Alexander regresó a su casa renovado en abril de 1890, justo a tiempo para celebrar sus cuarenta y siete años.
Si el viaje no había durado más la razón era que Ruby se regocijaba más en la idea de viajar que en la sensación concreta que le producía hacerlo.
—O quizá —le dijo ella a Elizabeth antes de sacarse siquiera el sombrero— sea porque Alexander es un viajero muy desconsiderado: casi nunca se detiene. Hubo veces en las que hubiera dado cualquier cosa por un par de alas. San Francisco, luego en tren a Chicago; de ahí otro tren a Washington, Filadelfia, Nueva York, Boston. Y eso que Estados Unidos fue sólo el comienzo.
—Probablemente ésa fuese la razón por la que a mí me dejó recorriendo los alrededores con un guía cuando fui con él —dijo Elizabeth contenta de ver a Ruby—. ¿Llegasteis a los lagos de Italia?
—Yo sí. Alexander se quedó en Turín y en Milán. ¡Negocios, como de costumbre! Ya ves, acabamos de llegar y ya está recorriendo los talleres y la mina con Lee.
—¿Te gustaron los lagos de Italia? —insistió Elizabeth.
—Maravillosos, querida. ¡Maravillosos! —respondió desconcertada.
—Yo los adoro. Si pudiera, me iría a vivir al lago de Como.
—Odio ser aguafiestas pero, personalmente, prefiero el hotel Kinross —dijo Ruby sacudiendo los pies para quitarse los zapatos. Lanzó una verde mirada inquisidora a Elizabeth.
—¿Lograste entenderte mejor con mi gatito de jade? —preguntó.
—Casi no lo he visto, pero se ha portado muy bien conmigo —repuso Elizabeth.
—¿En qué sentido?
—Anna adquirió la costumbre de escaparse de la casa después de que Alexander y tú os marcharais; incluso llegó hasta las torres de perforación. ¡Es tan astuta, Ruby! Tú conoces a Jade, así que sabes con cuánta atención la vigila. Sin embargo, la pequeña sinvergüenza nos burló a Jade y a mí juntas.
—¿Y entonces? —preguntó Ruby alzando la vista para mirar a Elizabeth.
—Lee consiguió a Dragonfly, que es perfecta. Verás, Anna nos conoce y es lo suficientemente lista para distraernos y luego escapar en un santiamén. En cambio Dragonfly es como un poste: está pero no está. No se la puede asustar. Te digo, Ruby, que Lee me quitó un enorme peso de encima.
—Estoy encantada de que finalmente te lleves bien con él. ¡Ah… té! —exclamó Ruby al ver que Peach Blossom traía la bandeja—. Sé que eres algo baja, Elizabeth, pero siéntate. Me estoy muriendo de sed. En el extranjero no hay nadie que sepa hacer una taza de té decente. Bueno, salvo en Inglaterra, pero eso fue hace mucho tiempo.
—Has ganado algo de peso —dijo Elizabeth.
—¡Ni me lo recuerdes! Es por culpa de esos deliciosos pasteles de crema que preparan en el continente.
Se produjo un breve silencio que finalmente Elizabeth interrumpió.
—¿Qué me estás ocultando, Ruby? —preguntó.
Ruby la miró sorprendida.
—¡Dios mío! Te has vuelto muy perspicaz.
—¿No sería mejor si me lo dices?
—Alexander —dijo Ruby de mala gana.
—¿Qué le sucede? ¿Está enfermo?
—¿Alexander enfermo? ¡En absoluto! No, es que está cambiado.
—Para peor. —Elizabeth lo dijo convencida.
—Decididamente para peor —respondió Ruby frunciendo el ceño; bebió la taza de té y se sirvió otra—. Siempre tuvo tendencia a ser arrogante pero no era algo que, al menos yo, no pudiera soportar. Hasta tenía cierto encanto. A veces yo merecía que me bajaran los humos de una bofetada… —Soltó una risa nerviosa y continuó—: Metafóricamente hablando, por supuesto. Aunque una vez yo le di una a él.
—¿En serio? ¿Antes o después de mí?
—Antes, pero no me cambies de tema. Ahora le ha dado por codearse con magnates de la industria y políticos influyentes. Empresas Apocalipsis es una potencia en casi todas partes. Parece que eso se le ha subido a la cabeza a tu marido, o tal vez sería más apropiado decir que ha decidido prestar atención a personas bastante repugnantes.
—¿Qué personas repugnantes?
—Sus colegas magnates. ¡Te aseguro que jamás has conocido gente tan terrible, mi amor! Lo único que les interesa es ganar dinero, dinero, dinero, por eso tratan muy mal a sus empleados y recurren a todo tipo de trucos sucios para frenar el llamado «movimiento obrero», ya sabes, los sindicatos y esas cosas.
—No pensé que Alexander fuera susceptible a todo eso —dijo Elizabeth quedamente—. Siempre se jactó de tratar a sus empleados de maravilla.
—En el pasado —agregó Ruby en tono misterioso.
—¡Vamos Ruby! ¡No sería capaz!
—No estoy tan segura. El problema es que las cosas se están poniendo difíciles y están afectando a todo el mundo. Los más ricos están de acuerdo en que la culpa de todo la tiene un libro que se acaba de publicar en inglés. El título en alemán es Das Kapital. Son tres volúmenes, pero sólo el primero está traducido, lo cual ha bastado para provocar un gran revuelo, según dicen Alexander y sus amigos.
—¿De qué se trata? ¿Quién lo escribió? —inquirió Elizabeth.
—Trata de algo llamado «socialismo internacional», y el autor es un tal Karl Marx. Creo que hay otro más involucrado también, pero no recuerdo el nombre. De todas formas, se ensaña con los ricos, en particular con los industriales, y con una cosa que se llama… hmmmm… capitalismo. La idea es que la riqueza debería ser distribuida en forma equitativa para que no haya ni ricos ni pobres.
—No me imagino cómo una cosa así podría funcionar. ¿Y tú?
—No, no todo el mundo es igual. Además, dice que al trabajador se le explota de una manera vergonzosa, y que esa situación exige una revolución social. En todas partes el movimiento obrero se aferra a esta idea como el náufrago a una tabla. Inclusive hablan de dedicarse a la política.
—¡Válgame Dios! —dijo Elizabeth con serenidad.
—Yo estoy de acuerdo contigo, Elizabeth, pero el problema es que Alexander y sus amigos parecen tomárselo muy en serio.
—Bueno, eso era allí. Ahora que Alexander está en casa, en sus dominios, se tranquilizará.
Lee no estuvo de acuerdo. No fue necesario que su madre le dijera que Alexander había cambiado: lo vio con sus propios ojos mientras recorrían la mina, los talleres y, para orgullo y alegría de Lee, la nueva planta destinada a separar el oro de la mena sumergiéndola en una solución de cianuro de potasio diluido y haciendo precipitar el oro por medio de limaduras y placas de zinc.
En primer lugar, el nuevo Alexander insistía continuamente en la decadencia mundial de la prosperidad y, por otra parte, veía todo de manera distinta que antes. Buscaba el modo de reducir costos aun cuando ello implicara una merma de la calidad.
—No se puede economizar en el proceso del cianuro y poner en juego la seguridad —le dijo Lee—. El cianuro de potasio es mortalmente tóxico.
—En altas concentraciones sí, pero no al cero coma uno del uno por ciento, mi querido jovenzuelo.
Lee parpadeó. ¡Alexander le hablaba como a un principiante!
—Basta la sal de cianuro para encenderlo —dijo Lee—, por eso no podemos permitir que cualquiera prepare la solución. Es una tarea para personas inteligentes y sumamente responsables; el tipo de personas que contemplé en el presupuesto destinado a sueldos.
—Y sin ninguna necesidad.
Y así continuó: que había demasiados operarios en el taller de locomoción porque el servicio técnico a las locomotoras se realizaba con más frecuencia de la necesaria, que por qué Lee no había automatizado la provisión de carbón a las máquinas de vapor, que no había motivo para retirar los viejos carros de carbón de la línea Lithgow-Kinross, que él no había notado ninguna anomalía al cruzar por el puente número tres.
—¡Vamos, Alexander! —objetó Lee, atónito—. Para verla es necesario pasar por debajo del puente.
—Me niego a creer que haya que reconstruir la estructura completa —respondió Alexander de manera tajante—. La línea quedaría inhabilitada durante semanas.
—No si lo hacemos como sugiere Terry Sanders. Nos llevaría, como máximo, una semana. Además podríamos hacer una reserva de carbón.
—Eres un buen ingeniero, Lee, pero no le llegas ni a los talones a un hombre de negocios, es obvio —sentenció Alexander.
—Fue como estar frente a un tigre enfurecido, mamá —dijo Lee a Ruby esa noche mientras tomaban una copa.
—¿Tan malo es, mi gatito de jade?
—Sí, tan malo. —Lee prefirió whisky escocés puro en lugar de jerez—. Sé que no tengo demasiada experiencia, pero no estoy de acuerdo en que yo haya gastado el dinero inútilmente, como dice Alexander. De repente, la seguridad ha dejado de ser importante para él. Podría aceptarlo si ello no significara poner en peligro la vida de los empleados, pero es así, mamá. ¡Es así!
—Y él es el principal accionista —dijo Ruby—. ¡Mierda!
—¡Exactamente! —Lee sonrió y se sirvió otro whisky—. Estoy en la mierda y sobre la mierda. La planta de tratamiento de aguas residuales requiere urgentemente de las reparaciones que yo autoricé para que después me dijeran que no son necesarias. En todo este tiempo que conozco a Alexander, nunca se me había ocurrido pensar en él como un escocés tacaño. Sin embargo, ahora lo es.
—Porque lo han aconsejado mal en el extranjero. Escucha a personas que serían capaces de cortar por la mitad un chelín si con eso pudieran ahorrar un cuarto de penique de cada cien libras. ¡Maldición! —dijo Ruby poniéndose de pie de un salto—. ¡Somos muy rentables, Lee! Nuestros gastos son insignificantes en comparación con lo que ganamos, y ni siquiera hay accionistas a los que rendir cuentas, solamente los cuatro socios originales. Ninguno de nosotros se ha quejado. ¿Cómo podríamos? ¡Por el amor de Dios! —Ella también recurrió al whisky—. Bueno, en la próxima junta podríamos informarle de que no estamos de acuerdo.
—No prestará la menor atención a nuestras protestas —respondió Lee.
—No tengo ganas de subir la montaña para ir a cenar.
—Yo tampoco, pero tenemos que ir, aunque sólo sea por Elizabeth.
—Me contó —dijo Ruby mientras se colocaba la tupida boa de plumas alrededor del cuello— que fuiste muy amable con ella.
—Tendría que ser un monstruo para no ser amable con ella. —Miró divertido la boa—. ¿Dónde conseguiste esa cosa tan loca?
—En París. El problema es —dijo empujando la cola para que cayera detrás de ella mientras se daba la vuelta— que pierde plumas como una gallina vieja. —Lanzó una risotada—. Después de todo, yo misma soy una gallina vieja.
—Para mí serás siempre una pollita, mamá.
La cena empezó bien, considerando que sólo estaban ellos cuatro. Alexander parecía estar de mejor humor, así que Elizabeth trató de que la conversación fuera amable y distendida.
—Te encantará saber, Alexander, que la interminable batalla entre las diversas religiones en esta colonia se complicó aún más con la llegada de tres sectas nuevas: los Adventistas del Séptimo Día, la Misión Metodista y el Ejército de Salvación.
—Y hay un grupo en cada una de las religiones —dijo Lee entusiasmado— que se hace llamar «sabatarios» y exigen que se suspendan todas las actividades de los domingos, inclusive las visitas a los museos y las partidas de críquet.
—¡Ja! —Alexander rio—. Ninguno será bienvenido aquí.
—Pero en Kinross hay muchos católicos, que no están muy contentos con sir Henry Parkes desde que retiró la subvención estatal a sus escuelas —dijo Elizabeth pasándoles la ensalada—. Obviamente, pensó que era una buena estrategia para lograr que los niños católicos se inscribieran en las escuelas estatales, pero no fue así. Continúan luchando.
—Ya sé todo eso —estalló Alexander—. También sé que el patriarca de la política es un fanático protestante que discrimina a los irlandeses, así que cambiemos de tema.
Elizabeth se sonrojó y bajó la vista; comía la ensalada como si estuviera aderezada con cicuta. Lee, furioso con Alexander, habría querido estrechar la mano de Elizabeth para reconfortarla. Como no podía, cambió de tema.
—Supongo que estás al tanto de la situación de la federación, ¿verdad?
—Si te refieres a que las colonias aceptaron unirse a algo llamado Confederación de Australia, por supuesto que lo sé —respondió Alexander. Su rostro se iluminó; al parecer prefería hablar con Lee que con Elizabeth—. Hace años que se discute.
—Bueno, parece que finalmente sucederá. El gran debate del momento es cuándo hacerlo, pero ahora dicen que sería a principios del nuevo siglo.
Ruby los miró perpleja.
—¿Mil novecientos o mil novecientos uno? —preguntó.
—Ah… ése es el quid de la cuestión —dijo Lee, sonriendo y optando por reír—. Algunos dicen que el nuevo siglo empieza en el año mil novecientos, y otros, en mil novecientos uno. Veréis, depende de si hubo un año cero entre el uno antes de Cristo y el uno después de Cristo. Los creyentes afirman que no existió, mientras que los matemáticos y los ateos dicen que tuvo que haber un año cero. El mejor argumento que he escuchado es que si no hubiera habido un año cero, Jesús hubiera cumplido un año el veinticinco de diciembre del año dos después de nuestra era, y que cuando fue crucificado, ocho meses antes de cumplir treinta y tres años, en realidad tenía treinta y uno.
Ruby lanzó una carcajada. Elizabeth esbozó una sonrisa. Alexander adoptó una actitud arrogante.
—¡Tonterías! —dijo—. Se incorporarán a la confederación en mil novecientos uno. Cuándo nació Jesús es lo de menos.
Así terminó la conversación.
—No soporta estar en su casa —dijo Ruby a Lee en el funicular.
—Lo sé, pero se excede cuando descarga su ira contra la pobre Elizabeth, mamá. La apabulló, y no tenía derecho.
—Está aburrido, Lee, está terriblemente aburrido.
—¡Es un patán!
—¡Trata de soportarlo, por favor! Ya se calmará —dijo Ruby.
Lee trató de soportar lo mejor que pudo el terrible aburrimiento de Alexander, dejando que se ocupara de todas las decisiones financieras (de todas formas él se lo había ordenado) y manteniéndose lo más alejado posible de él. Si Alexander estaba en la mina, Lee se iba a la planta de tratamiento de aguas residuales. Si Alexander iba a la refinería de cianuro, él reconstruía el puente del tren. Había logrado una victoria en ese terreno: aun en su fase ahorrativa, Alexander se dio cuenta de que la estructura era demasiado débil para ser reparada.
Para Elizabeth fue más difícil pues no podía escapar de su marido por las noches. Alexander se había peleado con Ruby, pues ésta le había reprochado la forma en que trataba a Lee y él le había dicho que se ocupara de sus cosas, o sea del hotel Kinross. Ella le contestó echándolo de su cama.
La situación de Elizabeth se tornaba aún más difícil porque Nell estaba encantada con el regreso de su padre y se le pegaba como una lapa cuando no estaba en la escuela. Nell y su madre habían logrado llevarse bien cuando Alexander estaba de viaje. Pero ahora todo había cambiado. Sobre todo porque Elizabeth objetaba con vehemencia la intención de Alexander de enviar a Nell a la universidad para que estudiara ingeniería, en marzo del año siguiente, con tan sólo quince años.
Por supuesto, Nell ansiaba ir y se enamoró perdidamente de su padre cuando éste le dijo que podía hacerlo, pero no poseía el tacto necesario como para no presumir delante de su madre.
—Es cruel mandar a una niña a un mundo de hombres a los quince años —dijo Elizabeth a Alexander pensando que estaba de buen humor—. Sé que es lo suficientemente inteligente para aprobar los exámenes de ingreso este año, pero ello significa adelantarla cuatro años. No le haría ningún daño esperar uno más.
—¡Eres demasiado sobreprotectora, Elizabeth! Nell está ansiosa por ir y, ahora que Lee me ha decepcionado, necesito que obtenga el título lo antes posible.
—¿Lee te ha decepcionado? ¡Eso es injusto, Alexander!
—¡No es injusto, te lo aseguro! ¡Si fuera por él, las Empresas Apocalipsis se convertirían en la sociedad de beneficencia del socialismo internacional! Que los trabajadores esto, que los trabajadores aquello… Mis empleados tienen sueldos más altos, y viven en un lugar mejor y más barato que todos los demás, ¡se han acostumbrado a gozar de una situación privilegiada! ¿Y cómo me lo agradecen? De ninguna manera —gruñó Alexander.
—Tú no eras así —dijo Elizabeth desanimada.
—Ahora soy así. Se acercan tiempos muy difíciles, y no tengo ninguna intención de terminar en la ruina.
—Olvídate de Lee. Te ruego que no mandes a Nell a la universidad el año que viene.
—Nell irá a la universidad el año próximo, y ya está. Quiero que ella y los chicos chinos aprendan a defenderse. También enviaré a Donny Wilkins. Tendrán una casa confortable, y estarán absolutamente seguros. Ahora vete, Elizabeth, déjame tranquilo.
Y así siguieron las cosas hasta que, en julio de 1890, todo pareció suceder casi al mismo tiempo.
La cosa empezó cuando Dragonfly sufrió un problema cardiaco y Hung Chee, de la tienda de medicina china, le sugirió que dejara de trabajar por lo menos durante seis meses. Alexander estaba permanentemente de mal humor (todavía no había logrado que Ruby lo aceptara de nuevo en su cama), así que Elizabeth sabía que no podía recurrir a Lee para buscar a alguien que reemplazase a Dragonfly. De modo que no le quedaba más remedio que pedírselo directamente a Alexander, quien la miró como si se hubiera vuelto loca.
—Estoy seguro de que Dragonfly ha sido de mucha ayuda: cargó con la responsabilidad de Anna dejándote a ti y a Jade más libres, ¿no es así? —preguntó en tono sarcástico—. Bueno, vosotras dos: ¡a trabajar se ha dicho! No hay ninguna necesidad de pagar otro guardaespaldas. ¡Me cuesta una fortuna mantener esta casa!
—Pero… Alexander, Anna ni siquiera advertía la presencia de Dragonfly, ¡por eso lograba su cometido! —protestó Elizabeth; sentía que las lágrimas se agolpaban al borde de sus ojos pero estaba decidida a no derramar ni una sola—. Cuando Jade y yo la vigilábamos, nos engañaba: ¡es realmente astuta! No podemos dejar que vague por ahí. ¿Qué haremos si le sucede algo?
—¿Hasta dónde puede ir? —preguntó Alexander alzando las cejas con una mirada diabólica—. Daré órdenes para que cualquiera que la vea cerca de las torres de perforación o en el pueblo la lleve a Summers o te la traiga a ti.
—Lo lamento mucho, Jade —dijo Elizabeth minutos más tarde—. Debemos volver a vigilar a Anna.
—Se va a escapar —objetó Jade apenada.
—Sí, se va a escapar. De todas formas, me atrevería a decir que sir Alexander tiene razón, no le sucederá nada malo.
—¡Me aseguraré de que no me engañe, señorita Lizzy!
—Lo único que me preocupa es que se caiga en el monte y se rompa algún hueso. ¡Ay… Dragonfly!
Dos días más tarde, Alexander organizó una reunión de junta. Sólo estaban presentes Sung, Ruby y Lee. El marido de Sophia Dewy se encontraba demasiado lejos para llegar a Kinross a tiempo. Alexander no quería tener más oposición de la necesaria.
—Voy a reducir a la mitad la producción de la mina —dijo en un tono que no daba lugar a objeciones—. El precio del oro está cayendo y bajará aún más a medida que pase el tiempo. Por eso vamos a recoger velas antes de que estalle la tormenta. Teniendo en cuenta la mina de carbón, tenemos una plantilla de quinientos catorce obreros. La reduciremos a doscientos treinta. Los empleados que trabajan en el pueblo son otros doscientos, casi todos chinos. De ésos quedarán cien.
Por un momento nadie dijo nada. Luego Sung habló:
—Alexander, si hubiera una crisis económica mundial las Empresas Apocalipsis podrían sobrevivir durante muchos años. En este momento, el oro representa una parte relativamente insignificante de nuestras ganancias. ¿Por qué no podemos seguir extrayéndolo? Tenemos bóvedas de seguridad, podríamos almacenarlo si fuera necesario.
—¿Y agotarlo para el futuro? No —dijo Alexander.
—¿Cómo se puede agotar almacenándolo? —preguntó Sung.
—Porque lo estamos extrayendo de la tierra.
Lee cruzó las manos y las apoyó sobre la mesa, esforzándose por mantener la calma.
—Uno de los objetivos de la expansión de las Empresas Apocalipsis fue sostener algunas de nuestras compañías y sociedades cuando atravesaran un mal momento —afirmó en tono neutral—. Si ahora la mina de Apocalipsis necesita apoyo, deberíamos dárselo.
—No se puede mantener una empresa que sufre pérdidas —dijo Alexander.
—Si se disminuye la producción a la mitad, no, estoy de acuerdo. ¡Pero nuestra planta es altamente especializada, Alexander! Tenemos los mejores mineros. ¿Por qué perderlos por una situación temporal? ¿Y por qué habríamos de destruir nuestra reputación? Nunca hemos tenido problemas con los sindicatos. De hecho, tratamos tan bien a nuestros empleados que ni siquiera se molestan en afiliarse a los sindicatos.
La mirada de Alexander no cambió. No obstante, Lee siguió con el intento.
—Siempre he valorado el hecho de que no consideráramos a nuestros empleados como ciudadanos de segunda clase. No es necesario ser codiciosos, Alexander. Empresas Apocalipsis es capaz de mantener nuestro nivel de vida actual, aun cuando la mina sufra pérdidas.
—Lee tiene razón —intervino Ruby—, pero no se atreve a ir demasiado lejos. Apocalipsis y Kinross fueron el principio de esto, Alexander, les debemos todo. Por mi parte no aceptaré recortes que, considerando las dimensiones de la compañía, no son más que una gota de agua en el mar. ¡Está en todas partes! ¡La mina y Kinross son como tus hijos! Has puesto mucho de ti en ellos, y ahora actúas como si hubieran cometido un crimen, y eso sí que es un crimen.
—Puro sentimentalismo —gruñó Alexander.
—Estoy de acuerdo —dijo Sung—, pero son sentimientos buenos, Alexander. Tu gente y la mía llevan una buena vida aquí. Así ha de ser en el futuro, y para eso es necesario conservar la buena reputación.
—Estás abusando de la palabra «buena», Sung.
—Sí, y no me lamento.
—Supongo que, ya que posees la mayoría de las acciones, Alexander, tendrás intenciones de despedir a doscientos ochenta y cuatro mineros y a cien empleados del pueblo, ¿no es así? —preguntó Lee.
—Así es.
—Hago constar mi desacuerdo.
—Yo también —dijo Sung.
—Y yo —dijo Ruby—. Y, asimismo, hago constar que tampoco Dewy está conforme.
—Lo que vosotros digáis me importa un bledo —respondió Alexander.
—¿No piensas hacer nada por los despedidos? —preguntó Lee.
—Por supuesto, no soy como Simon Legree. Recibirán una indemnización acorde con los años de servicio, con su especialización, y con el mínimo de miembros de sus familias.
—Algo es algo —dijo Lee—. ¿Eso vale también para los obreros de las minas de carbón?
—No, sólo para los empleados de Kinross.
—¡Por Dios, Alexander! ¡Los de la mina de carbón son los que causarán más problemas! —gritó Ruby.
—Por eso, precisamente, no se beneficiarán de mi generosidad.
—Hablas como el molinero de Yorkshire —observó Ruby.
—¿Qué te pasa, Alexander? —preguntó Lee.
—Me he dado cuenta del abismo que separa a los que tienen de los que no tienen.
—¡Sería muy difícil encontrar una respuesta más estúpida que ésa!
—¡Esto ya raya en la insolencia, jovenzuelo!
—No tan jovenzuelo, visto que tengo veintiséis años. —Lee se levantó con una expresión severa en su rostro—. Reconozco que todo lo que soy te lo debo a ti, desde mi educación hasta mi participación en las Empresas Apocalipsis, pero no puedo continuar siéndote leal si te empeñas en ser tan desconsiderado. Si te obstinas, no tenemos nada más de que hablar, Alexander.
—Eso son sandeces, Lee. El movimiento obrero se está organizando para entrar en política y los sindicatos están empezando a concienciarse de su propio poder: los gigantes industriales, como esta empresa, están amenazados por todas partes. Si no hacemos algo ahora, será demasiado tarde. ¿Quieres que un grupo de idiotas socialistas se haga cargo de todo, desde los bancos hasta las panaderías? Es preciso dar una lección al movimiento obrero. Cuanto antes, mejor. Ésta será una de mis contribuciones —dijo Alexander.
—¿Una de tus contribuciones? —preguntó Ruby.
—Sí, me he propuesto otras. No tengo ninguna intención de hundirme.
—¿Pero cómo podría hundirse Empresas Apocalipsis? —inquirió Lee—. Tiene tantos recursos que ni siquiera un verdadero Apocalipsis podría destruirla.
—La decisión ya está tomada y no pienso echarme atrás —dijo Alexander.
—Entonces yo tampoco cambio de opinión. —Lee se dirigió hacia la puerta—. Renuncio a formar parte de esta junta y a mi participación en la compañía.
—Entonces, véndeme tus acciones, Lee.
—¡Ni loco! Se las diste a mi madre en fideicomiso para que me las transfiriera a los veintiún años. Son una forma de devolución de los servicios que mi madre te brinda, y no son negociables.
Lee se retiró con calma de la habitación. Alexander se mordía los labios, Sung contemplaba la pared, y Ruby miraba fijamente a Alexander.
—Eso no ha estado nada bien, Alexander —dijo Sung.
—Creo que estás desquiciado —dijo Ruby.
Alexander juntó sus papeles nerviosamente.
—Si no hay otros asuntos que tratar, la reunión ha terminado —dijo.
—El problema es —se lamentó Ruby con Lee— que Alexander se está construyendo una coraza de… de… de… ¡Uf! ¡No sé cómo explicarlo! Su altruismo ha desaparecido, gracias a la influencia de sus colegas magnates. Son más importantes las ganancias y el poder que los seres humanos. Está perdiendo de vista a las personas; le gusta (o mejor dicho, lo excita) movilizar un elevado número de personas para lograr sus propios fines. Cuando lo conocí estaba lleno de ideales y principios, pero ya no es así. Si su matrimonio hubiera sido más feliz y tuviera un par de hijos varones propios, las cosas serían diferentes. Estaría ocupado enseñándoles aquellos ideales y principios.
—Tiene a Nell —dijo Lee recostándose con los ojos cerrados.
—Nell es mujer, y no lo digo en sentido despectivo. Es sólo que heredó el temperamento de Alexander en versión femenina. Jamás llegará a dirigir Empresas Apocalipsis. Estoy segura. Sí, será sobresaliente en ingeniería y hará todo lo posible por complacerlo porque lo adora. Pero al final no sucederá nada, Lee. No puede suceder nada más.
—Mamá la profeta.
—No, mamá la intérprete de la realidad —dijo Ruby que, por una vez, estaba seria—. ¿Qué piensas hacer, Lee?
—Como dinero no me falta, puedo hacer lo que me plazca —respondió Lee abriendo los ojos y le dedicó una de esas miradas curiosas que ella siempre había asociado con su pequeño gatito de jade—. Podría viajar a Asia o visitar a algunos de mis amigos de Proctor.
—¡Oh, no! ¡No te marches de Kinross! —rogó.
—Tengo que hacerlo mamá. Si no, Alexander me destruirá. Deja que se enfrente solo a las consecuencias de sus acciones.
—Se volverá más avinagrado que nunca.
—Entonces no te quedes aquí para verlo; ven conmigo, mamá.
—No, yo me quedo aquí. Honestamente, un viaje fue más que suficiente. Soy sólo dos años mayor que Alexander, pero siento como si en lugar de dos fueran veinte. Además, cuando caiga se va a hacer añicos, y si yo me voy, ¿quién va a juntar los pedazos? ¿Crees que Elizabeth estaría dispuesta a hacerlo?
—No tengo la menor idea —dijo Lee— de qué haría o dejaría de hacer.
A diferencia de Alexander, Lee no daba tanta importancia a las posesiones materiales, por lo que hacer las maletas resultó para él una tarea fácil y rápida. Sólo llenó una grande y otra pequeña. Tampoco creyó necesario llevar atuendos elegantes o trajes para las distintas ocasiones. Sin embargo, le resultaba extraño no estar ansioso por encontrarse con Alexander en alguna parte.
La última mañana, subió por el sendero sinuoso hasta el monte. El sol tenía un resplandor invernal; un brillo tenue teñía de rojo los capullos sonrosados de las nuevas ramas de los eucaliptos. La primavera estaba a la vuelta de la esquina; las mazorcas de maíz nacían y en el lado nordeste de las rocas dispersas aquí y allá crecían las deliciosas espigas color marfil de las orquídeas dendrobium. Hermoso. Todo era muy hermoso, y muy difícil de abandonar.
Se sentó en un inmenso peñasco, entre las orquídeas, y se abrazó las rodillas.
Lo único que no puedo arrancar de mi corazón es mi amor por Elizabeth, que le da sentido a mi vida. Nómada, solitaria, libre. Sin embargo, estaría dispuesto a renunciar a esa libertad. Si pudiera, me quedaría con Elizabeth. Daría todo lo que tengo y lo que soy a cambio de Elizabeth. Su cuerpo, su mente, su corazón, su alma.
Se puso de pie como si de pronto hubiera envejecido. Tenía que despedirse de su amada.
La encontró preocupada. Anna se había escapado.
—¿Qué sucedió con Dragonfly? —preguntó.
Abrió los ojos, asombrada.
—¿No lo sabes?
—Evidentemente, no —dijo, sin dejar de ser amable.
—Está enferma del corazón, y Hung Chee aseguró que durante seis meses no podía trabajar. Alexander dijo que haberla contratado era ridículo y me prohibió que buscara a alguien que la reemplazara.
—¿Qué diablos le pasa a este hombre? —exclamó Lee con los puños apretados.
—Es la edad, creo. Sospecho que se siente viejo y no le quedan mundos por conquistar. Ya se le pasará.
—Me voy para siempre —dijo de repente.
Su piel era blanca por naturaleza. Sin embargo, de pronto pareció que se hubiera vaciado adquiriendo una transparencia fantasmagórica. La reacción de Lee fue instintiva: la tomó de las manos y la sujetó con fuerza.
—¿Estás bien, Elizabeth?
—Hoy no tanto —susurró—. Estoy preocupada por Anna. Es por culpa de Alexander, ¿verdad? Él te obliga a irte.
—Mientras no cambie de actitud, sí.
—Lo hará, aunque me duele pensar el precio que deberá pagar ¡Oh, tu madre, Lee! Esto le romperá el corazón.
—No, eso sólo lo puede hacer Alexander. Será mucho más fácil para ella reconciliarse con él después de mi partida, ya lo verás.
—No es así. Él te necesita, Lee.
—Pero yo no lo necesito a él.
—Te entiendo. —Posó la mirada en sus manos. Sin que él se diera cuenta, los pulgares de Lee se movieron en pequeños círculos, acariciándole las muñecas. Ella estaba encantada.
Intrigado por saber qué estaba observando tan fijamente, Lee también miró hacia abajo, y se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Sonrió y le besó suavemente las manos, primero una y luego la otra.
—Adiós, Elizabeth —dijo.
—Adiós, Lee. Cuídate.
Se marchó sin darse la vuelta para mirarla. Ella se quedó en medio del jardín, viendo cómo se alejaba. No pensaba en Anna. Sólo pensaba en Lee, y sus ojos se llenaron de lágrimas.
—¿Sabes? —dijo esa noche Alexander antes de la cena—. Los años te sientan bien, Elizabeth.
—¿De verdad? —contestó tranquila, pero en guardia.
—Sí. Te has convertido en lo que vislumbré alguna vez, cuando aún te tenía por un ratoncillo inofensivo. Eres una leona mansa.
—Lamento que Lee se haya ido —fue su respuesta.
—Yo no. Era inevitable. Hemos llegado a un punto en que nuestros caminos se bifurcan: él quiere la paz a cualquier precio y yo tengo sed de guerra.
—Un león salvaje.
—¿Cómo describirías a Lee?
El contorno de su mandíbula cambiaba a medida que inclinaba la cabeza hacia atrás. Se movía con tanta gracia que Alexander sintió una ráfaga de deseo. Cerró los ojos con una sonrisa enigmática.
—Como la serpiente dorada del jardín del Edén.
—¿Era dorada la serpiente?
—No lo sé, pero tú me pediste que lo comparara con un animal.
—Es adecuado, tiene rasgos de serpiente. Ahora que lo pienso, nunca dijiste si te gusta o no. ¿Te gusta?
—No, nunca me gustó.
—¿Hay alguien que te guste, Elizabeth?
—Ruby… Sung… Constance… También la señora Surtees.
—¿Y tus hijas?
—A mis hijas las amo, Alexander. Jamás lo pongas en duda.
—Pero yo, ni te gusto, ni me amas.
—No, es cierto: ni me gustas ni te amo.
—¿Te das cuenta de que has estado casada conmigo durante casi la mitad de tu vida?
Irguió la cabeza y, con los ojos muy abiertos, lo miró fijamente.
—¿Eso es todo? —preguntó—. Me parece una eternidad.
—¿Te dije que eres una leona mansa? —Alexander hizo un gesto de fastidio—. Pues no: una eternidad conmigo te ha convertido en una perra, querida.
Los despidos en la mina Apocalipsis habrían pasado sin demasiado alboroto si no hubiera sido por Sam O’Donnell, un minero que había trabajado allí poco tiempo y, por lo tanto, no recibió más que una suma simbólica a modo de indemnización. Tampoco tenía esposa e hijos que le permitieran aumentarla.
Aun en sus momentos de mayor avaricia, Alexander mantuvo un saludable instinto de conservación que le hizo ver que no era prudente despedir a sus empleados sin darles una compensación, aunque no existían leyes o estatutos que lo obligaran a hacerlo. Si todavía se hablara con Ruby, ella le habría dicho que a fin de cuentas tenía demasiado corazón para ser un capitalista salvaje. Elizabeth, en cambio, le habría dicho que era demasiado vanidoso para soportar que lo tildaran de capitalista salvaje. Ambas tenían algo de razón. Su problema fue que no consideraba a los obreros de la mina de carbón del mismo modo que a los de la mina de oro de Apocalipsis: los despidió con dos semanas de indemnización. Era generoso comparado con otros.
Sam O’Donnell fue directamente a la Asociación de Mineros Unidos, la más activa de las organizaciones que defendían los intereses de los mineros del carbón. La mayor parte de los mineros australianos eran inmigrantes galeses, y las minas, como la de Alexander en Lithgow, eran privadas.
Sam O’Donnell regresó de Sydney acompañado por Bede Evans Talgarth, un joven y prometedor político vinculado con el movimiento que representaba al Consejo Gremial de Nueva Gales del Sur. Aunque había nacido en Australia, Bede Talgarth, como su nombre bien indicaba, era de origen galés. Era más temible que cualquier activista o negociador sindical. Autodidacta, poseía un alto nivel de educación que le permitía entender libros contables y argumentos económicos. Por otra parte, con tan sólo veinticinco años ya se había ganado fama de excelente orador. Devoto de los nuevos dioses Marx y Engels, soñaba con disolver el Consejo Legislativo, que era la Cámara alta del Parlamento de Nueva Gales del Sur, cuyos miembros eran designados de por vida, y acabar con la influencia del gobierno británico en la política australiana. Odiaba a Inglaterra apasionadamente. No obstante, tenía la mente fría y era muy perspicaz.
La entrevista que tuvo con Alexander Kinross el primero de agosto fue como el choque de una fuerza irresistible contra un objeto inamovible. Ambos de origen humilde, aquellos hombres habían elegido caminos muy distintos en la vida, y ahora que se enfrentaban no tenían intenciones de ceder en lo más mínimo. Las condiciones de trabajo y los salarios habían sido tan buenos a lo largo de los años que los mineros y los empleados de la refinería de Alexander no se habían molestado en afiliarse a un sindicato. Excepto Sam O’Donnell, miembro desde los tiempos de Gulgong. Por esta razón, Bede lo utilizaba como punto de apoyo y exigía su readmisión.
—Es pendenciero y problemático —dijo Alexander—. Y por lo tanto es la última de las personas despedidas a la que readmitiría. De hecho, si en el futuro volviera a contratar personal, no emplearía a Sam O’Donnell.
—El precio del oro está bajando, sir Alexander. Ésta es una artimaña suya para mantener el oro in situ hasta que el precio vuelva a subir.
—«In situ», ¿eh? ¡Qué frase tan elegante para un simple demagogo! Lo que está sugiriendo es ridículo. Estoy despidiendo gente porque no puedo sostener la producción a pleno rendimiento, eso es todo.
—Vuelva a contratar al señor O’Donnell —insistió Bede.
—Váyase al demonio —respondió Alexander.
Bede Talgarth se retiró.
El único hospedaje disponible en Kinross era el hotel de Ruby, donde Bede había alquilado la habitación más pequeña y más económica. Escrupuloso en el uso de los fondos del sindicato, prefería, siempre que fuera posible, pagar los gastos de su propio bolsillo, que alimentaba, a duras penas, escribiendo artículos para el Bulletin y para un nuevo periódico obrero llamado Worker, o pasando la gorra después de sus soflamas en el Sydney Domain los domingos por la tarde. Tenía la esperanza de que le eligiesen para el Parlamento de Nueva Gales del Sur el año siguiente, ya que los miembros titulares en ese momento habían resuelto que después de las elecciones los integrantes del Parlamento cobrarían salarios interesantes. Hasta entonces no recibían un sueldo, lo cual impedía que los pobres tuvieran acceso a la Cámara baja. En el futuro los pobres también podrían hacerlo.
Bede medía alrededor de un metro ochenta, un poco por encima de la altura promedio. Era corpulento, en parte como consecuencia de sus años de minero en Newcastle (había comenzado a trabajar a los doce años junto con su padre, que había nacido en Gales), y en parte porque había recibido una alimentación mucho mejor que la de su padre durante su infancia en el valle Rhondda, en Gales. A pesar de su estatura, y de que caminaba como un marinero por la musculatura de sus piernas, era muy apuesto. Tenía el cabello rojizo, espeso y ondulado, algunas pecas, y ojos negros como los de Alexander. La gente no lo consideraba bien parecido pero las mujeres encontraban atractivas sus facciones angulosas pero armoniosas. Y si por casualidad lo veían con la camisa arremangada, se quedaban pasmadas mirando sus brazos musculosos. Ruby fue mucho más directa cuando lo encontró en el vestíbulo de su hotel, después de su reunión con Alexander.
—¡Qué guapo chaval eres! —dijo. Sus verdes ojos espiaban tímidamente a través del abanico de plumas de avestruz—. Si el resto es como lo poco que estoy viendo, corrijo «chaval» por «semental».
Bede resopló y retrocedió como si le hubiera dado. Consideraba a las mujeres como servidoras vulnerables y no toleraba que fueran vulgares.
—No tengo la menor idea de quién es usted, señora, pero si eso ha sido un ejemplo de su nivel de conversación, no tengo ganas de averiguarlo.
—¡Un mojigato! Seguramente serás también un predicador, ¿no? —dijo ella lanzando una carcajada.
—No logro entender qué relación pueda tener Dios con las mujeres que dicen obscenidades.
—Entonces sí eres un predicador.
—A decir verdad, no.
Ruby dejó caer el abanico. Su sonrisa, enmarcada por los hoyuelos en sus mejillas, era tan jovial que resultaba muy difícil resistirse a su encanto.
—Eres Bede Talgarth, el representante del Consejo Gremial, ¿verdad? —preguntó—. Típico de tu clase: desesperado por liberar al trabajador, pero siempre manteniendo a la mujer en su lugar, criando niños, cocinando, limpiando, colgando eternamente la ropa lavada… Soy Ruby Costevan, propietaria de este hotel, y ferviente enemiga de la doble moral.
—¿Doble moral? —preguntó desconcertado.
—Eres hombre y puedes decir «coño» libremente. Yo soy una mujer y no tengo libertad para decirlo. Bueno, cariño: ¡Qué coño! —Se acercó a él y pasó un brazo por debajo del suyo—. Irás mucho más lejos y más rápido si aceptas que las mujeres pertenecemos a la raza humana. Aunque, personalmente, no creo que haya muchos hombres que estén a mi altura.
Se estaba ablandando sin entender muy bien por qué. Ruby era extraordinariamente bella y lograba irradiar buen humor. Por fin, se relajó y se dejó conducir por ella hacia la entrada. Por supuesto, apenas escuchó su nombre, supo de quién se trataba: era la amante de sir Kinross, y miembro de la junta directiva de Apocalipsis.
—¿Adónde estamos yendo? —preguntó.
—A almorzar en mi salón privado.
Bede se detuvo.
—No puedo pagarlo.
—Serás mi invitado. ¡Y no me vengas con esa monserga de que estamos cada uno a un lado distinto de la valla y que no quieres comer de los frutos de Mammón! Eres un activista sindical terco y obstinado, y apuesto a que jamás has compartido una cena con una millonaria. Es tu oportunidad de descubrir cómo vive la otra mitad de la gente.
—Para ser más exactos, es la centésima parte del uno por ciento.
—Acepto la corrección.
Se escuchó un taconeo y un porrazo en el vestíbulo. Ruby y Bede se volvieron y vieron una figura femenina despatarrada en el suelo.
—¡Mierda! —dijo la figura femenina mientras Bede la ayudaba a ponerse de pie—. ¡Odio estos malditos vestidos largos! ¡Son una porquería!
—Él es Bede, Nell. Bede, te presento a Nell, que tiene catorce años y medio y acaba de dejar de usar faldas cortas —dijo Ruby—. Por desgracia, todavía no hemos podido convencerla de que se recoja el cabello, y tampoco quiere ponerse un corsé, ni por amor ni por dinero.
—Usted es el hombre del sindicato —dijo Nell acompañándolos con un revolotear de las abominadas faldas—. Yo soy la hija mayor de Alexander Kinross. —Le lanzó una mirada desafiante con sus ojos azules brillantes al tiempo que se sentaba frente a él a la pequeña mesa redonda.
—¿Dónde está Anna? —preguntó Ruby.
—Desaparecida como siempre. Anna —explicó Nell a Bede— es mi hermana menor. Es discapacitada. Es un término nuevo que encontré leyendo, tía Ruby. Me parece mejor que decir «retrasada mental», porque la palabra «mental» se relaciona con la capacidad de pensar, y no con la incapacidad para hacerlo.
Un tanto mareado, Bede Talgarth almorzó con dos mujeres como jamás había conocido antes. El vocabulario de Nell era menos subido de tono que el de la tía Ruby, pero sospechaba que era solamente porque se sentía intimidada por su presencia y no se fiaba de él, el enemigo de su padre por antonomasia. De todas formas no la culpaba por su lealtad filial. ¡Y cómo se le parecía! Pero ¿en qué clase de manicomio vivía Alexander Kinross, que su propia hija almorzaba con su amante? ¿Y la llamaba tía? Y es que, mientras conversaban, se sintió incómodo al advertir que la niña estaba al tanto de la posición que ocupaba Ruby. Estaba horrorizado, aun cuando se consideraba un espíritu libre, emancipado de la religión y de sus rígidas convenciones. Decadencia, eso es lo que es, decidió. Esta gente tiene tanto dinero y poder que se asemejan a los antiguos romanos, son depravados y degenerados. Sin embargo, Nell no parecía depravada ni degenerada, sino más bien terriblemente franca. Después, se dio cuenta de que él no estaba a la altura de su inteligencia.
—El año que viene iré a la Universidad de Sydney a estudiar ingeniería —dijo Nell.
—¿Ingeniería?
—Sí, ingeniería —respondió pacientemente, como si estuviera hablándole a un idiota—. Minería, metalurgia y ensayo, y también derecho minero, para ser más exacta. Wo Ching y Chan Min vendrán conmigo y Lo Chee estudiará ingeniería mecánica y construcción de maquinaria. Donny Wilkins, el hijo del pastor de la Iglesia anglicana, estudiará ingeniería civil y arquitectura. De esa forma, papá nos tiene a tres para su interés principal, la minería, uno para los motores y las dínamos, y otro para construir los puentes y diseñar su teatro de ópera —explicó Nell.
—Pero usted es una mujer, y tres de los otros son chinos.
—¿Qué problema hay? —preguntó Nell con tono amenazador—. Somos todos australianos y tenemos derecho a recibir cuanta educación seamos capaces de asimilar. ¿Qué cree que hace la gente rica con su vida? —lo interrogó con hostilidad—. La respuesta es: lo mismo que hacen los pobres. Desperdiciamos nuestro tiempo si somos holgazanes o nos rompemos el trasero trabajando si somos industriosos.
—¿Qué puede saber usted de la gente pobre, señorita?
—Más o menos lo mismo que usted de la gente rica: muy poco.
Bede Talgarth cambió de táctica.
—La ingeniería no es una profesión para mujeres —dijo.
—¡Uh! —contestó Nell—. Supongo que también dirá que deberíamos deportar a Wo Ching, Chan Min y Lo Chee.
—Visto que ya están aquí, no. Pero sí creo que hay que frenar la inmigración china. Australia es un país para blancos con salarios de blancos —dijo Bede en un tono un tanto solemne.
—¡Por Dios! —resopló Nell—. Los chinos son inmigrantes mil veces mejores que esa banda de borrachos y perezosos que llega de todas partes de Gran Bretaña.
Un conflicto interesante que no desembocó en una guerra franca gracias a que Sam Wong entró con el primer plato. El rostro de Nell se encendió y, para asombro de Bede, comenzó a hablar con él en chino. Su mirada estaba llena de afecto.
—¿Cuántos idiomas habla? —le preguntó después que Sam se hubo retirado. Cuando saboreó el hojaldre relleno de langostinos rociados con una salsa dulce conoció el paraíso gastronómico.
—Chino mandarín (nuestros empleados son mandarines, no cantoneses), latín, griego, francés e italiano. Cuando vaya a la ciudad tendré que buscarme un profesor de alemán. Muchos documentos y textos de ingeniería están en alemán.
«Nuestros empleados, pensaba Bede Talgarth más tarde mientras caminaba por Kinross. Nuestros empleados son mandarines, no cantoneses». ¿Qué diablos quiere decir? Siempre pensé que un chino era un chino y basta. Cuando comience la verdadera presión para prohibir la inmigración china, Alexander Kinross se opondrá enérgicamente. Es una ley federal, así que habrá que esperar la federalización, y entonces todos los industriales blancos se opondrán, porque a los chinos les pueden pagar menos de la mitad de lo que pagan a un blanco. Sí, el movimiento obrero tendrá que conseguir que el Parlamento federal apruebe la ley. Eso quiere decir que es más importante que nos organicemos políticamente que atender a las cuestiones sindicales.
¡Uf! ¿Por qué este tema de Kinross ha tenido que suceder ahora, cuando tenemos situaciones tan peligrosas en Queensland y cuando los usurpadores de Nueva Gales del Sur han formado sus condenados sindicatos rurales? Si, o mejor dicho, cuando los esquiladores hagan huelga será como un barril de pólvora y me necesitarán en Sydney, no en este rincón apartado, por más oro que haya aquí. Los esquiladores están presionando tanto a Bill Spence que tendrá que insistir en crear un sindicato unificado de todos los obreros de los establos, y si logra reunir a todos los trabajadores del muelle de una parte, se nos vendrá encima una grande. ¿De dónde saldrá el dinero para la huelga? El año pasado, les dimos treinta y seis mil libras a los estibadores de Londres y los ayudamos a ganar. Pero ahora no tenemos un centavo. Y yo aquí, en Kinross.
Bede habría deseado que Sam O’Donnell le cayera simpático, pero cuanto más lo conocía, menos lo soportaba. De todas formas, se inclinaba más a considerarlo un seductor incompetente que un verdadero buscapleitos. El hecho de que tuviera numerosos amigos entre los empleados de la refinería y de los comercios y ninguno entre sus colegas de la mina hacía pensar que irritaba a las personas que estaban más cerca de él. Sin embargo, Bede estaba decidido a explotar al máximo las características más positivas de Sam. O’Donnell era bien parecido, de caminar sereno, y moderado al hablar. Además odiaba a los chinos y representaba una valiosa fuente de información sobre el tema. Tanto Kinross como la mina Apocalipsis constituían un misterio para el Consejo Gremial; y no porque sir Alexander hubiera favorecido a los chinos durante los despidos; de hecho, habían perdido sus trabajos a la par de los blancos.
La solicitud que presentó al sargento Thwaites, de la policía de Kinross, para hablar en público el domingo por la tarde en la plaza de la población fue recibida con cautelosa sospecha. Sin embargo, una llamada telefónica de sir Alexander resolvió la situación.
—Puede hablar, señor Talgarth, usted y todos los que quieran. Sir Alexander dice que la libertad de expresión es la base de la verdadera democracia, y que él no se opondrá.
Entonces los rumores son correctos, pensó Bede, alejándose con su paso de marinero. Alexander Kinross sí estuvo en Estados Unidos. Nadie nacido y criado en Escocia utilizaría, fuera de su país, expresiones del tipo «verdadera democracia». Basta con mencionar la palabra «democracia» a un defensor acérrimo de los británicos en Sydney para que éste reaccione como un toro frente a la muleta: ¡la mayor idiotez americana! ¡Los hombres no son todos iguales!
¡Maldición! ¿Dónde se había metido O’Donnell? Habían quedado en encontrarse en el hotel poco después del almuerzo, pero la tarde pasaba y el hombre no daba señales de vida. Finalmente, al atardecer, apareció algo desarreglado.
—¿Qué estuviste haciendo, Sam? —preguntó Bede quitando abrojos de la chaqueta de O’Donnell.
—Jugueteando un poco —respondió con una risotada.
—Tenías que estar aquí conmigo para presentarme a los obreros despedidos, Sam, no flirteando por ahí.
—No estaba flir… lo que sea —replicó malhumorado O’Donnell—. Si la hubieras visto, lo entenderías.
Durante los seis días que pasó en Kinross, Bede Talgarth se dedicó a hablar con los obreros despedidos, entre los cuales había caldereros, armadores, torneros, mecánicos y obreros de la refinería y de muchos otros talleres que se habían visto afectados por la reducción en la producción de oro. Como el consumo de carbón había disminuido, únicamente circularía un tren por semana. Sólo uno de cada cuatro obreros de la mina de carbón Apocalipsis en Lithgow aún conservaba su trabajo.
Bede se dio cuenta de que era imposible cautivar a los trabajadores de las minas de oro con su propuesta. Les pagaban muy bien, trabajaban turnos de seis horas por día, cinco días a la semana, y si trabajaban en el turno nocturno recibían una compensación adicional. Cumplían sus tareas en una zona de la mina limpia, iluminada con potentes luces eléctricas, y bien aireada mediante orificios de ventilación equipados con extractores eléctricos. Las voladuras eran seguras y nadie podía acceder al área de detonación hasta que el polvo no se hubiera asentado por completo. Para rematar, eran mucho menos numerosos que los mineros del carbón afiliados a la Asociación de Mineros Unidos, a la que por otra parte calificaban de «agrupación para carboneros». Por último, un detalle que Bede Talgarth, ex obrero de minas de carbón, no había notado antes de llegar a Kinross: los mineros del oro menospreciaban a los del carbón porque ellos tenían mejor salario y trabajaban en un ambiente más limpio y en mejores condiciones. No terminaban el turno tiznados y tosiendo sin parar por la silicosis.
El discurso de la tarde del domingo en la plaza de Kinross fue muy bien recibido. Bede Talgarth había tenido la brillante idea de llevar con él un numeroso grupo de trabajadores de la mina de carbón de Lithgow para incrementar la parte de la audiencia dispuesta a alentarlo. Sintiéndose reivindicado, notó que el contingente de Lithgow incluía hombres de las fábricas de ladrillos, de los talleres metalúrgicos, y empleados de los frigoríficos de Samuel Mort. Bede, demasiado inteligente para lanzarse solo contra Alexander Kinross, se concentró en la poca participación de los empleados en los colosales beneficios de Apocalipsis y les describió el utópico día en que la riqueza se distribuiría equitativamente y ya no habría mansiones ni pocilgas. Luego pasó al tema de los chinos, que ponían en peligro la supervivencia del trabajador blanco australiano. La mano de obra barata —dijo— es una parte vital de la ecuación capitalista, como lo demuestran los secuestros de los negros melanesios para trabajar prácticamente como esclavos en las plantaciones de azúcar de Queensland. Ésa es otra razón por la cual Australia tiene que continuar siendo un país de blancos, excluyendo todas las demás razas. Según Bede, la especie humana era explotadora por naturaleza, por eso, la única forma de prevenir la explotación era impedir que se dieran las condiciones necesarias para que surgiera.
Gracias a su discurso, Bede Evans Talgarth se hizo famoso de un día para el otro en Kinross: el lunes ya se paseaba por ahí rodeado de admiradores. La gente de Lithgow le rogó que fuera a hablar a su ciudad el domingo siguiente, e incluso algunos obreros de la mina de oro de Apocalipsis lo felicitaron. Se debía sobre todo, hubo de admitir íntimamente con tristeza, a su estupenda oratoria y no a la intención de ellos de iniciar una acción sindical. Ese hipócrita, ese bastardo de sir Alexander también estaba dando discursos, pero para pequeños grupos, que hablaban de lo buen empleador que había sido siempre y que por eso tenían que creerle cuando les decía que no podía seguir sosteniendo la producción. Bede aún tenía mucho que hacer en Kinross.
Pero no hizo nada. El seis de agosto el Consejo Gremial le envió un telegrama convocándolo a Sydney. Había noticias de que el Sindicato Rural estaba enviando balas de lana desde el campo hacia Sydney para cargarlas en barcos extranjeros. El Sindicato de Obreros del Puerto de Sydney decía que la lana era «negra» y se negaba a cargarla. En medio de todo esto, estalló un conflicto entre los propietarios de las embarcaciones y las organizaciones marítimas, empezando por la Asociación de Oficiales de la Marina, hasta llegar a los de menor jerarquía. Los propietarios de las minas de carbón de Newcastle no dejaban entrar a sus empleados, así que todos los mineros de los demás yacimientos de carbón del estado se habían declarado en huelga en solidaridad con ellos. El caos se había extendido hasta las minas de plata de Broken Hill, cuyos propietarios habían suspendido todos los trabajos porque decían que no podían exportar los lingotes.
Las huelgas se extendían como un voraz incendio y llegaron a involucrar a más de cincuenta mil obreros de todos los sectores. En Sydney, un alboroto acompañó la presentación pública de la Ley de Sedición, y la amargura crecía a la par de las privaciones que los huelguistas comenzaron a padecer. Por culpa de aquella enorme donación realizada a los obreros portuarios de Londres en 1889, los fondos sindicales no alcanzaban para cubrir las necesidades familiares de los huelguistas.
Las huelgas, que habían comenzado en agosto de 1890, se prolongaron hasta fines de octubre, cuando los sindicatos se vieron derrotados por la intransigencia de los empleadores y la falta de dinero; en todo el continente se percibía el avance de la crisis económica. Para mediados de noviembre, los trabajadores portuarios, los mineros y otros se vieron obligados a volver al trabajo sin haber obtenido lo que demandaban. Los empleadores lograron una gran victoria, pues salieron de esos tres meses terribles con el derecho de contratar obreros que no pertenecieran a los sindicatos, aun en sectores que hasta el momento habían estado bajo el control exclusivo de los sindicatos. Los últimos en ceder fueron los esquiladores de ovejas.
Alexander había clausurado por completo la mina Apocalipsis cuando las de plata de Broken Hill habían cerrado, aduciendo la misma razón: no podía exportar sus lingotes. No se preocupó por los obreros de la mina de carbón de Lithgow, pero era demasiado astuto para castigar también a los trabajadores de Kinross; a ellos les pagó un salario mínimo un poco más alto que el que el sindicato pagaba a los huelguistas. La suerte estuvo de su lado; cuando toda la nación volvió a trabajar, las medidas económicas que había tomado Alexander parecían insignificantes.
Kinross había pasado a ser un recuerdo lejano para Bede Talgarth. Después de lamerse las heridas con el resto del movimiento obrero, se concentró en las futuras elecciones de la Asamblea Legislativa de Nueva Gales del Sur, que era la Cámara baja, a la cual se accedía por elección. Esas elecciones tendrían lugar en 1892, pero ahora era el momento para planificar la estrategia. Los tres meses de huelgas nacionales habían dejado a muchas familias en situación de pobreza extrema y él sería uno de los que, por medio de la legislación, los sacaría de esa miseria.
Como era un hombre precavido, analizó los distritos de Sydney en los cuales un candidato del movimiento obrero tenía posibilidades; eran varios, ya que por entonces Sydney tenía alrededor de un millón de habitantes. Las jurisdicciones de distritos como Redfern, que seguramente presentarían un candidato obrero, eran tan disputadas entre los candidatos tradicionales que Bede estaba seguro de que no lograría obtener una candidatura oficial. Por lo tanto, prefirió buscar una posición más marginal, de modo que decidió dirigirse hacia el sudoeste de los deprimentes terrenos industriales baldíos que se hallaban alrededor del sucio río que bajaba hasta Botany Bay. Pensó que allí podría obtener, primero en las elecciones preliminares del movimiento obrero y después en las estatales, la cantidad de votos suficiente para ser designado miembro de la Asamblea Legislativa. Decidido, se trasladó al distrito que había elegido y trabajó con incesante energía hasta convertirse en una figura reconocida allí; cordial, apasionado y atento.
Apenas terminaron las huelgas, Alexander hizo las maletas y se embarcó hacia San Francisco. Para su disgusto, Ruby se negó categóricamente a acompañarlo.