3. Desastre

El decimoquinto cumpleaños de Nell fue, según sus propias palabras, un desastre. Había recibido una carta de su padre en la que le informaba de que había cambiado de opinión; ahora tendría que esperar hasta 1892 para ir a la Universidad de Sydney a estudiar ingeniería. Los cuatro muchachos, mayores que ella, también se quedarían en Kinross durante todo 1891, así irían los cinco juntos, como lo habían planeado originariamente.

«Me parece importante que yo esté en Kinross y también en Sydney cuando empieces la universidad —decía Alexander en la carta con su letra pulcra, clara y vertical—. Sé que esta postergación no será de tu agrado, pero controla tus emociones y acepta mi decisión, Nell. Es por tu bien».

Nell fue directamente hasta donde estaba su madre agitando la carta como un sedicioso porta una antorcha encendida.

—¿Qué le has dicho? —demandó la muchacha con el rostro arrebolado.

—¿Cómo dices? —preguntó Elizabeth desconcertada.

—¿Qué le dijiste cuando le escribiste?

—¿Cuándo le escribí a quién? ¿A tu padre?

—¡Oh, por Dios santo, mamá! ¡Deja de hacerte la tonta!

—¡Cuidadito cómo me hablas, Nell! No tengo la menor idea de lo que dices.

—¡Esto! —gritó Nell, sacudiendo la carta en la cara a Elizabeth—. Papá dice que no puedo empezar ingeniería el año que viene ¡Tengo que esperar a cumplir dieciséis!

—¡Gracias a Dios! —dijo Elizabeth suspirando aliviada.

—¡Qué actriz eres! Cómo si no lo supieras. ¡Sí lo sabes! ¡Fuiste tú la que lo hizo cambiar de opinión! ¿Qué le dijiste?

—Te doy mi palabra, Nell, de que yo no dije nada.

—¡Tu palabra! ¡Qué risa! Eres la mujer más falsa que conozco, mamá, de verdad. Lo único que te interesa en la vida es hacernos daño a papá y a mí.

—Te estás equivocando —dijo Elizabeth retrocediendo impasible—. No puedo ocultar que me alegra que tengas que esperar, pero no es por culpa mía. Si no me crees, pregunta a la tía Ruby.

No podía contener las lágrimas un segundo más. Nell salió corriendo del invernadero chillando como si tuviera seis años.

—Su padre la ha malcriado —dijo la señorita Surtees, testigo involuntario del arrebato—. Es una lástima, señora Kinross, porque en el fondo es una buena niña. Muy generosa.

—Lo sé —respondió Elizabeth abatida.

—Ya se le pasará —dijo la señorita Surtees, y se retiró.

Sí, ya se le pasará, pensó Elizabeth, pero aun así no me querrá. No encuentro la forma de llegar hasta Nell. Supongo que el problema es que está tan del lado del padre que yo tengo la culpa de todas y cada una de las cosas que no le gustan. ¡Pobrecilla! Tuvo las notas más altas del estado en los exámenes de matriculación en noviembre. ¿Qué va a hacer para mantener su mente ocupada durante todo un año? No creo que Alexander haya tomado esta decisión por Nell, sino porque se habrá dado cuenta de que los cuatro muchachos no están preparados todavía. Y si ellos no van, Nell tampoco. Pero ¿por qué no se lo explicó? Si lo hubiera hecho ella no me culparía a mí. Era una pregunta retórica, en realidad. Alexander hace lo imposible por mantener a Nell alejada de mí, se dijo Elizabeth.

Tampoco fue de mucha ayuda recurrir a Ruby para buscar consuelo; se había reconciliado con Alexander a pesar de la distancia. Cuando volviera a casa se estrecharían en un abrazo como Venus y Marte. Un escalofrío de terror le recorrió el cuerpo. Con Ruby esperándolo en casa, Alexander podría decidir volver antes de lo planeado.

Diez minutos después del encuentro con Nell, Elizabeth se enfrentó a otro miembro femenino de la familia: Jade.

—Señorita Lizzy, por favor, ¿podría hablar un momento con usted? —preguntó desde la entrada del invernadero.

¡Qué extraño!, pensó Elizabeth observándola. La bella y eternamente joven Jade parecía una muchacha de diecinueve años.

—Entra y toma asiento, Jade.

Jade se deslizó tímidamente, se sentó en el borde de una silla de mimbre blanca y cruzó las manos sobre su falda. Temblaba.

—¿Qué sucede, querida? —preguntó Elizabeth, sentándose a su ido.

—Es Anna, señorita Lizzy.

—¡Oh, no me digas que se escapó de nuevo!

—No, señorita Lizzy.

—¿Qué sucede con Anna?

No lo preguntó preocupada; apenas ayer, durante su turno de cuidar a Anna, había pensado en lo bien que se veía la niña: piel clara, ojos brillantes. Tenía casi catorce años y estaba sobrellevando la madurez física mucho mejor que Nell ¡Si tan sólo no le dieran aquellos ataques cuando le venía la menstruación!

Jade logró hablar:

—Supongo que ha debido de ser por la confusión que ha reinado estos últimos meses: las huelgas, la partida del señor Alexander… —Jade se detuvo y se humedeció los labios. Temblaba cada vez más.

—Dime lo que sea, Jade. No me enfadaré.

—Anna no tiene sus menstruaciones desde hace cuatro meses, señorita Lizzy.

Elizabeth abrió desmesuradamente los ojos, dejó caer la barbilla y miró aterrada a Jade.

—¿Hace tres meses que no las tiene?

—O cuatro. No recuerdo muy bien, señorita Lizzy. Las odio tanto que trato de no pensar. Mi dulce niña amarrada, tomando opio, gritando. ¡Trato de no recordarlo! Hasta hoy, que me dijo: «Anna no sangra más».

Elizabeth sintió que un escalofrío recorría sus huesos y en el pecho notó un peso más intenso que el plomo. Se levantó y subió corriendo las escaleras. Pero a medida que se acercaba a la habitación de Anna, sus pasos se hacían cada vez más lentos.

La niña estaba sentada en el suelo jugando con un ramillete de margaritas que había recogido en el jardín. Jade le había enseñado a separaras el tallo y trenzarlas para formar un collar. Elizabeth la observó con nuevos ojos. Anna es una mujer floreciente. Tiene un cuerpo y un rostro hermosos y también una hermosa inocencia porque su mente es como la de una niña de tres años. Anna, mi Anna. ¿Qué te han hecho? ¡Tienes trece años!

—Mamá —dijo Anna alegremente, alcanzándole un collar de margaritas.

—Sí, es precioso, mi amor, gracias. —Elizabeth se colocó las flores alrededor del cuello y se acercó a Anna para ponerla de pie—. Jade encontró una garrapata entre las margaritas. Uno de esos bichos asquerosos que pican. Hemos de asegurarnos de que tú no tengas una garrapata, así que vamos a quitarte la ropa, ¿sí?

—¡Puaj! ¡Garrapata asquerosa! —dijo Anna, que recordaba la ocasión en que se le había pegado una garrapata en el brazo—. ¡Calamina! —gritó. Una palabra de cuatro sílabas muy importante para Anna, porque sabía que se refería a algo que ayudaba a calmar la picazón y el ardor de las heridas.

—Sí, Jade tiene la calamina. Sácate toda la ropa, por favor, querida. Tenemos que buscar la garrapata.

—No, no quiere. Anna no sangra.

—Sí, lo sé. Es por la garrapata, Anna, por favor.

—¡No! —dijo Anna con expresión rebelde.

—Entonces veamos si encontramos la garrapata en las partes en las que no llevas ropa. Si no la hallamos, jugaremos a quitarnos la ropa poco a poco hasta que aparezca. ¿De acuerdo?

Y así continuaron hasta que Anna se quitó las bragas. Su ropa estaba doblada en una pila como Jade le había enseñado a través de los años con persistente paciencia.

Las dos mujeres miraron a Anna desnuda y luego se miraron entre ellas. Un cuerpo hermoso, cuyo vientre, habitualmente plano, se estaba comenzando a hinchar; pechos redondos y perfectos, cuyos pezones se habían oscurecido, ensanchado.

—Deberíamos de haber continuado bañándola sin importarnos cuánto se quejara —dijo Elizabeth amargamente—. Pero no es posible predecir el futuro. —Besó a Anna en la frente con ternura—. Gracias, mi amor. Has tenido suerte. No tienes ninguna garrapata asquerosa que pueda picarte. Vístete de nuevo. Eres una niña buena.

Una vez vestida, Anna volvió a sus margaritas.

—¿De cuánto crees que esté? —preguntó Elizabeth a Jade en el pasillo.

—Más cerca de los cinco que de los cuatro meses, señorita Lizzy.

Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero Elizabeth no lo notaba.

—¡Oh! ¡Mi pobre bebé! Jade, Jade, ¿qué podemos hacer?

—Pregúntele a la señorita Ruby —sugirió Jade, que también estaba llorando.

La ira le sobrevino con tanta violencia que Elizabeth comenzó a temblar sin poder parar.

—¡Yo sabía que Alexander estaba equivocado! ¡Yo sabía que teníamos que reemplazar a Dragonfly! ¡Oh, qué estúpidos son los hombres! Realmente creyó que podía cubrir con el manto de su poder a mi bella, deseable e inocente niña. ¡Maldito sea!

Nell llegó justo a tiempo para escuchar esto. Parecía estar lo suficientemente tranquila para comprender que su madre no era la culpable de su pérdida.

—¿Qué sucede mamá? No estarás llorando porque te grité, ¿verdad?

—Anna está embarazada —dijo Elizabeth secándose los ojos.

Nell se tambaleó; se apoyó contra la pared para no caerse.

—¡Oh, no, mamá! ¡No puede ser! ¿Quién sería capaz de hacerle una cosa así a Anna?

—¡Un asqueroso degenerado que merece que se la corten! —dijo Elizabeth enfurecida. Se dirigió a Jade—. Quédate con ella, por favor. Nell, tú serás nuestro refuerzo. No podemos dejar que vague por ahí.

—Tal vez deberíamos dejarla —dijo Nell, pálida—. De ese modo podríamos atrapar al bastardo.

—Yo diría que ya se habrá ido y, si no se largó hace tiempo, seguramente se dará cuenta de que está embarazada y se marchará.

—¿Qué vas a hacer, mamá?

—Voy a ver a Ruby. Tal vez podamos deshacernos de la cosa.

—¡Es demasiado tarde! —gritaron Nell y Jade al unísono mientras Elizabeth se marchaba—. ¡Es demasiado tarde para eso!

Y lo mismo dijo Ruby tras proferir una violenta sarta de blasfemias.

—¿Qué demonios os pasa a ti y a Jade? —preguntó apretando los puños—. ¿Por qué habéis dejado que pasara tanto tiempo? ¡Por Dios santo!

—Sinceramente, creo que todo ha sido porque es una verdadera pesadilla cada vez que le viene la menstruación. Le tenemos tanto miedo que ni siquiera queremos pensar en eso, y ni hablar de esperar que suceda. Por otra parte, a veces no le viene; no es regular —dijo Elizabeth—. Además, ¡quién se hubiera imaginado una cosa así! ¡Fue una violación, Ruby!

—¡Yo me lo hubiera imaginado! —replicó Ruby.

Por alguna razón era importante obtener la aprobación de Ruby; Elizabeth siguió intentándolo.

—Todo ha sido muy confuso, y es tan difícil convivir con Alexander… Entre su arrogancia, la deserción de Lee, su necesidad de irse y los roces entre vosotros dos…

—¡Oh, ya veo! ¡Ahora es culpa mía! ¿Verdad?

—¡No, no, la culpa es mía! ¡Mía y de nadie más! ¡Yo soy la madre, soy responsable de ella! —gritó Elizabeth—. ¡No culpo a nadie más que a mí misma! Pobre Jade, está desquiciada.

—Igual que tú —dijo Ruby que, ya más calmada, se acercó al aparador sirvió dos vasos largos de coñac—. Es brandy, Elizabeth. Y no discutas, bebe.

Elizabeth bebió y se sintió un poco más fuerte.

—¿Qué hacemos?

—Primero, sácate de la cabeza la idea de deshacerte de eso. Si está más cerca de los cinco meses que de los cuatro, Anna podría morir. Se puede interrumpir un embarazo hasta las seis semanas; a las diez ya es arriesgado. Además, ¡con trece años es demasiado joven! Aunque el hijo del señor Edward Wyler estaría dispuesto a operarla. Se hizo cargo de la consulta de su padre, ¿verdad?

—Sí, Simón Wyler.

—Le enviaré un telegrama, pero no te hagas ilusiones. Dudo que un médico en sus cabales lo consienta, aun en estas circunstancias. —Ruby respiró profundamente—. Y debemos decírselo a Alexander aunque decida no volver para el nacimiento de su nieto.

—¡Dios mío! Se pondrá furioso, Ruby.

—Oh sí, se pondrá furioso.

—Lo que más me atormenta es pensar cómo será el bebé.

—El bebé puede ser perfectamente normal, Elizabeth. Si Anna es como es, es por su nacimiento. —Ruby lanzó una carcajada histérica—. ¡Por Dios! ¡Qué ironía! Alexander podría tener el varón que siempre deseó de su hija retardada y un asqueroso degenerado de mierda que se aprovecha de niñas indefensas. —Su risa se volvió cada vez más descontrolada; se convulsionó hasta las lágrimas y se arrojó a los brazos de Elizabeth hasta que su llanto se convirtió en sollozo—. Mi querida Elizabeth, mi queridísima Elizabeth —dijo después—. ¿Qué más te queda por sufrir? Si pudiera quitarte este peso de encima y cargarlo yo, lo haría. Jamás le has hecho daño a nadie, en cambio yo soy una puta de casi cincuenta años.

—Hay algo más, Ruby.

—¿Qué?

—Debemos encontrar al que lo hizo.

—¡Ah! —Ruby se sentó, buscó su pañuelo y enjugó las huellas de su dolor—. Dudo que lo encontremos, Elizabeth, porque nunca escuché que alguien se estuviera metiendo con Anna. Es un pueblo pequeño y yo estoy en el centro. Entre la taberna, la cantina y el restaurante, me entero de todo. Yo diría que no es de aquí: nadie del pueblo se atrevería, lo lincharían. Todos los de aquí saben la edad que tiene. Mi teoría es que fue algún viajante: van y vienen tan a prisa que es difícil llevar un control. Nunca mandan dos veces seguidas a la misma persona de una misma compañía. Vendedores de rifles, talabarteros, timadores y comerciantes de cualquier cosa, desde ungüentos hasta tónicos, perfumes y bisutería. Sí, un viajante.

—Debemos encontrarlo y juzgarlo. ¡Colgarlo!

—Eso no es sensato. —Sus ojos verdes se tornaron severos—. ¡Usa la cabeza, Elizabeth! Sería como ventilar tus trapos al sol. Los problemas privados de sir Alexander Kinross estarían en boca de todos.

—Entiendo. —Elizabeth suspiró—. Entiendo.

—Ve a casa. Yo enviaré un telegrama al doctor Simón Wyler y haré una excepción a la regla enviándole un telegrama a Alexander. No creo que le guste recibir esta noticia. ¡Vete querida, por favor! Anna te necesita.

Elizabeth se fue. Estaba desolada, pero de todos modos sentía que podía hacer frente al desastre. El brandy la había ayudado, pero no tanto como Ruby. Era práctica, enormemente experimentada, realista. De todas formas, Ruby tampoco se lo había visto venir, si no hubiera hablado.

Es un consuelo. Nos confiamos demasiado; pensamos que todo el mundo sentiría pena y protegería a estos pobres desdichados como nosotros lo hacemos. No es culpa suya si son como son. Pero ¿en qué mundo vivimos que hay monstruos así, que sólo piensan en sus apetitos carnales y que consideran a la mujer como un simple recipiente? Mi adorada niña. ¡Tiene tan sólo trece años! Mi adorada niña; ni siquiera sabe qué le pasó, y tampoco lo comprenderá cuando se lo expliquemos. Debemos ayudarla a enfrentarse con esto; cómo, no lo sé. ¿Se darán cuenta las vacas o las gatas cuando están preñadas? Pero Anna no es ni una vaca ni una gata, es una niña discapacitada de trece años, así que no puedo pretender que afronte el parto como lo hacen las vacas y las gatas. El embarazo, quizá. Conociendo a Anna, pensará sencillamente que está engordando, si es que sabe qué significa engordar.

—Haremos ver que es algo natural y que no hay por qué preocuparse —dijo Elizabeth a Jade y a Nell cuando regresó—. Si se queja porque le cuesta moverse, le diremos que ya se le pasará. Jade, no ha vomitado, ¿verdad?

—No, señorita Lizzy, si lo hubiera hecho me habría dado cuenta antes.

—Entonces lo está llevando bastante bien. Veremos qué dice el doctor Simón Wyler, pero dudo que sea preeclámptica como yo.

—Encontraré al que lo hizo —dijo Jade sombríamente.

—La señorita Ruby dice que no es posible, Jade, y tiene razón. Lo hizo un viajante y se marchó hace tiempo. Nadie aquí habría abusado de Anna.

—Lo averiguaré.

—Ninguna de nosotras tendrá tiempo para eso. Nuestro trabajo es cuidar de Anna —dijo Elizabeth.

A Nell le resultó más difícil aceptar la situación de Anna. Durante toda su vida Anna había estado presente, no tanto como una hermana sino, a su modo, como algo más. Una criatura más difícil de educar que una mascota, absolutamente adorable por su manera de ser: dócil, dulce, sonriente. Anna nunca estaba de mal humor; lo único que la ponía enferma era sangrar. Si besas a Anna, ella te besa. Si ríes, ella ríe contigo.

Tal vez había sido Anna quien había movido a Nell a leer sobre el cerebro. ¡Había tantos misterios que descifrar! Pero se habían hecho descubrimientos y se seguirían haciendo. Quizás algún día se descubriría una cura para las personas como Anna. ¡Qué maravilloso sería si ella, Nell, pudiera contribuir a descubrir la cura! Lo cual no evitó que Nell fuera a su habitación y llorara desconsolada. La pérdida de la inocencia de Anna era la suya propia.

El doctor Simón Wyler era bastante distinto de su padre: menos delicado, más brusco. Sin embargo, era lo suficientemente inteligente para saber de manera instintiva cómo tratar a Anna. Primero hizo lo que Elizabeth, Jade y Nell habían tratado de evitar: le preguntó a ella qué había sucedido.

—¿Conociste a alguien cuando te escapabas, Anna?

Frunció el ceño y lo miró perpleja.

—Cuando caminabas, Anna, en el monte. ¿Te gusta caminar por el monte?

—¡Sí!

—¿Qué haces en el monte?

—Recojo flores. Veo canguros: ¡Salta, salta!

—¿Sólo flores y canguros? ¿Nadie más?

—Hombre bueno.

—¿Tiene nombre el hombre bueno?

—Hombre bueno.

—¿Bob? ¿Bill? ¿Wally?

—Hombre bueno, hombre bueno.

—¿Jugaste con el hombre bueno?

—¡Lindo juego! Mimos. Lindos mimos.

—¿El hombre bueno está aquí todavía, Anna?

Hizo pucheros y puso cara triste:

—El hombre bueno se fue. No más mimos.

—¿Hace cuánto?

Anna no supo contestar. Sólo sabía que se había ido. Luego, el doctor Wyler convenció a Anna de que le mostrara qué tipo de caricias le había hecho el hombre bueno. Para espanto de la madre, ella se acostó en la cama y dejó que el doctor Wyler le quitara las bragas. Luego, sin que él le dijera nada, abrió las piernas.

—Imagina que yo soy el hombre bueno, Anna. Hizo esto… esto y esto, ¿verdad?

El doctor la examinó con cuidado y se mantuvo lo más fiel posible a la definición de mimos de Anna. Si Elizabeth pensaba que había llegado al límite de la mortificación, se dio cuenta de que estaba equivocada al ver a su hija de trece años contorneándose de placer y gimiendo.

—Listo, Anna —dijo el obstetra—. Levántate y ponte las bragas.

Su mirada encontró la de Jade y se estremeció como si hubiera tocado la mano helada de un muerto. Luego, Jade corrió hacia la cama a ayudar a Anna a vestirse.

—Está de cinco meses aproximadamente, señora Kinross —dijo el doctor Wyler mientras bebía una gratificante taza de té en el invernadero.

—¿No se deshará de él? —preguntó Elizabeth con una expresión dura en su rostro.

—No puedo hacerlo —respondió él gentilmente. No la juzgaba por preguntar.

—Ella… lo disfrutó, ¿verdad?

—Parecería que sí. El tipo en cuestión debió de ser un experto seductor de jóvenes vírgenes, y era inteligente. —Apoyó la taza y se inclinó hacia delante; sus ojos grises mostraban compasión—. Anna es una contradicción total. Tiene el cerebro de una niña de tres años pero sus impulsos corporales son los de una mujer adulta. Él le enseñó a disfrutar de lo que le hacía, aun cuando la primera vez no resultara del todo placentera para ella. Aunque puede que ni siquiera fuera así. Anna no está al tanto de los temores de las mujeres, de modo que quizá no sintió dolor. Especialmente si el hombre era un experto.

—Comprendo —dijo Elizabeth con un nudo en la garganta—. ¿Está tratando de decirme que una vez que todo esto termine Anna buscará que suceda nuevamente?

—La verdad, no lo sé, señora Kinross. Ojalá lo supiera.

—¿Qué haremos cuando llegue el momento del parto?

—Tendré que quedarme aquí. Afortunadamente, mi padre todavía está en condiciones de ejercer y no creo que ninguno de mis pacientes se oponga a que él los atienda en mi lugar.

—¿Y el bebé? ¿Será como Anna?

—Probablemente, no —respondió Simón Wyler con el aire de haber considerado ya el tema con detenimiento—. Si el parto de Anna se desarrolla con facilidad, el bebé debería de nacer bien. Por ahora todo está como debe estar. Si fuera un jugador, apostaría a que es un bebé sano con el cerebro intacto.

Elizabeth le llenó la taza nuevamente y le sirvió un pastelillo.

—Si Anna, en el futuro, lo buscara (me refiero al placer), ¿hay algún modo de evitar que quede embarazada?

—¿Se refiere a la esterilización?

—No lo sé. No conozco esa palabra.

—Para esterilizar a Anna, señora Kinross, debería practicarle una cirugía mayor: abrirle el abdomen y extirparle los ovarios. El riesgo es enorme. Hoy en día hacemos cesáreas cuando no queda otra alternativa y, en el mejor de los casos, la mitad de las mujeres sobrevive. La esterilización se haría después del parto, pero no es tan sencillo como sacar a un bebé del útero. Los ovarios están mucho más adentro. Anna es joven y fuerte pero, de todas formas, yo aconsejaría que no se la esterilice.

—La otra alternativa sería encerrarla.

—Sí, lo sé. Tendrán que asegurarse de que Anna no salga sola. En mi opinión, la vigilancia puede ser tan efectiva como la esterilización.

Y con eso se tuvo que conformar Elizabeth. El doctor Wyle tenía razón, no podía someter a Anna a un riesgo quirúrgico de ese tipo, ni tampoco ponerla literalmente entre rejas. Debían vigilarla, vigilarla siempre, y Dragonfly tendría que volver sin importar qué dijera Alexander acerca de economizar. ¡Oh, Alexander, vuelve a casa! ¿Cómo puedo explicarte todo esto en un telegrama, a un chelín por palabra?

Cuando Elizabeth llegó al hotel, Ruby la recibió con la respuesta de Alexander al telegrama anterior.

—Dijo que nos ocupemos nosotras. No puede dejar lo que sea que está haciendo. ¡Maldito bastardo!

—¿Te importaría enviarle esto? —Elizabeth le entregó dos páginas escritas a mano con letra pequeña y apretada—. Sé que es extremadamente larga, pero necesito la opinión de Alexander del informe del doctor Wyle. Si tomo una decisión sin consultarlo con él se enfurecerá.

—Por ti enviaría hasta la Biblia y lo sabes, Elizabeth. —Ruby tomó las hojas y las leyó rápidamente—. ¡Cielos! Sigue y sigue, ¿verdad? ¡Pobre Anna!

—Lo superaremos, Ruby, pero no quiero que Alexander me reproche luego que no le explicamos todas las posibilidades.

—Por el tono de su primera respuesta, sospecho que está bastante conmovido, pero no lo admitirá jamás. —Ruby apoyó los papeles y encendió un cigarro—. No sé cómo, pero lo que pasó con Anna ya está en boca de todos —agregó—. La gente está que hierve. Nunca los había visto tan enojados. Aun los religiosos se olvidaron un poco del «hay que poner la otra mejilla». Si supiéramos quién fue lo lincharían. Theodora lloraba; la señora Wilkins me preguntaba cómo redactar un panfleto para distribuirlo entre las familias que tienen hijas adolescentes, y Sung afilaba el hacha para decapitarlo. Blancos y chinos, todos echan espuma por la boca. —Lanzó una bocanada de humo; parecía un dragón—. Pero a ninguno se le ocurrió un nombre. Por lo general, en situaciones como ésta (es decir, situaciones que provocan tanta rabia) hay un chivo expiatorio al que todos culpan por la sencilla razón de que les cae antipático. Pero esta vez no. En Kinross no tenemos un pervertido como ésos que tratan de besar o tocar a las niñas. Por esa razón todos en Kinross opinan, al igual que yo, que fue un viajante que no ha vuelto por aquí.

—Hay una sola cosa que no encaja —dijo Elizabeth—. Seguramente para dar a la pobre Anna un placer tan familiar con lo que hizo, debió de haberlo hecho muchas más veces, no sólo una. Y los viajantes nunca se quedan más de dos días.

—Sí, pero forman un club. Probablemente se haya corrido la voz de lo de Anna. Su «hombre bueno» podría ser una docena de «hombres buenos» —replicó Ruby, fiel a su teoría.

—No creo. Para mí es alguien de aquí; Jade piensa como yo —insistió Elizabeth con obstinación.

Jade estaba convencida de que había sido alguien de Kinross el que había abusado de Anna. Aunque la niña era la hija de la señorita Lizzy, ambas habían estado tan enfermas que le había tocado a Jade hacer las veces de madre de Anna. Si bien no estaba casada, Jade no carecía de experiencia sexual, la cual se remontaba a su juventud, tiempo antes de empezar a trabajar para la señorita Ruby en Hill End. El príncipe Sung había decretado que debía trabajar para la señorita Ruby y había elegido a Pink Bird de entre las siete hermanas Wong para que fuera su concubina. Si Jade hubiera solicitado un marido, se lo habrían conseguido. Sin embargo, después de evaluar las alternativas, decidió que la vida de servicio era la más fácil. Luego había llegado la señorita Lizzy y ella había pasado de la casa de la señorita Ruby a la de la señorita Lizzy, que era más considerada. Cuidar a Anna como si fuera su hija había sido como tener un bebé sin necesidad de soportar los dolores del parto o la presencia del padre.

A Jade no le importaba trabajar duro o durante horas y horas. Amó a esa pequeña mocosuela llorona como si fuera suya desde el primer día de su existencia. Tampoco se le había ocurrido jamás hacer el menor reproche a la señorita Lizzy por aquellos dos primeros meses de indiferencia hacia Anna. La señorita Lizzy había sufrido mucho, y el señor Alexander no era ni el esposo ni el padre que ella hubiera deseado. Cómo hacía Jade para saber estas cosas era un misterio, ya que la señorita Lizzy en ningún momento había dicho nada, ni había dejado entrever sus sentimientos en algún gesto. También sabía (cómo, sigue siendo un misterio) que la señorita Lizzy se sentía atraída por Lee y que Lee estaba enamorado de ella. Considerando que la vida de Jade transcurría esencialmente en torno a Anna, era sorprendente cuánto sabía.

Nada de lo que ocurre en una casa pasa desapercibido a los ojos de los sirvientes más antiguos, que forman parte de la familia en todos los sentidos. Jade era la criada más antigua y más fiel. Inclusive, estaba más unida a Anna que Butterfly Wing a Nell. Jade sabía lo que Elizabeth no soportaba saber: que el destino de Anna pendía de un hilo. Tenía un padre tan poderoso y dominante como el príncipe Sung y que no vería lo que le había sucedido a Anna del mismo modo que las mujeres. De acuerdo con la eterna ley que gobierna todas las razas, él tomaría las decisiones. Cuando descubrieron que Anna era discapacitada, había sido muy tolerante y compasivo. Sin embargo, eso había ocurrido hacía doce años, y el señor Alexander ya no era el mismo. Si la señorita Lizzy lo hubiera amado… pero no lo amó. Se iba a sentar como un juez en su lujoso sillón, ubicado por encima del mundo de las mujeres, y a considerar el caso con el más absoluto desapego, en un intento por tomar una decisión lógica y razonable acorde con la manera de pensar de los hombres. ¿Cómo explicarle entonces que una decisión lógica y razonable podía herir los sentimientos? ¿Cómo evitar que encerrara a Anna en un asilo?

Por la noche, Jade, demasiado aturdida para llorar, yacía en su cama en la habitación de Anna escuchando la suave respiración de la niña-mujer. Entonces, resolvió que encontraría al hombre que había destruido el mundo de Anna, la posibilidad de Anna de ser feliz en su inocencia.

—Señorita Lizzy —dijo Jade tras la visita del doctor Wyler—, necesito unas vacaciones. Hung Chee, de la tienda de medicina china, dice que tengo el corazón cansado y que he de someterme a un tratamiento con las agujas. Hablé con Butterfly y no tiene inconveniente en ocuparse de mis tareas. Nell no la necesita demasiado y ella no se siente muy bien.

—Por supuesto, Jade —respondió Elizabeth, y titubeó—. Espero que te paguen las vacaciones, el señor Alexander no ha sido el mismo últimamente en lo que respecta a los sueldos.

—Sí, señorita Lizzy, me pagará.

—Por curiosidad, ¿cuánto os paga?

—Más que a los supervisores de la mina. Dice que somos difíciles de encontrar y que debe cuidarnos.

—¡Gracias a Dios! ¿Ya pensaste a qué lugar quieres ir de vacaciones?

Jade se sorprendió.

—A Kinross, señorita Lizzy. He de hacerme el tratamiento con las agujas. Me quedaré con la señorita Theodora, que tiene que pintar la casa. Yo puedo ayudarla.

—Eso no son vacaciones, Jade.

Pero Jade ya se había retirado, contenta de lo fácil que había resultado la primera tarea.

Metió sus cosas en una maleta de mano y tomó el teleférico hasta el pueblo, donde Theodora Jenkins la esperaba, un tanto perpleja.

Aunque sus días de profesora de piano en el teatro de Kinross pertenecían al pasado debido a que Nell la había superado y Elizabeth había perdido interés después del nacimiento de Anna, Theodora Jenkins estaba cómodamente instalada en la vida de Kinross. El querido sir Alexander le había concedido una pensión generosa (no sabía muy bien por qué) y todavía le permitía vivir en su pequeña casa sin cobrarle un centavo. Daba clases de piano y de canto cuando consideraba que alguien tenía posibilidades, tocaba el magnífico órgano en la iglesia de Saint Andrew y participaba de todos los clubes y sociedades del pueblo, desde el de jardinería hasta el de teatro de aficionados. Su pan era famoso y, cada año, ganaba el primer premio en el festival de Kinross. Sin embargo, amable y agradecida como era, atribuía todo el mérito a la cocina económica de hierro que le había instalado el señor Alexander.

Era tan extraño el señor Alexander… Theodora sospechaba que si alguien le caía simpático, era capaz de hacer cualquier cosa; en cambio, si alguien le resultaba antipático o era uno más de sus numerosos empleados, no hacía otra cosa que asegurarse de que el pueblo en el que vivía, o sea Kinross, fuera superior a cualquier otro. Eso continuaba siendo así, a pesar de que había despedido a muchos de los chinos que mantenían Kinross limpia y funcionando.

Jade había acudido a ella para pedirle si podía hospedarse en su casa por algunos días mientras Hung Chee, de la tienda de medicina china, la curaba. Esa petición había sorprendido a Theodora, que no comprendía por qué Jade no había ido al hotel de Ruby o, simplemente, por qué no subía y bajaba la montaña con el teleférico. Sin embargo, Ruby tenía fama de ser rigurosa y, quizá, después de un tratamiento con centenares de agujas, viajar en el teleférico no era tan confortable. En fin. Lo único que Theodora Jenkins sabía era que jamás dejaría que nadie le clavase una sola aguja a ella.

—Es una situación terrible, Jade —dijo, mientras comían un plato de carne, patatas y col frita—. No me sorprende que te haya afectado tanto, querida.

—Hung Chee dice que me sentiría mejor si encontrara al culpable —dijo Jade, que adoraba la carne con patatas y col.

—Entiendo lo que dice pero, desgraciadamente, nadie sabe absolutamente nada. —Theodora miró el plato vacío de Jade—. ¡Dios mío, acostumbrada a cocinar siempre para uno, no sé calcular para dos! ¿Quieres más pan frito, Jade? ¿O un trozo de pastel con mantequilla?

—Pastel con mantequilla, por favor, señorita Theodora. Mañana prepararé comida china: arroz con carne de cerdo y huevo y, de postre, requesón de soja al coco.

—¡Qué cambio tan agradable! ¡No veo la hora!

—Usted debe de conocer a todos en Kinross, señorita Theodora y, seguramente, mejor que la señorita Ruby. Ella ve a los que van al hotel a beber una copa, pero hay muchas personas que no se pueden permitir comer en su restaurante, ni siquiera en ocasiones especiales; además, la señorita Ruby tampoco va a la iglesia los domingos —dijo Jade devorando el trozo de pastel untado con una gruesa capa de mantequilla.

—Es verdad —contestó Theodora.

—Entonces piense, señorita Theodora. Piense en cada una de las personas que viven en Kinross o que vienen de visita regularmente.

—Ya lo he hecho, Jade.

—No lo suficiente —insistió Jade inexorablemente.

No insistió más, y dejó que Theodora hablara de la parte de su casa que necesitaba pintura, que resultó la exterior.

—Sam accedió a hacerlo por mí: color crema con bordes marrones. Tengo la pintura, los pinceles y el papel de lija como me pidió. Empieza mañana.

—¿Sam? —preguntó Jade frunciendo el ceño—. ¿Qué Sam?

—Sam O’Donnell. Era uno de los mineros que el querido señor Alexander despidió en julio. El resto se mudó a Broken Hill o a Mount Morgan, pero Sam decidió quedarse. En fin, es soltero y no bebe. Los domingos asiste al culto vespertino en Saint Andrew y canta muy bien como tenor. Scripps, el pintor, no tiene remedio. ¡Es tan triste, Jade, pensar que algunos hombres prefieren embriagarse que cuidar de sus propias familias! Así que Sam pinta las casas que puede solo y cuando no tiene casas que pintar, hace pequeños trabajos. Corta leña, cosecha patatas, aterrona carbón. —Theodora se sonrojó y rio tímidamente—. Le gusta trabajar para mí porque le doy una rebanada de mi pan junto con los pocos chelines que pide por su trabajo. Me cobra veinte libras por pintar la casa y lo hace bien: ya sabes, quita toda la pintura vieja y raspa las maderas y después las lija. Muy razonable. Dado que el querido señor Alexander me deja vivir aquí, siento que es mi deber pagar por los arreglos necesarios.

—¿Dónde vive Sam? —preguntó Jade tratando de imaginárselo.

—Acampa cerca del pantano, creo. Tiene un extraño perro enorme llamado Rover. Son inseparables. Mañana los conocerás.

Jade, finalmente, logró identificarlo en su memoria.

—Sam O’Donnell. ¿No es el que trajo a ese señor del sindicato, Bede no sé qué, justo antes de la gran huelga?

—No sabría decirte, querida; pero sé que los mineros no lo aprecian mucho. Todos los demás sí… me refiero a las mujeres de Kinross que, por lo general, no pueden cortar leña o cosechar patatas por sí solas. Sam es indispensable para muchas mujeres, en especial para las que no tienen marido, como yo.

—Parece que a Sam le gusta conquistar a las mujeres —dijo Jade.

Theodora parecía una gallina agitada.

—No, no es así —exclamó—. Sam es un perfecto caballero. Por ejemplo, jamás entra en la casa de una mujer, tan sólo se asoma por la ventana de la cocina para tomar un té con galletas. —Se estremeció—. ¡Jade! ¿No estarás pensando que Sam es el culpable? No, ¡te juro que no fue él! Sam es muy amable con las mujeres y es muy respetable, pero siempre tengo la sensación de que no está… en fin… interesado en las mujeres, ¿me entiendes?

—¿Jóvenes? ¿Niños? —inquirió Jade.

Theodora protestó, nerviosa.

—¡Jade! No, no estoy diciendo eso. Me refiero a que está feliz con su vida tal como es, supongo. Muchas viudas… eh… se le han insinuado; sin embargo, él las ha rechazado siempre con tanto tacto que nadie ha salido lastimado. La señora Hardacre es bastante joven y bonita, y además tiene una fortuna considerable, pero Sam ni siquiera quiso pintarle la casa.

—Lo defiende tan bien, señorita Theodora, que tendré que aceptar su opinión de él.

Theodora se levantó para ir a lavar la vajilla; estaba un poco arrepentida de haber permitido a Jade que se quedara con ella. ¿Y si Jade trataba mal al pobrecito de Sam? ¿O le hacía preguntas impertinentes? La última cosa que Theodora quería en el mundo era ahuyentar a su ayudante y pintor. ¡Ay, Dios!

Cuando, al día siguiente a las siete de la mañana, Sam O’Donnell se presentó en la casa de Theodora dispuesto a empezar a quitar la pintura vieja, Jade estaba junto a ella para recibirlo.

Muy guapo para ser un hombre blanco, decidió. Alto, de movimientos graciosos, con los brazos largos y fuertes de alguien que había esquilado ovejas durante muchos años, cabellos claros, y dotado de unos ojos chispeantes que cambiaban de color: azul, gris, verde. Recorrieron a Jade sin encenderse, como los ojos de un hombre que no se siente atraído hacia las mujeres, y no era porque ella fuera china. Jade todavía era hermosa, y la sangre blanca que corría por sus venas le había dado ojos grandes y bien abiertos; tenía mirada de gacela. Ella sabía que era atractiva tanto para los hombres blancos como para los chinos. Sin embargo, Sam O’Donnell permaneció impasible. Sus modales para con Theodora, que desde que lo había visto llegar había comenzado a temblar, eran impecables. No le daba ningún tipo de esperanza, sin embargo, era afectuosamente amigable.

A su lado, vigilante, rondaba un perro enorme de los más nuevos, criados especialmente para custodiar el ganado. Tenía el pelaje grisáceo moteado y una enorme cabeza negra. Los ojos color ámbar del animal eran despiertos, atentos y algo siniestros; como si supiera que debía portarse bien, pero dentro de él sus instintos primarios lo impulsaran a asesinar.

Sam observó lo que Theodora había reunido, asintió y extrajo un soplete polvoriento de su bolsa de herramientas.

—Gracias, señorita Jay, está bien —dijo mientras empezaba a rellenar el tanque del soplete con alcohol.

Obviamente, no tenían más nada que hacer allí. Theodora entró nuevamente a la casa y Jade la siguió, sin dejar de mirar hacia atrás. Pero Sam O’Donnell no las miraba, continuaba preparando el soplete. No, suspiró Jade para sí, no creo que sea él.

Durante siete días recorrió el pueblo, incluida la zona china y la ciudadela del templo de Sung, interrogando a todas las personas que encontraba, aunque algunos blancos y chinos no querían hablar con ella. El prejuicio de las dos razas era parte de su herencia, así que proseguía decidida y perseverante a pesar de la falta de cooperación. Investigaba, escogía, descartaba. No debía apartarse de su misión.

Sus averiguaciones sobre Sam O’Donnell dieron resultados diversos. Las esposas de los mineros hablaron pestes de él, mientras la mayoría de los habitantes de Kinross que no tenían que ver con la minería tenían opiniones positivas. El reverendo Peter Wilkins, que justo en ese momento estaba arreglando el altar, conocía a Jade como la acompañante de Anna, que siempre la esperaba en la puerta de la iglesia de Saint Andrew hasta que terminaba el oficio matutino. Estaba dispuesto a conversar sobre lo que había sucedido con Anna, pero no tenía nada que ofrecer. De Sam O’Donnell dijo:

—Es un buen muchacho. Por lo general viene al oficio vespertino más que al matutino. A pesar de su actitud cuando los mineros fueron despedidos, es un buen chico. Solía ser esquilador y los esquiladores siempre están involucrados en los temas sindicales, Jade.

—¿Usted piensa que es un buen chico porque asiste al oficio vespertino? —preguntó Jade con un tono respetuoso que excluía cualquier intención de ofenderlo.

—No —dijo el pastor—. Sam es una buena persona. Después de que la mitad de los empleados del pueblo fueron despedidos, hubo una plaga de ratas en la rectoría y él se deshizo de ellas en dos días. No hemos visto una rata desde entonces. Cumple una función importante en Kinross haciendo todos los trabajos que los chinos no quieren hacer. No lo tomes a mal, Jade. Los chinos son muy trabajadores.

—Comprendo, señor Wilkins, gracias —dijo Jade.

Aun así, siguió vigilando a Sam O’Donnell que había asaltado el exterior de la casa de Theodora con tanto empeño que Jade se preguntaba por qué algunos mineros lo consideraban un holgazán. Tal vez, pensó Jade, a Sam le gustaba el sueldo del trabajo en la mina de oro pero odiaba estar bajo tierra. Entonces, cuando el representante del sindicato, Bede no sé qué, se había ido, Sam había descubierto una oportunidad de trabajo en Kinross que nadie quería aprovechar. Estaba al aire libre, podía tener a su perro siempre con él y, a juzgar por el ejemplo en casa de Theodora, se alimentaba mejor que cualquier otro en su situación. Hasta el perro recibía huesos y restos que le daba el carnicero. El único inconveniente era que, de vez en cuando, Sam decía que tenía que ir a casa de la señora Murphy o a la de la señora Smith para ayudarlas durante un par de horas y volvía. No mentía; Jade lo había seguido y había comprobado que las ayudaba. Un poco fastidioso para Theodora ya que sus ausencias suponían un retraso en el trabajo que hacía para ella. Pero Theodora no se quejaba.

Jade se acostumbró a verlo asomado por la ventana de la cocina a las diez de la mañana o por la tarde, bebiendo un té humeante en su tazón de esmalte y comiendo las galletas que Theodora horneaba. A la hora del almuerzo, bebía otra taza de té y se comía dos bocadillos enormes de mantequilla y queso a la sombra de un árbol en el jardín de Theodora. Al final de cada día, Theodora le regalaba una rebanada de su magnífico pan y entonces, seguido por Rover y cargando la bolsa de herramientas en la mano, se iba caminando los cinco kilómetros que lo separaban del campamento que había cerca del pantano.

Ni siquiera una vez, pensaba Jade mientras volvía en el funicular hacia la casa Kinross después de sus «vacaciones», había percibido, en Sam o en cualquier otro posible sospechoso, una palabra, una mirada o una actitud que lo inculpara.

Y así podrían haber quedado las cosas para siempre si no hubiera sido por Jim Summers, cada día más avinagrado y huraño. Como era sabido, su vida familiar era amargamente infeliz. Maggie Summers había llegado a un estado casi demencial. A veces ni siquiera sabía quién era Jim, y otras, en cambio, lo reconocía y se le arrojaba encima con todas sus fuerzas. Summers también asistió al cambio de actitud de Alexander con respecto a él, sobre todo después de lo acontecido con Lee. Tras la deserción de Lee, Alexander se había acordado de la existencia del fiel Summers y le había pedido que lo acompañara en su último viaje, cuando Ruby se había negado a ello. Pero Summers había tenido que rechazar la oferta: no podía dejar a Maggie a menos que la internara en un asilo, y eso era algo que el pobre hombre no se resignaba a hacer. Su vida había sido una sucesión de desilusiones y aunque Alexander dijera que estaba demasiado fuera de sí para darse cuenta de dónde estaba, Jim no podía olvidar el asilo en París al que había ido con su madre a ver a su hermana demente. Cuando no quiso moverse del pueblo, Alexander se enfadó con él.

El momento preciso en que había pasado de sospechar de Sam O’Donnell a sospechar de Jim Summers no estaba claro para Jade. Una breve sucesión de hechos había contribuido a su culpabilidad. El primero fue que lo había sorprendido tratando de violar a su segunda hermana menor, Peach Blossom, que había logrado escapar con su virtud intacta gracias a la intervención de Jade. El segundo era el modo en que observaba a Elizabeth cuando caminaba por el jardín. El tercero, que la miraba con odio a ella, Jade, por haberle arruinado la diversión con Peach Blossom. Y el cuarto, que se comportaba de forma demasiado cariñosa con Nell cuando la ayudaba a montar su caballo rebelde. Nell había reaccionado golpeándolo en la cara con la fusta.

¡Jim Summers! Sí, ¿por qué no? ¿Por qué habrían de detenerlo todos estos años de servicio constante? Tenía acceso a todo, a todos los lugares de la montaña Kinross, desde los bosques y los senderos para los caballos hasta la casa misma. En una época había vivido en la tercera planta. Su esposa había sido el ama de llaves. Ahora, su mujer era incapaz de cumplir con sus deberes maritales; sin embargo, él no podía recurrir a las mujerzuelas que vivían en las afueras de Kinross y rondaban con precaución por allí, mientras la ciudad se volvía cada vez más respetable y sujeta a los preceptos morales de Dios.

Así que Jade se dedicó a vigilar a Jim Summers siempre que él estaba en la montaña y no en los talleres de abajo. Le resultaba más fácil hacerlo ya que Butterfly Wing se había tomado muy en serio la responsabilidad de cuidar a Anna, Dragonfly había vuelto y Elizabeth también se turnaba para ayudar con su hija menor.

La habitación de la niña se había convertido en una sala de maternidad. El doctor Wyler había insistido en que era necesario estar preparados por si Anna daba a luz antes de lo previsto. La más competente de las Wong, Pearl, había aprendido a humedecer una mascarilla de gasa con cloroformo en la medida justa para anestesiar sin asfixiar. El doctor Burton se había capacitado en las nuevas técnicas, en caso de que el doctor Wyler no estuviera presente. Por aquellos tiempos Kinross también contaba con una matrona, Minnie Collins, que estaba, según la opinión del doctor Wyler después de haber hablado con ella, más preparada que el viejo Burton para afrontar un parto complicado. Así, en la habitación había un armario lleno de instrumentos brillantes metidos en ácido fénico y otro con frascos de cloroformo, ácido fénico y alcohol. Los cajones que apestaban a ácido fénico estaban llenos de sábanas, trapos y varias mascarillas de gasa.

Anna, por su parte, era más paciente en su estado de lo que cualquiera habría esperado. A medida que su cuerpo se ensanchaba se sentía cada vez más orgullosa; lo mostraba a la menor provocación. Cuando el bebé se movió dentro de ella, gritó complacida. Sin embargo, la había tomado con Nell. Una situación dolorosa para Nell que deseaba desesperadamente ayudar, participar del embarazo y del parto de Anna.

Cansada de las matemáticas, la historia, las novelas y la anatomía, Nell refunfuñó hasta que Ruby vino al rescate.

—Es hora de que empieces a involucrarte en los asuntos de Empresas Apocalipsis —dijo Ruby a Nell en ese tono que no daba lugar a objeciones—. Si Constance ha podido aprender a ocupar el lugar de Charles, y el esposo de Sophia, a encargarse de los libros, sin duda tú puedes reemplazar a Lee. Tienes la cabeza llena de teoría; ha llegado el momento de que te enfrentes a la realidad. Sung, Constance y yo estamos de acuerdo en que trabajes cinco días a la semana: dos en las oficinas del pueblo y tres inspeccionando la mina, la refinería y los talleres. No será del todo nuevo para ti ya que Alexander solía llevarte consigo cada vez que podía. Si vas a tener que sobrevivir en la facultad de Ingeniería, es mejor que primero sepas cómo es dirigir a hombres que no te aprecian.

Para Nell era la salvación. Había conocido máquinas y minas en las rodillas de su padre, luego a su lado y, muy pronto, vestida con un mono enorme (¡impresionante!), les había demostrado a los hombres que la observaban furiosos que podía distinguir una parte de una locomotora de otra y que sabía todo lo que había que saber sobre la refinación del cianuro. Podía utilizar una llave inglesa como el mejor de ellos, no le molestaba mancharse de aceite lubricante y tenía buen oído para identificar anomalías en los metales cuando pasaba tocando y golpeando las máquinas o las ruedas de un tren. Lo que en principio había sido ira masculina se convertía en admiración. Sobre todo porque Nell ignoraba la novedad de su sexo y se comportaba como uno más de los muchachos. Además, poseía la autoridad natural de Alexander: cuando daba una orden esperaba que se cumpliera porque era la orden correcta y si no sabía una cosa, la preguntaba.

Para Elizabeth, que se preocupaba más por Nell que por Anna, fue una bendición. Era Nell la que debía ir a un mundo de hombres y que además poseía la inteligencia y la sensibilidad para sufrir un rechazo. Si bien tenía el temperamento de Alexander, también poseía la enigmática desconfianza de Elizabeth y, aunque no estaba demasiado unida a la madre, Elizabeth la comprendía mucho mejor de lo que ella se imaginaba (o hubiera querido). Nell era la niña de papá, exiliada porque su padre no estaba allí. De modo que saber que estaba ocupada con los asuntos de él era un alivio para Elizabeth.

A medida que Anna se acercaba al octavo mes, marzo de 1891, se sentía demasiado pesada para dar las largas caminatas que todas las mujeres habían insistido en que debía hacer. No mostraba signos de preeclampsia, pero el peso que tenía que cargar la tornaba irritable y difícil de entretener.

El lugar favorito de Jade para llevar a Anna cuando estaba de turno era el jardín de rosas que, dado que se acercaban al final del verano, estaba todo florecido. Allí, tras dar un paseo tranquilo, Anna se acomodaba en una silla de mimbre y se entretenía tratando de adivinar el color de las rosas. Si bien entendía el concepto de color, no era capaz de nombrar uno específico. Así que Jade lo convertía en un juego que la hacía reír por la forma en que pronunciaba los distintos colores.

—¡Maaaaalva! —decía Jade señalando un pimpollo—. ¡Roooooosa! ¡Blaaaanco! ¡Amariiiiiillo!

Anna repetía los sonidos pero jamás recordaba qué flor era color malva, rosa o amarilla. De todas formas, la hacía pasar el tiempo y le mantenía la mente ocupada.

Estaban jugando a ese juego en el jardín de las rosas cuando Summers pasó caminando a unos metros de ellas. A su lado caminaba un perro pastor grisáceo. Jade había escuchado que se había hecho con un perro, aparentemente para que le hiciera compañía; además, a su mujer le gustaban los perros, otra ventaja.

De pronto, Anna gritó de alegría y extendió los brazos.

¡Rover! —gritó—. ¡Rover, Rover!

Se oscureció el día, como si la luna hubiera pasado por delante del sol radiante. Jade permaneció en medio de la rosaleda y sintió toda la fuerza de esta inocente confusión; comprendió la espantosa diferencia entre sospecha y certeza. Anna sabía el nombre del perro de Sam O’Donnell.

Pero ¡Anna no conocía a Sam O’Donnell! Durante la semana en que había estado en el pueblo, Jade había interrogado a todos para ver con quién se encontraba Anna cuando iba al pueblo, con quién hablaba, quién se encargaba de ella y daba aviso a la casa Kinross. Como sospechaba de Sam O’Donnell, había preguntado específicamente por él, pero no figuraba en la lista de los conocidos de Anna. Si llegaba hasta el pueblo, iba donde Ruby, al hotel, o a ver al reverendo Wilkins a la rectoría. ¿Habría sido allí? ¿Cuándo O’Donnell se había ocupado de las ratas? Según el pastor, no, y seguramente se acordaría. Sin embargo, Anna sabía el nombre del perro de Sam O’Donnell, lo cual significaba que lo conocía muy bien.

¡Rover, Rover! —continuaba llamando Anna con los brazos extendidos.

—¡Señor Summers! —gritó Jade.

Summers se acercó con el perro pisándole los talones.

—¿Se llama Rover? —preguntó Jade mientras el perro, una amigable criatura, se iba directamente hacia Anna y respondía a su saludo extático con lengüetazos y moviendo la cola.

—No, se llama Bluey —respondió Summers sin alterar su expresión—. Anna, es Bluey, no Rover.

Summers no sabía el nombre del perro de Sam O’Donnell. Jade se sentía como si estuviera caminando por un lago de jarabe. Dejó que Anna se divirtiera con el perro, que saludara a Summers mientras se alejaba y siguió jugando con ella hasta la hora del almuerzo. Jade advirtió que Anna se estaba volviendo sensible al sol, ya que cuando volvieron a casa se quejaba de que le dolía la cabeza.

—Tú tienes más paciencia con ella cuando está enferma —dijo Jade a Butterfly Wing yendo y viniendo ansiosa con una poción de láudano—. ¿Podrías quedarte con ella? Necesito ir a Kinross.

Butterfly le administró la medicina a Anna (que la apreció; era una bendición), entre tanto, Jade fue hasta el armario que tenía los frascos y tomó uno que decía CLOROFORMO. Luego, mientras Butterfly se sentaba en el borde de la cama de Anna para ponerle paños húmedos en la frente, Jade tomó una de las mascarillas de gasa del cajón. Hizo todo con tanta rapidez que Butterfly Wing no se dio vuelta, ni siquiera cuando Jade, cargada con todo aquello, cerró la puerta de un portazo.

¡Cuántas veces había imaginado ese momento en su cabeza! Cada movimiento estaba planeado; cada complicación, calculada. Jade llevaba a cabo su cometido con la tranquilidad de quien ha estudiado cada paso. De la habitación de Anna a la cabaña situada en el patio de detrás de la casa donde, años atrás, Maggie Summers había decidido que viviera Jade. Luego la habían convertido, por un tiempo, en una prisión para un ayudante de cocina que se había vuelto loco. Lo habían confinado allí hasta poderlo esposar para llevarlo a un manicomio. Desde entonces seguía siendo una celda de detención en caso de duda. Las ventanas tenían barrotes y persianas, las paredes estaban revestidas con un paño relleno de paja y la cama era un armatoste pesado de hierro atornillado al suelo. No tenía colchón, pero Jade había traído ropa de cama consigo y la había arreglado. Una mesa, una silla, y una mesilla con cajones, también de hierro y atornilladas al suelo, completaban el mobiliario. Aunque muchas veces habían tratado de erradicarlo, todavía persistía un ligero olor a heces y a vómito. Jade abrió todas las ventanas y encendió algunas barritas de incienso que colocó en un frasco de mermelada sobre la mesa. Iba y venía de la cocina de la casa bajo la mirada de Chang y sus asistentes que, acostumbrados a verla entrar y salir, no sospechaban de su conducta. Tomó un calentador de alcohol con un pequeño hervidor de cobre para el agua, algunas vasijas chinas y un paquete de té verde.

El patio estaba desierto porque no era día de limpieza y Chang estaba ocupado preparando la cena.

Una vez satisfecha con la apariencia de la habitación (había cerrado las persianas y puesto seis lámparas de queroseno), Jade regresó a hurtadillas y fue hacia su alcoba. Se puso el vestido más bonito que tenía: era entallado, de seda bordada color verde azulado y abierto en ambos costados de la falda para permitirle caminar. En circunstancias normales, ninguna mujer china hubiera usado un vestido así en un pueblo de blancos, por eso, Jade se puso un sobretodo a pesar del calor. Tomó una pequeña botella de láudano del botiquín del baño y la puso en el bolsillo del abrigo.

Luego, tan tranquila, pidió el funicular y se dirigió a Kinross. Eran casi las cuatro de la tarde y sabía que Theodora Jenkins estaría en Saint Andrew ensayando en el órgano para tocar en un culto especial, el último antes de la cuaresma. El turno de los obreros de la mina cambiaba recién a las seis, así que podía disponer del funicular, visto que las torres de perforación estaban prácticamente desiertas. Cuando llegó al pueblo, caminó velozmente, evitando pasar por la plaza, hasta llegar a la casa de Theodora Jenkins.

Sam O’Donnell no había cambiado sus horarios: trabajaba todos los días, de lunes a viernes, hasta las cinco. Si tenía que ir a ayudar a alguien, lo hacía después del almuerzo para regresar a tiempo. El perro gruñó antes de que Jade estuviera a la vista, así que cuando dobló la esquina, Sam O’Donnell ya sabía que venía alguien y se quedó quieto, pincel en mano, esperando a Theodora. Cuando vio a Jade con sobretodo alzó las cejas desconcertado, sonrió y puso cuidadosamente el pincel atravesado sobre la lata de pintura.

—¿No te estás asando con eso? —preguntó.

—Terriblemente, es como estar dentro de un horno —respondió ella—. ¿Te molesta si me quito el abrigo, Sam?

—Adelante.

No pensaba que la amiga china de Theodora (mitad blanca, seguramente) fuera atractiva, pero cuando se quitó el abrigo mostrando ese increíble vestido, experimentó un deseo profundo que no sentía desde la última vez que había visto a Anna Kinross. ¡La zorra era realmente hermosa! Tenía cintura delgada y pechos firmes. Sus piernas brillaban, envueltas en medias de seda con portaligas de encaje que le llegaban por encima de las rodillas; un poco más arriba asomaban, provocativos, sus muslos desnudos. El pelo —oscuro, lacio, abundante y brillante como el pelaje de un caballo pura sangre— le caía por la espalda y lo llevaba sujeto detrás de sus pequeñas orejas. A Sam lo atraían sólo dos tipos de mujeres: las jovencillas virginales y las prostitutas inexpertas.

—¿Adónde vas vestida así? —logró preguntar.

—Al pueblo del príncipe Sung; por eso estoy vestida así. No tendría que haberme dejado el abrigo. Hace demasiado calor. Así que pensé en pedirle un vaso de agua a la señorita Jenkins y volver a casa.

—La señorita Jay no está, pero la puerta está abierta.

A modo de respuesta se tocó la cabeza con su mano delicada, suspiró y se tambaleó como si fuera a desmayarse. Sam O’Donnell la tomó en sus manos y la sujetó. La sintió temblar e, interpretando su repulsión como deseo, la besó. Jade lo besó de una manera que él jamás había experimentado, ya que no solía andar con putas. ¿Conque así eran las chinas? ¡Cuántas cosas se había perdido por haberlas menospreciado! Un coño pequeño y estrecho (si lo que decían de los hombres chinos era verdad… que la tienen chica). Lo que él no sabía era que Jade había trabajado para la señorita Ruby en sus épocas de burdel y había escuchado (y a veces hasta visto) de todo.

—Te deseo —susurró—. ¡Jade, te deseo!

—Y yo a ti —respondió ella pasándole los dedos por el pelo.

—Termino aquí y te llevo a mi campamento.

—No, tengo una idea mejor —dijo ella—. Volveré a casa en el funicular y tú me seguirás por el sendero. Vivo en la cabaña que está detrás de la casa Kinross, cerca de donde termina el sendero. El personal estará dentro, así que lo único que tienes que hacer es ocultarte entre los edificios de la parte de atrás hasta que llegues a mi puerta: es color rojo intenso, la única de ese color.

—Sería más seguro si fuéramos a mi campamento —objetó.

—No puedo caminar tanto, soy demasiado frágil, Sam. —Le lamió la oreja y después siguió acariciándolo con la lengua hasta recorrer su mandíbula y llegar a sus labios, invadiéndolos—. Amo a los hombres blancos —dijo con voz profunda—. ¡Son tan grandes! Pero yo trabajo en la casa Kinross, así que los hombres me están prohibidos. Sin embargo, aquí estoy rompiendo las reglas por ti. ¡Te deseo, Sam! ¡Quiero recorrerte de arriba abajo con mi boca!

Sonó como si realmente fuera una prostituta inexperta, pero sin duda era dulce y limpia. Sam O’Donnell dejó de lado sus escrúpulos y asintió.

—Está bien —dijo.

Jade se puso el abrigo y volvió a la normalidad: el pelo dentro del abrigo, piernas invisibles, pechos inexistentes.

—Te estaré esperando —dijo y se alejó deprisa.

Sam, ardiendo de deseo por ella, guardó sus cosas y se puso en marcha hacia el sendero. El perro lo seguía con el rabo entre las patas como si supiera lo que iba a suceder; probablemente lo sabía.

En circunstancias normales, Sam O’Donnell era una persona comedida a la que le gustaba estar en buenos términos con las mujeres sin abordarlas sexualmente. Era, según sus propias palabras, un tío difícil de complacer y lo único que aplacaba su deseo era una joven virtuosa de menos de veinte o, corrigió, una puta como las que había en aquella casa de mala reputación en las afueras.

Nacido cerca de Molong, un pequeño poblado rural hacia el oeste, su destino estaba marcado por sus circunstancias: su padre se las apañaba para vivir trabajando como aparcero o esquilador; su madre criaba bebés. Cuando cumplió doce años fue a los esquileos con su padre y aprendió a esquilar: un trabajo agotador y espantoso que se hacía en las peores condiciones. Los esquiladores vivían en un lugar denominado eufemísticamente barraca, dormían sobre camastros sin colchón y los alimentos que recibían ni un perro salvaje los comería. ¡Con razón los esquiladores eran los sindicalistas más activos! Permaneció allí mientras vivía su madre. Luego se fue a Gulgong y a las minas de oro, donde aprendió el oficio. Después, más cerca de los cuarenta que de los treinta, se dirigió hacia Kinross donde lo contrató el responsable de la mina. Nunca conoció al grande y poderoso Alexander Kinross, ni siquiera cuando vino Bede Talgarth.

Soñaba con una vida mejor para el hombre trabajador, mejores condiciones de trabajo y jefes considerados, por eso se había afiliado a la Asociación de Mineros Unidos. Como era muy activa en Gulgong, él esperaba que también lo fuera en Kinross. Si no era así se debía a la astucia del señor Alexander Kinross: buenas condiciones de trabajo, buen sueldo y un pueblo limpio, económico y agradable en donde vivir. Eso hacía que Sam O’Donnell odiara más a Alexander Kinross. Cuando los empleados de Apocalipsis se habían tomado con tanta tranquilidad el despido, él por su parte había viajado a Sydney y había conseguido al mejor orador del sector, Bede Talgarth. Sin embargo, las ovejas no se transformaron en lobos. Cogieron su indemnización y siguieron con sus vidas. Sabía muy bien por qué no había hecho lo mismo él también.

Todo comenzó el día en que lo despidieron, a principios de julio. Alexander había echado a sus hombres en grupos, y Sam O’Donnell estaba en el primero. Furioso, Sam intentó calmar su ira subiendo la condenada montaña prohibida del maldito Alexander Kinross del demonio. Allí, no muy lejos de la terminal del funicular pero en dirección opuesta a la casa Kinross, tuvo una visión. La niña más bonita que jamás hubiera visto merodeaba tarareando entre los helechos. El viejo Rover, que por lo general era hostil con todos excepto con Sam, emitió un gruñido de placer, se acercó a la niña y saltó sobre ella. En lugar de gritar y tratar de quitarse al perro de encima, la niña chilló de gusto y aceptó el abrazo. Luego, cuando Sam O’Donnell se acercó con una sonrisa conciliadora, ella lo miró con sus ojos color gris azulado e hizo extensiva la bienvenida a él también.

—Hola —dijo él, y dirigiéndose al perro—: ¡Abajo, Rover! ¡Abajo, Rover!

—Hola —respondió la visión.

—¿Cómo te llamas? —preguntó sorprendido de que no tuviera ninguno de los temores que se le inculcan a las niñas respecto de los extraños en los lugares alejados; temor que, por cierto, había frustrado sus intenciones más de una vez en el pasado.

A modo de respuesta, ella se inclinó para acariciar al cariñoso perro que gemía panza arriba.

—¿Tu nombre? —preguntó nuevamente.

Alzó la vista sonriendo.

—¿Tu nombre?

—Anna —respondió ella finalmente—, Anna, Anna, Anna. Yo Anna.

Se iluminó. Era la hija retardada de Alexander Kinross, una pobre criatura estúpida que, según decían, sólo iba a Kinross los domingos, a la iglesia o, de lo contrario, cuando se alejaba más de lo debido. Sin embargo, jamás le había prestado atención allí. No tenía la menor idea de que Anna Kinross fuera tan bella, tan deseable, tan sensual y, al mismo tiempo, la inocencia personificada. ¡Con razón habían dado la orden de devolverla cuando se alejara demasiado! Era la fantasía más fabulosa e imposible de todo hombre.

Se agachó junto a ella. Su instinto de conservación le decía que no debía decirle su nombre. Pero había pronunciado el nombre del perro cuando le había ordenado que se quedara quieto y Anna, que se había enamorado instantáneamente del animal, había tenido uno de sus raros ataques de memoria.

¡Rover! —decía mientras seguía acariciando al perro—. ¡Rover, Rover!

—Sí, es Rover —dijo él sonriendo.

Allí comenzó la experiencia más estimulante y exitosa de la vida de Sam O’Donnell, que interrumpió sólo durante dos días para ir a Sydney a buscar a Bede Talgarth.

Con paciencia y tranquilidad, gradualmente incitó a la niña a realizar algunas cosas indecentes: un beso en la mejilla, un beso en la boca, un beso en el cuello que evocaron una respuesta de mujer adulta. Descubrir suavemente sus pechos, un gemido de placer al besar y succionar sus pezones. Una mano que se introducía delicadamente en sus bragas, y ella que se arqueaba y retorcía como una gata en celo. Y lentamente, lentamente, lentamente la llevó hasta una aceptación casi servil. Todos los días aparecía en el mismo lugar, ansiosa de acariciar a Rover y de ser besada, mimada, acariciada, excitada hasta alcanzar un palpitante frenesí que la convertía en una mariposa grande y gloriosa desesperada por inmolarse en aquel fuego desconocido. La virginidad no fue un problema: estaba tan excitada que ni siquiera fue consciente de perderla, y cuando él logró el clímax, ella también.

La razón que hacía que la seducción de Anna Kinross fuera tan asombrosa era precisamente quién era ella, quién era él, y el exquisito secreto que los envolvía. Y la identidad de su grande y poderoso padre.

A principios de julio logró rehacer su vida en una forma que, para su sorpresa, era muy apropiada para él. ¡Trabajo autónomo! No más jefes, no más inútil trabajo pesado en apestosos cobertizos o minas cerradas, lejos del sol y el aire libre. Desde que Scripps se había convertido en un borracho que nadie quería contratar, se había dedicado a pintar los exteriores de las casas (trabajos no muy grandes que, de todos modos, no lo convertirían a él en jefe) y además hacía algunas otras tareas entre una cosa y otra. También había comenzado a asistir todos los domingos al oficio vespertino en Saint Andrew. Había ayudado al pastor con las ratas. Siempre muy educado. No entraba nunca en la casa de una mujer. Se había mudado de la pensión en la que vivía y acampaba cerca del pantano para que nadie estuviera al tanto de sus movimientos. Sus trabajos de pintura, las tareas y las buenas obras formaban parte del secreto de Anna Kinross. Le inventaba a una mujer que tenía que ir a la casa de otra a hacer algo… ¡oh, era tan inteligente! De hecho, se sentía invulnerable. ¿Alexander Kinross se creía listo? Comparado con Sam O’Donnell no era más que una babosa deslizándose en el limo. Anna era suya: su propiedad privada, su perra rastrera, su paraíso sexual. Absolutamente ninguna inhibición y al mismo tiempo más pura y virginal que la nieve. Anna era la respuesta a la fantasía más salvaje de un hombre muy difícil de complacer.

A principios de diciembre, cuando hacía ya cinco meses que se veían, Sam O’Donnell se dio cuenta de que Anna estaba embarazada. Tenía la misma mirada que su madre solía tener y su barriga no estaba tan plana como antes. ¡Por Dios! Ésa fue la última vez que fue a la montaña; desconocía si Anna todavía acudía allí a buscarlo, tan sólo suplicaba que no se encontraran nunca cara a cara.

La suerte estuvo de su parte. Cuando, al empezar el año, llegó a Kinross la noticia de que un degenerado había atacado a la pobre niña y la había dejado embarazada, Sam decidió afrontar la tormenta. Si se iba del pueblo, se darían cuenta de que había sido él, así que se quedaría donde estaba. No iba a cambiar sus costumbres. Era demasiado hábil para poner fin a sus escapadas repentinas del tipo «vuelvo en tres horas, señora Nagel, voy a echar una mano a la señora Murphy». Simplemente, tendrían que ser reales y no inventadas. Sam O’Donnell no se hacía ilusiones. Si lo culpaban por lo de Anna Kinross, lo lincharían.

Así que subió por el sendero hacia la cabaña de Jade Wong, ansioso como un hombre famélico frente a una rebanada de pan. Jade podía parecer pan viejo en comparación con Anna, pero de todas formas era bueno y lo necesitaba. Sam O’Donnell estaba verdaderamente famélico; necesitaba «un poco de jugueteo», como le había dicho a Bede Talgarth.

De todas formas, se tomó su tiempo. Había trabajado duro casi todo el día y no quería gastar más fuerzas de las necesarias en subir una colina de trescientos metros. Cuando llegó arriba, el sol descansaba sobre las cimas de las colinas occidentales. Inmediatamente, comprobó que lo que Jade había dicho era verdad. El patio del fondo estaba desierto. Desde la cocina llegaban claras voces chinas y estallidos de risas. Con un gesto rápido indicó al perro que se quedara fuera; levantó el pestillo de la puerta roja y se deslizó hacia el interior. El lugar tenía un olor extraño, mezcla de aromas exóticos con algo más desagradable; el olor de una habitación china, pensó. ¿Por qué no abría ella las persianas? ¿Para que no se viera la luz? No tenía sentido si vivía en esa pocilga.

—¿Qué hay en las paredes? —preguntó a Jade al observar el revestimiento.

—No lo sé —respondió ella mientras cambiaba la tapa de la tetera. No muy lejos, en la misma mesa, había un hervidor humeante sobre el calentador.

—¿Por qué hay barrotes en las ventanas?

—Es la casa de un tigre.

Un rápido vistazo a su alrededor lo convenció de que Jade estaba bromeando. ¿Por qué no abría las ventanas en lugar de encender lámparas? Era rara; sin embargo, Sam se concentró en cómo se veía sin el sobretodo: ¡hermosa, verdaderamente hermosa!

Como si le hubiera leído la mente, Jade apoyó sobre la silla su sandalia de tacón y se acomodó la costura de la media. Inmediatamente, él comenzó a recorrer con la mano la suave tela que la envolvía; después la liga y, un poco más arriba, la piel desnuda, más sedosa aún. Siguió subiendo y descubrió una grieta desnuda y húmeda. Jade Wong no llevaba bragas. La muchacha se sobresaltó y se estremeció, sonrió frunciendo los labios y le apartó suavemente la mano.

—No, Sam, cada cosa a su tiempo. Primero bebemos el té; es parte del ritual —dijo Jade que tomó la tetera y vertió el líquido amarillento en los dos cuencos pequeños. Le alcanzó uno.

—No tiene asa, me voy a quemar —protestó él.

—El té está a la temperatura justa. Bebe Sam —susurró sorbiendo el té—. Tienes que beberlo todo, sino nuestra noche juntos no será mágica.

¡Uh, una poción china para el amor! Aunque no sabía tan bien como el verdadero té indio, no era tan malo. Sam bebió. Incluso bebió una segunda taza cuando ella se la sirvió.

Entonces recibió su recompensa. Jade se desabrochó el botón del costado del vestido y lo fue subiendo lentamente para quitárselo por encima de la cabeza. Él observaba absorto cómo su cuerpo se iba descubriendo desde las piernas hacia arriba: bello púbico negro aterciopelado, hermoso vientre, pechos deliciosos.

—Déjate las medias puestas —dijo, al tiempo que lidiaba con su propia ropa; sus dedos parecían más torpes de lo habitual.

—Por supuesto —respondió ella; se acercó lentamente a la cama y se acostó; se llevó el pulgar a la boca y comenzó a chuparlo sonoramente formando una «O» carmesí con los labios. Sus ojos de gacela lo observaban sin parpadear.

—Déjame ver tu coño, chinita —dijo.

Ella abrió obediente las piernas y él se acercó torpemente a la cama; estaba desnudo pero no la tenía tan tiesa y erecta como debería tenerla. ¡Oh, Dios! Algo andaba mal. Le faltaba el aire. Se tambaleó hasta el borde de la cama donde se desplomó como si lo hubieran apuñalado. Luchaba por mantener los ojos abiertos. Trató de pellizcar el pezón de Jade pero no pudo. Se le cerraron los ojos. Primero una siesta, y después la sacudiría hasta que le temblaran los dientes. Sí, una siesta…

Jade esperó unos minutos y luego sacó una mascarilla de gasa y el frasco de cloroformo del pequeño cajón que estaba al lado de la cama. Cuando le puso la mascarilla sobre la boca y la nariz y comenzó a humedecerla con el líquido, él empezó a forcejear; sin embargo, el láudano lo contuvo todavía lo suficiente hasta que el anestésico hizo efecto y se relajó por completo.

Echó algunas gotas más para estar segura y luego dejó caer la mascarilla mientras desenterraba una pesada chaqueta de cuero de debajo de la cama. Trabajando con la fuerza de una mujer en la flor de la edad, logró meter los brazos y el tronco de Sam dentro de la chaqueta, le ató firmemente las tiras detrás de la espalda y con otras lo sujetó a los listones de hierro que iban desde la cabecera a los pies de la cama. Después, tomó unas esposas de cuero resistente y se las ciñó firmemente a los tobillos, las ajustó, y las ató al borde de la cama.

Con todo esto, Sam O’Donnell quedó inmovilizado en una posición semirreclinada, con los hombros y la parte superior del tórax apoyado sobre varias almohadas duras, de manera que si hubiera estado consciente se habría visto a sí mismo acostado en la cama. Una última cosa: Jade buscó hilo y aguja, tomó uno de los párpados, lo abrió hasta que tocara la ceja y lo cosió con unas cuantas puntadas. Después cosió el otro.

Recorrió la habitación encendiendo todas las lámparas cuyas mechas estaban recortadas para producir llamas brillantes sin humo. Se puso pantalones negros comunes y una chaqueta, y se sentó a esperar. Sam O’Donnell respiraba con dificultad y sus ojos, abiertos, miraban absortos, sin ver. Le costó media hora despertar. Tenía arcadas, pero, como no había comido nada desde el almuerzo, no fueron más que eso.

Estaba atontado, y forcejeó en vano para encontrar un punto de apoyo hasta que vio a Jade sentada en la silla. Se quedó quieto y dejó que sus manos y sus dedos juguetearan nerviosamente dentro del chaleco de fuerza casero, tratando de descifrar por qué no lograba liberarse. En toda su vida, jamás había visto una cosa como la que ahora lo inmovilizaba desde el cuello hasta la cintura y que le aprisionaba los brazos dentro de unas mangas que se entrecruzaban y tenían las puntas cosidas de forma tal que no había ninguna salida. Tampoco podía liberar las piernas, tenía los tobillos atados a los pies de la cama. Ni pestañear, ¿por qué no podía pestañear?

—¿Qué? —balbuceó, tratando de enfocar a Jade—. ¿Qué?

Ella se levantó y se acercó a la cama.

—Tienes que responder, Sam O’Donnell.

—¿Qué? ¿Qué?

—Es demasiado pronto —dijo ella, y volvió a la silla.

Tan sólo cuando abrió la boca para gritar ella volvió a acercarse. Le metió en la boca una pequeña esfera de corcho y le ató un retazo de tela alrededor de la cabeza para mantener la pelota dentro. Gritar era imposible, tenía que ahorrar energías para respirar a través de las fosas nasales ardientes y fatigadas.

Jade se volvió a acercar a la cama con un pequeño cuchillo de cortar carne.

—Tú echaste a perder a mi bebé —dijo jugueteando con el cuchillo—. Tomaste a una niña inocente y la violaste, Sam O’Donnell —dijo con desprecio—. Oh, sí, sé lo que dirás. Dirás que ella te lo pidió, que ella quería. Y ella tiene la mente de una niña pequeña. Violaste a una niña inocente e indefensa y pagarás por ello.

De la boca amordazada de Sam O’Donnell brotaban murmullos desesperados, a la vez que movía violentamente la cabeza de un lado al otro y se retorcía. Sin embargo, Jade no le prestó atención. Levantó el cuchillo, lo blandió varias veces delante de su mirada y sonrió como lo haría una tigresa.

Sus ojos horrorizados y desorbitados no podían negarse a mirar; ¿qué le había hecho ella que no los podía cerrar? Se vio obligado a seguir con la vista los movimientos de Jade, que dio un par de pasos junto a la cama y tomó sus genitales con la mano izquierda. Le llevó bastante tiempo realizar la amputación: con el cuchillo desgarraba la piel, se formaba una burbuja roja, se echaba atrás, desgarraba nuevamente; primero cortó el escroto y después el pene, mientras él se retorcía y aullaba silenciosamente su angustia para nadie, para nada. Jade dejó que su truculento trofeo se desangrara en el pecho de él. Después se retiró con el pene y el escroto en la mano izquierda y el cuchillo en la mano derecha goteando sangre en el suelo. La sangre brotaba a chorros, pero no con el impulso descontrolado de un brazo o una pierna cercenados: impotente. Sam O’Donnell sólo podía ver el hoyo rojo en el que solían estar sus genitales y contemplar cómo se le iba la fuerza hasta que, por fin, sus ojos todavía abiertos no pudieron ver nada más.

Jade permaneció toda la noche sentada con su pegajoso trofeo en las manos mientras el violador de Anna se desangraba lentamente. Sólo cuando la luz comenzó a entrar a través de las grietas de las persianas se movió. Se levantó de la silla y fue hasta la cama a ver el rostro desfigurado de Sam O’Donnell. Tenía los ojos vueltos, la mordaza empapada en saliva, lágrimas y mocos.

Entonces salió de la habitación, cerró la puerta tras de sí y buscó al perro. ¡Allí! Yacía rígido junto al pedazo de carne envenenado que le había dejado. Adiós, Sam. Adiós, Rover.

Bajó por el sendero hasta Kinross, se dirigió a la comisaría y arrojó el cuchillo y los genitales sobre el mostrador.

—He matado a Sam O’Donnell —dijo al atónito oficial de turno— porque él violó a mi pequeña Anna.