7. Un dolor distinto

Ruby apareció poco después de que Elizabeth acabara de bañarse y ponerse un vestido de tarde.

—Lee ha vuelto a casa —exclamó con el rostro transfigurado—. ¡Oh, Elizabeth, Lee ha regresado! ¡Yo no lo esperaba, no tenía ni idea!

—¡Es fantástico! —dijo Elizabeth automáticamente, formando las palabras en su boca como si fueran de lana—. Tráiganos un poco de té, señora Surtees.

Acompañó a Ruby, que estaba ansiosa y exaltada, al jardín de invierno y la convenció de que se sentara en una silla durante más de un segundo seguido. Ahora le resultaba más fácil sonreír.

—Ruby, querida, tranquilízate. Quiero que me cuentes todo, pero no estás en condiciones de hablar.

—Apareció en el tren de Lithgow anoche, de la nada. No sé por qué pasó tan tarde, pero lo esperó para que hiciera la conexión con el lento tren de Sydney. Yo estaba en el vestíbulo con el obispo de la Iglesia anglicana y su esposa, que están visitando la parroquia —balbuceó Ruby.

—Lo sé. Vienen esta noche a cenar, ¿recuerdas? Ahora podrás acudir tú con Lee.

—¡Y, en eso, entró Lee! ¡Ay, Elizabeth, mi gatito de jade es todo un hombre! ¡Es muy apuesto! ¡Y tan alto…! Además, deberías escucharlo hablar: pronuncia las vocales más perfectas que el más distinguido de los aristocráticos de Inglaterra. —Se secó las lágrimas y sonrió fascinada—. Al escuchar hablar a Lee, el obispo Kestwick comenzó a elogiarlo y, cuando se dio cuenta de que era mi hijo, no te imaginas cómo cambió su opinión sobre mí.

—No sabía que tuvieras esas aspiraciones —dijo Elizabeth, deseando que su corazón no latiera tan rápido.

—No las tengo, pero el viejo está muy confundido acerca de mi posición en el universo Kinross; aunque sabe que no me puede tratar como a una mujerzuela, pues formo parte de la cúpula de Apocalipsis y soy una potencial contribuyente para su Iglesia. De todos modos, cuando vio a Lee, decidió que tenían una opinión equivocada sobre mí. Mi hijo ha estudiado nada más y nada menos que en Proctor. ¡Ay, Elizabeth, soy muy feliz!

—Hasta un ciego podría verlo, querida Ruby. —Elizabeth se mojó los labios—. ¿Esto quiere decir que Alexander va a regresar a casa? ¿Está en Sydney y vendrá más tarde?

El entusiasmo de Ruby disminuyó un poco al ver cómo cambiaba la expresión en los ojos de Elizabeth y cómo su rostro se cubría con aquella antigua máscara.

—No, mi amor, Alexander se ha quedado en Inglaterra. Mandó a Lee a casa durante el verano inglés porque Alexander es así. En la carta dice que no podía permitir que yo pasara otros tres años sin ver a mi gatito de jade. Lee se queda hasta fines de julio y después vuelve.

Cuando llegó el té, Elizabeth lo sirvió.

—Entonces, ¿qué haces aquí, Ruby? ¿Por qué no estas aprovechando para pasar cada minuto con Lee?

—Lee viene para aquí —respondió Ruby, que parecía haber vuelto a los veinticinco años, pues irradiaba juventud—. ¿Pensaste que iba a esperar hasta la cena para presentarte a mi hijo? Salió a recorrer Kinross y me prometió que vendría para la hora del té. —Frunció el entrecejo fingiendo estar enfadada—. ¡Qué sinvergüenza! Llegará con retraso.

—Cuando esté aquí haremos más té.

Apareció media hora más tarde. Para entonces, Elizabeth había logrado recomponerse. Un tanto sorprendida, había descubierto un rastro de desilusión dentro de sí cuando Ruby le había dicho que Alexander no volvía. Al menos Nell habría estado encantada de verlo. De todas formas, comprendía por qué Ruby no estaba molesta. Hubiera sido incómodo atender a un hijo y un amante que eran amigos entrañables y ocultar a Lee lo que Alexander significaba para ella.

Lee llegó al jardín de invierno con el pelo recogido en una coleta. Vestía unos pantalones de trabajo viejos pero limpios y una camisa de algodón con el botón del cuello desabrochado y las mangas remangadas. Elizabeth se puso de pie sin darse cuenta de la expresión abstraída y lejana que había adquirido su rostro, y extendió una mano para saludar al joven con una sonrisa distante en sus labios pero ninguna en los ojos. Ruby tenía razón, era increíblemente apuesto. Se parecía a Sung y a su madre. De Sung había heredado las facciones precisas y el aire patricio; de Ruby, la gracia de sus movimientos y su encanto natural. Pero sus ojos eran sólo suyos. El iris verde claro rodeado por una aureola de verde más oscuro volvían su mirada penetrante. Sí, los ojos claros con pestañas negras y piel color bronce eran desconcertantes, sugestivamente incongruentes.

—¿Cómo está usted? —preguntó ella con voz inexpresiva.

La expresión de alegría que ella había visto un rato antes en su rostro se había desvanecido. Lee inclinó la cabeza hacia un lado mientras la inspeccionaba un tanto perplejo.

—Muy bien, señora Kinross —respondió estrechando la floja mano que le tendió Elizabeth—. ¿Y usted?

—Estupendamente, gracias. Por favor llámame Elizabeth. Toma asiento. La señora Surtees traerá té recién hecho enseguida.

Se sentó donde podía observar a las dos mujeres y dejó que fuera su madre la que hablara. De modo que ésta era la esposa de Alexander, de la que él casi nunca hablaba. No me extraña, reflexionó Lee. No era una mujer cálida o femenina, aunque la fría compostura iba bien con su estilo. Era la mujer más hermosa que jamás hubiera visto, con esa piel blanca como la leche, el pelo negro y los ojos color azul oscuro. Tenía una boca sensual sometida a una rigidez ajena a sus facciones naturales, el cuello largo y gracioso y hermosas manos que mostraban anillos que parecían fuera de lugar. Elizabeth Kinross no era una persona ostentosa, pero, seguramente, Alexander, que sí lo era, le había regalado los anillos. Desearía que hubiera venido conmigo, pensó Lee. Lo echo de menos y sospecho que en su ausencia me estoy perdiendo la ocasión de conocer la verdadera esencia de Kinross. Su esposa no me quiere aquí.

—¿Cómo está Alexander? —preguntó ella cuando logró emitir una palabra.

—Le está yendo muy bien —dijo Lee con una sonrisa en la que aparecieron los mismos hoyuelos que se formaban en el rostro de Ruby—. Está pasando el verano con los hermanos Siemens, en Alemania.

—Viendo motores y máquinas.

—Sí.

—¿Sabes si ha pasado por Kinross, en Escocia?

Lee se sorprendió. Abrió la boca para decir que seguramente Alexander le habría escrito una cosa así, pero la cerró. Cuando respondió a la pregunta lo hizo de un modo más directo.

—No, Elizabeth, no ha estado allí.

—Me lo imaginaba. ¿Habéis pasado mucho tiempo juntos?

—Todo el tiempo que Proctor me permitía.

—Típico de él.

—Es más padre para mí que Sung, aunque no lo digo con rencor o con ánimo de criticar. Amo y respeto a mi padre legítimo, pero no me siento chino —afirmó Lee.

Ruby miraba a uno y a otra con desilusión. No era así como había imaginado el encuentro entre su adorado hijo y su más preciada amiga. No estaban estableciendo ningún tipo de conexión, es más, Elizabeth irradiaba fastidio. La frialdad había vuelto para vengarse. ¡No me hagas esto, Elizabeth! ¡No rechaces a mi gatito de jade! Se levantó de un brinco y se puso el sombrero.

—¡Uy, qué tarde es! Vamos, mientras todavía quede un bocadillo en la bandeja. El obispo Kestwick viene a cenar aquí esta noche, así que tú y yo volveremos junto con la pareja episcopal a las siete y media.

—Os espero —dijo Elizabeth con indiferencia.

—¿Qué te ha parecido la esposa de Alexander? —preguntó Ruby a su hijo en el funicular que los transportaba hacia Kinross.

Lee tardó unos segundos en responder. Después, volvió la cabeza y miró a su madre a los ojos.

—Alexander nunca me habló de ella, mamá, pero ahora que la conozco comprendo por qué sigues siendo su amante.

Ruby sintió que se quedaba repentinamente sin aire.

—Entonces lo sabes.

—Él no me lo quiso ocultar, porque sabía que tarde o temprano yo lo iba a descubrir. Tuvimos una larga charla sobre ti, y lo aprecio por eso. Habló de ti con profundo afecto. Dijo que eras la luz de su vida. Pero no mencionó a Elizabeth, ni me explicó por qué todavía estaba contigo. Sólo dijo que no podía vivir sin ti.

—Ni yo sin él. Entonces ¿no lo desapruebas?

—Por supuesto que no, mamá. —Sonrió, mirando hacia el pueblo a medida que se acercaban—. Es asunto vuestro, no mío, y no afecta a nuestra relación, ¿verdad? Me satisface pensar que mi madre y el padre que elegí están enamorados.

—Gracias, mi gatito de jade —dijo con voz ronca, estrechándole la mano—. Eres muy parecido al padre que elegiste en muchos aspectos. Ambos sois muy prácticos y eso, a su vez, os da la objetividad necesaria para aceptar las cosas que no se pueden cambiar.

—Como Alexander y tú.

—Como Alexander y yo.

Bajaron del funicular y caminaron entre los enormes depósitos techados con chapas de hierro acanaladas que albergaban las actividades de Apocalipsis hasta las calles de Kinross.

—Lee, ¿fuiste a ver la planta de procesamiento de mena, la fábrica de gas, los crisoles y todo eso, esta tarde? —preguntó Ruby mientras caminaban sobre la hierba de la plaza Kinross.

—No, me fui a recorrer los bosques, mamá. Europa está llena de fábricas pero no tiene bosques. Eso era lo que quería hacer primero: ver a nuestros propios animales correr libremente, oler los eucaliptos, ver los pájaros que tienen todos los colores del arco iris en su plumaje. Los pájaros europeos son bastante deprimentes, aunque el ruiseñor canta muy bien.

—¿Y no viste a Elizabeth?

—No. ¿Tendría que haberla visto?

—No necesariamente. Pero hoy era uno de esos días en que ella da sus paseos a caballo, y siempre va hacia el bosque.

—¿Uno de los días en que hace sus paseos a caballo?

—Algunos días a la semana deja a Jade en la habitación de la pequeña Anna a su cuidado. Supongo que sabes lo de Anna, ¿verdad?

—Oh, sí.

Entraron en la recepción del hotel.

—Seguramente conocerás a Nell esta noche. Elizabeth le permite que se quede levantada para ver a los invitados que vienen a cenar. —Ruby sonrió irónicamente—. Creo que es su forma de demostrar que una de sus hijas es muy inteligente, a pesar de que la otra sea deficiente.

—Pobre Elizabeth. ¿Tenemos que vestirnos formalmente, mamá?

—Oh, sí.

—¿Va a ir Sung? Me siento un poco culpable de haberme ido al bosque en lugar de ir a presentarle mis respetos en la impresionante ciudad pagoda que construyó en la cima de la montaña.

—Puedes hacerlo mañana, Lee. Es impresionante su ciudad pagoda, ¿no? Sung no vendrá a la casa Kinross esta noche, es un chino pagano. Todos los invitados están relacionados con la Iglesia anglicana en Kinross. —Se rio—. ¡Excepto los Costevan! No somos chinos, pero somos decididamente paganos.

—¡Paganos muy adinerados! —dijo él mientras se alejaba por el corredor, rumbo a su habitación.

No tienes un pelo de tonto, Lee, a pesar de todos los años que no estuviste aquí, pensó Ruby imaginándose que el aire todavía contenía algo de su esencia. Me ha superado, pensó. No sabía lo mayor que estaba ni qué extraña mezcla de Sung y mía resultaría ser. ¡Lee, mi Lee!

Después de pasar por la habitación de Anna, Elizabeth fue a su dormitorio y se sentó a mirar por la ventana. Pero no observaba la vista del bosque y de las montañas, sino que se miraba íntimamente, y pensaba en Lee Costevan en La Laguna. Una imagen de belleza, masculinidad y absoluta libertad. Hace años que voy a La Laguna, se dijo Elizabeth. Sin embargo, jamás se me ha ocurrido quitarme la ropa y juguetear entre los peces, como si yo misma fuera uno de ellos. La Laguna no es nada profunda, podría haberme quedado en la parte menos honda. Podría haber experimentado lo que él experimentó hoy. ¡Ay, Elizabeth, sé honesta contigo misma! No lo hiciste porque no podías. No eres libre para juguetear, ni siquiera en los días que sales a cabalgar con Crystal. Estás atada a un marido que no puedes amar y a dos hijas que amas pero que no te agradan, y eso te hunde como un lingote de plomo. ¡Así que sigue con tu vida y vete de aquí, Lee Costevan!

Aun así, eligió con particular cuidado el vestido que se pondría esa noche. Tafetán azul marino pálido con miriñaque decorado con volantes de chiffon que se repetían en la pechera y formaban pequeñas mangas debajo de sus blancos hombros. Ahora se afeitaba los pelos de las axilas, un truco que había aprendido de Ruby, que odiaba a esas mujeres que, como solía decir, «se visten con atuendos provocativos y cuando levantan un brazo muestran una espesa mata de pelos que destruye completamente su atractivo. Pearl sabe usar la navaja, dile que mantenga tus axilas depiladas, Elizabeth. Además, hace que el sudor se vaya; olerás mejor».

—¿Y con la zona de abajo? —preguntó Elizabeth con una sonrisa picara.

—Yo no me lo depilo, porque cuando vuelve a crecer pica terriblemente, pero lo emparejo con las tijeras —respondió Ruby sin pudor—. ¿Quién quiere tener una barba pegajosa allí abajo? —Rio nerviosamente—. A menos que sea la barba pegajosa de un hombre.

—¡Ruby!

Por lo menos, pensó, gracias a Ruby estoy al tanto de todas esas cosas. Listo. El conjunto de zafiros y diamantes quedaba muy bien con este vestido: adorno para el pelo, pendientes, collar y dos anchos brazaletes. No se había peinado el pelo como siempre con rodetes y bucles, sino que se lo había alisado hacia atrás y lo había sujetado y enroscado en un moño en la parte superior de su cabeza. No tenía por qué avergonzarse de sus orejas o de su cuello, entonces ¿por qué taparse la cara con un peinado abultado? Unas gotas de perfume de jazmín y estaba lista para hacer frente a la Iglesia anglicana de Kinross.

Como era de prever, los invitados quedaron absolutamente eclipsados por las dos mujeres más importantes del distrito, si no de toda Nueva Gales del Sur.

—Espero que sepa disculpar la falta de un anfitrión, su señoría —dijo Elizabeth al obispo—, pero me pareció oportuno incluir una cena en la casa Kinross en su primera visita a nuestro pequeño pueblo.

—Por supuesto —farfulló el obispo, asombrado por tanta belleza, presentada además con tanta elegancia y exquisitez.

—Bienvenido, Lee —dijo después al hijo de Ruby, que se veía como si jamás se hubiera puesto pantalones de trabajo y camisas de algodón sueltas. Su traje de etiqueta había sido diseñado por Savile Row, la corbata era una ancha cinta de seda bordada, como las que mostraban las últimas revistas de moda. Elizabeth había encontrado un nuevo término para definir a Lee: altivo. Sin embargo, era fascinante a la manera de Ruby, y pronto tuvo al obispo comiendo de su mano. Los Costevan son unos descarados.

A la derecha de Elizabeth se sentó el obispo Kestwick, y a su izquierda el reverendo Peter Wilkins; los demás invitados estaban sentados a los dos costados de la mesa, que se había dispuesto de modo que permitiese acomodar a los once comensales. El lugar de Alexander estaba en la otra cabecera, vacío. Por un momento, pensó en dar ese sitio a Lee, pero finalmente decidió que no era una buena idea. Después de todo, aún no tenía dieciocho años. Argumento sobre el cual el obispo decidió hacer un comentario.

—¿No es usted demasiado joven para tomar vino, señor?

Lee parpadeó, y le dedicó una sonrisa particularmente seductora al invitado clerical.

—Jesús —dijo Lee— fue judío en un país y en una época en la cual el vino era más sano que la mayor parte del agua disponible. Supongo que Él empezó a beber vino apenas su bar-mitsvá le confirió la condición oficial de hombre adulto, o sea, después de haber cumplido doce años aproximadamente. Seguramente lo bebería diluido hasta que cumplió dieciséis años, aproximadamente. El vino es un don de Dios, señor. Si se toma con moderación, por supuesto. No me embriagaré, se lo prometo.

Una respuesta amable pero segura que dejó perplejo al obispo.

Con una sonrisa de oreja a oreja, Ruby lanzó una ardiente mirada verde a su hijo.

—¡Lo jodiste Lee! —esbozó con los labios.

¡Oh, Dios santo, pensó Elizabeth, leyendo los labios de Ruby, sácame sana y salva de este desastre! Dos Costevan y la Iglesia anglicana a la misma mesa es la receta perfecta de la fatalidad.

Sin embargo, Chang estaba en buena forma y preparó una comida exquisita: una terrina de campo francesa con trufas enlatadas; filetes de cerdo asados a la perfección; el inevitable sorbete; rosbif que provenía de una res alimentada con maíz, y helado salpicado con granadillas.

—¡Maravilloso, maravilloso! —exclamó el obispo al probar el postre—. ¿Cómo hace para mantenerlo congelado, señora Kinross?

—Tenemos cámaras de refrigeración, su señoría. Después de que el señor Samuel Mort estableció su planta frigorífica en Lithgow, mi marido vio los beneficios de ese recurso. Antes anhelaba poder comer pescado, pero aquí no hay. Ahora podemos traerlo desde Sydney sin temor a envenenarnos.

—Pero, sí hay peces aquí —dijo Lee comiendo con gusto pero cuidando sus modales. Tarea difícil para un muchacho de diecisiete años.

—No, no hay —dijo Ruby.

—Te aseguro que sí, mamá. Los vi hoy cuando fui a pasear por el bosque y descubrí una laguna hermosa que hay río arriba —dijo, mientras le dedicaba una sonrisa enternecedora a Elizabeth. ¿Por qué no se relajaría?—. Usted debe de conocer la laguna, señora Kinross. Yo seguí un sendero que, imagino, sólo usted puede haber hecho.

Veo que cuando estamos en compañía no soy sólo Elizabeth para él. Qué astuto de parte suya.

—Sí, conozco la laguna y he visto los peces, Lee. Sin embargo, por más deseos de comer pescado que pudiera tener, no podría soportar pescarlos. Son tan libres, tan independientes, tan alegres… ¿Saltaban fuera del agua hoy?

Lee se sonrojó, como arrepintiéndose de lo que había dicho.

—Eh… no, me temo que no. Los asusté fingiendo que yo mismo era un pez.

He encontrado una fisura en su armadura. Sin querer me ha salido una rima, pensó Lee. Ella envidia a los peces, no se siente libre, ni independiente, ni alegre. Esta casa y su vida son una prisión de la cual no puede escapar. ¡Pobre Elizabeth! ¿Cuántos años tendrá? Es difícil adivinar la edad de una mujer cuando está vestida con toda la ropa que las mujeres tienen que usar. Mamá está llegando a los cuarenta, pero Elizabeth es más joven. Treinta y dos o treinta y tres, tal vez. «Ella camina, bella, como la noche de los climas despejados y los cielos estrellados». ¿Cómo había hecho Byron para saber cómo eran las noches en Australia? Esos versos son inolvidables, pero es por su distancia. Yo no le agrado. Me pregunto si Alexander le gusta.

Cuando los hombres volvieron a la sala luego de haber bebido su oporto y fumado sus cigarros, Lee encontró a Elizabeth sentada en un sillón individual, y entonces se sentó en otro y lo puso a su lado. Ruby le hizo un gesto de agradecimiento con la mirada. Ahora podía sentarse libremente al piano y ganarse la cena.

—¿Sabes? —dijo Lee a Elizabeth en voz baja—, mi madre es verdaderamente una excelente pianista y cantante, y estoy seguro de que su talento tiene mucho que ver con el hecho de que quiere ser aceptada por la sociedad de esta ciudad, más allá de su dinero. Escuché que algunos de los otros invitados decían, cuando bajaban del funicular que esperaban fervientemente que ella tocara y cantara.

—Soy consciente de su talento —dijo Elizabeth con recato.

—Hoy he usurpado tu sitio favorito —dijo él—. Lo lamento. No volveré a ir, lo prometo. Tus peces pueden saltar en paz.

—No tiene importancia —respondió ella—. No puedo ir todos los días, sólo los miércoles y los sábados. Los domingos voy a la iglesia en Kinross, y los jueves, a visitar a tu madre al hotel durante algunas horas. Si lo deseas puedes ir a La Laguna cuando yo no puedo, los lunes, martes, jueves y viernes. Me da la sensación de que no estás acostumbrado a ir a la iglesia, así que también puedes acercarte a La Laguna los domingos.

—Eres muy amable, pero puedo ir a otra parte.

—¿Por qué? Quizá beneficie a los peces que los sacudan un poco.

A ti te beneficiaría una sacudida, pensó Lee. Eres tan serena, tan educada, tan indiferente… La laguna es muy importante para ti, Elizabeth Kinross, pero no puedes, o no quieres, demostrármelo.

—Me gustaría conocer a tus hijas —dijo él.

—Si piensas almorzar mañana en el hotel, las conocerás. Las niñas y yo almorzamos todos los domingos con tu madre.

—Estás muy callado —dijo Ruby a su hijo mientras paseaban por los jardines de la casa Kinross esperando que volviera el funicular. Los enormes e incómodos vestidos que llevaban las mujeres ocupaban más espacio que los mineros o que los hombres vestidos de traje, así que el funicular había partido sin ellos.

—Estaba pensando en Elizabeth.

—¿En serio? ¿Qué exactamente?

—Cuántos años tiene, por ejemplo. Alexander nunca habla de ella.

—Elizabeth cumplirá veinticuatro en septiembre.

—¡Estás bromeando! —dijo boquiabierto—. ¡Pero si está casada desde hace siete años!

—Sí, tenía dieciséis cuando se casó con Alexander. La trajo de Escocia sin conocerla. Si no habla de ella es porque su unión nunca prosperó. Si no, ¿por qué crees que sigue estando conmigo? Y seguramente tendrá unos cuantos consuelos femeninos en Europa.

—Te equivocas, mamá. Es más casto que un monje. —Lee sonrió divertido—. Lo cual no le impidió contratar una hermosa muchacha para que me iniciara a mí en los misterios del sexo.

—Qué amable de su parte —dijo ella sinceramente—. Me preocupaba ese tema: la gonorrea, la sífilis, las mujeres indecentes, las cazafortunas. Seguramente, se arremolinan alrededor de las escuelas como Proctor con la esperanza de atrapar a los muchachos inexpertos que tienen dinero para despilfarrar.

—Lo mismo pensó Alexander. Sé discriminador en el buen sentido, me dijo. Que el amor te gobierne, pero nunca el sexo.

—¿Tienes alguna muchacha en este momento?

—Todavía sigo teniendo la misma. Me gusta entretenerme en los brazos de una mujer pero no soy promiscuo. Una por vez. La tengo en un apartamento bastante alejado de Proctor, para guardar las apariencias, y cuando vaya a Cambridge la llevaré conmigo y le pondré un apartamento más grande. Podré invitar a mis amigos —dijo Lee, satisfecho.

—¿Crees que te sea infiel en tu ausencia?

—No, no lo creo. Sabe bien cuál es la mano que le da de comer, mamá. Sobre todo cuando es la misma mano que le da diamantes.

—¿Y qué otra cosa estabas pensando acerca de Elizabeth?

—Oh, no, nada importante —dijo él vagamente.

Era una mentira que sabía que su madre no se creería. Sin embargo, por algún motivo, no tenía más ganas de compartir sus pensamientos con ella. ¡Sólo veintitrés años! Había pasado directamente de la escuela a la cama matrimonial. Eso respondía a varias de sus preguntas, porque conocía a muchas muchachas de dieciséis años. Algunas eran hermanas o primas de sus compañeros de escuela, pero la nacionalidad no era importante, las niñas eran niñas y estas niñas eran bastante inmunes a las restricciones que la pobreza y la estricta moral religiosa imponía a las personas más humildes de sus reinos. Reían mucho, eran adictas a los chismes, se ponían histéricas cuando veían al hombre que les gustaba y soñaban con un matrimonio romántico, aunque fuera un matrimonio arreglado. A menos que ya conocieran al novio, siempre podían fantasear con que fuera el joven y apuesto hijo de un noble, en lugar de un amigo anciano de sus padres, y esperar que la suerte estuviera de su lado. Eran más las que se casaban con hijos apuestos que las que lo hacían con ancianos experimentados. Además de esas niñas, Lee conocía a las que acudían a la academia para señoritas de Rockleigh, que quedaba cerca de donde él estudiaba. Proctor tenía un acuerdo con esa academia, por el cual los estudiantes de ambas escuelas asistían a bailes juntos y a la fiesta del primero de mayo. Llamaban a eso «preparar a los alumnos para su debut social».

Esa clase de existencia, supuso, no había sido la clase de vida que Elizabeth había llevado. Algo más que un instinto le dijo que, una vez, Alexander había lanzado una diatriba contra el Kinross escocés, contra el ministro de la Iglesia presbiteriana y contra el clan Drummond, al cual pertenecía Elizabeth. Si lo que Alexander decía era verdad, las niñas estaban recluidas en una especie de claustro. Y ella salió de allí para casarse con un hombre muchos años mayor que ella. Alexander había cumplido treinta y nueve en abril. Ella llevaba su belleza como un atuendo que la vestía, del mismo modo que un hombre lleva su uniforme, para decirle al mundo quién creía Alexander que ella era.

¿Por qué me desprecia? ¿Porque soy mestizo? No, estoy seguro de que si Elizabeth fuera una fanática mi madre no la querría tanto como la quiere. ¡Sin embargo, es una alianza de lo más extraña! Ella debe de conocer cuál es la relación que hay entre mi madre y Alexander.

—¿Elizabeth sabe de tu relación con Alexander? —preguntó.

—Por supuesto. Él trató de separarnos pero no lo logró. Desde que nos vimos por primera vez nos hicimos buenas amigas —dijo Ruby.

Otra pregunta que tenía respuesta, y sin embargo el misterio era cada vez más oscuro y las convulsiones más tortuosas. ¿Qué van a decir mañana cuando haga explotar mi bomba? No puedo esperar.

Lo último que Lee vio antes de quedarse dormido fue la boca de Elizabeth, y lo último que pensó fue cómo sería besarla.

—Es extraño que Nell no estuviera presente antes de la cena, anoche —dijo Ruby saludando a Lee con un abrazo—. ¿Cómo estaba Sung?

Lee la abrazó, y el rígido cuello de su camisa se estiró desmesuradamente.

—Hoy, que es domingo, ¿me tengo que quedar con este traje para el almuerzo?

—Sí. Elizabeth asiste al culto en la iglesia anglicana, así que seguramente estará bien vestida, con sombrero y todo. No me has dicho cómo estaba Sung.

—En excelente forma, por supuesto. La plutocracia sienta muy bien a papá. Sospecho que mucho más que ser un príncipe pequinés. ¡Se quedó muy conforme conmigo! Me parece que se arrepiente del día en que me repudió.

—Bueno, él no tenía forma de saber lo que depararía el futuro cuando eras tan sólo un hermoso bebé regordete —dijo Ruby sonriendo—. Él perdió, yo gané.

—Recuerdo que dijiste que Nell iba a estar ayer noche, mamá. ¿Te parece extraño que no estuviera?

—Sí, decididamente extraño. Tal vez Nell está atravesando una fase darviniana y Elizabeth temía que hubiera refutado las afirmaciones de la Iglesia anglicana acerca de la creación.

—¿A los seis años? Por favor, mamá.

—Nell es un verdadero prodigio, hijo mío. Sus intereses son mayormente científicos, pero también dibuja, pinta, esculpe y toca el piano y el arpa extremadamente bien. Cuando le crezcan los dedos y alcance a tocar una octava, voy a tener competencia. A mí me agrada, pero a muchas personas no. —Sonrió—. Su principal defecto es dejar a las personas sin aliento, ¿te suena familiar? Ahora que lo pienso, es obvio que fue por eso que Elizabeth no la dejó estar anoche. Nell se habría puesto a la altura del obispo en un minuto y habría dado una conferencia sobre el pene en sus estados flácido y erecto. Es una apasionada de la anatomía y no le llevó demasiado tiempo darse cuenta de que ciertos aspectos de la materia son dinamita social si se usan ante el auditorio correcto.

Lee se echó a reír.

—¡Es una descarada! A mí también me gustará.

—Sé que Elizabeth tuvo una vida complicada —dijo Ruby—, pero me temo que la de Nell será mucho peor.

—¿Con el apellido que tiene? Mamá, es una Kinross, es de la nobleza australiana.

—Podrá ser una Kinross, pero es mujer, Lee. Una mujer que está interesada en temas que los hombres consideran dominio exclusivo. ¡Es muy pedante! Alexander está fascinado, por supuesto, pero no podrá salvarla de los malos tratos y de la oposición toda la vida.

Cuando llegó el grupo de la iglesia, Lee observó a Nell con gran curiosidad y vio en ella a Alexander. Con el pelo corto y un par de pantalones por encima de las rodillas sería un Alexander de seis años. Eso provocó que Lee la amara de inmediato. Sin embargo, Nell no estaba dispuesta a corresponder ese amor hasta que él no pasara su prueba.

De todos modos, primero tuvo que saludar a Elizabeth y a Anna. Una niña bellísima que era igual a Elizabeth, excepto por los ojos.

—Éste es Lee, Anna —dijo Elizabeth, que tenía a Anna en brazos—. Lee. ¿Puedes decir Lee?

Dolly —dijo Anna sacudiendo su muñeca.

—¿La puedo coger? —preguntó Lee.

—Se va a poner a llorar y no lo puedo permitir —dijo Elizabeth; cortante, displicente.

—No lo hará —respondió él con tranquilidad, tomando a Anna de los brazos de su madre—. ¿Ves? Hola, Anita-bonita. —La besó por toda la cara. La niña quedó fascinada. ¿Acaso nadie la besaba así?—. Soy Lee, Anita-bonita. ¿Puedes decir Lee? Lee, Lee, Lee.

Anna se volvió para abrazarle el cuello y descubrió la coleta.

—¡Víbora! —dijo, aferrándose a ella.

Elizabeth se quedó boquiabierta.

—Jade, no tenía ni idea de que Anna sabía decir víbora.

—Yo tampoco, señorita Lizzy —dijo Jade perpleja.

—No es una víbora, es una cola de caballo, hinn, hinn —corrigió Lee, relinchando, sin inmutarse siquiera por la enérgica fuerza con la que la niña se aferraba a su pelo—. Yo soy Lee. Lee, Lee.

—Lee —dijo Anna abrazándolo—. Lee, Lee.

Hubo expresiones de asombro y satisfacción. También de desilusión.

Cómo se atreve ese intruso, pensó Lee, dándole la niña a Jade, que se retiró a la cocina para estar con Sam Wong.

Lee, Ruby, Elizabeth y Nell se sentaron a la mesa en el comedor privado de Ruby. Nell se había sentado sobre un almohadón.

—¿Qué está haciendo papá, Lee? —preguntó la niña.

—Inspeccionando el eficiente sistema telegráfico alemán con Ernst y Friedrich Siemens.

—Ah, sí, Siemens y Halke —dijo Nell y frunció el ceño—. Considero que el Siemens más interesante es el que se llama Wilhelm.

—Estoy completamente de acuerdo, Nell. Sólo que ahora Wilhelm se llama William y vive en Inglaterra. Hay mejores leyes de patente que en Alemania.

—Es sólo una nación unida —dijo Nell—, es por eso.

—Dale tiempo al conde Von Bismarck, Nell.

—Su nombre de pila es Otto.

—Eres una engreída —dijo Lee sin alterarse.

—¡No soy engreída!

—Sí lo eres. Las personas verdaderamente eruditas no abruman a sus semejantes menos instruidos con datos innecesarios. Tú sabes que su nombre de pila es Otto, y da la casualidad de que yo también lo sé. Pero no me siento en la necesidad de sacar a relucir mi erudición para impresionar a mi auditorio.

Nell se quedó callada como una mimosa púdica cuando la tocan: la cara colorada, la mirada baja y los labios apretados y rectos como los de Alexander. Se hizo un profundo silencio mientras las dos mujeres pensaban qué decir, qué hacer. Al final, ambas decidieron ignorar la monumental bofetada a la dignidad de Nell. Ruby, porque pensaba que sería beneficioso para Nell en un futuro y Elizabeth, porque le aterraba que alguien hubiera hecho lo que ella no lograba hacer: poner a esa niña terrible en su lugar. Lee comía alegremente su tortilla china como si nada hubiera pasado.

Elizabeth, que estaba sentada frente a él, no podía dejar de mirarlo, abstraída por la curiosidad que le suscitaba verlo comer. La forma en que movía la boca, la articulación de los músculos de sus mejillas, la suavidad con la que tragaba. Un movimiento económico pero minucioso; perfecto. Él alzó la vista y la miró a los ojos tan repentinamente que ella se convenció de que Lee podía leer lo que estaba pensando a través de su mirada. Elizabeth no se sonrojó, pero por un segundo él vio una criatura terriblemente tímida que había sido sorprendida en el acto. Después, bajó la vista y comió la tortilla con un entusiasmo que él sabía que era fingido. ¿Qué es lo que pasa detrás de esa fachada, Elizabeth? ¿Qué pensabas cuando me observabas hace un momento? ¡Háblame de tu personalidad secreta!

—El problema de que vayas a la escuela en Inglaterra, Lee —estaba diciendo Ruby—, es que no tienes amigos de tu edad en Kinross, así que los invitados a tu fiesta de cumpleaños serán señoras viejas y aburridas como Elizabeth y yo. Podríamos invitar al pastor de la iglesia anglicana y, por supuesto, vendrá el alcalde, que es Sung.

—En realidad, no necesito una fiesta de cumpleaños.

—Nadie necesita una fiesta de cumpleaños, pero eso no cambia el hecho de que la tendrás. —Ruby tenía una expresión maliciosa—. Lástima que no hayas traído contigo a tu querida.

Elizabeth se quedó boquiabierta.

—¿Tu querida?

—Nell, no juegues con la comida. Vete.

Nell se marchó lanzando una penetrante mirada de reproche a Ruby.

—Una «querida» —dijo Lee apenas Nell se hubo marchado— es una mujer con más atractivo que virtud. Tengo una en Inglaterra.

—¡Dios! ¡Vosotros los Costevan sí que empezáis temprano! —dijo sarcásticamente Elizabeth.

—¡Por lo menos nosotros los Costevan no estamos muertos! —exclamó Lee.

Elizabeth se puso de pie, con el rostro impasible.

—Debo marcharme. —Y se fue llamando a Jade.

Lee miró fijamente a su madre con una ceja alzada.

—Finalmente he logrado que la señora de hielo reaccione —dijo, todavía molesto.

—Ha sido culpa mía; no debí haber sacado el tema. ¡Ay, Lee, no sirvo para relacionarme con gente bien! —se lamentó Ruby—. ¡Lo único que quiero es alegrarle la vida terriblemente monótona a esa pobre niña reprimida! Por lo general mis groserías le causan gracia, aun cuando la descoloquen. Pero, al parecer, hoy no me ha dado resultado.

—La diferencia es que estoy yo, mamá. Por alguna razón no le agrado. —Se encogió de hombros—. De todos modos, no le iba a permitir que te insulte. Evidentemente, nadie le enseñó que si das, más te vale estar preparado para recibir también.

—¡Oh, Lee, yo tenía la esperanza de que os llevarais bien! —Ruby se cogió de su brazo—. Me parece que tendríamos que disculparnos.

Su mirada se volvió aterradoramente fría.

—Antes muerto —dijo violentamente, se puso de pie y se marchó.

Ruby se quedó sentada ante las sobras del primer plato, con los codos sobre la mesa, la cara entre las manos y mirando con mal humor su comida. Nada de fiestas de cumpleaños, era evidente.

Lee se puso pantalones de trabajo y una camisa vieja y bajó al cobertizo de las locomotoras que, como era domingo, estaba desierto. Encontró ahí una de las locomotoras parcialmente desmontada. Se dio cuenta de cuál era la avería, así que descargó su mal humor reparando la máquina. Sólo un par de horas después se dio cuenta de que no había hecho explotar su bomba. Ahora que Elizabeth había roto hasta las relaciones diplomáticas con los desagradables Costevan, ¿cómo haría para llevar a cabo los planes de Alexander?

No había mucho para elegir entre el enojo de Elizabeth y el de Nell. La familia volvió a la casa Kinross sumida en un silencio abrumador que sólo Anna rompía repitiendo sin cesar el nombre de ese mocoso arrogante: «¡Lee, Lee!» Hasta que finalmente, Nell, menos inhibida que su madre, le gritó que se callara. La niña reconoció la frase por su carga emocional y empezó a chillar.

Bueno, yo me lo he buscado, despotricó Elizabeth, por mezclarme con esa gentuza del hotel Kinross. Ya tengo suficiente con Ruby, no necesito al otro payaso indecente de su querido hijo. Toda esa educación, todos esos modales refinados y lo mejor que puede hacer es insultarme. Supongo que estará al tanto de que Alexander y yo no dormimos juntos, pero ¿cómo se atreve a insinuar que estoy muerta? Acabada, inútil, no más esposa. ¡Él y sus queridas!

Todavía estaba pensando en eso cuando Nell la interrumpió con voz tímida.

—Mamá, ¿yo soy engreída?

—¡Sí, terriblemente! Eres más fanfarrona que tu padre, y Dios sabe que un engreído como él vale por cien.

Más chillidos. Nell subió las escaleras como un huracán y entró en su habitación, cerrándole la puerta en la cara a Butterfly Wing. Elizabeth, que también se había librado de Anna y de Jade, subió a su habitación y se puso a llorar. Cuando cesaron las lágrimas, allí estaba él otra vez en lo profundo de su mente, sentado en la roca sobre La Laguna. Me la arruinó, pensó llena de tristeza. No podré volver jamás.

Esa noche, dos lámparas permanecieron encendidas, una en la habitación de Ruby, en el hotel, y otra en la de Elizabeth, en su casa. Ambas caminaban de un lado a otro sin cesar. Dormir era imposible. Lee, que estaba agotado por sus tareas, durmió como un tronco, sin sueños con Elizabeth que lo acosaran. Ya había decidido cómo seguir de ahora en adelante: hasta que tuviera que volver a Inglaterra, no se acercaría por nada del mundo a la esposa de Alexander.

Además de esto, a la mañana siguiente, se despidió de su madre con un beso y se puso en marcha hacia Dunleigh a ver a los Dewy que se morían de ganas de conocerlo. Ruby decidió seguirlo en un carruaje. Celebraría el cumpleaños de Lee en Dunleigh. Henrietta era apenas mayor que Lee y todavía no había conocido a nadie que la tentara. ¿Quién sabe?, se dijo Ruby. Tal vez se agraden. No creo que los Dewy se opusieran.

Pero fue como repetir la escena de Alexander y Sophia. Henrietta se sentía enormemente atraída hacia Lee, y Lee ni siquiera le prestaba atención.

—¿Cuál es el problema con los jóvenes de hoy? —preguntó Ruby a Constance.

—En pocas palabras, no son como nosotros. Sin embargo, lo que te molesta no es el asunto de Henrietta y Lee, hay algo más, ¿qué es?

—Lee y Elizabeth han decidido odiarse entre ellos.

—Hmmm… —fue el único comentario que Constance hizo ante tal noticia.

Constance Dewy empezó a hurgar con la mayor sutileza en los asuntos de Lee y, a fuerza de hacer preguntas indirectas y de interpretar las respuestas evasivas, pronto se dio cuenta de que a Lee le gustaba muchísimo Elizabeth. Por consiguiente, dedujo Constance, es igualmente posible que a Elizabeth le guste muchísimo Lee y, como ambos son personas respetables, habrán orquestado, de forma absolutamente inconsciente —Constance estaba segura de ello—, una pelea que los separe. Eres más afortunado de lo que crees, Alexander, pensó la señora Dewy.

Así que los dos meses y medio que Lee estuvo en casa los pasó lejos de Kinross. Seguido de Ruby en estado de éxtasis, iba de Dunleigh a Sydney. Fiestas, obras de teatro, óperas, bailes, recepciones, millones de mujeres desesperadas por retenerlo en Sydney o por invitarlo a la propiedad que papá tenía en el campo. Utilizaba a su madre como carabina y se entregaba a las fiestas y al ocio sin ningún tipo de cuidado, al menos eso pensaba ella. Todas las muchachas soñaban ser las elegidas, pero él era demasiado inteligente para dejarse atrapar. Entre los muchachos, en cambio, no era tan popular, hasta que uno, un tanto bebido, lo invitó a salir a la calle para darle la paliza de su vida. Lee aceptó y demostró que Proctor podía ser una escuela para petimetres presumidos, pero sus alumnos estaban preparados para defenderse con sus propias manos. Sin embargo, Lee no limitaba su táctica a los puños, pues también había aprendido algunos trucos de los chinos. Después de eso, empezaron a considerarlo un capitalista, a pesar de la coleta. Además, se rumoreaba que, a falta de un hijo varón en la familia Kinross, él era el mayor heredero de Alexander.

Todo pareció terminar muy pronto. De repente las semanas estaban plagadas de compromisos sociales y al minuto siguiente era hora de tomar el barco de regreso. Eso significaba que no podía evitar más su retorno a Kinross. Y quedaba pendiente el tema de la bomba que todavía no había hecho explotar. Al final, decidió dividir el efecto en dos explosiones más pequeñas: primero hablaría con su madre y después trataría de obtener una entrevista con Elizabeth para decírselo por separado.

—Mamá, por orden de Alexander, tengo que darte un mensaje —dijo Lee tomando aire—. En febrero tienes que viajar a Inglaterra junto con Elizabeth, Nell y Anna.

—¡Lee!

—Sé que es una sorpresa para ti, pero si no vas Alexander se enfadará. Quiere mostraros Gran Bretaña y Europa antes de volver a casa.

—¡Oh, es maravilloso! —La alegría se esfumó de su rostro—. Pero ¿qué dirá Elizabeth? Nuestra amistad se ha resentido bastante, Lee.

—¡Tonterías! Soy yo el que molesta a Elizabeth, no tú, y yo no estaré con vosotros, sino en Cambridge, demasiado ocupado para entretener a toda la familia de Alexander. Sólo tú, cuando tengas tiempo, puedes venir a visitarme.

—¿Elizabeth ya lo sabe?

—No, me voy a decírselo. —Hizo un gesto irónico—. Y a enmendar mis ofensas, si puedo. Una vez que sepa que no tendrá que verme, estoy seguro de que estará encantada con la idea.

Fue a visitarla vestido con ropa de trabajo. Se detuvo en el pórtico con su sombrero maltrecho en la mano y preguntó a la señora Surtees si la señora Kinross tenía un momento para atenderlo en el jardín. El ama de llaves lo miró extrañada pero asintió y se retiró a toda prisa. Él se dirigió hacia las rosaledas; todas las plantas estaban podadas y desnudas de flores u hojas.

—Las rosas crecen bien en estas alturas, el clima es más fresco —dijo cuando Elizabeth apareció con aire temeroso.

—Sí, pronto florecerán. La primavera llega temprano en Australia.

—Un invierno muy corto comparado con el de Kinross en Escocia.

—Yo diría que casi no existe.

Esto no está nada bien, pensó desesperándose: no podemos pasar el tiempo hablando del clima. Entonces le sonrió, consciente de lo que sus sonrisas provocaban en las mujeres de todas las edades. Pero descubrió que en Elizabeth no surtían efecto alguno. Oh, Señor, ¿cómo hacer para llegar a ella?

—¿Qué tal estás? —preguntó él.

—Muy bien. En los últimos tiempos os hemos visto poco por Kinross a tu madre y a ti.

—Fue egoísta de mi parte robarte a mi madre, pero ella necesitaba un descanso de la rutina de siempre.

—Me atrevería a decir que a todos nos sucede.

—¿Incluso a ti?

—Se podría decir que sí.

Se lanzó:

—Entonces vengo a traerte buenas noticias. En realidad, es un mensaje de Alexander. Quiere que en febrero tú, Nell, Anna y mi madre viajéis a Inglaterra. Será un descanso.

Esta vez la criatura lo miró con tanto pánico en los ojos que a él le pareció como si mentalmente hubiera dado contra una pared y luego contra otra avanzando sin preocuparse de cuan gravemente herida estaba. Pero cuando se acercó para sostenerla, ella retrocedió como si él la quisiera asesinar.

—¡No, no, no, no! —exclamó con gritos apagados.

Confundido y perplejo, Lee se quedó mirándola como si fuera una extraña.

—¿Es por mí? —preguntó—. ¿Es por mí, Elizabeth? Porque si es por mí, no tienes de qué preocuparte. Yo no estaré con vosotros. Estaré en Cambridge con mi… con mi querida. ¡No me verás jamás, te lo juro! —dijo llorando, afligido.

Ella se había cubierto la cara con las manos y hablaba a través de ellas.

—No tiene nada que ver contigo. ¡Nada!

Se secó las lágrimas, dio un paso hacia Elizabeth y se detuvo.

—Si no es por mí, entonces ¿por qué? ¿Por qué Elizabeth?

—No hay un por qué.

—Eso es una estupidez… ¡Por supuesto que hay una razón! Por favor, dímela.

—Eres un niño. ¡No eres nada para mí! ¡Nada! —Dejó caer las manos revelando una mirada dura—. No hay una razón que puedas comprender. Sólo di a Alexander que no puedo, que no iré, ¡no iré!

—Ven, siéntate antes de que te caigas.

Tomando más coraje del que jamás pensó tener, la sujetó por los hombros y la obligó a sentarse en la hierba. ¡Era tan delgada, tan frágil! Curiosamente, ella no intentó soltarse; es más, se inclinó un poco hacia él, y Lee pudo sentir su perfume. Olía a jazmines y gardenias, pero era un aroma suave, no abrumador. Dejó caer sus manos y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas. Estaba cerca de ella pero no demasiado.

—Ya sé que soy sólo un niño. Sé que no soy nada para ti. Pero, soy lo suficientemente mayor para tener sentimientos de hombre. Tienes que decirme por qué. Si lo haces, podremos limar nuestras asperezas. ¿Es por las niñas? ¿La dificultad que representa llevarlas a un lugar nuevo, sobre todo a Anna, que es tan problemática? —Como no respondía, él se apresuró a continuar—: Será sencillo, lo prometo. Alexander quiere que cinco de las hermanas Wong y Butterfly Wing viajen con vosotras. Reservó una cubierta completa de camarotes en el barco, viajaréis a todo lujo. Cuando lleguéis a Londres, viviréis en una casa enorme que Alexander alquiló en Park Lane, enfrente de la entrada al parque. Tiene establos, jamelgos, carruajes, caballos y personal de servicio residente, desde el mayordomo hasta las criadas. ¡El máximo del lujo!

Elizabeth seguía sin emitir palabra. Lo miraba fijamente como si fuera un extraño, aunque en realidad no lo era… ¿Cómo podía serlo?

—Entonces es por mi madre. ¿Es por mi madre? Te doy mi palabra de que Alexander no te pondrá en ridículo con ella. Para todos los que conozcáis, será tu mejor amiga, que viaja contigo para ayudarte con tus hijas. No será como en Sydney, él me ha jurado que se comportará con absoluta discreción. De modo que si es por mi madre no te preocupes.

La expresión de su rostro continuaba inmutable mientras él hablaba, desesperado, tratando de encontrar las palabras mágicas que la convencieran.

—¡No quiero ir! —dijo entre dientes, finalmente, como si hubiera leído su mente.

—Es estúpido. Necesitas unas vacaciones, Elizabeth. ¡Imagina todas las personas que conocerás! La Reina está vieja y cansada, pero el príncipe de Gales es el centro de la alta sociedad y Alexander lo conoce bastante bien ya.

Silencio. Lee se lanzó nuevamente.

—Irás a Lake District, Cornwall y Dorset y, si quieres, a Escocia y a Kinross. Puedes conocer París, Roma, Siena, Venecia, Florencia… Ver los castillos de España y los bosques sarracenos en los Balcanes. Hacer un crucero por las islas de Grecia, ir a Capri, a Sorrento, a Malta, a Egipto…

Ella continuaba sentada en silencio, mirándolo en un modo extraño.

—Si no lo haces por Alexander —continuó—, hazlo por mi madre. ¡Por favor, Elizabeth, por favor!

—Sí —dijo exhausta—, ya sé que tengo que ir. Ha sido una sorpresa, eso es todo. Si me niego a ir, sólo empeoraré las cosas. Después de todo, no puedo escapar. Tengo dos hijas. A una de ellas le gustaría vivir sin mí, pero la otra no podría hacerlo. Tengo que complacer a Alexander en todo lo que pueda.

¿Qué era eso tan grave que había entre ella y Alexander? Es verdad que él tiene a mi madre, pensó Lee, y ella no tiene más que a sus hijas.

—¿Es porque no lo amas? —preguntó Lee.

—Ésa es una parte.

—Si necesitas un amigo, yo estoy aquí.

Elizabeth se retiró más rápida que una anémona. Lee podía ver cómo el hielo se empezaba a formar en sus ojos, en su rostro. ¡Era una mujer muy fría!

—Gracias —dijo insípidamente—, pero no es eso lo que necesito.

Lee se puso de pie y le tendió las manos para ayudarla. Ella las ignoró y se levantó por sus propios medios.

—Estaré bien ahora —dijo ella.

—¿Quieres decir que por lo menos estoy perdonado por mi comportamiento grosero?

El hielo se derritió un poco. Sonrió con un sentimiento verdadero que le encendió la mirada.

—No tengo nada que perdonarte, Lee.

—¿Puedo acompañarte hasta la casa?

—No, preferiría estar sola.

Se volvió y se marchó.

Conservaré esa sonrisa conmigo durante el resto de mis días, pensó Lee.

A su madre le dio una versión resumida de los hechos.

—Elizabeth viajará contigo en febrero, pero, por lo que entendí, es más feliz cuando Alexander no está cerca.

Ruby alzó las cejas y miró perpleja a su hijo. ¿Cuándo se había obrado el cambio? ¡Seguramente, no habrá sido esta tarde!, se dijo ella. Sin embargo, en algún momento de su estancia allí, su hijo había dejado de ser un niño y se había convertido en un hombre. Sólo que ella no lo había notado hasta ese día.

Lee, que se había dado cuenta de que su madre había percibido alguna diferencia en él, se escabulló sin pensar en que debía decirle que su papel en la expedición de febrero era el de mejor amiga de Elizabeth. Para cuando volvió a verla, ya lo había olvidado por completo.

Esa noche, mientras se preparaba para ir a la cama, Ruby tuvo otra revelación. Era absolutamente imposible que Alexander tuviera el pan y la torta. Aquí, en Nueva Gales del Sur, su relación con ella era noticia conocida, que ni siquiera valía la pena comentar. Pero ¿en Londres, donde había que relacionarse con personas de las altas esferas, como solía hacer Alexander? No, no podía ser. Y no sería así. ¿Someter a Elizabeth a la humillación y a la vergüenza perpetua porque Alexander Kinross se paseaba con su esposa y su amante en un ménage à trois? ¡Jamás! Así que dejaría que Elizabeth fuera sola. Es lo correcto. Alexander y yo somos unos niños, no nos detenemos a pensar.

Pero ¿cómo hago para que vaya sin mí? Ruby sabía muy bien que Elizabeth se negaría a moverse de Kinross. Entonces, haré que Jasmine y Peach Blossom sean mis cómplices, se dijo; ¿por qué habría de dejarlas sin viaje cuando tres de sus hermanas van a ir? Le llevarán una carta a Alexander que expondrá mis sentimientos en un modo tan terminante que hasta él entenderá. Maldito confabulador.

Fingiré abordar el barco y simularé sentirme mal antes de que el buque leve anclas. Haré que Jasmine y Peach Blossom cierren la puerta de la cabina y que no dejen entrar a nadie, ni siquiera a Elizabeth. Buscaré al doctor de a bordo y le revelaré mi secreto, estoy segura de que no le vendrán mal unas cuantas libras extras. Para cuando Jasmine le dé mi carta a Elizabeth, será muy tarde para volver. Estarán en algún punto remoto del océano Índico. La decisión será irreversible.

Y Sung y yo nos quedaremos en Kinross para administrar Apocalipsis, y Charles nos ayudará. Ya he visto a mi gatito de jade, he pasado un maravilloso invierno junto a él, el último de su niñez. La próxima vez que lo vea, el hombre que vislumbré hoy ya lo será oficialmente. No sé qué haría si Alexander decide dejarlo en Inglaterra.