4. Verdades domésticas y una alianza inesperada

Gracias a la señorita Theodora Jenkins y a Jade, la vida de Elizabeth en la casa Kinross no era tan solitaria como cuando había llegado. De todas formas, el tiempo todavía se le hacía eterno porque estaba acostumbrada a estar continuamente ocupada. Aparte de la visita de los Dewy, durante la cual Alexander había dado una cena, seguía sin ver a nadie que no fuera de la casa. Sung Chow, que había sido uno de los invitados a la cena, le había parecido una persona fascinante. Sin embargo, su conversación era tan erudita y su inglés tan escrupulosamente correcto que, después de la partida de los Dewy, ella había dedicado todo su tiempo libre a leer para mejorar su vocabulario y la forma en que expresaba sus ideas. Y tratando de suavizar su acento. Como no había demostrado tener habilidad para la pintura ni para el dibujo, Alexander le sugirió que se dedicara al bordado.

—A medida que pasen los meses, te sentirás cada vez más pesada e incómoda, mi amor. Tal vez el trabajo manual te ayude a pasar los días —dijo, tratando de ser gentil y simpático, aunque era absolutamente consciente de que su vida no giraba alrededor de su joven esposa embarazada.

Fue a través de Jade como Elizabeth se enteró finalmente de la existencia de Ruby Costevan. Jade tenía terror de traspasar el límite de la familiaridad, por eso, la naturaleza formal de su relación era difícil de romper. Sin embargo, un día que encontró a Elizabeth deshecha en llanto después de haber intentado en vano hacer el punto relleno en el cuerpo de una mariposa bordada, la formalidad desapareció al instante. Jade le enjugó las lágrimas y le dijo lo que sentía, que tenía que ver con la llegada del bebé.

—¡Oh, señorita Lizzy, siempre quise ser niñera! Por favor, ¿puedo cuidar de su bebé? Por favor. Pearl puede venir para ocuparse de usted. Desde que le dije lo buena que es usted, se muere por venir a trabajar aquí —rogó Jade con fervor.

Elizabeth aprovechó la oportunidad.

—Sólo si me cuentas todo acerca de esa mujer, Ruby Costevan —dijo Elizabeth con voz algo severa—. Puedes empezar por explicarme por qué todos sus empleados son chinos.

—Por su relación con el príncipe Sung.

—¿Sung es un príncipe?

—Sí. De Pekín. Es un príncipe mandarín. Todos nosotros, su pueblo, somos mandarines, no cantoneses. —Jade suspiró y sacudió su delicada mano—. ¡Es tan apuesto, señorita Lizzy! ¿A usted no le pareció guapo cuando lo vio en la cena? Es un gran señor. Hace dos años, yo esperaba que me eligiera como su concubina, pero él prefirió a mi hermana, Pink Bird.

—¿Concubina? Es una palabra de la Biblia que nadie me explicó. ¿Qué es una concubina?

—Es una mujer que pertenece a un hombre pero que, como no nació en una buena familia, no puede ser su esposa.

—Aaahhh… ¿Y cuál es la relación que tiene la señorita Ruby con el príncipe Sung? ¿Es una de sus concubinas?

Jade rio.

—¡Oh, señorita Lizzy! ¡No! Ahora, la señorita Ruby es la propietaria del hotel Kinross, pero antes tenía uno en Hill End, donde también vivía el príncipe Sung. Tienen un hijo que se llama Lee.

—Entonces es una de las esposas del príncipe Sung.

Jade cada vez se divertía más.

—¡No, no, señorita Lizzy! Ruby nunca se casó, ni fue la concubina de nadie. Ella nació en Sydney, pero su familia se mudó a los yacimientos de oro cuando ella todavía era una niña. En Hill End tenía un hotel de mala fama. No es china pero fuma cigarros pequeños y lanza humo como un dragón.

¡La mujer que estaba en la puerta del hotel Kinross! Yo pensé exactamente lo mismo: respira como un dragón, se dijo Elizabeth. Es muy hermosa, parece tan salvaje, tan arrogante… ¡Tiene un hijo con un príncipe chino!

—¿Dónde está su hijo ahora, Jade? ¿Aquí, en Kinross?

—Lee está en una escuela para gente de la alta sociedad, en Inglaterra. La señorita Ruby lo educó a la manera británica y el niño lleva su apellido, Costevan.

—¿Cuántos años tiene?

Jade frunció el entrecejo tratando de concentrarse.

—No estoy segura, señorita Lizzy. Creo que alrededor de once.

—¿Y la señorita Ruby sigue relacionada con Sung?

—Son amigos, nada más.

Elizabeth dejó caer la aguja de bordar y empujó el bastidor con impaciencia. ¡Qué aburrido era bordar!

—Cuéntame algo más, Jade. ¿Qué relación hay entre la señorita Ruby y Alexander? ¿Son amigos?

—Eh… Supongo que sí.

—¿Fueron amantes?

—Eh… Supongo que sí.

—¿Todavía lo son?

—¡Oh, por favor, señorita Lizzy! La señorita Ruby me dijo que si andaba con chismes iba a cortarme la cabeza con una navaja. ¡Sé que es capaz de hacerlo!

Elizabeth tomó las tijeras que utilizaba para bordar.

—Si no me lo dices, Jade, yo te cortaré la cabeza con éstas. Te dolerá mucho más que una navaja, ¡pero te juro que lo haré!

—¡Su acento, señorita Lizzy! ¡No entiendo lo que dice!

—¡Mentira! Todos los días trato de mejorar mi acento, y tú no has tenido problemas para entenderme hasta ahora. Deja de hacerte la tonta, Jade, y dime la verdad. Si no, te mataré.

—Son amantes desde que Alexander llegó a Hill End, hace cerca de tres años —balbuceó Jade—. Cuando se vino aquí, la señorita Ruby lo siguió y construyó el nuevo hotel. Él no quiso dejarla abrir un hotel de mala fama. De todas formas, ya no necesita ganarse el dinero de esa forma, pues ahora es una de las socias de la mina Apocalipsis.

—Es una ramera. Vende su cuerpo por dinero —dijo Elizabeth con tono desinteresado—. Es más despreciable que los insectos que se arrastran en el fango.

—¡No, señorita Lizzy, no es una ramera! —exclamó Jade, afligida—. ¡Ella jamás vendió su cuerpo! ¡Regentaba una casa de mujeres y vendía los cuerpos de ellas! Que yo sepa sólo tuvo dos amantes en su vida: el príncipe Sung y el señor Alexander. Mi padre, Sam Wong, es su cocinero. —Jade puso una expresión de desconcierto—. Ahora lo llama «chef»; no sé qué significa. A papá le gusta: su sueldo se ha duplicado.

—Entonces es mucho peor que una simple ramera. Se aprovecha de que las otras lo sean —dijo Elizabeth con rostro impasible—. ¿Y mi marido tiene relaciones con ella hasta el día de hoy?

Jade resolvió el problema echándose a llorar y escapando.

Elizabeth dio un puntapié tan fuerte al bastidor que lo rompió. Después se puso de pie, caminó hacia la ventana y se quedó mirando el jardín, cubierto por un resplandor rojizo.

¡Así que por esa razón no quiere que vaya al pueblo!, pensó. Podría encontrarme con su amante por casualidad. O ella podría faltarme el respeto. Esa vil criatura no debe de tener orgullo, no debe de tener respeto para andarse con sutilezas. ¡Y él odiaría que todo el pueblo presenciara nuestro encuentro! Muchos de los habitantes son empleados suyos. Es tal cual lo sospechaba. Alexander es como uno de esos escritorios con tapa corrediza, que está lleno de compartimientos, uno para cada necesidad. El compartimiento «amante» lleva el nombre de Ruby Costevan. El de la esposa tiene el mío. ¡Oh, cuántas cosas he aprendido desde que salí de Escocia! Aunque allí también, por más que sólo tuviera dieciséis años, sabía que los hombres tenían amantes. La Biblia puede ser bastante explícita al respecto. Tomemos, por ejemplo, el caso de David y Betsabé, ¡y lo que hizo Betsabé a un hombre de escrúpulos!

Alexander había dicho que volvería temprano para cenar porque tenía un regalo para ella. Elizabeth se puso un vestido nuevo traído de Sydney. Era de seda color borgoña con detalles en negro purpurino, y tenía un corte que mostraba más sus senos de lo que a ella le gustaba. Jade mandó llamar a Pearl para que la ayudara a peinarla. La muy picara no quería correr el riesgo de que Elizabeth le sonsacara más información. Pearl le colocó granates alrededor del cuello y le puso los pendientes. El diamante de su anillo de compromiso absorbía toda la luz y la devolvía en forma de rayos iridiscentes. Elizabeth ya sabía que los granates no eran muy valiosos, pero le encantaban. Además, los había elegido ella sola cuando su marido había querido comprarle rubíes. Hasta en ese momento, algo le había advertido que no debía fiarse de nada que sonara como Ruby.

—Estás bellísima, querida —dijo Alexander.

El mentón y la parte superior de los labios de él ya estaban del mismo color que el resto de la cara. Ella pensó que era atractivo con la cara afeitada. ¿Por qué será que los hombres se dejan crecer la barba y el bigote si no tienen defectos que ocultar?, se preguntaba.

—¿Quieres un jerez antes de cenar? —preguntó Alexander, que estaba de humor para ser cortés.

—Sí, gracias, creo que me sentará bien tomar un poco —respondió Elizabeth con tranquilidad.

De repente, Alexander frunció el entrecejo.

—¿Será conveniente en tu condición? —preguntó en un tono tal que parecía dar a entender que ella fuera una bebedora empedernida.

—Pienso que en poca cantidad no me hará nada.

—Es verdad. —Aun así, le sirvió sólo medio vaso de amontillado.

Elizabeth bebió de un sorbo y apoyó con fuerza el vaso en la mesilla.

—Más, por favor.

—¿Más?

—Sí, más. No seas tacaño, Alexander.

Se quedó mirándola como si lo hubiera golpeado, se encogió de hombros y volvió a llenar el vaso de su esposa hasta la mitad.

—Eso es todo lo que te daré, así que hazlo durar. ¿Cuál es tu problema?

Elizabeth respiró profundamente y lo miró fijo a los ojos.

—Descubrí quién y qué es exactamente Ruby Costevan. Es tu amante y es la madama de un burdel. Todavía te pareces al diablo, Alexander, porque tienes dos caras.

—¿Qué pajarito te contó esta historia? —preguntó él tratando de contener su rabia.

—¿Qué importa? Tarde o temprano, este o cualquier otro pajarito me lo iba a decir. ¡Qué situación tan… tan abominable! ¡Tienes una ramera como amante en el valle y una esposa honrada en la montaña que nunca se encontrarán! Si ella es Cleopatra, Medusa u no sé cuántas cosas más, ¿yo qué soy?

—¡Eres insoportable! —gritó él.

Ella comenzó a alisar los pliegues que formaba la falda sobre su regazo, con la mirada baja y concentrándose en la tarea.

—A pesar de mi ignorancia, empiezo a darme cuenta de cómo funciona tu mente, Alexander. Necesitas herederos de una mujer intachable, y Ruby ya perdió la honra. No soy estúpida, sólo joven e inexperta. Dos cualidades que estoy perdiendo rápidamente.

—Te pido disculpas por lo que acabo de decirte, Elizabeth.

—No te disculpes. Así lo sentías y, por lo tanto, era cierto para ti. No tienes que disculparte por ser honesto, es una novedad y resulta alentador —dijo ella; su voz destilaba una acritud que no sabía que tenía dentro—. Dime la verdad acerca de la señorita o señora Costevan.

Él podría haber empezado a conquistarla si hubiera apelado a su misericordia y le hubiera rogado que lo perdonara. Pero estaba lleno de ese obstinado orgullo propio de los escoceses y siguió atacándola. Estaba resuelto a ponerla en su sitio, que era, ni más ni menos, que el que él había decidido que debía ocupar.

—Muy bien, si tú insistes —dijo con tranquilidad—, Ruby Costevan es mi amante. Pero no te apresures a juzgarla, querida. Piensa un poco cómo sería tu vida si tu hermano te hubiera violado cuando tenías once años. Piensa qué hubiera sido de ti si fueras una bastarda, como Ruby o como yo. Incluida Honoria Brown, yo admiro a Ruby Costevan más que a ninguna otra mujer que haya conocido jamás. Seguramente, mucho más de lo que te admiro a ti. Estás llena de las hipocresías y fanatismos estúpidos de un pequeño pueblo dominado por un pastor que sólo sabe infundir vergüenza a niños inocentes. Y que estaría dispuesto a quemar a Ruby en la hoguera, si tuviera la posibilidad.

Se puso pálida, parecía enferma.

—Entiendo. Entiendo perfectamente. Pero ¿en qué te diferencias tú del doctor Murray, Alexander? Hiciste que viniera para llevar a cabo tus propios fines y me trajiste hasta aquí con menos cuidados de los que hubieras tenido si hubieras encargado que te trajeran una res.

—No me culpes a mí por eso. Culpa al avaro de tu padre —dijo, mostrándose deliberadamente cruel.

—¡Por supuesto que lo hago! —Sus pupilas estaban tan dilatadas que parecía que sus ojos se habían vuelto negros, como los de Alexander—. Nadie me dio a elegir lo que quería hacer, porque está claro que las mujeres no pueden elegir. Son los hombres los que toman las decisiones por ellas. Pero, si me hubieran dado a elegir, no me habría casado contigo.

—Ese discurso suena nefasto, pero es verdad, lo admito. Simplemente te comunicaron cuál sería tu destino. —Volvió a llenar el vaso de su esposa. Quería que se mareara—. ¿Qué alternativa te quedaba, Elizabeth? Ser una solterona, o una tía soltera. ¿Realmente hubieras preferido eso a casarte conmigo, a ser madre? —Su voz se suavizo, bajó un poco el tono—. Lo más extraño es que te amo. Eres muy bella, a pesar de ser una mojigata. —Esbozó una sonrisa que después se borró—. Te consideraba un ratoncillo, pero no lo eres, aunque tienes más fuerza que coraje. Eres una leona mansa. Eso me gusta, me llega al corazón. Estoy muy contento de que seas la madre de mis hijos.

—Entonces ¿por qué Ruby? —preguntó, bebiendo el jerez de un trago.

¡Ay, cuánta paciencia había que tener! Cuando se trataba de mujeres o de problemas de mujeres, simplemente no la tenía. ¿Por qué le estaba echando la culpa a él?

—Tienes que entender —dijo midiendo las palabras, inflexible— que los deseos físicos de un hombre son mucho más complejos de lo que te explicó ese viejo horroroso de Murray. ¿Por qué no puedo ir a buscar placer a la cama de Ruby, si no lo encuentro en la tuya? Por más que trato de complacerte, de excitarte, no lo logro. Estás siempre distante; me siento como si hiciera el amor con una muñeca de trapo. ¡Quiero que el deseo sea mutuo, Elizabeth! Tú toleras mis invasiones a tu cama porque te han enseñado que las esposas deben cumplir con sus deberes conyugales. ¡Pero hacer el amor así es horrible! ¡Tu frialdad convierte el acto sexual en una cosa mecánica que sólo sirve para engendrar hijos! Debería ser mucho más que eso. Tendría que ser algo placentero y apasionado para los dos, ¡una satisfacción para ambos! Si tú me ofrecieras eso, no tendría que buscar consuelo en Ruby.

Esa interpretación del «acto» le cayó como un cubo de agua fría. Lo que estaba diciendo iba en contra de todo lo que le habían enseñado y de sus sentimientos cuando hacían el amor. Soportaba lo que él hacía sólo porque era el modo en que Dios había concebido la procreación. ¡Pero de ahí a gemir, revolcarse y participar en lo que él hacía…! ¿Realmente pensaba que cuando metía los dedos en sus partes privadas ella podía disfrutar? ¡No, no, no y no! ¿Gozar del acto por sus sensaciones, por su carnalidad? ¡No, no, no y no!

Se humedeció los labios y trató de encontrar alguna palabra que él aceptara como definitiva.

—Digas lo que digas acerca de las posibilidades de elegir, Alexander, tú no fuiste mi elección. Jamás te habría elegido. Preferiría mil veces ser una solterona y vivir como una tía soltera. ¡Yo no te amo! Y tampoco creo que tú me ames. De ser así, no irías con Ruby Costevan. Y eso es todo lo que tengo para decir.

Él se puso de pie y la obligó a incorporarse.

—En ese caso, querida, no hay nada más de que hablar ¿verdad? No seguiré tratando de justificarme ni un minuto más. En resumidas cuentas: te casaste con un hombre que tendrás que compartir con otra mujer. Una mujer para tener hijos y otra para los placeres carnales. ¿Vamos a cenar?

He perdido, pensaba ella. Pero ¿cómo es posible? Me ha demostrado que estoy equivocada y eso pone en ridículo todas mis creencias. ¿Cómo ha logrado vencerme? ¿Cómo ha hecho para justificar su relación permanente con una ramera como Ruby Costevan?

En su sitio en la mesa había un pequeño estuche de terciopelo. Acongojada, lo abrió y vio un anillo que ostentaba una piedra rectangular de casi tres centímetros de largura. Era color verde agua en uno de sus extremos, y se iba atenuando hasta convertirse en un rosa profundo en el otro. Estaba rodeada de diamantes.

—Es una turmalina sandía que compré a un comerciante brasileño —dijo él mientras iba hacia su sitio—. Es un regalo para la futura madre. Verde por los hijos que tendrás, rosa por las niñas.

—Es hermoso —respondió ella mecánicamente, y se puso el anillo en el dedo corazón de la mano derecha. Ahora sí que le quedaría bien ese guante.

Se sentó y comió mousse de pollo fría con salsa de alcaparras, el sorbete ácido que su esposo insistía que se sirviera entre platos y, después, observó inapetente el filete mignon. ¡Cómo deseaba comer un trozo de pescado! Pero los peces del río estaban muertos y Sydney estaba demasiado lejos para hacer que se lo trajesen de allí. Echó un vistazo a la salsa béarnaise color amarillo y tuvo que salir corriendo hacia el baño, donde vomitó la mousse y el sorbete.

—Demasiado jerez o demasiadas verdades —dijo jadeando.

—Probablemente ni una cosa ni la otra —respondió Alexander, limpiándole la cara—. Puede que sean náuseas matinales, pero ahora es de noche. —Alzó su mano y la besó delicadamente—. Ve a la cama y descansa. Prometo que no te molestaré.

—Sí —dijo ella—, ve a Kinross a molestar a Ruby.

Me pregunto cómo será el hijo que tuvo Ruby con el príncipe Sung, fue su último pensamiento consciente. ¡Qué combinación tan exótica! Tiene once años y está en una escuela para niños ricos de Inglaterra. Supongo que su madre lo habrá mandado a esa institución lejana para ocultar que sus orígenes no son en absoluto refinados. Una decisión inteligente de su parte.

Pero Alexander no bajó inmediatamente a Kinross a molestar a Ruby. Primero salió a la terraza, donde las luces que provenían de la casa dibujaban listas doradas en la hierba.

Esta noche he recibido un fuerte golpe, pensó. Elizabeth no me ama. Hasta hoy, cada vez que recorría lentamente con mis manos el cuerpo que tiene ahora por mi culpa, pensaba que algún día llegaría el momento en que mis caricias la excitarían, que arquearía la espalda gimiendo y ronroneando y que usaría sus propias manos y labios para explorar mi cuerpo, acariciando las partes que le causan rechazo cuando trato de que las toque. Pero lo que ha pasado hoy me ha demostrado, sin lugar a dudas, que mi esposa nunca dejará de rechazarme. ¿Qué le hiciste, despreciable doctor Murray? Arruinaste su vida. Para ella, el sexo equivale a la perdición. ¿De qué clase de hombre podría enamorarse, si es que alguna vez se enamora? ¡Dios lo ayude si alguna intenta tocarla!

—Te dije que era frígida —sentenció Ruby cuando Alexander terminó de relatarle lo que había sucedido entre él y Elizabeth—. Hay mujeres que no se excitan por nada del mundo. Ella es una de ésas. Es un Iceberg. Tú eres un experto en las artes del amor, si tú no logras una respuesta, nadie podrá. Toma lo que necesitas donde lo puedes encontrar, Alexander. —Y estalló en una risotada ronca—. Ella está allá arriba, en el cielo y yo aquí abajo, en el infierno. Siempre creí que el infierno debía de ser más excitante que el cielo. Ha de serlo, con tanta gente diferente. Tendrás que arreglártelas con dos mujeres ¡Qué terrible!

A partir de aquel momento, la actitud de Alexander hacia Elizabeth se tornó fría. De todos modos, iba más seguido a cenar a casa y pasaban la velada juntos. Las habilidades de Elizabeth para tocar el piano empezaban a mejorar porque estaba desarrollando el gusto por la música.

—Tocas de la misma forma en que haces el amor —dijo Alexander, que le había tomado el gusto a provocarla—, sin pasión. Es más, hasta se podría decir que tocas sin ningún tipo de expresión. La técnica se la debes a la señorita Jenkins, que seguramente habrá trabajado con la mayor dedicación para enseñarte. Es una lástima que no estés preparada para dar un poco de lo que tienes dentro. Pero a ti te gusta guardar secretos, ¿verdad?

Eso le dolió, pero si Alexander se había convertido en un ser despiadadamente cruel, Elizabeth se había vuelto una persona extrémame refrenada.

—¿Ruby toca el piano? —preguntó en tono amable.

—Como una concertista, con mucha pasión.

—¡Cuánto me alegro por ti! ¿Y canta también?

—Como una diva de la ópera, sólo que es contralto. No hay muchos papeles principales escritos para contraltos.

—Desgraciadamente, no conozco esa palabra.

—Tiene la voz grave. Todavía no te he escuchado cantar a ti.

—La señorita Jenkins dice que yo no debería cantar.

—Estoy seguro de que ella sabe qué es lo mejor.

Como no tenía nadie con quien hablar de esa clase de cosas, Elizabeth se tomó la costumbre de conversar consigo misma. Algo bastante improductivo, sí, pero por lo menos le servía como desahogo.

—Es mejor que lo de Ruby se sepa, ¿no crees? —preguntó Elizabeth uno.

—Al menos hay algo de que hablar. Aquí nunca pasa nada interesante que valga la pena comentar —respondió Elizabeth dos.

—Ya no me gusta Alexander —dijo Elizabeth uno.

—Con justa razón —opinó la otra—. Te atormenta.

—Pero estoy embarazada de él. ¿Quiere decir que tampoco me va a gustar su hijo?

—No creo. Después de todo, ¿qué ha hecho él? Contorsionarse, gemir, jadear durante un minuto y basta. El resto lo hiciste todo tú, y tú te agradas, ¿verdad? —preguntó Elizabeth dos.

—No —respondió la primera con tristeza—. Yo quiero una niña que me guste.

—Yo también. Él es quien no desea una niña —dijo la segunda.

La única vía del ferrocarril de vía normal partía desde Lithgow, se extendía cuarenta kilómetros hacia el este-sudoeste y después doblaba al sud-sudeste y recorría ciento trece kilómetros hasta Kinross. La velocidad con que se había terminado de construir superaba ampliamente el lento progreso del ferrocarril del Estado que unía Lithgow con Bathurst. La construcción de los escasos ochenta kilómetros que recorría había comenzado en 1868 y todavía no había finalizado.

A uno en cien, el promedio de inclinación era excelente. Alexander la había diseñado él mismo. Había decidido construirlo junto a las montañas a trescientos metros por encima del nivel del valle para mantenerlo lo más nivelado posible. La vía atravesaba diez puentes de madera altos y macizos que cruzaban arroyuelos propensos a desbordarse y pasaba por debajo de dos túneles de doscientos setenta y cuatro metros, y por nueve terraplenes. Como usó mano de obra china, no tuvo problemas con el trabajo. Estaban consumidos por la admiración, pensó. Eran como motores de carne y hueso. Trabajaban sin cesar, como si no existiera una palabra en mandarín para el agotamiento.

Según el presupuesto costaría ocho mil libras esterlinas, pero costó ochocientas cuarenta y una mil. Una enorme suma de dinero que Empresas Apocalipsis se dignó a pedir prestada a los bancos de Sydney en lugar de al Banco de Inglaterra, a cambio de algunas concesiones en los impuestos que pagaba por la exportación del oro al Banco de Inglaterra, que aceptó ser el garante. Nada del otro mundo. El Banco de Inglaterra obtenía más oro de Apocalipsis de esta manera que como garante colateral. Además, el señor Walter Maudling había informado confidencialmente a los directores de que seguirían recibiendo oro durante muchos años más. Alexander y Ruby eran clientes del banco. Charles Dewy prefería hacer sus operaciones en un banco de Sydney y Sung Chow en Hong Kong, el nuevo y prometedor centro de negocios del este asiático.

Alexander compró dos locomotoras similares, usadas, a la Great Northern Railway de Inglaterra, que estaba renovando su antigua maquinaria. Estaban en excelente estado y eran mucho más accesibles para un ferrocarril colonial que los nuevos modelos de fábrica.

Los vagones llegaron desde diversos puntos de Inglaterra. Uno era un coche refrigerador, porque los frigoríficos de Samuel Mort en Lithgow y en Sydney estaban funcionando a pleno rendimiento. El ferrocarril de Apocalipsis podía alquilar el vagón a los del Estado cuando no lo necesitara, que sería la mayor parte del tiempo. A cada vagón se le colocaron resortes amortiguadores en ambos extremos y conexiones para barras de tracción. Lo que más preocupaba a Alexander era el sistema de frenos, ideado por Fay y Newall. Consistía en una vara continua que atravesaba el tren por debajo, de un extremo al otro, y que tenía que ser accionada por varias personas en distintas partes del tren, lo cual significaba que no se lo podía detener en menos de un kilómetro y que todas esas personas tenían que viajar en el tren sólo para activar el sistema de trenos cuando fuera necesario. Cuando leyó acerca de los frenos neumáticos que había inventado el señor Westinghouse, los encargó para que se los mandaran lo antes posible desde Pittsburg, Pensilvania.

El coche de pasajeros era nuevo. Medía nueve metros de largo y dos y medio de ancho y estaba montado sobre ruedas bogí. Tenía un compartimiento privado para los directores de Apocalipsis y asientos mullidos a los dos lados del pasillo central para los demás pasajeros, que pagarían la tarifa de segunda clase. También, gracias a las quejas de Ruby, tenía algo que era absolutamente revolucionario: un baño.

—Pueden parlotear todo lo que quieran del bogí, de las locomotoras y de los frenos que funcionan con aire —dijo ella en una de las primeras reuniones de los cuatro socios—, pero a mí me parece una vergüenza que los hombres que diseñan y poseen trenes no pongan un baño para los pasajeros. ¡Para ustedes es muy fácil! ¡Se asoman a la puerta del vagón y mean todo lo que quieren! Hasta pueden bajarse los pantalones y cagar si están muy apurados. Nosotras, las mujeres, tenemos que agonizar sentadas las nueve horas de viaje que hay entre Sydney y Bowenfels. A menos que el tren se detenga y entonces se produce una estampida de mujeres desesperadas por llegar al baño de la estación. ¡No puedo darles de patadas en el culo a los de los ferrocarriles del Estado, pero a los de Apocalipsis, por supuesto que puedo! Te lo advierto, Alexander ¡pon un baño! Si no, te arrepentirás de estar vivo.

Para cuando el ferrocarril estuvo terminado, a fines de octubre de 1875, la cuenta sumaba un millón ciento diecinueve mil libras esterlinas. La cifra incluía las locomotoras, los vagones, el coche para pasajeros (con el baño), el vagón refrigerador, las plataformas giratorias para las locomotoras, la maquinaria de carga en la mina de carbón Apocalipsis y de descarga en Kinross, los depósitos para las locomotoras, los sistemas de impresión y un montón de otras cosas más pequeñas. A pesar de que representó un gasto enorme, ninguno de los socios de Apocalipsis consideró que construir el ferrocarril fuera un error garrafal. En los años que siguieran recuperarían diez veces la inversión que habían hecho, sólo con lo que ahorraban en el transporte del carbón. Además, continuaban extrayendo oro de la montaña en grandes cantidades. Algunas partes de la mena eran tan ricas que lograban sacar porciones completas que prácticamente no estaban contaminadas de cuarzo o pizarra, y a la veta original se habían sumado muchas otras de igual calidad.

Los habitantes de Kinross casi no podían creer su suerte. Cuando se había agotado el oro de placer, la población había disminuido hasta llegar a dos mil personas, que ahora, de una forma u otra, trabajaban para Apocalipsis. Aunque Alexander había decidido no formar parte del gobierno local, Ruby y Sung participaban de él y Sung Po, uno de los sobrinos de Sung, era el secretario del ayuntamiento. Había asistido a una escuela privada en Sydney, hablaba inglés con un refinado acento angloaustraliano y era notablemente inteligente. Los empleados de las minas y de los talleres eran casi todos blancos, en cambio los del ayuntamiento eran chinos, que preferían cavar o trabajar con el azadón antes que estar bajo tierra o trabajar con las máquinas. La tarea de Sung Po, según lo que le había explicado Alexander, era desmantelar las repugnantes reliquias del tiempo de la minería aluvial, pavimentar las calles con las rocas extraídas de la mina y especialmente trituradas, ocuparse de la construcción del ayuntamiento y sus oficinas, y presionar al gobierno de Nueva Gales del Sur para que aportara fondos destinados a edificar la escuela y el hospital. Ya había una escuela para los trescientos niños del pueblo, pero funcionaba en un edificio de adobe y cañas. El hospital, en cambio, era una cabaña de madera ubicada junto a la casa del doctor Burton. También habría una plaza central alrededor de la cual se situarían el ayuntamiento, el hotel Kinross, el correo, la comisaría y varios negocios.

Por supuesto, gracias a la llegada del carbón que transportaba el tren, las calles de Kinross se iluminaron con lámparas a gas. Po esperaba conseguir los fondos para llevar el gas a las casas particulares en los próximos dos años, aunque (obviamente) el hotel Kinross lo obtuvo de inmediato. Sam Wong estaba encantado: cocinar en una cocina a gas era fantástico.

Las únicas murmuraciones acerca de la alta concentración de chinos en la población venían de la gente que estaba de paso, como los viajantes, que pronto aprendieron a mantener la boca cerrada. Los habitantes blancos de Kinross sabían bien que el verdadero dueño del pueblo, Alexander Kinross, no iba a tolerar actitudes en contra de los chinos. Probablemente ésa fue la razón por la cual la parte china de la población aumentó, especialmente entre los mandarines, que en el resto de Australia eran menos numerosos que los cantoneses. En Kinross podían vivir en paz, hacer su vida sin temor de que la policía los arrestara o que los golpearan en algún callejón. Al igual que los niños blancos, los chinos iban a la escuela desde los cinco hasta los doce años. Alexander esperaba que algún día hubiera en Kinross una escuela secundaria, pero los adultos de Kinross, tanto blancos como chinos, no veían la ventaja de que sus hijos siguieran yendo a la escuela durante años y años. Lo mejor que Alexander podía hacer era ofrecer becas para que los pocos niños con aspiraciones académicas que había en la ciudad estudiaran en Sydney. Algunos padres se oponían incluso a esto, porque no querían que sus hijos o, peor aún, sus hijas los superaran. Alexander, que venía de un país que valoraba la educación por encima de cualquier otra cosa, no soportaba este tipo de sentimientos de inferioridad. Se había dado cuenta de que a los australianos no les gustaba demasiado la idea de que sus hijos tuvieran un nivel de formación superior al propio. Los chinos pensaban igual. Tiempo al tiempo, se dijo. Algún día, apreciarán la educación tanto como los escoceses. Es un modo de salir de la pobreza y de la ignominia. Si no, miren a mi pobre mujercita, que sólo tuvo dos años de lectura y casi nada de escritura y aritmética. Ella dice que hubiera preferido no haberse casado conmigo, pero desde que está a mi lado, su educación ha mejorado mucho. Habla mejor, se expresa mejor. ¡Miren lo bien que me atacó el otro día con el tema de Ruby! Jamás hubiera podido hacer una cosa así en la Kinross de Escocia.

Para finales de octubre, cuando se inauguró el ferrocarril de Apocalipsis, Elizabeth se sentía demasiado pesada para asistir al acto. Sin embargo, pudo participar de la cena que dieron en la casa Kinross para los numerosos dignatarios que venían de Sydney. Algunos se sentían avergonzados porque Kinross tenía tren antes que Bathurst. Los habitantes de Bathurst habían armado piquetes en Lithgow.

Fue allí donde Elizabeth conoció por fin a Ruby Costevan, quien, ciertamente, no podía ser excluida de la lista de invitados. Los únicos comensales que se hospedaban en la casa Kinross eran los Dewy, los demás se alojaban en el hotel Kinross.

Los invitados llegaban a la sima de la montaña asombrados y lanzando exclamaciones. El viaje en teleférico era tan novedoso, que, especialmente las mujeres, estaban tan fascinadas como asustadas. Elizabeth llevaba un elegante vestido de satén azul metálico y un conjunto de joyas nuevo que Alexander le había regalado para la ocasión: zafiros y diamantes engarzados en oro blanco. Los zafiros eran más pálidos y translúcidos de lo que solían ser esas oscuras piedras. Y, por supuesto, también tenía puestos el anillo de diamantes en una mano y el de turmalina en la otra.

El embarazo realzaba su belleza, y su orgullo, cada vez más inflexible, la obligaba a mantener la cabeza bien erguida. Llevaba el pelo peinado con rodetes coronados con una tiara de zafiros y diamantes. ¡Compórtate como una reina, Elizabeth!, se dijo. Quédate en la puerta, junto a tu marido infiel, y sonríe, sonríe, sonríe.

Aunque ella pensaba que Ruby carecería de tacto, ésta, cuando la situación lo exigía, sabía ser diplomática, de modo que subió en el último turno del teleférico, escoltada por Sung en todo su esplendor mandarín. Ruby había rogado a Alexander que la librara del compromiso, pero él no había accedido.

—En ese caso —dijo ella—, deberías haber dado a tu esposa la oportunidad de conocerme en privado antes de este presuntuoso acontecimiento. Ya es bastante que la pobrecilla perra tenga que lidiar con esta banda de ricachones engreídos para, encima, tener que soportarme a mí.

—Prefiero que tu primer encuentro con Elizabeth sea en un lugar lleno de extraños —dijo Alexander en un tono que no daba lugar a objeciones—. Es un tanto mística.

—¿Mística?

—Un poco fantasiosa. Habla sola a menudo. Summers dice que su esposa, el ama de llaves, le tiene miedo. Cuando tomaba lecciones de piano no era tan grave, pero cuando la señorita Jenkins dejó de venir, se puso cada vez peor.

—Entonces ¿por qué no dejaste que Theodora siguiera viniendo? —preguntó Ruby exasperada—. Aun cuando no pudiera seguir dándole clases de piano. Tu mujercita debe de sentirse terriblemente sola.

—Si estás tratando de insinuar que no pago a la señorita Jenkins, Ruby, ¡estás muy equivocada! —exclamó Alexander irritado—. Ella había ahorrado algo de dinero para hacer un viaje a Londres, así que yo le di vacaciones y le pagué un generoso estipendio. ¡No soy un tacaño!

—¡No eres tacaño! ¡Eres un gilipollas!

Alexander se dio por vencido y se rindió. Nada de lo que hiciera un hombre era suficiente para complacer a una mujer.

Ruby estaba vestida de terciopelo color rojo intenso y llevaba una fortuna en joyas de rubí. Estaba espléndida y lo había hecho a propósito. Si Elizabeth estaba obligada a conocerla en medio de una multitud de extraños, entre los cuales había algunos que sabían que Alexander todavía era su amante, entonces, al menos ella, le demostraría que no era la prostituta callejera que sin duda había imaginado. El gesto estaba destinado a salvaguardar tanto el honor de Elizabeth como el suyo propio. Sin embargo, pensó mientras entraba del brazo de Sung, lo más irónico es que, probablemente, la mujer de Alexander no entendiera el mensaje.

Ella también sentía una gran curiosidad. Se rumoreaba que la señora Kinross era muy hermosa, aunque de un modo discreto… Discreto porque era extremadamente silenciosa y reservada. De todas formas, como Ruby bien sabía, la verdad era que ninguno de los habitantes de Kinross la había visto jamás. La señora Summers era la fuente de información de todos, y según Ruby, Maggie Summers no era más que una bruja resentida.

De modo que cuando vio a Elizabeth, Ruby comprendió muchas más cosas de las que Alexander hubiera querido que interpretara. Su estatura era un defecto, pero se movía muy bien y era verdaderamente hermosa. Tenía la piel blanca como la leche y limpia de rubor o cosméticos. Sus labios eran de color rojo natural y sus pestañas eran demasiado negras para necesitar maquillaje. Sin embargo, en sus ojos color azul intenso se escondía una mezcla de tristeza y pánico, que Ruby instintivamente comprendió que no tenía que ver con ella. Alexander tomó a Elizabeth de la mano y la hizo dar un paso hacia delante. Entonces, sus ojos ardieron con angustia y su boca se deformó en una mueca casi imperceptible de aversión. ¡Dios mío!, pensó Ruby conmovida, ¡le repugna físicamente! Alexander, Alexander, ¿en qué te metiste cuando elegiste una novia que no conocías? ¿No lo sabías? Los dieciséis años es una edad muy especial: te forma o te deforma.

Elizabeth vio a la mujer dragón del brazo de un hombre vestido con dragones; ambos eran altos y majestuosos. Sung llevaba los colores reales, rojo y amarillo, Ruby estaba vestida de color rubí. Pero a Sung ya lo conocía, así que su mirada se dirigió a Ruby. Enseguida le llamaron la atención sus extraordinarios ojos, de un verde increíble y de una calidez absoluta. No se esperaba una cosa así. Sentía compasión por Ruby de mujer a mujer. Tampoco podía considerarla una ramera, ni por su forma de vestir, ni por sus modales, ni por su voz grave y algo ronca.

Elizabeth advirtió que su manera de hablar era sorprendentemente articulada para alguien que venía de Nueva Gales del Sur, sobre todo teniendo en cuenta sus orígenes. No hacía ostentación de su voluptuoso cuerpo, y se movía como si fuera una reina, como si el mundo le perteneciera.

—Me alegro de que haya podido venir, señorita Costevan —susurró Elizabeth.

—Me alegro de que me haya invitado, señora Kinross.

Ésta era la última pareja de invitados, así que Alexander se alejó de la puerta. Se sentía entre la espada y la pared: ¿debía tomar del brazo a su mujer, a su amante o a su mejor amigo? Las buenas costumbres precisaban que no tenía que ofrecer el brazo a su mujer, pero también indicaban que no se lo podía ofrecer a su amante. Sin embargo, ¿cómo podía dejar que su mujer y su amante caminaran juntas detrás de Sung y de él?

Ruby resolvió el dilema dando a Sung una palmada en la espalda que lo empujó hacia Alexander.

—¡Adelante caballeros! —dijo alegremente y después, en voz baja, a Elizabeth—: ¡Qué situación interesante!

Elizabeth se descubrió a sí misma respondiéndole con una sonrisa.

—Sí, ¿verdad? Pero te agradezco que la hayas simplificado.

—Mi pobrecilla niña, eres como un cristiano al que acaban de echar a los leones. Demostremos que es Alexander quien tiene que enfrentarse a las fieras —respondió Ruby tomándola del brazo—. Eclipsaremos a ese bast… a ese maldito.

De modo que entraron en el enorme salón sonriendo y tomadas del brazo, plenamente conscientes de que todas las demás mujeres, entre ellas Constance Dewy, quedarían eclipsadas.

La cena fue anunciada casi de inmediato, para horror del cocinero francés que habían contratado, que, como pensaba que todavía tenía media hora más, no había terminado de preparar los suflés de espinacas. Por lo tanto, se vio obligado a echar algunas gambas frías en platos pequeños con un poco de vulgar mayonesa en cada una. Merde, merde, merde! ¡Qué fiasco culinario!

Había sido un truco de Alexander para separar a su amante de su esposa, quienes, naturalmente, se sentaban en lugares separados. Elizabeth estaba en un extremo con el gobernador, sir Hercules Robinson, a su derecha, y el primer ministro, John Robertson, a su izquierda. Como el gobierno de sir Hercules era demasiado autocrático, no se llevaba bien con el primer ministro, por lo tanto le tocaba a Elizabeth mantener la compostura social. La tarea se hacía aún más difícil a causa del paladar hendido y el consecuente defecto del habla del señor Robertson, para no hablar de la velocidad a la que consumía vino y su tendencia a apoyarle una mano sobre la rodilla.

Alexander estaba sentado en el otro extremo de la mesa con lady Robinson a su derecha y la señora Robertson a su izquierda. Aunque era mujeriego y bebedor, el señor Robertson era formalmente presbiteriano. Su esposa, una presbiteriana muy reservada, por lo general no lo acompañaba a los acontecimientos sociales. De modo que el hecho de que hubiera venido a Kinross era una indicación de la posición que ocupaba Alexander en el Estado.

¿Qué voy a decir a esta sofisticada cabeza hueca y a esta santurrona?, se preguntaba Alexander mientras miraba su plato de gambas frías. No sirvo para esto.

Hacia la mitad de la mesa estaba Ruby. Tenía al señor Henry Parkes a su derecha y al señor William Dalley a su izquierda y coqueteaba discretamente con ambos, que estaban fascinados. Lo hacía con tal elegancia que las mujeres que estaban a su alrededor se sentían eclipsadas más que ofendidas. Parkes era el adversario político de Robertson y el puesto de primer ministro solía oscilar entre ellos dos. Si Robertson estaba en el poder, Parkes intentaría obtenerlo apenas terminara su mandato. Era tan necesario mantener a Parkes y a Robertson separados como mantener a Ruby y a Elizabeth lejos la una de la otra. Sung se mostraba seductor como de costumbre. Nadie se habría atrevido a calificarlo de chino pagano, aunque en realidad lo era. La riqueza inconmensurable era capaz de disfrazar candidatos mucho menos prometedores que Sung.

Valió la pena esperar los suflés de espinaca. Los sorbetes también eran excepcionales. Estaban hechos de pinas especialmente traídas en el coche refrigerador desde Queensland, donde crecía esa clase de exquisiteces. Siguió un plato de bacalao coral al vapor y después costillas de lechal al horno. La cena concluyó con una ensalada de frutas tropicales adornadas en forma de montículo sobre un lecho de nata batida que parecía la cima de un volcán asomando entre las nubes.

Les llevó tres horas comer todos los platos. Durante ese tiempo, Elizabeth comenzó a sentirse más a gusto con sus tareas de anfitriona. Sir Hercules y el señor Robertson podían estar enfadados entre ellos, sin embargo, se sentían atraídos hacia su hermosa acompañante como las abejas a una flor cargada de néctar. Y aunque el señor Robertson se sentía desalentado ante el carácter fuertemente presbiteriano de la deliciosa mujer, lo atraía su forma de ser. Después de todo, él tenía una en casa.

Mientras tanto, Alexander se esforzaba por mantener una conversación informal con dos mujeres que no tenían el más mínimo interés en las máquinas de vapor, las dínamos, la dinamita o las minas de oro. Encima no veía la hora de que el primer ministro John Robertson iniciara una contienda verbal, porque estaba ansioso por derrotarlo. Sin embargo, esto no sucedería hasta que las mujeres se hubieran retirado. Entonces, Robertson atacaría preguntando por qué Kinross no había destinado una parte de su territorio a construir una iglesia presbiteriana. ¿Cómo era posible que los católicos hubieran obtenido tierra suficiente para edificar una escuela y una iglesia sin pagar ni un centavo, mientras que a la Iglesia presbiteriana le estaban pidiendo una suma astronómica por un terreno insignificante en Kinross? Bueno, si Robertson pensaba que Alexander se iba a echar atrás, ¡estaba muy equivocado! La mayoría de los habitantes de Kinross pertenecían a la Iglesia anglicana o a la Iglesia católica. Había sólo cuatro familias presbiterianas. De modo que dejó de escuchar a las mujeres que hablaban de niños alrededor de él y se puso a pensar cómo iba a decir a John Robertson que tenía intenciones de donar tierras a los congregacionalistas y a los anabaptistas.

Todo se desarrolló como en cualquier cena formal: cuando trajeron las botellas de oporto, las mujeres se levantaron y se retiraron al salón a esperar, como mínimo una hora, a que los hombres se les unieran. Esta costumbre se había establecido para permitir que las mujeres tuvieran tiempo de vaciar sus vejigas sin sentirse incómodas ante los hombres, quienes las veían ir y venir. Dado que la mayoría de las mujeres tenía ganas de «ir y venir», comenzó la procesión.

—Menos mal que hay dos cuartos de baño en la planta baja —dijo Elizabeth a Ruby—. De todas formas, si quieres podemos ir arriba, al mío.

—Muéstrame el camino —respondió Ruby con una sonrisa.

—Nunca pensé que me agradarías —dijo Elizabeth mientras se acicalaban frente a una plétora de espejos.

—Eso es, así luce mejor —dijo Ruby acomodando las plumas que salían de su penacho de diamantes y rubíes—. Bueno, yo pensé que te odiaría, así que estamos en paz. Pero, apenas te vi quise que fuéramos amigas. Tú no tienes amigas y vas a necesitar alguna si quieres sobrevivir a Alexander. Es una locomotora: pasa por encima de cualquier obstáculo.

—¿Lo amas? —preguntó Elizabeth curiosa.

—Hasta el infinito, creo —respondió Ruby. Su rostro se transformó, se volvió desafiante. Pero, pensó Elizabeth, sus ojos estaban llenos de dolor—. Sin embargo, que lo ame no significa que pudiera casarme con él, aun cuando no fuera la prostituta reconocida que soy. A ti te educaron para ser una buena esposa, yo fui abandonada a mi suerte. Ser la amante de Alexander es mucho más de lo que esperaba de la vida, así que estoy feliz, muy feliz.

Estamos en dos puntos opuestos, pensó Elizabeth con una nueva sabiduría. Yo soy su esposa y no podría librarme de él aunque quisiera. Ella es la amante y no podría estar más cerca de él aunque se lo propusiera. No es justo.

—Será mejor que bajemos —dijo suspirando.

—Bueno, pero con la condición de que encontremos uno o dos sillones donde sentarnos. Quiero saber todo de ti, Elizabeth. Por ejemplo: ¿te encuentras bien?

—Bastante bien, aunque tengo las piernas y los pies hinchados.

—¿De veras? A ver, deja que te mire. —Ruby se arrodilló a la entrada de la escalera, levantó la falda a Elizabeth y examinó la carne inflamada que se escapaba de sus zapatos—. Estas muy hinchada, querida. ¿Alexander no ha traído un doctor para que te examine? No el viejo doctor Burton de Kinross, que no sabe nada. Es el típico curandero de campo. Necesitas ver a un especialista de Sydney.

Empezaron a bajar.

—Le preguntaré a Alexander.

—No, yo se lo diré a Alexander —dijo Ruby con un resoplido de dragón.

Elizabeth se echó a reír.

—Me gustaría escuchar cuando se lo digas —respondió ella.

—Ofendería tus encantadores y refinados oídos. Hoy me estoy comportando de maravilla —anunció Ruby mientras entraban en el salón—. En circunstancias normales soy mucho más mal hablada, como quien dice. Suele suceder cuando regentas un burdel.

—Cuando me enteré de eso me pareció repugnante.

—Pero ahora no te causa repugnancia, ¿verdad?

—No, para nada. Es más, me muero de curiosidad. ¿Cómo se hace para regentar un burdel?

—Con mano dura, y con más habilidad que un gobernante para dirigir un país. También ayuda tener una fusta.

Se sentaron en un sofá, ajenas a las miradas de las demás invitadas. La señora Euphronia Wilkins, esposa del reverendo Peter Wilkins de la Iglesia anglicana en Kinross, había aprovechado la ausencia de las dos mujeres para poner al tanto a lady Robinson, a la señora Robertson y a otras, de la historia pasada y presente de Ruby. La señora Robertson sintió que iba a desmayarse, así que pidió que le trajeran sales aromáticas. Lady Robinson, en cambio, estaba de lo más intrigada y entretenida.

Constance Dewy, que no podía desprenderse de una mujer insoportable, esposa de un ministro, miraba con envidia a Ruby y a Elizabeth. ¿Quién lo hubiera dicho?, se decía a sí misma, asintiendo y sonriendo a la letanía de lamentos que le relataba la mujer que estaba a su lado. Elizabeth y Ruby han decidido ser amigas. ¡Oh, eso sí que volverá loco a Alexander! Se lo merece por aislar a la pobre niña aquí sin ningún tipo de compañía.

Cuando llegaron los hombres envueltos en una miasma de humo de cigarrillo y oporto añejo, Elizabeth se puso de pie. Una pequeña parte de sí se preguntaba por qué Alexander estaría tan contento y el señor Robertson tan furioso.

—Ruby, me han dicho que tocas el piano y cantas maravillosamente —dijo—. ¿Nos harías el honor de deleitarnos esta noche?

—Por supuesto —respondió Ruby, sin demostrar la tradicional falsa modestia que indicaba la convención—. ¿Qué tal un poco de Beethoven y algunas arias de Gluck y, de postre, Stephen Foster?

Elizabeth la acompañó hasta el piano y acercó una silla para sentarse junto a ella.

Con la mirada baja, Alexander eligió una silla junto a Constance Dewy, que había logrado deshacerse de la insoportable mujer cuando habían entrado los hombres. El señor Dewy, Charles, se acomodó al otro lado de su esposa.

—Congenian bastante bien —dijo Constance alzando un poco la voz porque Ruby había empezado a tocar la «apassionata»—. Es una suerte que el embarazo de Elizabeth sea tan evidente, Alexander. De lo contrario la gente podría pensar que estáis involucrados en un ménage à trois.

—¡Constance! —exclamó Charles horrorizado.

—¡Shhhhh! —chistó ella.

A Alexander le brillaban los ojos. Dedicó una sonrisa agradecida a Constance y se entregó a escuchar aquella música celestial, intensificada para él por las miradas estupefactas de algunas mujeres. Jamás escucharían a una intérprete mejor ni en Londres ni en París.

Cuando terminó con las sonatas y las arias, Ruby empezó a tocar y a cantar canciones populares. Elizabeth escuchaba y observaba extasiada. Esa mujer debería de ser una duquesa, como mínimo, pensó. Cuántas veces me angustié imaginando a esa niña de once años violada por su propio hermano, a pesar de mi intolerancia. Pero ahora entiendo lo cruel que puede ser la vida. ¡Oh, Ruby, lo lamento tanto!

Ruby, que se había dado cuenta del considerable dolor que debía de estar sintiendo Elizabeth con sus pies hinchados apretados dentro de los zapatos, se detuvo de golpe.

—Necesito un cigarro —dijo y encendió uno.

Una docena de mujeres carraspearon. Sin embargo, notó divertida Constance, Ruby lograba que la imagen de una mujer fumando un pequeño cigarro pareciera la cosa más natural del mundo. ¡Tengo que conocerte mejor, Ruby! No volveré a evitarte en las reuniones de Apocalipsis.

Un gesto imperioso de la dama del cigarro hizo que Alexander se acercara al piano. Su rostro informaba a los invitados de que la esposa y la amante de un hombre debían de llevarse bien entre ellas.

—Es hora de que Elizabeth se vaya a acostar, Alexander —dijo Ruby—. Acompáñala arriba y ayúdala a meterse en la cama.

Elizabeth se inclinó para besarla en la mejilla y después se retiró de la habitación del brazo de su marido, mientras Ruby retomaba su recital.

—¿Por qué no me dijiste que era tan agradable?

—¿Me habrías creído?

—No.

Jade y Pearl la estaban esperando, pero Elizabeth lo detuvo tomándolo de la chaqueta.

—Una vez que mi bebé haya nacido, Alexander, iré a Kinross cada vez que me dé la gana —dijo con la frente bien alta—. Además tengo intenciones de seguir viendo a Ruby.

El puso cara de aburrido.

—Como quieras, querida. Ahora ve a dormir.