3. En busca de una veta y de una novia

Después de haber descubierto oro de placer en el río Kinross, Alexander finalmente regresó a Hill End, a la habitación Azul de Costevan’s.

Ruby lo recibió con serenidad pero cálidamente; es decir, le mostraba que era muy bienvenido, como cualquier viejo amigo, pero a la vez le indicaba que las posibilidades de que se metiera en su cama azul eran… en fin, más bien escasas. La movía el orgullo. La verdad era que Ruby siempre había ansiado estar con él, sobre todo ahora que Sung y Lee también se habían ido. Las cinco muchachas que habían trabajado para Ruby hasta hacía un año se habían marchado, por el desgaste natural que provocaban las enfermedades, la desilusión y el descontento, y habían sido reemplazadas por cinco nuevas.

—Debería decir caras nuevas, pero la verdad es que parece que vinieran de la guerra —dijo Ruby, un tanto cansada, mientras servía el té a Alexander—. ¡Estoy agotada! Cuando la cantina está llena, ni siquiera recuerdo quién es Paula y quién Petronella. ¡Petronella! ¡Por favor! Parece el nombre de algo que te frotas para espantar los mosquitos.

—Eso es la citronela —respondió él quedamente. Hurgó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un sobre—. Aquí está tu parte de las ganancias hasta ahora.

—¡Por Dios! —exclamó mirando fijamente el cheque—. ¿Qué clase de porcentaje representan diez mil libras esterlinas?

—El diez por ciento de mi parte. Sung utilizó la suya para comprar una concesión de ciento treinta hectáreas en la cima de la montaña, a unos seis kilómetros del pueblo, donde construirá una ciudad pagoda en miniatura. Será toda de cerámica vidriada, ladrillos de hermosos colores, y aleros y torres escalonadas. Me proporcionó cien culis para que me construyan un muro de escombros y roca en la salida de un valle que sería perfecto para una represa. Cuando terminen, subirán a la cima de mi montaña para desviar una parte del río, que no está contaminada, hacia la represa. Y después, pasarán a formar parte de la mano de obra íntegramente compuesta por chinos que construirá mi ferrocarril. Con salarios de blancos, debo aclarar. Sí, Sung está más feliz que el emperador de la China.

—¡Mi querido Sung! —suspiró ella—. Ahora comprendo por qué Sam Wong está tan nervioso. Puedo arreglármelas perfectamente sin Paula, Petronella y las demás, pero no sin Sam y Chan Hoi. Están murmurando algo acerca de volverse a China.

—Es que son ricos. Sung registra los reclamos por ellos, como lo haría cualquier hermano o primo —dijo Alexander con picardía, mirándola con los ojos entrecerrados—. En el yacimiento Kinross los chinos están al mismo nivel que todos y se les trata como es debido.

—Sabes perfectamente, Alexander, que Sam no es el hermano de Sung, ni Chang es su primo. Son sus siervos o sus vasallos, o como quiera que sea la palabra china para decir esclavos libres que todavía están a sus órdenes.

—Sí, por supuesto. Lo sé. De todos modos, entiendo por qué Sung siguió adelante con la farsa. Es un señor feudal del norte que se atiene a su forma de vestir y a sus costumbres y exige que su pueblo haga lo mismo. Los chinos que se volvieron británicos no lo quieren.

—Puede ser, pero no creas que Sung no tiene poder sobre los chinos que se cortan la coleta y se ponen camisas almidonadas. El enemigo común es el hombre blanco. —Ruby sacó un cigarro de su pitillera de oro—. No has hecho ningún favor a los chinos asociándote con ellos y tratándolos como si fueran hombres blancos.

—Podía confiar en su silencio, lo cual me dio seis meses de ventaja —dijo Alexander sacudiendo el cheque—. Esta suma se la debemos, en gran parte, al control que Sung tiene sobre su gente. El secreto no salió a la luz hasta que no registré todos nuestros reclamos.

—Y ahora tienes diez mil personas en un pueblo que es una tienda de campaña.

—Exactamente. Pero ya he tomado medidas para controlarlo. Pasarán muchos años antes de que Kinross sea una ciudad hermosa, pero ya tengo planeado cómo será. Subdividí mi terreno otorgando la cantidad de tierras necesaria para la ciudad y para las entidades gubernamentales, y traje seis buenos policías. Los elegí uno por uno, y ya saben que no pueden ensañarse con los chinos. También contraté a un inspector de salud cuyo único trabajo, por el momento, es asegurarse de que los pozos ciegos se excaven en un sitio en el que no contaminen las aguas subterráneas. No quiero que las epidemias de fiebre tifoidea acaben con los habitantes de Kinross. Hay una suerte de camino que lleva a Bathurst (al menos sirve para que pase un Cobb & Co) y otro que va a Lithgow. Las calabazas se están vendiendo a una libra cada una, las zanahorias a una libra el medio kilo, los huevos a un chelín rada uno, pero eso no durará para siempre. Lo bueno es que no estamos atravesando un período de sequía y para cuando lo estemos, la represa estará llena.

Sus ojos verdes lo estudiaban con una mezcla de exasperación y diversión. Lanzó una risotada.

—¡Eres único Alexander! Cualquier otro hombre en tu lugar hubiera saqueado el lugar y se habría marchado. Pero tú no. Lo que sigue siendo un misterio es por qué decidiste llamar Kinross a tu ciudad. El nombre que le corresponde es Alejandría.

—Veo que has estado leyendo.

—Ya soy una experta en Alejandro Magno.

—En la esquina de la calle Kinross y la calle Auric, reservé un terreno particularmente envidiable. Tiene treinta metros de frente hacia cada una de las calles, un espacio al fondo para establos, cobertizos y un patio. En los planos de la ciudad figura como: Hotel Kinross, propietaria/concesionaria: R. Costevan. Sugiero que lo construyas en ladrillo. —Su mirada se volvió severa—. Y una cosa más, deja a tus prostitutas en Hill End.

Los ojos de Ruby se encendieron. Abrió la boca para protestar, perro Alexander le ganó de mano.

—¡Cállate! ¡Piensa, bruja estúpida y quisquillosa, piensa! No es común que una mujer esté al frente de un hotel de su propiedad, pero es una ocupación respetable, si el hotel es decente. Una ocupación que no coartará el futuro a Lee cuando sea adulto y empiece a abrirse camino en el mundo. ¿Qué sentido tiene invertir tanto dinero en la educación de tu hijo si, para cuando trate de establecerse en el área que haya elegido, se sabe que su madre es la propietaria de un burdel en una zona minera? Ruby, te estoy ofreciendo volver a empezar en un pueblo nuevo y quiero que seas una ciudadana honrada. —Le dedicó una de sus maravillosas y seductoras sonrisas—. Si abrieras un burdel in Kinross, tarde o temprano te obligarían a marcharte. Los predicadores se harán con el poder necesario para echar a las mujerzuelas. Probablemente las embadurnarán con alquitrán y las llenarán de plumas. Y yo no puedo imaginar mi vida sin ti. Después de todo, si te pierdo, ¿quién me escuchará cuando me ensañe con los predicadores porque se proclaman la policía moral de mi pueblo?

Ella rio, pero se recompuso enseguida.

—Construir el hotel del que estás hablando me costaría un tercio de todo lo que me has dado. No puedo hacerlo. Aquí tengo lo que me hace falta para pagar la mitad de la educación de Lee, justo ahora que estaba empezando a pensar seriamente de dónde iba a sacar el dinero restante. La producción de Hawkins Hill está disminuyendo y Hill End está muriendo con ella. Muchos de los habitantes de Hill End se fueron a Kinross o están por hacerlo. Así que seré franca contigo. En primer lugar, gracias a ellos, mi reputación me seguirá. En segundo lugar, yo también estoy planeando irme a Kinross pronto, pero para construir un edificio de adobe y cañas donde pueda poner a trabajar a mis muchachas en el único oficio que conocen. Entiendo lo que dice, su majestad, pero no puedo acatar sus órdenes. El año que viene tal vez me puedas dar algún dividendo más, pero después se acabó. El oro de placer se agotará.

—Salgamos a saludar a mi vieja y querida yegua —dijo él, poniéndose de pie y tendiendo una mano a Ruby.

Media hora más tarde, Ruby Costevan, algo aturdida, fue a su habitación y se puso el vestido que había reservado para el día en que Alexander regresara. Era de terciopelo color naranja, y muy elegante. Digno de la esposa de un ministro. Perfecto para la propietaria del hotel Kinross.

Una veta. Él dijo que había descubierto una veta en sus tierras.

Se observó detenidamente en el espejo con completa indiferencia. No, no aparento treinta y uno. Más bien veinticinco. Una de las ventajas de vivir siempre encerrada es que la piel no se estropea con el sol. ¡Ay de esas pobrecillas brujas que cultivan sus huertas mientras sus maridos trabajan en las excavaciones, incapaces de pagar lo que Hee Poy o Ling Po cobran por los productos que venden en su mercado! Un par de mocosuelos colgados de sus faldas y otro en camino. Las manos más ásperas que las de sus maridos. No sé cómo lo pueden soportar. Yo no lo haría ni loca. Supongo que será por amor. Si es amor, no amaré jamás a un hombre de esa manera, ni a Sung ni a Alexander. Algunas de esas mujeres solían ser bellas; yo todavía lo soy. Ellas… solían serlo.

¡Analiza tus treinta y un años, Ruby!

Soy el mejor ejemplo de que el crimen paga. Si me hubiera dejado estar como esas mujeres que cultivan sus huertas de verduras, ninguno de los hombres que me ayudó me habría prestado atención. Dicen que el nacimiento es un accidente del destino. Bueno, el destino pone muchísimas más mujeres pobres sobre la faz de la tierra que mujeres que tienen los medios para lograr un buen matrimonio. Alexander también dice que algunas mujeres van a la universidad porque sus padres tienen el dinero suficiente para enviarlas. En cambio el único lugar al que me mandaba mi madre era a la cantina a comprar cerveza. A mi padre nunca lo conocí. Era un inútil llamado William Henry Morgan. Ladrón de ganado y ex convicto, hijo de un preso. Ya tenía una esposa, así que no podía casarse con mi madre, que se convirtió también en una convicta. Ella murió de gangrena después de caerse y romperse la pierna estando borracha. Mis medias hermanas son alcohólicas y prostitutas; los imbéciles de mis hermanos están en la cárcel y son reincidentes reconocidos.

Entonces ¿yo por qué sobreviví? ¿De dónde saqué la fuerza para sobreponerme, para mejorar?

Mi hermano Monty me violó cuando tenía once años. Probablemente haya sido una cosa buena. Una vez que la flor se marchita, se acabó la batalla. Sin mancha de sangre en la sábana a la mañana siguiente de la noche de bodas no hay esperanzas de conseguir un marido respetable. Los hombres que tienen intenciones de casarse quieren estar seguros de que son los primeros. ¡Apuesto a que Alexander Kinross piensa igual!

Lo que me aterraba era la sífilis. Toda mi vida estuvo rondándome, al acecho. Monty no la tenía cuando abusó de mí, pero al año siguiente se contagió. Yo no esperé. Apenas mi flor se marchitó, corrí a Sydney y me busqué un viejo rico que me mantuviera. Sólo se le ponía dura si se la mamaba. No es algo que las mujeres disfrutemos, pero al menos es un buen método para no tener hijos. Cuando murió, me dejó cinco mil libras. ¡Qué revuelo armó su familia cuando se enteró! Preferían verme en el infierno antes que darme un solo centavo. Sin embargo, cuando les leí las cartas que había dejado y les dije que no tenía ningún problema en leerlas en el juzgado, decidieron no protestar. Pagaron sin chistar. Las mamadas fueron decisivas para definir las cosas.

Así que volví a Hill End con el dinero suficiente para dedicarme al único negocio que conocía, cantinas y prostitución, y me enamoré de Sung. Un hombre muy guapo, un príncipe. Pero tan astuto como Alexander. De todas formas, me hizo un regalo que no tiene precio: Lee. Mi bebé, mi esperanza, mi futuro. Nunca voy a decir a Lee que por la rama blanca de su familia desciende de una banda de convictos e inútiles. Gracias a Alexander Kinross, Lee podrá escapar de esa suerte.

¿Alexander sabrá que lo amo? Tal vez sí, tal vez no. Puede que él me ame. Pero lo bueno es que el matrimonio es algo que entre nosotros está fuera de discusión. Trataría de convertirme en una más de sus pertenencias, y yo me negaría a tener un dueño. ¡Pobre de la mujer que elija para casarse! Sin embargo, le tengo más odio que lástima porque me lo robará.

Una veta. Él jura que está allí. Jura que los dividendos de hoy son sólo la punta del iceberg del oro que flota rumbo a mí. ¿Debo fiarme de su palabra? ¿Debo creer en él? ¡Sí, mil veces sí! De modo que haré lo que él quiere. Construiré el hotel Kinross de lujosos ladrillos y me convertiré en una ciudadana modelo de Kinross.

Se levantó de su tocador, echó hacia atrás la enorme cola de su falda, y bajó a cenar.

—Están fabricando excelentes ladrillos en Lithgow —dijo Alexander mientras cenaban—. Y los pueden traer en carros tirados por bueyes. Para cuando el hotel Kinross esté terminado, el pueblo tendrá agua corriente que, por la acción de la gravedad, llegará desde la represa. Las cloacas también estarán terminadas. Encontré un lugar ideal para ubicar la planta de tratamiento de las aguas residuales, y Dios sabe que hay suficientes chinos para hacerla funcionar. Los vegetales serán muy baratos en la zona de los desechos humanos purificados. Ah, sí, el objetivo de una planta de tratamiento de aguas residuales es tratar y purificar los desperdicios humanos. Es más, el sitio se encuentra en la parte de sotavento del pueblo, así que el viento hará que el olor vaya hacia otra parte.

Seguirá hablando de este Kinross de porquería hasta que las velas no ardan, pensó Ruby. No es el oro lo que lo apasiona, es todo lo que puede hacer con el dinero que gana extrayéndolo.

Alexander encontró la veta madre en febrero de 1874. Tres meses antes había empezado a cavar en la roca a unos quinientos metros al norte de las cascadas, prestando atención a que la bocamina estuviera en sus tierras. Excavó un túnel tan estrecho que apenas tenía la altura suficiente para permitirle entrar. Hizo las voladuras, apuntaló, y cavó; él solo lo hizo todo. Su única ayuda, aparte de la pólvora negra, era un juego de barras de apoyo de sesenta centímetros de largo y un contenedor en el que arrojaba los fragmentos de roca para después vaciarlo en la bocamina.

A quince metros de la base de la montaña, al final del túnel, encontró una veta de cuarzo después de una pequeña explosión que sonó más apagada y menos estrepitosa. Tenía sesenta centímetros de ancho, era más alta en la parte izquierda y descendía en la parte derecha. La examinó detenidamente a través de los escombros, a la luz de la lámpara de queroseno, y encontró trozos casi fiables de mena mezclada con pizarra y cuarzo. ¡El Dorado! ¿Cómo supo dónde excavar? A toda prisa, desechó la roca común en el contenedor y apiló la mena a un lado. Después, tambaleándose un poco, caminó hacia la luz brillante del sol con un trozo de mena en la mano y la observó maravillado. ¡Dios! ¡La mitad de aquello era oro!

Entonces, levantó la vista hacia la montaña, sonriendo y temblando. Sentía que las rodillas se le aflojaban. Sube y baja, se dijo, y estoy seguro de que continúa por un largo trecho. Quizá no sea sino otra veta más. El monte Kinross es literalmente una montaña de oro. El lujo bastardo de padre desconocido tendrá tanto poder en estas tierras que comprará y venderá gobiernos enteros. Su sonrisa desapareció, y se echó a llorar.

Y cuando las lágrimas se secaron, miró hacia el sudoeste, hacia Kinross. La ciudad no iba a desaparecer. ¡No señor! Sería como Gulgong. Tendría calles pavimentadas, edificios imponentes. ¿Un teatro de ópera? ¿Por qué no? Un sitio bello construido gracias a una montaña de oro. Sus hijos y los hijos de sus hijos estarían orgullosos de llamarse Kinross.

Al atardecer del domingo siguiente llevó a Sung Chow, Charles Dewy y Ruby Costevan a mostrarles lo que había descubierto.

—¡Apocalíptico! —exclamó Charles, con sus ojos grises desmesuradamente abiertos por el asombro—. Este debe de ser el sitio en el que Dios dejó todo lo necesario para reconstruir el mundo después de destruirlo. ¡Oh, Alexander, eres un hombre muy afortunado! ¡Son como… como gotas de miel! En Trunkey Creek el oro está distribuido tan sutilmente en el cuarzo que casi no se ve, pero esto parece tener más oro que cuarzo.

—Apocalipsis —dijo Alexander pensativo—. Es un buen nombre para nosotros y para la mina. La mina Apocalipsis y Empresas Apocalipsis. Gracias Charles.

—¿Yo también estoy incluido? —preguntó Charles ansioso.

—Si no lo estuvieras, no te la habría mostrado.

—¿Cuánto quieres?

—Un fondo de capital de al menos cien mil libras para empezar, a diez mil libras cada acción. Pienso comprar siete acciones para reservarme el control de la compañía, pero si alguno de vosotros quiere comprar dos, eso incrementaría nuestro capital. La participación es limitada a nosotros cuatro, prorrateada según el número de acciones que tenga cada uno —dijo Alexander.

—Yo estoy de acuerdo en que estés al mando, aunque no tengas la mayoría de las acciones —respondió Charles—. Yo compraré dos acciones.

—Yo también compraré dos acciones —dijo Sung resoplando.

—Para mí sólo una —dijo Ruby.

—No, para ti dos. Una la comprarás tú y la otra es para Lee. La tendrás en fideicomiso hasta que él sea mayor de edad.

—¡Alexander, no! —A Ruby se le hizo un nudo en la garganta. Por una vez estaba demasiado conmovida para enfadarse—. ¡No puedes ser tan generoso!

—Puedo ser lo que me plazca. —Se volvió para conducirlos hacia la luz y allí se dio otra vez la vuelta para mirarla a la cara—. Ruby, tengo un presentimiento sobre Lee. Siento que tendrá un papel importante en Apocalipsis. Sí, Charles, es un nombre brillante. Esto no es un regalo, mi querida amiga, es una inversión.

—¿Para qué tanto capital? —preguntó Charles, mientras hacía algunos cálculos mentales a fin de resolver cómo podía reunir veinte mil libras.

—Porque excavaremos la mina Apocalipsis de manera absolutamente profesional desde el principio —dijo Alexander, empezando a caminar—. Necesitaremos mineros, chicos para los explosivos, carpinteros y peones, en fin, por lo menos unos cien empleados bien remunerados. No tengo ninguna intención de convertirme en el blanco de esos agitadores que se especializan en alentar el descontento entre los trabajadores. Quiero una máquina trituradora de veinte cabezas, una docena de bocartes y todo el mercurio necesario para procesar el oro. Crisoles de separación. Máquinas de vapor para hacer funcionar todo, y una montaña de carbón. En Lithgow hay muchísimo carbón, pero el trecho en zigzag por la montaña hace que enviarlo a Sydney cueste tan caro que resulta imposible competir con las minas de carbón del norte y del sur. Empezaremos de inmediato a trabajar en la construcción de un ferrocarril privado de vía normal entre Lithgow y Kinross. ¿Por qué? Porque vamos a comprar una mina de carbón cerca de Lithgow y traeremos hasta aquí nuestro propio carbón. Quemar madera es antieconómico e innecesario. Usaremos lámparas de gas para alumbrar el pueblo, carbón para alimentar las máquinas de vapor, y coque para los crisoles de separación. Tampoco utilizaremos la pólvora negra por mucho tiempo. Voy a traer una nueva maravilla sueca, una sustancia explosiva que se llama dinamita.

—Eso responde a mi pregunta —dijo Charles irónicamente—. ¿Y qué sucede si la veta se agota antes de que tengamos ganancias?

—Eso no sucederá, Charles —respondió Sung con seguridad—. Ya consulté con mis astrólogos, y con el I Ching. Me dijeron que este sitio producirá toneladas de oro durante un siglo.

El hotel Kinross estaba abierto al público, aunque Ruby todavía esperaba que llegaran algunos muebles y accesorios para las habitaciones de menor categoría. Alexander tenía un apartamento en la planta superior, y había esperado hasta ese día para desvelar el misterio de donde había pasado tantas horas durante los últimos tres meses: buscando la veta. ¡Maldito bastardo reservado!

—Espero que el resto de las cosas llegue rápido —dijo Ruby mientras compartían una cena romántica en el salón Ruby—. Una vez que se sepa, vendrán muchísimos periodistas. Otra fiebre del oro.

—Algunos vendrán, por supuesto, pero esto es oro subterráneo y está en una propiedad privada que pertenece a una sociedad. Una compañía que tendrá los derechos de explotación de toda la montaña. —Sonrió y encendió un cigarro—. Además, tengo la extraña sensación de que no hay oro en ningún otro lugar que no sea el monte Kinross. Sin duda otras compañías comprarán tierras adyacentes y buscarán oro, pero no encontrarán nada.

—¿Cuánto dinero tienes realmente? —preguntó ella con curiosidad.

—Mucho más que las setenta mil libras que invertí en las Empresas Apocalipsis. Por eso contraté a algunos de los hombres que le sobran a Sung para construir un teleférico que llegue hasta la cima de la montaña. Quiero construir una mansión a trescientos metros de altura para el año que viene, la casa Kinross —dijo con entusiasmo—. Por el modo en que está dispuesta esta veta, y sé que hay muchas más, quiero instalar las torres de perforación en una plataforma de piedra caliza, aproximadamente a unos sesenta metros de altura. La piedra caliza se encuentra hacia el oeste, pero yo abriré una cantera y extraeré los bloques que necesito para construir la mansión, lo cual contribuirá a extender la plataforma. El túnel que visteis hoy se convertirá en el túnel número uno. Quince metros hacia abajo, a ras del suelo, habrá una gran bocamina con contenedores, que serán remolcados por el teleférico hasta un sitio donde las locomotoras puedan recogerlos para llevarlos a los bocartes, en el caso de la mena, o a la represa si se trata de roca. Como encontramos un afluente que baja directamente hacia el valle de la represa, podemos construir el muro allí. El teleférico transportará a los mineros y su equipo hasta la plataforma y las torres de perforación, y después subirá hasta mi casa. Lo tengo todo planeado —dijo Alexander satisfecho.

—¿Y cuándo no? Pero ¿para qué construir una mansión? ¿Qué tiene de malo mi hotel aquí en Kinross? ¿No estás cómodo?

—No puedo instalar a mi esposa en el hotel de un pueblo minero, Ruby.

Aquella respuesta la dejó boquiabierta. Su rostro se tensó.

—¿Tu esposa? —Sus ojos se volvieron como los de un gato: pequeños, salvajes y peligrosos—. Entiendo. Ya la tienes elegida, ¿verdad?

—Hace años que la tengo elegida —dijo él; sin duda, se estaba divirtiendo. Lanzó hacia el techo una bocanada de humo que, al instante, formó un anillo.

—Por ahora —dijo ella con calma— la iglesia anglicana está sin terminar y las únicas mejoras que has hecho en el pueblo son el suministro de agua y las cloacas. Tú y yo somos amantes, todo el mundo lo sabe, y no ofendemos a nadie. Pero cuando tengas una esposa, las cosas cambiarán. ¡Por Dios, Alexander, eres un maldito bastardo! ¡Dejé que me compraras! ¡Dejé que me situarás en una posición de la que no puedo quejarme! Bueno… —dijo ella, poniéndose de pie tan bruscamente que la silla cayó al suelo, y todos los comensales del salón Ruby la miraron estupefactos—. Te sugiero que lo pienses muy bien, víbora… ¡pedazo de mierda!

—Si sigues así, no serás socia de las Empresas Apocalipsis —respondió él sin alterarse.

¡Paf! Ruby le dio una bofetada tan fuerte que hasta los caireles de cristal de la araña tintinearon.

—¡Perfecto! ¡Por mí, puedes meterte todo tu maldito oro en el culo hasta que lo vomites!

Salió del salón como un huracán. El vestido de terciopelo color naranja dibujó una mancha de oro líquido en el aire. Alexander miró a los demás huéspedes con las cejas alzadas, puso su cigarro en un cenicero de cristal y fue tras ella con paso tranquilo.

La encontró arriba, en la galería, paseándose de un lado a otro con los puños apretados a los costados del cuerpo. Sus dientes rechinaban con tanta fuerza que casi los podía escuchar.

—Creo que te amo aún más cuando te enfureces, querida Ruby dijo con voz seductora.

—¡No trates de embaucarme! —gruñó.

—No lo hago; estoy siendo sincero. Si no fueras tan deliciosamente rezongona ni me molestaría en provocarte. Pero, oh, Ruby cuando te enfureces no tienes igual.

—¡Mejor para mí!

—Lo mejor es que no puedes contenerte por mucho tiempo. —Le tomó las manos y las sujetó con suavidad—. Explotas enseguida —susurró mientras le besaba las mejillas ardientes.

Ella intentó morderlo pero no lo consiguió.

—¡Odio estas ridículas faldas enormes! —exclamó. Sus dedos parecían garras—. ¡Si pudiera te patearía los cojones tan fuerte que no necesitarías esposa ni amante! ¡Te odio, Alexander Kinross!

—No es verdad —dijo él riendo—. Vamos, besémonos y hagamos las paces. Te guste o no, ya estás comprometida con las Empresas Apocalipsis, y tendrás que acostumbrarte a la idea de que yo tenga una esposa. Si no podemos ser amantes, seremos amigos.

Ruby lo miró con desprecio.

—¡Prefiero ser amiga de un predicador!

—Para repetir una vez más mi eterna frase: ¡Piensa Ruby! No puedo casarme contigo, eso está claro. Como marido y mujer nos mataríamos el uno al otro. Pero, mira, acabo de encontrar lo que parece ser la mina de oro más grande del mundo. ¿A quién dejaré mi parte? Necesito una esposa para que me dé hijos. Tú tienes un heredero. Sung los tiene a montones. En cambio yo no tengo ninguno. Sé justa conmigo, querida.

—Sí, ya entiendo —respondió ella, empezando a temblar mientras su rabia amainaba—. ¿Estás tratando de decir que me amas a mí y no a ella?

—¿Cómo puedo amara una niña que no he visto jamás?

—¿Jamás la has visto?

—Mandé a pedir una esposa a Escocia. Una prima. Alguien que no sabe nada de Nueva Gales del Sur, o Australia, como quieras llamarla, ni de mí. Espero que sea bonita, pero es como algo comprado a ciegas. Sin duda será virgen. —Puso cara de fastidio—. Seguramente será presbiteriana hasta la médula, pero ya me las ingeniaré para cambiar eso. Como será la madre de mis hijos, espero aprender a amarla. Confío en que sea una mujer sumisa, lo cual es bastante probable porque en mi clan se educa a las mujeres para que sean obedientes. Es más de lo que puedo decir de ti, Ruby. Tú no eres virgen y las obligaciones de una esposa te aburrirían hasta la rebeldía.

Ella hurgó en el bolsillo de su falda y dio un taconazo.

—¡Maldición! ¡He perdido mis cigarros! Dame uno, Alexander.

Encendió una cerilla y la sostuvo mientras ella aspiraba.

—¿Ya estás más tranquila, Ruby?

—En absoluto —replicó ella mientras caminaba de un lado al otro de la galería. El cigarro iba y venía. De pronto se detuvo a una cierta distancia de él y se volvió para mirarlo—. Alexander, esto es una locura. «Es como algo comprado a ciegas». ¿Así es como hablas de tu futura esposa? Los matrimonios por conveniencia abundan, pero por lo general las partes se conocen. ¿Por qué no vas a Sydney y consigues una esposa allí? Charles y Constance tienen dos o tres hijas que están «disponibles», como dicen ellos. Sophia sería un buen partido para ti. Podrías aprender a amarla.

Alexander tensó el rostro.

—No, Ruby. No quiero seguir discutiendo el tema de mi esposa contigo. Ya te dije lo que quiero hacer y por qué quiero hacerlo.

—Y me estás relegando al papel de amiga.

—Conozco a los escoceses —dijo, tirando la colilla quemada que tenía entre los dedos—, y quienquiera que sea la prima que envíen para que se case conmigo, nunca podrá eclipsarte. Además, todavía no estoy casado, así que la amistad es para el futuro.

Ella lo abrazó. Sus ojos, que antes habían sido los de un gato salvaje, eran ahora los de un tierno gatito.

—No puedes estar seguro de que ella no será adorable, Alexander. ¿Qué pasará si resulta ser una Dalila?

La empujó contra el muro que estaba cerca de ella y le bajó la pechera del vestido hasta dejar sus senos al descubierto.

—Existe una sola Dalila, Ruby, y ésa eres tú.

La carta que Alexander Kinross envió a James Drummond, y que Elizabeth ansiaba en vano leer, decía así:

Estimado James:

Te escribo para pedirte la mano de una de tus hijas. Jean sería perfecta, si es que aún sigue soltera. De lo contrario, cualquiera me da igual.

La última vez que nos vimos dijiste que preferías ver a tus hijas casadas con un anabaptista, y yo te aseguré que algún día cambiarías de opinión. El día ha llegado.

Al aprendiz de calderero le ha ido extremadamente bien. James. No sólo encontró oro en California (cosa que no me dejaste que te contara), sino que además descubrió toda una mina de oro en Nueva Gales del Sur. Alexander Kinross es un hombre inmensamente rico.

¿Kinross?, te escucho decir. ¿Quién es ese Kinross? Pues bien, por lo que me dijiste, los Drummond me repudiaron, así que elegí un nuevo nombre. Tu hija vivirá como una dama. En Nueva Gales del Sur, desde donde te estoy escribiendo, no es posible conseguir una esposa adecuada. Todas las mujeres son prostitutas, convictas o esnobs inglesas.

Adjunto a la presente la suma de mil libras esterlinas para cubrir el costo del viaje en primera clase de mi futura esposa y una dama de compañía competente, ya que ese tipo de mujeres también escasean por aquí.

Escríbeme para decirme cuál de tus hijas encontraré cuando llegue a Sydney. Te enviaré cinco mil libras si estoy satisfecho con ella.

Firmó con inmensa satisfacción y se reclinó en su asiento para releer la carta con una sonrisa. ¡Ahí tienes, James Drummond, viejo avaro! ¡Y tú también, John Murray!

Summers llevó la carta al correo en Bowenfels, aunque había una concesión del Correo Real en el coche de la Cobb & Co que iba a Bathurst. El trayecto hasta Kinross, Escocia, fue eterno. Alexander envió la carta en marzo y James Drummond la recibió en septiembre. La respuesta de James, que le informaba de que le enviaría a su hija menor, Elizabeth, de dieciséis años, llegó mucho más rápido. Una semana antes de que el Aurora zarpara de Tilbury.

La casa Kinross, en la cima de la montaña, se terminó de construir a toda velocidad. ¡Cómo se había lamentado Maggie Summers ante la posibilidad de convertirse en ama de llaves! De todas formas, sus berrinches no la llevaron a ninguna parte. Jim Summers le dijo que tenía que hacer lo que se le ordenara y basta. Pobre mujer, parecía destinada a ser estéril. No había tenido hijos con su primer esposo y tampoco tenía ninguno con Summers.

Alexander había esperado hasta el último momento para informar a Charles y a Constance Dewy de su inminente matrimonio. Lo incomodaba un poco la situación porque sabía que ellos la considerarían un tanto peculiar. Constance había tratado de interesarlo en su hija mayor, Sophia, a quien consideraba la pareja perfecta para Alexander. Era atractiva, hermosa, inteligente, educada, tenía un excelente sentido del humor y don de gentes. Sin embargo, aunque Sophia se había interesado muchísimo en Alexander, él había hecho lo que Constance temía: la había ignorado.

Ruby Costevan era un escollo social que los Dewy habían tratado de evitar como un gato al agua: dando cuidadosos pasos al costado y pretendiendo haber elegido ese camino millones de años antes de que el agua existiera. Charles la veía cuando los socios de Apocalipsis se reunían en el hotel Kinross y Constance sólo cuando los socios de Apocalipsis daban una fiesta en el hotel. Todos los habitantes de Hill End y de Kinross sabían que Ruby Costevan pertenecía a Alexander en cuerpo y alma (si es que ella la tenía). Lo que no podían imaginar era cómo trataría Alexander a Ruby una vez que se casara, porque tarde o temprano tenía que hacerlo.

Cuando Alexander informó a los Dewy de la inminente llegada de Elizabeth a Sydney, quedaron atónitos.

—¡Por Dios, hombre, tú sí que eres reservado! —dijo Constance mientras agitaba vigorosamente su abanico—. Una novia de Escocia.

—Sí, una prima: Elizabeth Drummond.

—Debe de ser hermosa para haberte conquistado.

—No tengo la menor idea —respondió Alexander inmutable—. Conocí a su hermana mayor, Jean, una muchacha hermosa y vivaz. Pero Elizabeth todavía estaba en la cuna cuando me fui de Escocia.

—¿De verdad? ¿Cuántos…? ¿Cuántos años tiene? —tartamudeó Constance.

—Dieciséis.

Charles se atragantó con el whisky, lo cual le otorgó algo de tiempo antes de responder.

—Tiene casi la mitad de tu edad —dijo Constance, y esbozó su mejor sonrisa—. ¡Es fantástico, Alexander! Una muchacha muy joven te sentará bien. ¡Charles, no bebas de ese modo! Es whisky, no agua.

Por una extraña coincidencia, la dinamita que estaba esperando llegaba en el mismo barco que Elizabeth. Alexander había recibido el conocimiento de embarque junto con la carta de James Drummond. La noticia de que su novia llegaba en el Aurora no le agradó demasiado. El Aurora solamente transportaba una docena de pasajeros, lo que implicaba que la ubicación, la comida y los servicios eran de segunda clase. Además, realizaba un recorrido de dos meses y medio bordeando el Cabo de Buena Esperanza en lugar de aprovechar el canal de Suez.

Ahora que la decisión era irrevocable y no podía echarse atrás, estaba muy nervioso, ansioso, y contestaba mal a todo el mundo, incluyendo a Summers. ¿Acaso su condenado orgullo lo estaba llevando a hacer algo de lo que se arrepentiría amargamente? ¿Por qué no se había dado cuenta de lo joven que iba a ser ella? ¿Por qué no había contado los años? Las únicas muchachas que conocía eran las hijas de Dewy y la verdad era que se limitaba a saludarlas. Después, directamente se olvidaba de que existían. Cada vez que veía a Ruby estaba de un humor diferente. A veces era Cleopatra, tratando de satisfacer sexualmente al agotado César; otras era Aspasia, en busca de un debate político; o Josefina, convencida de que él la abandonaría; o Catalina de Medicis contemplando el veneno de su anillo; o Medusa, observándolo con una mirada que reducía a rocas a los hombres; o Dalila, decidida a traicionarlo.

Lo cierto es que a mediados de marzo Alexander partió hacia Sydney, donde encontró la planicie costera sumida en un mar de humedad. El problema de las cloacas de la ciudad todavía estaba en boca de todos. Sin embargo, hizo cuanto le fue posible para atenuar la impresión que causaría a Elizabeth llegar a Sydney, porque sabía el tipo de educación que James le había dado. Después de todo ¿no era precisamente por eso por lo que quería casarse con ella? Virgen y virtuosa, sin instrucción, inexperta, una pequeña muchacha de campo que sólo comía mermelada los domingos y carne asada únicamente cuando su familia celebraba un acontecimiento especial. Era un mundo que él conocía muy bien y que odiaba. Sólo esperaba que Elizabeth también lo odiara y aprovechara esta oportunidad para escapar de todo aquello, para empezar de nuevo.

Cuando la vio sentada con recato sobre su maleta con las manos cruzadas sobre el bolso, vestida de pies a cabeza con un tartán del clan Drummond insoportablemente caluroso y pesado, supo que sus esperanzas eran infundadas. Tenía el aspecto de una huérfana abandonada en un mundo que no conocía y que no le agradaba. Un ratoncillo. Su espíritu había sido quebrantado por su padre y, sin duda, también por su pastor. Esto lo llevó a tomar una actitud expeditiva y enérgica para con ella, mientras su corazón se estremecía por la desilusión. ¡Oh, aquello no iba a funcionar!

No había ninguna mujer mayor y más experimentada que pudiera decirle que estaba haciendo mal las cosas, así que él no tenía forma de darse cuenta de que se estaba equivocando. De modo que siguió adelante con su plan: ir a buscarla y casarse lo antes posible.

Durante el único día que pasó con ella antes de desposarla, descubrió algunos detalles alentadores, y otros que no lo eran tanto. A pesar de que su ropa era horrible y su tez demasiado similar a la suya para despertar en él una atracción instintiva, al observarla con mayor detenimiento advirtió que tenía el potencial para convertirse en una mujer hermosa. Le gustaban sus ojos, separados y grandes. El iris era color azul marino puro. Una vez que la hubiera vestido con ropa elegante y la hubiera cubierto de hermosas joyas, no tendría motivo para avergonzarse de ella. Se dijo a sí mismo que su timidez y su silencio desaparecerían con el tiempo y que su hermético acento escocés se suavizaría. El modo en que ella recibió el anillo de diamantes lo exasperó. Pero, en las dos semanas sucesivas a la boda, no se resistió a que cambiaran su apariencia.

La había llevado a la cama con la seguridad de un hombre experimentado en las artes del amor, capaz de satisfacer a cualquier clase de mujer. Sin embargo, no tuvo en cuenta que todas sus conquistas anteriores eran mujeres que lo habían invitado a su cama. Es decir, mujeres que lo deseaban. Y las había dejado a todas satisfechas, pidiendo más. Por supuesto que sabía que Elizabeth era demasiado joven e ignorante para tener una actitud receptiva antes de que se la llevara a la cama, pero no tenía dudas de que, en pocos minutos, se excitaría y estaría lista para él. Cuando las cosas no resultaron como él pensaba, se quedó sin recursos. No eres ningún don Juan, Alexander Kinross. Tan sólo un brillante ingeniero con un poderoso atractivo sexual que, hasta el momento, había canalizado hacia el placer mutuo. ¡Pero la estúpida niña ni siquiera lo dejaba quitarle el camisón! ¡Nada de lo que hacía la excitaba! Se supone que a los dieciséis años las mujeres ya están bien maduras. Sin embargo Elizabeth todavía estaba verde y ácida. Ella soportó educadamente sus atenciones y no lo rechazó de inmediato. Evidentemente, la habían instruido en sus obligaciones conyugales, que no eran más que eso para ella: obligaciones, sin más. Así que, después de tres intentos de asalto a la fortaleza de su nueva esposa, Alexander abandonó su cama amargamente desilusionado. Pero no sólo eso, se marchó pensando que quizás acaso no hubiera vivido equivocado durante todos esos años. ¿Es que todas las mujeres que parecían haberse excitado con su forma de hacer el amor habían fingido sentir placer?

Más tarde, cuando reflexionaba en su propia cama sin lograr conciliar el sueño, se sintió reconfortado acerca de este último punto. A un hombre que sabe reconocer el oro verdadero del falso no se lo engaña tan fácilmente. Además, ciertos recuerdos que tenía de Ruby en su cama lo tranquilizaron. Ésos sí que no eran orgasmos fingidos. Ella era demasiado picante, demasiado golosa. Sin embargo, ¡era humillante darse cuenta de que, al fin y al cabo, no era un gran seductor! ¿Por qué no había logrado excitar a Elizabeth? No soy un hombre vanidoso, se decía a sí mismo, sin advertir que muchos considerarían sus calzones un signo de vanidad. No soy vanidoso, pero tengo buen cuerpo y un rostro bastante bien parecido. Soy rico, próspero y apreciado. Entonces ¿por qué fracaso con mi esposa?

Una pregunta que no podía responder.

Tampoco encontró la respuesta cuando se marcharon de Sydney. Le había hecho el amor cientos de veces, siempre sin que ella se inmutase; Elizabeth se limitaba a yacer en la cama, sufriendo.

Si la joven se hubiera dado cuenta, habría podido encontrar una forma mejor de intrigar a su marido que siendo como era: una mujer que no podía atrapar con sus manos, que no lograba conquistar con su sonrisa irresistible y que era incapaz de incitar a la pasión que desencadenaba en el placer salvaje. Para él era como estar casado con un carámbano que no era todo de hielo en su interior. Si pudiera encontrar la forma de derretirla, se sentiría el rey del mundo. Se enamoró de ella porque no era capaz de conmoverla. No lograba que sus ojos se iluminaran cuando él entraba en su habitación. No obtenía ninguna respuesta de su parte. Ella sólo cumplía con su deber sin quejarse.

La noche en que ella lo había besado en señal de gratitud por haber sido generoso con Theodora Jenkins, él cometió un error terrible al querer cobrarse la deuda al instante. «Quítate el camisón. La piel debe sentir la piel», le había dicho.

Pensaba que el contacto de sus cuerpos iba a encender una chispa de deseo en ella, como le sucedía siempre a él. Pero no fue así. Su deber estoico continuaba siendo sólo eso: una obligación. Para entonces, Alexander ya se había dado cuenta de que Elizabeth no sólo no lo amaba, sino que probablemente jamás lo haría. Él era una carga para ella.

Después de todo, no había terminado su relación con Ruby, que, al mismo tiempo, le creaba la complicación de mantener su situación en secreto. Si permitía que Elizabeth se paseara por el pueblo sin él, alguna vieja chismosa y vengativa metería cizaña. También era posible que Ruby misma se presentara. Por supuesto Ruby le había sonsacado la verdad de la situación apenas Alexander había vuelto a Kinross y a ella, la mujer de su vida.

—Ya te desenamoraste de mí y te enamoraste del iceberg de tu esposa —dijo maliciosamente.

—Peor todavía —respondió apesadumbrado—. Estoy enamorado de dos mujeres al mismo tiempo, por motivos y objetivos diferentes. Bueno —preguntó recostándose en un codo—, ¿acaso no es normal? Sois dos tipos de mujeres absolutamente opuestos.

—¿Y yo cómo puedo saberlo? —preguntó aburrida—. No conozco a la señora Kinross.

—Y jamás la conocerás.

—Ay, Alexander, a veces rezumas mierda.

Sin embargo, nada de eso le importó cuando descubrió que Elizabeth estaba encinta. Había quedado embarazada enseguida, un buen presagio de que la suya sería una gran familia, colmada de hijos e hijas. Uno cada veinte meses, más o menos. Eso le daría a ella suficiente descanso entre un parto y el otro. Podrá no estar interesada en el sexo, pero será una excelente madre y la reina de la casa, se dijo a sí mismo. Estaba tan emocionado con la noticia de su embarazo que decidió contarle, en aquel instante, todo el camino que había recorrido. Le habló de sus orígenes deshonrosos. Le urgía decírselo, como si fuera parte del sacramento de la concepción. Después de todo era lógico viniendo de un hombre como Alexander, cuya propia concepción estaba envuelta en un misterio. Su madre había mantenido tan en secreto la identidad de su amante que ni siquiera cuando él había enviado a Pinkerton a investigar había logrado romper el silencio de aquella pequeña comunidad escocesa. Lo que no sabía era que su confesión le había arruinado el momento a Elizabeth. Sólo logró alejarla más de él. Lo único que Alexander quería era salvar la brecha, no hacerla más profunda.

Sí, se repetía a sí mismo, Elizabeth será una madre excelente y la reina de la casa. Se necesita coraje para poner a Maggie Summers en su lugar respecto de Jade y los sirvientes. ¡Cómo se atreve a hacer esa clase de cosas a mis espaldas! ¿Por qué las mujeres tan comunes como Maggie Summers consideran a los chinos personas inferiores?

Y mi mujer piensa que yo tengo cara de diablo. ¡Si lo hubiera sabido! ¡Si tan sólo lo hubiera sabido!

En cuanto volvió a la barbería de Joe Skoggs se hizo afeitar la barba y el bigote.

Cuando Elizabeth lo vio le dedicó una sonrisa. Tenía la cara color bronce oscuro, y donde ya no había pelo enfermizamente pálida.

—Pareces un poni moteado —dijo ella—. Gracias Alexander.