Con la llegada de Anna, Jade, que había rogado en vano que la dejaran ser la niñera antes de que naciera Nell, pudo realizar su más ardiente deseo. Biddy Kelly cumplió con su deber y amamantó a Anna eficientemente hasta que el bebé cumplió siete meses, cuando empezó a alimentarse con leche de vaca sin mostrar reacciones adversas. Tal vez fuera una desilusión para la señora Summers, que perdió a su amiga, pero para Jade y para Ruby fue un alivio. A Ruby le agradaba ver que el ama de llaves se había quedado sin su principal fuente de informaron acerca de lo que pasaba en el piso de arriba. Sin embargo, las emociones de Ruby no eran comparables a las de Jade. Ahora, Anna era toda suya.
Elizabeth se recuperó lentamente pero sin recaídas. Para cuando su hija cumplió seis meses, ya podía llevar a cabo todas las cosas que una joven de su edad hacía. Retomó las lecciones de piano, bajaba a Kinross, y Alexander le había conseguido un hombre de confianza que le enseñaba equitación y a manejar un elegante coche tirado por los ponis pisadores color crema. También tenía una yegua árabe blanca con las crines y la cola sueltas que se llamaba Crystal. Le apasionaba acicalar a la bestia hasta que la piel parecía de satén. Como pasaba largas horas en los establos atendiendo a Crystal, no se ocupaba en lo más mínimo de Anna. Gran parte de su desinterés por el cuidado de la niña se debía a que Jade era muy posesiva. Era claro que Jade consideraba a la mamá de Anna como su rival. De todos modos, Elizabeth era lo suficientemente honesta para admitir que la situación que se había planteado en la habitación de la pequeña no le desagradaba en lo más mínimo.
Alexander había hecho excavar una calle pavimentada para llegar hasta Kinross; aunque tenía muchos recodos y se cortaba ocho o nueve kilómetros antes de llegar al pueblo, permitía a Elizabeth prescindir del teleférico. Para utilizarlo, tenía que pedir a Summers o a alguno de sus malhumorados lacayos que trajeran el teleférico desde las torres de perforación hasta la casa, mientras que, de esta manera podía bajar montando a Crystal o pedir el carro en el establo, que no estaba bajo las órdenes de Summers. ¡Eso era estupendo! De hecho, la vida de Elizabeth se había abierto de repente, especialmente porque su propio cuerpo la había liberado de todo, excepto de la relación distante con su marido.
Cuando Ruby, que había sido designada como portadora de la noticia, le había informado de que sir Edward Wyler y su esposa no creían conveniente que volviera a tener relaciones sexuales con su marido, Elizabeth tuvo que reprimir su alegría y mantener los ojos cerrados. Ruby parecía convencida de que echaría de menos el acto sexual, pero ella estaba segura de que no sería así.
Cabalgar era su escape preferido, porque cuando montaba la yegua no tenía que atenerse al camino, y podía entrar y salir del bosque cuando la maleza no se lo impedía. Además, eso le permitía descubrir rincones y cañadas que la deslumbraban por su belleza. Se pasaba horas sentada en algún asiento natural de piedra mirando desfilar millones de criaturas, desde pájaros lira hasta wallabis e insectos increíbles. O si no, se llevaba un libro y se ponía a leer sin temor a ser molestada, levantando de tanto en tanto la vista y soñando cómo sería la verdadera libertad, el tipo ele existencia que, seguramente, estos maravillosos pájaros, animales e insectos consideraban un derecho.
Así descubrió La Laguna. La encontró subiendo un largo trecho por el río un día que trataba obstinadamente de convencer a Crystal de que caminara por el lecho del arroyuelo cuando las orillas no permitían el acceso. Un intento más desesperado que lo habitual por liberarse de todas sus obligaciones. Desde que encontró La Laguna, no iba a ningún otro lugar cuando cabalgaba.
Estaba situada sobre una pequeña cuenca que le daba una considerable profundidad. El agua provenía de una cascada que bañaba grandes peñascos entre los helechos culantrillos y un tipo de espesos y largos musgos que en Escocia no existían. Era tan cristalina que se podían ver todas las piedras que estaban en el fondo. Había pececillos y diminutas gambas, transparentes como el más fino cristal, cuyos corazones rojos del tamaño de la cabeza de un alfiler latían frenética mente. Aunque los árboles la cobijaban, cerca del medio día los rayo del sol bajaban danzando con las partículas de polvo que tocaban la superficie de La Laguna y la convertían en puro oro líquido. Todo tipo de seres vivientes iban a beber allí. Elizabeth encontró un sitio confortable para Crystal, algo alejado para que no espantara a ninguna de las criaturas que se acercaban volando, caminando o arrastrándose, y después buscó una roca cómoda en la que sentarse y dejar volar su alma.
La Laguna era suya, toda para ella. El acceso al bosque en la cima de la montaña estaba prohibido a todos excepto al señor y la señora Kinross, pero aun cuando un intruso pudiera llegar hasta allí, no encontraría jamás La Laguna. Estaba muy lejos río arriba y el camino hasta allí era muy intrincado.
Era imposible para los demás descifrar lo que Alexander pensaba. Había decidido, según creían los otros habitantes de la casa, establecer una relación cortés y civilizada con su esposa. Una relación que no fuera más allá de compartir la mesa y las charlas de sobremesa acerca de las minas, la época del año, algún proyecto nuevo de Alexander, lo que decían los diarios, la asunción de sir Parkes como jefe del conflictivo gobierno, o el ascenso del señor John Robertson a la categoría de Caballero Comendador de la Orden de Saint Michael y Saint George.
—Sir John Robertson… —dijo Elizabeth pensativa—. Me sorprende un poco la decisión de la Reina de nombrarlo caballero. No pertenece a la Iglesia anglicana y tiene mala reputación con las mujeres. Por lo general eso influye negativamente en la estima de la Reina por un hombre.
—Dudo de que esté al tanto de la forma en que trata a las mujeres —respondió secamente Alexander—. De todos modos no me sorprende que lo hayan nombrado caballero.
—¿Por qué?
—Porque John Robertson ha dejado de ser útil para la política. Cuando eso sucede, se pide a la Reina que lo nombre caballero. Se podría decir que es una señal de que tiene que retirarse del ámbito electoral.
—¿En serio?
—Oh, sí, querida mía. Seguramente habrás notado que los gobiernos pluralistas que vienen sucediéndose con tanta frecuencia carecen absolutamente de objetivos reales. Recuerda lo que te digo, Robertson se retirará muy pronto de la Asamblea Legislativa. Probablemente lo designarán para la Cámara alta de por vida y lo pondrán en el Consejo Ejecutivo. Parkes quedará como amo y señor de la Cámara baja —Alexander resopló—. ¡Puaj!
—Pero Parkes también es caballero ahora —objetó Elizabeth— y no veo ninguna señal de que él tenga intenciones de retirarse.
—Eso es porque a Parkes se le ha subido la política a la cabeza. —Alexander sonrió—. No puede ver más allá de su vanidad, metafóricamente hablando, por supuesto. Sir Henry es vanidoso. Siempre le fue y siempre lo será. Además tiene un estilo de vida demasiado vanidoso; peligroso para un político que carece de riqueza propia que lo respalde. Robertson es un hombre rico, Parkes es relativamente pobre. A primera vista, pareciera que no hubiera posibilidad de hacer dinero siendo miembro del Parlamento, pero como reciben información sobre las inversiones, hay gratificaciones para el primer ministro… —Se encogió de hombros—. Recursos y posibilidades, Elizabeth.
—A mí me pareció bastante agradable cuando vino a cenar.
—Sí, es agradable y apoyo su actitud respecto de la educación los niños del Estado. Pero no me fío de su volubilidad. Sir Henry va a donde lo lleva la corriente.
A finales de enero de 1878, cuando Anna tenía diez meses, Nell fue a buscar a su padre a la biblioteca.
—Papá —dijo, trepando a las rodillas de Alexander—. ¿Qué le pasa a Anna?
Sorprendido, Alexander dio vuelta a la pequeña de dos años hacia sí y la miró fijamente. La cara de su hija era cada vez más parecida a la suya, tenía las mismas cejas negras puntiagudas y el óvalo facial alargado y delgado. No muy atractiva en una niña pequeña pero, tal vez, extrañamente interesante y sensual en una mujer adulta. Los ojos eran de un azul sorprendente. Y su mirada que, por lo general, era intensa y penetrante, transmitía preocupación y ansiedad en un modo que no era normal para una niña de su edad.
—¿Qué crees tú que le pasa a Anna? —preguntó cayendo en cuenta de que casi nunca veía a su segunda hija.
—Algo —respondió Nell segura—. Recuerdo que, a su edad, y ya hablaba, porque me acuerdo de todo lo que me decías y de todo lo que yo te decía a ti, papá. ¡Todo! Pero Anna ni siquiera se puede sentar. Jade hace trampa, cada vez que voy a saludarla la sostiene, pero me doy cuenta. Los ojos de Anna no funcionan bien, le dan vuelta para todos lados. Babea mucho. Yo me sentaba en el orinal para hacer caca, pero Anna no puede. ¡Oh, papá, es una chiquilla adorable, y es mi hermana bebé! Pero algo malo le pasa, de verdad.
Alexander tenía la boca seca. Se lamió los labios y trató de verse, no despreocupado, sino menos alarmado de lo que estaba.
—¿Qué hora es? —preguntó.
Era un juego. Había enseñado a Nell a leer las agujas en el reloj de péndulo que estaba en una esquina de la biblioteca. Nunca se equivocaba, y tampoco lo hizo entonces.
—Las seis en punto, papá. Butterfly Wing vendrá a buscarme de un momento a otro. —Rio.
—Entonces, ¿por qué no la vas a buscar tú por esta vez y le das una sorpresa? —preguntó Alexander dejando a Nell en el suelo—. Si son las seis debo ir a buscar a tu madre. La tía Ruby viene a comer dentro de una hora.
—Oh, ¿puedo quedarme levantada? —pidió Nell—. Quiero a la tía Ruby casi tanto como a Butterfly Wing.
—¿Más que a mamá? ¿Más que a mí?
—¡No, no, por supuesto que no! —Nell formuló un nuevo concepto—. Todo es relativo, papá, tú lo sabes.
—Fuera de aquí, pequeña presumida —respondió su padre riendo y dándole un suave empujoncito.
Antes de buscar a Elizabeth, Alexander pasó por la habitación de Anna. Nell no había vuelto a aquella habitación después del nacimiento de su hermanita. En aquel momento, la señora Wyler había considerado que una niña pequeña y ruidosa podía interferir con el cuidado intensivo que necesitaba un bebé prematuro y enfermo. Nell se quedó con Butterfly Wing, aunque más tarde empezó a reclamar una habitación para ella sola.
Ahora que lo pensaba, Jade raramente salía de la habitación de Anna, ni de noche ni de día. Había cedido el trabajo de atender a Elizabeth a Pearl y a Silken Flower, y se había dedicado por completo a la pequeña. Era tan sutil, tan invisible… ¿Qué padre, se preguntó a sí mismo, se desvive por un bebé, aun cuando lo haya engendrado, especialmente cuando se trataba de otra niña? Nell era diferente: vital, inteligente, curiosa, diligente, entrometida. Nell no le permitiría ignorar su presencia, nunca lo había hecho, ni siquiera cuando era una recién nacida. Le tomaba el dedo con su pequeña mano, lo miraba fijamente como si lo conociera, borbotaba, sonreía, gorgoriteaba, balbuceaba.
En cambio Anna había desaparecido de su presencia, no la veía ni la oía. Le daba la impresión de que siempre había una buena razón para no dejarlo entrar en la habitación de su hija pequeña.
Esa noche no golpeó la puerta ni pidió permiso a Jade. Simple mente entró. Jade, que estaba sentada con Anna en su regazo, sostenía el cuello de la niña con una mano y le daba de comer una especie de papilla, alzó la vista sorprendida.
—¡Señor Kinross! —dijo, sobresaltada—. Señor Kinross, no puede ver a Anna ahora, le estoy dando de comer.
A modo de respuesta, Alexander caminó hacia una silla de cocina de madera, la tomó por el respaldo y la colocó frente a la niña y a su niñera. Se sentó y con otro rostro impasible dijo:
—Dame la niña, Jade.
—¡No puedo, señor Kinross! Tiene el pañal sucio, lo llenará de olor.
—No será la primera ni la última vez. Dámela, Jade. Ahora.
Pasar a Anna de un brazo al otro fue difícil. La niña se zarandeaba como una muñeca de trapo y no era capaz de sostener su propia cabeza. Sin embargo, finalmente lo lograron. Desolada, Jade temblaba; sus delicadas y bellas facciones se habían congelado en una máscara de terror.
Por primera vez, Alexander miró con detenimiento a su segunda hija e inmediatamente se dio cuenta de que Nell tenía razón. No obstante, Anna, con sus diez meses, era mucho más bonita que Nell, regordeta y bien cuidada. Tenía el pelo, las cejas y las pestañas negros, y unos ojos azules grisáceos que no se fijaban en nada. Parecía que la niña no era capaz de enfocarlos en punto alguno. Por el modo en que había reconocido que las manos que la sostenían eran diferentes y que el regazo en el que estaba sentada no era el de Jade, se notaba que podía procesar algún tipo de pensamiento en su mente. Se meneaba y se retorcía en este extraño abrazo; poco después empezó a llorar.
—Gracias, Jade, puedes encargarte de ella —dijo Alexander, prestando atención para ver cuánto tardaba en desaparecer la sensación de desorientación de Anna. Casi inmediatamente. Apenas Jade la tomó entre sus brazos, dejó de llorar y abrió la boca pidiendo más papilla.
»Ahora —dijo serenamente— quiero la verdad, Jade. ¿Cuánto hace que te diste cuenta de que la mente de Anna no funciona como debería?
Las lágrimas corrían por el rostro de la muchacha sin que pudiera enjugarlas. Necesitaba las dos manos para sostener a la niña.
—Casi enseguida, señor Kinross —sollozó—. Biddy Kelly también lo sabía. La señora Summers también. ¡Si hubiera visto cómo se reían en la cocina! Pero yo saqué mi daga y les dije que les iba a cortar la cabeza si se lo decían a alguien en Kinross.
—¿Y te creyeron?
—Oh, sí. Sabían que lo decía en serio. Soy una china pagana.
—¿Qué puede hacer Anna?
—¡Ha mejorado, señor Kinross, honestamente! Pero todo le lleva mucho, mucho tiempo. Ahora come de la cuchara ¿ve? No fue fácil pero puede aprender. Hablé con Hung Chee, de la tienda de medicina, y me mostró cómo puedo ayudar a Anna a que ejercite el cuello y así, algún día, podrá sostener la cabeza. —Jade apoyó su mejilla en los rizos negros de la pequeña—. Adoro cuidar de Anna, señor. ¡Se lo juro! Anna es mi bebé. No es de Pearl, ni de Butterfly Wing, ni de nadie, sólo mía. ¡Oh, por favor, se lo ruego, no me aleje de ella! —Y empezó a llorar nuevamente.
Alexander se puso de pie como si fuera un anciano, extendió una mano, y la apoyó brevemente en la cabeza de Jade.
—No te preocupes por eso, querida. No te apartaré de ella. ¿Qué clase de agradecimiento sería ése a tanta devoción? Tienes razón, Anna es tu bebé.
De allí, bajó unos pocos escalones y se dirigió al dormitorio de Elizabeth, que no había visitado desde que ella se había recuperado de su enfermedad. La vio distinta. Su intento de amueblar todo al modo de las oficinas de su hotel de Sydney se había ido por la borda ante lo que, sin duda, eran las preferencias de Elizabeth: menos dorado, menos espejos, cretona en lugar de brocado y todo en azul, azul y azul. El color que Ruby consideraba sombrío.
¿Qué está pasando conmigo? ¿Cómo ha podido suceder todo esto desde que Anna nació sin que yo, el amo de la casa, me enterara? Es verdad que paso mucho tiempo fuera, pero ¿en quién más puedo confiar para que supervise la construcción del camino hasta Lithgow? Lo cierto es que nadie me preguntó, nadie me contó. Excepto, finalmente, mi hija de dos años. Soy un extraño en una casa llena de mujeres. Maggie Summers… una gorda araña en mi tela. Debí haberlo sabido. A Elizabeth nunca le agradó. Ahora veo por qué. Bueno, la señora y el señor Summers se pueden ir de la tercera planta y buscarse una casa en Kinross. Dejaré que se la queden. Contrataré una nueva ama de llaves, y seguiré haciéndolo hasta que encontremos una que nos guste a todos. Una que no odie a los chinos, que no tenga amigas como Biddy Kelly que van a la iglesia los domingos a cotillear.
—¿Elizabeth? —llamó, sin entrar más allá del tocador.
Ella apareció enseguida con los ojos bien abiertos; todavía tenía puesto su traje de montar color rojo oscuro.
—No es muy inteligente de tu parte elegir un atuendo de ese color cuando vas a montar un caballo blanco —observó, haciéndole una reverencia—. Está lleno de pelos blancos.
Ella esbozó una sonrisa melancólica; inclinó la cabeza.
—Tienes toda la razón, Alexander. El próximo será color hueso.
—¿Vas todos los días a cabalgar? —preguntó mientras se dirigía hacia la ventana—. Me gusta mucho más el verano, los días son más largos.
—A mí también me gusta el verano —dijo, nerviosa—. Sí, voy todos los días a cabalgar, salvo que me apetezca ir con el coche hasta Kinross.
Se hizo un silencio; él seguía mirando por la ventana.
—¿Qué sucede, Alexander? ¿Por qué estás aquí?
—¿Con qué frecuencia ves a Anna? ¿La ves, por ejemplo, tanto como a tu caballo?
Su respiración se detuvo, y empezó a temblar.
—No, creo que no —respondió sin ánimo—. Jade se ocupa de Anna tan bien que, cada vez que voy a la habitación de la niña, me siento poco bienvenida.
—Eso suena a excusa, viniendo de la madre de la pequeña, Elizabeth. Estoy seguro de que sabes muy bien que Jade es tu sirvienta y está obligada a obedecer órdenes. ¿Realmente lo intentaste?
Dos llamas carmesí se encendieron en el rostro pálido de Elizabeth. Se estremeció, dio una vuelta en círculo como si tuviera un pie atado a la puerta, y se estrujó las manos.
—No, no lo intenté lo suficiente —suspiró.
—¿Cuántos años tienes?
—Cumplo veinte en septiembre.
—¡Cómo vuela el tiempo! Dos veces madre a los diecinueve, dos veces casi mueres en el intento, y ahora estás libre para siempre. ¡No! —profirió—. ¡No llores, Elizabeth! Éste no es momento para lágrimas. Primero escúchame, y después podrás llorar todo lo que quieras.
Desde donde estaba, Elizabeth podía ver solamente la espalda de Alexander. ¿Qué le pasaba? ¿Por qué estaba sufriendo? Porque lo cierto era que estaba sufriendo mucho. Vio cómo volvía a recuperar el control sobre sí mismo y enderezaba los hombros. Cuando habló, su tono fue más amable.
—Elizabeth, no te culpo en lo más mínimo por encomendar el cuidado de tus hijas a dos mujeres tan devotas y dedicadas como Butterfly Wing y Jade, especialmente cuando tú misma no has tenido niñez. Pienso que los paseos diarios a caballo, los viajes a Kinross y esta repentina libertad absoluta se te han subido a la cabeza como el champán. ¿Y por qué no habría de ser así? Has cumplido con tus obligaciones mucho mejor de lo que el Dios del viejo Murray podría pedir, y ahora tu tarea ha concluido. Si estuviera en tu lugar, yo también me habría relajado un poco. —Suspiró—. Sin embargo, aunque tus obligaciones para conmigo sean una cosa del pasado, las que tienes para con tus hijas no lo son. No te voy a prohibir que vayas a cabalgar, ni que conduzcas la calesa, ni que salgas a caminar, ni que hagas lo que te plazca, porque sé que tus placeres son inofensivos. Pero debes cuidar de nuestras hijas. En dos o tres años Nell será lo suficientemente mayor para que la aparte de ti, pero me temo que Anna no es como Nell.
Las llamas carmesí del rostro de Elizabeth se habían apagado; se desplomó sobre una silla, llevándose las manos a las mejillas.
—Tú también lo has notado.
—Entonces ¿no estabas completamente ciega?
—No, aunque Jade siempre me dice que Anna tiene un mal día, o que está resfriada, o que se ha lastimado la espalda. Me intrigaba, pero nunca comprobé mis sospechas. Eres demasiado amable conmigo. Me merezco todos y cada uno de los reproches y las críticas que estés pensando. ¿Cómo te diste cuenta de que Anna era un poco lenta?
—Nell vino a verme hoy a la tarde y me preguntó qué le pasaba a Anna. No puede sostener la cabeza, los ojos se le mueven de un lado a otro, dijo nuestra hija mayor. Así que fui a ver y obligué a Jade a que me dijera la verdad. —Se volvió para consolar a su esposa; tenía el rostro calmo y la mirada perdida—. Anna no es un poco lenta, Elizabeth. Es… demente.
Elizabeth comenzó a llorar en silencio.
—Sucedió cuando nació —afirmó ella—. Margaret y Ruby tuvieron que esforzarse durante cinco minutos para que respirara. No es hereditario, Alexander; estoy segura de que no es hereditario.
—¡Sí, yo también estoy seguro! —dijo impaciente—. Me atrevería a decir que hay una razón detrás de todo esto, aunque no sé cuál puede ser. Tenemos una hija muy inteligente y otra demente. Tal vez sea para equilibrar los dos extremos, ¿quién sabe?
Se alejó de la ventana en dirección a la puerta y después se detuvo.
—¡Mírame, Elizabeth! ¡Mírame! Antes de que esto siga adelante, tenemos que tomar una decisión: qué hacemos con Anna. Podemos dejarla aquí o enviarla a un asilo. Si se queda con nosotros, Jade y tú tendréis que cuidar de por vida a una pobre criatura que no se puede valer por sí misma. Estoy seguro de que podemos encontrar un asilo donde no la maltraten. En situaciones como ésta el dinero lo puede todo. ¿Qué prefieres?
—¿Qué harías tú, Alexander?
—Tenerla aquí, por supuesto —respondió, sorprendido—. De todos modos, no seré yo el que cargue con el peso. Si alguna vez le sucede algo a Jade, ¿qué harías? ¿Qué puedes hacer?
—Déjala aquí —dijo Elizabeth—. Yo me ocuparé de ella.
—Entonces, estamos de acuerdo. A propósito, voy a despedir a Maggie Summers. Eso nos incomodará durante un tiempo. Quiero que se vaya mañana mismo, ni un día después. Me da un poco más de pena por Summers. Le gusta estar a mis órdenes y no le agradará tener que exiliarse en Kinross. Pero así tiene que ser. Pondré un aviso en Sydney Morning Herald solicitando un ama de llaves.
—¿Por qué no usas una agencia de empleados domésticos?
—Porque prefiero hacer las entrevistas yo mismo. —Sacó su reloj de bolsillo de oro, abrió la tapa y lo miró—. Será mejor que te des prisa, cariño, a las siete viene Ruby.
—Si me disculpáis, no cenaré con vosotros. Debo buscar a Jade y hablar con ella. Y empezar a conocer a Anna.
Le tomó la mano y la besó suavemente.
—Como quieras. Gracias, Elizabeth. No podría haberte culpa si hubieses preferido enviar a Anna a un asilo, pero estoy muy contento de que no haya sido así.
A Ruby, la noticia de lo de Anna le cayó como una ducha de agua fría. Alexander esperó a que estuvieran sentados en la biblioteca fumando unos cigarros y bebiendo coñac añejo antes de mencionar lo su cedido. Había justificado la ausencia de Elizabeth diciendo que no se sentía del todo bien. Ella había percibido que había algún problema doméstico, porque conocía a Alexander mucho mejor de lo que su esposa jamás llegaría a conocerlo. La mirada particular en sus ojos y la expresión extraña en su rostro… Desde el nacimiento de Anna no había notado esos signos en él. Era como si se hubiera desprendido del fantasma de Elizabeth, como si la hubiera relegado a un rincón olvidado de su mente. Y ahora había vuelto.
La razón de su presencia se reveló cuando le contó lo de Anna, cómo lo había descubierto y cómo había reaccionado Elizabeth. Pero Ruby necesitó un largo trago de coñac antes de poder articular una respuesta.
—Oh, mi amor, mi amor, ¡lo siento muchísimo!
—No tanto como Elizabeth o yo. De todos modos, es así, no se puede cambiar ni ignorar. Elizabeth piensa, y yo estoy de acuerdo, que el daño se produjo en el momento del nacimiento. No tiene ninguna de las características físicas que muestra la mayoría de los niños retrasados, al contrario, es bella y bien proporcionada. Si está acostada en la cuna es imposible darse cuenta, a menos que uno la mire a los ojos. Como dijo Nell, dan vueltas para todos lados, sin dirección. Jade asegura que puede aprender cosas, pero que le lleva mucho, mucho tiempo enseñarle cosas simples; por ejemplo, comer de la cuchara.
—¡Qué reservada es la pequeña perra! —dijo Ruby bebiendo otro sorbo de coñac—. Jade, digo —agregó cuando Alexander la miró con el entrecejo fruncido—. Ojo, no quiero decir que haberlo sabido antes hubiera ayudado. Elizabeth tiene razón, la niña no respiraba. De habérmelo imaginado siquiera, tal vez no habría insistido tanto en hacerla respirar; pero cómo iba a saberlo. Yo quería que la odisea de Elizabeth tuviera algún sentido y no que fuera por nada.
—Pero sí tuvo sentido, Ruby —dijo y le tomó con firmeza la mano—. Los antiguos griegos decían que la arrogancia de los hombres era un crimen contra los dioses y tenía que ser castigado. Yo me volví arrogante; demasiado éxito, demasiada riqueza, demasiado… poder. Anna es mi castigo.
—No había escuchado absolutamente nada de esto en el pueblo, y eso que Biddy Kelly la amamantó durante siete meses.
Alexander sonrió dejando ver sus brillantes dientes blancos.
—Porque Jade las sorprendió a ella y a Maggie Summers riéndose de la niña en la cocina, sacó su daga y les dijo que les iba a cortar la cabeza si hablaban. Y ellas la creyeron.
—¡Bravo por Jade!
—Maggie Summers se va mañana. Ya se lo dije a Summers.
Ruby cambió de posición en la silla como si estuviera incómoda, y después tomó las manos de Alexander entre las suyas.
—Entonces ¿vas a tratar de mantener lo de Anna en secreto?
—Oh, no, ¡por supuesto que no! Sería como poner a la pequeña en una prisión. No es cuestión de vergüenza, Ruby. Al menos, yo no lo siento así, y creo que Elizabeth tampoco. Quiero que Anna pueda andar por donde quiera cuando aprenda a caminar, porque estoy seguro de que lo hará. Quiero que todo Kinross sepa que ni la riqueza ni los privilegios pueden mantener a una familia apartada de las tragedias.
—Aún no me has dicho cómo se siente Elizabeth de verdad. ¿Sabía que Anna era demente?
—No creo. Se había convencido a sí misma de que la niña era un poco lenta. ¡Un poco lenta! —Rio, pero no de felicidad—. Mi esposa ha estado demasiado ocupada adorando a esa maldita yegua como si fuera una diosa. La peina, la cepilla, la acaricia. ¿Qué es lo que les llama tanto la atención a las jóvenes de los caballos?
—El poder, Alexander. Músculos que se mueven bajo una piel hermosa. Sentirse dominada por el poder. Fue muy inteligente de tu parte darle una yegua; verle el pene a un semental hubiera sido demasiado.
—Como confidente dejas mucho que desear, Ruby. Podrías decir las cosas de un modo más amable para variar, ¿no?
—¡Ja! —repuso Ruby jugueteando con los dedos de él—. ¿Qué sentido tiene ser amable? —Se pasó a sus rodillas y apoyó la cabeza sobre el cabello de Alexander que, de repente, le pareció más gris—. ¿Has logrado descubrir cómo funciona la mente de Elizabeth?
—En lo más mínimo.
—Está cambiada desde que nació Anna. Su relación conmigo es absolutamente superficial. Me invita a comer si Theodora está aquí, o a cenar cuando estás tú. No está tan dispuesta a intimar como antes. ¡Teníamos ciertas conversaciones! Hablábamos de todo y de nada. Ahora está en su propio mundo —dijo Ruby melancólicamente.
—Te necesito —dijo Alexander con la cara entre sus pechos—. Podría ir a Kinross más tarde esta noche, si me invitas.
—Siempre —respondió Ruby—. Siempre.
Bajó sola en el funicular contemplando la ciudad de Kinross iluminada con lámparas de gas. Parecía una lluvia de destellos verdosos. Los motores bufaban, el resplandor satánico de los faroles iluminaba los depósitos donde la mena de Apocalipsis se transformaba en oro y, a lo lejos, en la colina de Sung, las pagodas brillaban y la luna se elevaba hacia su cenit. Yo soy parte de esto, aunque nunca quise serlo, se dijo Ruby. ¡Qué horrible venganza inflige el amor! Si no fuera por Alexander Kinross, yo no sería más que lo que el destino hubiera querido que fuera: una mujer de dudosa reputación al borde de la expulsión, si no de la extinción.
Desde el día en que supo de la discapacidad de Anna, Elizabeth empezó a acudir a la iglesia. Pero no fue a la iglesia presbiteriana. El domingo siguiente se presentó en Saint Andrew, que pertenecía a la iglesia anglicana. Llevaba a Nell de la mano y a Anna en un cochecito que Jade empujó hasta la puerta del templo, donde se quedó esperando hasta que terminara el culto; una china diminuta tratando de hacerse invisible.
Sorprendido y encantado, el reverendo Peter Wilkins saludó a la primera dama de Kinross con la debida deferencia y se aseguró de informarle de que el banco del frente del lado derecho había estado siempre reservado para los habitantes de la casa Kinross. El pueblo era un hervidero de chismes, se comentaba que habían despedido al señor Summers, y circulaban rumores infundados de que algo andaba mal en la familia Kinross. Todo esto hizo que el pastor fuera aún más considerado.
—Gracias, señor Wilkins —dijo Elizabeth con serenidad—, pero yo preferiría sentarme en uno de los bancos de atrás. Mi hija más pequeña, Anna, es bastante retrasada mentalmente, así que quisiera estar en un sitio desde el que me fuera fácil retirarme si ella no está bien.
Y así fue. La ciudad de Kinross se enteró de que Anna era demente de un modo que no dio lugar a habladurías, frustrando completamente los planes de Maggie Summers.
La conversación que Elizabeth mantuvo con Jade no había sido agresiva; después de muchas lágrimas las dos mujeres resolvieron amigablemente compartir el cuidado de Anna, así Jade podía descansar y Elizabeth no se privaba ni de Crystal ni de La Laguna. La expedición a la iglesia fue el inicio de un nuevo régimen en la casa Kinross, una declaración pública de la discapacidad de Anna y una notificación de que, ahora que había recuperado la salud, la señora Kinross no era tan atea como su marido. ¡Gloria a Dios!
Quizás esa gloria se hubiera ensombrecido un poco si alguno de los fieles hubiera visto lo primero que había hecho Elizabeth después de finalizado el culto. Fue a almorzar al hotel Kinross con Ruby, quien le dio una calurosa bienvenida, la besó y la abrazó.
—¿Esto quiere decir que has vuelto a la normalidad? —preguntó Ruby, sosteniéndola con los brazos estirados; le brillaban los ojos.
—Sí —respondió Elizabeth sonriendo—. Si te refieres a que somos las mejores amigas y poseemos partes iguales de Alexander, sí. Finalmente, he crecido.
—Oh, qué lástima. —Ruby sacó a Anna del cochecito—. ¡No, no, cariño, no tienes que llorar, mi amor! Tendrás que acostumbrarte a estar con más personas que Jade y tu mamá. Elizabeth, ten cuidado cuando hablas: hay moros en la costa, y Nell es un moro muy inteligente. ¿Qué hay de comer? Tostadas con champiñones y después pollo asado adobado. ¡No pongas esa cara, Nell! Algún día recordarás este menú con nostalgia. Aún me acuerdo de cuando un trozo de pan duro y un poco de queso rancio sabían mejor que el néctar y la ambrosía.
Elizabeth se tomó tan en serio la reprimenda que Alexander le había dado por descuidar a Anna que se negaba a dejar a las niñas para acompañarlo a Sydney. Él era un ferviente admirador de la música, el teatro y la ópera, y como no veía por qué razón habría de privarse de esos placeres, se tomó la costumbre de llevar a Ruby en lugar de llevar a su esposa. Cuando 1878 se transformó en 1879, estas excursiones se hicieron más frecuentes.
—Ahora, Nueva Gales del Sur está lo suficientemente cerca de Gran Bretaña para permitir que las compañías de teatro y de ópera actúen aquí —decía Alexander—. Hay carboneras a la salida para los barcos de vapor, lo cual acorta el viaje a cinco semanas a través del canal de Suez.
Ruby y él vieron una buena puesta en escena de El mercader de Venecia, todas las óperas que se presentaron en la ciudad, y un brillante musical llamado H. M. S. Pinafore, de un par de compositores relativamente desconocidos, Gilbert y Sullivan. También fueron a ver la Exposición Internacional de Sydney que tuvo lugar en un enorme palacio construido para la ocasión. El sitio para la presentación fue más difícil de conseguir que antes. Alexander tuvo que cambiar de hotel, pues el que solía alojarle se había vuelto inhabitable por culpa de los nuevos tranvías de vapor que pasaban haciendo estruendo por la calle Elizabeth y despedían un asfixiante humo negro y una turbulenta lluvia de chispas.
Estaban paseando por el palacio de la exposición, admirando los diversos pabellones, cuando de pronto Alexander habló:
—Dentro de poco viajaré a Inglaterra.
Ruby se detuvo para mirarlo.
—¿Qué ha provocado esta decisión?
—¿Honestamente?
—Sí, honestamente, como siempre.
—Estoy cansado de estar en una casa llena de mujeres. Pronto empezará una nueva década y faltarán tan sólo veinte años para que termine el siglo. Quiero ver qué está sucediendo en Inglaterra, en Escocia, en Alemania. Existen nuevas calderas para acerar el hierro, nuevas formas de construir puentes, nuevos métodos para generar electricidad que harán que pase de ser un juguete a ser una potente fuerza de energía y también, se rumorea, se están produciendo máquinas bastante revolucionarias —dijo Alexander con los ojos brillantes—. Si no fuera por Anna, me llevaría a Nell y a Elizabeth conmigo, las alojaría en una buena casa en la parte este de Londres y yo usaría ese hogar como base. Pero no es posible y, sinceramente, estoy muy contento de que así sea. Necesito un largo descanso de las mujeres, Ruby, incluso de ti.
—Te entiendo perfectamente. —Se puso a caminar—. Si fuera posible, ¿podrías pasar a visitar a Lee?
—Ir a ver a Lee es el primer ítem en mi agenda. De hecho, cada vez que tu hijo tenga vacaciones en la escuela, pienso llevarlo conmigo. Será una valiosa experiencia para un futuro ingeniero.
—¡Oh, Alexander, qué maravilla! ¡Gracias!
Ahora fue él el que se detuvo para mirarla.
—Tengo que hacerte una pregunta que nunca te hice, Ruby, supongo que es porque Lee se fue poco después de que lo conocí y, en esa época, tú y yo no éramos… en fin, la pareja un tanto bígama en que nos hemos convertido. Lo que quiero saber es cómo es posible que Lee se haga pasar por un príncipe chino cuando su apellido es Costevan.
Se rio de un modo tan espontáneo y atractivo que la multitud que los rodeaba se volvió para mirarlos abiertamente. Era obvio que Alexander Kinross con una bellísima mujer de su brazo llamaba la atención, pero por lo general eran miradas furtivas, porque se rumoreaba que esta mujer no era su esposa.
—¡Alexander, Lee tiene casi quince años! ¡Has tardado seis largos años en preguntar! Por consejo de Sung dije en Proctor que Lee estaba de incógnito para proteger a su padre de los enemigos que estarían dispuestos a todo con tal de llegar a él, inclusive secuestrar a su hijo. Es un secreto para toda la escuela y Lee se divierte mucho escuchando las conjeturas que hacen sobre su verdadera identidad. Si hubiera habido otros chinos, habría sido más difícil, pero hasta hace poco él era el único. El año pasado llegaron dos más, pero son hijos de comerciantes muy influyentes de Wampoa que, según Lee, son absolutamente indiferentes a lo que pasa en Pekín.
—Bueno, bueno —dijo Alexander con una sonrisa.
—Te perderás la aprobación de una importante ley —comentó ella—. Escuché que Parkes va a retirar la subvención a las escuelas católicas y a las de las otras confesiones. Pero ésas no importan tanto porque las mantienen los esnobs adinerados. En cambio, los niños que van a las escuelas católicas provienen de zonas más pobres.
—Es un terrible fanático protestante —dijo Alexander.
—Hay un nuevo proyecto de ley en discusión sobre la tierra y otro para restringir la inmigración china. Ah, y algunos proyectos de ley acerca de los distritos. ¿Por qué los políticos tienen que meterse con los límites de los distritos?
—Para obtener más votos, Ruby. No hagas preguntas retóricas.
—¡Hum! El único proyecto que me preocupa es el del alcohol, si es que les va dar a los distritos el derecho de prohibirlo. ¡Malditos puritanos!
—Quédate tranquila, Ruby —dijo acurrucándose contra su brazo—, Kinross no votará por la ley seca. Ya es un sitio bastante controlado, con eso de que los chinos no beben. Los puritanos no conseguirán los votos necesarios para prohibir el alcohol en Kinross porque los chinos no pueden votar y a los blancos que viven aquí les gusta demasiado.
—De todos modos, yo tengo un hotel residencial, no un bar. Y puedo sobornar al jefe de policía. Lo hice en Hill End.
—No será necesario, te lo aseguro. —El tono de voz de Alexander cambió—. No te sorprendas si estoy fuera por un tiempo bastante largo.
—¿A qué te refieres con un tiempo bastante largo?
—Dos, tres o hasta cuatro años.
—¡Por Dios! Para cuando vuelvas a casa, me habrá crecido de nuevo: seré virgen por cuarta vez.
—Entonces te trataré como tal, mi amor.
—¿Significa que ayudarás a Lee a ingresar en Cambridge cuando estés allí?
—Sí. Tal vez Empresas Apocalipsis pueda financiar una cátedra profesional o construir un laboratorio de investigación.
—Lee es muy afortunado. Espero que lo sepa —dijo Ruby.
—Oh, estoy seguro de que sí —respondió Alexander sonriendo.
A pesar de que la partida de su esposo hacia fines de 1879 la cogió por sorpresa, Elizabeth no lamentó que se marchara. Nell, en cambio lloraba desconsoladamente. Desde que había cumplido tres años, el último año nuevo, su padre había empezado a llevarla con él a recorrer los talleres, la planta de tratamiento de la mena e incluso a la mina. ¿Qué iba a hacer ahora encerrada en casa todos los días?
La respuesta de Alexander fue no contratar a una gobernanta sino a un tutor para que le enseñara a leer y a escribir, la iniciara en los estudios de latín, griego, francés e italiano y mantuviera ocupada su inquieta y curiosa mente.
El tutor era un tímido joven llamado William Stephens, que Alexander acomodó en una amplia habitación de la tercera planta de la casa Kinross. Sung envió tres muchachos chinos brillantes, el reverendo Wilkins mandó a su hijo Donny, que también era muy inteligente, y Alexander consiguió otras tres niñas blancas cuyos padres dijeron que podían ir a la escuela en la montaña hasta que tuvieran diez años, más o menos. Nell era la más pequeña. Los tres muchachos chinos, Donny Wilkins y las niñas tenían cinco años mientras ella aún no había cumplido cuatro.
Al cabo de varios días de llanto y berrinches, Nell demostró cuan parecida era a su padre enderezando los hombros y aceptando su destino. Algún día sería lo suficientemente mayor para viajar con papá, hasta entonces lo único que podía hacer para mantener su lugar en el corazón de él era ser la mejor de la clase.
Media docena de amas de llaves pasaron por la casa antes de que llegara la señora Gertrude Surtees, quien se adaptó a la familia como un guante a una mano. Una viuda de cincuenta años con dos hijos adultos que ya estaban casados. Cuando Constance Dewy la encontró, estaba al frente de una sórdida casa de huéspedes en Blayney. La señora Surtees era alegre, difícil de impresionar y no aceptaba tonterías de Nell ni de Chang, el cocinero. Trataba al resto de los sirvientes chinos con habilidad y cortesía, y hasta se las había ingeniado para caer bien a Jim Summers. Esto último cobró mayor importancia después de que Alexander anunció que se iba, porque, por primera vez, Summers no iría con él. Maggie sufría de una misteriosa enfermedad de la cual su marido no quería hablar.
De todas formas, en ausencia de Alexander el poder ejecutivo no quedó en manos de Summers. Sung se quitó sus atuendos de seda bordada y se ocupó de administrar la mina y de todos los demás asuntos de Apocalipsis: el carbón, el hierro y los ladrillos en Lithgow; el cemento en Rylstone, cerca de Lithgow; varios campos de trigo alrededor de Wellington; una mina de estaño en el norte de Queensland; una fábrica de motores de vapor en Sydney y una mina de bauxita, entre otros negocios.
A modo de respuesta al carácter inquieto de Alexander mezclado con un poco de agitación personal, Elizabeth decidió poner patas arriba la casa Kinross mientras él no estuviera y redecorarla con los colores, las telas y los muebles que a ella le gustaban. Alexander le hábil dicho que podía hacer todo lo que se le ocurriera con dos condiciones: la primera, que no se metiera con su biblioteca, y la segunda, que nada fuera tan azul que provocara que las personas se deprimieran.
—A él le encanta el rojo, ¿lo sabías? —dijo Ruby.
—Bueno, a mí no —respondió Elizabeth que nunca se había recuperado de la vez en que había descubierto que el color escarlata era el color que usaban las putas. Soñaba despierta—. Algunas habitaciones van a ser color damasco y lavanda; otras, ciruela y caramelo con un pizca de amarillo, y una o dos, verde pálido y cobalto profundo con toques de blanco.
—Moderno pero lindo —admitió Ruby.
Como a Ruby y a Constance les encantaba ir de compras, las tres mujeres juntaban a Anna, Jade, Pearl, Silken Flower y Peach Blossom y bajaban periódicamente a Sydney para elegir telas y deslumbrarse con los papeles tapiz, sin mencionar que volvían locos a los vendedores de muebles cuando no se estaban probando un vestido, un par de zapatos o un sombrero. Sin lamentarse, Nell se quedaba al cuidado de Butterfly Wing, la señora Surtees y el señor William Stephens.
Todos los doctores famosos por su experiencia con niños retrasados mentales habían visto a Anna; sin embargo, el veredicto era siempre el mismo: las esperanzas de que se recuperara eran casi inexistentes ya que aquéllos que no lograban caminar ni hablar antes de los dos años estaban destinados a ser retrasados mentales de por vida.
De todas formas, Anna sí mejoró. A los quince meses podía sostener la cabeza levantada y fijar la vista en cualquier persona que tratara de llamar su atención. Una vez que aprendió a controlar sus ojos, su belleza se volvió más evidente. Eran grandes y bien abiertos como los de su madre, color azul grisáceo y con pestañas extremadamente largas.
A los dos años podía sentarse en su silla alta sin que la sujetaran y alimentarse sola. Un jaleo que Jade consideraba como un triunfo y que Elizabeth había descubierto que le revolvía el estómago. Anna estaba muy unida a Jade, aunque, poco después de empezar a sentarse en la silla alta, empezó a reconocer a Elizabeth. No hablaba ni caminaba.
Nell estaba en una categoría especial para Anna, que la recibía con frenéticos chillidos que parecían de alegría.
Jade perseveraba con cariño y firmeza guiada por Hung Chee, el dueño de la tienda de medicina china cuya sabiduría oriental parecía ayudar más a Anna que cualquiera de las pociones y panaceas que le recetaban los doctores de Sydney. Hung Chee aconsejaba ejercicio, paciencia, dieta y enseñanza repetitiva. También había llenado a la pequeña de delgadas agujas flexibles que clavaba en su piel para ayudarla a levantar la cabeza. Elizabeth había dudado de la eficacia de esta cura pero no la había prohibido, por eso, cuando Anna finalmente levantó la cabeza y Hung Chee quiso embarcarse en un nuevo proceso para ayudarla a caminar, Elizabeth le dio permiso. Lo que resultaba más extraño era que Anna disfrutaba con la aplicación de las agujas, probablemente porque adoraba a Hung Chee.
¡Qué alegría cuando Anna aprendió a sentarse en el orinal! Por supuesto, pasaron seis meses antes de que asociara esa acción con la de defecar, pero la mayoría de las veces, lo hacía. Poco antes de que Alexander se marchara, a finales de 1879, Anna, que tenía casi tres años, comenzó a balbucear algunas palabras. «Mamá», «Jade» y «Nell» era todo su vocabulario, pero le daba el nombre correcto a cada persona. La siguiente palabra que incorporó, a los tres años y medio, fue «Dolly», el nombre de la sucia y amada muñeca de trapo con la que dormía y que insistía en llevar a todas partes, desde las sesiones con las agujas hasta cuando comía sentada en su silla alta. Al menos una vez por semana, había que lavar a Dolly, pero siempre que Elizabeth trataba de sustituirla con otra muñeca, Anna armaba un escándalo hasta que le devolvían la original.
—Eso es bueno —opinó Ruby—. Anna se da cuenta de la diferencia.
—La señora Surtees sugirió que pida a Wing Ah del taller de costura chino que copie la muñeca de Anna en detalle, decolorando la tela y poniéndole las manchas que no salen. De esa manera, cuando la muñeca de Anna se rompa, como va a suceder, podremos sustituirla en secreto por una nueva igual a la vieja.
—¡Bravo por la señora Surtees! Es un tesoro, Elizabeth.
Elizabeth todavía podía montar a Crystal e ir a La Laguna dos veces a la semana, que era lo único que le daba fuerzas para seguir adelante. Al caballo no le gustaba caminar por el agua río arriba, así que Elizabeth, armada de un machete, abrió un sendero a través del bosque, aunque temía que su existencia llevara a Alexander a descubrir su lugar secreto, cuando regresara. De todas formas, ése era un problema para el futuro. Hacía dieciocho meses que Alexander se había marchado, y estaba claro en sus cartas que no tenía ninguna prisa por volver a Kinross.
Las cartas que le escribía a su esposa eran breves y concisas, mientras que las que enviaba a Ruby eran más largas y con más noticias. Llenas de cosas sobre Lee, que había cumplido diecisiete años en 1881.
—«Hiciste bien en enviarlo al exterior —leyó Elizabeth de una de las cartas—, aunque sospecho que extraña mucho a su madre. Lee absorbe cualquier cosa que le cuente acerca de ti como una esponja al agua, y las fotografías que le di ocupan un lugar de honor en su habitación. Como es un alumno de los cursos superiores, dispone de una habitación y un estudio para él solo, y tiene como vecinos a dos príncipes persas, uno de cada lado. Su inglés es perfecto, muy refinado, y sus modales son elegantes y para nada arrogantes. Te envío una foto suya con el nuevo traje de la escuela. No fue fácil tomársela porque parecía haber incorporado algunas de las supersticiones de sus compañeros y temía que la cámara le robara el alma. Afortunadamente, en su interior es demasiado ingeniero para creer en esas cosas, por eso accedió a tomarse la fotografía.
»Ya mide más de un metro ochenta, y todavía le queda mucho por crecer, según dice el director del centro. Debo decir que el hombre tiene mucha experiencia con niños y jóvenes y sabe lo que dice, así que te encontrarás con un gigante cuando lo veas. Cuando se pone el traje de remo se puede observar que tiene un muy buen físico que no termina en los muslos, como pasa con los blancos. Los músculos de sus pantorrillas son puramente chinos, macizos. Resultado: es un campeón en las carreras y rema como los dioses. El críquet es su pasión, lanza tan bien como batea. Espera integrarse al equipo de remo de Cambridge cuando vaya o, al menos, jugar al críquet para su colegio. El colegio será seguramente Caius, que acepta extranjeros. Como habrás notado con todo esto, él está ansioso por empezar en octubre del año próximo. Estoy investigando el sistema de poder de Cambridge para ver si puedo hacer algo que le facilite el camino, porque a pesar de su acento, no es un caballero inglés. Los dos muchachos persas también eligieron Cambridge. Se apoyan bastante en Lee, al igual que muchos otros estudiantes de Proctor. Tu hijo tiene una cualidad que yo llamo fuerza constante».
Ruby tomó la carta nuevamente de manos de Elizabeth y le dio, llena de orgullo, la fotografía.
—Finalmente, te presento a Lee —dijo.
La fotografía mostraba a Lee sentado en una silla con una pierna cruzada sobre la otra. Elizabeth la estudió con detenimiento, tratando de no dejarse influenciar por el evidente orgullo de Ruby ni por la tendencia, algo sorprendente, de Alexander a la exageración. Tenía que admitir que nunca había visto un muchacho tan bien parecido, ni tan exótico. Ni siquiera Sung, a quien Lee se parecía bastante, poseía tan finas facciones. Pero también tenía algo de Ruby. Lee miraba a la cámara con una ligera sonrisa que dejaba entrever los hoyuelos de Ruby, y los ojos caucásicos del muchacho eran, obviamente, claros. Lo más importante era que demostraban una gran inteligencia.
—Es extraordinario —dijo devolviéndole la fotografía—. ¿Tiene los ojos verdes como los tuyos?
—No son del mismo verde, pero son igual de verdes. ¿Tiene sentido lo que acabo de decir?
—Oh, sí. Tiene el pelo peinado hacia atrás como si se hubiera puesto mucho macasar; seguramente necesitará colocar antimacasares en los respaldos de los sillones.
—No, no se aplica macasar. Tiene una coleta.
—¿Una coleta?
—Sí. Sung quiso que la llevara.
—Así que ya han pasado ocho años y sólo faltan cuatro para que lo veas.
Sólo cuatro años, pensaba Ruby mientras volvía a Kinross en el funicular. Una eternidad para agregar a la eternidad que ya había pasado. Nunca escuché su cambio de voz, no vi aparecer los primeros pelillos de su barba ni experimenté ese momento apasionante y conmovedor en que el hijo de una mujer excluye repentinamente a su madre de su mundo adulto. Cada una de las cartas que me escribió está atada con una cinta verde jade y guardada en un cofre del mismo color. Conozco cada palabra de memoria y, sin embargo, cuando vuelva a mí será como un desconocido. ¿Cómo podía decir a Elizabeth que casi no lo reconozco en la fotografía? ¿Qué lloré durante horas lamentando mi pérdida y la de él? Lo único que me consuela es que, en la fotografía, su mirada es serena, tranquila, sin rastros de dolor o de inseguridad. Seguramente, una vez que superó el trauma inicial de la partida, su vida en Proctor debe de haber sido fascinante y productiva. No puedo pedir nada más, excepto esperar que cuando elija a su pareja lo haga por las razones correctas. Alexander ansía que la elegida sea su Nell, pero yo dudo que sea el tipo de mujer que él encuentre atractiva. A los cinco años ya es enérgica y sensata, tiene una personalidad muy independiente. Bueno, Elizabeth tuvo que dedicar su tiempo a ocuparse de Anna, así que Nell hubo de arreglárselas por su cuenta. Es muy parecida a Alexander y, aunque Lee lo adora, me resulta difícil imaginar que pueda estimar tanto a Nell. De todas formas, son todas preguntas para resolver en el futuro. Todavía faltan cuatro años para que vea realmente qué clase de hombre es mi hijo. Cuando Lee vuelva tendrá veintiún años y será dueño de sus actos. Mi niñito será mayor de edad y le transferiré todas sus acciones de Empresas Apocalipsis. Se sentará con los otros socios como si fuera un extraño para mí.
Quizá porque todas estas cavilaciones le resultaban muy dolorosas Ruby desvió su atención hacia la ciudad de Kinross. ¡Qué cambiada estaba! Todo lo feo había desaparecido, reemplazado por caminos pavimentados, bordillos y alcantarillas, calles de tres vías, algunos elegantes edificios de ladrillos entre los que se encontraban el hotel Kinross y la iglesia de Saint Andrew. En uno de los lados de la plaza Kinross, que ahora era un vergel de flores y plantas bien cuidado, se estaba construyendo una nueva estructura: el magnífico teatro de ópera de Alexander. ¿Por qué sólo Gulgong podía tener un teatro de ópera? ¿Por qué Bathurst había de contar con tres teatros y Kinross con ninguno? Todas las casas eran de madera. El último exponente de adobe y cañas había sido derribado cuando la escuela se había instalado en un edificio de ladrillos mucho más grande e imponente. Hasta el hospital era respetable. El río corría terraplenes de hormigón equipados con bancos de parque, árboles y faroles ornamentales a gas, aunque, desgraciadamente, el agua seguía tan sucia como de costumbre.
Porque, entre el pueblo y la base de la montaña, había una industria con vías, máquinas, motores, la planta de refinería, docenas de depósitos de hierro acanalado y chimeneas humeantes. El oro continuaba saliendo en las mismas cantidades, pero a las estructuras complementarias se habían incorporado una fábrica de gas, una de dínamos y una unidad de refrigeración. Ahora, Kinross exportaba leche fresca y carne desde Bathurst y pescado y frutas de Sydney.
¿Qué habría sido de aquella colonia sin personas como Alexander y Sam Mort, el rey del frigorífico? En Inglaterra probablemente se hubieran estancado, pero aquí, en Nueva Gales del Sur, habían afrontado proyectos importantes y habían progresado. Me pregunto qué dirían mi abuelo Richard Morgan y mi madre, ambos convictos, si vieran en qué se ha convertido el sitio al que los mandaron como castigo. Y mírenme a mí, Ruby Costevan: primero amante de un viejo, después madama y ahora, socia de una empresa. Los hombres no lo pueden evitar: cuando tocan una cosa la cambian para siempre. Especialmente, Alexander Kinross y Samuel Mort. Eso pensaba Ruby mientras volvía a su distinguido hotel.
El tiempo transcurría. En el ámbito público la situación era bastante desalentadora por culpa de los errores de los políticos. Los habitantes de Kinross, descendientes de irlandeses, se indignaron cuando, en su discurso a los miembros del Parlamento, el primer ministro sir Henry Parkes aseguró que era necesario restringir la inmigración irlandesa para preservar el verdadero sentimiento británico en la colonia y consolidar el dominio de las religiones protestantes. Era su deseo, expresó, asegurar la enseñanza y la influencia de la ética protestante, por lo tanto, no era posible extender los beneficios a irlandeses y católicos que pudieran alterar el statu quo, que ya era demasiado irlandés y católico. Una afirmación estúpida que solamente logró abrir más la creciente brecha entre los irlandeses católicos y sus primos protestantes provenientes de otras partes de las islas británicas. También contribuyó a exacerbar las diferencias entre la clase trabajadora y las clases superiores, porque los irlandeses y los católicos eran más numerosos entre la primera de éstas. Por otra parte, también corrían rumores acerca de las «hordas de mongoles y tártaros», que ni siquiera eran cristianos de ningún tipo. Pero el hecho de que el fanatismo y la intolerancia provinieran de personas tan respetadas como los primeros ministros de los diferentes estados, simplemente reflejaba cuan generalizados estaban esos sentimientos retrógrados y cuan indiferentes eran los políticos a lograr la unión en lugar de la separación del pueblo.
En enero de 1881, se llevó a cabo una conferencia intercolonial en Sydney para discutir la restricción de la inmigración china. La conferencia presentó un documento al gobierno británico en el que expresaban su desacuerdo con el hecho de que las colonias australianas tuvieran que seguir la política británica respecto de China, que era conciliatoria. También protestaba contra la decisión del gobierno de Australia Oeste de asistir a los inmigrantes chinos que estuvieran dispuestos a trabajar la tierra o como empleados domésticos.
Sung se unió a varios otros destacados hombres de negocios chinos en representación de los intereses chinos y llamó la atención de la conferencia colonial acerca de lo estúpido que era suscitar el antagonismo de un país con tantos millones de habitantes que estaban tan cerca de un territorio vasto y ampliamente despoblado.
—… Si reemplazan la violencia arbitraria, el odio y los celos, por la justicia, la legalidad y los derechos, puede ser que logren llevar a cabo sus proyectos. También es posible que el ejercicio de la violencia extrema y el peso de los números superiores produzca un mal mayor. Pero vuestra reputación entre las naciones de la Tierra quedará irremediablemente manchada y degradada, y la bandera de la cual estáis tan orgullosos no será ya el estandarte de la libertad y la esperanza para los oprimidos, sino que se asociará a episodios de falsedad y traición.
Efectivamente, esta nueva década que Alexander había esperado tanto había comenzado con un clima de amargura y resentimiento entre los diferentes grupos de la comunidad australiana. Las mujeres comenzaron a quejarse de que se las trataba de manera bastante injusta en materia de educación, con tanta vehemencia que la Universidad de Sydney decidió permitir el ingreso de las mujeres a todas sus facultades, excepto a la de Medicina, por supuesto. La idea de que una médica calificada pudiera inspeccionar, manipular y examinar el pene y el escroto de un hombre era aterradora.
La mayoría de los habitantes de Kinross leían los diarios (que ahora incluían también el Daily Telegraph y una revista semanal de opinión, el Bulletin), así que todos estos acontecimientos y opiniones fueron entendidos y analizados. Sin embargo, para Ruby y para los dueños de las cantinas, los malditos puritanos estaban ganando demasiado poder en el Parlamento. Se había aprobado una ley que obligaba a los hoteles y a los bares a cerrar a las once de la noche de lunes a sábado y todo el día los domingos, y Ruby, al igual que muchos de sus aliados a lo largo del país, informó a los de la Comisión Reguladora del Alcohol de que, como las licencias emitidas bajo la antigua ley caducaban en junio de 1882, mantendrían el viejo horario hasta esa fecha. ¡Qué se fastidiasen!
Para Elizabeth, el tiempo era más que nada una cuestión de cumpleaños. Nell había cumplido seis años el primer día de 1882, y Anna cumplía cinco el 6 de abril. Era como estar en medio de una extraordinaria obra ideada por el irreverente y realista teatro cómico del siglo XVIII, sólo que no era graciosa. Nell había adquirido un vocabulario polisilábico y empezaba a comprender algunas cosas de trigonometría y álgebra; en cambio Anna todavía no había aprendido a caminar y las únicas palabras que decía seguían siendo «mamá», «Jade», «Nell» y «Dolly». Sin embargo, Anna estaba guardando una sorpresa: el día de su quinto cumpleaños atravesó gateando su dormitorio, riendo y chillando, incitada por Jade.
Elizabeth cumplía con su deber incansablemente, pero no lograba que le gustara. A Jade, en cambio, no le molestaba en lo más mínimo, así que Elizabeth empezó a pensar que había algo que no funcionaba bien en ella, que era la madre de la niña. Sabía que Anna era lo único que la ataba para siempre a ser la mujer de Alexander Kinross. Durante aquellas interminables semanas que había pasado en la cama, antes del nacimiento de Anna, se le había ocurrido pensar que si ahorraba las generosas cantidades que Alexander le daba cada mes, algún día podría abandonarlo, desaparecer, volver a Escocia y vivir en una casa de campo como una señorita respetable. Sus hijas, había pensado, sobrevivirían perfectamente sin ella; Nell ya lo estaba haciendo. Pero luego observó bien a Anna y comprendió cuál era su futuro. ¿Cómo podría dejar a esa pobre e indefensa criatura que estaba destinada a ser una carga de por vida? No podía. Simplemente, no podía. Eso significaba que amaba a Anna, aun cuando odiara tener que cuidarla.
¡Qué inútil era acuclillarse en una silla de juguete a la altura de Anna repitiendo las mismas palabras una y otra vez; palabras como «pipí», «caca» o «ñam-ñam»! A veces sentía que se iba a volver loca de lo inútil que le parecía todo. Sin embargo, la asombrosa practicidad de Ruby armonizaba tan bien con los niños retrasados como con las locuras monumentales de los hombres. A Ruby no se le movía ni un cabello cuando Anna babeaba o vomitaba sobre sus vestidos caros o los ensuciaba con sus heces en un éxtasis de felicidad. En cambio, cuando Anna hacía esas cosas delante de Elizabeth, ella tenía que marcharse enseguida de la habitación de la niña, tratando de controlar las náuseas y la revulsión más profunda. Y, por cómo era Elizabeth, se decía a sí misma que estaba actuando de forma poco educada y humana, y que su estómago revuelto y su profundo disgusto eran la prueba de que, si bien amaba a Anna, su amor no era suficiente para soportar los horrores de cuidar a una niña deficiente.
Una vez Alexander me dijo que yo era buena, pero no lo soy, se castigaba a sí misma. Soy la peor mujer del mundo, soy una madre antinatural. Se supone que las madres son capaces de sobrellevar todo; sin embargo, yo no doy abasto con ninguna de mis dos hijas. Anna es un bulto que gatea, y Nell es un ser aterradoramente superior con el cual no tengo ningún tipo de comunión. Si das una muñeca a Nell, ella la opera: coge un cuchillo afilado, le hace un tajo en el medio y le saca el relleno pronunciando frases memorizadas sobre el estado de sus vísceras. Después se va y fabrica para ella órganos cuidadosamente pintados, que copia de ese asqueroso atlas de anatomía del que Alexander no se quiere deshacer porque tiene grabados de ese tal Durero, quien quiera que sea. Y si no está haciendo eso, salta de la cama a media noche y se va a la terraza para, con el telescopio que Alexander le regaló, mirar la Luna o delirar acerca de los anillos de no sé qué. He dado a luz a una pequeña copia de Alexander y a una calabaza, y no logro que me guste cuidar a ninguna de las dos. Las amo, simplemente, porque las llevé dentro de mí, porque son parte de mí.
Con respecto a Anna, quién sabe qué piensa, si es que realmente piensa, aunque Jade jura que sí. Sin embargo, Nell es tan monstruo como Anna. Es imperiosa, inquieta, arrogante, determinada, insaciablemente curiosa, intrépida. Aunque tenga los ojos azules y no negros, cuando me mira debajo de esas cejas puntiagudas, siento que es Alexander el que me observa. Tiene seis años y considera que su madre se halla sólo algunos escalones más arriba que Anna con respecto a la inteligencia. Odia que la mimen o la besen, y rechaza con desdén las actividades femeninas. La caja de la ropa que ya no uso que le regalé en su último cumpleaños para que jugara a disfrazarse se quedó sin abrir. ¡Oh, menuda mirada sarcástica la que me lanzó por haberle dado lo que cualquier otra niña de su edad hubiera considerado un cofre del tesoro! Como si dijera: ¿Por quién me has tomado, mamá, por una idiota como Anna?
Amo a mis dos hijas, pero no logro que me agraden: una porque tiene una mente formidable y la otra porque sus hábitos me repugnan.
¡Ay, Dios mío, dime en qué me estoy equivocando! ¿Qué es lo que debería hacer y no estoy haciendo?, se culpó Elizabeth.
Cuando mencionó algunas de estas cosas a Ruby, ella emitió un resoplido burlón.
—Honestamente, Elizabeth, creo que estás siendo demasiado dura contigo. Hay personas, como yo, que tienen estómagos fuertes y no les molesta la suciedad y las asquerosidades, probablemente porque nacieron en lugares rodeados de porquería y de cosas repulsivas. Supongo que tú habrás crecido en una de esas inmaculadas casas escocesas, donde todo está barrido, lavado y limpio; sin nadie al lado que vomitara por haber tomado demasiado alcohol, o que se cagara encima de lo borracho que estaba, o que dejara sin lavar los platos hasta que se llenaban de moho, o que soportara que la basura se pudriera dentro de la casa. ¡Por Dios, Elizabeth, yo crecí en una cloaca! Además, si tu estómago es débil, es débil. No puedes controlarlo, gatita, aunque te esfuerces. Con respecto a Nell, estoy de acuerdo contigo, es una especie de monstruo. Nunca será una persona predecible, es más probable que sea del tipo de personas que descoloca a la gente. Tú sufres porque tuviste poca educación y Alexander te lo hizo sentir. Yo tampoco tuve educación pero cuando lo conocí, no era una niña inmadura de dieciséis años. Anímate y deja de hacerte reproches. Es mucho más importante que ames a tus hijas y no que simplemente te gusten.
Es necesario que llueva, pensó Elizabeth una mañana de mayo de 1882, cuando cabalgaba sobre Crystal para recorrer los cinco kilómetros que separaban la casa de La Laguna. La Laguna me mantiene cuerda. Sin ella, estaría encerrada, parloteando, en un sitio que me llevó a la sumisión. De todos modos, si así fuera no me enteraría de nada y eso da una cierta tranquilidad ¡Autocompasión, Elizabeth! El peor de todos los crímenes porque lleva al delirio, los daños imaginarios y la pérdida de contacto con los sentimientos de los demás. Todo lo que eres y todo lo que te sucede es culpa tuya. Podrías haberle dicho «No» a tu padre. ¿Qué hubiera hecho él, además de pegarte y mandarte a ver al doctor Murray? Podrías haberle dicho que no a Alexander. ¿Qué hubiera hecho, aparte de devolverte a tu casa deshonrada? Ruby tiene razón, pienso demasiado en mí y en mis errores. Debo pensar en La Laguna, me ayuda a olvidar.
Cabalgó con la yegua siguiendo las viejas huellas, que ya estaban tan marcadas que cualquiera que hubiera querido o que hubiera tenido autorización habría podido seguirla. Sin embargo, jamás se le había cruzado por la mente que alguna otra persona además de ella pudiera acercarse a La Laguna.
Hasta que, un par de kilómetros antes de llegar, Elizabeth escuchó el sonido de una risa masculina alegre y despreocupada. Su reacción no fue de miedo, pero de todos modos detuvo la marcha de su yegua. Se apeó de Crystal, la amarró a la rama de un árbol, acarició su blanco pelaje y caminó lentamente hacia La Laguna. Estaba irritada. ¿Cómo se atrevía aquel tipo a entrar en la propiedad privada de los Kinross? Elizabeth no tenía miedo, pero de todas formas era prudente: debía ver primero quién era el intruso. Si, por ejemplo, algún grupo de forajidos hubiera descubierto el sitio, ella cubriría sus huellas y regresaría a caballo a la casa, donde utilizaría el nuevo juguete que Alexander había instalado antes de marcharse: un teléfono conectado con la comisaría de Kinross y con la casa de Summers. La otra posibilidad era que se tratase de un grupo de nativos, pero ellos muy rara vez se acercaban a las poblaciones blancas en esta zona y le tenían miedo a la mina. Había tantas hectáreas de bosques deshabitados que aquellas personas, escasas en número, preferían salvaguardar su identidad tribal evitando la corrupción del hombre blanco.
No había caballos atados en las cercanías, ni señales de forajidos o nativos. Sólo un hombre de espaldas a ella, de pie sobre una roca que se proyectaba sobre La Laguna como un omóplato desnudo. Se quedó sin aliento, disminuyó la velocidad y se detuvo. Estaba desnudo, la luz recorría su piel dorada y una coleta de pelo negro lacio bajaba por su espalda hasta su cintura. ¿Un chino? Entonces, él se volvió en su dirección, alzó los brazos por encima de su cabeza, se zambulló haciendo un movimiento confuso y desapareció debajo de la superficie del agua casi sin salpicar. Mientras nadaba de un lado a otro, ella trató de prestar atención a su cara y lo reconoció como si fuera su propia imagen en el espejo. ¡Lee Costevan! Lee Costevan había vuelto. Se le aflojaron las rodillas y se desplomó sobre un montículo de tierra que había en el suelo. Después se dio cuenta de que cuando saliera para tomar aire, la vería. ¡Qué encuentro! ¡Qué vergüenza para los dos! ¿Qué podía decir? Gateando, se escondió entre la maleza, justo a tiempo.
Era casi doloroso presenciar el placer que el muchacho sentía cuando se impulsaba fuera del agua en un salto tan alto y potente como el de cualquiera de los peces que vivían allí. Después, sacudiéndose el cabello empapado de la cara, se subió sin esfuerzo a la roca, miró a su alrededor fascinado y se acostó a tomar sol. Elizabeth se quedó donde estaba, inmóvil como un lagarto, hasta que él decidió volver a meterse en La Laguna. Entonces, ella se marchó arrastrándose.
Nunca supo cómo había hecho para regresar cabalgando a su casa. Sus ojos, su mente y su alma estaban poseídas por el recuerdo de ese hermoso y maravilloso cuerpo sin defectos; sus músculos bien formados bajo la suave piel; su rostro absorto, congelado en una expresión de placer supremo. Siempre había deseado con todas sus fuerzas la libertad, pero nunca la había encontrado personificada en un ser humano; hasta ahora. Aquel momento sería inolvidable, una verdadera revelación. Lee Costevan había vuelto a casa.