1. Dos muchachas en flor

Nell cumplió doce años el día de Año Nuevo de 1888, y poco después empezó a tener sus menstruaciones. Como poseía el físico espigado y esbelto de su padre, el desarrollo de sus pechos fue limitado, algo que le había permitido ignorar ese primer signo de su madurez. Sin embargo, la llegada de las menstruaciones era algo imposible de negar, sobre todo con una madre como Elizabeth.

—Ya no puedes andar correteando y jugueteando por ahí, Nell —dijo Elizabeth tratando de recordar las cosas que le había enseñado Mary cuando sus menstruaciones habían empezado—. De ahora en adelante deberás comportarte como una señorita. No más incursiones a las minas y a los talleres, y basta de ser sociable con los hombres. Si tienes que levantar algo del suelo, debes mantener las piernas juntas y agacharte doblando las rodillas de modo que todo tu cuerpo baje al mismo tiempo. Por nada del mundo te sientes con las piernas abiertas, ni las muevas en el aire.

—¿De qué diablos estás hablando, mamá?

—De un comportamiento recatado, Nell, y no me mires de ese modo.

—A mí me parece una completa estupidez. ¿Quieres que me siente con las piernas juntas?, ¿y que no las mueva por el aire?

—Nunca más. Tus bragas podrían estar manchadas.

—Eso sólo sucede cuando tengo la regla —dijo Nell provocativamente.

—Nunca sabes cuándo te vendrá. Al principio es bastante irregular. Lo siento, Nell, se acabó el juego —afirmó Elizabeth con frialdad—. Usarás vestidos cortos durante dos años más, pero te comportarás como una señorita.

—¡No lo puedo creer! —exclamó jadeando teatralmente—. ¡Me estás sacando de la vida de papá! ¡Yo soy como un hijo para él!

—Eres su hija, no su hijo.

Nell miró a su madre llena de terror.

—Mamá, tú no se lo habrás dicho, ¿verdad?

—Por supuesto que lo hice —repuso Elizabeth poniéndose a la defensiva—. Siéntate, Nell, por favor.

—¡No puedo!

—Cuando Anna era bebé —comenzó Elizabeth, que se sentía en la obligación de dar una explicación—, yo no la veía tan a menudo como una madre debería hacerlo, así que pensaba que era un poco retrasada, no que era demente. Fuiste tú la que preguntó a tu padre qué le pasaba a Anna. Él se dio cuenta y eso me trajo muchos problemas con él.

—¡Te lo merecías! —gruñó Nell.

—Sí, me lo merecía. Pero, desde ese momento, me aseguré de informar a tu padre acerca de todo lo que os ocurriera a Anna y a ti.

—¡Eres una mujer despreciable!

—¡Por favor, Nell, sé razonable!

—¡Eres tú la que no quiere ser razonable! ¡Lo único que quieres es arruinarme la vida, mamá! ¡Quieres alejarme de papá!

—Eso no es justo y no es verdad —protestó Elizabeth.

—¡Vete al demonio, mamá! ¡Vete al demonio! —exclamó Nell.

—Cuida tus modales y tu boca, Eleanor.

—Ah, conque ahora soy Eleanor, ¿no? Bueno, ¡me niego a ser Eleanor! ¡Mi nombre es Nell! —estalló, y se marchó enfurecida a llorar su rabia en la intimidad de su habitación.

Elizabeth quedó exhausta y confundida. No ha ido como yo pensaba, se dijo. ¿Yo también reaccioné así cuando Mary me habló de mis menstruaciones? No, la escuché obedientemente y a partir de entonces me comporté como ella me había dicho. ¿Sería Mary más afectuosa de lo que yo acabo de ser con Nell? ¿Tendría más tacto? No, no creo. Recuerdo que yo me sentía como si acabara de ser aceptada en una sociedad secreta y estaba orgullosa de mi ingreso. ¿Por qué asumí que Nell iba a reaccionar como yo, si no se parece en nada a mí? Tenía la esperanza de que nos hiciéramos amigas a partir de esta conspiración femenina, y en cambio, lo único que he logrado ha sido provocar su hostilidad. ¿Acaso Nell no se da cuenta de que, de ahora en adelante, será un objeto de deseo para los hombres? ¿No entiende que cada vez que vaya a un sitio que esté lleno de hombres, corre el riesgo de provocarlos en un modo que una niña ni siquiera puede imaginar?

Aunque Alexander no mencionó el tema, Nell era demasiado inteligente para no ver el cambio que se había producido en su padre de un día para el otro. La miraba de un modo diverso, con una mezcla de orgullo y tristeza. Es como si de pronto me hubiera convertido en alguien que no conoce y en quien no puede confiar, pensaba Nell avergonzada. A Nell nunca le habían gustado demasiado las mujeres, por eso odiaba que la naturaleza le hubiera recordado que era una de ellas. Especialmente, porque ahora papá la veía como a una extraña. ¡Muy bien! Si papá la consideraba una extraña, entonces él también dejaría de existir para ella. Así fue como Nell decidió alejarse de su padre.

Afortunadamente, Alexander comprendió la razón por la cual ella se había distanciado y la afrontó.

—¿Crees que quiero convertirte en una señorita formal y correcta, Nell? —le preguntó, sentado en su sillón favorito de la biblioteca.

Ella se había acomodado en una silla enfrente de él con las piernas juntas, por si acaso sus bragas estaban manchadas.

—¿Qué otra alternativa tengo, papá? No soy un niño.

—Nunca creí que lo fueras. Discúlpame si estuve un poco distante en estas últimas semanas. Es duro darse cuenta de lo rápido que vuela el tiempo, eso es todo. Mi pequeña amiga está creciendo y yo me siento viejo —dijo.

—¿Viejo? ¿Viejo tú, papá? —preguntó irritada—. El problema es que se acabó la diversión para nosotros. ¡Mamá no quiere que vaya a la mina contigo, ni a los talleres, ni a ninguna parte! Tengo que dejar de comportarme como una chicarrona, pero ¡no quiero! ¡Quiero ir contigo, papá! ¡Contigo!

—Y así será, Nell. Pero tu madre me pidió que te diera un poco de tiempo para que te acostumbraras a los cambios.

—Eso quisiera ella —dijo Nell amargamente.

—No te olvides que tu madre tuvo una educación muy estricta —respondió Alexander que estaba tan molesto con Elizabeth como Nell. ¿Cómo se atrevía a asustar a esa niña adorable para que lo abandonara?—. Para ella, una vez que te conviertes en mujer, debes aprender a comportarte como una señorita con todas las letras. Las madres tienden a pensar que sus hijas son presa fácil para las atenciones de los hombres, en cambio, yo creo que mientras no los provoquen, están a salvo. Y no veo que tú estés haciendo una cosa así, Nell —dijo dedicándole una sonrisa—. No tengo ninguna intención de perder a mi mejor amiga.

—Entonces ¿puedo seguir yendo contigo a la mina y a los talleres?

—¡Trata de impedirme que te lleve!

—Oh, papá, ¡te quiero! —exclamó trepándose a su regazo y echándole los brazos alrededor del cuello.

Elizabeth también le había dado un sermón a Alexander. Le había advertido que, de ahora en adelante, Nell tenía prohibido sentarse en su falda o comportarse como si fuera una niña pequeña en lugar de como una señorita. Sin embargo, Elizabeth se equivoca, pensó abrazando el cuerpo todavía infantil de Nell. ¿Por qué será que su educación la hace pensar siempre lo peor de las personas? ¿Acaso piensa que puedo empezar a tener pensamientos obscenos respecto de mi propia hija, de un momento a otro, tan sólo porque está creciendo? ¡Qué estupidez! ¡Ni loco voy a negar a Nell el afecto sincero que siempre le di! Además, ¿cómo puede pensar Elizabeth que cualquier hombre podría tratar de aprovecharse de la hija virgen de Alexander Kinross? Aunque Nell fuera como Ruby (cosa que jamás será), ningún hombre se atrevería a hacerle propuestas indecentes. Mi nombre y mi poder la protegen.

Una vez que Nell se reincorporó a la vida de su padre como en los viejos tiempos, lo único que quedó de la llegada de su primera menstruación fue una profunda brecha entre Alexander y Elizabeth, que no aprobaba, no podía aprobar, su decisión de seguir tratando a Nell como si nada hubiera cambiado. Su sentido de la corrección le decía que esta vez ella tenía razón y Alexander estaba equivocado. Lo único que la consolaba era que Nell seguía siendo terriblemente plana. Su cabello, negro y abundante, era de lejos su mayor virtud. Desgraciadamente, también sus cejas eran negras y espesas, pero además eran puntiagudas y con un aspecto algo diabólico. Su nariz, bastante grande, su boca, demasiado fina, como la de Alexander, y un rostro alargado de huesos tan pronunciados le daban un aspecto más bien lúgubre. Sus ojos, de un azul encendido, tenían una expresión firme y ligeramente burlona. De hecho, Nell tenía aire de ser una persona que estaba dispuesta a luchar por sus ideas, y ésa no era una actitud muy adecuada para una señorita.

En la clase ella tenía el control. El tiempo que había pasado con el señor Fowldes en Londres le había enseñado que no tenía sentido tratar de ser sumisa, porque eso llevaba solamente al conformismo. Era mucho mejor que la azotaran, que la arrastraran de una oreja a ver a su padre, y burlarse, sin importar cuál fuera el castigo. El único castigo que hubiera logrado aplacar a Nell hubiera sido uno que su padre jamás le impondría: suspender su educación y cambiarla por una que fuera más adecuada para una señorita.

Como no tenía hijos varones propios, Alexander había puesto todas sus expectativas en Nell, que lo adoraba a tal punto que no se atrevía a decirle que lo que ella realmente quería era ser doctora en medicina. De todas formas, era una ambición imposible de lograr, aun para la hija de Alexander Kinross. La facultad de Medicina de la Universidad de Sydney no aceptaba mujeres y jamás lo haría. Podría ir al extranjero a estudiar, o incluso a la Universidad de Melbourne, pero papa quería que lo sucediese un heredero de su propia sangre. Eso significaba que tendría que estudiar minería y metalúrgica en la facultad de Ingeniería, que tampoco había admitido mujeres hasta ahora, pero que no poseía ninguna ley que prohibiera que las mujeres se inscribieran, como era el caso de la de medicina. Una omisión producto de la falta de previsión: nadie pensaba que una mujer pudiera estar interesaba en estudiar ingeniería.

Sin embargo, el desarrollo físico hizo que Nell experimentara también algunos cambios en su forma de ver las cosas, especialmente la situación entre su madre y su padre. Alexander nunca le hablaba de ese tema y ella se moría de ganas de saber. Nell estaba siempre de parte de su padre, así que echaba la culpa a su madre, que apenas veía a Alexander se convertía en un iceberg con impecables modales. La respuesta de papá ante su rechazo era asumir una actitud displicente que muchas veces terminaba en comentarios agudos y respuestas violentas. Era natural que respondiera así: él tenía un carácter más intempestivo, menos paciente y no se resignaba. Nadie sabía qué había detrás de mamá. Al menos Nell no lo sabía. Papá decía que era melancolía, en cambio Nell, que leía todo lo que encontraba sobre temas relacionados a la medicina, no creía que su madre fuera ni melancólica ni neurasténica. Su instinto le decía que el único problema que tenía su madre era que era terriblemente infeliz. Sin embargo, ¿cómo era posible? ¿Sería por lo de papá y Ruby?

Nell no recordaba un tiempo en el que no hubiera estado al tanto de lo que pasaba entre su padre y Ruby. Era una de las relaciones más abiertas que conocía. No, ése no podía ser el motivo de la infelicidad de mamá, porque mamá y la tía Ruby eran excelentes amigas. De hecho, su relación era mucho más cercana que la que papá tenía con mamá.

Sin embargo, en este aspecto la vida extrañamente protegida que Nell había llevado hasta ese momento no la ayudaba para nada. Como nunca había ido a una escuela normal, no tenía la menor idea de que este curioso juego de sentimientos entre su padre, su madre y Ruby no sólo era socialmente inaceptable, sino que además era extraño por completo. La reina Victoria se hubiera negado a aceptar su existencia.

—Pero yo no puedo hablar con ella —dijo Elizabeth a Ruby después de la discusión sobre las menstruaciones de Nell—. Ya me he pillado bastante los dedos. Habla tú con ella, Ruby. De todos modos, a ti te respeta mucho más que a mí.

—El problema es, mi querida Elizabeth, que cada vez que miras a Nell ves a Alexander. —Ruby suspiró—. Dile que venga a almorzar conmigo al hotel y veré qué puedo hacer.

La invitación fue tan inusitada que despertó la curiosidad de Nell, que se puso en marcha preguntándose qué sucedería.

—Es hora de que conozcas en detalle —comenzó a decir Ruby después de que hubieron devorado la comida china que había para el almuerzo— la relación que hay entre tu madre, tu padre y yo.

—Ah, sí, ya lo sé todo —respondió Nell sin demostrar demasiado interés—. Papá y tú tenéis relaciones sexuales porque papá no las tiene con mamá.

—¿Y no te parece extraño? —preguntó Ruby mirando fascinada a Nell.

—¿Lo es?

—Sí, y mucho.

—Entonces será mejor que me expliques por qué, tía Ruby.

—Para empezar, porque se supone que las personas casadas no deben acostarse con otras personas, sino sólo entre ellas. Relaciones sexuales —dijo Ruby pensativa—. Eres demasiado explícita, Nell.

—Así lo llaman los libros.

—Seguro que sí. De todas formas, tu madre tiene prohibido tener más hijos, de modo que no puede cumplir con sus deberes de esposa.

—Eso ya lo sé. Entonces, tú ayudas —dijo Nell con aplomo.

—¡Dios mío! ¿Por qué razón tendría que ayudar?

Nell frunció el ceño.

—La verdad, no tengo la menor idea, tía Ruby.

—Entonces te lo diré. Los hombres no se pueden contener. Es decir, para ellos es imposible vivir sin sexo. Los católicos se engañan pensando que los hombres pueden mantener el voto que ellos llaman de castidad. Yo lo dudo bastante. De hecho, si un hombre pudiera mantenerse célibe, yo pensaría que está loco, lunático.

—Entonces papá necesita sexo.

—Exactamente. Y ahí es donde entro yo. Sin embargo, lo que hay entre tu padre y yo no es sólo una cuestión de sexo, aunque muchos así lo creen. Entre nosotros dos hay amor, un amor que existe desde mucho antes de que él conociera a tu madre. Pero él no podía casarse conmigo porque yo ya había tenido experiencias sexuales con otros nombres.

—Eso no tiene ningún sentido.

—Estoy absolutamente de acuerdo —dijo Ruby un tanto triste—. De todos modos, se considera que las mujeres con experiencia sexual son incapaces de ser fieles a un solo hombre, aun si es su marido. Y los nombres quieren asegurarse de que no haya ninguna duda de que os hijos que tienen son suyos. Por eso quieren casarse con mujeres que sean vírgenes.

—¿Mi mamá era virgen cuando se casó con papá?

—Sí.

—Pero él te ama a ti, no a ella.

—Yo preferiría decir que nos ama a las dos, Nell —insistió Ruby, deseando que Elizabeth se fuera al demonio por haberle impuesto esa tarea.

—A ella la ama por sus hijas y a ti por el sexo.

—¡Honestamente, no es todo tan despiadado, querida! Los tres somos una especie de revoltijo, y eso es lo más cerca de la verdad que puedo llegar. Lo más importante es que nos llevamos bien, nos agradamos y bueno… en fin, compartimos las obligaciones.

—¿Por qué me dices todo esto, tía Ruby? —preguntó Nell con expresión concentrada—. ¿Es porque los demás no lo aprobarían?

—¡Exactamente! —exclamó Ruby radiante.

—La verdad, no veo por qué tendrían que meter sus narices donde no los llaman.

—Una cosa de la que tienes que estar segura, Nell, es que a la gente le encanta meter las narices en los asuntos de los demás. Por eso, no ruedes hablar de esto con nadie, ¿comprendes?

—Sí. —Nell se puso de pie—. Tengo que ir a clase. —Besó a Ruby en la mejilla, un saludo fugaz—. Gracias por la lección.

—No menciones nuestra conversación a tu padre.

—No lo haré. Es nuestro secreto —dijo Nell y se marchó brincando.

¡Sinvergüenza! Se dijo a sí misma mientras subía al funicular. Ya sé que papá ama a la tía Ruby y que ella lo ama a él, pero lo único que olvidé preguntar es a quién ama mamá. ¿A papá? Seguramente sí, pero no puede tener relaciones sexuales, y papá lo necesita.

Nell, mejor preparada ya para la investigación, se propuso entonces descubrir si su madre amaba a su padre y pronto se dio cuenta de que mamá no amaba a nadie, ni siquiera a sí misma. Si papá la tocaba, aunque sólo fuera por accidente, ella retrocedía como un caracol en su caparazón con un destello de disgusto en sus ojos que daba a entender que su reacción no se debía a que le estaba prohibido tener relaciones sexuales. ¡Y papá lo sabía! La reacción de mamá lo hacía enojar, así que lanzaba una de sus frases irónicas, se recomponía y desaparecía. Nell se preguntaba si su madre al menos amaba a sus hijas.

—Oh, sí —dijo Ruby, sometida a un segundo interrogatorio.

—Si nos ama, decididamente no sabe cómo demostrarlo —respondió Nell—. Estoy empezando a pensar que mamá es un caso trágico.

—Si reprimirse siempre constituye una tragedia, entonces tienes razón —dijo Ruby con lágrimas en los ojos—. No renuncies a ella, Nell, por favor. Confía en mí, si tu madre viera a alguien apuntando un arma hacia ti, se interpondría entre tú y la bala.

Para cuando cumplió diez años, Anna se había convertido en una hermosa réplica de su madre; algo que angustió a todos, especialmente a Jade, que tenía treinta y tres años. Alta y graciosa, Anna ya podía caminar sin dificultad y construir oraciones sencillas. También había dejado de hacerse sus necesidades encima, pero luego esta victoria se había transformado en el mal augurio de una madurez temprana cuando empezó a desarrollarse su busto.

A los once años tuvo su primera menstruación. Una pesadilla. A Anna, como a la mayoría de los niños retrasados, la aterrorizaba la sangre que parecía considerar como el vaciamiento de un ser, ya fuese del suyo propio o de otro. Tal vez ese miedo se había originado a partir de una experiencia que había tenido en la cocina de Sam Wong en el hotel Kinross, cuando uno de los ayudantes del chef se había hecho un tajo profundo en un brazo. Salpicaba sangre en todas direcciones porque había cortado una arteria y gritaba desesperadamente de pánico, impidiendo que lo agarraran para aplicarle un torniquete. Nadie se acordó de que la pequeña Anna, de sólo nueve años, estaba allí hasta que escucharon sus gritos por encima de los del cocinero.

Así que, cuando llegaron sus menstruaciones, Anna empezó a aullar de terror. Había que sujetarla para poder ponerle una compresa. Ni el tiempo ni la repetición del hecho aplacaron su temor. El único método que Jade y Elizabeth tenían para lograr que Anna superara esos cinco días era sedarla fuertemente con hidrato de cloral o, en caso de que eso no funcionara, con láudano.

Si toda la vida de Anna había sido un tormento, eso no era nada comparado con el desastre que provocó su primera menstruación. No había modo de explicarle que lo que le sucedía era normal y natural, que pasaría solo y que lo único que tenía que hacer era aceptar que se repetiría todos los meses. Anna no podía entenderlo por el horror que le provocaba y porque su nivel de atención era muy limitado. Además, tampoco era regular, así que no había forma de prepararla con anticipación para cada episodio.

Entre una menstruación y otra, Anna era bastante feliz a menos que viera sangre, en cuyo caso empezaba a gritar y a dar vueltas como loca por el terror. Si la sangre era suya, se desataban luchas titánicas.

Finalmente, al cabo de un año en los que había tenido ocho veces la regla, Anna había aprendido lo suficiente acerca de las menstruaciones para armar un escándalo cada vez que alguien intentaba desvestirla. Relacionaba el hecho de que le sacaran la ropa con las pérdidas de sangre. Sin embargo, esta situación produjo un cambio positivo. De pronto, Anna aprendió a desvestirse y a lavarse sola. Una vez que Elizabeth y Jade estuvieron conformes con el modo en que Anna se lavaba, la dejaron hacerlo por su cuenta.

—Tal vez las menstruaciones de tu hermana sean una bendición después de todo —dijo Elizabeth a Nell—. Nunca pensé que Anna sería capaz de aprender a lavarse y a cambiarse sola.

Por supuesto, la madurez de sus dos hijas hizo que Elizabeth se sintiera realmente vieja. Una sensación extraña considerando que, en realidad, era muy joven. Pero allí estaba, con treinta años y dos hijas jóvenes en pleno desarrollo en sus manos que no sabía cómo manejar. Si hubiera tenido más conocimientos o experiencia, podría haber hecho frente a las dificultades de otra manera. Sin embargo, tal como estaban las cosas, sólo podía andar a tientas y recurrir a Ruby cuando era necesario. No porque Ruby pudiera ayudarla con Anna. En realidad nadie podía, excepto Jade, amorosa y paciente, inagotable en su devoción.

En marzo de 1889 se cumplían catorce años de su boda. En todos esos años, Elizabeth se había enseñado a sí misma a no sentir y, de ese modo, había logrado un cierto grado de conformidad. De alguna manera, reflexionaba, la vida que llevaba tan lejos de su casa no era muy diferente a la que le hubiera tocado si se hubiera quedado cuidando a su padre y después como la tía soltera junto a sus sobrinas y sobrinos. Aunque era de vital necesidad, no era el centro de la existencia de nadie. Alexander tenía a Ruby y a Nell; ésta, a su vez, tenía a su padre, y Anna, a Jade. Los años pasaban y nada cambiaba entre ella y Alexander. Mientras no la tocara, ella era capaz de mantener las apariencias por el bien de la única hija que observaba, Nell.

¡Oh, pero sí había buenos momentos! Una risa compartida con Nell acerca de Chang, el cocinero; alguna cuestión en la que Alexander y ella coincidían plenamente; deliciosas charlas con Ruby; las visitas de Constance para aliviar la soledad de su viudez; cabalgar por el maravilloso mundo de los bosques; algún libro que la atrapaba, o tocar el piano a dúo con Nell; además, tenía privacidad cuando la quería, que era con bastante frecuencia. Y aunque pensaba en La Laguna, pues la imagen de Lee en La Laguna todavía la perseguía, al menos el tiempo había suavizado sus bordes afilados, difuminando el dorado brillo del sol y de su piel con el inexorable pulgar de un recuerdo que no se repetía. El tiempo, incluso, le había permitido volver a La Laguna y disfrutar de ella sin detenerse realmente a pensar en Lee.

Para Alexander, de repente, la casa se había vuelto tan femenina que lo hastiaba. Y aunque continuaba noblemente con la tarea de llevar a Nell con él en sus recorridos, cada vez que ella no tenía clases, se veía obligado a admitir que no era lo mismo que antes. No era culpa de ella, sino de él, y también de Elizabeth y sus reiterados comentarios acerca de que ahora Nell era una señorita y, por lo tanto, un blanco para los hombres. Así que, por más que tratara de evitarlo, se descubría a sí mismo controlando que ninguno de sus empleados estuviera mirando a Nell con deseo o, peor aún, que ninguno estuviera, como decía Elizabeth constantemente, detrás de ella pensando en todo el dinero que tenía. El sentido común demostraba que Nell no era una mujer fatal y que a buen seguro jamás lo sería. Sin embargo, el padre posesivo que llevaba dentro estaba lo suficientemente alterado para decretar, por ejemplo, que Nell no podía irse sola ni con Summers ni con ningún otro hombre de la mina o de los talleres. Hasta fue a la clase de Nell para asegurarse de cómo eran las relaciones allí. En ese momento se dio cuenta de que era un verdadero estúpido. Nell, obviamente, no era ni más ni menos que los otros muchachos. Las tres niñas blancas que habían empezado con ella se habían ido cuando ellas y Nell cumplieron diez años, por motivos que iban desde mandarlas a internados en Sydney hasta necesitarlas en casa.

La madurez de Anna fue la gota que colmó el vaso e hizo que Alexander deseara escapar. Ni siquiera Ruby podía procurar cordura suficiente a su vida mientras él estuviera atado a Kinross. Irse resultaba más difícil que antes a causa de la muerte de Dewy y de que Sung se estaba dedicando cada vez más a temas puramente relacionados con los chinos. Sin embargo, lo que una vez había sido una simple mina de oro, se había convertido en un imperio que requería su atención personal en todas partes del mundo. Tenía inversiones en otros minerales, desde la plata, el plomo y el zinc, hasta el cobre, el aluminio, el níquel, el manganeso y los microelementos; inversiones en el azúcar, el trigo, ganado vacuno y ovino; fábricas de motores de vapor, de locomotoras, equipos rodantes y maquinaria para la agricultura. Había plantaciones de té y una mina de oro en Ceilán, plantaciones de café en América Central y del Sur, una mina de esmeraldas en Brasil y acciones en cincuenta florecientes industrias de Estados Unidos, Inglaterra, Escocia y Alemania. La compañía todavía era privada así que nadie, excepto sus socios y él, sabía exactamente cuánto valían las Empresas Apocalipsis. Hasta el Banco de Inglaterra tuvo que hacer sus propias conjeturas.

Alexander se había dado cuenta de que tenía un ojo infalible para las antigüedades y el arte, por eso había adquirido la costumbre de combinar sus viajes de negocios al extranjero con la adquisición de pinturas, esculturas, objetos de arte, muebles y libros raros. Los dos iconos que había dado a sir Edward Wyler ya habían sido reemplazados, y la colección había seguido aumentando; al Giotto se agregaron dos Tizianos, un Rubens y un Boticelli que adquirió antes de enamorarse del arte no figurativo de los pintores modernos de París y comprar cuadros de Matisse, Manet, Van Gogh, Degas, Monet y Seurat. Tenía un Velázquez y dos Goyas, un Van Dyke, un Hals, un Vermeer y un Bruegel. Los guías de Pompeya estaban dispuestos a vender un invaluable suelo de mosaico romano por tan sólo cinco libras esterlinas de oro. En realidad, los guías de todas partes estaban dispuestos a vender lo que fuera por unas pocas piezas de oro. En lugar de poner estas cosas en la casa Kinross, Alexander se ocupó personalmente durante algunos meses de construir un anexo cerca de la casa donde todas las obras de arte, excepto sus favoritas, estaban instaladas, colgadas o expuestas en urnas de cristal. Era un pasatiempo, algo para aliviar su aburrimiento.

Viajar era otra de sus distracciones, pero estaba atado a Kinross. En una parte de su mente, Alexander aún seguía los pasos de Alejandro Magno, curioso de ver todo lo que el mundo tenía para ofrecer. Y ahora estaba anclado en una casa cuajada de sonidos y olores de mujeres. Más aún desde que Anna se había unido al club femenino con una cacofonía de alaridos y gritos.

—¡Haz tus maletas! —le ladró a Ruby en junio de 1889.

—¿Qué? —preguntó desconcertada.

—¡Haz tus maletas! Tú y yo nos vamos de viaje.

—Me encantaría, Alexander, pero no podría. Ni tú tampoco, para el caso. No habrá nadie que se ocupe de las cosas.

—Dentro de poco, sí —respondió Alexander—. Vuelve Lee. Llega a Sydney dentro de una semana.

—Entonces yo no voy a ningún lado —dijo Ruby con aire rebelde.

—¡Lo vas a ver! —protestó Alexander—. Nos encontraremos con él en Sydney, podréis veros y saludaros, y después nosotros partimos para Norteamérica.

—Llévate a Elizabeth.

—¡Ni loco! Quiero divertirme, Ruby.

Los ojos verdes de ella lo miraron con una expresión que rayaba en el disgusto.

—¿Sabes, Alexander, que te estás volviendo demasiado obsesivo contigo mismo? —dijo Ruby—. Para no hablar de tu arrogancia. Todavía no soy tu lacayo, buen señor, así que no vengas a gritarme que haga mis maletas sólo porque estás harto de Kinross. Yo no lo estoy. Si vuelve mi hijo, quiero quedarme aquí.

—Lo verás en Sydney.

—Sí, cinco minutos, si es que no tienes nada mejor que hacer.

—Cinco días, si quieres.

—Cinco años, quisiera yo. Pareces olvidar, amigo mío, que hace una eternidad que casi no veo a mi hijo. Si realmente vuelve a casa, entonces ahí es donde me quiero quedar.

Alexander, que comprendió que había firmeza en el tono de su voz, decidió abandonar su prepotencia e intentó poner una cara seductora y cargada de arrepentimiento.

—Por favor, Ruby, no me abandones —suplicó—. No nos iremos para siempre, sólo el tiempo necesario para sacudir las telarañas de mi mente y de mis zapatos. ¡Por favor, ven conmigo! Después, te prometo que volveremos a casa y te podrás quedar allí para siempre.

Ella se ablandó.

—Bueno…

—Ésa es mi chica. Pasaremos todo el tiempo que quieras con Lee en Sydney antes de embarcarnos. Lo que quieras, Ruby, con tal de estar fuera de aquí contigo. Nunca te llevé de viaje al extranjero. ¿No te gustaría conocer la Alhambra y el Taj Mahal, las pirámides y el Partenón? Si Lee está aquí, seremos libres. ¿Quién sabe qué nos depara el destino? ¡Ésta podría ser nuestra última oportunidad, mi queridísimo amor! ¡Dime que sí!

—Si tengo tiempo para ver a Lee en Sydney, sí —respondió Ruby.

Le besó las manos, el cuello, los labios y el cabello.

—Te doy todo lo que quieras con tal de que los dos estemos fuera de Kinross, y yo, lejos de Elizabeth. Desde que las niñas se desarrollaron, no hace más que rezongar, rezongar y rezongar.

—Lo sé, hasta la tomó un poco conmigo —añadió Ruby—. Pienso que, si pudiera, encerraría a Nell y a Anna en un convento. —Hizo un leve ronroneo de placer—. ¡Oh, ya dejará de ser tan estúpida al respecto! Es algo pasajero, pero sería bueno no estar en su punto de mira.

Cuando, al día siguiente, Elizabeth escuchó la versión abreviada de esta charla de boca de Ruby, se quedó pasmada.

—¡Oh, Ruby, seguramente no soy tan mala! —protestó.

—Bastante, y tú no eras así —respondió Ruby—. En serio, Elizabeth, tienes que terminar con esta obsesión de cuidar de la virtud de tus hijas. Estos últimos dieciocho meses han sido terribles. Sé que no es cosa de todas las madres tener dos niñas que se convierten en señoritas tan rápidamente, pero te puedo asegurar que están perfectamente a salvo en este pueblo. Si Nell fuera una cabeza hueca, podrías tener algún motivo para preocuparte, pero es una persona muy sensata y no está enamorada del amor en lo más mínimo. Con respecto a Anna… ¡Anna es una niña grande! Tus continuas críticas han hecho que Alexander se aleje, inclusive de Nell, quien no se mostrará en absoluto agradecida contigo si descubre por qué su padre está tan ansioso por marcharse.

—Pero ¿y la empresa? —exclamó Elizabeth.

—La empresa se mantendrá —respondió Ruby, que no se sentía con ganas de informarla acerca de la llegada de Lee.

—¿Y tú realmente irás con Alexander? —preguntó Elizabeth con tono melancólico.

Ruby suspiró.

—¡No me digas que estás celosa!

—¡No, no, por supuesto que no estoy celosa! Sólo me preguntaba cómo sería viajar con alguien que adoras.

—Espero de corazón que algún día lo averigües —dijo Ruby y la besó en la mejilla.

En la estación del tren los despidió una Elizabeth escarmentada. Ha vuelto a meterse en su caparazón, pensó Ruby con tristeza. ¿No será culpa de Alexander y mía que su única incursión en el mundo de la realidad haya sido por su preocupación acerca de las niñas? Lo peor de todo es que está fuera de lugar. Ninguna de las dos necesita que ella se preocupe.

—¿Le dijiste a Elizabeth que Lee vuelve a casa? —preguntó Ruby a Alexander cuando el tren se puso en marcha.

—No, supuse que se lo habrías dicho tú —respondió sorprendido.

—No se lo dije.

—¿Por qué?

Ruby se encogió de hombros.

—Si lo hubiera sabido, sería como uno de esos clarividentes modernos. Además, ¿qué importa? A Elizabeth no le interesa en lo más mínimo la empresa… ni Lee.

—Eso te molesta, ¿verdad?

—¡Es la peor de las afrentas! ¿Cómo puede ser que haya alguien a quien no le agrade mi gatito de jade?

—Ya que a mí me gusta mucho, honestamente, no sabría contestarte a eso.

Después de que Alexander se fuera, Nell se sumergió en sus libros; estaba decidida a matricularse a finales de diciembre e ingresar en la universidad a la tierna edad de quince años. Su madre consideraba los planes de su hija como una ambición aterradora y se oponía rotundamente. Por toda respuesta, Nell le decía que no era problema suyo.

—¡Si quieres molestar a alguien —dijo Nell, furiosa— ve a molestar a Anna! Por si no te has dado cuenta, se comporta cada vez peor. Le das media oportunidad y se escapa.

Como sabía que la crítica era legítima, Elizabeth se mordió la lengua y fue a buscar a Jade a fin de averiguar qué podía hacerse para disciplinar a Anna.

—Nada, señorita Lizzy —dijo Jade melancólica—. Mi niña Anna ya no es un bebé y no hay forma de retenerla en casa. Trato de vigilarla, pero ¡es tan… tan astuta!

¿Quién lo hubiera dicho jamás?, pensaba Elizabeth. Anna se había vuelto curiosamente independiente. Era como si haber aprendido a bañarse y a vestirse hubiera abierto una puerta secreta en su mente y que, una vez abierta, le hubiera dicho que podía cuidarse sola. En los períodos intermedios entre sus menstruaciones, era una niña alegre, fácil de entretener. Bastaba darle un rompecabezas o algunos bloques de construcción y jugaba durante horas y horas. Pero cuando cumplió doce años, que fue el año en que Alexander y Ruby se fueron de viaje, empezó a jugar a eludir a sus guardianes, correteando por los jardines y escondiéndose. Sólo su incapacidad de contener la risa (reía muy fuerte) permitía que Jade o Elizabeth la encontraran.

De todos modos, Elizabeth todavía estaba dolida por las críticas de Ruby, quien le había recriminado que era demasiado sobreprotectora, y las de Alexander, que también le había dicho lo que pensaba antes de irse.

—Lo único que hace es pasear un poco por el jardín, Elizabeth. Déjala en paz, dale un poco de libertad.

—Si no se la controla, se alejará mucho más.

—Cuando lo haga nos preocuparemos —sentenció Alexander.

Tres semanas después de la partida de Alexander y Ruby, habían encontrado a Anna en las torres de perforación, justo en el momento en que cambiaba el turno de trabajo. Los mineros, que la reconocieron porque Elizabeth todavía solía llevarla los domingos a la iglesia, gentil pero firmemente se la entregaron a Summers, que la llevó hasta la casa.

—No sé qué voy a hacer con ella, señor Summers —dijo Elizabeth pensando si una paliza podría cambiar algo—. Tratamos de mantenerla vigilada, pero apenas nos damos la vuelta, se escapa.

—Yo haré correr la voz, lady Kinross —respondió Summers tratando de esconder su exasperación. Su tiempo era muy valioso, tenía cosas mejores que hacer que vigilar a Anna—. Avisaré que si alguien la ve merodeando por ahí, me la traiga de inmediato o la lleve directamente a su casa. ¿Le parece bien?

—Sí, por supuesto, muchas gracias —dijo Elizabeth, y decidió que castigarla con una paliza sería más que inútil.

Y así quedaron las cosas. Con Alexander y Ruby de viaje, Summers estaba al mando.

Pero no por mucho tiempo. Elizabeth escoltaba a la inquieta y risueña Anna de vuelta a casa cuando vio a Lee que caminaba alrededor del seto que cercaba la estación del funicular. Se detuvo en seco, mirándolo como hipnotizada. Anna emitió un chillido y se soltó de la mano floja de Elizabeth.

—¡Lee! ¡Lee! —exclamó la niña corriendo hacia él. Parece la escena de un hombre que trata de controlar a un torpe cachorro del tamaño de un perro de caza, pensó Elizabeth, más contenta de ver a Lee de lo que había podido imaginar. Se acercó caminando por la hierba con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Abajo, Anna, abajo! —dijo ella echándose a reír.

—Es un poco así, ¿verdad? —preguntó Lee, que también rio.

Jade apareció para hacerse cargo de Anna, quien al principio se negaba a ir, pero después se resignó a lo inevitable con su carácter alegre de siempre.

El joven se había convertido definitivamente en un hombre. Debía de haber cumplido veinticinco años el mes anterior. Aunque tenía la típica piel tersa de los chinos, que resistía el paso del tiempo, le habían aparecido unas agudas arrugas en las comisuras de los labios que no había visto la última vez que se habían encontrado en Inglaterra, y sus ojos parecían más sabios, más tristes.

—El doctor Costevan, presumo —dijo extendiendo la mano.

—Lady Kinross —respondió tomándole la mano y besándola.

Como no se lo esperaba, no sabía muy bien cómo reaccionar. Retiró la mano de entre las suyas con la mayor naturalidad posible y empezó a caminar con él en dirección a la casa.

—Supongo que ésa era Anna, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, ésa era mi niña, la problemática.

—¿Problemática?

—Cada vez que puede, se escapa.

—Entiendo. Eso debe de preocuparte bastante.

¡Alguien que estaba de su lado! Elizabeth se detuvo para mirarlo y después deseó no haberlo hecho. Se había olvidado lo que significaba mirar directamente esos ojos extraordinarios. Casi sin aire, suspiró ruidosamente antes de responder.

—Jade y yo nos estamos volviendo locas —dijo—. Antes, cuando se escondía en el jardín, no era tan grave, pero hace poco apareció en las torres de perforación. Temo que la próxima vez la encontrarán vagando por el pueblo.

—Y eso no lo puedes permitir, estoy de acuerdo. ¿No tienes suficientes hermanas Wong? ¿Es ése el problema?

—Jasmine y Peach Blossom se marcharon con tu madre y yo me quedé con Jade, Pearl, Silken Flower y Butterfly Wing. Parece mucho, pero el problema es que Anna las conoce muy bien a todas. Lo que necesitaría es a alguien que la vigilara sin que ella se diera cuenta. Jade sugirió traer a la más joven de las Wong, Peony, pero no puedo pedirle a una muchacha de veintidós años que se haga responsable de Anna.

—Déjamelo a mí, entonces. Pediré a mi padre una mujer que Anna no conozca y que no caiga en sus trucos. A menos que haya cambiado desde que la vi en Inglaterra, en cuanto Anna se acostumbra a la presencia de alguien o algo que está quieto como un poste, se comporta como si estuviera sola —dijo Lee manteniendo la puerta abierta.

—Oh, Lee, te estaría eternamente agradecida.

—Despreocúpate —dijo y se dio vuelta como para irse.

—¿No entras? —preguntó Elizabeth desilusionada.

—No me parece apropiado. No tienes carabina.

—¿Lo dices en serio? —exclamó Elizabeth poniéndose colorada—. ¡Si consideramos lo que mi marido y tu madre están haciendo en este momento, es ridículo! Entra y bebe una taza de té conmigo, ¡por el amor de Dios!

Inclinó la cabeza hacia un costado mientras consideraba la propuesta con los ojos entornados. Después, los hoyuelos de Ruby aparecieron es sus mejillas y se echó a reír.

—Bueno, por esta vez.

Así que se sentaron en el jardín de invierno a tomar té con sándwiches y tortas, y Elizabeth lo bombardeó a preguntas. Él le contó que, al final, se había doctorado en Ingeniería Mecánica, aunque también había estudiado un poco de geología.

—Y también trabajé un tiempo para una firma de correduría de bolsa, a fin de tratar de entender mejor cómo funciona el mercado de valores.

—¿Te sirvió? —preguntó Elizabeth.

—En lo más mínimo —respondió animadamente—. Descubrí que hay una sola manera de aprender a hacer negocios y es haciéndolos. Mi verdadera educación la obtuve de Alexander, acompañándolo por ahí cada vez que tenía ocasión. Ahora confía en mí lo suficiente para haber dejado en mis manos la gestión de Apocalipsis y la de las empresas durante su ausencia, aunque entiendo que el marido de Sophia Dewy también es bastante bueno en los negocios y nosotros acabamos de contratarlo.

—Sí, pero él se ocupa más bien de la parte contable —dijo Elizabeth, feliz de poder contribuir con algo—. Trabaja en Dunleigh, más que en Kinross. Pobre Constance, nunca se terminó de recuperar de la muerte de Charles y sus hijas la cuidan mucho.

—Es verdad que puede llevarse los libros a casa, pero si las redes telefónicas de Sydney evolucionaran a la par del progreso, podría hacer muchas más cosas desde Dunleigh —dijo Lee.

—En Kinross tenemos teléfonos, pero como en Bathurst y en Lithgow no hay, la red es sólo local.

—¡Confiemos en que Alexander estará al frente del progreso!

Cuando Lee se puso de pie para irse, Elizabeth hizo un gesto de desilusión.

—¿Vendrás a cenar? —preguntó.

—No.

—¿Ni siquiera si viene Nell como carabina?

—Ni siquiera si está Nell. No, gracias. Tengo que controlar también el hotel de mi madre.

Lo miró alejarse a través de la terraza con un dolor en el pecho, como si le hubieran quitado algo querido sin previo aviso. Lee había vuelto pero había dejado bien claro que no tenía intenciones de estar con ella. Justo ahora que él se había ganado su confianza y se sentía algo más relajada a su lado. Justo ahora que se sentía segura de sí misma y podía tratarlo como a un amigo en lugar de como a una criatura extraña y peligrosa que había invadido La Laguna. ¡Qué lástima!

De todos modos, él cumplió con su palabra. Le mandó a Dragonfly, una mujer mayor, china, tan hermética como todos los orientales. Dondequiera que Anna estuviera, allí también estaba Dragonfly. Era tan discreta, que al cabo de un par de días Anna se olvidó de que existía.

—Es una guardiana perfecta —dijo Elizabeth a Lee por teléfono, ya que él no iba a la casa Kinross—. No tengo palabras para mostrarte mi agradecimiento, Lee, de verdad. Dragonfly nos permite a Jade y a mí tomarnos un merecido descanso, de manera que cuando ella tiene el día libre nosotras podemos hacernos cargo de Anna. Por favor, ven a tomar el té alguna vez.

—Alguna vez —dijo y colgó.

Alguna vez, o sea nunca, se dijo Elizabeth con un suspiro.

En lo que concernía a Lee, «nunca» era la palabra que lo decía todo. Cuando había visto a Elizabeth lidiando con una versión reducida de sí misma en la estación del funicular, las esperanzas de Lee de haberse librado finalmente de Elizabeth se esfumaron como si jamás hubieran existido. Los sentimientos lo arrastraban como una ola: amor, tristeza, deseo, desesperación. No confiaba en sí mismo, por eso había rechazado su invitación a tomar el té. Pero, de pronto, había caído en la cuenta de lo sola que estaba Elizabeth y su sentido común lo había obligado a acceder. Lo veía en sus ojos, en la expresión de su rostro, en el modo en que ella se comportaba. Estaba inmensamente sola. Sin embargo, mientras compartía ese agradable té con ella estuvo a punto de hacerle una propuesta que estaba seguro que Elizabeth rechazaría terminantemente con temor. Por eso, no podía volver a verla a menos que no hubiera otras personas presentes y, ahora que Alexander estaba de viaje, esas ocasiones eran poco comunes.

Él no quería volver a casa, pero admitía que Alexander tenía derecho a ordenárselo. Después de haber hecho todo lo posible desde la distancia, era hora de que se probara a sí mismo en el núcleo central de la red de Empresas Apocalipsis. Alexander tenía cuarenta y seis años y, evidentemente, estaba buscando un sucesor que lo liberara de sus compromisos para poder viajar y que le permitiera realizar una tarea menos onerosa para la compañía.

Cuando se había encontrado con su madre y Alexander en Sydney, había visto su evidente felicidad por estar juntos, ante la posibilidad de irse lejos los dos, y su corazón se estremeció. Ahora ya conocía la historia de Alexander: la legitimidad ostensible de su nacimiento que ocultaba que era un bastardo; el secreto nunca resuelto de su madre; su firme determinación de adquirir riqueza y poder; el placer que le provocaban esa riqueza y ese poder. Sin embargo, de su relación con Elizabeth nunca decía nada interesante. Lo único que sabía Lee era lo que le había contado su madre: que a Elizabeth no le estaba permitido tener más hijos y que, así las cosas, vivía en la casa de Alexander como si fuera su esposa pero sin actuar como tal. Sin embargo, eso no resolvía el misterio. En un pueblo con tantos chinos, Lee estaba seguro de que Alexander y Elizabeth podían encontrar la manera de disfrutar de las relaciones conyugales sin que ella se quedara embarazada. Aunque eran famosos por multiplicarse, los chinos también sabían cómo evitarlo, si querían. Especialmente los que tenían educación. Sin duda, Hung Chee, de la tienda de medicina china, sabía qué hacer. En la naturaleza abundaban las sustancias que podían provocar el aborto o prevenir la concepción.

Su amor por Elizabeth lo había vuelto sensible a cada gesto que hiciera Alexander, ya sea una expresión en su cara, en sus ojos o un movimiento del cuerpo, cuando hablaba de su esposa. Y esas expresiones mudas eran todas de perplejidad, de dolor. No de un amor que trasciende todo, no… Alexander sentía eso por Ruby, Lee estaba seguro. Sin embargo, Elizabeth no le era indiferente. Sin duda, no la odiaba ni la detestaba. Lee siempre tenía la impresión de que Alexander se había rendido, lo cual significaba que el tipo de relación que llevaban debía de haber partido de Elizabeth. A ningún hombre le podía ser indiferente aquella mujer; era demasiado bella, tanto por dentro como por fuera. Bella en un modo que atraía a los hombres, no que los alejaba. Parecía inalcanzable y eso despertaba el instinto de cazador y de conquistador de los hombres. Pero a Lee no le pasaba lo mismo. Él deseaba a Elizabeth en un modo menos primitivo. Detrás de la compostura alejada de Elizabeth, él había vislumbrado dos veces una criatura llena de temor presa en una trampa. Lo que él ansiaba hacer era dejarla en libertad, aun cuando esa libertad significara que ella continuara considerándolo «nada», como había dicho una vez.

Sin embargo, ¡ella se había alegrado de verlo! Se había alegrado lo suficiente para pedirle que no se fuera, para suplicarle que fuera a visitarla nuevamente. Pero eso había sido producto de su soledad y su rechazo, de la sabiduría. Tenía que continuar en su posición. Alexander era su amigo y su mentor. Traicionarlo era impensable.

Así que Lee continuó con su trabajo en Apocalipsis manteniéndose alejado de la casa de la montaña y de Elizabeth, inmerso en sus obligaciones.