5. Maternidad

El especialista en obstetricia llegado de Sydney revisó minuciosamente a Elizabeth. Después, hizo llamar a Alexander.

—Es importante que los dos me escuchen con atención —comenzó con tono serio pero no demasiado solemne—. Usted sufre de preeclampsia, una enfermedad muy peligrosa, señora Kinross.

—¿Muy peligrosa? —preguntó Alexander alarmado.

—Sí, no hay motivo para restarle importancia delante de mi paciente ni de su marido —respondió sir Edward Wyler bruscamente—. De haber podido traer conmigo el instrumental más preciso que poseo, estaría aún más seguro. Por ejemplo, sería útil verificar la velocidad con que fluye su sangre con mi reómetro, señora Kinross. Sin embargo, puedo afirmar que su dolencia podría desembocar en una eclampsia en toda regla, que por lo general es fatal. —El médico observó que la paciente había asimilado la información sin cambiar de expresión. Los ojos de su marido, en cambio, estaban llenos de horror—. Hasta donde sabemos —continuó—, la eclampsia es un trastorno en los riñones que aparece solamente durante el embarazo, por lo general en madres primerizas.

—Exactamente, ¿cuál es la función de los riñones? —preguntó Alexander, pálido.

—Filtran los fluidos corporales y desechan los elementos tóxicos a través de la orina. Por lo tanto, se deduce que no hay armonía entre la señora Kinross y el bebé que está en su vientre. Probablemente, no logra eliminar los residuos nocivos del niño que, como consecuencia, la están intoxicando a ella.

—¿Cómo es una verdadera eclampsia? —preguntó Alexander paseándose en actitud nerviosa por la habitación—. ¿Cómo podemos darnos cuenta de que se está desarrollando?

—Oh, lo notará, señor. Comienza con agudos dolores de cabeza y de vientre, náuseas y vómitos. Después siguen fuertes convulsiones que, si no se detienen, pueden hacer que la paciente entre en un coma del cual le es prácticamente imposible recuperarse.

—¡Pero Elizabeth sólo tiene los pies y las piernas hinchadas!

—No es lo que me dijo a mí, señor Kinross. Durante las últimas tres semanas, tuvo dolores de cabeza y de vientre, náuseas y vómitos. En el caso de su esposa, el edema, es decir, la hinchazón es hidrópica, no postural —afirmó sir Edward.

Elizabeth yacía acostada, con los ojos bien abiertos, escuchando la voz indiferente que le decía a Alexander que era muy probable que ella muriera. A una parte de ella no le importaba lo que estaban diciendo. La muerte era una solución posible a sus problemas. La parte que protestaba ante tal veredicto era la que deseaba con todas sus fuerzas dar a luz a un bebé sano para tener alguien a quien amar. ¿Qué hubiera sucedido si no le hubiera comentado a Ruby que tenía los pies y las piernas hinchadas? Cuando había consultado a la señora Summers, el ama de llaves, dos semanas antes, ella le había asegurado que todo estaba bien, que no debía preocuparse por un poco de hinchazón. Sin embargo, ella era estéril. ¿Acaso la señora Summers sentía tanta envidia de ella para desearle la muerte?

—¿Qué debo hacer, sir Edward? —preguntó Elizabeth.

—En primer lugar, reposo absoluto en la cama, señora Kinross. Recuéstese lo más que pueda sobre el lado izquierdo, eso ayuda al corazón y a los riñones.

—Reducir la cantidad de líquido que bebe —interrumpió Alexander.

—¡No, no! —exclamó sir Edward—. Todo lo contrario, es de vital importancia hacer que los riñones funcionen constantemente, es decir, que consuma mucha agua pura y que orine cuanto pueda. Le practicaré una sangría para disminuir el volumen de sangre con el que trabaja su sistema circulatorio. Medio litro hoy, y después, unos doscientos centímetros cúbicos por semana. Si logramos que llegue al parto sin convulsiones previas, es muy probable que sobreviva. —Sir Edward se volvió hacia la cama—. Yo diría que está en la semana número treinta. Faltan todavía diez semanas más. Es absolutamente necesario que no se mueva de la cama. Para lo único que se puede levantar es para mover el vientre; para orinar, use el orinal. Coma muchos vegetales, fruta y pan negro, y beba grandes cantidades de agua. Enviaré una enfermera de Sydney para que enseñe a algunas mujeres de aquí a ocuparse de usted.

—La señora Summers sería ideal —dijo Alexander rápidamente.

—¡No! —exclamó Elizabeth, sentándose de golpe—. ¡Alexander, te ruego que no! La señora Summers no, por favor. Ya tiene demasiadas cosas que hacer. Preferiría a Jade, a Pearl o a Silken Flower.

—Son niñas tontas, no mujeres maduras —objetó Alexander.

—Yo también soy una niña tonta. ¡Compláceme, por favor!

Preocupado, Alexander acompañó a sir Edward.

—Si mi esposa tuviera eclampsia, ¿qué pasaría con el bebé? ¿Tendría alguna posibilidad de sobrevivir?

—Si el embarazo llega a término y después entra en un estado epiléptico que desemboca en un coma irreversible, se podría practicar una cesárea para extraer al bebé antes de que ella muera. Eso no garantiza que sobreviva, pero es lo único que podemos hacer.

—¿No se puede hacer eso mientras ella todavía tiene posibilidades de vivir?

—Ninguna mujer ha sobrevivido jamás a una cesárea, señor Kinross.

—La madre de Julio César, sí —dijo Alexander.

—No lo creo. Ella vivió hasta los setenta años.

—Entonces ¿por qué se llama cesárea?

—Hubo muchos cesares después de Julio —dijo sir Edward—, así que, tal vez, fue otro el que nació de esa manera. Uno cuya madre murió en el parto, porque la madre muere, tiene que morir.

—¿Usted regresará para el parto?

—Lamentablemente no podré. Ya me resultó bastante complicado organizar este viaje; tengo demasiados pacientes.

—El bebé nacerá cerca de fin de año. ¿Por qué no viene para Navidad y se queda hasta que nazca? Traiga a su esposa, a sus hijos, a quien quiera. Imagínese que está de vacaciones en un ambiente agradable y fresco, aquí arriba no tenemos la humedad y el calor asfixiantes de Sydney, sir Edward —dijo Alexander tratando de convencerlo.

—No, señor Kinross. No, puedo, de verdad.

Sin embargo, antes de subir al tren sir Edward Wyler había accedido a volver después de Navidad. El precio que habían acordado por sus servicios era uno de los dos iconos bizantinos de Alexander, un curioso objeto de arte, no un honorario. Sir Edward coleccionaba iconos.

Alexander no podía mirar a los ojos a Elizabeth; no podía enfrentarse a esa cara pequeña y dulce, tan joven, tan vulnerable. Había cumplido diecisiete años el septiembre pasado y, aparentemente, no viviría para cumplir los dieciocho.

No había salido bien, reconoció en su fuero interno. Hay algo en mí que ella aborrece desde el principio. No, no, no es por ese estúpido asunto de la barba diabólica. ¿Qué es lo que hice mal? Fui amable y generoso con ella, le di un nivel de vida que jamás hubiera soñado tener en Escocia. Joyas, ropa, todas las comodidades, ningún tipo de tarea. Sin embargo, nunca llegué hasta lo más profundo de su ser, jamás logré que se produjera una chispa en las quietas aguas color zafiro de sus ojos, no sentí su corazón estremecerse con mis caricias, ni la escuché quedarse sin respiración. Es más difícil de aprehender que una quimera, su espíritu ya está en coma. Mi Elizabeth que no es mi Elizabeth. Y ahora esta enfermedad terrible e inesperada que amenaza a mi esposa y a mi hijo. No me queda más alternativa que confiar en sir Edward Wyler. ¿Cómo puedo estar seguro de que sabe lo que hace?

—¿Cómo puedo estar seguro? —dijo a Ruby llorando, afligido.

—No puedes —respondió ella secamente, restregándose los ojos—. ¡Qué calamidad! Te digo lo que haré yo, Alexander: le pediré al padre Flannery que diga una misa por ella, encenderé un kilo de velas por día y le conseguiré a la pobrecilla un ama de llaves decente.

Alexander quedó atónito y boquiabierto.

—¡Ruby Costevan! ¡No me digas que eres una papista!

Ella resopló con violencia.

—No, no soy nada, igual que tú. Pero te juro, Alexander, que esos católicos tienen una conexión directa con Dios cuando se trata de milagros. ¿Qué me dices de Lourdes?

Su profundo dolor no le permitía reír.

—Entonces es sólo superstición, ¿verdad? ¿O es que estuviste escuchando a muchos irlandeses borrachos en el bar?

—Más bien estuve escuchando a mi primo Isaac Robinson. A propósito, pregunté a sir Hercules si estaban emparentados y dijo que no, frunciendo el entrecejo como un gato. Algunos años con los franciscanos en China lo convirtieron a él en un papista, y nunca he conocido un grupo de personas de la Iglesia anglicana más puritanos que los Robinson.

—Estás tratando de levantarme el ánimo.

—Sííí —dijo desenvuelta—. Ahora márchate, Alexander, y ve a sacar una o dos toneladas más de oro. ¡Mantente ocupado, hombre!

Apenas él se hubo ido, Ruby se echó a llorar. De todas formas, se dijo a sí misma más tarde mientras se ponía el sombrero y los guantes, no veo qué mal puedan hacer un par de misas y unas cuantas velas. Se detuvo en la puerta con expresión reflexiva. Tal vez, pensó, debería obligar a Alexander a ceder a los presbiterianos algunas tierras en Kinross. ¿Por qué arriesgarse a ofender la concepción de Dios de alguien?

Al día siguiente fue a ver a Elizabeth en su lecho de enferma, llevando un enorme ramo de gladiolos, dragoncillos y consólidas reales del jardín de Theodora Jenkins.

El rostro de Elizabeth se iluminó.

—¡Oh, Ruby, cuánto me alegra verte! ¿Te explicó Alexander qué tengo?

—Por supuesto —replicó mientras entregaba las flores a la señora Summers, que las miró con desaprobación—. Toma, Maggie, ponlas en un florero y cambia esa cara, pareces una oruga.

—¿Una oruga? —preguntó Elizabeth mientras la señora Summers se retiraba caminando airosamente.

—En realidad iba a decir babosa, pero mejor dejarlo así. Tú tienes vivir con ella. Me aterroriza.

—No se lo permitas. Maggie Summers es desagradable pero no te haría nada malo, está demasiado sometida a su esposo, y él a Alexander.

—Está celosa del bebé.

—Eso es comprensible. —Ruby se sentó en una silla como una hermosísima ave que se posa en una alcándara y dedicó a Elizabeth una sonrisa. En sus mejillas se formaron hoyuelos, sus ojos brillaban—. Ahora, arriba, gatita, ¡basta de melancolía! He enviado algunos telegramas a Sydney para encargar libros que sé que te encantará leer, cuanto más picantes, mejor. Además traje una baraja para enseñarte a jugar al póquer y al rummy.

—No creo que los presbiterianos puedan jugar a cartas —dijo Elizabeth, provocativamente.

—Bueno, en este momento estoy tratando de estar en buenos términos con Dios, pero no soy tan santurrona para soportar esas estupideces —contestó Ruby de manera rotunda—. Alexander dice que tienes que quedarte en la cama durante diez semanas, bebiendo agua por un extremo y echándola por el otro, de modo que si jugar a cartas puede ayudar a pasar el tiempo, eso haremos.

—Primero hablemos —dijo Elizabeth abiertamente—. Quiero saber todo de ti. Jade dice que tienes un hijo.

—Lee. —La voz de Ruby se dulcificó, al igual que su rostro—. La luz de mi vida, Elizabeth. Mi gatito de jade. ¡Ay, cómo lo extraño!

—Tiene once años ahora, ¿no?

—Sí. No lo veo desde hace dos años y medio.

—¿Tienes una fotografía de él?

—No —respondió Ruby con aspereza—. Demasiada tortura. Sólo cierro los ojos y me lo imagino. ¡Es un muchacho muy hermoso! Y muy alegre.

—Jade dice que tiene una inteligencia extraordinaria.

—Aprende los idiomas repitiendo como un loro, pero, según Alexander, no está preparado para el bachillerato en estudios clásicos de Oxford, que era lo que yo quería. Parece que es más probable que estudie ciencias en Cambridge.

Elizabeth se dio cuenta de que este tema era muy doloroso para Ruby, así que cambió de estrategia.

—¿Quién es Honoria Brown? —preguntó.

Sorprendida, Ruby abrió desmesuradamente sus verdes ojos.

—¿Tú también? No tengo la menor idea de quién es. Sólo sé que Alexander la considera un dechado de todas las virtudes femeninas. Yo no soy nada comparada con Honoria Brown.

—La opinión que él me dio sobre ti es algo distinta. Dijo que te admiraba aún más que a Honoria Brown. ¿Estás segura de que no la conoces?

—Segurísima.

—¿Cómo podríamos averiguar quién es ella?

—Preguntándoselo a Alexander —dijo Ruby.

—No nos dirá una palabra, se hará el enigmático.

—¡Maldito bastardo reservado! —fue la respuesta de Ruby.

Las semanas pasaron a una velocidad sorprendente, gracias a Ruby, los libros, el póquer, y también a Constance Dewy, que se instaló allí las últimas cinco. La situación de Elizabeth era más o menos la misma. Estaba un tanto débil por las extracciones de sangre constantes, pero la hinchazón había disminuido un poco y los fuertes dolores abdominales y los vómitos habían desaparecido. La enfermera de Sydney era una discípula de Florence Nightingale, enérgica y práctica, que adiestró a las tres muchachas chinas como un jefe de brigada a su peor regimiento. Después, se marchó para informar a sir Edward de que la señora Kinross estaría casi tan bien cuidada en su casa como en Sydney.

Alexander fue el que más sufrió, alejado de la vida cotidiana de su esposa primero por Ruby y después por Ruby y Constance, que formaron una temible alianza. De todas formas, la compañía de las dos mujeres mantenía a Elizabeth de buen humor. Cada vez que pasaba por su habitación escuchaba las explosiones de risa que provenían del interior. En cambio él, se admitió a sí mismo hastiado, se escabullía como un perro aporreado que trata de evitar a su dueño. Su único consuelo era el trabajo. Finalmente habían, llegado los frenos neumáticos Westinghouse, así que tenía algo interesante para hacer: instalarlos.

—He descubierto —dijo a Charles Dewy— que cuando un hombre se casa, la tranquilidad mental y la libertad se esfuman.

—Bueno, viejo amigo —dijo Charles sin inmutarse—, ése es el precio que debemos pagar si queremos tener compañía durante nuestra vejez, y herederos que nos sucedan.

—En lo de la compañía estoy de acuerdo, pero tus únicas herederas as son mujeres.

—En realidad, me he dado cuenta de que las hijas no son una mala cosa. Se casan y, si nos guiamos por mis hijas, probablemente traigan a la familia hombres más idóneos de lo que cualquier hijo podría ser. No puedes prohibir a un hijo que pruebe el alcohol, que frecuente mujeres de mala vida y que apueste. Las mujeres, en cambio, están exentas de todas esas cosas y no les agrada que sus maridos tengan semejantes vicios. El prometido de Sophia es más refinado que un príncipe, y tiene grandes dotes para los negocios. El esposo de María maneja Dunleigh mejor que yo. Si Henrietta consigue un buen partido como sus hermanas, yo seré un tipo muy feliz.

Alexander frunció el entrecejo.

—Lo que dices está bien y es muy sensato, mi querido Charles, las hijas mujeres no pueden perpetuar el apellido de la familia.

—No veo por qué no —replicó Charles sorprendido—. Si el apellido es tan importante, no entiendo por qué no lo podría adoptar al menos uno de los yernos. No olvides que la cantidad de sangre de un hombre en su nieto es la misma en el caso de un hijo que en el de una hija: la mitad. No me digas que la idea de que Elizabeth podría darte hijas en lugar de hijos está empezando a dar vueltas por esa cabeza escocesa tuya…

—Hasta ahora nuestro matrimonio ha sido un desastre —admitió Alexander—, de modo que si el destino sigue siendo irónico, esa posibilidad puede convertirse en una realidad potencial.

—Eres un profeta apocalíptico.

—No, soy lo que dijiste antes, un escocés.

De todos modos, Charles tenía razón, pensó Alexander más tarde mientras trabajaba en la nave de la locomotora. Si Elizabeth tenía niñas, debería prepararlas para que eligieran maridos de primera que aceptaran cambiar su apellido por el de Kinross. Habría que enviarlas a la universidad, pero, al mismo tiempo, cuidar que la educación superior no las volviera varoniles.

Pum, pum, hacía su martillo. Alexander Kinross decidió que nada iba a poder derrotarlo, ni una esposa enferma de eclampsia que no lo amaba, ni un posible batallón de hijas y ningún hijo varón. Tenía objetivo en su vida que estaba luchando por conseguir y uno de sus aspectos principales era asegurarse de que el nombre que había elegido para sí mismo no desapareciera jamás.

Sir Edward Wyler y su esposa llegaron después de Navidad y se hospedaron en la Torre Norte, un apartamento que a lady Wyler le pareció fascinante. No sólo había logrado alejarse de Sydney en lo peor del verano sino que, además, un considerado Dios la había hecho aterrizar en un sitio en el que estaba rodeada de lujos que Sydney no podía ofrecerle. En su ciudad, los sirvientes eran insolentes, agresivos y hacían lo que les daba la gana. En cambio, la casa Kinross tenía sirvientes chinos excepcionalmente simpáticos y atentos que no eran para nada serviles. Se comportaban como empleados bien remunerados que disfrutaban de su trabajo.

Para Elizabeth, las fiestas no fueron más que una simple continuación de su reclusión en la cama. Se sentía tan pesada y soñolienta que hasta las bromas de Ruby habían perdido su encanto.

A pesar de que le dedicó una sonrisa, sir Edward no prestó demasiada atención a su paciente cuando entró seguido de Jade, Pearl y Silken Flower, cargadas de platos, frascos, jarras y tinajas. Se quitó la chaqueta, se puso un delantal blanco limpio y se lo arremangó dejando ala vista sus musculosos antebrazos. Después, se lavó minuciosamente las manos. Cuando hubo acomodado sus instrumentos a su gusto, cogió una silla y se sentó junto a la cama de Elizabeth.

—¿Cómo se encuentra, querida? —preguntó.

—No tan bien como antes de Navidad —respondió Elizabeth. Le agradaba su médico y además se fiaba de él—. Me duelen mucho la cabeza y el estómago. A veces vomito y veo puntos negros.

—Primero debo controlar cómo está el bebé, y después podremos hablar todo lo que quiera —dijo el médico dirigiéndose hacia los pies de la cama y haciendo señas a Jade y a Pearl para que corrieran la ropa de cama—. Soy un fiel discípulo de Lister —comentó mientras la revisaba con cuidado—, así que tendrá que disculparme por el fuerte olor a ácido fénico. Lo sentirá hasta después del parto.

Cuando finalizó se sentó nuevamente.

—La cabeza del bebé está en posición y creo que, en cualquier momento, puede romper aguas. —El tono de su voz se volvió más serio—. Elizabeth, le explicaré lo que pasaría si, llegado el momento, no estuviera en condiciones de hacer lo que le pido. Usted escuchó cuando indiqué a su marido que, si usted empezaba a tener convulsiones, probablemente no se recuperaría. En momentos así, por lo general, es el marido el encargado de tomar todas las decisiones; sin embargo, la experiencia me dice que, la mayoría de las veces, ellos no están en condiciones de hacerlo, a menos que yo pueda asegurarles que sus esposas desean que yo haga lo necesario —carraspeó—. Algunos artículos recientes aconsejan administrar sulfato de magnesio para tratar la eclampsia, pero debo advertirle que el tratamiento todavía no ha sido verificado por completo.

—¿Qué es el sulfato de magnesio? —preguntó ella.

—Una sal relativamente inofensiva.

—¿Administrar? ¿Qué quiere decir? ¿La tengo que beber?

—No, usted no estará en condiciones de tragar ningún líquido. La sal se administra a través de una inyección parenteral. Es decir, se introduce una jeringuilla con una aguja ahuecada y afilada en la cavidad abdominal. De este modo, el sulfato de magnesio se mezcla con los fluidos corporales y pasa rápidamente al torrente sanguíneo. Estoy seguro de que algún día las agujas ahuecadas serán lo suficientemente delgadas para inyectarlas en las venas —agregó con más deseos que esperanza—. Por supuesto, informaré de esto a su esposo, pero primero debo saber qué opina usted al respecto. La vida y el bebé que están en juego son suyos. También me doy cuenta de que su estado mental se está deteriorando y que está a punto de entrar en una fase de neurastenia. ¿Me autoriza a que le inyecte sulfato de magnesio, si es necesario?

—Sí —dijo Elizabeth sin dudarlo.

—Excelente, entonces esperaremos a ver qué sucede. —Le tomó la mano y se la oprimió con ternura—. Anímese, Elizabeth. El bebé parece fuerte, así que usted también tiene que serlo. Ahora, si se siente bien, le presentaré a mi esposa. Trabaja conmigo como matrona.

—¿Fue así como la conoció? —preguntó Elizabeth.

—Por supuesto. Los médicos, cuando son jóvenes, trabajan tanto en su profesión que rara vez tienen la oportunidad de conocer señoritas que no sean enfermeras o matronas. Yo soy muy afortunado —dijo sinceramente sir Edward—. Mi esposa es una excelente compañera, además de una profesional muy competente.

Alexander decidió esperar hasta el día siguiente para ver a Elizabeth. Había hablado largamente con sir Edward, quien le había aconsejado que esperara a que se le pasara el efecto del láudano y se despertara.

Cuando entró notó los cambios que se habían hecho en la habitación. Estaba casi irreconocible. Habían quitado los muebles que sobraban, y los que quedaban estaban envueltos en sábanas blancas. En una esquina había una impecable mampara blanca, Jade y Pearl llevaban guardapolvos blancos y una delicada nube de ácido fénico flotaba en el aire.

Qué cobarde soy, pensó mientras se acercaba a la cama. La estuve evitando cuanto pude durante estas diez semanas. La piel de Elizabeth tenía un tono amarillento, la parte blanca de los ojos que él veía estaba inyectada en sangre y, a pesar de que estaba recostada sobre el lado izquierdo, podía distinguir su voluminoso vientre bajo el delgado cobertor.

—¿Sir Edward te dijo…? —preguntó ella humedeciéndose los labios resecos.

—¿Sobre el hipotético tratamiento? Sí.

—Quiero que lo haga, Alexander, si es necesario. ¡Oh, estoy muy cansada!

—Estás atiborrada de láudano, es normal que estés así.

—No, no, ¡no me refiero a ese tipo de cansancio! —dijo, malhumorada—. Estoy cansada. ¡Estoy harta de estar en la cama, de recostarme del lado izquierdo, de beber litros y litros de agua, de sentirme descompuesta y desdichada todo el día, todos los días! ¡Es una tortura! ¿Por qué tenía que pasarme a mí? No hay antecedentes ni en la familia Drummond ni en la Murray.

—No es un problema hereditario, me dijo sir Edward, así que no puedes echarle la culpa a la familia por tu enfermedad —respondió Alexander con indiferencia—. El doctor dijo que tu bebé es sano y fuerte, pero lo que él quiere lograr es que tu ánimo mejore.

Las lágrimas le bañaron el rostro.

—Ofendí a Dios.

—¡Oh, Elizabeth qué disparate! —dijo bruscamente, sin pensar antes de hablar—. Sir Edward piensa que la causa de tu enfermedad puede ser el largo viaje en barco en condiciones no muy confortables, además del cambio radical de clima y de alimentación. ¿Por qué demonios culpas a Dios? ¡Es ilógico!

—No estoy echándole la culpa a Dios. La culpa es mía porque no fui honesta con Dios.

—Bueno —respondió Alexander con los dientes apretados—, tienes una noticia que te complacerá escuchar. Doné una generosa parcela, situada en el pueblo, y estoy construyendo en ella una iglesia presbiteriana. Así que puedes pasarte el resto de tu vida congraciándote con la idea de Dios de John Knox. ¿Te parece bien?

Se quedó boquiabierta.

—¡Alexander! ¿Por qué?

—¡Porque esa pesada de Ruby Costevan no me deja nunca en paz!

—Mi querida Ruby —balbuceó Elizabeth con una sonrisa tímida.

—¿Nunca se te ocurrió pensar que, quizá, Dios te atormenta porque está furioso por la amistad que tienes con Ruby?

Eso la hizo reír.

—No seas tonto —respondió.

Él se balanceó hacia un costado con la silla y se quedó mirando la ventana que daba al sur, hacia los jardines, y, más allá, al bosque. Apretó los puños. Sabía que no debía ser severo con ella, pero no podía evitarlo.

—No logro entenderte —dijo mirando el paisaje—. Tampoco sé qué buscas en un marido. De todas formas, acepto las limitaciones de este matrimonio, del mismo modo en que, aparentemente, tú aceptas la presencia de mi amante. Hasta puedo comprender por qué la aceptas: te quita de encima el peso de tener que someterte al contacto físico más de lo estrictamente necesario. Pero mírate, más enferma que un cachorro envenenado, ¡y sólo porque cumpliste con tus deberes conyugales! Debe de ser una reivindicación para ti, una prueba de que divertirte en la cama es pecado. ¡Por Dios, Elizabeth! ¡Tendrías que haber nacido católica! Así podrías haber ido a un convento y estarías a salvo. ¿Por qué te torturas tanto? Si aprendieras a gozar de tu vida no tendrías eclampsia, eso es lo que pienso.

No le dolía lo que escuchaba, porque sabía que esa amarga afrenta era producto de una angustia que ella no podía mitigar.

—Oh, Alexander, estamos condenados a fracasar —exclamó—. Yo no puedo amarte y tú estás empezando a odiarme.

—Tengo una buena razón. Tú rechazas cada uno de los intentos de acercamiento que hago.

—Sea como sea —dijo ella con firmeza—, ya indiqué a sir Edward que quiero que me administre las inyecciones si es necesario. ¿Estás de acuerdo?

—Sí, por supuesto que estoy de acuerdo —dijo volviéndose para mirarla.

—Sin embargo —continuó ella—, si yo muriera todos tus problemas se solucionarían. Aun cuando el bebé también muriera. De ese modo podrías conseguir una esposa con la que te llevaras mejor.

—Alexander Kinross no se rinde —exclamó—. Tú eres mi esposa y haré todo lo que pueda para asegurarme de que sobrevivas y sigas siendo mi esposa.

—¿Aunque nuestros hijos no vivan o yo no pueda tener otros?

—Sí.

Elizabeth empezó con las contracciones la noche de año nuevo. Su estado había empeorado. Tenía intensas jaquecas, mareos, vómitos y fuertes dolores en la parte superior del abdomen. Sin embargo, durante las primeras horas del parto su situación no empeoró. Después, cuando los ojos se le dieron la vuelta y su rostro empezó a contraerse, sir Edward tomó la jeringuilla que le ofreció su mujer y la insertó rápidamente en la pared abdominal, la retiró un poco para asegurarse de no estar punzando el intestino y le inyectó cinco gramos de sulfato de magnesio. Las convulsiones pasaron de la cara a los brazos y a las manos. Después, su cuerpo se tensó y comenzó a retorcerse violentamente. Le mantenían la boca abierta con una mordaza de madera y le habían amarrado las extremidades para evitar que se lastimara. Sin embargo, volvió en sí, con la cara morada y respirando con dificultad. Le administraron otra dosis para evitar que se produjera un segunda episodio. Mientras tanto, el bebé, ahora bajo la responsabilidad de lady Wyler, continuaba tratando de salir del vientre de la madre sin ningún tipo de ayuda por parte de ella. Aunque todavía no había entrado en coma, Elizabeth no era del todo consciente de los dolores del parto.

Ruby y Constance esperaban abajo, en el vestíbulo. Alexander se había encerrado en su biblioteca.

—Hay mucho silencio allí arriba —dijo Constance temblando—. No se oyen gritos ni lamentos.

—A lo mejor sir Edward le dio cloroformo —sugirió Ruby.

—Por lo que dice lady Wyler, no. Si Elizabeth tiene convulsiones ya tendrá suficientes problemas para respirar, de modo que el cloroformo sólo complicaría las cosas. —Constance extendió la mano para tomar las de Ruby—. No, yo creo que el silencio se debe a que nuestra querida pequeña tuvo algún ataque.

—¡Dios mío! ¿Por qué a ella?

—No lo sé —suspiró Constance.

Ruby miró el reloj de péndulo.

—Ya es más de media noche. El bebé nacerá el día de año nuevo.

—Entonces esperemos que mil ochocientos setenta y seis sea un año afortunado para Elizabeth.

La señora Summers entró con una bandeja con té y bocadillos. Tenía un rostro del todo inexpresivo que ni Ruby ni Constance lograban interpretar.

—Gracias, Maggie —dijo Ruby encendiendo un cigarro con la colilla de otro—. ¿Has escuchado algo?

—No, señora, nada.

—Tú no apruebas mi presencia aquí, ¿verdad?

—No, señora.

—Es una lástima, pero recuerda una cosa, Maggie: te estoy vigilando siempre, así que más vale que te portes bien.

La señora Summers se marchó confundida.

—Bueno, tú has provocado algunos problemas aquí, Ruby —dijo Constance irónicamente—. ¿No te parece increíble cómo la fortuna puede cambiar la posición social de una mujer?

—Es verdad. Ser una de las dueñas de Empresas Apocalipsis es mil veces mejor que mamarle la polla a alguno por debajo de la mesa por cinco miserables libras —admitió Ruby lanzando el humo del cigarrillo.

—¡Ruby!

—Sí, de acuerdo, me portaré bien —dijo Ruby frunciendo el entrecejo—. Pero sólo porque esa pobre chiquilla podría estar a punto de morir allí arriba, por lo que sabemos. No lo puedo evitar, me gusta dejar a las personas con la boca abierta.

Alexander deseaba desesperadamente estar arriba con Elizabeth, pero aceptaba el hecho de que los hombres no presenciaban este tipo de acontecimientos femeninos a menos que fueran médicos. Sir Edward le había prometido mantenerlo informado y lo estaba haciendo a través de Jade, que cada media hora corría escaleras abajo con los ojos llenos de terror y sufrimiento. De esta manera se enteró de que habían comenzado las convulsiones, que eran espaciadas, y que sir Edward esperaba que el bebé naciera de un momento a otro.

¿Era verdad lo que había dicho Elizabeth? ¿Qué estaba empezando a odiarla? Si en sus sentimientos había auténtico odio, entonces se había apoderado de él sin que se diera cuenta y existía porque no soportaba pensar que él, Alexander Kinross, fuera incapaz de resolver el problema que su esposa representaba.

Quince años. A los quince años me fui de casa y a partir de entonces logré todo lo que me propuse. Pronto cumpliré treinta y tres ya he hecho más de lo que la mayoría de los hombres ha logrado hacer cuando llega a los setenta. Mi voluntad es de acero y mi poder es inmenso. Puedo dominar a la mayoría de esos tontos de Sydney porque han apostado a la política y tienen un nivel de vida que no pueden mantener. Soy el principal accionista de la mina de oro más productiva de la historia humana, y mis otros negocios incluyen el carbón, el acero y los bienes raíces. Poseo una ciudad y un ferrocarril. Y sin embargo, no puedo lograr que una niña de diecisiete años entre en razón. No consigo agradarle, tanto menos llegar a su corazón. Cuando le regalo joyas, se siente mal. Si la toco, se paraliza. Cuando trato de entablar una conversación con ella, responde a mis preguntas pasivamente y no me incita a pensar en otra cosa que en su distante desinterés. Lo único que quiere es tener amigas mujeres. Se prendió de Ruby como una niña insaciable, y ése sí que es un bonito lío.

En eso pensaba Alexander cuando, poco después de las cuatro de la madrugada, apareció sir Edward en la puerta de la biblioteca. No llevaba chaqueta y todavía tenía la camisa arremangada, pero se había quitado el guardapolvo ensangrentado y sonreía.

—¡Felicidades, Alexander! —dijo dando un paso hacia delante con la mano extendida—. Tiene una hermosa niña de tres kilos y medio.

Una niña… Bueno, de todas formas, se lo esperaba.

—¿Y Elizabeth? —preguntó.

—La eclampsia se estabilizó, pero todavía hay que esperar una semana para estar seguros deque está fuera de peligro. Las convulsiones pueden reaparecer en cualquier momento, aunque, en mi opinión, el sulfato de magnesio hizo efecto —respondió sir Edward.

—¿Puedo subir?

—Estoy aquí para acompañarlo.

La habitación todavía apestaba a ácido fénico. No era un olor agradable pero, al menos, no evocaba el de la sangre o el de la putrefacción. Elizabeth estaba recostada en la cama, aseada y con ropa limpia. Su vientre se había deshinchado. Alexander se acercó cuidadosamente; nadie lo había preparado para hacer frente a ese momento. Ella tenía los ojos abiertos, la piel apagada por el agotamiento y las comisuras de los labios partidas y sangrantes.

—¿Elizabeth? —la llamó, inclinándose para besarle la mejilla.

—Alexander —respondió ella esbozando una sonrisa—. Tenemos una hija. Lamento que no sea un varón.

—¡Oh, no! ¡Yo no lo lamento! —dijo él con verdadera satisfacción—. Charles me estuvo hablando de las hijas mujeres. ¿Tú cómo estás?

—En realidad, me siento mucho mejor. Sir Edward dice que puedo tener más convulsiones, pero no lo creo.

Alexander le tomó una mano y la besó.

—Te amo, pequeña madre.

Sus ojos luminosos se apagaron.

—¿Qué nombre le pondremos?

—¿Cómo te gustaría llamarla?

—Eleanor.

—Cuando vaya a la escuela la llamarán Nell.

—Nell tampoco me desagrada, ¿y a ti?

—No, ambos son buenos nombres. Ni ridículos ni pretenciosos. ¿Puedo ver a mi hija?

Lady Wyler se acercó con una especie de paquete envuelto cuidadosamente y lo puso en los brazos de Elizabeth.

—Yo tampoco la he visto todavía —dijo Elizabeth aflojando las fajas—. ¡Oh, Alexander! ¡Es hermosa!

Tenía una espesa cabellera negra, los ojos algo desorientados por brillo de la lámpara a gas, la piel suave y oscura y la boca diminuta en forma de «O».

—Sí —dijo Alexander con un nudo en la garganta—. Es preciosa. Nuestra pequeña Eleanor. Eleanor Kinross. Suena bien.

—Será la niña de papá —dijo lady Wyler alegremente mientras se acercaba para recibir a Eleanor—. Siempre es así con la primera niña.

—Espero que así sea —respondió Alexander y se marchó.

Educación, educación… Primero una institutriz, después un tutor que prepararía a su hija para estudiar en la universidad. La educación es lo más importante.

No la enviaré a la escuela en Sydney, no me fío de ese lugar. Nell (sí, me gusta más que Eleanor) se quedará aquí bajo mi cuidado. No importa que Constance insista en decir que es necesario que las niñas se relacionen con otras niñas y que aprendan a ser graciosas y presumidas. Sí, el futuro de mi hija ya está planificado: educación universitaria en idiomas e historia, y después se casará con Lee Costevan. Si la suerte no me ha abandonado por completo, el próximo hijo que tenga Elizabeth será varón, pero es mejor que me asegure con Nell y Lee. Sus hijos llevarán mi sangre y la de Ruby. ¡Oh, qué maravillosa descendencia!

Sir Edward y lady Wyler se marcharon ocho días después del nacimiento de Eleanor. Elizabeth no había sufrido más ataques y se estaba recuperando rápidamente. El obstetra le había aconsejado que no tuviera relaciones sexuales durante seis meses; sin embargo, en su opinión, un segundo embarazo sería más llevadero. La eclampsia una enfermedad que se presenta en las madres primerizas.

Lo único que lo preocupaba era la nodriza que Elizabeth había escogido por no tener leche propia. Había elegido a una prima de Jade y Pearl, Butterfly Wing, que había perdido a su hijo más o menos las mismas fechas en que había nacido Eleanor. ¿Leche china?

—No sabe qué efecto puede tener en su hija —dijo con tono razonable—. Las razas humanas son muy distintas entre sí, de modo que es muy posible que la leche materna de una raza no sea apropiada para un bebé de otra. Por favor, le suplico señora Kinross, que trate de conseguir una nodriza blanca.

—Tonterías —exclamó Elizabeth más testaruda que cualquier escocés que se precie, o sea, verdaderamente testaruda—. La leche es leche. Si no, ¿cómo se explica que una gata pueda amamantar perritos y una perra, gatitos? He leído que en Norteamérica hay mujeres negras que amamantan a bebés blancos. Butterfly Wing tiene leche suficiente para alimentar mellizos, así que mi Eleanor tendrá todo lo que le hace falta.

—Haga lo que le parezca —dijo suspirando sir Edward.

»Son personas muy extrañas —comentó con su esposa cuando subían al tren para ir a Lithgow—. ¿No escucha Alexander Kinross a los políticos de los partidos? Robertson, Parkes, incluso esos groseros que tratan de ganarse el favor de la clase trabajadora se obstinan en demostrar que los chinos son un peligro para la sociedad y que hay que terminar con la inmigración china. Muchos quieren deportar a los chinos que ya están aquí. Sin embargo, Kinross ha construido su imperio utilizando a los chinos y su esposa quiere que una china amamante a su mi hija ¡Por Dios Santo! Si persisten en esa postura, tendrán problemas.

—No veo por qué —dijo lady Wyler serenamente—. Si Alexander explotara a sus chinos, estaría en una posición vulnerable. Pero no lo hace, así que no hay razón para meterse con él.

—Querida mía, algunos políticos no necesitan razones.

Eleanor crecía gracias a la leche china y se portaba muy bien. Al mes y medio de vida ya dormía toda la noche y a los tres meses podía mantenerse sentada.

—Una criatura muy precoz, ¿no es cierto, cariño? —susurró Ruby besando aquellas mejillas de ardilla—. El tesoro de la tía Ruby. ¡Ay, Elizabeth, me recuerda cuando mi gatito de jade era pequeño! Era adorable.

—Va a tener ojos azules —dijo Elizabeth sin sentir celos por lo que Eleanor había aceptado estar en brazos de Ruby—. No azul marino como los míos, ni azul claro como los de mi padre. Profundos pero vivaces. Aunque creo que el pelo seguirá siendo negro, ¿no?

—Sí —dijo Ruby alcanzando la niña a su madre—. Su piel será más oscura que la tuya, más parecida a la de Alexander. Excepto por los ojos, se parece más a él que a ti, con esa cara alargada.

Los ojos en discusión miraban fijamente a Ruby como si la conocieran, aunque se supone que los bebés de tres meses no son capaces de reconocer a las personas. Es como si la pequeña entendiera lo que estamos diciendo, pensó Ruby. Rebuscó en su bolso y sacó una carta.

—Recibí esta carta de Lee —dijo—. ¿Te gustaría que te la leyera, Elizabeth?

—Por favor —respondió Elizabeth jugando con los dedos de la niña.

Ruby carraspeó para aclarar la voz.

—No te aburriré con el primer párrafo, te leeré algunos fragmentos. El segundo párrafo dice: «Ahora estoy en la escuela superior y curso latín y griego. El señor Matthews, el director de la residencia, es un hombre decente que no es muy amigo de los castigos corporales. De todos modos, me da la impresión de que en Proctor los que aplican ese tipo de medidas no son muy bienvenidos porque todos los alumnos son extranjeros de posición elevada. ¿No te gusta esa frase? Me va mejor en matemáticas que en inglés, lo que quiere decir que tengo que esforzarme más con el inglés. El señor Matthews dice que ningún muchacho que esté bajo su cuidado será un idiota en literatura. Me puso en una clase especial de lectura de clásicos de la literatura inglesa, desde Shakespeare y Milton hasta Goldsmith, Richarson, Defoe y unos cien más. Dice que todavía no leo lo suficientemente rápido, pero que lo lograré. Confieso que la historia me gusta mucho más, salvo las interminables batallas inglesas como las de la guerra de las Dos Rosas. Por lo general son sólo cruzadas, combates y traiciones. En mi opinión, no son muy científicas. Yo prefiero a los griegos y a los romanos, que pelearon a las órdenes de generales mucho mejores y por causas mucho más nobles. Operaciones militares científicas».

—¿Cuántos años tiene? —preguntó Elizabeth sonriendo al escuchar el orgullo con que leía Ruby.

—En junio cumple doce —respondió Ruby con los ojos llorosos—. Para mí el tiempo se hace eterno, pero para él no, y eso es lo importante. ¿Sigo leyendo?

—Sí, por favor.

—«Enviaré esta carta desde la ciudad, así puedo escribir libremente. A nadie se le ocurriría censurar la correspondencia privada de alguien en Proctor, pero nunca estoy del todo seguro de que no abran y lean las cartas que se envían a través del correo de la escuela. Hay todo tipo de niños aquí y no todos son buenos estudiantes o personas respetables. Cuando estaba en la escuela primaria, aprendí que, a veces, los hijos de los marajás y los príncipes tienen tanta envidia de las posesiones de los otros que llegan hasta a robárselas, y también que son tan astutos para mentir como los ingleses. Así que es posible que los maestros abran y lean nuestras cartas, aunque sólo sea para controlar los tejemanejes entre los estudiantes. He apreciado mucho las cartas que me envió Alexander, porque están llenas de buenos consejos y sentido común».

—¿Alexander le escribe? —preguntó Elizabeth sorprendida.

—Más a menudo que yo. Es Alexander Kinross, propietario de la mina de oro más productiva del mundo. Irreprochable como correspondencia. No sé por qué, pero se encariñó mucho con Lee cuando conoció a mi gatito de jade Hill End.

—Continúa —pidió Elizabeth.

—«La vida en Proctor es más fácil con esto del oro. Puedo mirar a los ojos a cualquiera de los demás muchachos sin sentirme mal. Ahora puedo encargar mis trajes para la escuela en Savile Row como ellos o pagar mi billete cuando los maestros nos llevan a ver una obra de teatro o a la ópera en Londres. Mamá, me gustaría mucho tener una fotografía tuya ahora que puedes ponerte montones de joyas y verte como una verdadera princesa rusa. Y una fotografía de papá, por favor».

—Espero que lo hagas —dijo Elizabeth.

—Sí. Sung está bastante entusiasmado con la idea de posar con sus ropas más majestuosas para el próximo fotógrafo itinerante.

—Léeme más, Ruby. ¡Qué bien escribe Lee!

—«Me va tan bien en matemáticas, que me estoy preparando con los chicos que van a ir a Cambridge. El señor Matthews dice que tengo la capacidad matemática de Newton, pero me da la sensación de que sólo trata de convencerme de que siga una carrera universitaria. No tengo especial interés en ese campo. La mecánica me gusta mucho más. Quiero construir cosas de acero.

»Mis amigos siguen siendo Ali y Husain, los hijos del sah Nasru’d Din de Persia. La vida es bastante agitada por allí. Parece que siempre hay alguien que trata de asesinar al sah. Sin embargo, no creo que lo logren; está muy bien protegido. Además, el hecho de que los asesinos sean ejecutados en público funciona como factor disuasivo, según dicen Ali y Husain».

Ruby guardó la carta.

—Y eso es todo lo que podría interesarte, Elizabeth. El resto son cosas entre madre e hijo, y si las leo en voz alta me pongo a llorar. —Se atildó y llevó el brazo hacia la cabeza—. ¿Crees que podría pasar por una princesa rusa? Con un vestido nuevo de Sauvage, por supuesto, y diamantes y rubíes.

—Te prestaré esa ridícula tiara de diamantes que me trajo Alexander —dijo Elizabeth—. Por favor, Ruby ¡una tiara! ¿Dónde demonios quieres que me ponga una tiara?

—Cuando venga algún príncipe de la realeza a visitar las colonias —dijo Ruby con tono indiferente—. Seguramente invitarán a Alexander a lamer sus reales culos.

—¿De dónde sacas tus metáforas?

—De los bajos fondos en los que me crie, querida Elizabeth.

Elizabeth volvió a cumplir con sus deberes conyugales seis meses después del nacimiento de Eleanor, sin que ningún indicio demostrara que así lo deseaba. Lo que la desconcertaba era cómo lograba Alexander hacer lo que tenía que hacer, sabiendo muy bien que a ella sus demostraciones de afecto le resultaban desagradables. Siempre lo lograba, por poco placentero y falto de amor que fuera el ejercicio. Como intuía que si Alexander se enteraba de que había discutido estos temas con su amante se pondría furioso, decidió preguntarle a él mismo cómo lo lograba.

—Dices que yo soy fría y que no encuentras placer en hacerlo conmigo porque yo no siento nada. Sin embargo, vienes a mi cama y logras producir tu… tu semilla. ¿Cómo lo haces, Alexander?

Él se rio y se encogió de hombros.

—Los hombres somos así, querida. Si vemos a una mujer desnuda, reaccionamos.

—¿Y si la mujer desnuda tiene un cuerpo asquerosamente repulsivo?

—No sabría responderte, Elizabeth. Hasta ahora ninguna de las mujeres desnudas que he conocido tenía un cuerpo repulsivo o asqueroso. Uno habla de su propia experiencia —contestó Alexander.

—Nunca te puedo superar en una discusión.

—Entonces ¿por qué lo intentas?

—¡Porque eres demasiado complaciente!

—En realidad no lo soy. Tú me ves así por la relación que tenemos. Me retaste y yo acepté el desafío, Elizabeth. No fui yo el que quiso la guerra. Lo único que deseaba era una esposa que me amara. Nunca te he maltratado ni jamás lo haré, pero quiero tener hijos.

—¿Cuánto le pagaste a mi padre por mí?

—Cinco mil libras, más lo que haya sobrado de las mil que le di para tu viaje.

—Novecientas veinte libras.

Se inclinó para besarle la frente.

—¡Pobre Elizabeth! Entre tu padre, el viejo Murray y yo no has tenido suerte con los hombres. —Se sentó en la cama y cruzó las piernas como un bajá—. ¿A quién hubieras elegido si te hubieran dado la oportunidad?

—A nadie —murmuró—. Absolutamente a nadie. Prefiero ser una Theodora Jenkins que una Ruby.

—Eso sí que tiene sentido: la eterna virgen. —Extendió una mano—. Vamos, Elizabeth, admitamos que a ninguno de los dos nos gusta lo que hacernos en la cama y tratemos de llevarnos bien cuando no estamos en ella. No te he prohibido que te juntes con Ruby, ni con ninguna otra persona, en realidad. Sin embargo, he notado que desde que la Iglesia presbiteriana tiene su templo y su pastor, no has ido al culto ni una sola ¿Por qué?

—Me contagié de tu «ateísmo», como lo llama la señora Summers —respondió ignorando la mano de él—. Honestamente, no quiero ir más a la iglesia. ¿Para qué sirve? ¿Acaso educarás a Eleanor en la Iglesia presbiteriana, o en alguna otra?

—Por supuesto que no. Si está interesada en los temas espirituales, encontrará su propio camino hacia Dios. Si sale a mí, jamás lo hará. Pero no la someteré a los prejuicios, las hipocresías y los sectarismos de ninguna religión en concreto. He notado que desde que nació nuestra hija has empezado a leer los diarios de Sydney, así que te habrás dado cuenta de que esta colonia está sumida en el disenso religioso, como el resto de Australia. Bueno, puede ser que yo sea ateo, pero por lo menos me mantengo al margen de todo eso. Y Eleanor también lo hará. Me he propuesto que estudie filosofía, no teología. De esa forma, estará preparada intelectualmente para elegir por sí misma.

—Estoy de acuerdo —dijo Elizabeth.

—¿De verdad?

—Sí. He madurado lo suficiente para darme cuenta de que una educación abierta produce más libertad que una cerrada. Quiero que mi hija sea libre de los dogmas que me persiguieron a mí. Deseo que llegue a ser alguien, que pueda hablar de geología y de mecánica contigo, de literatura con poetas y escritores, de historia con verdaderos historiadores y de geografía con aquéllos que han viajado.

Alexander se echó a reír y la abrazó.

—¡Elizabeth, Elizabeth! ¡Nunca pensé que viviría para escucharte decir estas cosas!

Pero aquel abrazo rompió el clima del momento. Elizabeth retrocedió, volvió a su lado de la cama y fingió dormir.

El desarrollo precoz de Eleanor sugería que las esperanzas de sus padres tenían fundamento real. A los nueve meses comenzó a hablar coherentemente. Su padre estaba encantado y desde ese momento empezó a visitar la habitación del bebé durante el día cuando Nell estaba despierta y espabilada. Ella lo adoraba, se notaba en el modo en que extendía los brazos apenas entraba, en cómo se aferraba con fuerza a él cuando la alzaba y parloteaba en un modo ininteligible. Su característica más llamativa eran sus ojos grandes y bien abiertos de un profundo color azul aciano con los que lo miraba fija e intensamente. Su belleza infantil florecía ante la llegada de papá. Pronto, solía pensar, tendré que conseguirle un gato o un perrito; no quiero que mis hijos crezcan sin una mascota, como yo. Que aprenda que la muerte es parte de la vida viendo morir a un animalillo que ama. Prefiero eso a que lo descubra con el fallecimiento de alguno de sus padres.

Para desilusión de Jade, Butterfly Wing pasó de ser nodriza a niñera. Eleanor estaba muy apegada a ella y no quería separarse. En efecto en muchas ocasiones parecía que amaba más a Butterfly Wing y a su padre que a su propia madre, a quien no le estaba yendo muy bien con su nuevo embarazo. Así que era Butterfly la que llevaba a la niña al jardín, la desvestía para que tomara sus diez minutos diarios de sol, la ayudaba a caminar, la alimentaba, la bañaba y le daba hierbas medicinales para los dientes que le estaban saliendo y para los cólicos. Alexander estaba de acuerdo, encantado de que Eleanor fuera bilingüe. Butterfly Wing le hablaba en chino y él en inglés.

—Mamá está enferma —dijo la pequeña a Alexander a los doce meses de edad con el entrecejo fruncido.

—¿Quién te dijo eso, Nell?

—Nadie, papá, yo me doy cuenta.

—¿Ah sí? ¿Cómo?

—Tiene la piel bastante amarilla —dijo Nell con la madurez una niña de diez años—. Además, vomita mucho.

—Bueno, sí, tienes razón, está enferma, pero ya se le pasará. Está esperando un hermano o una hermana para ti.

—Oh, sí, ya sé eso —dijo la niña despectivamente—. Me lo dijo Butterfly Wing cuando estábamos recogiendo claveles.

Alexander estaba desconcertado por tanta precocidad, sobre todo porque había notado que a su hija le interesaban más las enfermedades que los juguetes. Sabía cuándo Maggie Summers tenía dolor de cabeza o si a Jade le dolía el brazo por aquella vieja fractura suya. Lo más inquietante era su observación acerca de las depresiones que sufría Pearl a intervalos regulares aunque, por supuesto, Nell no sabía nada de los efectos de las menstruaciones. ¿Hace cuánto tiempo, se preguntaba Alexander, nos estará observando esta pequeña criatura, analizándonos racionalmente tras esos hermosos ojos? ¿Cuánto es capaz de ver?

Sin dudas era cierto que Elizabeth estaba enferma. Como las náuseas matinales continuaban a pesar de que estaba en el sexto mes de embarazo, Alexander mandó a llamar a sir Edward Wyler.

—Por el momento —dijo el doctor Wyler— su condición es preeclámptica, pero creo que tendré que venir a verla el mes que viene. Siente que el bebé se mueve, lo cual es una buena señal en lo que respecta al niño, pero ella no está muy bien. No me gusta su color, sin embargo todavía no tiene las piernas y los pies hinchados. Puede ser que, simplemente, la señora Kinross no lleve bien los embarazos.

—La verdad es que no me tranquiliza demasiado, sir Edward —dijo Alexander—. Yo pensaba que Elizabeth no tendría una segunda eclampsia.

—Es bastante inusual, pero en estas circunstancias no sé. Hasta que no empiece con la hinchazón, es preferible que se mueva y ejercite sus brazos y piernas.

—Si logra que supere esto, le daré otro icono, sir Edward.

Cuando la hinchazón apareció, durante la semana vigésimo quinta de embarazo, Elizabeth se metió voluntariamente en la cama. Esta vez serían quince las semanas de reposo.

Oh, ¿me libraré alguna vez de esta cama? ¿Podré alguna vez hacer todo cuanto quiero hacer: tocar el piano, aprender a montar, aprender a conducir una calesa? Son otros quienes crían a mi hija, ya casi se han olvidado de que yo soy su madre, se dijo Elizabeth. Cuando viene caminando torpemente a verme es para preguntarme cómo me encuentro; quiere que le muestre los pies, que le diga cuántas veces vomité o si tengo dolor de cabeza. No sé de dónde saca ese interés por las enfermedades, pero me siento demasiado mal para ponerme a investigar lo que pasa por su mente. Es una pequeña tan dulce… Ruby insiste en que es igual a mí, pero yo creo que tiene la boca de Alexander: recta, firme y absolutamente resuelta. Ha heredado su inteligencia, su curiosidad. Yo quería que la conocieran como Eleanor, pero ella decidió que quiere que la llamen Nell. Supongo que para los chinos es mucho más fácil de pronunciar, pero sospecho que el que empezó con esto fue Alexander.

Al igual que en su primer embarazo, fue Ruby la que reconfortó a Elizabeth, la que pasó largas horas junto a su cama jugando a cartas con ella; leyéndole y conversando. Cuando Ruby no podía ir, Theodora Jenkins la reemplazaba. Su compañía era menos estimulante, aunque desde que había viajado a Londres y a Europa, Theodora tenía más temas de conversación que las flores de su jardín o la plaga de mariposa de la col que había atacado su huerta.

Todos se preocupaban constantemente por Elizabeth excepto la señora Summers, enigmática como siempre, inmune a las artes más seductoras de Nell. Elizabeth tenía la esperanza de que la señora Summers viera en Nell la hija que nunca había podido tener. Sin embargo, su comportamiento echaba por tierra cualquier expectativa de que así fuera. Maggie Summers retrocedía en lugar de avanzar. En cambio las cuatro mujeres chinas de las cuales Elizabeth dependía para todo jamás la abandonaban.

—Señorita Lizzy, tiene que tratar de comer —dijo Jade dándole un delicioso triángulo de gamba tostada.

—No puedo. Hoy no —respondió Elizabeth.

—Pero ¡tiene que comer señorita Lizzy! Está adelgazando mucho y eso no es bueno para el bebé. Chang le cocinará lo que usted quiera, sólo tiene que pedirlo.

—Flan —dijo Elizabeth que tampoco quería eso pero sabía que tenía que pedir algo comestible. Al menos era fácil de tragar y quizá hasta aguantara en su estómago. Huevos, leche, azúcar. Nutrición para una inválida postrada.

—¿Con nuez moscada por encima?

—Me da lo mismo. Sólo vete y déjame tranquila, Jade.

—Tengo miedo —dijo Alexander a Ruby— de que Nell se quede sin madre. —Su rostro se transformó, se le llenaron los ojos de lágrimas, apoyó la cabeza sobre el pecho de Ruby y lloró.

—Bueno, bueno… Ya, ya está —susurró meciéndolo hasta que si calmó—. Lo superarás, y Elizabeth también. Lo que me preocupa es que parece que no puede quedarse embarazada sin estar al borde de la muerte.

Se alejó, lo mortificaba mostrarse vulnerable. Se limpió la cara con la mano.

—Oh, Ruby, ¿qué puedo hacer?

—¿Cuáles son los últimos sabios consejos de sir Edward?

—Opina que si logra superar este embarazo no trate de volver a concebir.

—Yo acabo de decir lo mismo, ¿no? Dudo que la noticia le rompa el corazón.

—No hay necesidad de ser cruel.

—Acéptalo, Alexander. Ríndete, es una batalla que no puedes ganar.

—Lo sé —dijo seriamente, se puso el sombrero y se marchó.

Ruby se quedó caminando de un lado al otro de su tocador. Ya no quedaba ninguna certeza, excepto el amor incondicional que sentía por él. Lo que quisiera o necesitara, en el momento que fuera, ella se lo daría. Pero su afecto por Elizabeth también crecía y eso sí que era un misterio. En realidad, tendría que burlarse de las deficiencias de la muchacha, de sus debilidades y de su actitud triste y pasiva. Tal vez la respuesta a ese misterio estaba en que era demasiado joven: dieciocho años recién cumplidos, embarazada por segunda vez y enfrentándose a la muerte de nuevo. Nunca tuvo la oportunidad de vivir su vida realmente.

Supongo que estoy sintiendo lo que sentiría mi madre. ¡Qué gracioso! Una madre que se acostaba con su esposo. ¡Oh, cuánto desearía ver a Elizabeth feliz! Que pudiera encontrar un hombre a quien amar. Tiene que haber en algún lugar de este mundo un hombre al que ella pueda amar. Eso es lo único que quiere y necesita, convino en su fuero interno Ruby. No desea riquezas ni un alto nivel de vida, sólo un hombre a quien amar. Una cosa es segura: jamás amará a Alexander. ¡Qué desgracia para él! La herida a su inquebrantable orgullo escocés, el sabor de la derrota en una boca que no está acostumbrada a sentirlo. ¿Cómo suceden estas cosas? Damos vueltas y vueltas y vueltas, Alexander, Elizabeth y yo.

A la mañana siguiente, mientras subía para ir a ver a Elizabeth, pensaba en hablar con ella acerca del deterioro progresivo de su relación con Alexander, que según Ruby era la piedra fundamental de la enfermedad de Elizabeth. Eso no quería decir que su enfermedad fuera imaginaria. ¡No! Pero Ruby había tratado con mujeres de todo tipo durante más años de los que querría recordar. Cuando entró en la habitación de Elizabeth cambió de idea. Para hablar del tema tendría que ser capaz de mantenerse al margen, y no podía. Tal vez sería mejor que tratara de convencer a Elizabeth de que se comiera su almuerzo.

—¿Cómo está Nell? —preguntó sentándose junto a su cama.

—No lo sé. Casi no la veo —respondió Elizabeth con voz llorosa.

—¡Vamos, pequeña, mira el lado positivo! ¡Sólo faltan seis o siete semanas! Apenas esto termine te recuperarás.

Elizabeth esbozó una sonrisa.

—Soy un desastre, ¿verdad? Lo siento, Ruby. Tienes razón, me recuperaré, si sobrevivo. —Sacó de debajo de las sábanas una mano tan delgada que parecía una garra—. Eso es lo que me aterra, no sobrevivir a esto. No quiero morir, pero tengo el horrible presentimiento de que se acerca el final.

—Siempre hay finales que se acercan —dijo Ruby tomándole la mano y frotándosela suavemente—. Tú no estabas cuando Alexander nos mostró, a Charles, a Sung y a mí, la veta de oro que había encontrado en las entrañas de la montaña. Charles definió el hallazgo como apocalíptico. Ya sabes cómo es Charles, ésa es la clase de palabras que emplea. Si no hubiera elegido ésa, habría dicho catastrófico o alucinante. Pero a Alexander le gustó la palabra, dijo que la «apocalipsis», en griego, se usaba para designar acontecimientos colosales como el fin del mundo. Aunque cuando le escribí a Lee para contárselo, me dijo que, en realidad, significaba una revelación suprema, y eso que mi hijo todavía no estudiaba griego en ese momento. ¿No es increíble? De todos modos, Alexander pensó que el descubrimiento de esa mina de oro era un acontecimiento colosal y así fue como Apocalipsis obtuvo su nombre. Pero no fue el final de nada, ¿verdad? Fue más bien un comienzo. Apocalipsis ha cambiado todas las vidas que tocó. Si no existiera, no te hubiera mandado llamar, yo continuaría regentando el burdel; Sung todavía sería un chino pagano con grandes ideas; Charles, un inmigrante más, y Kinross un pueblo fantasma con sus riquezas minerales agotadas.

—El Apocalipsis es lo que los católicos llaman Revelación —dijo Elizabeth—, así que la definición de Lee es la correcta. La mina de oro de Alexander es una revelación suprema. Nos ha mostrado lo que realmente somos.

¡Bien, bien!, pensó Ruby. Está más animada que en las últimas semanas. Tal vez éste sea un modo sutil de excavar para llegar a la piedra fundamental.

—No sabía que era algo bíblico —dijo sonriendo—. No entiendo ni jota de religión, así que explícame.

—¡Oh, yo conozco muy bien la Biblia! Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, ¡si sabré de todo eso! En mi opinión, no hay nombre más acertado para la montaña de oro de Alexander. Revelación tras revelación de principios y finales. —La voz de Elizabeth adquirió un tono misterioso, sus ojos brillaban con fervor—. Hay cuatro jinetes que cabalgan, la Muerte en su caballo amarillo y otros tres, que somos Alexander, tú y yo. Porque eso es lo que estamos haciendo: «cabalgando» la mina Apocalipsis. Acabará conmigo, contigo y con Alexander. Ninguno de los tres es lo suficientemente joven para sobrevivir. Lo único que podemos hacer es cabalgar y, tal vez, cuando lleguemos al final, la mina, Apocalipsis, nos tragará y nos hará prisioneros.

¿Y qué hago yo con esta… esta profecía?, pensó Ruby. Lo que hizo fue resoplar y dar una pequeña palmada en la mano a Elizabeth.

—¡Qué tontería! Te has vuelto un poco mística, como diría Alexander. —Un ruido en la puerta trajo la salvación; Ruby se volvió y sonrió alegremente—. ¡El almuerzo, Elizabeth! Te aseguro que estoy famélica y tú luces como si estuvieras montando sobre el caballo del Hambre, así que come.

—Oh, ya veo. Estabas disimulando, Ruby. Sí conocías a los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Ruby no tenía la menor idea de por qué a Elizabeth le había dado por hablar como un profeta, pero, a lo mejor, la piedra fundamental se había movido un poco. Elizabeth comió bien, logró mantener la comida en el estómago y después pudo acostarse en la cama junto a Nell y conversar con ella durante media hora. La niña no hizo ningún comentario sobre el hecho de que su madre estuviera recostada ni se mostró inquieta. Observaba el rostro de su madre con una expresión que según Ruby, si Nell hubiera sido mucho mayor, habría encerrado una compasión casi infinita. Quizás algunos escoceses sean místicos, pensó Ruby. Elizabeth y su hija tenían algo de fantástico. ¿Cómo se las ingeniaba un rudo mecánico como Alexander para sobrellevarlo?

Sir Edward Wyler volvió a visitar a Elizabeth en abril, un poco avergonzado. Lady Wyler lo acompañaba.

—Tenía un… un espacio libre en mi agenda —mintió— y como sabía que hoy había un tren que venía hacia Kinross, decidí acercarme a ver cómo estaba, señora Kinross.

—Elizabeth —dijo ella sonriéndole afectuosamente—. Llámeme Elizabeth todo el tiempo, no sólo cuando estoy muy mal. Lady Wyler, qué alegría verla. Por favor, dígame que el espacio libre en su agenda es lo suficientemente amplio para que se queden un par de días.

—Bueno, francamente, lady Wyler ha sufrido el caluroso verano de este año en Sydney. De hecho está bastante agotada, así que, si usted no tiene inconveniente, Elizabeth, ella quisiera quedarse unos días. Desgraciadamente, yo no puedo perder tiempo, de modo que solamente veré cómo están las cosas y tomaré el tren de regreso hoy mismo.

Sir Edward la encontró bastante bien, aunque demasiado delgada; le extrajo medio litro de sangre y se marchó.

—Ahora que se ha marchado —susurró lady Wyler en tono cómplice—, puede llamarme Margaret. Edward es un hombre muy afectuoso, pero desde que lo nombraron caballero, parece que caminara a un metro del suelo e insiste en llamarme lady Wyler. Creo que es una forma de demostrar que está orgulloso de su título. De pequeño era pobre, ¿sabe?, pero sus padres ahorraron y se sacrificaron para que estudiara medicina. Su padre tenía tres trabajos y su madre lavaba y planchaba por encargo.

—¿Fue a la Universidad de Sydney? —preguntó Elizabeth.

—¡Oh, no! No hay facultad de Medicina allí. Es más, cuando él tenía dieciocho años, ni siquiera había universidad en Sydney, así que tuvo que ir al hospital Saint Bartholomew, en Londres, que es el segundo hospital más antiguo del mundo, del año mil ciento y pico, creo. O tal vez ése es el más viejo, el hôtel Dieu, en París. En cualquier caso, el Bartholomew es muy antiguo. La obstetricia y la ginecología eran especialidades nuevas y cada vez que había que internar a una mujer parturienta, había una epidemia de fiebre puerperal. La mayor parte de las pacientes de Edward daban a luz en sus casas, así que solía correr de un callejón a otro con su maletín negro. Era horrible, pera fue una experiencia muy valiosa. Cuando volvió a su casa (había nacido en Sydney en mil ochocientos diecisiete), al principio le resulta difícil adaptarse. Verás, nosotros somos judíos y, por lo general, la gente tiende a menospreciar a los judíos.

—Como a los chinos paganos —dijo Elizabeth quedamente.

—Exacto. No cristianos.

—Pero a él le fue bien.

—Oh, sí. ¡Era muy bueno, Elizabeth! Estaba muy por encima de los… de los veterinarios que se hacían llamar parteros. Una vez le salvó la vida a una mujer de clase alta, muy importante, y a su bebé, y sus problemas se acabaron. Multitud de personas acudían a él, judíos y no judíos. Tenía sus métodos —dijo Margaret secamente.

—¿Y tú, Margaret? ¿Naciste en Sydney? No tienes acento de aquí.

—No, yo era matrona en el Bartholomew y allí lo conocí. Nos casamos y me vine con él. —Su rostro se iluminó—. ¡Es un gran lector, Elizabeth! Asimila cada nuevo descubrimiento y lo incorpora a sus técnicas obstétricas. Por ejemplo, no hace mucho leyó que el año una mujer en Italia sobrevivió a una cesárea. Así que en septiembre vamos a Italia a hablar con el cirujano, otro Edward, aunque, por supuesto, el doctor Porro lo pronuncia Eduardo. Si mi Edgard pudiera salvar mujeres y bebés practicando cesáreas, sería el hombre más feliz del mundo.

—¿Qué pasó con sus padres?

—Vivieron lo suficiente para disfrutar de los frutos del éxito de Edward. Dios ha sido muy bueno.

—¿Cuántos años tienen vuestros hijos? —preguntó Elizabeth.

—Ruth tiene casi treinta años, está casada con otro médico judío, y Simón está trabajando en Londres, en el hospital Bartholomew. Cuando termine empezará a trabajar con su padre.

—Estoy muy contenta de que estés aquí, Margaret.

—Yo también. Si no te molesta, me gustaría quedarme hasta que des a luz; luego regresaré a Sydney con Edward.

Una sonrisa se dibujó en el rostro de Elizabeth.

—Ni a Alexander ni a mí nos molesta que te quedes, Margaret.

Dos días más tarde, el estado de Elizabeth empeoró repentinamente. La eclampsia había vuelto junto con el inicio de un parto prematuro. Alexander envió un telegrama urgente a sir Edward, aunque sabía que no era posible que el obstetra llegara en menos de veinticuatro horas. La suerte de Elizabeth y del bebé estaba en manos de lady Wyler, que eligió a Ruby como su asistente principal. El mismo impulso que había llevado a sir Edward a visitar a Elizabeth en Kinross, lo había hecho empacar todo lo que su mujer podía necesitar en caso de que él no estuviera allí. De modo que Margaret Wyler tomó su lugar, administró a Elizabeth las inyecciones de sulfato de magnesio y logró controlar sus ataques. Entretanto, Ruby se ocupaba del nacimiento, gritándole preguntas a la matrona oficial y obedeciendo las órdenes que ella le daba.

En esta ocasión las convulsiones eran cada vez más frecuentes. Elizabeth estaba en medio de una cuando el bebé nació. La pequeña y delgada criatura estaba tan azul y congestionada que Margaret Wyler se vio obligada a dejar a Elizabeth en manos de Jade para ayudar a Ruby a tratar de reanimar a esta segunda niña. Trabajaron incesantemente durante cinco minutos dándole masajes y golpeando el frágil pecho del bebe hasta que finalmente jadeó, se agitó y comenzó a lloriquear débilmente. Entonces Margaret volvió a ocuparse de Elizabeth pidiendo a Ruby que hiciera cuanto pudiera por la niña. Dos horas más tarde cesaron los ataques, aunque sólo temporalmente. Elizabeth todavía estaba viva y aún no había entrado en un coma terminal.

Las dos mujeres hicieron una pausa para beber una taza de té que les trajo Silken Flower con el rostro bañado en lágrimas.

—¿Sobrevivirá? —preguntó Ruby, tan cansada que se hundió en una silla y escondió la cabeza entre las rodillas.

—Creo que sí. —Margaret Wyler se miró las manos—. No puedo dejar de temblar —dijo con la voz estremecida—. ¡Qué cosa tan terrible! Espero que nunca me vuelva a tocar una situación así. —Se volvió para mirar a Jade, que estaba junto a Elizabeth—. Jade, estuviste maravillosa. No lo hubiera logrado sin ti.

El rostro de la pequeña muchacha china se iluminó. Tenía los dedos apoyados en la muñeca de Elizabeth para sentir el pulso.

—Moriría por ella —dijo.

—¿Tienes tiempo para examinar a la niña? —preguntó Ruby poniéndose de pie.

—Me parece que sí. Jade, si su situación cambia en lo más mínimo, grita. —Lady Wyler se dirigió hacia la cuna donde gemía la diminuta criatura. Su piel había pasado del morado del principio a una especie de color malva rosáceo—. Una niña —dijo quitando el lienzo en el que Ruby la había envuelto—. Ocho meses, tal vez un poco más. Tenemos que darle calor, pero no quiero que Elizabeth esté más caliente de lo que está. ¡Pearl! —gritó.

—Sí, señora.

—Haz que enciendan inmediatamente el hogar en la habitación del bebé y coloca un calentador debajo de alguna cama pequeña. Después pon a calentar un ladrillo y envuélvelo con muchos paños para que no queme. ¡Apresúrate!

Pearl se marchó a toda prisa.

—Jade —dijo Margaret Wyler retornando junto a Elizabeth—, apenas Pearl haya preparado la cama para la niña, quiero que la lleves a su habitación y la pongas allí. Mantenía abrigada, pero asegúrate de que la cama no esté demasiado caliente. Debes hacerte cargo de ella, yo no puedo dejar a Elizabeth, y la señorita Costevan tampoco. Cuida la lo mejor que puedas, y si se pone azul otra vez nos llamas. Nell tendrá que dormir en la habitación de Butterfly Wing, así que di a Pearl que traslade su cuna en cuanto lleves a la niña a su habitación.

En un abrir y cerrar de ojos todo parecía estar listo. Jade cambió de lugar con lady Wyler y fue hacia la cuna, donde Ruby cogió al bebé y se lo dio. Jade observó la pequeña cara agonizante llena de admiración.

—¡Mi bebé! —susurró acunándola suavemente—. Ésta es mi bebé.

Y se marchó dejando que lady Wyler y Ruby se situaran a cada uno de los lados de la estrecha cama en la que habían colocado a Elizabeth al comenzarlas contracciones.

—Creo que está durmiendo —dijo Ruby mirando el rostro angustiado de la partera por encima de la forma inanimada que yacía en la cama.

—Yo también, Ruby, pero prepárate.

—No más hijos para Elizabeth —afirmó Ruby.

—Así es.

—Margaret, tú eres una mujer de mundo, ¿me equivoco? —preguntó Ruby, tratando de que la pregunta no sonara ofensiva—. Es decir has visto muchas cosas en tu vida. Estoy segura de que es así.

—Oh, desde luego, Ruby; a veces pienso que he visto demasiado.

—Yo, al menos, sí.

Después de este exordio, Ruby se quedó en silencio, sentada, mordiéndose el labio.

—Te aseguro que nada de lo que me digas me escandalizará, Ruby —dijo lady Wyler amablemente.

—No, no se trata de mí —dijo Ruby asumiendo su predisposición a escandalizar—. Es Elizabeth.

—Dime… Dímelo.

—Eh… el sexo —dijo bruscamente.

—¿Me estás preguntando si ahora el sexo está prohibido para Elizabeth?

—Sí y no —respondió Ruby—, pero es un buen modo de empezar. Sabemos que Elizabeth no puede correr el riesgo de quedarse embarazada nuevamente. ¿Significa que también debe evitar tener relaciones sexuales?

Margaret Wyler frunció el entrecejo, cerró los ojos y suspiró.

—Desearía poder responderte, Ruby, pero no lo sé. Si ella pudiera estar segura de que el acto sexual no termina en un embarazo, entonces sí, podría llevar una vida matrimonial normal. Pero…

—¡Sí, conozco todos los «peros»! —dijo Ruby—. Regentaba un burdel. ¿Quién conoce mejor que una madama los trucos para evitar los embarazos? Lavarse en el bidet, elegirlos días correctos del ciclo, que el hombre se retire antes de eyacular… Pero el problema es que, a veces, ninguno de los trucos sirve. También se puede tomar una dosis de cornezuelo del centeno a la sexta semana y rogar que la cosa funcione.

—Entonces ya sabes la respuesta a tu pregunta, ¿no es verdad? El único método completamente seguro es no tener relaciones sexuales.

—¡Mierda! —dijo Ruby y enderezó los hombros—. Su esposo está abajo esperando. ¿Qué quieres que le diga?

—Que espere otra hora —respondió lady Wyler—. Si para entonces el estado de Elizabeth ha mejorado, puedes decirle que se repondrá.

Así pues, pasó otra hora antes de que Ruby entrara en la habitación con diseños tartán verde oscuro, golpeando suavemente la puerta para anunciarse.

Alexander estaba sentado en el lugar en que acostumbraba hacerlo, junto a la ventana a través de la cual se podía ver Kinross y, más allá, las lejanas montañas. Todavía no era de noche. Si bien la crisis de Elizabeth había sido grave, el tiempo había convertido las últimas nueve horas en una eternidad. Había dejado caer el libro sobre sus rodillas. El tenue resplandor del sol que se estaba ocultando teñía su rostro, que miraba sin ver el tormentoso cielo. El golpe en la puerta lo sobresaltó. Se dio la vuelta y se puso de pie con torpeza.

—Lo ha superado —dijo Ruby suavemente tomando su mano—. Todavía no está fuera de peligro, pero Margaret y yo pensamos que se recuperará. Eres padre de otra niña, querido.

Alexander se aflojó y se desplomó en su asiento. Ruby tomó la silla que estaba frente a él y le sonrió. Se veía más viejo, más gris, como si con toda su fuerza y su poder se hubiera enfrentado finalmente a un adversario más poderoso que él y hubiera perdido la batalla.

—Si logras reunir fuerzas, Alexander, necesito desesperadamente un cigarro y una copa enorme de coñac. No puedo cerrar la puerta porque quizá me necesiten otra vez, pero puedo beber y fumar con una oreja atenta.

—Por supuesto, mi amor. Tú eres mi amor, ¿lo sabías? —dijo, y dio un cigarro a Ruby y se lo encendió—. No podré tener más hijos —continuó mientras caminaba hacia el aparador y servía dos copas di coñac—, eso es obvio. Uf, ¡pobre, mi pequeña Elizabeth! Tal vez ahora tenga un poco de paz y empiece a disfrutar de la vida. Alexander ya no ocupará su cama, ¿verdad?

—Ésa es la opinión de la mayoría —dijo Ruby, tomando la copa. Dio un sorbo largo y exhaló profundamente—. ¡Dios, qué bueno es esto! No quiero pasar nunca más por una situación así. Tu mujer sufrió horrores y, sin embargo, no sintió dolor. ¿No es increíble? Es lo único que me dio fuerza para continuar. Cuando una tiene un bebé no se cuenta de lo que está pasando. Aunque el parto de Lee fue fácil.

—¿Cuántos años tiene ya? ¿Doce? ¿Trece?

—Veo que quieres cambiar de tema, Alexander, ¿eh? Cumple trece el seis de junio. Un bebé de invierno. Es más fácil estar embazada durante el otoño, aunque Dios sabe que Hill End era bastante caluroso.

—Será mi principal heredero —dijo Alexander apurando un trago.

—¡Alexander! —dijo Ruby enderezándose y con los ojos bien abiertos—. ¡Ahora tienes dos herederas!

—Sí. Mujeres. Que, como dijo Charles, pueden terminar trayendo a la familia hombres mucho mejores de lo que mis propios hijos podrían llegar a ser, hombres que hasta estarían dispuestos a cambiar sus apellidos por Kinross. Pero creo que, en el fondo, siempre supe que Lee terminaría siendo para mí mucho más que el simple hijo de mi adorada amante.

—¿Y qué caballo va a cabalgar él? —preguntó amargamente Ruby.

—¿Perdón?

—No importa. —Ruby hundió la nariz en la copa—. Te amo, Alexander, y siempre te amaré. Sin embargo, no deberíamos estar diciendo estas cosas con tu mujer al borde de la muerte. No está bien.

—No estoy de acuerdo, y creo que Elizabeth tampoco lo estaría. Todos sabemos que mi matrimonio fue un error, pero yo me lo busqué. Yo soy el único culpable, nadie más. Tengo el orgullo herido de muerte. Quería demostrar a dos hombres terribles que Alexander Kinross era el rey del mundo. —Sonrió; de pronto pareció haberse tranquilizado—. Y, a pesar de toda la desdicha que ha causado mi matrimonio, no puedo evitar pensar que, de todos modos, salvé a Elizabeth de un destino mucho peor con los Kinross de Escocia. Ella no quiere admitirlo, pero es así. Ahora debo dejar su cama para siempre, se sentirá mejor. La honraré y la respetaré, pero mi amor te pertenece.

—¿Quién es Honoria Brown? —preguntó, aprovechando la oportunidad.

Él se quedó un instante con la mirada perdida y después se echó a reír.

—Mi primera mujer. Tenía cuarenta hectáreas de buena tierra en Indiana y me dio refugio para pasar la noche. Su marido había muerto en la guerra civil norteamericana. No sólo se ofreció ella misma sino también todo lo que poseía para que me quedara, me casara con ella y trabajara en la granja junto a ella. Yo tomé lo que quería, su cuerpo, y rechacé el resto. —Suspiró y cerró los ojos—. No he cambiado nada, Ruby, y dudo que pueda hacerlo. Le dije que mi destino no era ser un granjero en Indiana y me marché a la mañana siguiente con mis veinticinco kilos de oro.

Los ojos verdes de Ruby se llenaron de lágrimas.

—¡Alexander, Alexander, cuánto dolor te causas! —exclamó—. ¡Y cuánto dolor causas a tus mujeres! ¿Qué fue de ella?

—No tengo la menor idea. —Dejó a un lado la copa vacía—. ¿Puedo ver a mi esposa y a mi hija?

—Por supuesto —dijo Ruby poniéndose de pie, agotada—. Te advierto que ninguna de las dos notará tu presencia. La niña nació con el mismo color que adquiere Elizabeth cuando le da un ataque, morada. A Margaret y a mí nos llevó cinco minutos hacerla respirar. Nació un mes antes de lo previsto, así que es muy pequeña y frágil.

—¿Morirá?

—No creo, pero tampoco será como Nell.

—No más deberes matrimoniales para Elizabeth, ¿verdad?

—Eso es lo que dice lady Wyler. El riesgo es demasiado alto.

—Oh, sí, demasiado alto. Me tengo que conformar con dos hijas —dijo Alexander.

—Nell es una niña muy inteligente, y lo sabes.

—Por supuesto, pero se interesa por los seres vivos.

Ruby subía las escaleras lentamente.

—A los quince meses de edad ya es admirable que se interese por cualquier tipo de cosa, Alexander. Lee también era un poco así, ahora que lo pienso. Me atrevería a decir que lo que significa realmente es que Nell siempre será una niña precoz para su edad, igual que Lee. No puedes saber qué cosas le interesarán en el futuro. Los niños tienen etapas en que se entusiasman con una cosa determinada.

—Quiero casarla con Lee —dijo él.

Ruby se apoyó contra la puerta de la habitación de Elizabeth con el rostro encendido y tomó a Alexander del pelo con ambas manos, con tanta fuerza que lo obligó a retroceder.

—¡Escúchame bien, Alexander Kinross! —profirió con los dientes apretados—. ¡No quiero escuchar nada más sobre este tema! ¡Nuda más, nunca! ¡No puedes planificar la vida de las personas como si fueran minas o trenes! ¡Deja que mi hijo y tu hija encuentren sus propias parejas!

A modo de respuesta, él abrió la puerta y entró en la habitación.

Elizabeth había vuelto en sí. Volvió la cabeza en la almohada, los vio, y sonrió.

—Lo logré una vez más —dijo—. Pensaba que era el final pero no fue así. Margaret dice que tenemos otra hija, Alexander.

Él se inclinó para besarle tiernamente la frente y le tomó la mano.

—Sí, mi amor, Ruby me lo dijo. Es maravilloso. ¿Te sientes con fuerzas para pensar en un nombre?

Frunció levemente el entrecejo. Movía los labios hacia dentro y hacia fuera.

—Un nombre —dijo como confundida—. Un nombre… No, no me ocurre.

—Entonces no te preocupes.

—Sí, tenemos que ponerle un nombre. Dime alguno.

—¿Qué te parece Catherine o Janet? ¿Elizabeth, como tú? ¿Anna? ¿O tal vez Mary, o Flora?

—Anna —dijo satisfecha—. Sí, Anna me gusta. —Se llevó la mano a la mejilla—. Creo que tendremos que conseguir otra nodriza. Me parece que otra vez no tengo leche.

—Creo que la señora Summers ya ha encontrado a alguien —respondió Alexander, liberando suavemente su mano; la de Elizabeth parecía la garra de un buitre—. Es una mujer irlandesa llamada Biddy Kelly. Su hijo murió de difteria anteayer y ella dijo a la señora Summers que estaba dispuesta a amamantar a nuestra hija si todavía le quedaba leche. Nuestra Anna llegó antes de lo previsto, así que todavía tendrá. ¿La contrato, Elizabeth, o prefieres que pida a Sung que nos consiga una nodriza china?

—No, Biddy Kelly me parece perfecta.

La única que no estuvo muy de acuerdo fue Ruby. Maggie Summers se las había ingeniado para meterse en medio otra vez. Sin duda, esta Biddy Kelly era una de sus amigas de la iglesia católica que chismorrearía todo lo que escuchara. Una fisgona metida en la casa durante por lo menos seis meses. Muchas tazas de té en la cocina, muchos secretos compartidos. Pronto los habitantes de Kinross sabrían lo que aún ignoraban.