¿Cómo hace un simple sargento de la división rural de la policía de Nueva Gales del Sur para resolver esto?, se preguntó el sargento Stanley Thwaites observando el pegajoso desastre en el mostrador de la comisaría. Estaba más fascinado por lo que veía que por el cuchillo o por la muchacha china que ahora estaba sentada en un banco en la esquina de la recepción. No era fácil distinguir los testículos en su saco, pero el pene era indiscutiblemente lo que era. Finalmente alzó la vista y miró a Jade, que tenía la cabeza baja y las manos cruzadas pacíficamente sobre su regazo. Por supuesto que sabía de quién se trataba: era la niñera de Anna Kinross. Todos los domingos esperaba en la entrada de Saint Andrew que la señora Kinross reapareciera arrastrando a su hija retrasada. Sabía que se llamaba Jade Wong.
—¿Te vas a portar mal, Jade? —preguntó.
Jade Wong alzó la vista y sonrió.
—No, sargento.
—Si te dejo sin esposas, ¿intentarás escapar?
—No, sargento.
Suspiró, se acercó a la pared, descolgó el auricular del teléfono y presionó varias veces la horquilla.
—Comunícame con la señora Kinross, Aggie —gritó.
Demasiado público, pensó. Aggie escucha todo.
—Soy el sargento Thwaites. Con la señora Kinross, por favor.
Cuando Elizabeth respondió, el agente le preguntó simplemente si podía ir a verla de inmediato. Aggie podía quedarse intrigada un poco más.
Eligió escrupulosamente al grupo que lo acompañaría; si había un cuerpo, iba a necesitar por lo menos dos hombres más. ¡Ah! Y al doctor Burton, por si Sam O’Donnell todavía estaba vivo. En Kinross no había nadie encargado de investigar los presuntos homicidios. Esa función se había encomendado al doctor Parsons, que era de Bathurst, donde estaba la sede de los juzgados.
—Se ha producido un accidente en la casa Kinross, doctor —dijo hablando por encima de la pesada respiración de Aggie—. Nos encontraremos en el funicular. No, no hay tiempo para desayunar.
El grupo se puso en marcha llevando consigo la camilla para los muertos vacía pero cubierta. Jade iba en el medio. El doctor Burton los estaba esperando en la terminal. Mientras subían, Thwaites informó al doctor acerca de la confesión de Jade y de la prueba que había arrojado sobre el mostrador de la comisaría. El doctor miró a Jade estupefacto, como si jamás la hubiera visto antes. Sin embargo, ella seguía siendo lo que él siempre había creído que era: una sirvienta china leal y afectuosa.
Primero fueron a la casa, donde los recibió Elizabeth.
—¡Jade! —exclamó sorprendida—. ¿Qué ha pasado?
—He matado a Sam O’Donnell —respondió Jade con tranquilidad—. Él violó a mi pequeña Anna, así que lo maté. Después fui a la comisaría y me entregué.
Había una silla cerca; Elizabeth se desplomó en ella.
—Tendremos que echar un vistazo, señora Kinross. ¿Por dónde, Jade?
—En la cabaña, detrás de la casa, sargento. Se lo mostraré.
El perro yacía muerto no muy lejos de la puerta roja.
—Se llamaba Rover —dijo Jade moviéndolo con el pie—. Lo envenené.
En su rostro no había miedo ni remordimiento. Los hizo entrar. Uno de los dos policías, el que había desayunado, vomitó apenas vio lo que había en la cama. El colchón había absorbido la sangre de Sam O’Donnell con tanta voracidad que las únicas gotas que quedaban en el suelo eran las que habían chorreado del cuchillo de Jade. El olor era pestilente: el incienso y el excremento se mezclaban con la sangre en descomposición. Con la mano en la boca, el doctor Burton se inclinó apenas un instante sobre el cuerpo.
—Está completamente muerto —dijo el doctor y recordó una palabra de sus días de estudiante—. Exanguinado.
—¿Ex qué?
—Desangrado, Stan. Se desangró hasta morir.
El sargento suspiró profundamente.
—Bueno, no hay ningún misterio: la asesina ha confesado. Si está de acuerdo en escribir un informe para el forense de Bathurst, doctor, entonces yo sugeriría que pongamos el cuerpo en la camilla y lo llevemos a la funeraria de Marcus Cobham. Tendrán que enterrarlo rápido, de lo contrario, se olerá en todo Kinross. Aquí no hay aire. —Se volvió a Jade, que no había quitado la vista de Sam O’Donnell ni había dejado de sonreír—. Jade, ¿estás segura de que tú lo mataste? Piensa bien antes de contestar. Hay testigos.
—Sí, sargento Thwaites, yo lo maté.
—¿Y qué me dices de las… partes que le faltan, las que están en la comisaría? —preguntó el doctor Burton, cuyas propias partes íntimas se habían encogido e insensibilizado.
El sargento se frotó pensativamente la nariz.
—Me atrevería a decir que son suyas, así que deberíamos llevárselas también a Marcus. No se le pueden volver a pegar pero, aun así, le pertenecen.
—Si realmente fue él quien abusó de Anna, se lo merece —dijo el médico.
—Eso lo tenemos que investigar. Muy bien, doctor, usted y los muchachos bajen con el cadáver. Yo voy a ir con Jade a ver a la señora Kinross; trataré de llegar hasta el fondo de este asunto. —Con una mano detuvo a Ross, uno de los policías—. Cuando hayáis terminado, Bert, será mejor que vayas al campamento del pantano donde vivía O’Donnell para ver qué puedes encontrar. Por ejemplo, alguna prueba de que conocía a la señorita Anna. Después, entre vosotros organizad turnos para interrogar a todos los habitantes de Kinross.
—Lo van a saber —dijo Burton.
—¡Por supuesto que lo van a saber! ¿Qué diferencia hay?
Jade atravesó el patio junto al sargento Thwaites. Entraron en la casa por una puerta de servicio y se dirigieron a la biblioteca donde Elizabeth los estaba esperando. Era la primera vez que recibía a alguien en los dominios de Alexander, pero, de alguna manera, sabía que no iba a poder mirar a los ojos a Jade bajo la luz más brillante de las otras habitaciones. El sargento también comprendía la seriedad del asunto y agradeció íntimamente la penumbra.
Jade se sentó en una silla entre Elizabeth y Stanley Thwaites, que la miraba con expresión inquisidora.
—Dijiste que Sam O’Donnell había abusado de la señorita Anna Kinross —comenzó el sargento—. Pero ¿cómo lo sabes con certeza, Jade?
—Porque Anna sabía el nombre de su perro, Rover.
—Ésa es una prueba bastante débil.
—Conociendo a Anna, no —respondió Jade—. Ella no aprende ningún nombre a menos que no conozca extremadamente bien a la persona.
—¿Alguna vez dijo el nombre del atacante, señora Kinross? —preguntó Thwaites.
—No, se refería a él como el «hombre bueno».
—¿O sea que el único indicio que tenían era el nombre del perro? ¿Rover? Es un nombre casi tan común como Fido.
—Era un perro pastor color grisáceo, sargento. Cuando Anna vio al perro pastor color grisáceo de Summers, lo llamó Rover. Su nombre es Bluey. El de Sam O’Donnell se llamaba Rover —afirmó Jade.
—La raza es bastante nueva —aventuró Elizabeth—. De hecho, como yo no conocía a este tal Sam O’Donnell ni a su perro, pensaba que el del señor Summers, Bluey, era el único ejemplar que había en Kinross.
—Tiene que haber algo más —dijo Thwaites, desesperándose.
Jade se encogió de hombros con naturalidad.
—Yo no necesité más pruebas. Conozco a mi pequeña Anna y conozco al hombre que la violó.
Aunque siguió insistiendo durante otra media hora, el sargento Thwaites no logró sonsacarle nada más.
—Puedo tenerla en las celdas de Kinross esta noche —le dijo a Elizabeth mientras se preparaba para partir—, pero mañana tendré que enviarla a Bathurst, donde será procesada. En la prisión de Bathurst hay un pabellón para mujeres. Tendrá que dirigirse a las autoridades de Bathurst para la fianza. De todos modos, no hay un juez residente, sólo tres magistrados a sueldo que la pueden juzgar pero que no pueden ocuparse de las penas capitales. Lo que sí le sugiero, señora Kinross, es que contrate un abogado para que la asesore sobre la señorita Wong.
Una formalidad repentina.
—Gracias, sargento. Ha sido muy amable. —Elizabeth le estrechó la mano y permaneció en la puerta observando cómo aquella mole corpulenta cruzaba el jardín hasta llegar al funicular; la figura menuda y esbelta de Jade caminaba pasivamente a su lado.
Cuando llamó al hotel Kinross, le informaron de que la señorita Ruby estaba en camino.
—¡Por Dios, Elizabeth! —gritó Ruby irrumpiendo en la biblioteca donde Elizabeth seguía refugiada—. La noticia de Jade ha corrido como un reguero de pólvora. ¡Dicen que le cortó las partes pudendas a Sam O’Donnell, se las metió en la boca y lo obligó a que se las tragara antes de aplicarle la Muerte China de las Mil Puñaladas por haber violado a Anna!
—En lo esencial es verdad, Ruby —dijo Elizabeth con calma—, aunque la cosa no fue tan macabra como la cuentan. Bastante macabra, de todas formas. Le cortó sus partes pudendas, eso es cierto, pero las llevó a la comisaría y confesó el asesinato. Está convencida de que fue Sam O’Donnell el que abusó de Anna. ¿Tú lo conocías?
—Sólo de nombre. Nunca bebía en el hotel. La gente dice que ni siquiera bebía. Theodora Jenkins es un caso perdido: él le estaba pintando la casa y ella piensa que el sol salía por el trasero de ese tipo. Niega que él haya tenido algo que ver con lo de Anna. Dice que era un verdadero caballero, y que ni siquiera se atrevía a entrar en su casa para lavarse las manos. El pastor de la iglesia anglicana también lo defiende y está dispuesto a poner las manos en el fuego por él. Dice que Sam O’Donnell era un ciudadano absolutamente honesto.
Ruby se había hecho el peinado tan deprisa que se le estaba desarmando. Ni siquiera se había detenido a ajustarse el corsé. Si no supiera lo maravillosa que es esta mujer, pensó Elizabeth terriblemente ensimismada, diría que es un carnero desastrado y mordaz disfrazado de cordero.
—Entonces habrá problemas en todos los frentes —dijo.
—Esto está dividiendo a la ciudad en dos, Elizabeth. Los mineros y sus esposas están de parte de Jade; todas las solteronas, las viudas y los predicadores se solidarizan con Sam O’Donnell. La gente de la refinería y de los talleres está dividida. No todos se han olvidado de que trató de causar problemas en julio y agosto —dijo Ruby frotándose la cara con mano temblorosa—. Ay, Elizabeth, dime que Jade mató al verdadero culpable.
—Estoy segura, porque sé lo unidas que Jade y Anna han estado siempre. Cada mirada, palabra o gesto de Anna es una historia para Jade; historias que, a veces, ni yo misma puedo descifrar.
Continuó hablándole del perro por el cual Jade había decidido matar a su dueño.
—Eso no impresionará al juez —dijo Ruby.
—Es verdad, Ruby. El sargento, que fue muy amable, me recomendó que contratara un abogado inmediatamente, pero yo ni siquiera sé cómo se llaman los abogados de Alexander. ¿Necesito un procurador o un abogado defensor? ¿Hay bufetes que se especializan en casos como éste?
—Déjamelo a mí —dijo Ruby enérgicamente, feliz de tener algo concreto entre manos—. Enviaré un telegrama a Alexander, por supuesto. Está en la mina de oro de Ceilán. Pediré a los abogados de Empresas Apocalipsis que designen la firma adecuada para que se ocupe de los intereses de Jade. —Se detuvo en la puerta—. Puede ser que decidan enviar a la pobre muchacha a Sydney para el juicio, si es que piensan que un jurado de gente local puede ser parcial. En mi opinión, un jurado de ciudad sería peor. —Resopló—. Pero bueno, yo tampoco soy imparcial.
Nell se enteró cuando presenciaba la extracción de dinamita del depósito de explosivos y subió corriendo por el sendero. Estaba demasiado impaciente para esperar el funicular. Todo el dolor y el horror que Elizabeth se resistía a demostrar se reflejaban al desnudo en Nell, que miraba fijamente a su madre. Las lágrimas caían dibujando surcos en su cara sucia; sus pequeños pechos se agitaban debajo del mono manchado.
—¡No puede ser verdad! —exclamó después de que Elizabeth le hubiera contado la historia—. ¡No puede ser verdad!
—¿Qué no puede ser verdad? —preguntó Elizabeth, impasible—. ¿Qué Jade haya matado a Sam O’Donnell o que sea Sam O’Donnell el que abusó de Anna?
—¿Alguna vez sientes algo, mamá? ¿Alguna vez sientes algo? Estás ahí sentada como un maniquí en un escaparate: ¡la señora Kinross, perfecta! ¡Jade es mi hermana! Y Butterfly Wing es más madre para mí que lo que tú fuiste jamás. ¡Por Dios! Mi hermana ha confesado un asesinato. ¿Cómo has permitido que lo haga, señora Kinross? ¿Por qué no le has tapado la boca con la mano, si es que no había otro modo de mantenerla callada? ¡Has dejado que confiese! ¿No entiendes lo que eso significa? Ni siquiera la juzgarán. Se juzga a una persona si existe alguna duda sobre su culpabilidad. Ésa es la tarea del jurado, ¡la única tarea del jurado! A un hombre o una mujer que confiesa y no se retracta se los sube al estrado para que el juez los sentencie. —Nell se volvió—. Bueno, voy a la comisaría a ver a Jade. Debe retractarse. Si no lo hace, la colgarán.
Elizabeth escuchó todo, escuchó el odio (no, no era odio, era desprecio) en la voz de su hija; meditó acerca de aquellas amargas palabras y no pudo menos que admitir la verdad que encerraban. Alguien puso un tapón a la botella que contiene mi espíritu, mi alma, y la dejó encerrada para siempre. Me quemaré en el infierno. Merezco arder en él. No he sido ni esposa ni madre.
—Sugiero —dijo tras llamar a Nell— que te des un baño y te pongas un vestido si piensas ir allí.
Pero Jade rehusó retractarse. Al sargento Stanley Thwaites no se le hubiera ocurrido jamás impedir que la señorita Nell viese a un detenido, así que Nell logró entrar en la única celda reservada a los prisioneros peligrosos, apartada de las otras seis, en las que se hacinaban los borrachos y los rateros.
—¡Jade, te colgarán! —exclamó Nell, llorando otra vez.
—No me importa que me cuelguen, señorita Nell —replicó Jade con tranquilidad—. Lo que importa es que maté al violentador de Anna.
—Violador —la corrigió Nell, mecánicamente.
—Arruinó la vida a mi pequeña Anna; tenía que morir. Nadie más hubiera reaccionado, señorita Nell. Era mi deber matarlo.
—¡Aunque lo hayas matado, niégalo! Así, tendrás un juicio justo, podremos presentar circunstancias atenuantes y estoy segura de que papá contratará abogados que podrían… ¡qué podrían liberar a Jesús de Poncio Pilatos! ¡Retráctate, por favor!
—No podría hacerlo, señorita Nell. Lo maté, y estoy orgullosa de haberlo hecho.
—Oh, Jade, ¡nada justifica una vida, especialmente tu vida!
—Eso está mal, señorita Nell. Un hombre que engaña a una niña pequeña como mi Anna para satisfacer sus deseos y que derrama sus asquerosas secreciones en una niña pequeña como mi Anna no es un hombre. Sam O’Donnell se merecía todo lo que le hice. Lo volvería a hacer una y otra vez. En mi mente lo revivo con alegría.
Y no tenía intenciones de cambiar de parecer.
Al día siguiente, la subieron al coche policial y la llevaron a la prisión de Bathurst. Uno de los policías llevaba las riendas de los caballos y el otro iba sentado al lado de Jade. Le tenían miedo y no se lo tenían. Cuando el sargento Thwaites había ordenado que no le pusieran las esposas, ellos creyeron que era una estupidez. Sin embargo, el viaje transcurrió sin incidentes. Jade Wong fue entregada en cautiverio casi al mismo tiempo en que el cadáver de Sam O’Donnell era enterrado en el cementerio de Kinross. Los gastos del entierro los pagaron Theodora Jenkins y otras mujeres afligidas y perturbadas. El reverendo Peter Wilkins pronunció una conmovedora homilía en el cementerio (mejor asegurarse de no ofender a Dios velando el cuerpo en la iglesia, por si acaso había sido Sam quien había abusado de Anna). Las que concurrieron al entierro se acomodaron entre las coronas sollozando tras sus velos negros.
Aunque la policía registró el campamento de O’Donnell y los alrededores con admirable celo y cuidado, no encontraron nada que lo relacionara con Anna Kinross. Ninguna prenda femenina, ninguna alhaja, ningún pañuelo con iniciales, nada.
—Abrimos las latas de pintura y las vaciamos, cogimos los pinceles, descosimos su ropa y hasta nos aseguramos de que no hubiera escondido nada entre los pedazos de corteza de su desigual techo —dijo el sargento Thwaites a Ruby—. Palabra de honor, señorita Costevan, miramos en todas partes. No es que viviera en una pocilga. Para vivir en una tienda, era más limpio que una patena: tenía instalada una soga para tender la ropa, una palangana, la comida guardada en viejas latas de galletas para mantenerla lejos de las hormigas, cepillos y betún para sacar lustre al calzado, sábanas limpias en su jergón… Sí, era un tipo ordenado.
—¿Qué pasará ahora? —preguntó Ruby, demostrando cada año de su edad.
—Entiendo que los magistrados de oficio han recibido autorización para procesarla y que rechazarán la fianza porque el castigo que corresponde a su delito es la pena capital.
Para entonces la noticia había llegado a Sydney, y los diarios publicaron todos los detalles morbosos, sin mencionar exactamente qué partes de la anatomía de Sam O’Donnell habían sido cercenadas y metidas en su boca, aunque insinuaban que había sido forzado a tragárselas. Los artículos de fondo tendían a resaltar los peligros de contratar criados chinos, utilizando la muerte de Sam O’Donnell como prueba adicional de cuan inadmisible era tolerar la inmigración china. Los diarios y semanarios más sensacionalistas se mostraron a favor de la deportación en masa de los chinos que ya residían en el país, aun cuando hubieran nacido en Australia. El hecho de que la modesta y pequeña niñera proclamara orgullosa su culpabilidad fue considerado como prueba de su absoluta depravación. Y, por otra parte, describían a Anna Kinross como una niña «un tanto simple», lo cual hacía pensar a los lectores que era capaz de sumar dos más dos, pero no trece más veinticuatro.
Alexander recibió el telegrama cuando estaba en la costa occidental del continente australiano, aunque todavía no había avisado a sus colegas de la junta directiva de su inminente regreso. El paso de los años no le había hecho perder su carácter reservado. Su barco llegó al puerto de Sydney una semana antes de que Jade fuera procesada, y Alexander tuvo que enfrentarse con una enardecida multitud de periodistas formada por representantes de los distintos estados y corresponsales de los grandes diarios del extranjero, desde el Times hasta el New York Times. Sin inmutarse, dio una conferencia de prensa improvisada en el embarcadero, respondiendo preguntas y repitiendo constantemente que, visto que casi todo el mundo en Sydney sabía más que él, ¿por qué lo molestaban?
Summers, que estaba allí esperándolo, lo acompañó a su nuevo hotel en la calle George, lejos de los malditos tranvías de vapor.
—¿Qué ha pasado, Jim? —preguntó—. Es decir, ¿cuál es la verdad?
Que lo llamara Jim era toda una novedad; Summers parpadeó varias veces antes de responder.
—Jade mató al hombre que violó a Anna —dijo después.
—¿El que violó a Anna, o el que ella pensaba que había violado a Anna?
—No tengo dudas, sir Alexander, de que Sam O’Donnell fue el culpable. Yo estaba allí cuando Anna llamó a mi perro Rover. Vi su rostro; estaba como unas pascuas y buscaba al dueño. Si yo hubiera sabido que Sam O’Donnell poseía un perro pastor llamado Rover, lo habría entendido todo de inmediato. Jade lo comprendió porque había conocido a O’Donnell y al perro en casa de Theodora Jenkins, él se la estaba pintando. Pero yo no me di cuenta, así que Jade me ganó por la mano.
Alexander estudió su expresión. Suspiró.
—Estamos en apuros, ¿verdad? Deduzco que no se han descubierto más pruebas.
—Ninguna, señor. Tenemos que ser muy cuidadosos.
—¿Podemos librarla de esto? ¿Qué piensas?
—No hay esperanzas, señor, aun cuando usted esté de su lado.
—Entonces será cuestión de montar un buen espectáculo para salvar a la familia y prepararla a ella para lo peor.
—Sí, señor.
—Si al menos hubiera comentado sus sospechas contigo o con Ruby…
—Tal vez —dijo Summers tímidamente—, en ese momento ella ya sabía que al final todo se reduciría a la palabra de él contra la de Anna, y decidió que era mejor no involucrar a la niña.
—Sí, estoy seguro de eso. ¡Pobre, pobre Jade! Estoy en deuda con ella.
—No creo que a Jade se le haya pasado jamás una cosa así por la cabeza. Lo hizo por Anna, sólo por Anna.
—¿A quién recomendaron Lime y Milliken?
—A sir Eustace Hythe-Bottomley, señor. Es una persona mayor, pero es abogado del Estado y el más distinguido criminalista de… Bueno, en toda Australia no hay otro que le llegue a los talones —dijo Summers.
Antes de partir de Sydney hacia Kinross, Alexander hizo lo que pudo. Junto con sir Eustace (que no veía otra posibilidad que la pena de muerte, a menos que la acusada se retractara) había utilizado sus contactos para asegurarse de que el juez presidente de sala fuera razonable y que la audiencia final se llevara a cabo a puertas cerradas en Bathurst, en vez de en Sydney, y, además, lo más pronto posible. Sir Eustace viajó en el vagón privado de Alexander hasta Lithgow, donde el vagón fue desenganchado para acoplarlo al tren que iba a Kinross. De ahí, el abogado prosiguió solo hasta Bathurst, en un compartimiento de primera clase, mientras sus numerosos colaboradores viajaban apretujados en uno de segunda clase, meditando sobre el modo en que las leyes de Inglaterra se aplicaban en las colonias.
La entrevista con Jade en la prisión de Bathurst no sirvió para nada. Por más que intentó persuadirla, sobornarla y rogarle, ella permaneció impasible: no se retractaría, estaba orgullosa de lo que había hecho; había vengado a su pequeña Anna.
Cuando Alexander llegó a la estación de Kinross, sólo Ruby lo esperaba en la plataforma.
Su visión lo impresionó. ¿Me veré yo también tan repentinamente viejo como ella? Su cabello seguía siendo de ese color único que él tan bien conocía, pero había engordado tanto que los ojos estaban desapareciendo dentro de un budín de piel; su cintura era inexistente; sus manos parecían pequeñas estrellas de mar regordetas. Sin embargo, la besó, la tomó del brazo y atravesó con ella la sala de espera.
—¿Tu casa o la mía?
—La mía, por ahora —respondió ella—. Tenemos que hablar de algunas cosas que no podrías discutir con Elizabeth ni con Nell.
Para su tranquilidad, comprobó que el pueblo se veía exactamente como debía, a pesar de la reducción en la mano de obra. Las calles estaban limpias y cuidadas; los edificios, bien conservados; los parterres de la plaza Kinross estaban cubiertos de dalias, caléndulas y crisantemos, todas flores típicas del final del verano. Un torrente de amarillos, naranjas, rojos, cremas. ¡Bien! Los jardineros de Sung Po habían hecho lo que les había ordenado: habían excavado un montículo de tierra artificial para insertar un mecanismo gigante que hiciera desplazar las manecillas de tres metros de largo del reloj floral alrededor de las doce horas de cada mitad del día. Las hojas y los pimpollos brillantes y coloridos resaltaban los números romanos, el disco del frente del reloj y las macizas manecillas. Y además, funcionaba bien: cuatro y media de la tarde. El quiosco para la banda de música estaba recién pintado. ¿Sería obra de O’Donnell, o del borracho de Scripps? Junto a los árboles que flanqueaban las calles crecían arrayanes floridos y melaleucas cuyas cortezas asemejaban tener múltiples capas de pintura descascarillada. ¡Oh, por favor, sir Alexander! ¡Piensa en metáforas que no tengan nada que ver con la pintura!
¡Cómo había extrañado el lugar que llevaba su nombre! Y sin embargo, ¡cómo deseaba librarse de él cada vez que llegaba! ¿Por qué las personas no hacían lo que tenían que hacer, es decir, vivir sus vidas con lógica, razón y sentido común? ¿Por qué revoloteaban como la flor del cardo en los remolinos y las brisas de un caluroso día de verano? ¿Por qué no podían los maridos amar a sus esposas y las esposas a sus maridos y los hijos a todo el mundo? ¿Por qué las diferencias entre las personas superan las cosas que tienen en común? ¿Por qué los cuerpos envejecen más rápido que las mentes que los alimentan? ¿Por qué estoy rodeado de tanta gente y me siento tan solo? ¿Por qué el fuego arde con la misma intensidad y sin embargo las llamas se vuelven cada vez más tenues?
—Estoy gorda —dijo ella, hundiéndose en el sofá de su tocador y abanicándose con una cosa plegable del color de la bilis.
—Es verdad —respondió él, sentándose frente a ella.
—¿Te molesta, Alexander?
—Sí.
—De todas formas este asunto está siendo muy beneficioso para mi silueta.
—Teníamos un monstruo entre nosotros.
—Un monstruo muy astuto, que convenció a medio pueblo de que no era un monstruo sino un simple trabajador.
—El ídolo de tontos como Theodora Jenkins.
—Por supuesto. Las tenía caladas. Se deleitaba seduciéndolas para que lo adoraran. No le gustaban las vírgenes entradas en años ni las viudas, pero probablemente se masturbaba haciendo que se mojaran las bragas.
—¿Cómo está Elizabeth? ¿Y Nell?
—Elizabeth está igual que siempre. Nell se muere por ver a su padre.
—¿Y Anna?
—Cumplirá dentro de un mes aproximadamente.
—Por lo menos conocemos el linaje del bebé.
—¿Estás seguro?
—Summers está convencido de que fue Sam O’Donnell. Él estaba cuando Anna creyó reconocer al perro, y me parece que vio la cara de Anna mejor que Jade.
—¡Bravo por Summers!
—Lo más importante, Ruby: ¿cómo digo a Elizabeth que van a colgar a Jade?
Su rostro cambió, los pliegues se hicieron aún más profundos.
—¡Ay, Alexander, no digas eso!
—Hay que decirlo.
—Pero… pero… ¿Cómo puedes estar tan seguro?
Hurgó con los dedos en su bolsillo y sacó un cigarro.
—No has dejado de fumar en este tiempo, ¿verdad?
—No, dame uno. Dime, ¿cómo puedes estar tan seguro?
—Porque ahora Jade es un chivo expiatorio en manos de los políticos. Tanto los librecambistas como los proteccionistas (y ni hablar de los sindicalistas, que ahora se autodenominan movimiento laborista) necesitan demostrar que están en contra de los chinos y que obedecerán a su electorado a la hora de deshacerse de ellos. ¿Qué mejor modo para calmar los ánimos que colgar a una pobre chica mitad china, por más nacida en Australia que sea, por lo que se considera un crimen imperdonable? Un crimen contra los hombres, Ruby. Castración. ¡Amputación de la virilidad! El hombre al cual le hizo eso era blanco y la única prueba que ella tenía en su contra era que mi hija retrasada había identificado a su perro. ¿Se puede llamar a testificar a Anna ante el tribunal, por más que el juicio sea a puertas cerradas y no haya jurado? ¡Por supuesto que no! El juez puede llamar al testigo que quiera antes de emitir el veredicto, pero llamar a Arma sería considerado una farsa.
Las lágrimas de Ruby parecían brotar de una masa cruda. A él se le revolvió el estómago, no podía desearla. ¡No me dejes solo!, rogó en silencio, pero en realidad no sabía a quién se lo decía.
—Vete Alexander —dijo Ruby apagando el cigarro—. Vete ahora mismo, por favor. Jade es la hija mayor de Sam Wong, y yo la aprecio.
Fue directamente hacia el funicular y subió a él para ir hasta la cima de la montaña. Se sentó en un asiento que, como todos los demás, miraba hacia Kinross, que se extendía ante sus ojos. El humo de las chimeneas, un lago de sombras azules, lilas, perladas, agregaba una capa más al sombrío color del mar del Norte que habían comenzado a usar para pintar los nuevos acorazados que, en lo que parecía ser otra vida, tanto lo habían fascinado.
Elizabeth estaba sentada en su biblioteca, una novedad; no recordaba que jamás hubiera elegido esa habitación. ¿Cuántos años tenía? Cumpliría treinta y tres en septiembre. Faltaban pocas semanas para que él mismo cumpliera cuarenta y ocho años. Ahora sí se podía decir que habían estado casados la mitad de su vida. Una eternidad, había dicho ella. Y así era, si la eternidad fuera flexible. ¿Y quién se atrevería a decir que no? ¿Cuál era la diferencia entre un intervalo de eternidad y la cantidad de ángeles que pueden bailar en la cabeza de un alfiler? Una discusión para filósofos.
Elizabeth estaba pensando que Alexander mejoraba con los años, y se preguntaba por qué el cabello gris metálico con vetas blancas era tan atractivo en un hombre y tan desagradable en una mujer. Su cuerpo esbelto y bien parecido no se había debilitado ni encogido. Se movía con la gracia de un muchacho. De Lee. Las líneas grabadas en su rostro no eran signo de la edad sino de la experiencia; de repente tuvo ganas de convencerlo de que se hiciera esculpir un busto en… ¿bronce? No. ¿En mármol? No. En granito. Sí, ésa era la piedra adecuada para Alexander.
Sus ojos negros tenían una expresión nueva, de cansancio, de tristeza, una determinación tenaz más impulsada por la desilusión que por el éxito. Esto no lo abatirá, nada puede hacerlo. Afrontará cada tempestad que se presente en su vida porque su esencia es el granito.
—¿Cómo estás? —preguntó él besándola en la mejilla.
—Bien —respondió Elizabeth. El dolor de ese beso la atravesó como una lanza.
—Sí, te ves bien a pesar de todo.
—Me temo que falta un poco para la cena. No estaba segura de cuándo llegarías, así que Chang dijo que cocinaría comida china, que se prepara en pocos minutos. —Se levantó—. ¿Jerez? ¿Whisky?
—Jerez, por favor.
Sirvió dos copas llenas casi hasta el borde, le dio una, y se llevó una consigo a su asiento.
—Nunca he entendido por qué el jerez se sirve en vasos tan pequeños, ¿y tú? —preguntó dando pequeños sorbos—. De esa manera tienes que levantarte continuamente para servirte más, en cambio así no.
—Una brillante innovación, Elizabeth. La apruebo plenamente.
La estudió por encima del borde del vaso, saboreando el agradable aroma del amontillado antes de dar el primer sorbo y dejarlo descansar sobre la lengua. Ya podía sentir el paso del vino acariciándole la garganta como una brasa. La hermosura de su esposa aumentaba. Cada vez que volvía a verla descubría admirado algún detalle nuevo y perfecto que se agregaba a su belleza, desde un cambio en la forma en que sostenía la cabeza, hasta una pequeña arruga en las comisuras de la boca. Debajo del vestido de color malva tenue, se revelaba su silueta voluptuosa, pero sin rastros de gordura. Las manos, que llevaban los anillos que él le había regalado, parecían anémonas de mar. Se arqueaban, se balanceaban, se dejaban llevar por las corrientes de su pensamiento.
Pero no conocía su mente. Ella nunca se lo había permitido. Un enigma, así era Elizabeth. El ratoncillo se había convertido en leona pero no se había quedado así. ¿Qué era ahora? No tenía idea.
—¿Quieres que hablemos de Jade? —preguntó, dejando finalmente que el jerez se deslizara por su garganta.
—Imagino que ya habrás hablado con medio mundo, así que prefiero no tocar el tema, si no te molesta. Ambos sabemos lo que tiene que suceder, y las palabras, una vez pronunciadas, no se desvanecen, ¿no crees? Quedan todas ahí, dando vueltas, repicando como campanas. —Tenía los ojos vidriosos, llenos de lágrimas—. Es insoportable, eso es todo. —Las lágrimas se fueron; le sonrió—. Nell llegará de un momento a otro. Hazle un cumplido por su apariencia, Alexander. Se muere por agradarte.
Como si un director teatral le hubiera dado el pie, entró Nell.
Lo que Alexander vio fue una versión femenina de sí mismo. No era una experiencia nueva, y sin embargo era completamente original. Durante los seis meses que él había estado fuera, Nell había crecido, había pasado de ser una niña a ser una mujer. Tenía el cabello negro recogido sobre la cabeza, y la boca ancha de labios finos pintada con una sustancia rosada que también se había puesto en los pómulos. Se veía sensual y segura de sí misma. Su rostro alargado y ligeramente sombrío era fascinante, pero advertía al mundo que con ella no se jugaba. Imperiosa. Tenía la piel clara y saludable hasta donde terminaba el cuello, y color marfil más abajo. Al igual que su madre, había cambiado el polisón por un tipo de falda más abultada en la parte de atrás que en la de delante, hecha de piel de seda del color de las nubes de tormenta. No era una mujer robusta y de pechos grandes como Ruby, ni tampoco de proporciones perfectas como su madre, pero su redondeada frugalidad le sentaba bien. Además, tenía el cuello largo, de cisne, como el de Elizabeth.
Alexander apoyó el vaso y caminó hacia ella rápidamente. La tomó primero con los brazos extendidos, sonriendo, y después la abrazó. Por encima de su hombro Elizabeth podía observar el rostro de Nell. Su mentón estaba pegado al abrigo de su padre y tenía los ojos, de tupidas pestañas, cerrados. El retrato de la felicidad.
—Te ves bellísima, Nell —dijo besándola tiernamente en los labios, mientras la llevaba hacia una silla cercana a la suya—. ¿Un poco de jerez para mi mujer adulta?
—Sí, gracias, papá. Ya tengo quince años, y mamá dice que debo aprender a beber un poco de vino. —Sus ojos resplandecían al ver a su padre—. El truco es no beber más que un poco.
—Por eso te daré un jerez en un vaso de jerez. —Y levantó el suyo para brindar. Elizabeth también lo hizo—. ¡Por nuestra hermosa hija Eleanor! ¡Qué prospere siempre!
—¡Qué prospere siempre! —repitió Elizabeth. Atenta a la situación como de costumbre, Nell no hizo ningún comentario acerca de Jade y sus problemas. En cambio, se dedicó a deleitar a su padre contándole acerca del trabajo que le había conseguido Ruby. Estaba dispuesta a ponerse en ridículo, deseosa de hablarle de este disparate y de aquel error, y de cuánto le gustaba trabajar con hombres una vez que dejaban de pensar en ella como mujer.
—Y eso sucede en las emergencias —dijo—, cuando la única que ve la solución es la digna de confianza Nell Kinross.
Enseguida se enzarzó en una animada charla con Alexander sobre las dificultades técnicas que estaban experimentando en la refinería de cianuro. Después, pasaron a una discusión acalorada acerca de la corriente eléctrica continua y la alterna y sus respectivos méritos. Los hombres más jóvenes y nuevos eran partidarios de la alterna, mientras Alexander consideraba que gastaba demasiado y estaba sobrevaluada.
—Papá, Ferranti demostró que la corriente alterna puede trabajar más. Alimentar cosas más grandes que teléfonos y bombillas de la luz. Los motores eléctricos son débiles, pero te aseguro que pronto, usando la corriente alterna, se harán motores eléctricos lo suficientemente potentes para alimentar nuestro teleférico. —El rostro de Nell estaba encendido.
—Pero no se puede almacenar en baterías, hija, y eso es imprescindible. Usar alternadores significa tener las dínamos funcionando todo el tiempo, lo cual implica un desperdicio terrible. Si no se almacena en baterías, la producción total de energía acaba en el momento en que se rompe una dínamo, y son famosas por eso.
—Una de las razones por las que eso sucede, papá, es que los idiotas conectan los alternadores en serie, cuando es obvio que deberían conectarlos en paralelo. ¡Espera y verás, papá! Algún día la industria necesitará el tipo de alto voltaje y de transformadores que sólo la corriente alterna puede proveer.
La discusión, que al principio había sido apacible, fue subiendo de tono mientras Elizabeth, sentada, escuchaba a aquella mujer verdaderamente extraordinaria cuya capacidad matemática excedía ampliamente la de su padre y cuyos conocimientos de mecánica eran excepcionales. Por lo menos en Nell, Alexander había encontrado un alma gemela; ella poseía la llave para llegar a su corazón. Granito y granito. En el futuro, reflexionó Elizabeth, sus batallas serán titánicas. Nell sólo necesita tiempo.
Alegando como excusa válida que había llegado tarde, Alexander pospuso hasta la mañana siguiente su encuentro con Anna.
—Anna no está feliz —explicó Elizabeth mientras lo acompañaba a la habitación de su hija menor—. Quiere a Jade y, por supuesto, no logramos hacerle entender por qué no puede verla.
Alexander quedó impresionado al ver a su hija menor. Había olvidado lo bella que era; su imaginación había convertido la absoluta normalidad de su rostro en algo más estigmático. A través de la bata entreabierta asomaba un abultado vientre.
Por lo menos lo reconoció; dijo «papá» varias veces y después empezó a llorar llamando a Jade. Cuando Butterfly Wing intentó calmarla, Anna la empujó con violencia. Los gritos y los llantos se hacían cada vez más fuertes, así que Alexander, que no soportaba el olor agobiante de una mujer embarazada que no se ocupaba de sí misma y que, por su estado anímico, tampoco permitía que otros lo hicieran, se retiró de la habitación.
—¡Qué problema! —dijo en el pasillo.
—Sí.
—¿Cuándo viene el joven Wyler?
—Dentro de tres semanas. Sir Edward se ocupará de sus pacientes en Sydney.
—¿Trae una matrona?
—No, dice que se las arreglará con Minnie Collins.
—He sabido que Anna no quiere que Nell se le acerque.
Elizabeth suspiró profundamente.
—Así es.
Dos días después de la llegada del doctor Simón Wyler, a finales de abril, Anna comenzó a tener contracciones. A medida que el dolor aumentaba, gritaba cada vez más fuerte, forcejeaba, y se retorcía de tal forma que el obstetra se vio obligado a atarla. Ni él ni Minnie Collins lograban hacerle entender que debía ayudar, aguantar el dolor y obedecer órdenes. Lo único que Anna sabía era que estaba sufriendo dolores insoportables que nunca había sentido y protestaba sin cesar dando salvajes alaridos.
Cuando entró en la fase final del parto, el doctor Wyler recurrió al cloroformo y, veinte minutos más tarde, Anna dio a luz a una niña grande y fuerte. Era sonrosada y de aspecto saludable, y sus pulmones funcionaban a la perfección. Elizabeth, que estaba esperando, no pudo evitar sonreír ante aquel nuevo ser humano tan poco deseado ni bienvenido, hasta ese momento. La pobre pequeña no era culpable de tener los padres que tenía, pero tampoco merecía que la castigaran por eso.
Cuando informaron a Alexander de que el parto de Anna había sido un éxito, simplemente gruñó.
—¿Qué nombre le ponemos? —preguntó Elizabeth.
—Llámala como quieras —respondió él secamente.
Elizabeth eligió Mary-Isabelle, escrito con guión. El nombre duró el tiempo que Anna estuvo semiconsciente y exhausta, que fueron unas seis horas. Por más imperfecta que fuera su mente, Anna era fuerte físicamente y gozaba de magnífica salud. Lo peor de todo era que la leche le brotaba copiosamente de los pechos.
—Déle la niña para que la amamante —dijo el doctor Wyler a Minnie.
—No sabrá qué hacer —dijo Minnie con la voz entrecortada.
—Tenemos que intentarlo, Minnie. Hágalo.
Minnie retiró la fajadura y le alcanzó la niña a Anna, que estaba en la cama, recostada sobre su espalda. Maravillada, Anna observó la pequeña carita que se movía y sonrió.
—¡Dolly! —exclamó—. ¡Dolly!
—Sí, tu propia muñeca Dolly —dijo el doctor Wyler parpadeando para tratar de contener las lágrimas—. Ponle a Dolly al pecho, Minnie.
Minnie aflojó el cuello del camisón de Anna para dejar al descubierto el seno y la acercó hacia la niña. Cuando la boca de la pequeña, buscando a tientas, encontró el pezón y empezó a succionarlo, la expresión en el rostro de Anna se transformó.
—¡Dolly! —exclamó—. ¡Dolly! ¡Mi Dolly! ¡Hermosa!
Elizabeth y Butterfly, que habían presenciado la situación, se miraron sin advertir que ambas estaban llorando. Ahora Anna se olvidaría de Jade; tenía su propia muñequita y ya se había creado un lazo profundo entre ellas. Era la primera vez que decía algo abstracto.
De modo que cuando sir Alexander Kinross registró el nacimiento de su nieta en el ayuntamiento la inscribió con el nombre de Dolly Kinross. En la casilla destinada al padre escribió S. O’Donnell.
—Parece una maldición: me persiguen los bastardos —dijo a Ruby cuando pasó a visitarla de regreso a su casa, y se encogió de hombros irónicamente antes de añadir—: Para no hablar de las mujeres.
Ella había entendido sus insinuaciones y estaba adelgazando, pero demasiado rápido. Despojada de su elasticidad juvenil, la piel le colgaba debajo del mentón y de los ojos, que empezaban a reaparecer. ¿Cuánto tiempo más podré retenerlo?, se preguntaba cada vez que veía en el espejo la papada y las finas y delicadas arrugas que se le formaban en la parte superior de los brazos y las mejillas. Sin embargo, sus pechos seguían erguidos y firmes; también sus nalgas resistían. Mientras sigan así podré retenerlo, pensó. Pero mis reglas se están espaciando y mi cabello se está volviendo cada vez más quebradizo. Pronto seré una vieja bruja.
—Cuéntame qué hiciste cuando estabas de viaje, dónde fuiste —dijo Ruby después de que hicieron el amor, cosa que él pareció disfrutar igual que siempre—. Estuviste más reservado que nunca antes de irte.
Alexander se sentó en la cama, se abrazó las rodillas y apoyó sobre ellas el mentón.
—Me fui de expedición —dijo tras una larga pausa—. Una expedición en busca de Honoria Brown.
—¿La encontraste? —preguntó ella con la boca seca.
—No. Tenía la esperanza de haberla dejado embarazada y que me hubiera dado un hijo varón en su granja de cuarenta hectáreas en Indiana. Pero los que viven ahora allí se la compraron a las personas que la tenían antes y ellos, a su vez, se la habían comprado a los dueños anteriores. Nadie recordaba a Honoria Brown. Así que contraté a un detective para que diera con ella. Los resultados de la investigación me llegaron cuando estaba en Inglaterra. Se había casado y se había mudado a Chicago en mil ochocientos sesenta y seis. Hasta ese momento no tenía hijos. Después los tuvo, pero en mil ochocientos setenta y nueve murió y su marido se volvió a casar al año siguiente. Sus hijos se fueron cada uno por su lado porque, por lo que entendí, no se llevaban bien con la madrastra. Cuando el detective me preguntó si quería que averiguara el paradero de los hijos, le dije que no y le pagué.
—¡Oh, Alexander! —Salió de la cama y se puso una bata con volantes—. ¿Qué más hiciste?
—Ya informé a la junta, Ruby.
—Sí, un informe de rutina. —Cuando volvió a hablar le tembló la voz—. ¿Supiste algo de Lee?
—Ah, sí. —Alexander empezó a vestirse—. Le está yendo bastante bien, sobre todo porque se ha encontrado con antiguos compañeros de estudios en distintos países de Asia. Estuve planeando importar tribus de indios de los valles del Himalaya para trabajar en la mina de Ceilán, pero Lee llegó primero y los puso a buscar diamantes en su propia parte del bosque. El hijo del rajá ayudó mucho a lograr el acuerdo de su padre… por un módico precio, por supuesto. El cincuenta por ciento de las ganancias, lo cual no es poco. De allí fue a Inglaterra, se reunió con Maudling en el Banco de Inglaterra. Ciertas instituciones británicas no creen que exista una edad para retirarse, ¿no te parece? Maudling debe de ser casi tan viejo como el banco. Ahora forma parte de la cúpula directiva, gracias a las transacciones con Empresas Apocalipsis. Lee está interesado en los nuevos acorazados, especialmente en las máquinas que se emplean en ellos, como yo. Hay un hombre que se llama Parsons que está desarrollando un nuevo tipo de máquina de vapor. La llama turbina.
Ruby había terminado de arreglarse el pelo; se lo había peinado hacia atrás, más tirante que nunca. Había descubierto que de esa manera la piel de la cara se le alisaba más y las arrugas se atenuaban.
—Parece como si Lee estuviera tratando de robarte el puesto.
—¡No tengo dudas de que es así! Pero estoy seguro de que tú ya sabes todo esto, Ruby. Él debe de escribirte.
Hizo una mueca de disgusto que podía ser tanto por lo difícil que le estaba resultando ponerse el vestido, como por lo que le había dicho de Lee, Alexander no estaba seguro.
—Lee me escribe con la regularidad de un reloj, pero sólo dos o tres líneas para decirme que está bien y que está viajando de un lugar extraño a otro. Es como si odiara acordarse de Kinross —agregó con melancolía—. Siempre espero que me escriba diciéndome que está comprometido o casado, pero nunca lo hace.
—Las mujeres —dijo Alexander cínicamente— son como arcilla entre sus manos. —La miró y frunció el ceño—. Has cambiado el modo de vestir, querida. Echo de menos un poco aquellos suntuosos vestidos de satén.
Se miró al espejo de cuerpo entero y contempló sin entusiasmo aquel vestido que tenía una falda que no arrastraba, una cintura que no era preciso ajustar y el escote cubierto. Simple y bastante sobrio. Era evidente que era de cordellate, pero de ese maldito color bilis que estaba tan de moda.
—A mi edad, quedaría ridícula, mi amor. Además, los miriñaques ya no se usan, las plumas están pasadas de moda, los escotes son cada vez más cerrados y las mangas triangulares están por todos lados. ¡Cosas repugnantes! Excepto en las funciones nocturnas más lujosas, todo es lana, paño y cordellate, en caso de que quieras usar seda. Una vieja prostituta ya no puede darse el lujo de vestirse como tal.
—Yo opino —dijo Alexander sonriendo— que las modas reflejan los tiempos que corren. Ahora, la situación es mala, y pronto será peor. Estamos atravesando una decadencia comercial que no afecta sólo a esta parte del mundo. Por eso las mujeres se visten de forma más austera, con colores más apagados y usan sombreros horrorosos.
—Acepto los vestidos simples y los colores apagados, pero me niego a ponerme un sombrero horroroso —dijo Ruby, pasando el brazo por debajo del de Alexander.
—¿Adónde vas? —preguntó él sorprendido.
Puso cara de inocente.
—¿Por qué? Subo contigo la montaña. No veo a Dolly desde ayer. —Se detuvo en seco—. ¿Enviaste un mensaje a Jade para decirle lo de la niña?
—Lo hizo Elizabeth apenas la niña nació.
—¿Es difícil hacerle llegar los mensajes?
—No si vienen de parte de la familia de sir Alexander Kinross.
—¿Cuánto falta para la audiencia?
—Es en julio.
—Y apenas estamos en mayo. Pobrecilla.
—Sí, pobrecilla.
El artículo del diario acerca del crimen de la niñera china de los Kinross no llamó mucho la atención a Bede Evans Talgarth, que estaba inmerso en los acontecimientos que tenían en plena ebullición al movimiento obrero. Cuando estalló la gran huelga de agosto de 1890, el Consejo Gremial, impulsado por un lancasteriano astuto y dedicado llamado Peter Brennan, acababa de aceptar que el movimiento obrero tenía futuro político y estaba comenzando a esbozar un borrador de programa. Sin embargo, la derrota aplastante de los sindicatos involucrados en la huelga sólo había estimulado a los líderes del movimiento obrero a conseguir la representación parlamentaria para los trabajadores blancos. En octubre de 1890, se llevaron a cabo unas elecciones parciales en Sydney Oeste; el movimiento obrero participó presentando un candidato aprobado por los sindicatos que ganó ampliamente. El escenario parecía estar listo para las elecciones generales que se llevarían a cabo en 1892 en Nueva Gales del Sur, que, de todos modos, eran lo suficientemente lejanas en el tiempo para que el movimiento obrero pudiera prepararse de manera adecuada y zanjar los conflictos internos a propósito de la identidad de los candidatos.
En abril de 1891, un año antes de las elecciones, el Consejo Gremial terminó de elaborar el programa político oficial de los laboristas, que incluía: la abolición de las diferencias electorales, educación gratuita y universal, concreción de objetivos sindicales, instauración de un banco nacional y varias medidas para desalentar la participación de los chinos en la industria. Acerca de los impuestos, los delegados estaban más divididos: algunos estaban a favor de un impuesto sobre la tierra y abogaban por un impuesto único que abarcara a todo y a todos. Una vez modificado el programa a fin de que incluyese las reformas de los gobiernos municipales, surgió un nuevo partido político: la Liga Electoral Laborista que, más adelante, se convertiría en el Partido Laborista de Australia. (Labor en latín significa «trabajo», «faena»).
Entonces, sobrevino un potencial desastre. La Cámara baja de Nueva Gales del Sur fue testigo de cómo el Partido del Libre Comercio de sir Henry Parkes sucumbía ante un voto de censura. Esto dio lugar a que el gobernador disolviera el Parlamento y convocara elecciones nuevamente, que fueron fijadas para las tres semanas que iban del 17 de junio al 3 de julio de 1891. Casi un año antes de lo previsto. Los laboristas libraron una encarnizada lucha interna para elegir candidatos en cada uno de los distritos, tarea complicada en un Estado de setecientos setenta y siete mil kilómetros cuadrados de extensión. Por supuesto, no valía la pena meterse con los distritos en los que vivían muchas personas influyentes, pero había muchos otros con los que sí. A los electores de los distritos rurales más remotos se llegaba por medio del telégrafo o a través de los miembros del comité central que los iban a visitar soportando varios días de viaje en tren, carruaje o inclusive a caballo. Por ese motivo, las elecciones duraron tres semanas.
A los electores del distrito de Bourke, que quedaba a varios días de viaje desde Sydney, les importaban un bledo los problemas de la ciudad. Su principal preocupación eran los afganos y sus camellos, que estaban echando del mercado del transporte de mercancías a los australianos blancos que manejaban grandes carretas tiradas por bueyes. El programa del Partido Laborista había sido elaborado por habitantes de la ciudad y mineros del carbón, de modo que no mencionaba a los afganos ni a los camellos, pero para los de Bourke ése era un tema importante. Se desató una lucha feroz contra los de Sydney. Sin embargo, finalmente, los de Bourke se vieron obligados a ceder: los camellos no entrarían en el programa.
Ni el Partido del Libre Comercio ni el Partido Proteccionista tomaron en serio a la Liga Electoral Laborista, por lo que hicieron sus habituales campañas, relajadas y displicentes, que consistían básicamente en invitar a los empresarios a almorzar o a cenar, ignorando por completo a la clase obrera. Los del Partido del Libre Comercio querían abolir los aranceles o impuestos a las importaciones; los proteccionistas, en cambio, querían reforzar la industria local aplicando aranceles e impuestos a las importaciones. Ambos partidos subestimaban por completo a los laboristas.
Trabajando arduamente en el área sudoeste de Sydney que había escogido, Bede Talgarth logró ser designado candidato oficial por el laborismo, y después se dedicó a visitar a los votantes potenciales. Hizo frente a las elecciones con temor pero a la vez con un cierto grado de confianza en sí mismo; no veía por qué los trabajadores comunes habrían de votar por personas que los despreciaban ahora que tenían una alternativa mejor, como eran los políticos salidos del movimiento obrero.
Dado que su distrito estaba en Sydney, se enteró rápidamente de su suerte. Bede Evans Talgarth pasó a ser un MLA (Miembro de la Asamblea Legislativa). A medida que fueron llegando los resultados de los otros ciento cuarenta y un distritos del Estado, se supo que el laborismo había ganado treinta y cinco escaños más. El equilibrio de poder en el Parlamento también cambió a favor del laborismo. De todas formas, no todo fueron alegrías para el partido: dieciséis de los MLA representaban distritos urbanos y diecinueve distritos rurales. Los hombres de la ciudad (las mujeres no tenían derecho a voto, tanto menos a presentarse para el Parlamento) eran, por lo general, sindicalistas acérrimos, mientras que los de los distritos rurales, salvo un grupo de mineros del carbón y un esquilador, ni siquiera estaban afiliados a un sindicato. Sólo diez de los MLA del Partido Laborista eran australianos, había cuatro que tenían más de cincuenta años y seis que tenían menos de treinta. Era un bloque parlamentario rebosante de jóvenes ansiosos por cambiar la cara a la política australiana para siempre. Ansiosos pero inexpertos.
¡Qué demonios!, pensó el MLA Bede Talgarth. La única forma de ganar experiencia es zambullirse de cabeza, con botas y todo. Las palabras con las que había hecho vibrar a grandes multitudes en el Sydney Domain ahora resonarían en una cámara que se estaba cansando de la retórica de Parkes. De todas formas, el viejo patriarca logró mantenerse en su cargo de primer ministro, aunque se vio obligado a tratar de ganarse el favor de los presuntuosos bufones del laborismo (por desgracia, algunos lo eran) para poder ganar las votaciones. La tarea se hacía aún más difícil debido a la complejidad interna del laborismo, que además se guiaba por una atroz cantidad de ideas fundadas en esa estúpida entidad norteamericana: la democracia. Casi la mitad de los miembros del laborismo estaban a favor del libre comercio; los demás, del proteccionismo.
Así que en julio, cuando ya era demasiado tarde para preocuparse, Bede Talgarth recordó aquel día, en Kinross, en que Sam O’Donnell lo había dejado plantado en el hotel después del almuerzo. «Un poco de jugueteo», le había explicado cuando llegó, sonriendo avergonzado, horas más tarde. En fin, como prueba era aún más débil que la del perro. No habría convencido al juez de cambiar la decisión de que Jade Wong, solterona, de treinta y seis años, habitante de la ciudad de Kinross, fuera ahorcada.
Como se temía que hubiera demostraciones masivas si se llevaba a Jade a Sydney, se dispuso que fuera colgada en una horca construida especialmente en la prisión de Bathurst y que a la ejecución no pudieran asistir ni los periodistas ni el público.
El juez, miembro de la Corte Suprema de Nueva Gales del Sur, había sido más que ecuánime, pero Jade se había obstinado en sostener que había matado a Sam O’Donnell de la manera que había descrito, y que estaba contenta de haberlo hecho. Él había arruinado la vida de su pequeña Anna.
—No tengo alternativa —dijo el juez durante su exposición ante las pocas personas presentes que lo escuchaban con atención—. El crimen fue, sin lugar a dudas, premeditado. Fue planeado y llevado a cabo con un grado de minuciosidad y sangre fría que me resulta difícil imaginar, teniendo en cuenta la historia y el trabajo de la señorita Wong. No dejó nada al azar. Tal vez, el aspecto más repugnante del hecho sea que la señorita Wong cosiera los ojos a la víctima para que los mantuviera abiertos. Lo obligó a presenciar su propia mutilación y destrucción. Por otra parte, la señorita Wong no ha demostrado en ningún momento, ya sea con gestos o con palabras, algún signo de remordimiento. —Su señoría tomó un pequeño paño negro de su estrado y lo acomodó sobre su peluca—. Sentencio a la acusada a que sea llevada al lugar de ejecución y que sea colgada del cuello hasta que muera.
El único miembro de la familia Kinross que se había personado para escuchar la sentencia era Alexander. La expresión en el rostro de Jade no cambió; su sonrisa no perdió espontaneidad. En sus grandes ojos marrones no había temor ni señales de arrepentimiento. Era evidente que Jade estaba satisfecha consigo misma.
La ejecución tuvo lugar dos semanas después, a las ocho en punto de la mañana de un día triste y lluvioso de julio. Las montañas que rodeaban Bathurst estaban cubiertas de nieve y soplaba un viento gélido. Tanto que Alexander no podía protegerse con su paraguas y el abrigo se le pegaba a las piernas.
Había ido a verla a la cárcel el día anterior para darle cuatro cartas: una de su padre, una de Ruby, una de Elizabeth y otra de Nell. De parte de Anna le había llevado un mechón de pelo, que le había gustado más que cualquier cosa que pudieran decir las cartas.
—Lo llevaré en mi pecho —dijo besando el mechón de pelo—. ¿La pequeña, Dolly, está bien?
—Hermosa, y parece bastante normal a sus diez semanas. ¿Puedo hacer algo por ti, Jade?
—Cuide de mi niña Anna, y júreme por Nell que nunca la enviará a un asilo.
—Lo juro —dijo sin vacilar.
—Entonces he cumplido con mi cometido —dijo, sonriendo.
Cuando se la llevaron, Jade vestía chaqueta y pantalones negros y tenía el cabello recogido en un moño. La lluvia no parecía molestarle; se veía tranquila y caminaba sin tambalearse. No había ningún sacerdote presente; Jade había rechazado el consuelo espiritual porque decía que no había sido bautizada y que no era cristiana.
El guardia que la escoltaba la colocó en el centro de la trampa, mientras otro le ataba primero las manos a la espalda y luego los tobillos. Cuando quisieron cubrirle la cabeza con una capucha comenzó a agitarla violentamente hasta que desistieron. Entonces, el verdugo se adelantó y le puso la soga alrededor del cuello. La colocó de manera tal que el nudo le quedara detrás de la oreja izquierda y la ajustó. Por el interés que demostraba se podría haber dicho que Jade ya estaba muerta.
Parecía cosa de un segundo, pero se prolongó durante una hora. El verdugo accionó la palanca y la trampa se desplomó produciendo un fuerte sonido metálico. Jade cayó desde una distancia calculada para romperle el cuello sin decapitarla. No hubo espasmos, contorsiones, ni estremecimientos. Su silueta vestida de negro, pequeña e inofensiva, sólo se balanceó un poco; tenía el rostro sereno como lo había tenido desde el principio.
—Nunca vi un condenado a muerte que tuviera tanto coraje —dijo el guardia que estaba de pie junto a Alexander—. Es horrible.
Todo estaba preparado. Una vez que el forense hubiera confirmado la muerte, Alexander retiraría el cuerpo. Lo iban a incinerar en las instalaciones de Sung, pero las cenizas no serían enviadas a China, ni a Sam Wong. A Sung, que se había mantenido completamente al margen del asunto por miedo a las represalias contra su pueblo, se le había ocurrido una idea que pensaba que Jade habría apreciado. A Alexander también le gustó. En medio de la noche, Sung entraría en el cementerio de Kinross y enterraría las cenizas de Jade en el enorme montículo de tierra que cubría el cuerpo de Sam O’Donnell. Por toda la eternidad (o al menos por el tiempo de la eternidad que importaba), Sam O’Donnell tendría a su asesina filtrándose a través de las delgadas maderas de su barato ataúd.
—Quisiera que me devolviese las cartas de la señorita Wong, por favor —dijo Alexander al guardia.
—Salgamos de la lluvia —sugirió el hombre empezando a caminar—. Las quiere leer, ¿eh?
—No, quiero quemarlas antes de que alguien las lea. Estaban dirigidas sólo a ella. Espero que me haga ese favor. No me gustaría verlas publicadas en algún periódico.
El guardia advirtió el puño de hierro escondido en el guante de terciopelo y desistió de inmediato.
—Por supuesto, sir Alexander. ¡No faltaba más! —dijo sinceramente—. En mi oficina hay una chimenea junto a la que nos podemos secar. ¿Una taza de té mientras esperamos?