.

—Pero ya es suficiente. —Se puso de pie—. Vamos, te acompaño hasta la calle principal y te busco un coche de punto.

—Tomo el tranvía.

Bede sacó el reloj de su bolsillo, abrió la tapa y lo miró.

—A esta hora, no. ¿Tienes dinero para el coche?

—¡Oh, sí, por Dios! —Los ojos de Nell danzaron—. Es que los coches son como los instintos, no me agrada estar encerrada en un lugar tan pequeño y oloroso. Nunca se sabe quién estuvo ahí antes que uno.

—Déjame pagar el coche —dijo Bede.

—¡De ninguna manera! Ya tengo que cargar con una mujer para la limpieza y una nevera en mi conciencia. ¿Cuánto cuesta comprar una barra de hielo dos veces por semana? ¿Tres peniques, seis peniques?

—Cuatro peniques, en verdad. Pero, en este momento, estoy bastante bien. Los miembros del Parlamento, inclusive los laboristas, suelen recibir salarios y privilegios generosamente. Así que yo he ahorrado mucho. —Suspiró, pasó la mano por debajo del codo de ella y la guio hasta la puerta principal—. De hecho, estoy pensando seriamente en averiguar cuánto pide el dueño por esta propiedad. Si es un precio razonable, me gustaría comprarla.

La hija de Alexander Kinross consideró lo que había dicho con los ojos entrecerrados y los labios fruncidos.

—Seguramente puedes lograr que te la deje en doscientas libras. Es verdad que es un terreno de menos de media hectárea, pero está en un área industrial que progresa. Sin cloacas. No conseguirá mucho más de alguien que quiera construir una fábrica aquí, y los inversores interesados en la construcción de viviendas se mudaron más cerca de la costa. Las hileras de casas adosadas ya no se llenan; ahora están de moda las casas con una pared medianera, y este lugar no es apropiado para construir media docena de ellas. Ofrécele doscientas cincuenta, a ver qué dice.

Bede estalló en una carcajada.

—Es fácil para ti decirlo, pero imposible para mí hacerlo. No tengo alma de regateador.

—Antes creía que yo tampoco —exclamó sorprendida—. Pero tú me agradas, así que yo lo haré por ti.

—Es bueno escucharlo. A mí también me agradas, Nell.

—Bien —dijo agitando la mano para llamar al coche—. ¡Qué suerte! Espero que me lleve hasta Glebe.

—Dale tres peniques de propina y te llevará a donde quieras. Y no lo hagas ir por Parramatta: hay pandillas de rufianes merodeando.

—Como diría mi padre, es un síntoma de los malos tiempos que corren. Jóvenes sin trabajo que necesitan descargar sus energías. Por eso es hora de apostar por la prosperidad. —Se subió al pequeño vehículo—. Te escribiré desde Kinross.

—Sí —respondió Bede, y permaneció allí hasta que el cansado caballo se puso en marcha y se alejó al trote.

De todos modos, no me escribirás, se dijo. Suspiró, y volvió caminando el trecho que lo separaba de la casa. Al fin y al cabo no funcionaría: el hijo de un minero socialista galés y la hija del capitalista más rico de Australia. Una niña que todavía no había cumplido los diecisiete años. Estaba apenas en la flor de la vida. Él era un hombre de principios, así que la dejaría seguir con su vida, lejos de su alcance. Que así sea. Adiós, Nell Kinross.

Sin embargo, Nell no llegó a su casa en Kinross hasta después de Año Nuevo y de haber cumplido los diecisiete. Su padre y la tía Ruby aparecieron en Sydney para «hacer la ciudad», como él decía. Teatros, museos, galerías de arte, exposiciones y hasta musicales. Nell se estaba divirtiendo tanto que se olvidó de sus instintos y de los de Bede Talgarth.