Cuando huyó de su casa, la noche en que cumplía quince años, Alexander no llevaba consigo más que un pan y un trozo de queso. Las únicas ropas decentes que tenía eran las que usaba para ir a la iglesia, todas las demás estaban tan gastadas y raídas que no valía la pena cargar con ellas. Aunque no era corpulento, las duras condiciones de vida a las que lo había sometido su padre lo habían dotado de una fuerza poco común, así que caminó a paso vivo toda la noche sin necesidad de detenerse ni un minuto para descansar. Otros jóvenes de Kinross se habían fugado alguna que otra vez, pero siempre los encontraban a no más de dos o tres kilómetros de sus casas; Alexander pensaba que no estaban realmente convencidos de lo que hacían. En cambio él estaba absolutamente seguro, y, al amanecer, cuando hizo un alto para beber un poco de agua de un arroyo, ya se encontraba a unos treinta kilómetros de Kinross. ¿Qué le ofrecía aquel sitio si no iba a poder marcharse algún día a Edimburgo, a estudiar en la universidad? Un trabajo de por vida en la fábrica de tartanes, que sería peor que ser condenado a muerte.
Le llevó una semana llegar a las afueras de Glasgow —no tenía recursos suficientes para dirigirse a Edimburgo— donde esperaba conseguir un empleo. Durante el trayecto había cortado leña o quitado la maleza en algún que otro jardín a cambio de comida, pero ésas eran tareas que hacía sin el menor esfuerzo. Lo que Alexander quería era una oportunidad de trabajar en algo que le permitiera aprender, algo que además de fuerza requiriera inteligencia. Y lo encontró apenas hubo llegado a Glasgow, la tercera metrópolis en importancia de las islas británicas.
El artefacto, que estaba instalado en un taller e inyectaba aire en una fundición, tenía una chimenea humeante y toda su circunferencia estaba envuelta en un vapor blancuzco. ¡Una máquina de vapor! En los molinos harineros de Kinross había dos máquinas de vapor, pero Alexander nunca las había visto, y aunque se hubiera quedado en Kinross tampoco lo habría hecho jamás. El territorio industrial estaba dividido entre las familias locales, y Duncan y James Drummond eran hombres de la fábrica de tartanes, lo que significaba que con el tiempo sus hijos también lo serían.
Yo, en cambio, pensaba Alexander, me propongo seguir los pasos de mi tocayo, Alejandro Magno, e incursionar en un territorio completamente desconocido.
Aunque tenía apenas quince años, no carecía de don de gentes. Hasta entonces sólo lo había ejercitado con el doctor Robert MacGregor, pero cuando entró en el taller de fundición se dio cuenta enseguida de a quién debía dirigirse: no a aquella figura mugrienta que alimentaba con paladas de carbón el buche llameante de la espantosamente candente caldera. Más bien a un hombre mejor vestido que rondaba por allí con un trapo en una mano y una llave inglesa en la otra pero que no estaba haciendo nada en particular.
—Disculpe, señor —dijo Alexander, dirigiéndose al hombre ocioso con una sonrisa en los labios.
—¿Sí?
—¿Qué es lo que hacen aquí?
¿Por qué, pensaría el hombre tiempo después, no le di un puntapié en el trasero para echarlo sin miramientos a la calle? Lo cierto es que alzó las cejas y le devolvió la sonrisa.
—Calderas y máquinas de vapor, muchacho. No hay suficientes calderas y máquinas de vapor, no las hay…
—Gracias —repuso Alexander, pasó junto a él y se internó en la cacofonía de la fundición.
En una de las esquinas de aquel infierno había una escalera de madera que conducía a un recinto con ventanas de vidrio desde el cual era posible ver fácilmente todo cuanto ocurría abajo. La guarida del encargado. Alexander subió de a cuatro por vez los escalones y golpeó la puerta.
—¿Qué buscas? —preguntó el hombre de edad mediana que la abrió.
No había duda alguna de que era el encargado. Llevaba un pantalón bien planchado, y una camisa blanca impecable, arremangada y con el cuello desabotonado; de todos modos, se arrugaría fácilmente con semejante calor.
—Quiero aprender a hacer calderas, señor. Después, en cuanto sepa hacerlas, quiero aprender a hacer una máquina de vapor. Puedo vivir en cualquier cuchitril y arreglármelas sin cuarto de baño, así que no necesito un gran salario —repuso Alexander, siempre con su sonrisa en los labios.
—Un chelín al día. Eso significa un penique la hora. Y tabletas de sal gratis. ¿Cómo te llamas, muchacho?
—Alexander… —estuvo a punto de decir Drummond, pero cambió rápidamente de idea—, Kinross.
—¿Kinross? ¿Cómo la ciudad?
—Sí, como la ciudad.
—Un aprendiz no nos vendrá mal, y prefiero tomar a alguien que viene a pedir trabajo antes que a alguien a quien me traiga su padre. Soy el señor Connell, y no vaciles en preguntar. Si no sabes cómo se hace algo, no lo hagas hasta después de haber preguntado. ¿Cuándo puedes comenzar, muchacho?
—Ahora —le replicó Alexander—. Tengo una pregunta, señor Connell.
—¿Cuál?
—¿Para qué son las tabletas de sal gratuitas?
—Para que te las tomes. Trabajar aquí le hace a uno sudar litros. La sal sirve para no tener calambres.
El chico nuevo no sólo aprendía rápidamente; también tenía la virtud de hacerse querer por los otros trabajadores a pesar de su evidente excelencia, una cualidad que suele irritar a los que son menos capaces o menos voluntariosos. Tal vez no lo vieran como un peligro porque no ocultaba su deseo de marcharse en cuanto hubiese aprendido todo lo que se pudiera aprender en Lanark Steam. Pasaba las noches en una esquina del taller contiguo a aquél en el que se encontraba la máquina de vapor que producía aire comprimido; su alojamiento estaba protegido de las inclemencias del tiempo por una chapa de hierro y lo mantenía suficientemente caldeado si se tomaba el trabajo de alimentar la caldera durante la noche, algo que el señor Connell lo autorizó a hacer dadas las precarias condiciones del lugar.
En aquel año de 1858 en que Alexander la conoció, Glasgow era una ciudad espantosa. Tenía la tasa de mortalidad más alta de Gran Bretaña, y también la tasa de criminalidad más elevada, porque la mayoría de sus habitantes se hacinaban en tugurios que no tenían agua, luz ni cloacas y formaban un tortuoso laberinto en el que no había policía o funcionario que se atreviesen a entrar. Los concejales hablaban de una demolición total, pero como en la mayoría de las ciudades, la acción no venía nunca unida a la palabra; se trataba nada más que de una forma de apaciguar al creciente número de ricos que estaban desarrollando un cierto grado de conciencia social. Las industrias del hierro y del carbón eran de una importancia crucial porque estas materias primas abundaban en la zona cercana a Glasgow, lo que significaba que la ciudad entera estaba cubierta por una sofocante capa de humo blanco a la que se incorporaban, además, los vapores de una pujante industria química especializada en producir sustancias capaces de corroer los pulmones más saludables.
Aunque no era un sitio en el que Alexander quisiera quedarse, sabía que debía permanecer allí el tiempo suficiente para ganarse su billete y una buena carta de referencia, un testimonio escrito que certificara sus conocimientos en materia de calderas y máquinas de vapor.
Una vez que hubo dominado el trabajo de la fundición y lo trasladaron al sector en el que se construían las máquinas propiamente dichas, su incansable cerebro descubrió muchas formas de mejorar el producto. Por supuesto, tenía plena conciencia de que como aprendiz que era, sus ideas eran propiedad del señor Connell, quien patentó a su nombre todas sus invenciones. Estrictamente hablando, eso significaba que el señor Connell no estaba obligado a ceder a Alexander ni siquiera una mínima parte de los beneficios, pero era un hombre justo para la época en que le había tocado vivir y, bastante a menudo, como muestra de su gratitud, recompensaba a aquel muchacho maravillosamente dotado con diez soberanos de oro. También abrigaba la esperanza de que Alexander, una vez terminado su aprendizaje, se convenciera de que lo mejor para él sería quedarse; gracias a sus invenciones, Lanark Steam aventajaba con mucho a sus competidores. Aparte de eso, el salario de Alexander pasó de un chelín al día por una jornada de doce horas a cinco chelines a partir del segundo año, y a una libra en el tercero. El señor Connell lo necesitaba.
Pero Alexander no abrigaba intenciones de quedarse. Casi todo lo que ganaba lo guardaba en un escondite secreto que tenía detrás de lo que parecía ser un ladrillo más de la pared del taller. No confiaba en los bancos, y mucho menos en los de Glasgow. En 1857 había sido testigo de la quiebra del Western Bank, lo que había tenido consecuencias terribles para la industria, el comercio y los ahorros de la gente común.
Seguía viviendo en su pequeño rincón, compraba ropa de segunda mano y una vez por mes se subía a un tren que lo llevaba al campo, donde lavaba sus prendas y aprovechaba para bañarse en algún tranquilo arroyuelo. La comida representaba su gasto más importante; estaba creciendo tan aprisa que su estómago gruñía de hambre a cada rato. El sexo no había entrado en su vida porque estaba siempre demasiado cansado para buscarlo.
Por fin llegó el día en que recibió el papel en que el señor Connell, quien le rogó en vano que se quedara, certificaba sus conocimientos. En aquella hoja decía que Alexander había trabajado como aprendiz durante tres años con resultados satisfactorios, que sabía soldar, trabajar con un martillo pilón y una fresadora, manipular tubos y láminas de hierro, y, llegado el caso, incluso construir una máquina de vapor; que comprendía los principios, la teoría y la mecánica del vapor y tenía talento para la hidráulica.
Sus conocimientos superaban en mucho a los de cualquiera de los que trabajaban en Lanark Steam, entre ellos el propio señor Connell, y eso se debía a que dedicaba los domingos a estudiar en la biblioteca de la Universidad de Glasgow; aquella ocupación era mucho más fructífera, estaba seguro, que ir a la iglesia. Sólo los estudiantes de la misma universidad estaban autorizados a usar esa biblioteca, pero Alexander no se había dejado amilanar por la prohibición y había arrebatado su pase a un estudiante demasiado aficionado a la bebida para usarlo.
Con el compartimiento secreto que estaba debajo del falso fondo de su caja de herramientas lleno de monedas de oro, Alexander atravesó Cumberland a pie en dirección a Liverpool como si no cargara nada. Durante aquellos pocos días de ocio se deleitó con la superlativa belleza y la paz de los más hermosos condados ingleses hasta que por fin llegó a la segunda ciudad en importancia de Gran Bretaña, casi tan mugrienta como Glasgow, aunque apenas un poco menos insalubre.
Su intención no era quedarse en Liverpool. Alexander iba en busca de un barco que se dirigiera a California y sus yacimientos de oro, y encontró amarrado el Quinnipiac. Era uno de esos barcos nuevos, un velero de madera de tres palos con una máquina de vapor impulsada a hélice en lugar de la rueda de paletas. Su capitán y propietario, un hombre nacido en Connecticut, se alegró de poder contar con los servicios de un joven que realmente conocía las máquinas de vapor que se utilizaban en el mar, tal como Alexander demostró cuando lo examinaron in situ. Los yanquis no se fiaban de lo que hubiera escrito en un trozo de papel.
La carga que llevaba el Quinnipiac era variada —equipamiento para la explotación minera como baterías y enormes retortas de hierro fundido que Alexander no sabía para qué servían, máquinas de vapor y bocartes—, pero también transportaba accesorios de latón, juegos de cubiertos de Sheffield, whisky escocés o polvo para preparar curry.
—Es por la guerra civil —explicó el mecánico—. Todo el hierro y el acero de la Unión se usan para fabricar armas de fuego y otros materiales para la guerra, así que los californianos tienen que comprar todo lo que necesitan en Inglaterra.
—¿Pasaremos por Nueva York? —preguntó Alexander, que ansiaba conocer la fabulosa ciudad de las esperanzas y los sueños.
—No, vamos directamente a Filadelfia, pero sólo para cargar un poco más de carbón. Navegamos a vela únicamente cuando no hay más remedio; el vapor es más rápido y sencillo, no hay que virar para encontrar el viento, ni luchar contra las corrientes que se nos oponen.
Una vez que el Quinnipiac abandonó el mar de Irlanda para internarse en el océano Atlántico, Alexander comprendió por qué el capitán se había alegrado tanto de poder contar con un segundo mecánico capacitado; el viejo Harry, como lo llamaban todos, sucumbió al mareo y hacía su trabajo tambaleándose de un lado a otro mientras sujetaba un cubo en el que no paraba de vomitar.
—Ya se me pasará —decía jadeando el viejo Harry—, pero mientras tanto es un fastidio.
—Váyase a su camastro, viejo testarudo —le indicó Alexander—. Yo me las arreglaré.
Pero después de haber descubierto que tratar de obligar a una bestia mecánica a dar lo mejor de sí en un mar embravecido era un trabajo que requería todo el esfuerzo de al menos dos hombres, un par de días después Alexander se sintió aliviado al ver que el viejo Harry reaparecía, evidentemente recuperado. Los enormes cojinetes a través de los cuales las bielas movían el cigüeñal tendían a calentarse en exceso debido a que el aceite no los lubricaba como correspondía, pero no se podía culpar al viejo Harry por eso, porque era un problema que se presentaba con todos los aceites disponibles entonces. La caldera solía desarrollar demasiada presión, y uno de los dos fogoneros, que se había aficionado al whisky escocés, estuvo a punto de morir de tanto alcohol que bebió.
Esto suscitó en Alexander una primera reflexión a propósito de los norteamericanos: no tenían tanta conciencia de clase como los ingleses o los escoceses. A pesar de que era un mecánico profesional, el viejo Harry no tuvo reparos en alimentar el fuego, de modo que después de que el segundo fogonero cayó misteriosamente al mar tras ganar una áspera partida de barajas, el Quinnipiac se quedó con tres maquinistas. Ningún mecánico u oficial de barco inglés o escocés se habría rebajado a hacer una tarea manual, pero estos hombres, prácticos por naturaleza, preferían alimentar el fuego con sus propias manos antes que ordenar a alguno de la tripulación que lo hiciera. La tripulación estaba formada por hombres que eran marineros en el verdadero sentido de la palabra, y temían que gracias a esa cosa jadeante y peligrosa que latía en las entrañas del barco la desaparición de su profesión fuera algo inminente.
Llegaron al puerto de Delaware doce días después de haber partido de Liverpool, pero Alexander no desembarcó para conocer Filadelfia. Se le encomendó supervisar la carga del carbón, y se pasó el tiempo observando cómo los carboneros acomodaban los sacos en la carbonera mientras el viejo Harry y los oficiales se iban a cenar unos cangrejos que, al parecer, añoraban desde hacía mucho tiempo.
Traqueteando hacia el sur con un clima más apacible y en aguas más calmas, el gallardo buque utilizó menos carbón que el que el viejo Harry había calculado gracias a que el viento soplaba en la dirección apropiada, lo que aumentó la capacidad de su máquina de vapor, de modo que ya había partido de Florianópolis, al sur de Brasil, antes de que hubiera sido necesario apagar la caldera.
Para su sorpresa, Alexander se enteró de que Suramérica contaba con grandes reservas de carbón y de toda clase de minerales. ¿Por qué? —se preguntó—, ¿en Inglaterra pensamos que todo el patrimonio Industrial del mundo está limitado a Europa y a Norteamérica?
Un barco de vapor de ruedas remolcó al Quinnipiac hasta la entrada de una larga y apacible ensenada de la frontera uruguaya llamada laguna de los Patos, y en Porto Alegre volvieron a cargar todo el carbón que necesitaban.
Solía ser húmedo, y un poco gaseoso, porque las mejores vetas están en la zona norte del país —dijo el viejo Harry—, pero ahora tiene la concesión una empresa inglesa que transporta el carbón por ferrocarril.
La navegación en torno al cabo de Hornos, en cambio, se hizo a vela, y fue una experiencia impresionante. Mares montañosos, furiosas tormentas, todo cuanto Alexander había leído acerca del cabo de Hornos era verdad.
No fue necesario encender de nuevo la caldera hasta después de que el Quinnipiac zarpó del puerto chileno de Valparaíso.
—El carbón chileno es el último que conseguiremos —se lamentó el viejo Harry—. Ni siquiera en California hay un carbón decente. Lo que tienen no es más que lignito lleno de agua y un carbón bituminoso de baja calidad mezclado con azufre, nada que sirva para las máquinas de vapor de los barcos, moriríamos envenenados por los gases. Tendríamos que seguir hasta la isla de Vancouver y lo único que conseguiríamos sería el mejor carbón de una variedad espantosa, pero habríamos de navegar a vela por el Pacífico occidental hasta Valparaíso.
—Me preguntaba por qué las máquinas de vapor que llevamos están construidas para ser alimentadas con madera —comentó Alexander.
—¡Madera sí que hay, Alexander! Miles de hectáreas —replicó el viejo Harry. Sus astutos ojos grises centellearon cuando agregó—: Te propones hacer una fortuna en los yacimientos de oro, ¿eh?
—Así es.
—El de aluvión se agotó hace ya tiempo. Ahora lo del oro es una industria.
—Lo sé. Por eso creo que a alguien que sepa de máquinas de vapor puede irle bien.
San Francisco había cuadruplicado su población gracias a la fiebre del oro de 1848 y 1849, y exhibía los rasgos típicos de cualquier ciudad sometida a semejante nacimiento demográfico en un lapso tan breve. En los alrededores abundaban las casuchas y las chozas abandonadas hacía ya mucho tiempo. En el centro de la ciudad, donde se advertían ciertas pretensiones de belleza arquitectónica, era más fácil ver el poder del oro. Muchos de los que se habían embarcado en la conquista del Oeste habían terminado por establecerse allí para dedicarse a tareas más prosaicas que buscar oro, pero tras el estallido de la guerra entre el Norte y el Sur, al otro lado de las Rocallosas, no fueron pocos los que regresaron al Este a pelear.
Sí, Alexander era tan ahorrativo con sus peniques como su tío James, pero sabía que lo mejor que podía hacer para encontrar a un par de entusiastas buscadores de oro era ir a una taberna, así que eso fue lo que hizo. ¡Aquel lugar no se parecía en nada a los locales de Glasgow! Allí no se ofrecía comida, atendían las mesas mujeres de aspecto vulgar y todo cuanto los clientes bebían se servía en vasos pequeños. Pidió una cerveza.
—Tú sí que eres guapo —dijo la camarera, dejando ver provocativamente sus pechos—. ¿Quieres llevarme a casa cuando este antro cierre?
Él la miró con los ojos entrecerrados, y después negó terminantemente con la cabeza.
—No, gracias, señora —dijo.
—¿Qué pasa contigo, señor Acento Raro? —le espetó ella, hecha una furia—. ¿No soy lo bastante buena para ti?
—No, señora, no es usted lo bastante buena. No quiero que me pegue la sífilis. Tiene usted un chancro en el labio.
Cuando volvió, la mujer descargó la jarra sobre la mesa con tanta violencia que parte de la cerveza se derramó; después, echó la cabeza hacia atrás y se alejó contoneándose. Desde un rincón en penumbras dos hombres observaban atentamente la escena.
Alexander tomó la jarra y se encaminó hacia ellos: ambos tenían la fiebre del oro visible en el rostro.
—¿Me permiten? —preguntó.
—Por supuesto, tome asiento —dijo uno de ellos, que era delgado y rubio—. Soy Bill Smith, y este tío lleno de pelos es Chuck Parsons.
—Alexander Kinross, de Escocia.
Parsons rio entre dientes.
—Bien, amigo, supe enseguida que venías de muy lejos. No tienes pinta de ser norteamericano. ¿Qué te trae a California?
—Soy un mecánico que entiende de máquinas de vapor y no ve la hora de encontrar oro.
—¡Hombre, eso sí que es bueno! —exclamó Bill, exultante—. Nosotros somos geólogos y no vemos la hora de encontrar oro.
—Una profesión útil para eso —dijo Alexander.
—También la de mecánico lo es, amigo. En realidad, con dos geólogos y un mecánico a bordo, un tren repleto de oro no parece una quimera —dijo Chuck, y abarcando con un ademán de su callosa manaza al resto de la clientela, todos hombres de aspecto hosco y taciturno, agregó—: Míralos. Están de malas y lo único que quieren es volver a casa. A Kentucky, Vermont, o donde fuere, los hay de todas partes. Son incapaces de distinguir el esquisto de la mierda, son novatos por donde se los mire. Cualquier idiota es capaz de lavar con batea o construir un saetín, pero extraer oro del filón es algo que sólo puede lograr un hombre que sabe lo que hace. ¿Podrías construir una máquina de vapor, Alex? ¿Hacerla funcionar?
—Si dispongo de los elementos necesarios, podría.
—¿Cuánto dinero tienes?
—Depende —replicó Alexander con cautela.
Bill y Chuck intercambiaron una mirada cómplice.
—Eres listo, Alex —dijo Chuck sonriendo tras su espesa barba.
—En Escocia usamos la palabra astuto.
—De acuerdo, entonces hablemos sin pelos en la lengua —propuso Bill, inclinándose furtivamente sobre la mesa y bajando la voz—. Chuck y yo tenemos dos mil dólares cada uno. Aporta esa cifra, y seremos socios.
Una libra inglesa equivale a cuatro dólares, calculó Alexander.
—Es justo lo que tengo —replicó.
—Entonces, ¿trato hecho?
—Trato hecho.
—Venga esa mano.
Alexander les estrechó la mano a los dos.
—¿Qué tenemos que hacer? —preguntó.
—Mucho de lo que necesitamos lo conseguiremos sin tener que pagar nada en las instalaciones que han quedado abandonadas a lo largo del río American —explicó Bill, y bebió un trago de su cerveza.
Ninguno de nosotros, pensó Alexander, es aficionado a la bebida. Un buen augurio para esta sociedad. Son un par de optimistas, pero no tontos. Instruidos, jóvenes, fuertes.
—¿Qué es, exactamente, lo que necesitamos? —preguntó.
—Los elementos para construir esa máquina de vapor, por un lado. Un bocarte para triturar las piedras. Madera cortada para hacer saetines y cosas por el estilo. Un martillo pilón. Todo eso lo podemos encontrar en instalaciones montadas por los mineros que vinieron con la esperanza de encontrar oro de filones. También algunas mulas. Las que fueron abandonadas todavía andan por ahí —dijo Chuck—. El dinero lo destinaremos a lo que tenemos que comprar aquí, en Frisco: barriles de pólvora, que se fabrican aquí y son bastante baratos considerando que en el Este hay guerra. El salitre viene de Chile, en California hay azufre en abundancia, y también, por todas partes, árboles que dan un buen carbón vegetal. Papel para hacer los cartuchos de las cargas. Mechas. El mayor gasto será el de los matraces de mercurio, pero por suerte en esta costa también se los consigue.
—¿Mercurio? ¿Quieres decir azogue?
—Así es. Si vamos a buscar oro incrustado en cuarzo tenemos que separarlo, y eso no se puede hacer sin un cuño o un bocarte. Mueles el cuarzo en un bocarte hasta que quedan trozos de unos cinco centímetros, y después éstos se trituran en un mortero hasta pulverizarlos. Al mortero se lo alimenta con una corriente continua de agua en la que el mercurio está suspendido en finísimas gotas. ¿Sabes?, el oro se amalgama con el mercurio, y así es como se extrae, por lixiviación, el cuarzo. —Chuck frunció el entrecejo—. No podemos transportar las retortas de hierro fundido que separan el oro de su amalgama con el mercurio porque pesan literalmente toneladas, y tampoco se las puede desarmar en partes. Además, no creo que traten de robarnos. Así que cuando encontremos una veta, tendremos que amalgamar nuestro oro hasta que agotemos el mercurio.
—El mercurio es muy pesado, eso lo sé —dijo Alexander.
—Sí. Un matraz pesa unos treinta y cinco kilos. Pero permite amalgamar una gran cantidad de oro, Alex, unos veinte kilos. Seremos ricos antes de que tengamos que separarlo —dijo Bill.
—¿Qué más tenemos que comprar aquí? A propósito, yo tengo mis herramientas.
—Comida. Aquí es mucho más barata que en Coloma, o cualquier otra ciudad aurífera. Sacos de judías secas y semillas de café. Tocino. Verduras comestibles crecen por todas partes, y hay muchos ciervos. Chuck es un excelente tirador —dijo Bill alzando una ceja—. Uno de nosotros debe serlo. Los osos son más grandes que un hombre corpulento, y los lobos cazan en manada.
—¿Debería tener un arma?
—Un revólver, por supuesto. Dejémosle el rifle a Chuck. Nadie debería andar desarmado en California, Alex. Y llévalo donde todos lo vean.
—¿Y con seis mil dólares podremos comprar todo eso?
—Claro. Incluso un caballo para cada uno de nosotros, y mulas para transportar todo lo que compremos en Frisco.
El único punto de toda esta logística que despertaba el escepticismo de Alexander era la fe ciega que Chuck Parsons y Bill Smith tenían en la predisposición de los buscadores decepcionados a abandonar máquinas de tanto valor. Pero en cuanto comenzaron a cabalgar hacia las estribaciones de la Sierra Nevada, comprendió por qué eran tan optimistas: el terreno abundaba en gargantas, que ellos llamaban cañones, y era tan escarpado que ya no se extrañó que los desilusionados aventureros se sintieran tentados de dejar allí la mayor parte de sus pertenencias.
Y, en efecto, en cada lugar de las estribaciones del American en el que podía sospecharse la presencia de una veta de cuarzo encontraron restos de máquinas de vapor, bocartes y martillos pilones, todos más maltratados que oxidados, como si los hombres que los habían utilizado no hubieran sabido manejarlos. Las tierras que bordeaban el río tenían el aspecto que Alexander imaginaba que podrían tener las tierras de una región después de que una terrible guerra, con sus cañonazos y explosiones, la hubiese descuajado, desperdigado por todas partes sus rocas y su grava, desviado sus cursos de agua y excavado agujeros, hoyos, cuevas. Saetines caídos, trozos de tuberías, morteros, cribas. Una tierra corrompida: si no se le sacaba provecho, se la abandonaba y se dejaba que se pudriera, se disolviera, se desintegrara.
De los hombres que habían perpetrado esa destrucción no vieron señal alguna; unos habían regresado a San Francisco, otros habían ascendido en busca de las gravas altas para extraer el oro de placer allí enterrado mediante poderosos chorros de agua apuntados a las paredes de grava, y algunos habían ido mucho más lejos, en busca de la veta madre, los esquivos filones de cuarzo que contenían oro en su forma más pura. Estos últimos eran los más resueltos, los que sufrían de verdad la fiebre del oro.
A medida que cabalgaban, los dos geólogos enseñaban a un Alexander ávido de aprender los rudimentos de su ciencia.
—No se han publicado demasiados trabajos acerca de la naturaleza de las rocas de California —explicó Bill, el más estudioso de los dos—, pero para empezar por el principio, en algún país de Europa hay un clérigo llamado Fisher que sostiene que el planeta tiene una corteza rocosa flexible y un núcleo interno rígido. Entre ambas capas habría un fluido viscoso y más bien líquido, que sería la lava que vemos cuando los volcanes entran en erupción. Es una teoría un tanto audaz, pero a nosotros nos parece bastante acertada.
—¿Qué antigüedad tiene la Tierra? —preguntó Alexander, dándose cuenta que nunca antes se había preguntado por el planeta en que vivía.
—La verdad es que nadie lo sabe, Alex. Algunos dicen que doscientos millones de años, otros aseguran que unos sesenta millones.
Lo que es seguro es que ha estado girando desde mucho antes de lo que dice la Biblia.
—Eso tiene sentido —replicó Alexander—. En la época en que se escribió la Biblia no había geólogos. —De pronto, una nueva idea lo asaltó—. ¿Y la corteza? ¿Es totalmente rocosa? ¿De dónde vienen los minerales?
—Los minerales son en su mayor parte rocas.
—La corteza —intervino Chuck— está formada por capas que los geólogos llamamos estratos, que clasificamos de acuerdo con los fósiles que se encuentran en las rocas. Por eso sabemos que Darwin tiene razón cuando habla de la evolución. Cuanto más antiguas son las rocas, más primitivas son las formas de vida que aparecen en ellas. Algunas rocas, las que llamamos gneis fundamental, son tan antiguas que no contienen ningún resto fósil, pero hasta ahora nadie ha encontrado una muestra de gneis fundamental, aunque en Inglaterra hay una piedra arenisca roja en la que no hay señales de vida.
—Pero —objetó Alexander— en la mayoría de los barrancos de todos los cañones que vemos no hay capas ordenadamente superpuestas. En realidad, es difícil ver capas.
—La corteza se mueve todo el tiempo debido a los terremotos —aclaró Bill—, así que las capas, después de haberse formado, se desplazan, se contraen, se dislocan, dilo como quieras, pero eso es lo que pasa. Además, las erosiona el viento y el agua, o bien están bajo las aguas en un momento dado y después emergen. Lo de las rocas es un baile que viene de antiguo.
California, aprendió Alexander, era bastante joven, sobre todo en la zona costera. Y allí, aunque él no había percibido ninguno desde su llegada, los terremotos eran frecuentes.
—Las montañas costeras son sumamente jóvenes, son de piedra arenisca y esquisto, pero hacia el norte están cortadas por intrusiones de granito del plioceno, una etapa geológica muy reciente. Hay afloramientos de piedra caliza en las estribaciones de la Sierra, pero la cadena en sí parece ser prácticamente de granito puro. Es en las zonas graníticas donde se encuentran los filones de cuarzo que contienen oro puro, y eso es justamente lo que nosotros buscamos —concluyó Bill.
Se dice que hay hombres que pueden olfatear el oro, y que juran que realmente lo huelen, aunque esté bajo tierra; Alexander resultó ser uno de ellos.
Cabalgaron hacia el sur bordeando el American al comenzar aquella primavera de 1862, arreando una nutrida caravana de mulas que cargaban todo lo que habían comprado en San Francisco y todo cuanto habían recogido en las instalaciones abandonadas, como un martillo pilón roto, un bocarte, y, sobre un precario armazón cuyas patas traseras se apoyaban en el suelo, una caldera que Alexander utilizaría en la máquina de vapor que habría de fabricar. Bill y Chuck propusieron dirigirse a la parte más alta de las sierras, pero el prudente Alexander se opuso, teniendo en cuenta que cuando estuvieran en condiciones de comenzar a explotar una mina ya habría llegado el invierno. Además, era plenamente consciente de que era capaz de olfatear el oro aunque viniera de un empaste en una muela. Y sintió que eso era lo que rezumaba un valle que no parecía en nada diferente a cualquier otro, con sus cantos rodados dispersos en las laderas de la montaña parcialmente despojadas de vegetación.
—Intentémoslo aquí primero —dijo resueltamente—. Si no encontramos nada, iremos más arriba, pero creo que aquí hay oro, y cerca de la superficie. ¿Ves ese crestón, Chuck? Ve, obsérvalo. Esta será nuestra primera concesión.
Debajo del mantillo y la tierra blanda que estaba en la base del crestón había una gruesa veta de cuarzo que centelleó cuando Chuck la restregó para limpiarla y luego la partió.
—¡Dios santo! —exclamó, poniéndose en cuclillas—. Alex, ¡eres un verdadero brujo! —Se puso de pie de un salto y dio unos pasos de baile—. De acuerdo, nos quedaremos aquí por un tiempo, así que vamos a construir una buena choza, y un corral para los caballos. Las mulas no irán muy lejos, aquí abundan los lobos. Alex, tú dedícate a la máquina.
—Más tarde —repuso Alexander, curiosamente sereno—, primero tenéis que enseñarme a usar la pólvora.
El verano transcurrió en medio de un frenesí de trabajo; hubo que derribar muchos árboles para alimentar la máquina con su leña y construir la casucha, y preparar las herramientas para ocuparse de los montones cada vez más grandes de cuarzo desmenuzado. Al principio, Chuck y Bill cavaban con picos; después, siguiendo la veta, utilizaban la pólvora. Hubo algunos accidentes inevitables; Chuck estuvo a punto de resultar gravemente herido cuando una carga explotó antes de tiempo, Bill se hizo un profundo tajo en una pierna con el hacha, y Alexander se quemó con un chorro de vapor. Bill cosió la herida de su pierna con una aguja de zurcir común y corriente, y Chuck, que renqueaba y caminaba ayudándose con una muleta improvisada, preparó un ungüento pestilente con grasa de oso para aplicarlo sobre la quemadura. Pero el trabajo continuó sin pausa, porque ¿quién podía adivinar cuándo irían al valle otros buscadores, que no tardarían en descubrir lo que ellos estaban haciendo?
Para cuando llegó el invierno, lluvioso y abundante en aguanieve, ya estaban en plena producción, fracturando la piedra, moliéndola hasta desmenuzarla con el martillo de hierro del bocarte. Aquella región prodigiosamente provista de agua, la tenía en cantidad más que suficiente para lavar el material en el cilindro del bocarte y hacer que el oro se amalgamara con las gotas de mercurio en el interior de la cámara. El oro que no se amalgamaba allí se escurría por un plano inclinado al final del cual una chapa de cobre cubierta de mercurio lo capturaba.
En plena primavera se acabó el mercurio, que habían ido guardando apilado en trozos amarillentos bajo un matorral.
Alexander acababa de cumplir veinte años, y había desarrollado el cuerpo típicamente enjuto y robusto de quien se ha acostumbrado al trabajo arduo. Medía algo más de un metro ochenta, y comprendió que ya no seguiría creciendo.
Pero, pensó, estoy cansado de esta vida que llevo. Durante casi seis años seguidos no he tenido un techo que me protegiera del frío o que no goteara cuando llueve. Hasta en el Quinnipiac el agua empapaba mi hamaca, pues la cubierta no estaba calafateada como es debido. Si es que una cubierta puede calafatearse bien. Como hasta hartarme, pero en Glasgow la comida era en un noventa y cinco por ciento harina, y aquí no hay más que judías y carne de venado. La última vez que comí asado y patatas al horno fue en una boda, en Kinross. Bill y Chuck son buenas personas, inteligentes, y han estudiado mucho de geología, pero saben más sobre George Washington que sobre Alejandro Magno. Sí, estoy cansado de la vida que llevo.
Así que cuando Chuck habló, aquella límpida mañana de mayo, Alexander escuchó como si lo que oía fuera el sonido distante de una melodiosa trompa.
—Eso —dijo Chuck, con la vista clavada en el botín que habían acumulado— es un montón de oro. Aunque nuestro lingote esté más cerca del treinta que del cuarenta por ciento de la amalgama ya somos ricos. Es hora de descubrir el pastel. Uno de nosotros tendrá que ir a Coloma a conseguir retortas de separación. Los otros dos, tendremos que quedarnos para defender nuestro sitio de los intrusos.
—Iré yo, porque quiero irme —dijo Alexander—. Me refiero a que quiero marcharme definitivamente. Me quedaré con un tercio de nuestra amalgama. Podéis ofrecer mi parte de la mina a quien quiera ocuparse de las retortas y sepa hacer funcionar la máquina. Dadme una libra de oro del mejor para aquilatarlo, y los socios potenciales brotarán como hongos.
—¡Pero falta mucho para agotar la veta! —exclamó Bill, horrorizado—. ¡Alex, cuanto más cavemos, más oro podremos sacar! ¡Nunca encontraremos un socio tan trabajador y generoso como tú! ¡Dios santo! ¿Por qué quieres dejarnos?
—Pues… Supongo que quiero ser libre. He aprendido todo lo que podía, así que es hora de seguir con el viaje —dijo entre risas—. Hay más oro bajo otras montañas en alguna otra parte. Os enviaré el mercurio separado si no se ha estropeado.
Alexander obtuvo su tercio de la amalgama separada en Coloma, y se quedó con veinticinco de los veintisiete kilos de oro que rindió, en forma de lingote. Lo llevó consigo, guardado en el falso fondo de su caja de herramientas, que cargó en una mula. Por supuesto, enseguida se corrió la voz de que tenía oro, pero cuando se había alejado un par de kilómetros de la ciudad ya se las había arreglado para eludir a aquéllos que iban tras él: desapareció sin dejar huellas.
Más adelante, se unió a una nutrida partida de hombres muy bien armados que viajaban hacia el Este a meterse de lleno en la mortífera angustia de la guerra civil, y estuvo impecable en el papel que se había propuesto representar, el de un buscador de oro contrariado y sin suerte. No obstante, dormía todas las noches abrazado a su preciosa caja de herramientas, y se acostumbró a la incomodidad que significaba llevar las monedas de oro cosidas a sus ropas. Tanto, que en sus movimientos nunca se advertía que iba cargado en exceso.
Una vez que hubieron cruzado las Rocallosas se sintió fascinado al ver a los pieles rojas en su estado natural. Eran hombres altivos y arrogantes que cabalgaban sus ponis a pelo, vestían ropas de gamuza que en algunos casos mostraban intrincados adornos hechos con cuentas, blandían lanzas decoradas con plumas y tenían siempre a mano sus arcos y flechas. Pero por mucho que odiaran a los blancos eran demasiado prudentes para atacar a aquella nutrida partida de hombres de aspecto belicoso, y se limitaban a observarlos durante un rato, siempre montados en sus ponis, para luego desaparecer. Cientos de búfalos vagaban por las praderas junto a ciervos y otras criaturas más pequeñas; para regocijo de Alexander, un minúsculo conejo se sentó en sus piernas, como si fuera un verdadero gnomo.
A medida que los asentamientos europeos aparecían cada vez más a menudo, atravesaban pequeños poblados en los que se alzaban desgastadas edificaciones de madera agrupadas a ambos lados de un camino de tierra; allí, los pieles rojas vestían como los blancos e iban de un lado a otro inmersos en una suerte de letargo alcohólico. La bebida, reflexionó Alexander, ha arruinado al mundo; incluso Alejandro Magno había muerto porque su estómago estalló después de una pantagruélica borrachera. Y, vaya a donde vaya, el hombre blanco siempre lleva consigo un buen cargamento de bebidas alcohólicas baratas.
Viajaban siguiendo un camino de carretas, aunque, gracias a la guerra, se cruzaron con muy pocos de aquellos colonos que se dirigían al Oeste, organizados en largas caravanas que los protegían de las incursiones de los indios. El grupo atravesó Kansas en dirección a Kansas City, una ciudad bastante grande situada en la confluencia de dos importantes ríos. Allí, Alexander se despidió de sus compañeros y siguió el curso del Missouri en dirección a St. Louis y el Mississippi. Estos deben de ser los ríos más grandes del mundo, pensó sobrecogido, y se maravilló una vez más ante la generosidad con que la naturaleza había dotado a Norteamérica. Tierra fértil, agua en abundancia y un buen clima para los cultivos, a pesar de que allí los inviernos eran más fríos que en Escocia. Algo bastante extraño, ya que Escocia estaba mucho más al norte.
Se preocupó por evitar las zonas de guerra, pues no tenía el menor deseo de involucrarse en una lucha de la que no se sentía parte interesada, y en la que no tenía derecho alguno a participar. Un día, al anochecer, cuando cruzaba el norte de Indiana, se detuvo ante una casa solitaria y pidió lo de siempre: una comida y una cama en el granero a cambio de realizar alguna tarea pesada. Faltaban hombres, de modo que nunca le decían que no; las mujeres se fiaban de él, y él nunca traicionaba esa confianza.
La mujer que salió a atenderlo llevaba una escopeta, y Alexander comprendió muy bien por qué: era joven y bella, y no parecía haber niños por ninguna parte. ¿Estaría sola?
—Baje el arma, no le haré ningún daño —dijo con aquel acento escocés que tan extraño y atractivo sonaba a los oídos norteamericanos—. Si me da un poco de comida y abrigo en el granero para pasar la noche, cortaré leña, ordeñaré, quitaré las malezas del huerto, o cualquier otra cosa que necesite, señora.
—Lo que necesito —dijo ella lúgubremente mientras apoyaba el arma en la pared— es que vuelva mi marido, pero eso no ocurrirá.
Se llamaba Honoria Brown, y unas semanas después de casarse su esposo había muerto en la batalla de Shiloh; desde entonces vivía sola, cultivando lo que podía y resistiéndose a los ruegos de su familia, que insistía en que volviera al hogar.
—Me gusta mi independencia —dijo Honoria mientras cenaban pollo, patatas fritas, judías verdes de su huerto y la salsa más apetitosa que Alexander había saboreado desde que se marchara de Kinross. Sus ojos eran del color de las aguamarinas, enmarcados por unas espesas cejas tan rubias que parecían de cristal, y rezumaban gracia, fortaleza y un espíritu indomable. De pronto, se volvieron calculadores: Honoria dejó el tenedor sobre la mesa y miró a Alexander fijamente y sin disimulo—. Pero sé muy bien que cuando la guerra termine y los hombres comiencen a regresar, no podré seguir viviendo sola. ¿Tú no estarás buscando una esposa que posea una granja de unas cuarenta hectáreas?
—No —repuso Alexander amablemente—. Indiana no es el punto final de mi viaje, y nunca seré un granjero.
Ella se encogió de hombros, las comisuras de sus carnosos labios se curvaron en una mueca de desencanto.
—Valía la pena intentarlo. Sé que algún día tú serás un buen esposo.
Terminada la comida él afiló el hacha y, manejándola rítmicamente y sin esfuerzo, cortó leña durante una hora a la luz de un candil. Hacia el final, ella apareció por la puerta trasera y se quedó mirándolo.
—Has trabajado como un condenado —dijo, cuando él bajó el hacha y se dispuso a afilarla una vez más—. Hace frío, así que puse un poco de agua caliente en la tina que tengo en la cocina. Si traes más agua del pozo, puedes tomar un buen baño caliente mientras yo lavo tu ropa. No se secará hasta mañana, y eso significa que no podrás dormir en el granero. Puedes dormir en mi cama.
Cuando entró en la cocina, donde habían comido, Alexander vio que todo estaba otra vez impecable: los platos ya estaban lavados, la enorme cocina económica caldeaba agradablemente el ambiente y, delante de ella, se encontraba la tina de estaño en la que ella, con su enorme olla de hierro, había vertido agua caliente hasta la mitad. Alexander volvió a llenar la olla con agua del pozo para verterla luego en la tina. Con la mano extendida, Honoria esperó a que él le alcanzara sus ropas —el pantalón tejano, la camisa, los calzoncillos largos de franela— y sonrió agradecida.
—Estás muy bien formado, Alexander —dijo, mientras se dirigía a una pequeña tinaja que había sobre la mesa.
Él se sintió tan a gusto cuando por fin se sumergió en el agua caliente que se quedó un buen rato sentado, con las piernas flexionadas, la barbilla apoyada en las rodillas y los ojos cerrados.
El contacto de la mano fuerte y áspera de la mujer en la espalda lo despertó.
—Ésta es la parte que no puedes hacer por ti mismo —dijo, mientras le friccionaba la piel.
Después, Honoria extendió una gran alfombra tejida en el suelo y cuando él hubo salido de la tina envolvió su cuerpo con una toalla y lo frotó enérgicamente.
Si antes se había sentido exhausto, ahora se sentía vivo, alerta, con todos sus sentidos despiertos. Se volvió sin desprenderse de la toalla, para mirarla a la cara, y la besó torpemente. La reacción de ella no se hizo esperar: profundizó el beso hasta provocar en él una sensación física más intensa que cualquier otra que hubiese sentido en su vida. Una vez despojada de su raído vestido, de su combinación y sus bragas, de sus medias de lana, por primera vez en su vida Alexander Kinross sintió en su piel el contacto de una mujer desnuda. Sus pechos generosos lo atrajeron irresistiblemente, y no pudo evitar hundir su rostro entre ellos mientras acariciaba los pezones con las palmas de las manos. Todo sucedió con la mayor naturalidad, y su falta de experiencia no fue impedimento para que sintiera lo que ella quería, y lo que él quería, y cuando llegó, el momento culminante fue compartido, una suerte de éxtasis luminoso y pleno que no se parecía en nada a la vergüenza que lo asaltaba cuando se estimulaba a sí mismo en soledad para alcanzarlo.
En algún momento de la noche se metieron en la cama, pero Alexander siguió haciendo el amor a aquella mujer hermosa, apasionada, maravillosa, que estaba tan hambrienta como él.
—Quédate aquí, conmigo —rogó ella al amanecer, al ver que él comenzaba a vestirse.
—No puedo —replicó él entre dientes—. Éste no es mi sino, no es mi destino. Si me quedara aquí, sería Napoleón decidiendo quedarse en Elba.
Ella no lloró ni se quejó. Se levantó y le preparó un desayuno mientras él se ocupaba de ensillar su caballo y cargar su mula. Por primera y única vez en el curso de su odisea americana el oro había quedado olvidado toda la noche bajo la paja del granero.
—Destino —dijo ella reflexivamente, mientras servía huevos, tocino y sémola en un plato—. Curiosa palabra. La he oído antes, pero no sabía que los hombres pudieran pensar en ella del modo en que lo haces tú. Si puedes, cuéntame cuál es tu destino.
—Mi destino es llegar a ser importante, Honoria. Tengo que mostrar a un viejo mezquino y vengativo, un pastor presbiteriano, qué es lo que trató de destruir, y demostrarle que un hombre puede progresar por muy oscuro que sea su origen. —Frunció el entrecejo y miró fijamente el rostro sonrosado de la mujer, radiante tras aquella noche esplendorosa—. Querida mía, consigue cuatro o cinco perros bien grandes y fieros. Tú eres fuerte y decidida, así que ellos te respetarán y harán lo que les ordenes. Enséñales a atacar directamente a la garganta. Te protegerán mejor que una escopeta; usa el arma más bien para cazar conejos, pájaros, o lo que encuentres y sirva para alimentarlos. Así podrás vivir sola y tranquila hasta que aparezca ese marido. Llegará. Llegará.
Cuando él partió, ella se quedó mirándolo desde el porche hasta que se perdió de vista; Alexander se preguntaba si Honoria tenía idea de cuan extraordinario era el cambio que había obrado en él. Había abierto la caja de Pandora, Honoria Brown. No obstante, gracias a la clase de mujer que era, él nunca haría lo que tantos hombres hacían, dispuestos a resignar su orgullo ante la oportunidad de tener una mujer cada vez que podían.
Su mayor dolor al partir fue la certeza de que no podía hacer lo que más le habría gustado: dejarle un pequeño saco de monedas de oro que la sacarían del apuro si sobrevenían tiempos más difíciles. De habérselas ofrecido, ella las habría rechazado y pensado de él lo peor, y si se las hubiera dejado para que más tarde las encontrara, el recuerdo que tuviera de él se habría empañado. Todo cuanto había podido darle había sido un poco de leña, un huerto sin malezas, una polea reparada para el pozo que ahora funcionaba mucho mejor, un hacha afilada y su propia esencia.
Nunca más volveré a verla. Nunca sabré si la dejé embarazada, nunca me enteraré de cuál es su destino, se dijo Alexander.
Para su horror, Nueva York resultó ser una ciudad muy semejante a Glasgow o Liverpool, pues muchos de sus habitantes se apiñaban en tugurios igualmente pestilentes. Pero se diferenciaba de aquéllas por el carácter alegre de sus pobres, convencidos de que no estaban condenados de por vida a ser la escoria de la humanidad. En parte se debía a la naturaleza políglota de aquellas gentes, que habían llegado desde los más diversos países de Europa y se agrupaban de acuerdo con su nacionalidad. Aunque vivían en condiciones espantosas, no estaban imbuidos de esa horrible desesperanza que tanto abundaba entre los pobres de Inglaterra. Un inglés o un escocés pobres no soñaban siquiera con la posibilidad de salir de su miseria, de ascender, mientras que en Nueva York todo el mundo parecía estar seguro de que vendrían tiempos mejores.
O al menos ésa fue la conclusión a la que llegó durante su brevísimo recorrido por la ciudad; no tenía la menor intención de separarse de su caballo y su mula hasta no haber subido por la pasarela de un barco que lo llevara a Londres. La gente de mejor posición que frecuentaba las anchas avenidas de la zona comercial sonreía ante su aspecto, suponiendo que era algún paleto venido de las llanuras, con su chaqueta de gamuza, su abatido caballo y aquella paciente y tenaz mula.
Y, finalmente, llegó a Londres, otra fabulosa metrópoli en la que nunca había estado.
—A Threadneedle Street —dijo al conductor del coche de punto mientras se acomodaba en el asiento. Por supuesto, la caja de herramientas en la que llevaba su oro iba con él.
Todavía vestido con su chaqueta de gamuza y su sombrero de ala ancha, cruzó las venerables puertas del Banco de Inglaterra acarreando su caja, la depositó en el suelo y miró alrededor.
Los acólitos no se habrían atrevido a mostrarse descorteses, y mucho menos desdeñosos, con nadie que ingresara en aquel recinto sagrado, de modo que pronto un empleado meloso y sonriente se acercó a Alexander.
—¿Es usted norteamericano, señor?
—No, soy escocés, y necesito un banco.
—Oh, entiendo. —Olfateando riquezas, el melifluo empleado no cometió el error de derivar a aquel hombre de aspecto tan singular a alguno de sus adláteres, y pidió a Alexander que se sentara hasta que un gerente estuviera disponible para atenderlo.
Poco después, hizo su aparición un personaje importante.
—¿En qué puedo ayudarlo, señor?
—Me llamo Alexander Kinross, y quiero que su banco tenga en custodia mi oro —replicó él, empujando suavemente la caja con la punta de su bota—. Tengo veinticinco kilos aquí.
Dos adláteres levantaron la caja y la acarrearon hasta el despacho del señor Walter Maudling.
—¿Quiere decir, señor Kinross, que ha venido usted desde California hasta Londres cargando veinticinco kilos de oro? —preguntó el señor Maudling con los ojos desmesuradamente abiertos.
—La caja pesa unos cuarenta y cinco kilos en realidad. Encima del oro están mis herramientas.
—¿Por qué no un banco de San Francisco, o al menos uno de Nueva York?
—Porque el Banco de Inglaterra es el único que me inspira confianza. Supongo —dijo Alexander empleando inconscientemente la forma de hablar de la tierra desde la que acababa de llegar— que si el Banco de Inglaterra se hunde el mundo dejará de girar. No soy uno de esos hombres que aprecian a los bancos, como ya le dije.
—El Banco de Inglaterra se siente muy halagado, señor.
Martillos, llaves inglesas, limas y otros esotéricos objetos quedaron desparramados por el suelo; Alexander levantó el falso fondo de la caja para dejar a la vista su contenido, once pequeños lingotes de oro que irradiaban un tenue destello.
—Lo separé de la amalgama en Coloma —dijo Alexander, repentinamente comunicativo, apilando los lingotes sobre el escritorio y volviendo a colocar en su sitio el falso fondo y las herramientas—. ¿Me lo guardarían?
El señor Maudling parpadeó.
—¿Guardarlo? ¿Así? ¿No quiere convertirlo en dinero contante y sonante, y ganar algo con él?
—No, porque mientras este así, se sabe lo que es. No tengo la menor intención de cambiarlo por números escritos en papeles, señor Maudling, por muchos ceros que tengan. Pero, como no quiero seguir llevando esto encima, ¿me lo guardarían?
—¡Por supuesto, por supuesto, señor Kinross!
Y ése, pensó Walter Maudling mientras seguía con la mirada aquella figura alta y más bien felina que se alejaba a grandes zancadas hasta que cruzó las puertas del Banco de Inglaterra, es el cliente más extravagante que he tenido que atender en mi vida. ¡Alexander Kinross! Un nombre que el Banco de Inglaterra habrá de oír con bastante frecuencia en los años por venir, apuesto el contenido de su caja de herramientas a que así será, se dijo.
Alexander no malgastó las cuatrocientas libras esterlinas en soberanos de oro que obtuvo por sus dólares norteamericanos en hoteles lujosos o en un tren de vida ostentoso. Ni siquiera se compró un traje a la moda. Lo que adquirió fueron ropas de mahón y algodón, nueva ropa interior de franela, y se instaló en una casa de huéspedes en Kensington que ofrecía muy buena comida casera y habitaciones limpias. Visitó los museos, las galerías de arte públicas y privadas, la Torre de Londres y el museo de cera de Madame Tussaud; en una galería privada invirtió cincuenta de sus preciosas libras esterlinas en una pintura de un artista llamado Dante Gabriel Rossetti porque la mujer retratada en ella se parecía a Honoria Brown. Cuando se la llevó al señor Maudling para dejarla en depósito en el Banco de Inglaterra, el hombre ni siquiera pestañeó; si Alexander Kinross pagaba cincuenta libras esterlinas por una pintura, seguro que terminaría siendo una obra maestra. Además, la obra era muy hermosa, líricamente romántica.
Luego, después de atravesar Inglaterra en tren yendo cada vez más hacia el norte, Alexander llegó al pueblo de Auchterderran, en el condado de Kinross, muy cerca de la ciudad de Kinross.
Lo que realmente le sucedió, y le sucedería, a Alexander Kinross nunca le fue revelado a Elizabeth; ella sólo conoció una versión mítica. La intención que animaba a Alexander era conseguir una prometida. Si todavía no quería casarse era debido a que ambicionaba seguir —literalmente— los pasos de Alejandro Magno; volver a recorrer el tortuoso derrotero que el rey de Macedonia había seguido para emprender sus conquistas. Un viaje que una joven no habría de disfrutar, de eso estaba seguro. Así que se casaría al regresar, y se llevaría a su esposa a Nueva Gales del Sur. Ya la había escogido: era la hija mayor de su tío James, Jean, a quien recordaba como si la hubiera visto el día anterior. Una delicada y precoz niña de diez años que se había quedado mirándolo encandilada y le había dicho que lo amaba, y que siempre lo amaría. Bien, ella tendría ahora dieciséis años, la edad perfecta. Para el momento en que él hubiera concluido su nueva expedición, Jean habría cumplido los dieciocho y estaría madura para el matrimonio.
Alquiló un caballo y cabalgó hasta Kinross un domingo por la tarde para ir a ver a su tío James, quien lo recibió con aversión.
—Te ves tan haragán como siempre, Alexander —dijo James mientras conducía a su visitante a la sala delantera y pedía a gritos que les sirvieran té—. Tuve que pagar el funeral de tu padre, tú desapareciste de La faz de la tierra.
—Gracias por su delicadeza a la hora de darme la noticia, señor —dijo Alexander, imperturbable—. ¿Cuánto pagó?
—Cinco libras esterlinas, que me costó mucho conseguir.
Alexander rebuscó en el bolsillo de su chaqueta de gamuza.
—Aquí tiene, seis libras. La libra adicional representa los intereses. ¿Hace mucho que murió?
—Un año.
—Supongo que desear que el viejo Murray haya seguido a Duncan al infierno sería demasiado pedir…
—Eres un gusano y un blasfemo, Alexander. Siempre lo fuiste. Agradezco a Dios que no seas pariente mío.
—Fue Murray quien se lo contó, ¿no? ¿O fue Duncan?
—Mi hermano se llevó su vergüenza a la tumba. Fue el doctor Murray quien me lo contó, en el funeral. Alguien tenía que saberlo, dijo.
En ese momento Jean entró en la sala llevando una bandeja con té y pastel. ¡Oh, qué hermosa era! Había crecido exactamente como él había imaginado, y sus pestañas claras y sus ojos del color de las aguamarinas eran como los de Honoria Brown. Pero tuvo que admitirlo: Jean no lo había reconocido, y ni siquiera debía de recordar que le había dicho que siempre lo amaría. La muchacha le dedicó una mirada superficial, indiferente, y enseguida abandonó la habitación. Desde luego, eso era comprensible. Él había cambiado mucho. Sería mejor empezar de una buena vez la negociación.
—He venido a pedir la mano de Jean —dijo.
—¡Supongo que estás bromeando!
—En absoluto. Estoy aquí para pedir muy seriamente a Jean, aunque soy consciente de que aún no tiene la edad para casarse. Puedo esperar.
—¡Puedes esperar hasta que los gusanos se den un festín con tu cadáver! —replicó bruscamente James, encolerizado—. ¿Entregar una Drummond a un bastardo? ¡Antes preferiría casarla con un anabaptista!
Como pudo, Alexander reprimió su furia.
—Nadie conoce mi historia, salvo usted, yo, y el viejo Murray, así que ¿qué importancia tiene? Estoy en camino de convertirme en un hombre muy rico.
—¡Tonterías! ¿Adónde fuiste cuando escapaste?
—A Glasgow, donde trabajé como aprendiz de calderero.
—¿Y crees que con eso vas a amasar una fortuna?
—No, tengo otros recursos —comenzó a explicar Alexander, con la intención de contar a James lo del oro. ¡Con eso lo haría callar!
Pero James no quería saber más nada. Se puso de pie y se encaminó con paso solemne a la puerta, la abrió con gesto grandilocuente y señaló la calle.
—¡Vete de aquí ahora mismo, Alexander lo-que-seas! ¡No tendrás a Joan, ni a ninguna otra mujer casadera de Kinross! ¡Si lo intentas, el doctor Murray y yo te pondremos en la picota!
—Entonces le diré algo, James Drummond —replicó Alexander, mordiendo las palabras—. Le aseguro que en algún momento, tarde o temprano, se alegrará usted de darme una de sus hijas en matrimonio. —Después, recorrió la distancia que lo separaba de su cabalgadura, montó, y emprendió la marcha.
¿Dónde aprendió a cabalgar tan bien, y dónde consiguió esas ropas?, se preguntó James, demasiado tarde.
Elizabeth, que entonces tenía cinco años, estaba en la cocina con Jean y Anne, aprendiendo a hacer bollos. Jean no mencionó en ningún momento al visitante que estaba en la sala, así que Elizabeth nunca se enteró de que había estado tan cerca de aquel haragán aprendiz de calderero, su primo Alexander.
Había sido un impulso estúpido, admitió Alexander para sus adentros mientras espoleaba a su caballo. Si lo hubiera pensado mejor habría podido anticipar la respuesta de James Drummond a su demanda, pero lo único que le había pasado por la mente había sido el parecido de la pequeña e inocente Jean con Honoria Brown.
Debí haberme casado con Honoria Brown. Si no lo hice fue porque me di cuenta de que ella ya estaba casada con aquella parcela de tierra de Indiana.
Ahora, seguir enriqueciéndose ya no le parecía algo tan apremiante; así que ensilló a un buen jamelgo con la montura que había traído de Norteamérica, guardó sus pertenencias en un par de alforjas y partió, dispuesto a atravesar Europa a caballo, reconstruyendo la marcha de la historia a medida que avanzaba: catedrales góticas, ciudades en las que las casas estaban construidas con el clásico entramado de madera, inmensos castillos, y, cuando llegó a Grecia, templos antaño gloriosos y ahora en ruinas gracias a los movimientos de la Madre Tierra. Todavía bajo el yugo del Imperio otomano en decadencia, Macedonia exhibía más huellas del islam que de la época de Alejandro Magno.
De hecho, a medida que recorría Turquía, curioseaba en Iso o seguía el derrotero de su tocayo rumbo a Egipto, fue dándose cuenta de que eran muy pocos los vestigios que quedaban de Alejandro Magno. Todo lo que pertenecía a la historia del mundo antiguo y había resistido el paso del tiempo eran las construcciones de piedra: pirámides, zigurats, santuarios o aquella garganta de piedra arenisca cuyas paredes habían sido esculpidas y constituían majestuosos templos. Babilonia era una ciudad cuyas edificaciones habían sido construidas con ladrillos de adobe, sus jardines colgantes se habían desvanecido en la noche de los tiempos, y no revelaba absolutamente nada acerca de la muerte de Alejandro ni de su vida allí.
Lentamente, aquel peregrinaje se convirtió en algo más: una curiosidad insaciable acerca de Asia antes que un intento de dar marcha atrás al reloj de la historia. De modo que no vaciló en ir a donde su capricho lo llevara. Ya no le importaba si Alejandro Magno había estado o no allí. Como le habían dicho que no era posible hacerlo, recorrió los imponentes picos de la Turquía oriental para comprobar que sí, efectivamente, la nieve que tapizaba las laderas de las montañas era de un esplendido color, entre rojo y rosáceo, impregnada como estaba por la arena que el viento llevaba hasta allí desde el desierto del Sahara. Lo que lo sobrecogía ahora era el poder de la naturaleza, y el modo en que la humanidad se había enfrentado a ella.
Aunque hacía ya diez años que había terminado la guerra, le pareció imprudente visitar Crimea, así que decidió ir hacia el este, rumbo al Cáucaso, y se encontró con el mar Caspio en un puesto fronterizo llamado Bakú. Se trataba del ramal norteño de la antigua ruta de la seda, que partía de la China, un sitio desolado en el que casi nunca llovía y cuya pequeña capital, también llamada Bakú, era una mezcolanza de casas poco menos que derruidas que parecían superpuestas unas sobre las otras en la ladera de una colina. Y allí descubrió dos maravillas. La primera fue el caviar. La segunda fue el modo en que sus habitantes hacían funcionar sus barcos, sus locomotoras, sus máquinas de vapor en general. Porque en las cercanías de Bakú no había ni árboles ni carbón.
La región estaba plagada de pozos de algo que algunos llamaban nafta, otros betún, y que los químicos denominaban petróleo. Muchos de estos pozos ardían con una luz brillante, y enormes llamas ascendían hacia las alturas, pero aquello no era el petróleo propiamente dicho, según pudo averiguar, sino los gases que emanaban de él. Al regresar de Egipto, siguiendo la costa árabe del mar Rojo con la intención de visitar La Meca, había conocido a un experimentado viajero inglés que le había aconsejado que desistiera de ello, pues los infieles no eran bien recibidos allí. Pero en Bakú conoció una secta religiosa diferente, que consideraba la ciudad un lugar sagrado, de la misma manera que los que acudían a La Meca, a Roma o a Jerusalén: los devotos de Mazda, el dios del fuego, que llegaban desde todos los rincones de Persia a adorar aquellos gases en combustión y añadían a aquella pequeña localidad, ya exótica de por sí, matices adicionales de sonidos, colores y rituales.
Lamentablemente, Alexander no hablaba ruso, ni francés, ni farsi, ni ninguna de las lenguas que se hablaban en Bakú, y tampoco pudo encontrar a alguien que hablara inglés y dominara, además, alguno de esos idiomas. Así que tuvo que limitarse a lo que pudo deducir por su cuenta del hecho de que ese pueblo sencillo y elemental, que carecía de madera y carbón, hubiese aprendido a utilizar el petróleo como combustible para alimentar sus calderas. Observando los pozos en llamas, Alexander llegó a la conclusión de que lo que ardía y convertía el agua en vapor eran los gases que emanaban del petróleo, y no la sustancia en sí misma. Eso significaba que una vez que los gases acumulados en la caldera que estaba encima de la bandeja de petróleo comenzaban a quemarse, el petróleo debía de seguir despidiendo gas. Más aún, comprobó fascinado, ese aceite —pues eso era lo que parecía ser— producía mucho menos humo que el carbón o la madera.
Desde Bakú se dirigió al sur, a Persia, atravesando montañas casi tan accidentadas como las Rocallosas. Allí donde se convertían en una cadena conocida como las Elburz —más bajas, menos escarpadas—, vio, asombrado, nuevos indicios de la existencia de petróleo. Las ruinas de Persépolis le gustaron sobremanera, pero una necesidad personal lo llevó otra vez hacia el norte, de regreso a Teherán; sus ropas de gamuza habían llegado al fin de su vida útil, y en Teherán, una gran ciudad, seguramente encontraría a alguien capaz de confeccionarle nuevas prendas. Aquella piel delicada y suave era tan cómoda que decidió pagar al alborozado sastre la confección de varias prendas más y encargarle que las enviara al señor Walter Maudling, del Banco de Inglaterra, para que las tuviera en depósito hasta que él pudiera ir a recogerlas. Ésta era una actitud típica de Alexander; se fiaba del sastre, y no veía nada impropio en el hecho de que su banco actuara como guardarropa. A esas alturas estaba tan acostumbrado a comunicarse mediante una mezcla de lenguaje gestual y dibujos que llegó a concebir la extravagante idea de que si se lo obligara a vivir en una colonia de osos él encontraría la forma de hacerse entender por los mismísimos plantígrados. Probablemente porque estaba solo y su aspecto era el de un hombre común y corriente, aunque inequívocamente extranjero, nunca se había sentido amenazado por la gente que conoció en sus viajes; como lo había hecho desde los quince años, trataba de ganarse su sustento realizando tareas manuales. La gente respetaba esa forma de actuar, y lo respetaba a él.
Además de los trajes de gamuza, de vez en cuando Alexander enviaba al señor Maudling otra clase de objetos: dos iconos que compró en Bakú, una estatua de mármol de Persépolis, una enorme alfombra de seda de Van, y una pintura que descubrió en un bazar en Alejandría que, según el vendedor, un oficial del ejército de Napoleón había obtenido como botín en Italia. Le costó cinco libras esterlinas, pero su instinto le decía que valía mucho más, porque era antigua y se asemejaba de alguna manera a los iconos.
Estaba disfrutando intensamente, tanto más cuanto que ni su infancia ni los años que había pasado en Glasgow habían sido épocas felices. Después de todo, tenía apenas veinte años; el tiempo estaba de su lado, y el sentido común le decía que cada nueva experiencia contribuía a su educación, y que entre sus viajes, su latín y su griego, algún día sus congéneres llegarían a respetarlo por algo más que por sus riquezas.
Sin embargo, todo llega a su fin. Durante cinco años deambuló por el mundo islámico, el Asia central, la India y la China, hasta que un buen día, en Bombay, tomó un barco con destino a Londres. Un viaje rápido y sin tropiezos desde que se abriera el canal de Suez.
Como le hizo saber al señor Walter Maudling que iba a presentarse en el Banco de Inglaterra a las dos de la tarde, el hombre tuvo tiempo para preparar un sermón acerca de la inconveniencia de amontonar todas sus adquisiciones en Threadneedle Street. También tuvo tiempo para ocuparse de que una de aquellas adquisiciones fuera llevada desde el ático de su casa a su oficina; era un paquete grande y abultado, envuelto en un lienzo cosido, que colocó junto a su escritorio.
Vestido con sus ropas de gamuza, Alexander entró resueltamente, dejó caer con displicencia una letra por cincuenta mil libras esterlinas sobre el escritorio de su banquero y luego, con expresión risueña, se sentó frente a él.
—¿Ningún lingote esta vez? —preguntó el señor Maudling.
—No había oro donde estuve.
El señor Maudling observó el rostro curtido de Alexander, su cuidada barba negra, y el pelo ondulado que le llegaba hasta los hombros.
—Se ve usted asombrosamente bien, señor, considerando los sitios en los que ha estado.
—No he estado enfermo ni un solo día. Veo que han llegado mis trajes de gamuza. ¿Recibió las otras cosas que envié?
—Sus «cosas», señor Kinross, han causado no pocos inconvenientes a este banco. ¡Esto no es un almacén! No obstante, me tomé la libertad de llamar a un tasador para decidir si debía poner sus «cosas» en algún depósito fuera del banco o enviarlas a nuestras cámaras de seguridad. La estatua es griega y data del siglo dos antes de Cristo, los iconos son bizantinos, la alfombra tiene seiscientos nudos dobles de seda por pulgada cuadrada, el cuadro es de Giotto, los jarrones son de la dinastía Ming y están en perfecto estado, y los biombos, también en perfecto estado, provienen de alguna dinastía de hace unos mil quinientos años. Por lo tanto, hemos enviado todo a nuestras cámaras. En cuanto al paquete que está aquí, lo guardé en el ático de mi casa después de averiguar que se trataba de ropa nueva, y bastante peculiar por cierto —dijo el señor Maudling, tratando de mostrarse severo. Tomó la letra de cambio y la agitó en el aire—. ¿Qué representa esto, señor?
—Diamantes. Se los vendí a un holandés esta mañana. El hombre ha obtenido una buena ganancia, pero yo estoy satisfecho con el precio. Tuve el placer de encontrarlos —explicó Alexander sonriendo.
—Diamantes. ¿No hay que explotar una mina para conseguirlos?
—Es un modo de hacerlo, pero muy reciente. Yo los encontré en los sitios en los que se ha encontrado la mayoría de los diamantes desde los tiempos de Adán y Eva: en los lechos llenos de grava de los borboteantes arroyos que bajan de las montañas de Kush, Pamir, el Himalaya. El Tíbet me dio una muy buena cosecha. Los diamantes en bruto parecen guijarros o grava, sobre todo cuando están incrustados en una capa de algún mineral rico en hierro. Si estuvieran a la vista y centellando ya los habrían encontrado todos, pero algunos de los lugares a los que fui estaban en zonas bastante lejanas.
—Señor Kinross —dijo Walter Maudling pausadamente—, es usted un fenómeno. Tiene el toque del rey Midas.
—Yo solía pensar lo mismo, pero he cambiado de opinión. Un hombre encuentra los tesoros del mundo cuando es capaz de mirar lo que ve —dijo Alexander Kinross—. Ése es el secreto: mirar lo que uno ve. La mayoría de los hombres no lo hace. La oportunidad no llama una sola vez a la puerta, lo suyo es un repiqueteo perpetuo.
—¿Y, ahora, la oportunidad ha sido expulsada del reino financiero de Londres?
—¡No, por Dios! —repuso Alexander, escandalizado—. Me marcho a Nueva Gales del Sur. Esta vez voy en busca de oro. Necesitaré una carta de crédito para algún banco de Sydney. ¡Trate de conseguirme una que sea lo bastante decente! Mi oro, de todas formas, vendrá a parar aquí.
—Los bancos, en su mayoría —dijo el señor Maudling con dignidad—, están más allá de toda sospecha, señor.
—Tonterías —replicó Alexander despectivamente—. Los bancos de Sydney no han de ser muy diferentes de los de Glasgow o los de San Francisco. En todas partes hay ladrones de guante blanco. —Se puso de pie y alzó sin dificultad el paquete—. ¿Tendrá en custodia mis tesoros hasta que decida qué hacer con ellos?
—Por una pequeña suma…
—Ya lo suponía. Ahora me voy al Times.
—Si me dice dónde se ha instalado, señor Kinross, haré que le envíen su ropa.
—No. Tengo un coche de punto esperándome.
Picado por la curiosidad, el señor Maudling no pudo evitar la pregunta.
—¿Al Times? ¿Se propone escribir un artículo contando sus viajes?
—¡Ni pensarlo! No, quiero publicar un anuncio. Si voy a pasar dos meses en un barco hasta llegar a Nueva Gales del Sur, me niego a estar sin hacer nada. Así que voy a buscar un hombre que pueda enseñarme francés e italiano.
James Summers pronunciaba el inglés con un acento típico de la región central de Inglaterra, bastante marcado y vulgar (al menos según la gente importante), pero según decían sus referencias era un placer oírlo hablar en francés y en italiano. Su padre, explicaba Jim, había estado al frente de una cervecería inglesa en París hasta que él tuvo diez años, y después se había trasladado a un establecimiento similar en Venecia. Alexander lo eligió entre los muchos aspirantes dado que la vida de este hombre presentaba una curiosa dicotomía. Su madre francesa provenía de una familia culta e insistía en que su hijo leyera todos los clásicos franceses; después, cuando ella murió y su padre se casó con una italiana igualmente culta, la mujer, que no había tenido hijos, se dedicó por entero a su hijastro. ¡Y, sin embargo, James Summers no había aprendido en ninguna escuela!
—¿Por qué quiere este trabajo? —preguntó Alexander.
—Es un modo de llegar a Nueva Gales del Sur —replicó Summers con sencillez.
—¿Por qué quiere ir allí?
—Vamos, es obvio que con mi acento nunca voy a conseguir un puesto en Eton, Harrow o Winchester, ¿no le parece? Mi inglés es puro Smethwick, porque mi padre nació allí —respondió encogiéndose de hombros—. Además, señor Kinross, no estoy hecho para la vida escolar, y nunca conseguiré un empleo en una familia para enseñar a las hijas, ¿no le parece? Lo cierto es que me gusta el trabajo duro, quiero decir, trabajar con mis manos. Al mismo tiempo, me gustaría asumir alguna responsabilidad. Y Nueva Gales del Sur podría ser una oportunidad. Además he oído decir que, en principio, el modo en que un hombre habla no dice nada en su contra.
Alexander se echó atrás en su silla y estudió con atención a Jim Summers. Algo en aquel hombre lo atraía irresistiblemente: una suerte de independencia natural mezclada con una actitud de humildad que evidenciaba que necesitaba apoyarse en alguien a quien pudiera considerar su superior en capacidad e inteligencia. Su padre, sospechaba Alexander, debía de haber sido un hombre severo, pero justo, y acaso una verdadera rareza, un proveedor de bebidas alcohólicas que no se entregaba a ellas. De modo que su hijo, educado en la dulzura de las mujeres, ansiaba ser como su padre. Un servidor que no era servil.
—El trabajo es suyo, señor Summers —dijo Alexander—, aunque podría ocurrir que yo siga necesitándole después de que lleguemos a Sydney. Es decir, si usted descubre que le gusta trabajar para mí. Una vez que domine el francés y el italiano, necesitaré a alguien como Viernes, y no lo digo peyorativamente.
El rostro simple pero interesante de Summers se iluminó; pestañeó.
—¡Oh, gracias señor Kinross! ¡Gracias!
Llegaron a Sydney el 13 de abril de 1872, que resultó ser el día en que Alexander cumplía veintinueve años. El viaje había durado más de un año porque los progresos de Alexander en su aprendizaje del francés y el italiano habían sido más lentos de lo que él había imaginado, y también, y más importante en realidad, porque había querido conocer países o regiones en los que nunca había estado, como Japón, Alaska, la península de Kamchatka, el noroeste de Canadá y las Filipinas.
En Jim Summers había encontrado un complemento perfecto para su propia e inagotable energía; el hombre disfrutaba de cuanto hacían, de todos los lugares a los que iban, y al mismo tiempo se mostraba siempre predispuesto a hacer lo que el señor Kinross quisiera. Llamaba «señor Kinross» a Alexander y prefería que Alexander le llamara Summers a secas, que le gustaba más que la implícita naturalidad y camaradería de Jim.
—Al menos —dijo Alexander a Summers al cabo del primer día que pasaron en Sydney—, San Francisco se encuentra en una península enclavada en una enorme bahía, y las aguas residuales fluyen de tal modo que su pestilencia no hiere el olfato. En cambio Sydney rodea a su puerto, y sus aguas residuales quedan estancadas. No soporto este hedor, es tan fuerte como el que se siente en Bombay, Calcuta o Wampoa. Y a fin de evitar que uno escape al aire viciado alejándose del puerto, estos estúpidos han construido una repugnante chimenea para eliminar los restos en el extremo más alejado del parque principal. ¡Uf…!
En su fuero interno, Summers pensaba que el señor Kinross se ensañaba más de la cuenta con Sydney, que a él le parecía una ciudad muy hermosa. Claro que, ya lo había notado, el apéndice olfativo del señor Kinross era extremadamente sensible. Tan fino era su olfato que un día, en el Yukón, el señor Kinross aseguró que podía oler el oro, y en el Yukón había mucho oro.
—Pero como no quiero pasar más inviernos rigurosos en regiones frías, Summers, no nos quedaremos aquí —le había anunciado.
No resultó sorprendente, entonces, que en cuanto hubo presentado su carta de crédito al banco que le había recomendado el señor Maudling, Alexander abordara el tren, y después el coche, rumbo al oeste, a Bathurst, una ciudad literalmente rodeada por yacimientos de oro. A pesar de lo cual Bathurst en sí misma no era una comunidad minera, algo que en opinión de Alexander le daba un aspecto ordenado, pulcro, apacible.
En lugar de buscar alojamiento en un hotel o en una casa de huéspedes, arrendó una casa de campo en los alrededores e instaló a Summers en ella.
—Busque una mujer que se encargue de mantener limpia la casa y preparar la comida —ordenó Alexander alcanzándole una lista—. Ofrézcale una paga algo mejor que la corriente, así se preocupará por conservar el trabajo. Mientras yo exploro los yacimientos quiero que usted se ocupe de comprar todo lo que he apuntado en esta lista. Tenga, esto es una autorización para que pueda sacar dinero del banco. Si no sabe llevar las cuentas, va a tener que aprender. Consiga un contable y páguele para que le enseñe —agregó. Se acomodó en aquella silla de montar norteamericana de la que nunca se separaba y en cuyas alforjas llevaba todo cuanto necesitaba; la bonita yegua baya que montaba la había comprado en Bathurst, pero no había ninguna duda de que para cabalgar durante largas jornadas atravesando un territorio inhóspito, una montura norteamericana era mucho más cómoda que una inglesa—. No sé cuándo volveré, así que espéreme en cualquier momento.
Enfundado en sus pieles y tocado con su sombrero de ala ancha, se alejó al trote.
Durante la semana que pasara en Bathurst había desplegado una intensa actividad. Ante todo, necesitaba información, de modo que ocupó la mayor parte del tiempo en reuniones con funcionarios del ayuntamiento y del condado, se entrevistó con tres terratenientes, y habló con comerciantes y clientes de varias cantinas de hoteles. Averiguó que ya era prácticamente imposible encontrar oro de aluvión, y que en Hill End y Gulgong se estaba explotando oro de filón, lo que había dado lugar a una segunda fiebre del oro.
En la época de los primeros hallazgos de oro de placer, el gobierno de Nueva Gales del Sur —para no hablar del de Victoria, donde los hallazgos fueron aún mis importantes— se había mostrado tan codicioso a la hora de aprovechar los beneficios de semejante bonanza que había fijado como tributo la astronómica suma de treinta chelines para otorgar una licencia de exploración que duraba apenas un mes. En Victoria, el conflicto entre los buscadores, indignados por el abuso, y los despiadados métodos de los recaudadores gubernamentales estuvo a punto de culminar en una revolución. El resultado fue que la tasa impuesta por la licencia se redujo a veinte chelines y su duración se extendió a un año. Sin embargo, Alexander todavía no necesitaba una licencia, así que ¿para qué descubrir su juego?
En el camino a Hill End, poco más que una senda, el tráfico era incesante. Enormes narrias tiradas por diez o veinte bueyes, lo que parecía una típica diligencia norteamericana con el cartel Cobb & Co en el costado, carretas, carros y sulquis tirados por caballos, hombres a caballo o a pie, y muchas mujeres y niños. La vestimenta de los hombres iba de los trajes elegantes típicos de los habitantes de las ciudades y los sombreros de hongo a los monos raídos, las camisas de franela y los sombreros de ala ancha, mientras que las mujeres iban vestidas de una manera más uniforme, con trajes de guinga o de percal, frescos sombreros de paja o gorras con visera, y botas de hombre. Había niños de todas las edades, desde bebés hasta jóvenes y muchachas adolescentes, la mayoría de ellos vestidos con ropas de las que lo mejor que podría decirse es que eran harapos cuidadosamente remendados. Había niños de ocho o nueve años que iban fumando en pipa o mascando tabaco como veteranos.
Así debían de verse, pensó Alexander, los caminos a los yacimientos de California en el momento culminante de la fiebre del oro. ¡Qué parecido a Norteamérica es esto! Desde la diligencia hasta las carretas, pasando por el aspecto de la gente, me parece estar en la frontera norteamericana. Sin embargo, en Sydney, todas las personas que conocí fingían ser inglesas, aunque sin demasiado éxito, por cierto. Qué triste. Esto está lo bastante lejos para atraer a los no británicos, así que la gente de las ciudades ha decidido aferrarse a su conciencia de clase.
La ciudad de Hill End era como sus hermanas de todas partes: irregulares calles de tierra que debían de enfangarse cada vez que llovía, las mismas casuchas, chozas, tiendas de campaña. Sin embargo, contaba con una imponente iglesia de ladrillos rojos, y uno o dos edificios más, también de ladrillos rojos, entre ellos uno que se anunciaba como el HOTEL ROYAL. Abundaban los chinos, algunos vestidos como culis y con el pelo recogido en una trenza, otros llevaban trajes ingleses y el pelo sujeto bajo un sombrero de hongo. Varias de las casas de huéspedes eran regentadas por chinos, y también algunos de los restaurantes y tiendas.
El aire reverberaba de sonidos familiares: el enloquecedor bum bum bum de las trituradoras de batería, el chirriante rugir de los morteros. El ruido provenía de Hawkins Hill, donde se encontraba el oro de filón, una desagradable mezcolanza de excavaciones, torres de perforación, grúas y alguna que otra máquina de vapor. Algunos de los mineros, sin embargo, empleaban la tracción animal. No le llevó demasiado tiempo comprobar que en aquella región el agua no abundaba; no había cómo extraer el oro de los lechos de grava y lavarlo a presión, porque sólo se podía contar con el agua del río, que era angosto y poco profundo. En cuanto a la madera, era dura como el hierro, le dijeron.
—Un trabajo duro y condenadamente ingrato. Este sitio es una porquería —resumió su informante.
Muy deprimido, Alexander pasó frente al hotel Royal y decidió que no era para él. Acababa de cruzar la calle Clarke cuando vio un establecimiento mucho más pequeño, cuyas paredes de zarzo estaban muy bien pintadas de un color rosa pálido. El techo era de chapas de hierro acanaladas, y, ante la puerta, una acera de madera protegida por una marquesina, una baranda y un abrevadero para los caballos completaban el frente. El cartel decía, en letras de un color rojo intenso: COSTEVAN’S. La puerta estaba abierta. Esto servirá, se dijo. Amarró la yegua de modo que pudiera beber, y entró.
A esa hora la mayoría de los hombres de Hill End estaban trabajando en los alrededores, de manera que el lugar, sorprendentemente elegante, estaba casi desierto. Delante de una de las paredes laterales se alzaba una barra de madera de cedro y el gran salón, además de las mesas y sillas corrientes en esa clase de sitios, tenía un piano.
Había media docena de hombres bebiendo, pero ninguno de ellos levantó la vista cuando Alexander entró, probablemente porque estaban demasiado ebrios para semejante esfuerzo. La mujer que estaba de pie detrás de la barra, en cambio, enseguida lo vio.
—¡Ahá! —exclamó con júbilo—. ¡Un yanqui!
—No, un escocés —replicó Alexander mirándola fijamente.
Y bien valía la pena mirarla. Era alta, y su cuerpo exuberante estaba ceñido hasta la cintura por un corsé; la parte superior de sus opulentos pechos sobresalía del escote de su vestido rojo de seda, cuyas escuetas mangas dejaban ver unos espléndidos hombros. Su cuello era largo, la línea de la barbilla notablemente bien recortada, y su rostro era lo suficientemente hermoso para calificarlo de atractivo. Labios carnosos, nariz corta y recta, pómulos salientes, frente amplia, ojos verdes. A él nunca se le había ocurrido que pudiera haber ojos realmente verdes, pero los ojos de esta mujer lo eran: tenían el color de un berilo o una olivina. La cabellera que enmarcaba ese rostro encantador tenía un matiz rubio rojizo, Como el color del oro rosado.
—Un escocés —dijo ella—, pero un escocés que ha estado en California.
—Hace algunos años, sí. Mi nombre es Alexander Kinross.
—Yo soy Ruby Costevan, y éste… —Hizo un gesto abarcador con una de sus bien proporcionadas manos antes de añadir—: Éste es mi lugar.
—¿Tiene alguna habitación disponible?
—Tengo algunas allá atrás, para cualquiera que pueda pagar una libra esterlina por día —dijo con una voz áspera, ligeramente ronca, que reveló un acento inglés teñido de los matices propios de Nueva Gales del Sur.
—Es un precio que puedo pagar, señora Costevan.
—Señorita Costevan, pero llámeme Ruby a secas. Como el rubí, la piedra preciosa. Todo el mundo me llama así, menos los que van a la iglesia los domingos. Los predicadores me llaman Escarlata, como a las mujeres de la calle —dijo sonriendo entre dientes, mostrando una dentadura blanca y pareja y dejando que se le formara un hoyuelo en cada mejilla.
—¿Las comidas están incluidas en el precio, Ruby?
—El desayuno y la cena sí, el almuerzo no —respondió mientras volvía la vista hacia el estante de las botellas—. ¿Qué te gusta beber? Tengo cerveza hecha por nosotros, de barril, o bebidas más fuertes. ¿Alex o Alexander?
—Alexander. En realidad, preferiría una taza de té.
Ella abrió desmesuradamente los ojos.
—¡Por Dios! No serás uno de esos predicadores, ¿eh? ¡Me parece imposible!
—Soy un hijo del diablo, pero bastante prudente en materia de alcohol. Mi único vicio son los cigarros.
—El mío también —replicó Ruby— ¡Matilda! ¡Dora! —gritó.
Cuando las dos muchachas traspasaron el umbral de la puerta del fondo del salón, Alexander comprendió al instante en qué consistía una de las funciones principales del Costevan’s. Eran jóvenes, bonitas, y su aspecto era pulcro, pero eran inequívocamente prostitutas.
—¿Sí? —preguntó Matilda, que era morena.
—Encárgate de la barra, sé buena. Dora, ve y pide a Sam que prepare té para el señor Kinross y para mí.
La rubia, Dora, asintió y desapareció; Matilda se instaló detrás de la barra.
—Mueve ese esqueleto, Alexander —dijo Ruby, sentándose a la que probablemente fuese la mesa del dueño, mejor veteada y pulida que el resto del mobiliario del salón. Extrajo de un bolsillo de su vestido una delgada caja dorada, la abrió, y la puso ante los ojos de Alexander—. ¿Un cigarro?
—Después del té, gracias. He tragado un kilo de polvo.
Ella encendió uno, aspiró profundamente y luego expulsó el humo por la nariz. Las delgadas volutas grisáceas que se dispersaron en torno a su rostro inspiraron en Alexander el mismo estremecimiento lacerante que había experimentado muchas veces en tierras musulmanas al mirar a los ojos a algunas mujeres profundamente seductoras. Pueden obligarlas a cubrirse los ojos con todos los velos que quieran, pero hay mujeres capaces de sobreponerse a cualquier intento de sojuzgarlas. Ruby es una de esas mujeres, se dijo.
—¿Tuviste suerte en California, Alexander?
—Sí, ya lo creo. Mis dos socios y yo encontramos una veta de cuarzo repleta de oro en las estribaciones de la Sierra.
—¿Lo suficiente para hacerte rico?
—Moderadamente rico.
—No habrás derrochado todo en putas, ¿eh?
—No me gusta que nadie se burle de mí —replicó él sin levantar la voz, pero sus negros ojos centellearon.
Sorprendida, ella empezó a decir algo, pero en ese momento se abrió la puerta trasera y apareció un niño de no más de ocho años que empujaba una mesilla rodante sobre la cual se veían una gran tetera con una cubretetera casera, un fino juego de té de porcelana china para dos, un surtido de pequeños y exquisitos bocadillos y un pastel de bizcocho y crema.
Los ojos de Ruby se iluminaron al ver a la criatura, que era el niño más extraordinariamente hermoso que Alexander había tenido ante sí en su vida. Exótico, delgado, dotado de gracia, e inmensamente digno y sereno.
—Él es mi hijo, Lee —dijo Ruby, atrayendo al niño para darle un beso—. Gracias, mi gatito de jade. Di hola al señor Kinross.
—Hola, señor Kinross. —Lee obedeció, y sonrió igual que lo había hecho Ruby.
—Ahora lárgate. ¡Vamos, deprisa!
—Así que has estado casada —aventuró Alexander.
Ruby alzó las cejas altivamente.
—No, de ninguna manera. No hay poder sobre la tierra capaz de lograr que me case con nadie, Alexander Kinross, ¡no lo hay! ¿Ponerme bajo el yugo de un hombre? ¡Ja! ¡Ni muerta!
En realidad, la violencia de su respuesta no lo sorprendió; ya sabía, nada más que por instinto, todo lo que había que saber sobre Ruby. Lo que era importante para ella. La independencia. El orgullo de ser propietaria. El desprecio que sentía por los ciudadanos virtuosos. Pero el niño era un enigma: esa piel ocre oscuro, la forma en que las órbitas enmarcaban sus ojos verdes, el color negro azabache de su pelo lacio y lustroso.
—¿El padre de Lee es chino? —preguntó.
—Sí. Sung Chow. Pero él estuvo de acuerdo en que nuestro hijo se llamara Lee Costevan, y que fuera educado como un inglés, siempre que yo lo convierta en un caballero —respondió ella mientras servía el té—. Sung Chow supo ser mi socio en este negocio, pero después de que nació Lee yo le compré su parte. Oh, él sigue viviendo en Hill End; ahora es dueño de una lavandería, de la fábrica de cerveza, y de varias casas de huéspedes. Somos buenos amigos.
—¿Y a pesar de todo aceptó que tú, sola, te hicieras cargo de su hijo?
—Por supuesto. Lee es mestizo, así que no se lo puede considerar chino. Sung se hizo traer una esposa de China apenas tuvo el dinero suficiente, y ahora tiene dos hijos chinos. Su hermano, Sam Wong, vamos, Sung es el apellido, pero Wong decidió llamarse Sam, es mi cocinero, al que le pago bastante más de lo habitual por ser el más joven de los dos Sung. Uno de los dos tiene que regresar a China a apaciguar a los antepasados, y esa faena le ha tocado a Sam. Así que sólo recibe la mitad de su paga, y el resto lo deposito en una cuenta que tiene abierta en un banco. Cuanto más dinero lleve, más codiciosos se pondrán los parientes. —Soltó una carcajada—. En cuanto a Sung, sólo volverá a China cuando alguien lleve sus cenizas en un magnífico jarrón decorado con la figura de un dragón.
—¿Qué harás con tu hijo, entonces, si debe recibir la educación de un caballero? —preguntó él, que conocía el destino de los bastardos.
De pronto las lágrimas asomaron a aquellos luminosos ojos verdes. Ruby parpadeó para evitar el llanto.
—Ya lo he resuelto, Alexander. Dentro de dos meses Lee ya no estará más conmigo —repuso. Las lágrimas volvieron a aparecer y ella volvió a reprimirlas—. No lo veré en diez años. Va a estudiar en una escuela privada muy exclusiva, en Inglaterra. Una escuela que se especializa en alumnos extranjeros, hijos de bajas, de rajas, de sultanes, toda clase de potentados orientales que quieren ofrecerles una educación a la inglesa. Así que Lee no se diferenciará tanto de los demás, salvo porque es sumamente inteligente. Un día, sus condiscípulos serán potentados como sus padres, todos aliados de la Corona británica. Y podrán ayudar a Lee.
—Estás pidiendo demasiado a un niño tan pequeño, Ruby. ¿Cuántos años tiene? ¿Ocho o nueve?
—Ocho. Pronto cumplirá nueve —respondió ella. Sirvió a Alexander una cuarta taza de té y se inclinó hacia delante con expresión seria—. El entiende cuál es su situación, el asunto de los mestizos, lo que la sociedad piensa de mí, todo. Nunca le he ocultado nada, pero tampoco he permitido que se avergonzara por nada. Lee y yo asumimos lo que somos con fortaleza y una perspectiva práctica. Me matará vivir sin él, pero lo haré, por su bien. Si intentara enviarlo a una escuela en Sydney, o incluso en Melbourne, alguien terminaría por descubrir la verdad. Eso no ocurrirá si asiste a una escuela para la realeza extranjera, y en Inglaterra. Sung tiene un primo, Wo Fat, que acompañará a Lee como sirviente y protector. Se embarcarán a principios de junio.
—Será muy difícil para él, aunque entienda.
—¿Crees que no lo sé? Pero justamente porque entiende, podrá hacerlo. Por mí.
—Piensa en esto, Ruby. Cuando haya crecido, ¿te agradecerá que lo hayas separado de su mamá a tan tierna edad para encerrarlo en la leonera que es una escuela inglesa? Rodeado de compañeros ricos, consciente de que si sus condiscípulos se enteraran de su verdadera condición lo harían pedazos… Oh, Ruby, ese plan tiene algo sombrío —dijo Alexander, sin saber en realidad por qué se preocupaba tanto por un niño que había visto fugazmente, y al que no conocía. Lo cierto era que algo en los ojos del niño, que reflejaban su alma de un modo tan diferente al que expresaban los de Ruby, había ejercido en él una atracción irresistible.
—Eres descaradamente perseverante, ¿lo sabías? —dijo ella, poniéndose de pie—. ¿Tienes un caballo? Si lo tienes, en el patio trasero hay un establo. Llévalo por la callejuela del costado y confíaselo a Chan Hoi. La comida es cara en Hill End, así que el caballo te costará un chelín más por día. Matilda, acompaña al señor Kinross a la habitación Azul. Merece el azul, es un tipo algo triste —ordenó, encaminándose a la barra—. Puedes cenar a la hora que quieras —agregó, mientras él seguía los pasos de Matilda.
La habitación Azul estaba pintada de un tono bastante deprimente, pero era grande y cómoda. Alexander se deshizo de la perseverante Matilda con el pretexto de que debía ocuparse de su caballo; era evidente que la muchacha esperaba alguna dádiva generosa por prestar sus servicios.
Dos puertas más allá de la habitación Azul había un cuarto de baño que debía de ser tan bueno, supuso, como cualquier otro de Hill End. Pero el retrete era un agujero en la tierra practicado en el patio trasero. ¡No había retretes inodoros en Hill End! Estaba claro que el agua era el problema más serio en Hill End.
Después de darse un baño y afeitarse se acostó en la cama azul y se quedó profundamente dormido.
El ruido lo despertó: Costevan’s había vuelto a la vida, lo que significaba que la mayoría de los mineros habían terminado su jornada de trabajo. Encendió la lámpara de queroseno, se puso un traje liviano de gamuza, y se encaminó al salón. No tenía idea de dónde hacían lo suyo las prostitutas, pero estaba claro que no era en esa ala del edificio en la que los cinco huéspedes de pago de Ruby podían alojarse. Cuando llevó su caballo al establo advirtió que la cocina estaba en una edificación separada, para que el fuego no caldeara todo el lugar, y que frente al ala del edificio principal en la que él estaba alojado había otro sector. Ruby era una persona ordenada, y también cruel. ¡Pobre niño!
El salón estaba lleno. Los hombres se amontonaban en filas de a tres a lo largo de la barra, y todas las mesas, salvo la de la dueña, estaban ocupadas. Matilda y Dora, y otras tres muchachas, deambulaban de un lado a otro por todo el salón. Suponiendo que le correspondía sentarse a la mesa de la dueña, se encaminó hacia ella bajo las miradas intrigadas de muchos de los clientes, la mayoría de los cuales todavía estaban bastante sobrios.
—Soy Maureen —dijo una muchacha pelirroja que llevaba el pelo recogido con una cinta verde. Alexander no había visto nunca en su vida una persona con tantas pecas; daba la impresión de que con ellas trataba de adquirir un aspecto homogéneamente trigueño—. Hay pierna de cerdo asada, patatas asadas y coles hervidas para cenar, y natillas de postre. Si eso no le gusta, Sam puede cocinar alguna otra cosa.
—No, ordenaré eso, Maureen, gracias —dijo él—. Conozco a Matilda y a Dora, pero ¿quiénes son las otras dos?
—Therese es la bizca de pelo castaño, Agnes es la que tiene tatuajes en los brazos —respondió Maureen con una risita tonta—. Solía trabajar en los bares de marineros, en Sydney.
Así que las muchachas de Ruby no eran tan pulcras como parecían. Pero como no tenía intención de pagar por sus servicios —¿cuánto costarían en Hill End?—, se dedicó de lleno a devorar un plato realmente excelente. Tal vez Sam Wong recibiera una paga exagerada, pero lo cierto era que sabía cocinar. Quizás antes de marcharse podría pedir a Sam que le preparara un plato chino de verdad.
Ruby estaba detrás de la barra, tan ocupada que apenas lo saludó con la mano, desde lejos; se preguntó si todos los salones de Hill End estarían tan bien regentados como Costevan’s, y llegó a la conclusión de que no. Las cinco muchachas estaban trabajando a destajo: desaparecían con una víctima y reaparecían pocos minutos después para atender a otra nueva. Por supuesto, debía de existir policía en la ciudad; presumiblemente, Ruby sobornaba a algún agente del orden para poder seguir con su negocio.
Con el estómago agradablemente lleno, se echó atrás en su silla para disfrutar de un cigarro y una taza de té, y observar el movimiento del lugar. Los clientes que se escurrían hacia dentro con alguna de las muchachas, advirtió, pagaban a Ruby por adelantado.
Un rato después, cuando los bebedores ya estaban achispados, Ruby se encaminó al piano, que estaba instalado muy cerca de la puerta de entrada y dispuesto de tal modo que todos los presentes pudiesen ver a quien lo tocara. Se acomodó la falda para poder mover con libertad los pies, posó las manos en el teclado y comenzó a tocar. Alexander envarado, sintió que un absurdo impulso se apoderaba de él; quería gritar a aquellos bebedores que cerraran la boca y escucharan, ¡Ruby tocaba muy bien! Eran simples canciones populares, pero ella las embellecía con complicadas variaciones que mostraban que era capaz de hacer justicia a Beethoven o Brahms.
Hasta que fue a Norteamérica, Alexander nunca había prestado demasiada atención a la música, simplemente porque nunca había tenido oportunidad de apreciarla. Pero en San Francisco había asistido a un concierto en el que se interpretaba música de Chopin, sólo porque había pasado por casualidad por delante del teatro, y en esa ocasión descubrió que la música le resultaba apasionante. Desde entonces, en todos los lugares en los que había estado había asistido a todos los conciertos que había podido: St. Louis, Nueva York, Londres, París, Venecia y Milán, Constantinopla, y hasta en El Cairo, donde vio la primera la canción de Aída, la ópera de Verdi que se estrenó para festejar la inauguración del canal de Suez. No le importaba qué clase de música fuera: ópera, sinfonía, solos instrumentales o las canciones que todo el mundo cantaba en sitios como Costevan’s. Le gustaba la música, toda la música.
Y allí, en Hill End, había una pianista consumada que interpretaba Lorena y entonaba las mismas estrofas tristes y melancólicas que había oído cantar a toda clase de gente durante su odisea norteamericana, casi siempre a viva voz, o acompañados por los delicados y lastimeros sones de un acordeón o una armónica.
Fue un tiempo en que nos amábamos, Lorena
más de lo que nos habríamos atrevido a confesar;
oh, qué habría sido de nosotros, Lorena,
si nuestro amor hubiera prosperado.
Pero todo eso ya no existe, los años han pasado,
no quiero evocar esos momentos sombríos;
sólo les digo: «Años perdidos, ¡seguid durmiendo!
¡Seguid durmiendo! ¡Y no hagáis caso del diluvio que es la vida!»
Cuando Ruby terminó de cantar ese último verso con aquella voz de contralto vigorosa y almibarada al mismo tiempo, los mineros, al borde de las lágrimas, aplaudieron histéricamente y le pidieron que no se fuera, que siguiera cantando.
Podría amarla nada más que por la música, pensó Alexander, y emprendió una prudente retirada hacia la habitación Azul antes de decir algo de lo que más tarde pudiera arrepentirse.
Alguien había encendido el fuego; en mayo hacía frío en Hill End: se acercaba el invierno. ¡Gracias a Dios! No tendré que dejarme puestos los calzoncillos largos, se dijo; la habitación está caldeada. Alimentó la chimenea agregando más carbón. ¡Carbón! ¡Qué interesante! ¿De dónde vendría? Aquélla no era una zona carbonífera, y la línea ferroviaria más cercana era la que llegaba hasta el apartadero de Rydal, terriblemente lejos de allí.
Tal vez porque había dormido durante la tarde no estaba muy cansado; rebuscó en una de sus alforjas hasta encontrar su Plutarco, reguló la lámpara de queroseno para poder leer, y se metió desnudo en una cama que, no hacía mucho, había cobijado un calentador.
Sólo levantó la vista del libro, sorprendido, cuando la puerta se abrió: sabía que la había cerrado con llave. Pero por supuesto el dueño del hotel debía de tener una llave de cada una de las habitaciones. Ruby vestía una bata con volantes de encaje que se abría cada vez que ella daba un paso en dirección a la cama y mostraba un par de piernas largas y bien formadas y unos pies enfundados en unas emplumadas zapatillas de tacos altos. Su fantástica melena, que caía desordenadamente sobre sus hombros, era tan larga como la de Lady Godiva.
Escudriñó el libro por encima de su hombro para ver qué estaba leyendo, y soltó una exclamación.
—¡Esto es un galimatías! —dijo.
—No, es griego. La vida de Pericles escrita por Plutarco.
Empujó a Alexander con la cadera y se sentó en el borde de la cama, mientras desataba la cinta que sujetaba su bata.
—Eres un enigma, Alexander Kinross. ¿Sabes a qué me refiero? Conozco algunas palabras importantes, aunque no haya tenido mucha educación. Pero tú debes de ser un verdadero personaje. Griego, ¿eh? Supongo que también sabes latín.
—Sí. Y francés. E italiano —repuso él, sin poder ocultar su orgullo.
—Apostaría a que has estado en muchos otros lugares además de California. En cuanto te vi me di cuenta de que eras un personaje. —Ya había desatado las cintas. La bata se deslizó y dejó al descubierto sus pechos, que eran opulentos, firmes, perfectos. Su cintura tampoco necesitaba que el corsé la ciñera demasiado: era pequeña, y su vientre, plano.
—Sí, he estado en muchos sitios —dijo, con más tranquilidad que la que sentía—. ¿Has venido a seducirme, o sólo a tentarme?
—Creo que en alguno de esos sitios has alternado con predicadores, Alexander…
—Nací en un nido de predicadores.
—Se nota, aunque no te gusta que te lo digan. Quiero que me hagas el amor. ¡Y ni se te ocurra decir una palabra sobre el precio! Cuando una es la madama de un burdel, les paga a las otras mujeres para que lo hagan, no lo hace una. Yo soy tan exigente que hace más de nueve años que no saboreo algo, así que siéntete honrado, amigo.
—Te refieres al padre de Lee. ¿Qué tiene él en común conmigo?
—Si hubieras dicho eso en un torno burlón, te habría abofeteado, pero no ha sido así. Me gustan los chinos, y algunos de ellos son muy apuestos, incluso los hay altos. Tú no tienes nada de chino, pero eres de veras moreno, un poco como el Viejo Nick —dijo ella riendo entre dientes, mientras dejaba que su salto de cama se deslizara hasta el suelo—. Apuesto a que has cultivado ese porte diabólico, Alexander Kinross. —Sus ojos verdes centellearon—. Veamos, ¿cómo te sientes? ¿Tienes deseos de hacer el amor?
Tal vez su mente no lo deseara, pero su cuerpo sí, y hasta un hombre como Alexander Kinross era incapaz de dominar lo que el presbiteriano que lo habitaba llamaba sus bajos instintos. Claro que Ruby podría haber inducido a un santo a hacerle el amor, y él, precisamente, no lo era. Por supuesto, había habido otras mujeres después de Honoria Brown: mujeres de distintas nacionalidades, de diferente aspecto y que había conocido en diversas circunstancias. Todas ellas habían tenido ese algo especial, intangible, que algunas mujeres tenían y otras, la mayoría, no. Y Ruby era irresistible.
Era espléndida, apasionada, sensual y diestra; o el misterioso Sung Chow era un maestro en el arte de amar, o bien, a pesar de su prolongada abstinencia, Ruby tenía mucha experiencia. Alexander se deleitó en ella, y todos los reparos de su pensamiento consciente desaparecieron. Si advirtió que ella había puesto en marcha algo a lo que sería imposible poner fin, tampoco pensó en ello.
—¿Por qué no te entregaste a nadie más después de Sung Chow? —preguntó, enrollándole el pelo en torno a uno de sus brazos.
—He vivido todos estos años en Hill End, y practico el viejo dicho: Nunca cagues donde comes.
—Entonces, ¿por qué yo, y en Hill End?
—Tú no te quedarás en Hill End, tú eres un trotamundos. Dentro de uno o dos días ya te habrás ido.
—Así que no te gustaría seguir conmigo…
—¡Demonios, claro que me gustaría! —replicó ella sentándose en la cama, indignada—. Pero no estarás aquí. Vuelve a verme alguna que otra vez, ¿eh? Tendrás que ser tú el que venga, yo no puedo liar mis bártulos para ir tras de ti como una gitana. Tengo un hijo que educar. Y necesito mi negocio.
—¿Cuánto costará esa escuela?
—Dos mil libras esterlinas al año. Además, tendrá que quedarse allí durante las vacaciones. Otros niños también lo harán, así que no estará solo. Y tendrá a Wo Fat.
—Eso significa una inversión de veinte mil libras y una ganancia incierta —comentó Alexander dando rienda suelta a su yo calculador.
—¡No soy una escocesa tacaña, como tú, señor Kinross! Apuesto a que si abres tu cartera, saldrán de ella polillas volando. Yo no soy así. Vengo de un antiguo linaje de ladrones y despilfarradores. Y soy mujer. Si le entrego mi corazón a un hombre, adiós a mi prosperidad. Tú eres hombre, uno de los amos de la Creación. Hay hombres que ven la fuerza que hay en ti, y se someten a tu poder. Tú debes de saber que lo tienes, porque lo ejerces. Pero yo sólo tengo el poder que me da mi apariencia, ¿qué otro poder cabe a una mujer? Sin embargo, tengo una buena cabeza para los negocios, y la he empleado para explotar mi único patrimonio —dijo, y soltó un suspiro—. Después de haber aprendido a no ser explotada, desde luego.
—¿Qué edad tienes, Ruby?
—Treinta. Si me vendiera por las calles, me quedarían cinco años más para ganar un buen dinero. Después, me convertiría en una de esas fulanas viejas, pintarrajeadas y arruinadas a las que nadie quiere pagar más de seis peniques. Pero yo me di cuenta a tiempo, y decidí que sería la que maneja a las otras muchachas. Para eso no hay límite de edad. Puedo prosperar y estar cada vez mejor.
—Hasta que Hill End se convierta en una comunidad de predicadores intachables porque el oro ya pasó a la historia —repuso él—. Cuando llegue ese momento tendrás que mudarte a alguna otra ciudad minera…
—Ya lo he pensado —dijo Ruby Costevan—. Dime, si encuentras oro en alguna parte, ¿te acordarás de mí?
—¿Podría olvidarte?
En los días que siguieron, Alexander exploró todo el curso del río Turon, asombrado por su semejanza con la región minera de California. Aunque éste era un río mucho más pequeño que fluía desde alturas en las que no se acumulaba la nieve, y ni siquiera alimentaban su caudal lluvias intensas. Nueva Gales del Sur era un lugar seco, alejado de la costa, lo que dificultaba la explotación del oro que se encuentra depositado en la grava. En California se habían derrochado miles y miles de litros de agua, más, probablemente, que la que había existido en toda la historia del río Turon. Un botánico que estaba de paso por allí, que hablaba con un marcado acento alemán y tomó una habitación en Costevan’s, explicó a Alexander que en Australia los árboles y las plantas, por lo general, estaban preparados para sobrevivir a un medio ambiente pobre en agua.
De Ruby, que había estado en los yacimientos desde la fiebre del Oro de aluvión de 1851, aprendió que todos los ríos que en ese sector de Nueva Gales del Sur discurrían hacia el oeste desde la Great Divide (la Gran Divisoria), un nombre imponente para una cadena de montañas relativamente baja, habían contenido oro de aluvión: el Turon, el fish, el Abercrombie, el Lachlan, el Bell, el Macquarie. En cuanto a su volumen de agua, ninguno de ellos podía compararse con los caudalosos ríos norteamericanos. A veces, dijo Ruby, la sequía los convertía en pequeñas charcas, ni las vacas ni las ovejas disponían entonces de una miserable brizna de pasto para alimentarse.
Lo cierto es que, en todo el curso del Turon, Alexander no pudo olfatear un solo filón nuevo; todo el oro que había en la región ya había sido extraído.
Cuando preguntó a Ruby si podía llevar a Lee con él el último día que iba a pasar en Hill End, un sábado, ella accedió inmediatamente. Él había pensado que a su yegua no le molestaría que lo sentara delante de él, pero resultó que Lee tenía su propio poni, y era un buen jinete.
Fue un día maravilloso; cuanto más conocía a Lee, más le gustaba. Tal vez lo amase. Y, aunque fuese un escocés tacaño como era, descubrió que deseaba ardientemente contribuir a la costosa educación inglesa del pequeño.
El niño le habló abiertamente de su próxima separación, con una madurez y un fatalismo que despertó en Alexander una profunda tristeza.
—Escribiré a mamá todas las semanas. Ella me regaló un diario que abarca diez años, ¡es un cuaderno enorme! Así sabré cuánto falta para volver a verla.
—Tal vez ella pueda ir a verte a Inglaterra.
El exquisito rostro de Lee se ensombreció.
—No, Alexander, no podrá. Para ellos, seré un príncipe chino, hijo de una madre que pertenece a la aristocracia rusa. Mamá dice que si yo estoy dispuesto a alimentar esa ficción, debo vivir como si no fuera tal, como si fuera absolutamente real. Debo creer que es real.
—Podría simular que es una amiga de tus padres.
El niño soltó una carcajada.
—¡Oh, vamos, Alexander! ¿Tú crees que mamá puede pasar como una amiga de príncipes y princesas?
—Tal vez sí, si lo intentara…
—No —dijo Lee con firmeza, cuadrándose de hombros—. Si nos viéramos todo se desmoronaría. Para que esto salga bien, lo único que podemos hacer es no vernos. Nunca. Hemos hablado mucho sobre esto.
—Entonces, tu madre y tú sois amigos del alma que no comparten ninguna ilusión.
—Por supuesto —replicó Lee, sorprendido por lo poco perspicaz del comentario.
—Puede que dentro de unos años, alguna que otra vez, yo tenga que ir a Inglaterra. ¿Te molestaría que fuera a verte? Vestido como un caballero escocés, por supuesto. Lo curioso es que los ingleses no oponen ninguna objeción social a quienes hablan con acento escocés. Nos ven como extranjeros que hemos derramado demasiada sangre inglesa, lo que nos da las mayores ventajas a la hora de negociar con ellos.
Lee sonrió, encantado.
—¡Oh, Alexander, por favor…! ¡Eso sería lo mejor que me podría pasar!
Así pues, las únicas imágenes que aparecían en la mente de Alexander Kinross cuando se alejaba de Hill End, mientras las campanas de la iglesia convocaban a los enemigos de Ruby al culto dominical, eran las de Ruby Costevan y su prodigioso hijo. El niño era aún más inteligente de lo que su madre suponía, aunque tenía una inclinación la ingeniería que no coincidía con las expectativas de ella, deseosa de que el pequeño se dedicara a alguna actividad artística. Cuando supo que Alexander era un conocedor de las máquinas, su excursión por el río Turon se convirtió en un interrogatorio. Así, pensó él mientras Hill End desaparecía, es el hijo que yo querría tener cuando consiga una esposa Drummond, como debo.
Al regresar a Bathurst encontró a Jim Summers enfrascado en sus estudios de contabilidad. Todo lo que le había encargado que comprara estaba en el patio trasero o donde debía estar. El ama de llaves era una joven viuda llamada Maggie Murphy; aunque su educación dejaba bastante que desear, limpiaba la casa con energía y esmero, y cocinaba platos sencillos pero deliciosos. El modo en que miraba a Summers y el modo en que él la miraba a ella fueron suficientes para que Alexander supiera en qué dirección soplaba el viento, pero Summers no dijo una palabra a propósito del tema y Alexander decidió no abrir la boca. Sabía que, cuando llegara el momento, le avisarían.
Su siguiente expedición lo llevó al río Abercrombie, con una parada intermedia en el Fish. Había unos pocos asentamientos, muy pequeños, dedicados a la búsqueda de oro; fuera de eso, descubrió, la región era en extremo desértica y prácticamente no había sido colonizada.
La única ciudad era Oberon, en la cima de la Gran Divisoria, en el límite entre las intrusiones graníticas, situadas al oeste, y la meseta de arenisca, al este. Antes de llegar a Oberon pasó por un lugar desde el cual pudo contemplar el valle más espléndido que hubiera visto en su vida, pero sus laderas, de unos trescientos metros de altura, eran de arenisca triásica, y sus estratos más profundos contenían carbón y pizarra bituminosa, no oro. Los habitantes de Oberon aprovisionaban a los pocos e intrépidos turistas que se atrevían a visitar las cuevas cercanas al río Fish, una excursión que debía emprenderse a caballo y obligaba a recorrer un camino de caballerías bastante rudimentario. No obstante, le aseguraron sus informantes, valía la pena aventurarse hasta las cuevas: eran un lugar de ensueño en el que la piedra caliza tomaba la forma de estalactitas y estalagmitas. Alexander, que no sentía la menor atracción por las cuevas, pasó de largo.
Como sabía que aquélla iba a ser una expedición bastante prolongada, llevaba un caballo de carga (era imposible conseguir mulas) y comía frugalmente; no había carne de caza que él apreciara, pues no le apetecía comer la de los pequeños canguros que abundaban por allí. Tampoco había ciervos, ni conejos, ni plantas comestibles. Así que no tuvo que desenfundar el revólver Colt que llevaba en la cintura. Se guiaba por un mapa, que había comprado en Bathurst, pero que carecía casi por completo de nombres e información en general. Cuando, muchos kilómetros al sur de Oberon, llegó a un río pequeño pero muy caudaloso que se dirigía al oeste, no encontró en el mapa la menor indicación de su existencia. Era evidente que las imponentes tierras altas que lo rodeaban no habían sido exploradas, y tampoco encontró restos de excrementos de vacas u ovejas que hubieran sido llevadas a pastar allí.
¡Oh, pero su nariz olfateaba inequívocamente oro! Así que decidió seguir el curso del río en dirección oeste hasta que llegó al nacimiento de una cascada. El agua, en lugar de deslizarse brumosamente por el precipicio, caía, espumosa, de saliente en saliente de una empinada pendiente que se expandía a lo largo de unos trescientos metros. Abajo se extendía un ancho valle: el río borboteaba cruzando la llanura y serpenteaba por entre otras colinas, más bajas y redondeadas, cubiertas de afloramientos de granito y cantos rodados.
Alguien había rozado parcialmente el valle y las colinas más bajas, pero sólo para hacerlos aptos para el pastoreo, supuso Alexander, pues no había indicio ninguno de exploraciones en busca de oro por ningún lado. Consultó su mapa y echó un vistazo a su sextante, lo que le permitió deducir que toda aquella región era parte de las tierras no enajenables de la Corona.
Le llevó casi dos días encontrar el modo de bajar desde aquellas alturas al valle. Cuando por fin llegó, acampó a orillas del río y a la vista de aquella maravillosa cascada. Estoy seguro de que aquí hay oro de aluvión, pensó, pero el olfato me dice que hay un filón de cuarzo aurífero en las entrañas de esa montaña.
Dedicó otros dos días a lavar grava del río, y en ese tiempo obtuvo cien onzas troy de polvo de oro y pequeñas pepitas. Era hora de ir a Sydney.
Borró todos los rastros de su presencia, incluso el estiércol del caballo, y cubrió con grava las huellas de sus cascos. Después, cabalgó rumbo a Bathurst, y se internó en otro bosque. Quienquiera que fuese el ocupante que se consideraba el «dueño» de aquellas tierras era, obviamente, «dueño» de muchas otras tierras de la región.
Algunas preguntas hechas de pasada en Bathurst le permitieron conocer el nombre del ocupante que arrendaba (por una suma irrisoria) la mayor parte de la región que se encontraba entre Blayney y un punto situado al norte de una pequeña ciudad llamada Crookwell. Sin embargo, Charles Dewy, así se llamaba el «dueño», no había intentado ocupar las montañas que se alzaban al este de la región de las colinas bajas, porque las vacas u ovejas que se arrearan hasta allí, según dijo a Alexander el ocupante al que consultó, desaparecerían irremediablemente en aquellos impenetrables matorrales.
Provisto de mediciones de latitud muy precisas y de un diagrama topográfico que no tenía la menor intención de mostrar a nadie, Alexander se encaminó a Sydney. Había decidido presentarse en el Departamento de Tierras.
Esta vez se alojó en un lujoso hotel situado en Elizabeth Street, frente a Hyde Park, y encargó a un voluntarioso sastre levantino que le confeccionara a toda prisa ropas apropiadas para la ocasión. Tal vez fuera tacaño (la palabra que había empleado Ruby todavía le escocía), pero lo cierto era que para él aquellos gastos eran una verdadera inversión. De manera que cuando se presentó en el Departamento de Tierras no tuvo la menor dificultad para conseguir una entrevista con uno de los funcionarios principales.
—Estamos tratando de socavar el poder de los usurpadores —dijo el señor Osbert Winfield— por varías razones. Una es que han acumulado un enorme poder político si se compara su número con la cantidad de habitantes que tiene una ciudad tan populosa como Sydney. Otra es que esta gente paga un gravamen insignificante para ocupar tierras no enajenables de la Corona. El gobierno, al que represento como funcionario, quiere otorgar pequeñas parcelas de esas tierras a los trabajadores de las ciudades y los ex mineros. Que tengan una extensión suficiente para que sean viables, por supuesto, pero no cientos de hectáreas.
—¿Es lo que llaman concesiones? —preguntó Alexander.
—Exactamente, señor Kinross. En 1861 se promulgó un nuevo instrumento legal, la Ley de Enajenación de Tierras de la Corona, que posteriormente fue enmendada para reducir el lapso del arrendamiento autorizado a los ocupantes de tierras de la Corona a un máximo de cinco años. Puede renovarse, pero el contrato expira si alguien compra tierras no mensuradas de su arriendo.
—¿Y cómo hace alguien que quiere comprar una extensión de tierras de la Corona no mensuradas? —preguntó Alexander sin disimular su interés—. Yo tengo en mente comprar una de esas concesiones.
El funcionario desplegó los mapas y Alexander sus mediciones. Los mapas del Departamento de Tierras eran mucho mejores que los que había conseguido en Bathurst, pero lo que a él le interesaba saber era si su río tenía nombre o si simplemente estaba registrado como «afluente del río Abercrombie».
—¿Qué extensión de tierra puedo comprar?
—No más de ciento treinta hectáreas, señor, a razón de dos libras esterlinas y media por hectárea. Se le exige que haga un depósito en efectivo equivalente a la cuarta parte del total. Las otras tres cuartas partes puede pagarlas en un lapso no superior a los tres años.
—En total son trescientas veinte libras. Yo las pagaría ahora mismo, señor Winfield.
—¿Dónde se encuentran esas tierras? —preguntó el señor Winfield.
—Exactamente ahí —repuso Alexander, señalando con el dedo el punto del mapa en que aparecía su río, al pie de la montaña.
—Humm… —masculló el señor Winfield, examinando cuidadosamente el mapa a través de sus gafas. Cuando levantó la vista sus ojos brillaban—. Ése es un sitio excelente para buscar oro, ¿no es así? Y está intacto, además. ¡Muy astuto de su parte, señor Kinross, muy astuto! Sin embargo, sólo podrá comprar si firma una declaración jurada ante un juez de paz en la que se compromete a cercar esas tierras, trabajarlas, y vivir en ellas.
—Desde luego que me propongo cercarlas, trabajarlas y vivir en ellas —replicó Alexander, y sus ojos también brillaron—. ¿Y qué debo hacer para comprar estas tierras? —preguntó, señalando la montaña—. Por lo que he podido averiguar, no están arrendadas por el señor Charles Dewy, que es quien arrienda el valle y la zona del río. Son muy escarpadas, muy boscosas y decididamente inservibles, pero me gustan mucho.
—Deberá usted pujar en una subasta a la que se convocará mediante anuncios en los periódicos que corresponda, señor Kinross. Entiendo que querrá que sean contiguas a su concesión, ¿es así?
—Naturalmente. ¿Qué extensión puedo comprar?
Osbert Winfield se encogió de hombros.
—Tanta como pueda pagar. Si alguien más puja, el precio podría subir a varias libras esterlinas la hectárea, pero si no hay ningún otro interesado, podrá comprar a una libra y cinco chelines la hectárea. Dudo que haya otros interesados. No soy un experto, pero no creo que encuentre oro allí arriba.
—Es verdad. El oro de aluvión se asienta en los lechos arenosos y abundantes en guijarros, y gracias a la fuerza de gravedad queda depositado allí sin que el agua siga arrastrándolo.
Alexander invitó al señor Osbert Winfield a cenar esa noche en el hotel que se convertiría en su cuartel general en Sydney, un gesto que agradó sobremanera al veterano funcionario. El título de propiedad correspondiente a sus ciento treinta hectáreas estaría listo para ser firmado a la mañana siguiente, y la subasta tendría lugar en dos semanas. Después de pensarlo cuidadosamente, Alexander había decidido pujar por cuatro mil hectáreas claramente delimitadas.
—Debo advertirle, Alexander —dijo el señor Winfield, degustando un soberbio oporto— que las cosas serán un poco diferentes si en sus tierras se levanta una ciudad. La ley dispone que en las ciudades la tierra sea subdividida; en fin, es algo razonable, ¿verdad? Naturalmente, usted sigue siendo el propietario de las subdivisiones que no hayan sido expropiadas, pero el Estado se reservará algunos lotes para sus propios fines: oficina de correos, comisaría, escuela, hospital, iglesia. También el ayuntamiento deberá tener su lote.
—No tengo ninguna objeción —dijo Alexander. Luego, mostró los dientes y gruñó—. Con excepción del lote para la iglesia. Puedo tolerar a los anglicanos, y hasta a los católicos, ¡pero que me lleve el diablo si aparecen los presbiterianos!
—Un resentimiento personal, ¿eh? Yo pertenezco a la Iglesia anglicana así que… Eso es bastante fácil de solucionar, en realidad. Podemos asignar toda la tierra correspondiente a las iglesias a la Iglesia anglicana y a los católicos, si usted lo desea. Por supuesto, no puede excluir a los presbiterianos, ellos tienen cierta influencia política. Pero tendrán que comprarle tierra a usted, y si usted no se la vende, quedarán al margen.
—Osbert —dijo Alexander sonriendo—, es usted una verdadera mina de información útil. —Frunció el entrecejo, preguntándose cuan franco se atrevía a mostrarse, y decidió ser razonablemente mesurado—. La verdad es que el dinero no me falta, querido amigo, así que, bueno, si acaso tuviera usted algún problema financiero, me encantaría ayudarle.
Ante lo cual Osbert Winfield se mostró como un verdadero funcionario de un gobierno colonial.
—En realidad —dijo, y carraspeó levemente—, tengo un pequeño descubierto en mi cuenta bancaria.
—¿Mil libras esterlinas solucionarían el problema?
—Oh, por supuesto. Es usted sumamente generoso. Sumamente generoso.
Alexander lo acompañó hasta la salida con una sensación de enorme satisfacción. Acababa de comprar al primero de lo que esperaba que fuese una larga serie de serviciales funcionarios de gobierno y miembros de las dos cámaras del Parlamento de Nueva Gales del Sur.
Así fue como Alexander Kinross se convirtió en el propietario legal de ciento treinta hectáreas de excelente tierra que incluía la zona costera del que, desde entonces, quedaría registrado en los mapas oficiales del Departamento de Tierras como río Kinross, y de cuatro mil hectáreas de la cima de la montaña, incluidas la pendiente y las cascadas, estos últimos comprados en subasta a razón de una libra y cinco chelines la hectárea. Tenía una licencia para buscar oro en su río, y había hecho engrosar las arcas de Nueva Gales del Sur con la suma de 5.321 libras esterlinas, incluida la tasa de una libra que pagó por la licencia. También se enteró de que si encontraba oro subterráneo en sus tierras, y puesto que se hallaría en un subsuelo que era inalienablemente suyo, el derecho de explotación era exclusivamente de su propiedad.
En agosto de 1872 regresó a Hill End, donde encontró a una Ruby desconsolada por la partida de su hijo, y que se mostraba pesimista con respecto a todo. Aunque se alegró francamente al verlo.
—Calculo que Hill End no tiene para más de dos años, como mucho —dijo esa noche, sentada en la cama de la habitación Azul y fumando un cigarro—. Podría ir a Gulgong, supongo; va a durar un poco más. Pero después, ¿adónde?
—Yo que tú no me preocuparía por eso —replicó Alexander, y cambió de tema—. Ruby, quiero conocer a Sung Chow.
—¿A Sung Chow? ¿Por qué?
—Tengo un negocio que proponerle, que bien podría desembocar en una proposición de negocios a ti.
Ahora que conocía los gustos de Ruby, Alexander descubrió que Sung Chow era prácticamente tal como él se lo había imaginado: un metro ochenta, piel clara, apuesto, de unos cuarenta años de edad. Tenía su oficina en su fábrica de cerveza, y vestía ropajes chinos, pero no el típico atuendo gris de los culis. Vestía una larga túnica de seda de color azul eléctrico adornada con flores bordadas, un liviano pantalón azul oscuro de seda, y calzaba babuchas bordadas.
—Soy mandarín —dijo, ofreciendo a Alexander una hermosa silla lacada—. Provengo de la ciudad que ustedes llaman Pekín, donde a causa de un desafortunado incidente me vi privado de mis títulos de nobleza. Por eso Lee habla mandarín y podrá pasar perfectamente por un príncipe chino, aunque haya otros niños chinos en su escuela. Le echaremos la culpa del acento colonial de su inglés a una institutriz.
—Usted habla un inglés casi sin acento. ¿Qué lo trajo a Nueva Gales del Sur? —preguntó Alexander.
—Un perdurable horror, la vasta podredumbre que la Compañía Inglesa de la India Oriental ha fomentado en China: el opio —dijo Sung Chow—. Me negué a humillarme ante los diplomáticos británicos, así que opté por la alternativa honorable de emigrar en busca de oro.
—¿Y encontró?
—El suficiente para dedicarme a los negocios. Mi fábrica de cerveza, mi lavandería, mis casas de huéspedes y mis restaurantes me permiten contar con ingresos estables, si no con una fortuna principesca —suspiró—. No hay la menor esperanza de que se pueda encontrar más oro en Hill End, o, para el caso, en Gulgong. Sofala es una ciudad fantasma. Ser buscador de oro y además chino es difícil y peligroso, señor.
—Llámeme Alexander, por favor. Continúe, señor Sung.
—Puedes llamarme Sung. Los chinos, Alexander, son sumamente laboriosos, y también frugales. Pero como la xenofobia existe en todas partes, aquellos cuyo aspecto y modo de hablar los delata como inequívocamente extranjeros se convierten en el blanco de los hombres y mujeres naturales del país que, o no son laboriosos, o no ahorran lo que ganan. Los chinos somos el blanco de su odio y, créeme, ésta no es una palabra demasiado fuerte. Se nos golpea, se nos roba, incluso se nos tortura y, a veces, se nos asesina. No podemos acogernos a la justicia británica, porque los policías suelen ser nuestros peores perseguidores. Por lo tanto, el precio a pagar por explorar en busca de oro es demasiado alto para hombres como yo, que tenemos otros talentos y buen instinto para los negocios. —Sung desplegó sus cuidadas manos—. Ruby me ha dicho que tenías una proposición para mí.
—Así es, pero debo advertirte que consiste en buscar oro de aluvión, al menos al principio. Aunque no en un sitio ya establecido. He hecho un hallazgo en una zona bastante apartada, al sudeste de Bathurst, un afluente del Abercrombie que he tenido la arrogancia de llamar río Kinross —dijo Alexander alzando sus puntiagudas cejas y riendo entre dientes—. Podría mantenerlo en secreto para el resto del mundo, pero querría compartir ese secreto con un pequeño grupo de hombres, y, más precisamente, chinos. He estado en China, ¿sabes? Conozco un poco a los chinos, y me llevo bien con ellos —agregó, y su voz adquirió de pronto un matiz de curiosidad—. ¿Por qué Ruby se lleva bien con los chinos?
—Tiene un primo que, sin proponérselo, pasó diez años en China, un hombre llamado Isaac Robinson que ahora vive en la isla de Norfolk. Estaba transportando armas y opio en un clíper norteamericano que se hundió en el mar de la China. Cuando unos frailes franciscanos lo rescataron, se refugió en su monasterio, en la península de Shantung. Pero se cansó de la vida monacal, empezó a tener problemas, y huyó. Después de marcharse de China y antes de irse a Norfolk, vino a Hill End a visitar a Ruby, a quien quería mucho. Los unía una cierta afinidad, que bien puede ser el motivo de la simpatía que ella siente por los chinos —respondió Sung. Se puso de pie, enfundó sus manos en las anchas mangas de su túnica, y comenzó a caminar de un lado a otro de la oficina—. Tu proposición es interesante y generosa, Alexander, y me resulta muy tentadora. ¿Cuáles son tus condiciones?
—Repartir lo que encontremos de dos maneras. La mitad para ti, la mitad para mí. Con tu mitad, tendrás que remunerar a los otros chinos que traigas contigo. Con mi parte compensaré a Ruby por haberme traído hasta ti —dijo Alexander echándose hacia atrás en su silla y sin quitar los ojos de encima a Sung—. Si hay tanto oro de placer como pienso, surgirá una ciudad. Eso te permitiría dedicarte al comercio, y a Ruby tener un hotel mejor que Costevan’s. Si estoy solo, mi control sobre el inevitable asentamiento, Sung, será nulo. Pero si los que ocupamos esas tierras formamos un grupo compacto, siempre que vosotros estéis dispuestos a aceptar mi liderazgo, podré mantener un control permanente sobre el asentamiento.
—Lo tienes todo planeado —dijo Sung quedamente.
—No tiene sentido actuar con precipitación, amigo mío. Así que piénsalo bien, ¿de acuerdo? Veinte hombres, ninguna mujer, y al principio no lavaremos en procura de oro. La ley me obliga a cercar mis tierras y construir una casa en ellas. Eso es lo primero, así demostraremos que somos honestos y respetuosos de la ley. Y debemos serlo, porque hay un ocupante local que se va a enfadar sobremanera.
—¡Dios mío! —fue la reacción de Ruby—. ¿Estás loco, Alexander?
—Estoy cuerdo como… —respondió él, y rio entre dientes—, vamos, cuerdo como lo que sea. Sung vino a verte, ¿no es así?
—Sí. Tenemos esa costumbre.
Estaban junto a la puerta del establo, aparentemente saludando a la yegua de Alexander. Aquél era un lugar en el que nadie oiría una palabra de lo que dijeran.
—Y el escocés tacaño —susurró Ruby, con ojos llameantes— ¡se propone ser caritativo con una prostituta que está envejeciendo! Pues bien, ¡puedo arreglármelas a la perfección sin tus malditos peniques, señor Kinross! ¡A mí no me engañas! Rasca un poco y verás al predicador que hay en ti tratando de salir a la superficie. Es cierto que empecé acostándome boca arriba y ahora me gano la vida empleando a otras mujeres para que sean ellas quienes lo hagan, ¡pero al menos ése es un trabajo honesto! ¡Sí, honesto! Una vez que se han casado, las mujeres no quieren cumplir con sus deberes maritales. No las culpo eso, porque su marido probablemente esté tan borracho que no puede mantener dura ni la mitad de su verga, o tal vez les escatima el dinero para las cosas de la casa pero no se priva de su tabaco o su bebida. Y entonces él va a otro lado a evacuar sus aguas sucias. Si ni siquiera conoces a un hombre, ni hablemos de amarlo, ¿por qué no deberías cobrar para que el tío evacue sus aguas sucias? ¿Eh? ¿Eh? Contéstame eso, tú, ¡polla de beato!
Alexander, presa de un verdadero ataque de risa, tuvo que apoyarse en la puerta del establo.
—Ay, Ruby, ¡cuánto me gustas cuando te subes a la tribuna! —exclamó mientras se enjugaba las lágrimas de risa que ella le había arrancado con su arenga; le tomó las manos y no dejó que se soltara—. ¡Escúchame un momento, estúpida fanática! ¡Escúchame! Hay personas que desencadenan acontecimientos, y tú eres una de ellas. Sin ti, nunca se me habría ocurrido proponer una sociedad a Sung Chow, y de no haber podido hacerle esa proposición yo habría tenido un gran problema para iniciar esta nueva empresa. No te estoy pagando el celestial placer que me das, sino el que me hayas prestado un servicio inestimable. Es cierto que soy un escocés tacaño, pero los escoceses en general son gente honorable, como yo. Me he visto obligado a ser tacaño para llegar a lo que he llegado, pero una vez que puedo darme el lujo de no ser tacaño, no lo seré. Éste es un trato en el que tú mereces ser socia, Ruby, aunque por el momento no seas más que una socia de cama.
Esa última frase, tan evidentemente provocativa, la hizo reír, una señal de que la tormenta había pasado.
—Está bien, está bien. Entiendo tu punto de vista, maldito bastardo. Démonos la mano.
Él le estrechó la mano, y después la abrazó y la besó. ¡Qué fácil sería amarla!
Una alianza entre un escocés y un chino significaba un extremo esmero en la planificación y una obsesión por mantener todo en secreto. Sung anunció a la comunidad china de Hill End que preparaba un viaje a China de entre seis y ocho meses, y llevaría con él una escolta; su esposa e hijos quedarían al cuidado de Sam Wong, Chan Hoi y otros parientes más.
Los veinte hombres que escogió Sung eran jóvenes, fuertes, y, sospechaba Alexander, unidos al patricio mandarín por lazos que nunca podría comprender alguien que no fuese chino. Probablemente estuvieran dispuestos a serle fieles hasta la muerte. Aunque su inglés era mejor que el de la mayoría de los chinos que trabajaban en los yacimientos de oro, vestían como culis.
La misión a China partió con gran pompa desde el camino a Rydal, siempre más concurrido que el de Bathurst, pues en Rydal estaba la estación ferroviaria de Hill End. En las cercanías de Rydal, el grupo esperó a que cayera la oscuridad para abandonar el camino e internarse en el bosque.
Alexander había partido un día antes, y los esperaba en un descampado. Él y Summers conducían una recua de caballos de carga que acareaban rollos de alambre, un taladro para instalar postes, pesados postes de madera, tiendas, latas de queroseno, lámparas, hachas, picos, azadas, martillos y un variado surtido de sierras destinadas a preparar más postes para las cercas con los árboles del lugar. Las cajas que llevaba Sung no contenían más que comida: arroz, pescado seco, pato seco, semillas de cebolla y de apio, semillas de col, varios frascos de diferentes salsas y una gruesa de huevos en recipientes con gelatina, para evitar que se rompieran.
—Viajaremos toda la noche —dijo Alexander a Sung, que ahora vestía de paisano—. De día podremos seguir, y descansar mañana por la noche. Será agotador, pero quiero que nos alejemos lo más posible de la civilización antes de hacer un alto.
—De acuerdo.
Alexander le presentó a Summers.
—Él será nuestro contacto con Bathurst, Sung. Allí tengo una casa, en las afueras de la ciudad, donde están almacenadas todas las cosas que necesitamos. Summers irá trayéndolas por tandas. Saldrá siempre de Bathurst de madrugada. He enviado a mi ama de llaves a Sydney con una larga lista de compras, y le he ordenado que se quede allí, con su familia, hasta que yo vuelva a necesitarla.
Sung frunció el entrecejo.
—¿Es un eslabón débil? —preguntó abiertamente.
Summers rio entre dientes.
—No, señor Sung. Vamos a casarnos, y ella sabe lo que le conviene.
—Bien.
A finales de enero de 1873 la cerca estaba lista y la casa de piedra de Alexander casi terminada. Él y la mitad de los chinos se servían de un dispositivo para el lavado de la grava que aplicaba chorros de agua y resultaba haba mucho más productivo que las armellas y los balancines utilizados hasta entonces. La grava contenía mucho oro, mucho más que el que Alexander había supuesto al principio; parecía haberlo incluso más allá del límite occidental de sus dominios, lo que significaba que la primera oleada de buscadores se quedaría allí el tiempo suficiente para que en aquel sitio se levantara una ciudad. Sung y sus veinte hombres tenían sus respectivas licencias para explorar, pero cada concesión, una vez delimitada, no podía superar los cuatro metros cuadrados. Demarcaron sus concesiones una al lado de la otra al pie de la cascada; sin embargo, antes de que a alguien se le ocurriera averiguar qué era lo que estaba pasando allí, aquellos veintidós hombres exploraron el río recogiendo todo el oro que pudieron en sitios que estaban fuera de sus concesiones. El resultado fue ubérrimo; bajo la superficie de la capa de aluvión había otras, más profundas, que no formaban parte de lo que era en ese momento el lecho del río, sino de lechos desplazados a lo largo de milenios.
A esas alturas, su dieta se había modificado, y se alimentaban con huevos frescos y pollos de un gallinero en el que se amontonaban cincuenta gallinas, carne de pato y ganso, carne de cerdo, y una gran variedad de verduras de una floreciente huerta. Aunque lo que a él más le gustaba era la comida china, Alexander advirtió, divertido, que a Summers no le ocurría lo mismo. Las tiendas de los chinos formaban un campamento situado a cierta distancia de la casa de Alexander, quien la compartía con Sung. Summers prefirió alternarse entre los dos sitios.
Al cabo de seis meses habían extraído 10.000 onzas troy de polvo de oro, pequeñas pepitas, otras pocas grandes, y una impresionante belleza que pesaba más de cuarenta kilos. Aquello significaba una ganancia de 125.000 libras esterlinas, pero todos los días seguía apareciendo más oro.
—Pienso —dijo Alexander a Sung— que es hora de visitar al señor Charles Dewy, el hombre que solía arrendar estas tierras.
—Me sorprende que todavía no haya aparecido por aquí —dijo Sung, alzando sus delgadas y elegantes cejas—. Ya deberían haberle comunicado que tú compraste una parte de su arriendo.
Alexander se apoyó un índice en una de las aletas de la nariz, un gesto universal que Sung comprendió perfectamente.
—Sí, así debería ser, ¿verdad? —preguntó, y se encaminó a ensillar su yegua.
La granja Dunleigh tenía vistas al río Abercrombie, al oeste de Trunkey Creek, un asentamiento minero que había hecho la mágica transición del oro de placer al de filón en 1868. A Charles Dewy le había fastidiado sobremanera que Trunkey Creek se convirtiera en un yacimiento aurífero oficial, pero cuando se descubrió la veta de cuarzo rica en oro, Dewy invirtió un buen capital en varias de las minas que comenzaron a explotarse allí; hasta ese momento, le habían rendido un beneficio de 15.000 libras esterlinas.
Ignorante de que el señor Dewy había invertido en el negocio del oro, Alexander cabalgó hasta lo que constituía un imponente grupo de bien mantenidos edificios rodeados por una empalizada de inmaculados postes blancos. Frente a los establos y cobertizos se alzaba una esplendida mansión de dos plantas construida con bloques de piedra caliza. Ostentaba torres y torreones, puertas vidrieras, una galería cubierta y techo de pizarra. El señor Dewy, pensó Alexander mientras se apeaba, es un hombre rico.
El mayordomo inglés admitió que el señor Dewy estaba en casa mientras miraba de soslayo al visitante: qué indumentaria tan peculiar vestía, ¡y ese caballo sucio y descuidado! Sin embargo, como el señor Kinross rezumaba autoridad y, al mismo tiempo, una serena dignidad, el mayordomo aceptó anunciarlo.
Charles Dewy parecía cualquier cosa menos un hombre de campo. Era bajo, robusto, canoso, exhibía unas pobladas patillas y un traje de Savile Row; el cuello de su camisa blanca estaba almidonado a más no poder y su corbata era de seda.
—Me ha cogido en ropas de ciudad, acabo de regresar de una excursión a Bathurst. El sol —continuó diciendo Dewy mientras conducía a Alexander a su estudio— ya se ha puesto tras el penol. Por lo tanto, es buen momento para tomar una copa, ¿no le parece?
—No tengo el hábito de beber, señor Dewy.
—¿Escrúpulos religiosos? ¿Abstinencia y esas cosas?
Charles Dewy imaginó que, si hubieran estado fuera, Kinross habría escupido en el suelo; lo que hizo, en cambio, fue mostrar los dientes.
—No tengo religión, y sólo algunos escrúpulos, señor.
Esta réplica más bien antisocial no espantó a Charles en lo más mínimo; de temperamento optimista, toleraba las debilidades de sus semejantes sin juzgarlos.
—Entonces puede usted beber té, señor Kinross, mientras yo saboreo el néctar de su patria —dijo jovialmente.
Arrellanado en un sillón con su whisky escocés, el colono contempló a su visitante con interés. Le pareció un sujeto de aspecto llamativo, tal vez por aquellas cejas puntiagudas que enmarcaban sus ojos negros y por su elegante barba a lo Van Dyke. Probablemente muy inteligente y culto. Había oído comentarios acerca de Kinross en Bathurst; la gente hablaba de él porque nadie sabía a ciencia cierta qué se traía entre manos, pero todo el mundo sabía que en algo andaba metido. Por las ropas típicas de la frontera norteamericana que vestía, se suponía que era un buscador de oro, pero, aunque había estado varias veces en Hill End, los rumores aseguraban que el único oro que había tenido en sus manos había sido el del pelo de Ruby Costevan.
—Me sorprende que no me haya hecho una visita, señor Dewy —dijo Alexander, tras beber con fruición un sorbo de té.
—¿Una visita? ¿Adónde? ¿Y por qué debería visitarle?
—Compré ciento treinta hectáreas de su arriendo hace ya casi un año.
—¡Demonios! —exclamó Charles, dando un respingo—. ¡Ésta es la primera noticia que tengo!
—¿Está seguro de que no recibió una notificación del Departamento de Tierras…?
—Estoy seguro de que debía de haberla recibido, ¡y también estoy seguro de que no la recibí, señor!
—¡Oh, esas oficinas del gobierno…! —dijo Alexander chasqueando la lengua—. Juraría que en Nueva Gales del Sur son aún más lentas que en Calcuta.
—John Robertson tendrá que oírme. Es él quien comenzó todo este desaguisado, con su Ley de Enajenación de Tierras de la Corona. ¡Y eso que él también es un colono! Ése es el problema cuando un hombre se mete en el Parlamento, hasta en uno débil como el nuestro: allí dentro no piensan en otra cosa que en llenar las arcas del Estado, y claro, las diez libras esterlinas al año que un colono paga por su arriendo les parecen poco.
—Sí, conocí a John Robertson en Sydney —dijo Alexander, separando la taza de su labios—. Verá, señor Dewy, si he venido a verle no ha sido nada más que por cortesía. Debo informarle de que he descubierto oro de placer en el río Kinross, donde está mi concesión.
—¿El río Kinross? ¿Qué río Kinross?
—Es un afluente del Abercrombie. No tenía nombre en los mapas, así que le puse mi apellido. Yo moriré, pero tengo la esperanza de que mi río siga fluyendo eternamente. Está repleto de oro. Un verdadero fenómeno de la naturaleza.
—¡Dios santo! —se lamentó Dewy—. ¿Por qué tiene que haber tantos hallazgos de oro en mis tierras? Mi padre llegó aquí en mil ochocientos veintiuno, Kinross, y ocupó casi quinientos veinte kilómetros cuadrados. Después, aparecieron el oro y John Robertson. Dunleigh está menguando, señor.
—Caramba, caramba —dijo Alexander, circunspecto.
—¿En qué zona compró?
Alexander desplegó el mapa oficial que le habían entregado en el departamento de Tierras. Dewy dejó el vaso, se puso unas gafas, y se acercó a curiosear por encima del hombro de Alexander. El hombre olía bien, comprobó, el cuero de su chaqueta despedía un aroma agradable, y al sujeto que la vestía le gustaba asear su cuerpo. La mano, una mano limpia, de forma armoniosa y dedos largos, señaló el borde del límite oriental de Dunleigh.
—Yo despejé parte de esas tierras cuando todavía era un niño —dijo Dewy, volviendo a su sillón—. Antes de que nadie soñara siquiera con la posibilidad de encontrar oro allí. Y creo que nunca más me preocupé por volver. Esas montañas son inhóspitas, así que no se puede llevar al ganado a pastorear. Los animales se internan en la espesura y desaparecen. Ahora usted me dice que el arroyo está repleto de oro de aluvión. Eso significa un yacimiento declarado oficialmente, una ciudad de casuchas hediondas, y toda la atrocidad de una caterva de seres humanos que sólo tienen en común la codicia.
—También compré cuatro mil hectáreas de la cima de la montaña en subasta —continuó Alexander, sirviéndose un poco más de té—. Construiré una casa allí arriba para mantenerme alejado, como dice usted, de la atrocidad. —Se inclinó hacia delante, con expresión seria—. Señor Dewy, no quisiera que usted fuera mi enemigo. Tengo conocimientos de geología y soy mecánico, así que aunque lo parezca, no estaba loco cuando pagué cinco mil libras esterlinas por una montaña inútil que llamé monte Kinross. Y si surge una ciudad en torno al yacimiento también se llamará Kinross.
—Es un nombre poco común —comentó Dewy.
—Es mío, y sólo mío. Si todo sucediera como suele suceder, la ciudad de Kinross desaparecería apenas se agotara la grava. Pero lo que a mí me interesa realmente no es el oro de placer, si bien me ha hecho ganar mucho dinero. En las entrañas de mi montaña existe lo que los californianos llaman «veta madre», un filón de cuarzo que contiene oro sin impurezas, oro que no está mezclado con pirita. Como usted sabe, cualquiera puede extraer oro de placer de la grava, pero los hombres que llegan en tropel a los yacimientos no tienen recursos financieros suficientes para explotar un filón. Se necesitan maquinarias y demasiado dinero. De modo que cuando esté preparado para explotar la veta madre en mis tierras, buscaré inversores dispuestos a incorporarse a una sociedad. Le aseguro que cada uno de los que inviertan en esa sociedad terminará siendo más rico que Creso. Por eso, no me gustaría que usted indispusiera a sus amigos políticos de Sydney en mi contra, señor Dewy. Preferiría que fuera usted mi aliado.
—En otras palabras —dijo Charles Dewy sirviéndose un poco más de whisky—, usted quiere que yo invierta dinero en su empresa.
—Cuando llegue el momento, por supuesto. No deseo que controlen mi empresa personas desconocidas y de las que no puedo fiarme, señor. Será una compañía privada, por lo tanto no tengo intención de conseguir financiamiento público. ¿Y quién más indicado para ser un accionista que el hombre cuya familia ha estado en el distrito desde mil ochocientos veintiuno?
Dewy se puso de pie.
—Señor Kinross, quiero decir, Alexander, si me llamas Charles: te creo. Tú eres un escocés tacaño, no un visionario. —El señor Dewy suspiró—. De todas formas, es demasiado tarde para oponerse a la fiebre, así que dejemos que las langostas se junten para arramblar con el aluvión lo más rápidamente posible. Después, la ciudad de Kinross se dedicará a la explotación minera, como Trunkey Creek. He pagado esta casa con el dinero que gané gracias a mis inversiones en Trunkey Creek. ¿Quieres pasar la noche aquí, compartir nuestra cena?
—Si me disculpáis por no vestir la ropa apropiada…
—Por supuesto, yo tampoco me mudaré.
Alexander llevó sus alforjas a la planta de arriba, a una hermosa habitación cuyas ventanas daban a las colinas circundantes y las aguas lamentablemente sucias del río Abercrombie, contaminadas por una docena de yacimientos de oro en su nacimiento.
Alexander Kinross terminó gustando mucho a Constance Dewy, a pesar de que la anfitriona se había mostrado predispuesta a tener una mala opinión de él. Quince años más joven que su marido, la señora Dewy había sido una verdadera belleza en su juventud, veinte años atrás. Su mano, dedujo Alexander, era la que había decorado con excelente gusto aquella casa, pues ella misma estaba magníficamente ataviada con un vestido de satén que ostentaba el rudimentario polisón entonces de moda. Los rubíes destellaban en todas sus joyas: el collar, los pendientes y las pulseras que usaba sobre los puños de unos guantes de satén que le llegaban hasta los codos. Ella y Charles, advirtió, se llevaban muy bien.
—Nuestras tres hijas (no tenemos hijos varones) están estudiando en Sydney —dijo Constance, y suspiró—. ¡Oh, cómo las echo de menos! Pero una institutriz puede educarlas hasta cierta edad. Una vez que cumplen los trece, tienen que aprender a relacionarse con otras jovencitas, cultivar los vínculos sociales que les serán útiles cuando estén maduras para pensar en el casamiento. ¿Tú estás casado, Alexander?
—No —respondió él escuetamente.
—Estarás demasiado ocupado para encontrar la chica adecuada, ¿o es que te atrae más la vida alegre del soltero?
—Ni lo uno ni lo otro. Ya he escogido a mi esposa, pero la boda tendrá que esperar hasta que pueda construir una casa como ésta y ofrecerla. Así, de piedra caliza. A propósito, Charles, la casa está muy bien construida y terminada. ¿Dónde conseguiste albañiles tan profesionales? —preguntó Alexander, cambiando hábilmente de tema.
—En Bathurst —dijo Charles—. Cuando el gobierno tendió la vía férrea que cruza las Montañas Azules, hubo que construir parcialmente el trecho en zigzag que desciende por la ladera occidental desde Clarence sobre tres altísimos viaductos. Pudimos obtener la arenisca bastante cerca, pero el ingeniero, Whitton, no conseguía albañiles. Terminó trayéndolos de Italia, y ésa es la razón por la que los viaductos, y esta casa, han sido construidos según el sistema métrico decimal y no con el del Imperio británico.
—Me fijé en los viaductos cuando vine de Sydney, y me di cuenta de que son tan perfectos como si los hubieran construido los romanos.
—Efectivamente. Tras finalizar la construcción, algunos de los albañiles decidieron quedarse a vivir en Bathurst, donde hay suficiente trabajo para ellos. Yo comencé a explotar una cantera de piedra caliza cerca de las cuevas de Abercrombie, extraje los bloques, y contraté a los albañiles italianos para que construyeran esta casa.
—Yo haré lo mismo —dijo Alexander.
Más tarde, los hombres se retiraron al estudio. Charles Dewy para saborear un oporto, Alexander para fumar un cigarro. En ese momento Alexander sacó a colación un tema delicado.
—No se me escapa —comenzó— que en Nueva Gales del Sur hay un gran resentimiento contra los chinos. Deduzco que también en Victoria y en Queensland. ¿Qué piensas tú de los chinos, Charles?
El anciano colono se encogió de hombros.
—No odio a los chinos, por paganos que sean, es cuanto puedo decir. Después de todo, tengo muy poco trato con ellos. Suelen congregarse en los yacimientos, aunque en Bathurst los hay que poseen algunos comercios, pequeños, un restaurante, tiendas… Por lo que he visto, son pacíficos, decentes, y no hacen daño a nadie. Lamentablemente, su inagotable capacidad de trabajo irrita a muchos australianos blancos, que preferirían no trabajar tanto como ellos por lo que se les paga. Además, no les interesa mezclarse, y no son cristianos. De resultas de lo cual, cuando a sus lugares de culto se los llama «templos chinos» se insinúa que en ellos se realizan actividades infames. Y, por supuesto, la mayor indignidad es que envían dinero a China; se considera que es despojar a Australia de sus riquezas. —Soltó una risa despectiva—. En mi opinión, lo que se envía a China es una gota en el mar comparado con lo que se envía a Inglaterra.
Sabedor de que su dinero estaba depositado en el Banco de Inglaterra, Alexander se revolvió nerviosamente en su asiento. Charles Dewy era, claramente, uno más de aquella raza naciente, el patriota australiano fastidiado con Inglaterra.
—Mi socio es chino —dijo Alexander— y pienso tenerlo a mi lado en las buenas y en las malas. Cuando estuve en China, descubrí que los chinos comparten algunas cualidades con los escoceses: esa capacidad para el trabajo, y también, la frugalidad. En lo que superan ampliamente a los escoceses es en su carácter alegre, los chinos ríen mucho. ¡Uf! Los escoceses, en cambio, ¡son hoscos, hoscos, hoscos!
—Eres un tanto cínico cuando hablas de tu propia gente, Alexander.
—Me sobran motivos para serlo.
—Tengo la sensación, Connie —dijo Charles a su esposa mientras le cepillaba la larga cabellera—, de que Alexander Kinross es uno de esos seres extraordinarios que nunca se equivocan.
La respuesta de Constance fue un estremecimiento.
—¡Oh, querido! ¿No hay una frase hecha que dice: «Llévate lo que quieras, y lo pagarás»?
—No la conocía. ¿Quieres decir que cuanto más dinero gane, más alto será el precio espiritual que tendrá que pagar?
—Sí. Gracias, querido, ya está bien —repuso ella, y se dio la vuelta para mirarlo a la cara—. No digo que me disguste, en absoluto; pero siento que hay muchos pensamientos oscuros rondando en su mente. Tienen que ver con cuestiones personales. En las cuestiones personales está su debilidad, porque él supone que en ellas puede aplicar la misma lógica que en los negocios.
—Te estás acordando de que dijo que ya había escogido una esposa.
—Exactamente. Una forma extraña de decirlo. Como si no se hubiera a tomado el trabajo de pedirle opinión a ella —dijo la señora Dewy, mordisqueándose una uña—. Si no fuera rico, todo sería más fácil, pero los hombres ricos son muy codiciados como esposos.
—¿Tú te casaste conmigo por mi dinero? —preguntó Charles, sonriendo.
—Eso es lo que piensa todo el mundo, pero tú sabes muy bien que no fue así, farsante —replicó, y sus ojos se dulcificaron—. Eras tan divertido, tan parsimonioso, y al mismo tiempo tan eficiente… Y me encantaba la forma en que tus patillas me hacían cosquillas en las piernas…
Charles dejó el cepillo sobre el tocador.
—Vamos a la cama, Constance.