1. La suerte cambia

—Tu primo Alexander ha escrito pidiendo una esposa —dijo James Drummond, levantando la vista de una hoja de papel.

Había sido un duro golpe para Elizabeth que su padre la hubiese emplazado a comparecer en el salón; semejante formalidad sólo podía significar que iba a recibir un sermón por haber hecho algo mal, un sermón al que seguiría su condigno castigo. Por supuesto, ella sabía lo que había hecho —poner demasiada sal a las gachas de avena que habían comido por la mañana—, y sabía también cuál habría de ser el castigo: se la obligaría a comer gachas sin sal durante lo que quedaba del año. Padre cuidaba mucho su dinero, y no estaba dispuesto a gastar ni un grano más de sal del que correspondiera.

Así que Elizabeth, con las manos cruzadas tras la espalda y de pie ante el raído sillón desde el cual su padre le hablaba, escuchó boquiabierta la sorprendente noticia.

—Pide a Jean, una verdadera tontería. ¿Acaso cree que el tiempo se ha detenido? —James agitó la carta, indignado. Un momento después, apartó la vista del papel para mirar, desde las sombras, a su hija menor iluminada por la luz que se filtraba desde la ventana—. Tú estás hecha como cualquier otra mujer. Así que tendrás que ser tú.

—¿Yo?

—¿Estás sorda, hija? Sí, tú. ¿Quién si no?

—Pero ¡Padre! Si está pidiendo a Jean, no creo que me quiera a mí.

—Cualquier mujer joven, respetable y bien educada le vendrá bien, a juzgar por cómo están las cosas en el lugar desde el que escribe.

—¿Desde dónde escribe? —preguntó ella, sabiendo que no se le permitiría leer la carta.

—Nueva Gales del Sur —gruñó James, con un dejo de satisfacción en la voz—. Parece que a tu primo Alexander le ha ido bastante bien, ha hecho una pequeña fortuna en unos yacimientos de oro —dijo frunciendo el entrecejo—. O al menos —añadió, con cierta complacencia— ha ganado lo suficiente para conseguirse una esposa.

Elizabeth pasó del asombro a la consternación.

—¿No le resultaría más fácil encontrar una esposa allí, Padre?

—¿En Nueva Gales del Sur? Según él, allí no hay más que prostitutas o mujeres que han acabado en Australia después de salir de la cárcel, o no tienen la más mínima educación. No, lo que ocurre es que la última vez que Alexander estuvo por aquí vio a Jeannie y se prendó de ella. Entonces la pidió en matrimonio, y yo me negué. Vamos, ¿por qué iba yo a aceptar a un calderero haragán que vivía en los suburbios de Glasgow para Jeannie, que apenas tenía dieciséis años? Tu edad, pequeña. Por eso estoy seguro de que tú le vendrás bien: le gustan jóvenes. Lo que busca es una esposa escocesa de virtud intachable, que sea de su misma sangre y en quien pueda confiar. En todo caso, eso es lo que él dice. —James Drummond se puso de pie y se encaminó a la cocina—. Prepárame un poco de té.

Poco después regresaba al salón con su botella de whisky mientras Elizabeth depositaba unas hebras de té en la tetera ya entibiada y vertía agua hirviendo sobre ellas. Padre era un presbítero —uno de los ancianos de la iglesia—, de modo que no era un bebedor, y mucho menos un borracho. Cuando vertía una pequeña cantidad de whisky en su taza de té lo hacía porque había recibido alguna buena noticia, como la del nacimiento de un nieto, por ejemplo. Pero ¿por qué la noticia de la boda era tan buena? ¿Qué pasaría cuando se quedara sin ninguna hija que se ocupara de él?

¿Qué era lo que realmente decía aquella carta? Quizá, pensó Elizabeth mientras se apresuraba con la preparación del té revolviendo el agua con una cuchara, el whisky ayudara a obtener algunas respuestas. Cuando la bebida se le subía a la cabeza Padre solía ponerse muy locuaz. Tal vez revelara sus secretos.

—¿Mi primo Alexander tiene algo más que decir? —se atrevió a preguntar apenas hubo servido la primera taza.

—No mucho. No le gusta demasiado el palabrerío, como a la mayoría de los Drummond —replicó James con un resoplido—. ¡Y a propósito de Drummond! Ya no es su apellido, ¿puedes creerlo? Se lo cambió por Kinross cuando estuvo viviendo en Norteamérica. Así que no serás la señora de Alexander Drummond, sino la señora de Alexander Kinross.

A Elizabeth no se le ocurrió que pudiera haber la menor posibilidad de discutir esta decisión arbitraria acerca de su destino, ni en ese momento ni mucho después, cuando ya había pasado el tiempo suficiente para ver las cosas con claridad. La sola idea de desobedecer a Padre en una cuestión tan importante era más aterradora que cualquier otra cosa imaginable, salvo una reprimenda del reverendo Murray. No porque a Elizabeth Drummond le faltaran coraje o ánimo, sino más bien porque, dado que era la hija menor y además huérfana de madre, había pasado su breve vida tiranizada por dos hombres terribles y entrados en años: su padre y el pastor de la iglesia.

—Kinross es el nombre de nuestra ciudad y nuestro condado, no el nombre de un clan —dijo.

—Me atrevo a decir que tuvo sus buenas razones para cambiar —dijo James con una complacencia inusual en él mientras bebía su segundo trago de whisky.

—¿Habrá cometido algún crimen, Padre?

—Lo dudo. De ser así no se mostraría tan franco. Alexander siempre fue testarudo, un engreído. Tu tío Duncan intentó disciplinarlo pero no pudo. —James suspiró satisfecho—. Alastair y Mary pueden venir a vivir conmigo. Recibirán un buen dinero cuando yo esté bajo tierra.

—¿Un buen dinero?

—Sí. Tu futuro marido ha enviado un cheque para cubrir el costo de enviarte a Nueva Gales del Sur. Mil libras.

Elizabeth se quedó boquiabierta.

—¿Mil libras?

—Ya lo has oído. Pero no te marees, pequeña. Recibirás veinte libras como regalo y cinco para tu ajuar. Él dice que debes viajar en primera clase y con una criada, ¡pero yo no estoy dispuesto a aceptar semejante extravagancia! ¡Uf! ¡Una verdadera atrocidad! Lo primero que haré mañana será escribir a los periódicos de Edimburgo y Glasgow para pedir que publiquen un anuncio. —Sus tiesas y rojizas pestañas se movieron nerviosamente, señal inequívoca de que estaba reflexionando—. Quiero un matrimonio respetable, de prebisterianos y que estén pensando en emigrar a Nueva Gales del Sur. Si están dispuestos a llevarte con ellos, les pagaré cincuenta libras. —Alzó los párpados y sus ojos azules centellearon—. No dudarán en aceptar semejante suma. Y yo me embolsaré novecientas veinticinco libras. Un buen dinero.

—Pero ¿Alastair y Mary querrán venir a vivir contigo, Padre?

—Si no quieren, legaré mi dinero a Robbie y Bella o a Angus y Ophelia —dijo James Drummond con suficiencia.

Después de servir a su padre los dos enormes bocadillos de tocino que solían constituir su cena dominical, Elizabeth se puso su capa de lana sobre los hombros y se marchó con el pretexto de que debía ir a ver si la vaca había regresado.

La casa en la que James Drummond había vivido durante tantos años con su extensa familia se encontraba en las afueras de Kinross, una aldea elevada a la categoría de ciudad-mercado porque era la capital del condado. Por su extensión, unos dieciséis por veinte kilómetros, Kinross era el segundo condado más pequeño de Escocia, pero compensaba esa limitada extensión con un cierto grado de modesta prosperidad. La fábrica de tejidos de lana, los dos molinos de harina y la fábrica de cerveza escupían incesantemente su humo negro: ninguno de los propietarios de aquellos establecimientos estaba dispuesto a permitir que sus calderas se apagaran sólo porque fuese domingo; les resultaba más barato que volver a ponerlas en marcha los lunes. En la zona sur del condado había carbón suficiente para que estas modestas industrias locales pudieran funcionar, y gracias a ellas James Drummond no se había visto obligado a abandonar su tierra natal para buscar trabajo y medios de vida o, en el peor de los casos, procurar a su familia una mera subsistencia, como les había sucedido a tantos otros escoceses que por entonces se hacinaban en la miseria pestilente de esos suburbios que proliferaban en las grandes ciudades. Al igual que su hermano mayor, Duncan, que era el padre de Alexander, James había trabajado toda su vida —y ya contaba cincuenta y cinco años— en la fábrica de tejidos de lana, produciendo metros y metros de aquel paño a cuadros típico del país que después comprarían los sassenachs —como los escoceses llamaban despectivamente a los ingleses—, sobre todo después de que la Reina pusiera de moda el tartán.

Los fuertes vientos escoceses disipaban el humo de las chimeneas del mismo modo que la mano del artista difumina el carboncillo sobre el papel, y limpiaban la bóveda celeste que parecía extenderse casi hasta el infinito. A lo lejos, pobladas de brezos otoñales que les daban un tinte uniformemente morado, se alzaban las Ochils y las Lomonds, elevadas y agrestes montañas en cuyas laderas las deterioradas puertas de las pequeñas casas de los colonos parecían oscilar en medio de la nada, una zona que pronto los terratenientes ausentes invadirían para dedicarse a cazar ciervos y pescar en sus lagos. Algo que no preocupaba en lo más mínimo al condado de Kinross, una fértil llanura densamente poblada de ganado vacuno, equino y ovino. El ganado vacuno estaba destinado a convertirse en la mejor carne asada de Londres, los equinos eran yeguas de cría que les permitían contar con caballos de silla y de tiro, y los ovinos producían lana para la fábrica de tartanes y cordero para las cocinas de la región. También había algunos cultivos, pues la tierra, antes musgosa, había sido exhaustivamente drenada cincuenta años atrás.

Frente a la ciudad de Kinross se extendía el lago Leven, una de esas amplias y agitadas lagunas de un azul acerado tan características de Escocia, alimentado por translúcidas corrientes cargadas de turba ambarina. Elizabeth se encontraba en la orilla, a unos pocos metros de la casa (sabía muy bien que no debía desaparecer de la vista de su padre), y miraba hacia las verdes llanuras que separaban el lago del estuario del Forth. A veces, si el viento soplaba del este, le llegaba el olor a peces que subía desde las frías profundidades del mar del Norte, pero ese día el viento soplaba desde más allá de las montañas, y traía un penetrante olor a hojas enmohecidas. En la isla del lago Leven se alzaba un castillo, aquél en el que Mary, reina de los escoceses, había estado prisionera durante casi un año. ¿Qué habría sentido, sabiendo que era al mismo tiempo soberana y cautiva? Una mujer que había tratado de gobernar una tierra de hombres feroces y sin pelos en la lengua… Pero además había tratado de volver a imponer la fe católica romana, y a Elizabeth Drummond la habían educado con demasiado esmero como presbiteriana para pensar bien de ella por eso.

Iré a un lugar llamado Nueva Gales del Sur a casarme con un hombre que no conozco, pensó. Un hombre que pidió en matrimonio a mi hermana, no a mí. Estoy atrapada en una telaraña urdida por mi padre. ¿Qué pasará si, cuando llego, no le gusto al tal Alexander Kinross? Seguramente, si es un hombre honorable, me enviará de vuelta a casa. Y debe de ser honorable, de lo contrario no habría pedido en matrimonio a una Drummond. Pero yo he leído que en esas toscas colonias, tan alejadas además de la madre patria, escasean las esposas adecuadas, así que supongo que él se casará conmigo. ¡Dios del cielo, haz que me guste! ¡Haz que yo le guste a él!

Elizabeth había asistido durante dos años a la escuela del doctor Murray, tiempo suficiente para aprender a leer y escribir y, aunque no sin esfuerzo, leía bastante bien; escribir le resultaba más difícil porque James pensaba que era un derroche gastar dinero en papel para una muchacha tonta que no sabría cómo aprovecharlo. Pero mientras mantuviera la casa impecablemente limpia, cocinara las comidas que a su padre le gustaban, no gastara dinero ni se codeara con otras muchachas igualmente tontas, Elizabeth tenía libertad para leer los libros que consiguiera. Podía recurrir a dos fuentes distintas: la biblioteca de la casa del pastor, el doctor Murray, y las respetables y anodinas novelas que circulaban entre la grey femenina de su nutrida congregación. No era sorprendente, pues, que la joven supiese más de teología que de geología, y más de ceremonias que de idilios.

Que pudiera estar destinada al matrimonio era algo que nunca se le había ocurrido, aunque empezaba a tener edad suficiente para preguntarse acerca de sus placeres y sus riesgos, y para observar con interés y curiosidad las uniones que habían formado sus hermanos mayores. Alastair y Mary, tan diferentes el uno del otro, se pasaban todo el tiempo discutiendo y, sin embargo, ella sentía que había entre ellos una profunda comunión. A Robert y a Bella los unía a la perfección la tacañería. Angus y su nerviosa Ophelia parecían decididos a destruirse mutuamente. Catherine y su Robert vivían en Kirkaldy porque él era pescador. También estaban Mary y su James, Anne y su Angus, Margaret y William… Y Jean, la mayor de todos los hermanos, la belleza de la familia, que a los dieciocho años se había casado con un Montgomery, un partido envidiable para una muchacha de sangre bastante buena pero que carecía de dote. Su esposo se la había llevado a vivir a una mansión en la calle Princes, en Edimburgo; desde entonces Jean ya no volvió a pisar Kinross y los Drummond no volvieron a verla nunca más.

—Está avergonzada de nosotros —decía James con desprecio.

—Muy astuta —decía Alastair, que la había amado y le era fiel.

—Muy egoísta —decía Mary desdeñosamente.

Muy sola, pensaba Elizabeth, que únicamente recordaba de manera vaga a Jean. Pero si la soledad era algo demasiado difícil de soportar para Jean, su familia estaba apenas a unos ochenta kilómetros de su casa. En cambio yo, se dijo Elizabeth, nunca podré venir a ver a mi familia, y son lo único que conozco.

Tras la boda de Margaret, se decidió que Elizabeth, la más joven de los hijos vivos de James, se quedaría soltera al menos hasta que su padre muriera, algo que según la leyenda familiar no ocurriría sino muchos años después; era resistente como las botas viejas y duro como la roca de Ben Lomond. Pero ahora todo había cambiado gracias a Alexander Kinross y sus mil libras. Alastair, el orgullo y la alegría de James después de la muerte del hijo mayor que llevaba su mismo nombre, se impondría a Mary y ambos y sus siete hijos se irían a vivir a la casa del padre de ella. Una casa que, con el tiempo, por otra parte, sería para él, porque se había sabido ganar su lugar en el corazón de James cuando lo sucedió como oficial en los telares de la fábrica de lana. Pero Mary, ¡pobre Mary! ¡Cómo iba a sufrir! Padre la consideraba una manirrota, que compraba zapatos a sus hijos para que los usaran los domingos y servía mermelada en el desayuno y en la cena. En cuanto se mudaran a la casa de James sus hijos usarían botas y la mermelada aparecería en la mesa sólo para la cena dominical.

El viento comenzó a soplar con fuerza; Elizabeth se estremeció, más por miedo que por el repentino fresco. ¿Qué había dicho Padre de Alexander Kinross? «Un calderero haragán que vivía en los suburbios de Glasgow». ¿Qué quiso decir con «haragán»? ¿Qué Alexander Kinross no se preocupaba demasiado por nada? Y si era haragán, ¿estaría esperándola tras el viaje cuando ella llegara a su destino?

—¡Elizabeth! ¡Entra! —gritó James desde la casa.

Elizabeth se apresuró a obedecer.

Los días pasaban volando y no concedían a Elizabeth tiempo para reflexionar. Por la noche, cuando iba a acostarse, trataba de quedarse despierta y pensar en su destino, pero en cuanto apoyaba la cabeza en la almohada el sueño la vencía. Todos los días asistía a alguna pelea entre James y Mary; Alastair, que se iba a la fábrica al amanecer y no regresaba hasta después del anochecer, podía considerarse afortunado. Hubo que llevar todo el mobiliario de Mary a su nueva residencia, y aquellos muebles reemplazaron a los de James, astillados y desvencijados. Elizabeth, por su parte, si no estaba subiendo y bajando a la carrera por la escalera con los brazos cargados de manteles o sábanas o ropa (incluidos los zapatos) o ayudando a acomodar el piano, el escritorio o el ropero, estaba fuera desplegando una de las alfombras de Mary en el tendedero y, luego, sacudiéndola a más no poder. Mary, que era una prima de la rama de los Murray, había aportado al matrimonio algunas posesiones, recibía una modesta pensión de su padre granjero y tenía más independencia de juicio de la que Elizabeth imaginaba que pudiera mostrar cualquier mujer. De hecho, ninguna mujer la había impresionado tanto como Mary desde que se instaló a vivir con Padre, quien, por cierto y como Elizabeth descubrió con asombro, no siempre ganaba las batallas. La mermelada siguió apareciendo en la mesa del desayuno todas las mañanas y también a la hora de la cena. Los niños se calzaban sus zapatos todos los domingos antes de asistir al oficio religioso en la iglesia del doctor Murray. Y Mary mostraba con coquetería sus bien formados tobillos realzados por un par de exquisitas sandalias de cabritilla azul de tacones tan altos que la hacían andar con pasos muy medidos. James se ponía rabioso la mayor parte del tiempo, a tal punto que su bastón pronto infundió en sus nietos un saludable temor, pero no tardó en darse cuenta de que Alastair estaba decididamente dominado por Mary.

Elizabeth tenía una sola posibilidad de evadirse de ese alboroto doméstico: sus visitas a la tienda de la señorita MacTavish, que estaba frente a la plaza principal de Kinross. Era una casa pequeña, cuyo salón, que daba a la calle, tenía una gran vidriera en la que se podía ver un asexuado maniquí ataviado con un vestido de tafetán rosa de falda muy larga; después de todo, no había que ofender a la iglesia exhibiendo un maniquí con senos.

Las mujeres que no se cosían su propia ropa iban a la tienda de la señorita MacTavish, una dama soltera de casi cincuenta años que, tras recibir una herencia de cien libras, había renunciado a su empleo de costurera, había abierto su propia tienda y ahora se presentaba como modista. La tienda y ella habían prosperado, porque en Kinross había mujeres que podían pagar sus servicios, y la señorita MacTavish era lo bastante inteligente para mostrarles revistas de moda femenina que, según decía, le enviaban directamente desde Londres.

Con cinco de sus veinte libras Elizabeth había comprado tela de lana para tartanes en la fábrica, en la que gracias al puesto que ocupaba Alastair le habían hecho un módico pero nada despreciable descuento. Los tartanes, y cuatro vestidos de diario de un tosco hilo marrón, los cosería ella, lo mismo que sus bragas de percal crudo, sus camisones, sus blusas y enaguas. Cuando hubo sumado todo el gasto, descubrió que le quedaban dieciséis libras, que podría gastar en la tienda de la señorita MacTavish.

—Dos vestidos de mañana, dos de tarde, dos de noche, y tu traje de novia —dijo la señorita MacTavish, encantada con su nueva cliente. No iba a ganar demasiado, pero no era cosa de todos los días que una muchacha joven y muy bonita ¡oh, qué hermosa figura tenía!, cayera en sus manos sin que hubiera de por medio una madre o una tía que le arruinaran la diversión—. Tienes suerte de que yo esté aquí, Elizabeth. —La modista siguió parloteando mientras blandía su cinta métrica—. Si hubieras tenido que ir a Kirkaldy o a Dumfermline, habrías terminado pagando el doble por la mitad de lo que yo te haré. Además, tengo algunas telas hermosas, muy adecuadas para el color de tu piel. Las bellezas morenas nunca pasan de moda, no se confunden con el entorno que las rodea. Aunque he oído decir que tu hermana Jean, ¡ella sí que es una belleza rubia!, sigue siendo la preciosidad de Edimburgo.

Elizabeth se estaba mirando en el espejo de la señorita MacTavish y apenas oyó la última parte de lo que decía la modista. James no toleraba los espejos en su casa y, en ese punto, había impuesto su voluntad a Mary, quien, cuando James llevó al doctor Murray como refuerzo, se vio obligada a instalar el espejo en su dormitorio. Belleza, reflexionó Elizabeth, era una palabra que la señorita MacTavish usaba con demasiada frecuencia, y que empleaba como una especie de bálsamo para aplacar los recelos de sus clientes. La verdad era que ella no veía belleza alguna en la imagen que le devolvía el espejo; aunque «morena» sí era un término bastante acertado para ella. Elizabeth tenía el cabello muy oscuro, las cejas y las pestañas espesas y oscuras, los ojos también oscuros, y un rostro común y corriente.

—¡Oh! ¡Tu piel! —gorjeó la señorita MacTavish—. ¡Tan blanca, y tan inmaculada! No dejes que nadie te la cubra con maquillaje, arruinaría tu estilo. ¡Y ese cuello de cisne!

Una vez tomadas las medidas, la modista condujo a Elizabeth a la habitación en la que se encontraban las piezas de tela, dispuestas en diferentes estantes: las más refinadas muselinas, batistas, sedas, tafetanes, encajes, terciopelos, rasos. Carretes de cintas de todos los colores. Plumas, flores de seda.

Con el rostro iluminado, Elizabeth corrió hacia una pieza de tela de color rojo brillante.

—¡Ésta, señorita MacTavish! —dijo con entusiasmo—. ¡Ésta!

La cara de la costurera convertida en modista se puso roja como la tela.

—Oh, querida mía, no —dijo con voz ahogada.

—¡Pero es muy hermosa!

—El color escarlata —dijo la señorita MacTavish empujando la impúdica pieza hacia el fondo del estante— no es para nada apropiado, mi querida Elizabeth. Tengo esa tela para ciertas dientas cuya, eh… cuya virtud no es lo que debiera. Naturalmente, ellas vienen a una hora concertada para evitar situaciones incómodas. ¿Tú sabes lo que dicen las Escrituras, niña, sobre la «mujer escarlata»?

—¡Ohhhh!

De modo que lo más cercano al escarlata que Elizabeth pudo conseguir fue un tafetán de un color rojo herrumbre. Irreprochable.

—No creo —le dijo a la señorita MacTavish mientras bebían una taza de té, después de haber elegido las telas— que Padre apruebe ninguno de estos vestidos. No reflejarán mi verdadera posición social.

—Tu posición social —replicó con firmeza la señorita MacTavish— va a cambiar, Elizabeth. ¡Y cómo! Eres la novia de un hombre lo bastante rico para enviarte mil libras, así que no puedes aparecer ante él vestida con un tartán de la fábrica del pueblo o con un simple vestido de hilo marrón. Habrá fiestas, bailes, ya me lo imagino, paseos en carruaje, visitas a las esposas de otros hombres ricos. Tu padre no debería haberse quedado con tanto de lo que, estoy segura, es tu dinero, no de él.

Dicho lo cual (lo cierto es que ardía en deseos de decirlo, ¡qué viejo tacaño y miserable era James Drummond!), la señorita MacTavish sirvió más té e insistió en que Elizabeth comiera un pastel. ¡Una muchacha tan hermosa, y tan desaprovechada en Kinross!

—La verdad es que no quiero ir a Nueva Gales del Sur a casarme con el señor Kinross —dijo Elizabeth compungida.

—¡Tonterías! Piensa en ello como una aventura, querida. No hay una sola de las jóvenes de Kinross que no te envidie, créeme. Piénsalo bien. Aquí no podrás disfrutar nunca de un marido, te pasarás los mejores años de tu vida cuidando de tu padre. —Sus ojos azules se empañaron—. Yo lo sé muy bien, créeme. Tuve que cuidar de mi madre hasta que murió, y a esas alturas mis esperanzas de casarme se habían esfumado. —De pronto suspiró, y en sus labios comenzó a dibujarse una sonrisa—. ¡Alexander Drummond! ¡Vaya si lo recuerdo! Tenía apenas quince años cuando escapó, pero no había una sola mujer en Kinross que no le hubiese echado el ojo.

Elizabeth se alertó: comprendió que por fin había encontrado a alguien que podía contarle algo acerca de su futuro marido. A diferencia de James, Duncan Drummond sólo había tenido dos hijos, una niña, Winifred, y Alexander. Winifred habría sido su mejor fuente de información, pero se había casado con un ministro de la Iglesia y se había ido a vivir a Inverness antes de que Elizabeth naciera, así que no podía contar con ella. Cuando interrogó a aquéllos de sus familiares que tenían la edad suficiente para recordar a Alexander, el resultado había sido curiosamente magro; como si, por alguna razón, el de Alexander fuese un tema prohibido. Se dio cuenta de que detrás de esa prohibición estaba la mano de su padre. Padre no quería devolver aquel dinero que le había llovido del cielo, y no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Además creía que, tratándose del matrimonio, el estado de ignorancia era una bendición.

—¿Era guapo? —preguntó sin disimular su ansiedad.

—¿Guapo? —La señorita MacTavish torció la boca y cerró los ojos—. No, yo no habría dicho de él que era guapo. Pero tenía un modo de caminar… elegante, como si se contoneara. Claro que siempre iba lleno de cardenales, porque Duncan no escatimaba bastonazos cuando lo tenía cerca, así que a veces debía de resultarle difícil caminar como si se estuviera llevando el mundo por delante, pero de todos modos se sobreponía… ¡Y su sonrisa! Una lo veía sonreír y… se le aflojaban las piernas.

—Usted dijo que escapó…

—El día que cumplía quince años —dijo la señorita MacTavish, y pasó a contar su versión de la historia—. Al doctor MacGregor, el anterior ministro, eso le rompió el corazón. Solía decir que Alexander era terriblemente inteligente. Había aprendido latín y griego, y el doctor MacGregor tenía la esperanza de enviarlo a la universidad. Pero Duncan no quiso saber nada. Había un empleo para el muchacho aquí en Kinross, en la fábrica, y como Winifred ya se había marchado, Duncan quería que Alexander se quedara con él. ¡Era un hombre muy severo, Duncan Drummond! Me había pedido en matrimonio, ¿sabes?, pero yo debía cuidar de mi madre, así que no lamenté rechazar su proposición. ¡Y ahora tú vas a casarte con Alexander! Es como un sueño, Elizabeth, ¡exactamente como un sueño!

Esa última observación era muy cierta. A pesar de lo terriblemente ocupada que estaba, en algún rincón de su mente Elizabeth había estado pensando acerca de su futuro, y lo veía muy parecido a aquellas nubes que surcaban el anchuroso e interminable cielo escocés: a veces eran leves y alegres volutas, a veces eran tristes y grises, otras veces negras y tormentosas. Una ruptura desconocida con consecuencias desconocidas, y el limitado saber adquirido en sus escasos dieciséis años no le procuraba ni consuelo ni información. A un momentáneo sentimiento de entusiasmo le sucedía un acceso de llanto; a un brote de alegría, una vertiginosa caída en el más negro abatimiento. Aun después de haber leído cuidadosamente el diccionario geográfico del doctor Murray y la Enciclopedia Británica, la pobre Elizabeth carecía de criterio que le permitiera apreciar en toda su magnitud esta drástica y completa mudanza de su suerte.

Cuando los vestidos estuvieron listos, entre ellos el de novia, fueron plegados y colocados uno por uno entre hojas de papel tisú, y empacados en sus dos baúles, regalo de su hermano Alastair. Mary le regaló un velo de encaje francés blanco para que lo usara el día de la boda, y la señorita MacTavish, un par de chinelas de satén blanco; en fin, todos sus familiares se las arreglaron para regalarle algo, excepto James, fuese un frasco de agua de Colonia, un broche tallado, un alfiletero o una caja de bombones.

El respetable matrimonio presbiteriano que buscaba James respondió, desde Peebles, a uno de los anuncios publicados, y después de que varias cartas fueron y vinieron entre Kinross y Peebles dijeron que, por cincuenta libras, estarían muy complacidos de custodiar a la novia.

Alastair y Mary se encargaron de acompañar a Elizabeth en un carruaje hasta Kirkaldy, donde abordaron un vapor en el que cruzaron el estuario del Forth para llegar hasta Leith. Desde allí, varios tranvías tirados por caballos los llevaron a Edimburgo y luego hasta la estación de Princes Street, donde los estarían esperando el señor Richard Watson y su esposa.

Las aguas del estuario estaban bastante agitadas, así que de no haber sido por el mareo que le sobrevino en el ferry, Elizabeth se habría mostrado ansiosa; en toda su vida no había ido más allá de Kirkaldy, y la vasta ciudad de Edimburgo debería haberla impresionado; a pesar de todo, seguía disfrutando del paseo que había dado en Kirkaldy. Como Catherine y Robert vivían allí, habían ido a recibirlos para mostrar a Elizabeth los lugares más bonitos de la ciudad. En cambio, la joven no logró entusiasmarse con el bullicio de Edimburgo ni apreciar la belleza de que la dotaban el clima invernal y las colinas y barrancos cubiertos de bosques. Cuando el último de los tranvías los dejó en la estación del ferrocarril del Norte, se dejó guiar por Alastair, que la ayudó a acomodarse en el minúsculo compartimiento de segunda clase que habría de compartir con los Watson hasta que llegaran a Londres, y permitió que él se ocupara de escudriñar la abarrotada plataforma en busca de sus demorados acompañantes.

—Esto es bastante tolerable —comentó Mary mientras examinaba todo—. Los asientos están bien acolchados, y tú tienes tu manta de viaje para abrigarte.

—A los pasajeros de tercera clase sí que no los envidio —dijo Alastair metiendo dos pequeños billetes de cartón en el guante izquierdo de Elizabeth—. No los pierdas, los necesitarás para retirar tus baúles, que van en el furgón del equipaje. —Después, deslizó cinco monedas de oro en el interior del otro guante de ella—. De parte de Padre —dijo con una sonrisa burlona—. Me las arreglé para convencerlo de que no puedes hacer todo el viaje hasta Nueva Gales del Sur con tu bolsa vacía, pero me pidió que te dijera que no malgastes ni un cuarto de penique.

Finalmente aparecieron los Watson, casi sin aliento. Eran altos y de rostro anguloso e iban pobremente vestidos, lo que evidenciaba que eran las cincuenta libras de Elizabeth las que les habían permitido pasar de los horrores de los asientos de tercera clase a la relativa comodidad de los compartimientos de segunda. Parecían agradables, aunque Alastair frunció la nariz al percibir el aliento a licor del señor Watson.

Sonaron los silbatos, los pasajeros se asomaron a las ventanillas para intercambiar gritos, lágrimas, abrazos frenéticos y los últimos saludos con los que estaban en la plataforma: en medio de resoplidos y explosiones, de nubes de vapor, de sacudidas y ruidos metálicos, el tren nocturno a Londres comenzó a moverse.

Tan cerca, y sin embargo tan lejos, pensó Elizabeth, entrecerrando los ojos; mi hermana Jean, que fue la primera en toda esta historia, vive en la calle Princes. Sin embargo, Alastair y Mary tendrán que pasar la noche en una habitación de hotel y, mañana, volver a Kinross, sin siquiera haber podido verla un instante. «No recibo», decía la lacónica nota que Jean hizo que les entregaran.

Los ojos de Elizabeth se cerraron por completo y se quedó dormida, acurrucada en un rincón, con la mejilla apoyada en el vidrio helado de la ventanilla.

—Pobre criatura —dijo la señora Watson—. Ayúdame a acomodarla, Richard. Es una lástima que Escocia tenga que enviar a sus hijas a veinte mil kilómetros de su hogar para conseguir un marido.

Los barcos de vapor impulsados por hélice cruzaban el Atlántico Norte desde Inglaterra a Nueva York en seis o siete días, pero no había carbón suficiente para alimentar un barco de vapor que se dirigía al otro extremo del mundo. Ese viaje todavía se hacía en buques a vela.

El Aurora, que era un barco de cuatro palos con dobles gavias, enjarciado en ángulo recto en su palo de trinquete y su palo mayor, y con aparejo de velas áuricas en sus mesanas, completaba las diez mil quinientas millas náuticas hasta Sydney en dos meses y medio, y hacía una sola escala, en Ciudad del Cabo. Desde allí descendía el Atlántico, y después cruzaba el Índico para terminar internándose en el Pacífico. Su carga incluía varios cientos de retretes inodoros de cerámica con sus respectivos depósitos de agua, dos birlochos, costosos juegos de dormitorio de nogal, telas de algodón y de lana, piezas de delicado encaje francés, cajas de libros y revistas, botes de mermelada inglesa, latas de melaza, cuatro motores de vapor Matthew Boulton & Watt, una remesa de tiradores de bronce para puertas, y, en su cámara blindada, una buena cantidad de enormes cajas rotuladas con la calavera y las tibias cruzadas. Cuando regresara a Inglaterra, llevaría miles de sacos de trigo, y en la cámara blindada las cajas rotuladas con la calavera y las tibias serían reemplazadas por lingotes de oro.

Contra la voluntad de su capitán, un misógino acérrimo, el Aurora llevaba una docena de pasajeros de ambos sexos que gozaba de una cierta comodidad a pesar de que la nave no contaba con camarotes privados y la cocina ofrecía platos de lo más simples: mucho pan recién horneado, mantequilla salada conservada en recipientes de madera cerrados herméticamente, carne vacuna cocida con patatas, y budines harinosos bañados con mermelada o melaza.

Elizabeth por fin logró mantener el equilibrio sin marearse cuando el barco estaba a mitad de travesía hasta el golfo de Vizcaya, pero la señora Watson no, así que la joven tuvo que dedicarse todo el tiempo a atenderla. No era una tarea desagradable, pues la señora Watson era una persona bondadosa que parecía demasiado agobiada por sus muchos sufrimientos. Compartían los tres un camarote que, por suerte, contaba con una portilla y un pequeño cubículo independiente destinado a una criada; el Aurora todavía no había entrado en el canal de la Mancha cuando el señor Watson anunció que había decidido dormir en el salón de pasajeros para que las dos mujeres pudieran disfrutar de un poco más de intimidad. En un primer momento Elizabeth se preguntó por qué esta noticia había afligido tanto a la señora Watson, pero después se dio cuenta de que la pobreza de los Watson, en gran parte, era el resultado de la inclinación del señor Watson por las bebidas fuertes.

¡Oh, qué frío hacía! El clima invernal no se disipó definitivamente hasta que hubieron dejado atrás las islas Cabo Verde, y para entonces la señora Watson sufría constantes accesos de tos. En Ciudad del Cabo, a su marido, asustado, se le pasó la borrachera y tuvo la presencia de ánimo suficiente para pedir un médico, que después de auscultarla adoptó una expresión seria y meneó la cabeza.

—Si usted quiere que su esposa viva, señor, sugiero que se la desembarque y suspendan el viaje aquí mismo —dijo.

Pero ¿qué hacer con Elizabeth?

Entonado por una generosa copa de ginebra, el señor Watson no se detuvo a hacerse esta pregunta, y la señora Watson, aletargada, no podía hacérsela. Media hora después de que el médico se marchara los Watson ya habían desembarcado con todas sus pertenencias. Elizabeth tendría que arreglárselas sola.

Si el capitán Marcus hubiera podido imponer su voluntad, Elizabeth habría corrido la misma suerte que ellos, pero hubo de tener en cuenta a una de las otras tres pasajeras, quien solicitó una reunión con las dos parejas casadas, los tres caballeros solteros sobrios y él mismo.

—La muchacha también deberá desembarcar —dijo el capitán del Aurora, inflexible.

—¡Oh! ¡Vamos, capitán! —replicó la señora Augusta Halliday—. Desembarcar a una niña de dieciséis años en un lugar desconocido para ella y sin nadie que la proteja, porque los Watson no son custodios de fiar, es un verdadero exceso. Si lo hace, señor, informaré a sus patrones, al gremio de los capitanes de barco, y a todas las demás autoridades que se me ocurra. La señorita Drummond se queda.

Las palabras de la señora Halliday, pronunciadas con furia y en un tono marcial, fueron coronadas por un murmullo de aprobación de los otros pasajeros, de modo que el capitán Marcus comprendió que llevaba las de perder.

—Si la muchacha se queda —dijo entre dientes— no permitiré que haya el menor contacto entre ella y mi tripulación. Tampoco autorizaré ningún contacto con los pasajeros varones, sean casados o solteros, estén ebrios o sobrios. Permanecerá encerrada en su camarote y también comerá allí.

—¿Cómo si estuviera prisionera? —preguntó la señora Halliday—. ¡Eso es vergonzoso! La joven debe tomar el aire y hacer ejercicio.

—Si quiere tomar el aire puede abrir la portilla, y si quiere hacer ejercicio puede pegar botes en su camarote todo el tiempo que quiera, señora. Soy el capitán de este buque, y aquí mi palabra es ley. No permitiré que haya prostitución a bordo del Aurora.

De modo que Elizabeth pasó las cinco últimas semanas de aquel viaje interminablemente largo encerrada en su camarote, entretenida con los libros y revistas que la señora Halliday le llevó después de una precipitada excursión hasta la única librería inglesa que había en Ciudad del Cabo.

La única concesión que aceptó hacer el capitán Marcus fue autorizar a Elizabeth a dar un paseo por la cubierta todos los días después de que oscureciera, acompañada por la señora Halliday, pero en esas ocasiones nunca dejaba de seguirlas a cierta distancia mientras ladraba a los marineros que pasaban cerca de ellas.

—Como un perro guardián —decía Elizabeth riendo entre dientes.

Después de que los Watson abandonaron el barco había recuperado el buen humor, a pesar del encierro; eso lo entendía, porque conociendo a su padre y al doctor Murray sabía que habrían estado totalmente de acuerdo con la decisión del capitán. Y se sentía dichosa de tener sus propios dominios; aquel camarote era más grande que la minúscula habitación de su casa, en la que tenía prohibido entrar hasta que llegara la hora de irse a dormir. Si se ponía de puntillas y se asomaba por la portilla podía ver el océano, una inmensidad ondulante que se extendía hasta el infinito, y durante los paseos nocturnos por la cubierta podía oír sus bramidos, y cómo retumbaba cuando la proa del Aurora lo surcaba.

La señora Halliday, según pudo saber, era la viuda de un colono que había amasado una modesta fortuna en Sydney gracias a su tienda de artículos de mercería que abastecía a lo mejor de la sociedad. Ya fuesen cintas o botones, cordones para corsés o aplicaciones de barbas de ballena, medias o guantes, la alta sociedad de Sydney compraba lo que necesitara en la mercería Halliday.

—Después de la muerte de Walter, no pude esperar más y regresé a Inglaterra —dijo la señora Halliday a Elizabeth, y suspiró—. Sin embargo las cosas no salieron como yo esperaba. Es extraño, pero lo que había soñado durante tantos años resultó no ser más que una invención de mi imaginación. Me he convertido, aunque no lo sabía, en una australiana. Wolverhampton estaba llena de escombreras y chimeneas. Y, ¿puedes creerlo?, me resultaba difícil entender lo que la gente decía. Echaba de menos a mis hijos, a mis nietos, y el espacio. Tendemos a pensar que, así como Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, lo mismo hizo Inglaterra con Australia. Pero no es así. Australia es una tierra extranjera.

—¿El nombre no es Nueva Gales del Sur? —preguntó Elizabeth.

—Estrictamente hablando, sí. Pero hace ya mucho tiempo que el continente lleva el nombre de Australia, y sean de Victoria, de Nueva Gales del Sur, de Queensland o de alguna otra colonia, todos se consideran australianos. Mis hijos también, por cierto.

Alexander Kinross aparecía a menudo en sus conversaciones. Lamentablemente, la señora Halliday no lo conocía ni tenía la menor idea de quién era.

—Hace cuatro años que me marché de Sydney, tal vez él haya llegado después. Además, si es un hombre soltero y no se codea con la gente de la alta sociedad, sólo sus colegas reconocerían su nombre. Pero estoy segura —continuó la señora Halliday con amabilidad— de que es un hombre irreprochable. De no ser así, ¿por qué pediría a una prima en matrimonio? Los sinvergüenzas, querida mía, no suelen casarse. Sobre todo si viven en los yacimientos de oro. —Apretó los labios y agregó en tono despreciativo—: Los yacimientos de oro son antros de iniquidad en los que abundan mujeres de dudosa reputación. —Tosió delicadamente—. Supongo, Elizabeth, que conocerás los deberes matrimoniales.

—Oh, sí —respondió Elizabeth reposadamente—. Mi cuñada Mary me dijo lo que debo esperar.

Cuando el Aurora entró en Puerto Jackson fue remolcado por un vapor; acosado por la presencia de un práctico que él detestaba, el capitán Marcus estaba tan absorto que no advirtió que la señora Halliday había liberado a Elizabeth de su encierro, y la había llevado hasta la cubierta para mostrarle con orgullo de propietaria el espectáculo de lo que la buena mujer llamaba «el puerto más grandioso del mundo».

Sí, Elizabeth supuso que era grandioso, pero su mirada estaba fija en los enormes acantilados de color anaranjado coronados por espesos bosques gris azulados. Bahías arenosas, suaves pendientes, pruebas cada vez más claras de que aquellas tierras estaban habitadas. Los árboles, altos y espigados, habían sido reemplazados por hileras y más hileras de casas, aunque en algunas playas se los podía ver en torno a lo que eran sin duda majestuosas mansiones. La señora Halliday iba desgranando los nombres de sus propietarios, a los que agregaba escuetos comentarios que iban desde la difamación hasta la condena lisa y llana. Pero el aire estaba cargado de humedad, el sol era insoportablemente fuerte, y toda la belleza de este puerto grandioso estaba impregnada de un terrible hedor. El agua, advirtió Elizabeth, era de color marrón sucio y estaba llena de detritos.

—Marzo no es un buen mes para llegar a Australia —dijo la señora Halliday, acodándose en la barandilla—. Siempre húmedo. Nos pasamos febrero y marzo rogando que venga el viento del sur, que lo refresca todo. ¿Te molesta el olor, Elizabeth?

—Mucho —replicó Elizabeth, repentinamente pálida.

—Son las aguas residuales —explicó la señora Halliday—. Hay algo más de ciento setenta mil habitantes, y todo viene a parar al puerto, que para el caso no es mucho mejor que un pequeño pozo negro. Creo que se proponen hacer algo al respecto, pero cuándo es algo que habrá que adivinar, como dice mi hijo Benjamin. Él está en el ayuntamiento. El agua también es un problema. La época en que costaba un chelín el cubo ya pasó, pero todavía es cara. Sólo la gente muy rica tiene instalado un sistema que se la facilita —dijo con un bufido—. ¡El señor John Robertson y el señor Henry Parkes no tienen ese problema!

El capitán Marcus se acercó a ellas, furioso.

—¡A su camarote, señorita Drummond! ¡Ahora mismo! —bramó.

Y allí permaneció Elizabeth mientras el Aurora era remolcado hasta su amarradero; lo único que alcanzaba a ver por el portillo eran palos de embarcaciones, lo único que oía eran gritos a voz en cuello o bien el traqueteo de algún motor.

Cuando oyó que golpeaban a la puerta —le parecía que hacía varias horas que estaba allí encerrada—, se incorporó de un salto de la litera para ir a abrir, con el corazón palpitándole aceleradamente. Pero no era sino Perkins, el camarero que atendía a los pasajeros.

—Sus baúles ya están en tierra, señorita, ahora le toca a usted desembarcar.

—¿Y la señora Halliday? —preguntó ella, yendo tras él en medio de un caos de cabrestantes que bajaban toda clase de cajas dispuestas en cestas de soga, hombres rubicundos en ropas de trabajo, marineros que hacían sonar sus silbatos y vociferaban a más no poder.

—Oh, ella desembarcó hace un buen rato. Me pidió que le diera esto. —Perkins rebuscó en el bolsillo de su chaleco y luego le tendió una pequeña tarjeta—. Si la necesita, puede encontrarla allí.

¿En la planchada, o tal vez sobre las sucias tablas del muelle, mezclados con las altas pilas de cajas y maletas? ¿Dónde estaban sus baúles?

Por fin los encontró en un rincón relativamente apacible: estaban contra la pared de un ruinoso cobertizo. Elizabeth se sentó en uno de ellos, puso la bolsa en su regazo y entrecruzó las manos sobre ella.

¿Adónde ir? ¿Qué hacer? Pensando que si Alexander Kinross veía la tartana típica de los Drummond la reconocería enseguida, se había puesto uno de los vestidos que ella misma había cosido, pero aquél no era el clima apropiado para la sarga; en realidad, pensó, aturdida por el intenso calor, poco de lo que traía en sus baúles era apropiado para ese clima. El sudor le bañaba la cara, se deslizaba por detrás de su cuello desde el pelo, recogido dentro de una gorra que hacía juego con el vestido, y penetraba hasta sus bragas de percal empapando también la tartana.

Y, a pesar de todo, fue ella quien lo reconoció a él en un santiamén, gracias a la señorita MacTavish. Estaba mirando hacia un estrecho sendero que se había formado entre las filas de bultos recién desembarcados, y de pronto vio a un hombre que caminaba como si se llevara el mundo por delante. Alto y más bien esbelto, vestía ropas que ella no podía reconocer, acostumbrada como estaba a los hombres que usaban pantalones de franela y gorras, o kilts, o trajes oscuros sobre camisas de cuello duro y almidonado y rígidos sombreros. En cambio él llevaba puestos un pantalón liviano hecho con una piel de color gamuza, una camisa sin almidonar con un pañuelo al cuello, una chaqueta abierta de la misma tela que el pantalón y de cuyas mangas colgaban largos flecos, y un sombrero de gamuza nada rígido de copa baja y alas anchas. Bajo el sombrero, un rostro delgado y muy bronceado; su pelo negro salpicado de canas caía en rizos sobre sus hombros, y su barba negra y su bigote, más grises que su pelo, estaban cuidadosamente recortados; parecía un calco exacto de la barba de Satanás.

Ella se incorporó, y en ese momento él advirtió su presencia.

—¿Elizabeth? —preguntó, tendiéndole la mano.

Ella no se la estrechó.

—Así que sabes que no soy Jean…

—¿Por qué habría de pensar que eres Jean si obviamente no lo eres?

—Pero tú… Tú escribiste pidiendo a… a Jean —titubeó ella sin atreverse a mirarlo a la cara.

—Y tu padre me respondió ofreciéndote en lugar de ella. Eso no tiene ninguna importancia —dijo Alexander Kinross, volviéndose para llamar a un hombre que venía tras él—. Carga sus baúles en el carro, Summers. Yo la llevaré a ella al hotel en un coche de punto. —Y luego, dirigiéndose a Elizabeth—: Te habría encontrado antes si no hubiera sido porque dio la casualidad de que mi dinamita venía en tu barco. Tuve que hacerla descargar y conseguir que la estibaran en un lugar seguro antes de que algún bribón emprendedor le echara el guante. Ven.

La tomó del brazo y la guio por el pasillo hasta que llegaron a lo que parecía una calle amplia en extremo, una mezcla de almacén y vía pública abarrotada de mercancías en la que una multitud de hombres acribillaban con sus picos el adoquinado de madera.

—Van a extender el ferrocarril hasta los muelles —explicó Alexander Kinross mientras la ayudaba a subir a uno de los varios coches de punto que merodeaban por allí. Un momento después, ya sentado a su lado, agregó—: Estás ardiendo. No me extraña, con esas ropas…

Elizabeth se armó de coraje y volteó la cabeza para poder estudiar bien su cara. La señorita MacTavish tenía razón. No era guapo, aunque sus rasgos eran bastante armoniosos. Tal vez no fueran rasgos de los Drummond ni de los Murray. Le resultaba difícil creer que ese hombre era su primo hermano. Pero lo que le provocó un verdadero escalofrío fue su decidida semejanza con Satanás. No sólo por la barba y el bigote; sus cejas, muy puntiagudas, eran negras como el azabache, y sus ojos, que parecían hundidos tras unas negras pestañas, eran tan oscuros que Elizabeth no podía distinguir la pupila del iris.

Él le devolvió el reconocimiento, pero con más indiferencia.

—Esperaba que fueras como Jean… rubia —dijo.

—Me parezco a los Murray, escoceses morenos.

Él sonrió; era, como había dicho la señorita MacTavish, una sonrisa maravillosa, pero Elizabeth no sintió que se le aflojaran las piernas al verla.

—Yo también, Elizabeth. —Llevó su mano a la barbilla de ella y la hizo voltear la cabeza hacia la luz—. Tus ojos son extraordinarios, oscuros, pero ni castaños ni negros. Azul marino. ¡Eso sí que es bueno! Significa que hay una posibilidad de que nuestros hijos parezcan más escoceses que nosotros.

El contacto de su mano la hizo sentir incómoda, lo mismo que su referencia a los hijos; en cuanto se dio cuenta de que él no se ofendería, se zafó de sus dedos y clavó la vista en la bolsa que llevaba en su regazo.

El caballo marchaba con dificultad cuesta arriba; el coche iba alejándose lentamente de los muelles para internarse en una ciudad grande de verdad que, a los ojos inexpertos de Elizabeth, parecía ser tan bulliciosa como Edimburgo. Carruajes, sulquis, calesas, coches de punto, carros, narrias, carromatos y omnibuses tirados por caballos abarrotaban las estrechas calles, las primeras flanqueadas por edificaciones comunes y corrientes, aunque a medida que avanzaban iban apareciendo una tras otra misteriosas tiendas cuyas marquesinas, que sobresalían hasta el borde de la acera, ocultaban a los ojos de quienes iban por la calzada las mercancías exhibidas en las vidrieras, una verdadera pena.

—Gracias a las marquesinas —dijo él, como si le hubiera leído la mente, otra característica más de Satanás—, los compradores no se mojan cuando llueve y no sufren el calor cuando el sol quema.

Elizabeth no abrió la boca.

Veinte minutos después de haber salido de la zona del puerto el coche se metió en una calle más ancha flanqueada en su extremo más alejado por un extenso parque en el que el césped parecía absolutamente seco y sin vida. En el centro de esa calle se podía ver un par de huellas iguales; aquí el transporte público tomaba la forma de tranvías tirados por caballos. El cochero detuvo la marcha frente a un enorme edificio amarillo revestido de arenisca ornamentado con columnas dóricas en la entrada, y un hombre maravillosamente uniformado ayudó a Elizabeth a bajar del coche. Hizo una respetuosa reverencia a Alexander, que repitió con más entusiasmo después de que éste deslizara en su mano una moneda de oro.

El hotel era increíblemente suntuoso. Una escalinata imponente, felpa de color carmesí por todas partes, enormes jarrones cargados de flores carmesí, el destello dorado de los marcos de los cuadros, las mesas y los pedestales. Una colosal araña de cristal con sus velas encendidas. Hombres de librea se ocupaban de sus baúles mientras Alexander la guiaba, no a la escalinata, sino a lo que parecía ser una gigantesca pajarera, de bronce lustroso, donde otro hombre de librea esperaba con sus manos enguantadas junto a la puerta abierta. Una vez que ella, Alexander y el hombre de librea estuvieron dentro, la pajarera se sacudió y tembló, ¡y luego comenzó a subir! Entre fascinada y aterrorizada, Elizabeth miró hacia abajo y vio que el vestíbulo se alejaba. Luego vio un corte transversal de un piso, y un pasillo de color carmesí; chirriando y crujiendo, la pajarera seguía subiendo. Cuatro, cinco, seis pisos. Tras una última sacudida, se detuvo para dejarlos salir.

—¿Nunca habías visto un ascensor, Elizabeth? —preguntó Alexander jovialmente.

—¿Ascensor?

—O, en California, elevador. Funcionan por un principio hidráulico: la presión del agua. Los ascensores son una invención muy reciente. Éste es el único que hay en Sydney, pero pronto todos los edificios comerciales serán más grandes y la gente que los frecuenta no tendrá que subir cientos de escalones. Cuando vengo a Sydney me alojo siempre en este hotel porque tiene ascensor. Las mejores habitaciones están en el piso superior, y ahí se respira aire puro, hay una hermosa vista y mucho menos ruido. —Sacó de un bolsillo una llave y abrió una puerta—. Ésta es tu suite, Elizabeth —dijo, mientras consultaba su reloj de oro. Luego señaló un reloj colocado sobre la repisa del hogar—. Enseguida vendrá la criada a deshacer tu equipaje. Tienes hasta las ocho para tomar un baño, descansar y arreglarte para la cena. Vestido de noche, por favor.

Dicho lo cual, dio media vuelta y se marchó rumbo al vestíbulo.

Elizabeth sintió que ahora sí le temblaban las piernas, pero no por la sonrisa de Alexander Kinross. ¡Qué habitación suntuosa! Estaba pintada de un color verde claro y tenía una cama gigantesca de cuatro columnas; además, en un anexo había una mesa con sus respectivas sillas y algo que parecía una combinación de cama pequeña y sofá. Un par de puertas francesas conducían a un balconcito. ¡Oh, él tenía razón! ¡La vista era maravillosa! Ella no había estado nunca en su vida en una casa que tuviera más de un piso. ¡Ojalá hubiera podido ver el lago Leven y el condado de Kinross desde una altura así! Toda la parte oriental de Sydney se desplegaba ante ella: lanchas cañoneras amarradas en una bahía, muchas hileras de casas, bosques que cubrían las lejanas colinas y bordeaban las playas de lo que realmente parecía, desde esa altura, el puerto más grandioso del mundo. Pero ¿aire puro? No para la sensible nariz de Elizabeth, que seguía impregnada de aquel fétido hedor.

La criada golpeó a la puerta y entró; traía una bandeja con té, unos pequeños bocadillos y pastel.

—Pero tome su baño antes, señorita Drummond. El camarero de planta preparará el té cuando usted esté lista —dijo la criada en un tono solemne.

Elizabeth descubrió que la habitación contaba con un enorme cuarto de baño al que se accedía por una puerta situada más allá de la cama, en el que había, además, lo que la criada llamó un vestidor, lleno de espejos, armarios y pequeñas mesas.

Alexander debía de haber explicado a la camarera que todo eso resultaría desconocido a su futura esposa, porque la mujer, sin dejarlo traslucir, se puso manos a la obra: mostró a Elizabeth cómo accionar el depósito del retrete, la ayudó a darse un baño en la descomunal tina y le lavó el pelo apelmazado por la sal como si estuviera acostumbrada a ver mujeres desnudas todo el tiempo y eso no la alterara en lo más mínimo.

Alexander Kinross, pensó Elizabeth más tarde, mientras bebía una taza de té. La primera impresión puede ser engañosa, alimentada por el azar y el chismorreo, por la ignorancia y la superstición. La mala suerte había querido que Alexander Kinross fuera la imagen rediviva de aquel dibujo del rostro de Satanás que el doctor Murray había colgado adrede en la pared de la sala en la que los niños se reunían a estudiar la Biblia. Su propósito era aterrorizar a los niños de su congregación, y lo había logrado: aquella boca de labios delgados que sonreía sarcásticamente, las horribles y oscuras cuencas de sus ojos, la malignidad que tan astutamente sugerían las líneas y las sombras. Lo único que a Alexander Kinross le faltaba eran los cuernos.

El sentido común decía a Elizabeth que se trataba de una mera coincidencia, pero ella todavía era más niña que mujer. No era culpa de él, pero Alexander Kinross entró en la vida de Elizabeth con una desventaja insalvable, y ella le tomó ojeriza. La sola idea de casarse con él la aterrorizaba. ¿Cuándo será?, pensó. ¡Oh, ojalá que todavía no!

¿Cómo puedo mirar esos ojos diabólicos y decir a su dueño que no es el esposo que yo habría elegido?, se preguntaba. Mary me explicó lo que sucede en la cama matrimonial, pero yo ya sabía que no es nada agradable para una mujer. Antes de que me marchara, el doctor Murray me aclaró que una mujer que goza del acto peca tanto como una prostituta. Dios da placer en ello sólo a los maridos. Las mujeres son la fuente del mal y las tentaciones, por lo tanto, si los hombres incurren en pecado carnal es por culpa de ellas. Fue Eva quien sedujo a Adán, Eva quien se dejó convencer por la serpiente, que era la forma en que se le había aparecido el mismísimo diablo. El único placer que está permitido a las mujeres es el que les procuran sus hijos. Mary me dijo que si una mujer es sensata separa lo que sucede en la cama matrimonial de la persona de su esposo, que en todo lo demás es su amigo. ¡Pero yo no puedo imaginar a Alexander como amigo! Le tengo más miedo que al doctor Murray.

Los miriñaques, había dicho con autoridad la señorita MacTavish, ya no estaban de moda, pero las faldas todavía eran voluminosas, sostenidas por una capa tras otra de enaguas. Las enaguas de Elizabeth, de algodón sin blanquear y carentes de adornos, eran muy poco vistosas. Sólo el vestido de noche había sido hecho por la señorita MacTavish, pero también ése, sintió Elizabeth cuando la criada la ayudó a ponérselo, carecía del menor encanto.

Por suerte el vestíbulo, iluminado con luz de gas, estaba bastante oscuro; Alexander recorrió su figura de la cabeza a los pies, y luego meneó la cabeza, aparentemente satisfecho. Llevaba puesto un frac, una prenda masculina que ella sólo había visto en las revistas de modas. El blanco y el negro de su atuendo no hacían sino realzar su aspecto mefistofélico, pero ella de todos modos le cogió del brazo y dejó que él la condujera hasta el ascensor.

Cuando llegaron al vestíbulo Elizabeth comprendió claramente las limitaciones de la Escocia rural y de la señorita MacTavish; la visión de aquellas damas que caminaban del brazo de los caballeros hizo trizas el orgullo que sentía por su vestido de tafetán azul oscuro. Llevaban los brazos y los hombros desnudos, separados por un moño de seda o un vaporoso encaje; sus cinturas eran minúsculas, y las faldas se unían en la espalda formando enormes bultos, los volados caían en cascadas y terminaban en una cola con la que barrían el suelo al caminar; sus guantes, que hacían juego con sus vestidos, llegaban por encima de los codos; llevaban el pelo recogido en altos peinados, y en el pecho a medias descubierto destellaban las joyas.

Cuando la pareja entró en el salón comedor se hizo un repentino silencio entre los comensales. Todas las cabezas se volvieron para mirarlos; los hombres, muy serios, saludaron a Alexander con una inclinación de cabeza, y las mujeres se atildaron. Un momento después, comenzaron los cuchicheos. Un corpulento camarero los guio hasta una mesa a la cual ya había otras dos personas sentadas, un hombre mayor vestido con lo que ella aprendería a llamar «traje de etiqueta», y una mujer de alrededor de cuarenta años que llevaba un espléndido vestido y lucía magníficas joyas. El hombre se puso de pie para saludar con una reverencia; la mujer, que no se movió de su silla, exhibía una sonrisa forzada en un rostro cuya expresión, de otro modo, habría sido decididamente indescifrable.

—Elizabeth, te presento a Charles Dewy y a su esposa Constance —dijo Alexander mientras Elizabeth ocupaba la silla que el camarero había apartado de la mesa.

—Querida, eres encantadora —dijo el señor Dewy.

—Encantadora —repitió la señora Dewy.

—Charles y Constance serán nuestros testigos de boda. La ceremonia será mañana por la tarde —anunció Alexander mientras miraba la carta—. ¿Prefieres alguna comida en especial, Elizabeth?

—No, señor —replicó ella.

—No, Alexander —la corrigió él amablemente.

—No, Alexander.

—Conozco demasiado bien la clase de platos que comías en tu casa, así que ordenaremos algo sencillo. Hawkins —dijo dirigiéndose al impertérrito camarero—, tráiganos una meuniére de platija, un sorbete y carne asada. Bien cocida para la señorita Drummond, más bien jugosa para mí.

—En estas aguas no hay lenguados —explicó el señor Dewy—. Por eso hacemos la meuniére con platija. Pero debería usted probar las ostras. Me atrevería a decir que son las mejores del mundo.

—¿Qué demonios se propone Alexander casándose con esta criatura? —preguntó Constance a su marido apenas el ascensor los hubo dejado en el quinto piso.

Charles Dewy dibujó una amplia sonrisa y alzó las cejas.

—Ya conoces a Alexander, querida. Esto resuelve sus problemas. Pone a Ruby en su sitio y, al mismo tiempo, le procura una mujer lo suficientemente joven para moldearla a su antojo. Se ha mantenido soltero durante demasiado tiempo. Si no comienza a formar una familia de una vez por todas no tendrá tiempo para enseñar a sus hijos cómo se administra un imperio.

—¡Pobre pequeña! Su acento es tan cerrado que apenas pude entender una palabra de lo que dijo. ¡Y ese vestido espantoso! Sí, es cierto, conozco a Alexander, y sé que le gustan las mujeres opulentas, no las damiselas esmirriadas. Fíjate en Ruby.

—Me he fijado, Constance, me he fijado. Pero sólo con la lascivia propia de un simple espectador, lo juro —dijo Charles, que se permitía aquel tono jocoso con su esposa porque se llevaba de perlas con ella—. No obstante, la pequeña Elizabeth sería realmente maravillosa si se arreglase mejor. ¿Y tienes alguna duda de que Alexander se ocupará de eso? Yo no.

—Ella le tiene miedo —dijo Constance con convicción.

—Bueno, eso era de esperar, ¿o no? En esta perversa ciudad no hay una sola muchacha de dieciséis años que esté tan protegida como lo ha estado Elizabeth. Eso es obvio. Y es la razón por la que la pidió en matrimonio, estoy seguro. Él puede flirtear con Ruby, y con una docena de mujeres más, pero jamás se casaría con una que no fuese completamente inocente. Ésa es su parte escocesa y presbiteriana, por más que alardee de su ateísmo. Esa iglesia no ha cambiado en lo más mínimo desde los tiempos de John Knox.

Se casaron al día siguiente a las cinco de la tarde, según el rito presbiteriano. La señora Dewy no tuvo nada que criticar en el vestido de novia de Elizabeth, muy sencillo, cerrado hasta el cuello, de mangas largas, adornado solamente por unos minúsculos botones forrados que jalonaban la pechera desde el cuello hasta la cintura. El raso dejaba oír su frufrú, las bragas no se transparentaban, y las sandalias blancas resaltaban sus tobillos, que Charles Dewy vio como el anuncio prometedor de unas piernas largas y bien formadas.

La novia estaba serena; el novio, imperturbable; al dar el sí, la voz no les tembló. Cuando los declararon marido y mujer, Alexander alzó el velo de encaje que cubría el rostro de Elizabeth y la besó. Aunque este gesto pareció bastante inocuo a los Dewy, Alexander sintió que ella se estremecía y se retraía apenas. Pero el momento pasó, y después de recibir las cálidas felicitaciones de los Dewy en la puerta de la iglesia, las dos parejas se marcharon cada una por su lado: los Dewy regresaron a su casa, en algún lugar llamado Dunleigh, mientras el señor y la señora Kinross regresaron caminando al hotel, donde esa noche cenarían por primera vez como esposos.

Cuando entraron en el salón comedor Elizabeth todavía llevaba puesto su vestido de novia, de modo que esta vez los otros comensales aplaudieron. Ruborizada, caminó con la vista fija en la alfombra. La mesa estaba adornada con flores blancas, crisantemos mezclados con etéreas margaritas; se sentó, y las contempló fijamente como si buscara algo que decir, algo que aliviara su turbación.

—Flores de otoño —dijo Alexander—. Aquí las estaciones están invertidas. Vamos, bebe una copa de champán. Tendrás que aprender a apreciar el vino. Y no te preocupes por lo que te puedan haber enseñado en la iglesia, hasta Jesús y sus mujeres bebían vino.

Ella sentía arder la sencilla alianza de oro, aunque no tanto como el otro anillo que llevaba en el mismo dedo, un solitario coronado por un diamante del tamaño de una moneda. Cuando Alexander se lo había ofrecido, durante el almuerzo, ella no había sabido dónde mirar; por nada del mundo quería enterarse de lo que había en aquel pequeño estuche que él le tendía a través de la mesa.

—¿No te gustan los diamantes? —había preguntado él.

—¡Oh, sí, sí! —replicó sin ocultar su nerviosismo—. Pero ¿es adecuado? Es muy… muy llamativo.

Alexander frunció el entrecejo.

—Un diamante es lo que indica la tradición, y el diamante de mi esposa debe estar de acuerdo con su posición social —dijo, mientras tendía una mano para tomar la izquierda de ella y le deslizaba el anillo en el dedo corazón—. Sé que todo esto debe de resultarte extraño, Elizabeth, pero eres mi esposa y has de usar y tener lo mejor. Siempre. Me doy cuenta de que el tío James no te dio más que una pequeña parte del dinero que envié, pero eso es algo que yo ya suponía. —Sonrió forzadamente—. Es muy ahorrativo con sus peniques el tío James. Sin embargo, eso se terminó —agregó, tomando la mano de Elizabeth entre las suyas—. Desde hoy, eres la señora Kinross.

Tal vez la expresión que vio en sus ojos lo hizo vacilar, porque calló repentinamente y se puso de pie con inusitada torpeza.

—Un puro —dijo, yendo hacia el balcón—. Me gusta fumar un puro después de comer.

Y así había concluido la conversación; la siguiente vez que Elizabeth lo vio fue en la iglesia.

Ahora era su esposa, y tenía que comer algo que no le gustaba.

—No tengo apetito —murmuró.

—Sí, me lo imaginaba. Hawkins, traiga a la señora Kinross un consomé y un soufflé liviano y sabroso.

El resto del tiempo que pasaron en el salón comedor quedó guardado con llave en un cajón de su mente que después ella nunca pudo abrir; más adelante comprendería que su confusión, la inquietud y la alarma que la embargaban se debían a la rapidez con que se habían sucedido los acontecimientos y a la conmoción que provocaron en ella tantas nuevas emociones. No era la perspectiva de su noche de bodas lo que dominaba su estado de ánimo, era más bien la perspectiva de un exilio que duraría toda la vida y que iba a compartir con un hombre al que no amaba.

El acto (como lo llamaba Mary) debía llevarse a cabo en la cama de la esposa; apenas Elizabeth se hubo puesto el camisón y la criada se hubo retirado, una puerta que estaba en el otro extremo de la habitación se abrió para dar paso a su marido, que vestía una bata de seda bordada.

—Vengo a meterme en la cama contigo —dijo, sonriendo. Luego, fue apagando una por una las lámparas de gas.

¡Mejor, mucho mejor! No podría verlo, y si no lo veía podría sobrellevar el acto sin avergonzarse.

Alexander se sentó en el borde de la cama, apoyado sobre una de sus piernas flexionada, dispuesto a contemplarla desde allí; evidentemente, podía ver en la oscuridad. Pero el ataque de nervios que ella esperaba tener no se produjo; él parecía muy tranquilo, muy relajado y sereno.

—¿Sabes lo que debe suceder? —preguntó.

—Sí, Alexander.

—Al principio te dolerá, pero después, espero que aprendas a disfrutarlo. ¿Ese viejo perverso, el doctor Murray, sigue siendo el pastor de la iglesia?

—Sí —replicó ella boquiabierta, horrorizada por aquella descripción del doctor Murray, ¡cómo si el doctor Murray fuera la personificación del diablo!

—Hay más reproches por su miseria humana ante su puerta que ante las puertas de mil decentes y honestos chinos, por muy paganos que sean.

Elizabeth percibió el crujido de la seda, luego el peso del cuerpo de él sobre la cama, y finalmente el movimiento de las sábanas cuando Alexander se deslizó entre ellas y la estrechó entre sus brazos.

—No estamos aquí juntos nada más que para concebir hijos, Elizabeth. Lo que vamos a hacer está santificado por el matrimonio. Es un acto de amor, de amor. No simplemente de la carne, sino de la mente y también del alma. No hay nada en él que debas considerar desagradable.

Cuando descubrió que él estaba desnudo se encogió cuanto pudo, y cuando él trató de quitarle el camisón se resistió. Encogiéndose de hombros, Alexander logró levantarlo desde el dobladillo y sus ásperas manos comenzaron a recorrer las piernas de ella, sus caderas y su vientre, hasta que se produjo el cambio que lo incitó a cubrirla con todo su cuerpo y penetrarla. El dolor la hizo llorar, pero lo cierto era que había sufrido tormentos mucho peores: el bastón de su padre, caídas, cortes. Y todo terminó enseguida; él se comportó exactamente como Mary había dicho: se había estremecido y había jadeado audiblemente, y luego se había retirado. Pero no de la cama. Se quedó allí hasta que el acto se repitió dos veces más. No la había besado, pero en el momento en que se disponía a regresar a su habitación rozó los labios de ella con los suyos.

—Hasta mañana, Elizabeth. Ha sido un buen comienzo.

Una cosa la consolaba, pensó ella, soñolienta; no había sentido que él fuese Satanás. Su aliento era fresco y su cuerpo olía bien. Y supo que, si no había que temer que en el acto ocurriera nada más espantoso que lo que acababa de ocurrir, entonces ella podría sobrevivir, y con el tiempo tal vez incluso podría llegar a disfrutar de la vida que él se proponía ofrecerle en Nueva Gales del Sur.

Alexander se quedó con Elizabeth varios días, y se ocupó de todo lo que ella podía necesitar. Eligió una criada, controló a las modistas y los sombrereros, los calceteros y los zapateros, le compró lencería tan hermosa que ella se quedó atónita, además de perfumes, lociones para la piel, abanicos y bolsas, y hasta varias sombrillas diferentes que hacían juego con sus distintos atuendos. Elizabeth se daba cuenta de que él se veía a sí mismo como un marido amable y solícito, pero lo cierto era que tomaba todas las decisiones sin consultarla: cuál de las dos criadas que a ella le habían caído bien se quedaría con el empleo, con qué ropas debía vestirse ella, desde los colores a los modelos, el perfume que a él le gustaba, la cantidad de joyas con que la obsequiaba. «Autócrata» no era una palabra que ella conociera, así que empleó la palabra que sí conocía, «déspota». Pues bien, en realidad Padre y el doctor Murray eran déspotas. Aunque la autoridad de Alexander era más sutil: venía envuelta en el terciopelo de los cumplidos.

Al día siguiente de aquella sorprendentemente tolerable noche de bodas, durante el desayuno, ella trató de averiguar algo más sobre él.

—Alexander, lo único que sé de ti es que te marchaste de Kinross cuando tenías quince años, que trabajaste como aprendiz de calderero en Glasgow, que el doctor MacGregor pensaba que eras muy inteligente, y que has hecho una pequeña fortuna en los yacimientos de oro de Nueva Gales del Sur. Seguramente hay mucho más que yo deba saber. Cuéntame, por favor —dijo.

Él soltó una carcajada que sonó encantadora, espontánea.

—Debería haber sabido que nadie iba a abrir la boca —dijo, y sus ojos se iluminaron con un brillo de picardía—. Por ejemplo, apuesto a que nadie te contó que hice morder el polvo de un puñetazo al viejo Murray…

—¡No!

—Oh, sí. Le quebré la mandíbula. Pocas veces en mi vida disfruté tanto. Él acababa de suceder en la parroquia a Robert MacGregor, que era un hombre educado, culto, civilizado. Se podría decir que me marché de Kinross porque no podía quedarme en una ciudad de filisteos de la calaña de John Murray.

—Sobre todo si le habías quebrado la mandíbula al pastor —dijo ella sintiendo una secreta y culpable satisfacción. No opinaba para nada lo mismo que Alexander del doctor Murray, pero estaba empezando a recordar cuántas veces el pastor la había hecho sufrir o la había mortificado.

—Y, en realidad, eso es lo más importante —dijo él, encogiéndose de hombros—. Viví algún tiempo en Glasgow, viajé a Norteamérica, y después de California a Sydney, e hice algo más que una pequeña fortuna en los yacimientos de oro.

—¿Viviremos en Sydney?

—De ninguna manera, Elizabeth. Tengo mi propia ciudad, Kinross, y tú vivirás en la nueva casa que he hecho construir para ti en la cima del monte Kinross, desde la cual no tendrás que ver la Apocalipsis, mi mina.

—¿Apocalipsis? ¿Qué significa?

—Es una palabra griega. Nombra un acontecimiento espantoso y violento, el fin del mundo. ¿Qué mejor nombre para algo que desmigaja y trastorna tanto la tierra como una mina de oro?

—¿Tu ciudad está lejos de Sydney?

—No para lo que son las distancias en Australia, pero bastante lejos de todos modos. El ferrocarril, me refiero al tren, nos dejará a unos ciento sesenta kilómetros de Kinross. Desde allí viajaremos en carruaje.

—¿Kinross es lo suficientemente grande para tener una iglesia?

Él alzó el mentón, y su barba pareció hacerse más puntiaguda.

—Tiene una iglesia anglicana, Elizabeth. No permitiré que en mi ciudad se instale un solo pastor presbiteriano. Antes que eso autorizaría a los papistas o los anabaptistas.

Elizabeth sintió que se le secaba la boca; tragó saliva.

—¿Por qué usas esas ropas tan extrañas? —preguntó, para no seguir hablando de un tema tan espinoso.

—Se han convertido en parte de mí. Cuando me ven vestido así, todos creen que soy norteamericano. Desde que se descubrió que aquí había oro han venido miles de norteamericanos. Pero la verdadera razón por la que las uso es que son livianas, cómodas, y se amoldan al cuerpo. No se desgastan, y se lavan como se lava un trapo cualquiera porque son de piel de gamuza. Además son frescas. Parecen norteamericanas, pero me las hice hacer en Persia.

—¿También has estado allí?

—He estado en todos los sitios por los que pasó mi famoso tocayo, y también en otros que él ni siquiera soñó que pudieran existir.

—¿Tu famoso tocayo? ¿Quién?

—Alejandro… Alejandro Magno —agregó enseguida, cuando advirtió que ella lo miraba sin entender—. Rey de Macedonia y de casi iodo el mundo conocido en esa época. Hace más de dos mil años. —De pronto, una idea lo asaltó y se inclinó hacia delante—. Supongo que sabes leer y hacer cuentas, Elizabeth. Sé que sabes firmar, pero ¿eso es todo?

—Leo muy bien —dijo ella, inquieta y ofendida—. Sólo que no tuve libros de historia a mano. Y también aprendí a escribir, pero no he podido practicar. Padre no nos compraba papel.

—Te compraré un cuaderno de ejercicios, un libro con modelos de letras en el que practicarás hasta que puedas volcar fácilmente tus pensamientos al papel. Tendrás resmas y resmas del mejor papel. Y plumas, tinta y pinturas y cuadernos de bocetos para aprender a dibujar, si es que te interesa. La mayoría de las damas se dedican a las acuarelas.

—No me han educado como una dama —replicó ella con toda la dignidad de que pudo armarse.

La mirada de Alexander volvió a iluminarse.

—¿Sabes bordar? —preguntó.

—Sé coser, pero no bordar.

¿Cómo se las arregló, se preguntaba ella un rato más tarde, para cambiar tan hábilmente de tema y dejar de hablar de sí mismo?

—Pienso que tal vez termine por estimar a mi esposo —confió Elizabeth a la señora Halliday hacia finales de su segunda semana de estancia en Sydney—, pero dudo mucho que alguna vez llegue a amarlo.

—Es muy pronto todavía —replicó la señora Halliday apaciblemente mientras sus perspicaces ojos estudiaban el rostro de Elizabeth.

Había cambiado, y mucho: ya no era la niña que ella había conocido en el barco. Su pelo oscuro estaba recogido a la moda, su vestido de seda color rojo herrumbre tenía el polisón de rigor, sus guantes eran de la más fina cabritilla, y su sombrero, un sueño. Quienquiera que fuese el que había forjado aquella imagen había sido lo suficientemente sensato para no maquillarla. La joven no necesitaba cosmético alguno, y al parecer el sol de Sydney no tenía la fuerza suficiente para dar a su piel extraordinariamente blanca el más mínimo matiz de color. Llevaba un espléndido collar de perlas, pendientes también de perlas, y cuando se quitó el guante de la mano izquierda la señora Halliday abrió de par en par los ojos.

—¡Dios mío! —exclamó.

—Oh, este maldito diamante —dijo Elizabeth con un suspiro—. La verdad es que lo detesto. ¿Sabía que he de encargarme hacer especialmente los guantes? Y Alexander insistió en que el de la mano derecha fuese igual, así que supongo que se propone regalarme alguna otra piedra gigantesca.

—Debes de ser una santa —dijo la señora Halliday con ironía—. Cualquiera de las mujeres que conozco se desmayaría si le ofrecieran una gema que fuera la mitad de espléndida que tu diamante.

—Me encantan mis perlas, señora Halliday.

—¡Me imagino! Las de la reina Victoria no son mejores.

Pero después de que Elizabeth se hubo marchado en el estilizado tílburi tirado por cuatro caballos, Augusta Halliday no pudo evitar un sollozo. ¡Pobre niña! Era como un pez fuera del agua. Ni avariciosa ni ambiciosa, vivía rodeada de lujos en un mundo de riquezas y abundancia que era por demás ajeno a su naturaleza. Si se hubiera quedado en su pequeño mundo, allá en Escocia, habría seguido cuidando de su padre, y con el tiempo se habría convertido en una tía solterona, de eso no cabía duda. Y a pesar de todo había aceptado de buena gana su destino, aunque no se sintiera idílicamente feliz. Pues bien, al menos pensaba que podía llegar a estimar a Alexander Kinross, y eso era algo. Íntimamente, la señora Halliday pensaba como Elizabeth; ella tampoco creía que Elizabeth pudiera llegar a amar a su marido. La distancia entre ellos era demasiado grande; sus modos de ser, demasiado diferentes. Resultaba difícil creer que fueran primos hermanos.

Por supuesto, para cuando Elizabeth llegó a visitarla en su tílburi de cuatro caballos, la señora Halliday ya había averiguado bastante sobre Alexander Kinross. Era con mucho el hombre más rico de la colonia, pues a diferencia de la mayoría de los que encontraban filones en los yacimientos de oro, él recogía hasta el más ínfimo gramo que podía dragar en el aluvión, y sólo después exploraba en busca del filón. Tenía al gobierno en un bolsillo y al poder judicial en el otro, de modo que mientras algunos se veían seriamente amenazados por los aventureros que reclamaban el derecho de explotar las minas a su antojo, Alexander Kinross estaba en condiciones de resolver esos y otros inconvenientes en un santiamén. Pero aunque alternaba con la alta sociedad cuando estaba en Sydney, no era un hombre particularmente sociable. A aquéllos a quienes valía la pena conocer prefería verlos en sus oficinas, más que invitarlos a beber una copa o a cenar; a veces aceptaba alguna que otra invitación del palacio del gobernador, o de Clovelly, en la bahía de Watson, pero nunca asistía a un baile o una velada organizada nada más que por diversión. Por lo tanto, todo el mundo coincidía en que lo que le interesaba era el poder, no la opinión ajena.

Charles Dewy, descubrió Elizabeth, era un socio menor de la mina Apocalipsis.

—Es el usurpador de la zona. Solía explotar unos trescientos cincuenta kilómetros cuadrados de tierra antes de que comenzara la fiebre del oro —dijo Alexander.

—¿Usurpador?

—Se lo llama así porque «usurpó» sin autorización tierras de la Corona. En el pasado, quien se apropiaba de hecho de tierras que después nadie reclamaba, con el tiempo se convertía en su virtual propietario. Eso es lo que hizo Dewy. Pero ahora una ley del Parlamento ha cambiado las cosas. Yo suavicé sus pretensiones ofreciéndole una participación en Apocalipsis, y a partir de entonces nada de lo que hago le parece mal.

Por fin iban a dejar Sydney, algo que no apenó en lo más mínimo a Elizabeth, ahora que poseía dos docenas de enormes baúles pero se había quedado sin criada. Al parecer, la señorita Thomas había hecho algunas averiguaciones sobre la ciudad de Kinross y, de resultas de ello, esa misma mañana había renunciado a su puesto. Su deserción no había afligido a Elizabeth, que prefería arreglárselas sola.

—No te preocupes —dijo Alexander cuando recibió la noticia—. Pediré a Ruby que te consiga una buena muchacha china. ¡Y no me digas que preferirías no tener una Abigail! Hace dos semanas que alguien se ocupa diariamente de tu pelo, así que ya deberías saber que necesitas un par de manos, y no precisamente las tuyas, para estar peinada como corresponde.

—¿Ruby? ¿Es tu ama de llaves? —preguntó Elizabeth, consciente de que iba a vivir en una casa llena de sirvientes.

Alexander rio. Tanto, que no pudo evitar las lágrimas.

—Ah, no —replicó cuando pudo recomponerse—. Ruby es, por decirlo de alguna manera, una institución. Decir de ella algo menos respetuoso sería rebajarla. Ruby es una maestra del comentario sarcástico y de la observación cáustica. Es Cleopatra, pero también Aspasia, Medusa, Josefina y Catalina de Médicis.

¡Oh! Elizabeth no tuvo oportunidad de continuar la conversación porque habían llegado a la estación ferroviaria de Redfern, una zona desolada en la que sólo había cobertizos y vías que se entrecruzaban unas con otras.

—Las plataformas están bastante abandonadas; no hacen más que decir que van a construir una terminal grandiosa en George Street, pero al parecer es todo pura palabrería —dijo Alexander mientras la ayudaba a bajar del tílburi.

En Edimburgo, cuando había abordado el tren a Londres, estaba tan mareada por el cruce del estuario en ferry que no sintió la menor curiosidad, pero ahora miraba el tren a Bowenfels con una mezcla de temor y asombro. Una locomotora de vapor montada sobre una combinación de ruedas, unas más grandes, otras más pequeñas, las traseras unidas por unas barras, jadeaba como un perro enorme y furioso mientras su chimenea despedía finas volutas de humo. Esta máquina infernal estaba unida a un ténder de hierro repleto de carbón, detrás del cual se alineaban ocho vagones —seis de segunda clase y dos de primera— y, al final de la formación, un furgón de cola (ésas fueron las palabras que usó Alexander) destinado al equipaje y la carga y en el que se encontraba la cabina del revisor.

—Sé que la parte trasera del tren se bambolea mucho más que la delantera, pero yo necesito asomarme a la ventanilla y ver la locomotora —dijo Alexander, mientras la hacía subir a lo que parecía una espaciosa y lujosa sala—. Por eso enganchan un vagón de primera clase detrás de todos los otros. En realidad, éste es el compartimiento privado del gobernador, pero le encanta que yo lo use cuando él no lo necesita. Al fin y al cabo, pago por ello.

Exactamente a las siete en punto, el tren a Bowenfels abandonó la estación. Elizabeth iba pegada a una de las ventanillas. Sí, Sydney era grande; pasaron quince minutos hasta que las casas empezaron a ralear, quince minutos de traqueteo a una velocidad asombrosa. De tanto en tanto pasaban sin detenerse junto a una plataforma en la que un cartel anunciaba el nombre de alguna pequeña localidad: Strathfield, Rose Hill, Parramatta.

—¿A qué velocidad vamos? —preguntó ella, disfrutando de aquella sensación vertiginosa y del balanceo del tren.

—Ochenta kilómetros por hora, aunque puede llegar a los cien si alimentan la caldera como es debido. Éste es el expreso de pasajeros semanal, no se detiene hasta Bowenfels, y es ligero como el viento comparado con un tren de carga. Pero la velocidad disminuye a entre treinta y treinta y cinco kilómetros por hora cuando comenzamos a subir, y en algunos parajes aún menos que eso, así que nuestro viaje dura nueve horas.

—¿Qué transporta un tren de carga?

—Cuando va hacia Sydney, trigo y otros productos del campo, queroseno de Hartley. Cuando va hacia Bowenfels, materiales de construcción, mercancías para las tiendas de los alrededores, equipamiento para el trabajo en las minas, muebles, periódicos, libros, revistas. Ejemplares premiados de ganado vacuno, equino y ovino. Y también hombres que van hacia el oeste a explorar o a buscar trabajo en las tareas del campo; en fin, de todo un poco. Pero nunca —agregó con énfasis— nunca dinamita.

—¿Dinamita?

Elizabeth lo miraba con auténtica curiosidad. Alexander apartó la vista y la dirigió a varias docenas de enormes cajas de madera apiladas desde el suelo hasta el techo en un rincón del compartimiento, todas ellas rotuladas con el dibujo de la calavera y las tibias cruzadas.

—La dinamita —dijo— es un nuevo sistema para volar las rocas. No la pierdo nunca de vista porque resulta tan difícil de conseguir que es casi tan preciosa como el oro. Este cargamento lo hice enviar desde Suecia a Londres, vino contigo en el Aurora. La voladura de rocas —continuó, con creciente entusiasmo— solía ser una tarea peligrosa e impredecible. Se hacía con pólvora negra, pólvora a secas para ti. Era muy difícil saber en qué forma la pólvora negra iba a fracturar la roca, qué dirección tomaría la fuerza explosiva. Yo lo sé, me he encargado de la pólvora en una docena de sitios diferentes. Pero, hace poco, un sueco tuvo una idea brillante y descubrió el modo de dominar sin peligro la nitroglicerina, que es tan inestable que puede explotar con sólo sacudirla. Ese sueco mezcló la nitroglicerina con una base de una ardilla llamada kieselgur y envolvió la mezcla en un cartucho de papel al que dio la forma de una vela roma. El cartucho sólo explota si es detonado mediante una cápsula de fulminante de mercurio fuertemente adherida a uno de sus extremos. El artificiero incorpora una mecha al detonador, y se produce una explosión más segura y mucho mejor controlada. Aunque si uno tiene una dínamo, puede desencadenar la explosión haciendo pasar una corriente eléctrica a través de un cable lo suficientemente largo. Pronto lo haré de esa manera.

Alexander no pudo evitar una carcajada al ver la expresión de perplejidad con que ella lo miraba. Esa mañana, su esposa lo estaba divirtiendo de veras.

—¿Has entendido alguna palabra de cuanto he dicho, Elizabeth?

—Varias —replicó ella, y le sonrió.

Alexander se quedó mirándola, gratamente sorprendido.

—Ésa es la primera sonrisa que me dedicas desde que nos conocemos —dijo.

Ella sintió que se ruborizaba y volvió a mirar por la ventanilla.

—Voy a ver a los maquinistas —dijo él de pronto. Abrió la puerta delantera y desapareció.

Antes de que regresara al compartimiento el tren había cruzado, a través de un puente, un ancho río; lo que tenía ahora por delante era una barrera de altas colinas.

—Ése es el río Nepean —dijo Alexander—, así que ha llegado el momento de abrir una ventanilla. Ahora nuestro tren debe trepar por una pendiente tan escarpada que tendrá que moverse en zigzag, es decir, avanzando y luego retrocediendo. En una distancia de mucho menos de un kilómetro y medio, ascenderemos trescientos metros, unos treinta centímetros cada nueve metros recorridos.

A pesar de que la velocidad había disminuido considerablemente, abrir una ventanilla producía un efecto devastador sobre la ropa; grandes partículas de hollín se colaban en el vagón y se posaban por todas partes. Pero era fascinante, sobre todo cuando las vías describían una curva, porque en ese momento podía ver la locomotora, el humo negro que su chimenea despedía en forma de inmensas volutas, las barras que hacían girar las grandes ruedas. A veces, las ruedas patinaban sobre los raíles, y perdían fuerza en medio de un estruendo de resoplidos entrecortados. Al final del primer zigzag el tren afrontó la siguiente cuesta invirtiendo la marcha, de modo que era el furgón el que encabezaba la formación mientras la locomotora empujaba desde atrás.

—La cantidad de veces que el tren invierte la marcha está calculada para que al llegar a la cima la locomotora vuelva a estar al frente —explicó él—. La del zigzag es una idea muy inteligente. Gracias a ella, el gobierno finalmente pudo tender una línea férrea para cruzar las Montañas Azules, que en realidad no son montañas. Estamos subiendo por lo que se llama una meseta agrietada por la erosión. Al llegar al otro extremo descenderemos, otra vez en zigzag. Si éstas fueran montañas podríamos ir por los valles y atravesar el curso de agua por un túnel. Eso no sólo sería mucho más fácil sino que además habría permitido tener acceso a las zonas rurales del oeste del país, que son de lo más fértiles, hace décadas. Nueva Gales del Sur no da nada fácilmente, y lo mismo sucede con las otras colonias de Australia. Cuando finalmente lograron conquistar las Montañas Azules, los hombres que descubrieron la solución comprendieron que debían dejar de lado todas las teorías que habían aprendido en Europa.

Así que, pensó ella, acabo de encontrar una de las claves para entender la mente de mi esposo, y su espíritu, o tal vez incluso su alma. Está bajo el hechizo de la mecánica, de las máquinas y los inventos, y por muy ignorante que sea quien lo escucha, él no vacila en seguir hablando y enseñando todo lo que sabe.

El paisaje era de lo más extraño. Las laderas de las colinas caían, como cortadas a pico, a lo largo de cientos de metros y formando espectaculares precipicios, hacia enormes valles cuajados de bosques de un intenso color gris verdoso que por la distancia se tornaba azulado. No había pinos, ni hayas, ni robles, ni uno solo de los árboles que abundaban en Escocia, pero sin embargo éstos, que tan ajenos resultaban a Elizabeth, tenían su propia belleza. Este sitio es más grandioso que mi país, pensó ella, aunque sólo sea porque parece no tener límites. No vio indicio alguno de que la región estuviese habitada, salvo unas pocas y minúsculas aldeas a los lados de las vías, por lo general en las inmediaciones de una posada o una gran casa de campo.

—Sólo los nativos pueden vivir allí —dijo Alexander cuando un gran claro les ofreció una vista particularmente maravillosa de un inmenso cañón rodeado de verticales despeñaderos de color naranja—. Pronto pasaremos por un apartadero llamado Los morteros. Es una serie de canteras, y en el suelo del valle que está más allá hay una rica veta de carbón. Se dice que quieren explotarla, pero yo pienso que el coste de acarrear el carbón será prohibitivo, pues habría que subirlo unos trescientos metros. Si se enviase por barco a Sydney sería más barato que el carbón de Lithgow, pero salvar el zigzag de Clarence resulta muy difícil.

De pronto, él desplegó los brazos en un gesto grandilocuente, como si así quisiera abarcar el mundo.

—Elizabeth, ¡mira! Lo que ves es la geología de la tierra en todo su esplendor. Los despeñaderos están formados por un estrato de arenisca de principios del triásico, bajo el cual hay yacimientos de carbón del pérmico, y debajo de ellos granito, esquisto y piedra caliza de los períodos devónico y silúrico. En algunas de las montañas del norte, la cima es una delgada capa de basalto vomitada por algún descomunal volcán: la cereza del terciario sobre el pastel triásico, y casi todo, ahora, erosionado. ¡Maravilloso!

¡Oh, quién pudiera entusiasmarse así con algo! ¿Qué clase de vida tendría que llevar yo para llegar a saber siquiera una pequeña parte de lo que él sabe? He nacido para ser una ignorante, se dijo Elizabeth.

A las cuatro de la tarde el tren llegó a Bowenfels, el punto más al oeste de su trayecto, aunque la ciudad más importante era Bathurst, situada unos setenta y cinco kilómetros más allá. Después de una urgente y necesaria visita al retrete de la estación, un impaciente Alexander instalaba apresuradamente a Elizabeth en un carruaje.

—Quiero estar en Bathurst esta noche —explicó.

A las ocho llegaron al hotel, en esa ciudad. Elizabeth estaba agotada, pero al amanecer Alexander volvió a instalarla a toda prisa en el carruaje mientras ordenaba que el convoy se pusiera en movimiento. ¡Oh, otro día de viaje perpetuo! Su carruaje encabezaba la marcha, Alexander iba montado en una yegua, y seis carros tirados por caballos transportaban sus baúles, un cargamento proveniente del depósito ferroviario de Rydal, y las preciosas cajas de dinamita. El convoy, dijo Alexander, desalentará a los bandidos.

—¿Bandidos? —no pudo menos que preguntar ella.

—Salteadores de caminos. No quedan muchos, porque se los ha perseguido despiadadamente. Estos solían ser los dominios de Ben Hall, un bandido muy famoso. Ahora está muerto, como la mayoría de los de su calaña.

Los despeñaderos habían sido reemplazados por elevaciones cuya forma se asemejaba más a lo que ella conocía como montañas, y que no eran muy diferentes de las que había en Escocia, pues en muchas de ellas no se veía árbol alguno; sin embargo, tampoco crecían aquellos brezos que dan un poco de color al otoño, y la hierba era seca, plumosa y de un color plata pardusco. El camino de tierra, salpicado de profundos baches, serpenteaba caprichosamente para evitar los montículos de canto rodado, los lechos de los arroyos, los inesperados declives de las hondonadas. Sacudida y zarandeada sin descanso, Elizabeth rogaba a Dios que Kinross, estuviese donde estuviese, apareciera de una vez por todas.

Pero Kinross no apareció hasta casi el atardecer. El camino, que atravesaba un bosque, desembocó a esas horas en un espacio abierto y se convirtió en una carretera pavimentada junto a la cual se alzaban un buen número de casuchas y tiendas de campaña. Todo lo que había visto hasta ese momento le había resultado extraordinariamente raro y singular, pero no era nada comparado con Kinross, que ella había imaginado como la Kinross escocesa. ¡Oh, no era así! Cuando las casuchas y las tiendas de campaña comenzaron a ralear aparecieron casas un poco más sólidas, algunas de madera, otras de paredes de juncos, techadas con chapas de hierro acanaladas, o con láminas de lo que parecía ser una corteza de árbol, y que estaban unidas unas a otras y fijadas con sogas a la edificación. Las viviendas se hallaban dispersas a ambos lados de la calle, pero en unos pocos callejones laterales se dejaban ver torres de madera, puntales, barracas, un paisaje extravagante cuya razón de ser ella no lograba adivinar. ¡Todo era feo, feo, feo!

Las casas dieron paso a tiendas y edificios comerciales cada uno de los cuales ostentaba su propia marquesina, diferente de las de sus vecinos. Por otra parte, estas marquesinas no estaban unidas las unas a las otras y se habían instalado sin prestar atención a ningún criterio de simetría, orden o belleza. Los carteles que identificaban estos edificios estaban toscamente pintados a mano y anunciaban una lavandería, una casa de huéspedes, un restaurante, un bar, una tabaquería, un zapatero, una barbería, un almacén, una consulta médica y una ferretería.

Había dos edificios de ladrillo rojos, uno de ellos una iglesia con chapitel y todo, el otro una construcción de dos pisos cuya galería superior estaba profusamente adornada con la misma clase de aplicaciones de hierro fundido que Elizabeth había visto por todas partes en Sydney; su marquesina de chapas de hierro acanaladas estaba soportada por pilares también de hierro, y más aplicaciones de hierro fundido. Un cartel cuyas letras habían sido elegantemente delineadas identificaba al HOTEL KINROSS.

No había árboles, de modo que el sol, a pesar de que ya declinaba, seguía haciéndose sentir con intensidad. Tanto que Elizabeth creyó ver una llamarada en la cabellera de la mujer que estaba ante las puertas del hotel. Su postura marcial y el resuelto aire de invulnerabilidad que rezumaba la mujer le llamaron tanto la atención que estiró el cuello cuanto pudo para no perderla de vista. Una figura sorprendente. Como Britania en las monedas o Boadicea en las ilustraciones de los libros. La mujer dedicó a Alexander, que cabalgaba junto al carruaje, lo que pareció ser un saludo burlón, y luego se dio la vuelta para mirar en la dirección opuesta a la que llevaba el convoy. Sólo entonces Elizabeth advirtió que estaba fumando un puro y su nariz despedía humo como la de un dragón.

Había mucha gente por todas partes: hombres miserablemente vestidos con monos y camisas de franela y tocados con sombreros de ala ancha, mujeres ataviadas con vestidos de algodón crudo anticuados en por lo menos treinta años y frescos sombreros de paja. También había muchos que eran inequívocamente chinos: llevaban el pelo recogido atrás en una larga trenza, calzaban pintorescos y pequeños zapatos de color blanco y negro, iban tocados con sombreros que parecían ruedas de carro de forma cónica, y tanto los hombres como las mujeres llevaban pantalones y chaquetas idénticas de color negro o azul oscuro.

El convoy se internó en una zona repleta de maquinaria, chimeneas humeantes, cobertizos construidos con chapas de hierro estriado y torres de perforación hechas de madera, hasta que se detuvo al pie de una empinada cuesta que se elevaba hasta una altura de unos trescientos metros. En ese punto una vía férrea ascendía por aquella ladera hasta que se perdía entre los árboles.

—Aquí termina el viaje, Elizabeth —dijo Alexander, ayudándola a bajar del carruaje—. Summers bajará el coche en un momento.

Lo que bajó por las vías, a un ritmo constante, era un vehículo de madera no muy diferente de un ómnibus descubierto montado sobre ruedas de tren, pues contaba con cuatro filas de asientos de madera de seis plazas, entoldados, y una suerte de caja alargada, de base rectangular, también descubierta y de paredes altas, en la que se transportaba la carga. Pero los asientos estaban construidos en un ángulo imposible, de modo que al sentarse, el cuerpo del pasajero se desplazaba inevitablemente hacia atrás. Después de cerrar el costado del asiento con una barra, Alexander se deslizó junto a Elizabeth y se aferró con ambas manos a una barandilla.

—Sostente y no tengas miedo —dijo—. No te caerás, te lo aseguro.

El aire se pobló de sonidos: el resoplido de los motores, un descomunal y constante estruendo, bastante enloquecedor, el rechinar de los metales, un golpeteo de correas al girar, crujidos, chirridos y rugidos. Desde más arriba llegaba otro sonido, aislado de todos los demás, el de una máquina de vapor. El coche de madera comenzó a avanzar hacia el punto en que las vías describían una curva ascendente, se sacudió, y empezó a subir por aquella pendiente increíblemente empinada. Elizabeth, que estaba acostada, pasó como por arte de magia a estar perfectamente sentada; con el corazón en la boca, miró hacia abajo y vio cómo la ciudad de Kinross se desplegaba ante su vista y se iba haciendo cada vez más y más grande, hasta que llegó el momento en que la luz, reducida a su mínima expresión, dejó de iluminar sus horribles suburbios, que quedaron sumidos en la más impenetrable oscuridad.

—No quería que mi esposa viviera allí abajo —dijo él—. Por eso construí mi casa en la cima de la montaña. Aparte de un sendero, este coche es el único medio con el que contamos para subir y bajar. Vuelve la vista y mira hacia arriba, ¿ves? Lo que mueve este vehículo es un grueso cable, enrollado o desenrollado por un motor.

—¿Por qué el coche es tan grande? —preguntó ella tratando de recomponerse.

—Porque también lo usan los mineros. Las grúas que empleamos en Apocalipsis, esas torres de perforación, están en aquel enorme saliente que acabamos de dejar atrás. Es más fácil para los hombres que internarse en el túnel al pie de la montaña, a causa de los gigantescos montacargas para la mena y la cercanía de las locomotoras. Tenemos unas jaulas que los bajan a la galería principal y, al final de la jornada, los vuelven a subir.

En cuanto el coche comenzó a desplazarse por entre los árboles empezó a refrescar, tanto por la altura, dedujo ella, como por la sombra protectora de las ramas.

—La casa Kinross está a más de novecientos metros sobre el nivel del mar —dijo él, con esa siniestra costumbre que tenía de leerle la mente—. En verano es agradablemente fresca; en invierno, mucho más cálida.

El coche llegó por fin a terreno llano, se zarandeó un poco, y enseguida se detuvo. Elizabeth, que bajó a toda prisa antes de que Alexander pudiera ayudarla, se sintió maravillada al comprobar cuan rápidamente caía la noche en Nueva Gales del Sur. Aquello no se parecía en nada al lento crepúsculo escocés, aquella hora mágica en la que el cielo se teñía con un suave resplandor.

Al lado del coche se alzaba un seto vivo. Elizabeth lo rodeó y, de pronto, se detuvo bruscamente. Su esposo había construido en un sitio tan apartado como éste una verdadera mansión, hecha con lo que parecían ser bloques de piedra caliza. La casa tenía tres pisos, enormes ventanales de estilo rey Jorge, un portal con sus columnas de rigor que se alzaba al final de una amplia escalinata, y todo el aspecto de haber estado allí desde hacía quinientos años. Al pie de la escalera había un parque de verde césped, y era notorio el empeño que se había puesto en lograr una réplica de un jardín inglés, desde los bien arreglados setos vivos hasta las rosaledas; incluso había un absurdo templo griego.

La puerta estaba abierta, la luz se filtraba generosamente desde cada una de las ventanas.

—Bienvenida a casa, Elizabeth.

Alexander Kinross la tomó de la mano. Subieron juntos la escalinata y entraron.

Todo era de la mejor calidad, y había sido llevado hasta allí, según su astucia escocesa le permitió deducir, a un coste astronómico. Las alfombras, los muebles, las arañas de cristal, los adornos, los cuadros, las cortinas. Todo; incluso, por lo que sabía, la mismísima casa. Sólo el tenue vaho del queroseno denunciaba que estaba situada en una ciudad iluminada a gas.

Resultó que el ubicuo Summers era el principal factótum de Alexander, y que su esposa era el ama de llaves; una combinación que parecía complacer especialmente a Alexander.

—Disculpe, seora, ¿no querría refrescarse después de su viaje? —preguntó la señora Summers, tras lo cual condujo a Elizabeth hasta un impecable cuarto de baño.

Nunca había agradecido tanto algo como aquella invitación; todas las mujeres bien educadas de su época tenían que soportar de vez en cuando horas y horas sin poder vaciar su vejiga, y por lo tanto no se atrevían a beber más que un sorbo de agua antes de salir de viaje, fuesen a donde fuesen. La sed llevaba a la deshidratación, y la orina concentrada producía cálculos en la vejiga y los riñones; la hidropesía acababa con la vida de muchas mujeres.

Después de beber varias tazas de café, comer algunos bocadillos y un trozo de un delicioso pastel de carvi, Elizabeth se fue a la cama tan cansada que no recordaba nada de lo ocurrido antes de entrar en la casa.

—Si no te gustan tus habitaciones, Elizabeth, dime por favor cuáles preferirías —dijo Alexander mientras desayunaban en la estancia más hermosa que Elizabeth había visto en su vida. Las paredes y el techo eran de paneles de vidrio unidos por delicados filetes de hierro pintados de blanco, y había en la sala una verdadera selva de palmeras y helechos.

—Mis habitaciones me gustan mucho, pero no tanto como este sitio.

—Esto es un invernadero, se lo llama así porque en los climas fríos permite mantener con vida a las plantas vulnerables a la escarcha y las heladas durante el invierno.

Alexander vestía sus pieles, como Elizabeth las había bautizado, y su sombrero estaba tirado en una silla vacía.

—¿Vas a salir?

—Ahora que estoy aquí, habitualmente no me verás demasiado hasta la noche. La señora Summers te acompañará a recorrer la casa, así después podrás decirme si hay algo que no te gusta. Es mucho más tuya que mía, tú eres quien pasará más tiempo en ella. Supongo que no tocas el piano…

—No, no podíamos darnos el lujo de tener un piano.

—Entonces buscaré a alguien que te enseñe. La música es una de mis pasiones, así que tendrás que aprender a tocar bien. ¿Cantas?

—Puedo entonar una melodía.

—Bien, hasta que te consiga una profesora de piano, tendrás que entretenerte leyendo y practicando tu caligrafía. —Se inclinó para besarla apenas, se encasquetó el sombrero en la cabeza y se esfumó, llamando a gritos a su sombra, Summers.

Un momento después se presentó en el invernadero la esposa de Summers dispuesta a recorrer con la seora la casa, que le deparó pocas sorpresas hasta que llegaron a la biblioteca; todas las habitaciones eran suntuosas, en un estilo semejante al del hotel de Sydney, incluso la escalera principal, realmente espléndida, parecía una réplica de la del hotel. En el espacioso salón había un arpa y un piano de cola.

—El afinador vino desde Sydney una vez que el piano fue colocado en el sitio más apropiado, es una verdadera molestia que no nos dejen moverlo ni un pelo para limpiarle las patas por debajo —dijo la señora Summers contrariada.

La biblioteca, que era sin duda el refugio de Alexander, no tenía el aspecto artificial que mostraban las otras habitaciones. En aquella inmensidad, en los sitios en los que no había estanterías de roble oscuro o sillones de cuero color verde oscuro había tartanes, pero también empapelado, cortinas y alfombras con el emblema de los Murray. Pero ¿por qué el emblema de los Murray? ¿Por qué no su propio emblema, el de los Drummond? El de los Drummond era un dibujo de cuadros rojos plenos atravesado por múltiples líneas verdes y azul oscuras, un diseño muy llamativo. El de los Murray, en cambio, tenía una base de verde pálido, y los cuadros estaban delimitados por tenues líneas rojas y azules de un matiz más bien oscuro. Ella había advertido que el gusto de su esposo tendía a lo brillante, así que ¿por qué este apagado motivo de los Murray?

—Quince mil libros —dijo la señora Summers con admiración—. El señor Kinross tiene libros de todo tipo —explicó, y agregó, como ofendida—: Pero ni una sola Biblia. Dice que está llena de disparates. Ese hombre es un ateo, ¡un ateo! Pero el señor Summers ha estado con él desde que lo conoció en algún barco, y no quiere ni oír hablar de dejarlo. Espero acostumbrarme a ser un ama de llaves. No hace más de dos meses que terminaron de construir la casa. Hasta ese momento yo me ocupaba de la casa en la que vivía con el señor Summers.

—¿Usted y el señor Summers tienen hijos? —preguntó Elizabeth.

—No —replicó la señora Summers secamente. Se irguió y alisó su inmaculado y bien almidonado delantal blanco—. Espero, seora, que esté contenta conmigo.

—Lo estaré, estoy segura —dijo Elizabeth cálidamente, y le dedicó su mejor sonrisa—. Si usted se ocupaba de la casa en la que vivía con el señor Summers, ¿dónde vivía el señor Kinross antes de que esta casa estuviera terminada?

La señora Summers parpadeó y apartó la vista.

—En el hotel Kinross, seora. Un sitio muy cómodo.

—¿El hotel Kinross le pertenece, entonces?

—No —fue la respuesta de la señora Summers y, a pesar de la insistencia de Elizabeth, se negó a seguir hablando del tema.

Los otros criados, descubrió la flamante señora de la casa Kinross cuando fueron a ver la cocina, la despensa, la bodega y el lavadero, eran todos chinos. Hombres chinos que inclinaban su cabeza, sonreían y le hacían reverencias cuando ella pasaba junto a ellos.

—¿Hombres? —exclamó con vos chillona, horrorizada—. ¿Quiere decir que serán hombres los que limpien mis habitaciones, y laven y planchen mi ropa? En ese caso, yo me ocuparé personalmente de mi ropa interior, señora Summers.

—No hay por qué hacer una montaña de un grano de arena, seora —dijo impasible la señora Summers—. Esos chinos son paganos, y además se ganan la vida lavando desde que yo tengo memoria. El señor Kinross dice que lavan muy bien porque están acostumbrados a lavar seda. Carece de importancia que sean hombres. No son hombres blancos. Sólo son chinos, y paganos.

La criada personal de Elizabeth se presentó apenas hubo concluido el almuerzo. Era una joven china, y pagana, que a Elizabeth le pareció de una belleza deslumbrante. Frágil y esbelta, su boca se asemejaba a un capullo. Aunque nunca había visto a una mujer china en su vida, Elizabeth advirtió que en la joven había algo de europeo. Sus ojos eran almendrados pero grandes, y sus párpados bien visibles. Vestía pantalón de seda y chaqueta negros, y llevaba su tupida cabellera, negra y lacia, recogida en la tradicional trenza.

—Estoy muy contenta de estar aquí, seora. Mi nombre es Jade —dijo, con las manos juntas y una tímida sonrisa en los labios.

—Tú no hablas con acento —dijo Elizabeth, que en los últimos meses había oído muchos acentos diferentes sin darse cuenta de que su propio acento escocés era tan cerrado que muchas personas no entendían lo que decía. Jade hablaba como los colonos: un dejo de la entonación de los obreros del este de Londres mezclado con el acento del norte de Inglaterra, el de Irlanda, y un toque más peculiarmente local que todos los otros.

—Mi padre llegó de China hace veintitrés años y aquí conoció a mi madre, que era irlandesa. Yo nací en los yacimientos de oro de Ballarat, seora. Desde entonces, fuimos siguiendo siempre la ruta del oro, pero una vez que papá se juntó con la señorita Ruby, nuestro vagabundeo terminó. Mi madre huyó con un policía de Victoria cuando nació Peony. Papá dice que la sangre llama a la sangre. Yo creo que ella estaba cansada de tener sólo hijas mujeres. Somos siete.

Elizabeth trató de decir algo amable.

—No seré un ama severa, Jade, te lo prometo.

—Oh, sea todo lo severa que quiera, señorita Lizzy —replicó Jade con vivacidad—. Fui criada de la señorita Ruby, y nadie es tan severo como ella.

De modo que la tal Ruby era una persona difícil.

—¿Quién es su criada ahora?

—Mi hermana Pearl. Y si la señorita Ruby se harta de ella, están Jasmine, Peony, Silken Flower y Peach Blossom.

Gracias a algunas preguntas que hizo a la señora Summers, Elizabeth se enteró de que Jade se alojaría en un cobertizo situado en el patio trasero.

—Eso no me parece nada bueno —dijo Elizabeth con firmeza, sorprendida por su propia audacia—. Jade es una mujer joven y bella y debemos protegerla. Puede mudarse a las habitaciones de la institutriz hasta el momento en que yo necesite los servicios de una. ¿Los criados chinos viven en cobertizos, en el patio trasero?

—Viven en la ciudad —dijo la señora Summers con frialdad.

—¿Suben hasta aquí en el coche?

—¡Claro que no, seora! Vienen caminando, por el sendero.

—¿El señor Kinross sabe cómo maneja usted las cosas, señora Summers?

—No es asunto suyo. ¡Yo soy el ama de llaves! ¡Son chinos y paganos, y quitan el trabajo a los blancos!

Elizabeth sonrió con desdén.

—Nunca en mi vida he sabido de ningún hombre blanco, por muy pobre e indigente que fuese, que estuviera dispuesto a ensuciarse las manos con la ropa sucia de otra persona para ganarse la vida. Su acento es colonial, así que supongo que usted nació y se educó en Nueva Gales del Sur, pero le advierto, señora Summers, que no permitiré que en esta casa se discrimine a las personas de otras razas.

—Me ordenó que me presentara ante el señor Kinross —dijo la señora Summers, enfadada, a su marido—, ¡y él me puso por los suelos! ¡Ahora Jade vive en las habitaciones de la institutriz y los chinos suben hasta la casa en el coche! ¡Qué vergüenza!

—A veces, Maggie, te portas como una estúpida —dijo Summers.

La señora Summers gimoteó.

—Todos ustedes son un atajo de herejes, ¡y el señor Kinross es el peor! ¡Fornica con esa mujer y se casa con una niña que podría ser su hija!

—¡Cierra la boca! —replicó Summers con brusquedad.

Al principio, a Elizabeth le resultó difícil ocupar su tiempo; después de aquella discusión con la señora Summers, se dio cuenta de que la mujer le resultaba muy desagradable, y comenzó a evitarla.

En la biblioteca, a pesar de sus quince mil volúmenes, no había nada que la atrajera demasiado. La mayoría de los textos se referían a temas que no le interesaban, desde geología e ingeniería hasta oro, plata, hierro, acero. Había estantes abarrotados de informes parlamentarios encuadernados en cuero, estantes en los que se alineaban los textos de las leyes de Nueva Gales del Sur encuadernadas en cuero, y otros más que ostentaban una colección que llevaba el título de Halsbury’s Laws of England. No había ninguna novela. Todas las obras acerca de Alejandro Magno, Julio César y otros hombres famosos que él mencionaba de cuando en cuando estaban en griego, latín, italiano o francés. ¡Qué hombre más culto debía de ser Alexander! Pero también encontró versiones simplificadas de algunas obras míticas, la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Gibbon, y las obras completas de Shakespeare. Las obras míticas eran maravillosas; los otros libros, difíciles de leer.

Alexander, que le había ordenado que no asistiera al culto en St. Andrews (la iglesia anglicana de ladrillos rojos) hasta que no hubiese pasado algún tiempo, parecía suponer que en la ciudad de Kinross no había nadie con quien ella pudiera estar interesada en relacionarse. Elizabeth comenzó a sospechar que él se proponía mantenerla aislada de la gente común, y que estaba condenada a vivir en la montaña en la más absoluta soledad. Como si él quisiera ocultarla.

Sin embargo, dado que no le prohibió que paseara, Elizabeth salía a hacerlo, primero por los hermosos jardines, hasta que un tiempo después se atrevió a ir un poco más lejos. Descubrió el sendero, y lo recorrió hasta llegar al saliente en el que estaban instaladas las torres de perforación de la mina, pero no logró encontrar un sitio apropiado para poder observar lo que ocurría allá abajo. Después de esa primera aventura comenzó a explorar los misterios del bosque, y allí descubrió un mundo fascinante de primorosos helechos, pequeñas hondonadas cubiertas de musgo, enormes árboles cuyos troncos exhibían los más diversos colores: bermellón, rosa, crema, blanco azulado y todos los matices del pardo. Vio bandadas de gráciles pájaros, papagayos en cuyo plumaje podían distinguirse todos los colores del arco iris, un pájaro esquivo cuyos gorjeos se asemejaban al delicado repique de las campanillas de las hadas, otros que cantaban más melodiosamente que el ruiseñor. Atónita, vio pequeños canguros que saltaban de roca en roca. Era como si las ilustraciones de un libro hubieran cobrado vida.

Finalmente, se internó hasta un paraje muy alejado de la casa. A medida que avanzaba, oía el sonido rugiente que hacen las aguas turbulentas y, al llegar a un claro, vio una gran corriente que caía en espumosas cascadas desde una colosal pendiente en dirección al bosque y a la jungla de hierro de Kinross. La diferencia era notable y, al mismo tiempo, espantosa; lo que por encima de las cascadas era un paraíso se transformaba, al pie de la montaña, en una horrible maraña de montículos de escoria y detritos, de hoyos y zanjas. Allá abajo el río tenía un aspecto repugnante.

—Encontraste las cascadas.

Era la voz de Alexander, a su espalda. Ella se sobresaltó, y se dio la vuelta.

—¡Me has asustado!

—No tanto como lo habría hecho una víbora. Ten cuidado, Elizabeth. Las hay por todas partes, y algunas son mortales.

—Sí, ya lo sé. Jade me lo advirtió, y me mostró cómo ahuyentarlas. Hay que golpear el suelo con fuerza.

—Siempre que te dé tiempo a verlas —replicó él mientras se le acercaba—. Lo que ves allá abajo es la prueba de lo que los hombres son capaces de hacer para conseguir oro. Aquéllas son las excavaciones originales. No han rendido mucho en dos años. Y, sí, yo soy personalmente responsable de gran parte de ese desbarajuste. Estuve aquí durante seis meses hasta que se filtró la información de que había encontrado un filón en este minúsculo afluente del río Abercrombie. —Le ofreció su brazo, y emprendieron el regreso—. Ven, quiero que conozcas a tu maestra de piano. Y lamento —agregó mientras volvían sobre sus pasos— no haber pensado en traer la clase de libros que debí suponer que podían gustarte. Un error que me estoy ocupando de corregir.

—¿Debo aprender piano? —preguntó ella.

—Si deseas complacerme, sí. ¿Deseas complacerme?

¿Lo deseo?, se preguntó ella. Casi no le veo más que en mi cama, ni siquiera se preocupa de venir a casa a cenar.

—Por supuesto —respondió Elizabeth.

La señorita Theodora Jenkins tenía una cosa en común con Jade; ambas habían seguido la ruta del oro vagabundeando de un sitio a otro acompañando a sus padres. Tom Jenkins había muerto de una cirrosis debida a su afición por la bebida cuando llegó a Sofala, una ciudad minera situada a orillas del río Turon, dejando a su inocente y tímida hija sin techo ni medios de subsistencia. Al principio, ella había conseguido un empleo en una casa de huéspedes, atendiendo las mesas, lavando los platos y haciendo las camas. Gracias a eso contaba con un techo y se ganaba su sustento, aunque su salario no superaba los seis peniques por día. Como tenía un temperamento religioso, la iglesia se convirtió en su gran sostén espiritual, sobre todo cuando el pastor descubrió lo bien que la joven tocaba el órgano. Después de que el oro se agotó en Sofala, Theodora se mudó a Bathurst. Allí, Constance Dewy leyó el anuncio que ella había publicado en el Bathurst Free Press y se la llevó a Dunleigh, la finca de los Dewy, para que enseñara a sus hijas a tocar el piano.

Cuando la menor de las hijas de los Dewy fue enviada a un internado en Sydney para continuar sus estudios, la señorita Jenkins regresó a Bathurst y al pesado trabajo de enseñar piano y zurcir ropa. Ahora, Alexander Kinross le había ofrecido una pequeña casa en Kinross y un salario decente para que se ocupara de dar diariamente clases de piano a su esposa. La señorita Jenkins, inmensamente agradecida, aceptó de inmediato.

Todavía no había cumplido treinta años, pero parecía una cuarentona, tanto más cuanto que su apariencia era anodina y su piel, después de muchos años de continuo contacto con el sol, estaba surcada por una fina trama de delgadas arrugas. Debía sus conocimientos musicales a su madre, que le había enseñado a leer música y se había empeñado en conseguir un piano para Theodora en cada uno de los yacimientos de oro en los que les había tocado vivir.

—Mamá murió al día siguiente de nuestra llegada a Sofala —dijo la señorita Jenkins—, y papá la siguió un año después.

Esa suerte de existencia nómada fascinaba a Elizabeth, que nunca se había alejado más de diez kilómetros de su casa hasta que Alexander la hiciera llamar. ¡Qué difícil era la vida para las mujeres! ¡Y cuan patéticamente feliz se sentía la señorita Jenkins por la oportunidad que Alexander le había ofrecido!

Esa noche, en la cama, se refugió espontáneamente en los brazos de su marido y dejó que su cabeza descansara en su hombro.

—Gracias —susurró, y le dio un beso en el cuello.

—¿Por qué? —preguntó él.

—Por ser tan bueno con la señorita Jenkins. Aprenderé a tocar bien el piano, lo prometo. Es lo menos que puedo hacer.

—Hay otra cosa que puedes hacer por mí.

—¿Qué?

—Quitarte el camisón. La piel debería estar en contacto con la piel.

Elizabeth no pudo negarse. El acto ya se había vuelto demasiado familiar para provocarle vergüenza o malestar, pero el contacto de la piel con la piel no hizo que le resultara más placentero. Para él, en cambio, aquella noche significó una clara victoria.

¡Oh, pero qué difícil era aprender a tocar el piano! Aunque no carecía totalmente de aptitudes, Elizabeth no provenía de un ambiente musical. Eso significaba que debía comenzar desde cero, incluso en cuestiones tan rudimentarias como las formas que adoptaba la música, su vocabulario, su estructura. Día tras día practicaba con dedos vacilantes las escalas ascendentes y las descendentes. ¿Podría, alguna vez, llegar a interpretar una melodía?

—Sí, pero primero tus dedos tendrán que ganar en agilidad y tu mano izquierda tendrá que acostumbrarse a hacer movimientos diferentes de los que haga tu mano derecha. Tus oídos tendrán que llegar a distinguir el sonido exacto de cada una de las notas —dijo Theodora—. Ahora, toca una vez más, querida Elizabeth. Estás progresando, de verdad.

Habían pasado de la formalidad a llamarse por el nombre en menos de una semana, y la rutina que seguían contribuyó en mucho a aliviar la soledad de Elizabeth. Todos los días, de lunes a viernes, a las diez de la mañana, Theodora llegaba en el coche que la traía desde Kinross; estudiaban teoría musical hasta la hora del almuerzo, que compartían en el invernadero, y después se instalaban ante el piano para practicar aquellas interminables escalas. A las tres Theodora se subía otra vez al coche para volver a su casa. A veces daban un paseo por los jardines, y en cierta ocasión se internaron en el sendero hasta que Theodora pudo mostrar a Elizabeth dónde se encontraba su pequeña casa; estaba encantada con ella, y muy orgullosa además.

Pero no invitó a Elizabeth a que la conociera, y Elizabeth sabía muy bien que no debía pedírselo. Alexander había sido muy tajante en ese punto; su esposa no debía ir a Kinross por nada del mundo.

Cuando Elizabeth advirtió que habían pasado ya dos meses desde su última menstruación, supo que estaba embarazada. Pero lo que no supo fue cómo decírselo a Alexander. El problema era que ella todavía no lo conocía de verdad y que, por otra parte, él no era la clase de persona que a ella le gustaría conocer. Aunque había logrado racionalizar sus temores, seguía viéndolo como una figura lejana de la que emanaba una suerte de autoridad que la intimidaba, una persona inmensamente ocupada, ¡tanto, que ni siquiera sabía de qué hablar con él! Así que, ¿cómo podía darle esa noticia, que la colmaba de una secreta alegría pero que nada tenía que ver con el acto o con Alexander? Por más que pensaba, y ensayaba mentalmente distintas formas de decírselo, no encontraba las palabras adecuadas.

Dos meses después de su llegada a la casa Kinross, tocó Para Elisa en presencia de su marido que, por una vez, había llegado a tiempo para cenar con ella. Su interpretación lo deleitó, pues ella había tenido la prudencia de esperar hasta que sus dedos pudieran desplazarse por el teclado sin cometer ningún error.

—¡Maravilloso! —exclamó. La apartó del taburete y la condujo hasta un sillón. Luego se sentó, y la atrajo hacia él, sentándola en sus rodillas. Primero se mordió los labios, y enseguida carraspeó—. Tengo que hacerte una pregunta.

—¿Sí? —dijo ella, suponiendo que querría saber algo sobre las lecciones de piano.

—Han pasado dos meses y medio desde que nos casamos, pero en ese tiempo tú no has tenido tus períodos. ¿Estás embarazada, querida mía?

Elizabeth se aferró a él con fuerza, conteniendo el aliento.

—¡Oh! ¡Oh! Sí, estoy embarazada Alexander, pero no sabía cómo decírtelo.

Él la besó con dulzura.

—Elizabeth, te amo.

Si aquel momento se hubiese prolongado un poco más, si ella hubiera podido quedarse acurrucada junto a él y él se hubiese dejado invadir por la ternura que sentía, si él se hubiese limitado a hablar de la alegría que significaba la llegada de un hijo y del inefable hecho de que aquella niña, pues Elizabeth todavía lo era casi, estuviese madura para mayores intimidades, ¿quién sabe cómo habría podido ser la vida de ambos?

Pero no fue así como sucedieron las cosas. De pronto, él hizo que se pusiera de pie bruscamente y se plantó frente a ella con la expresión torva y los ojos llameantes de ira, algo que su mujer interpretó como una prueba evidente de que había hecho algo que lo había irritado. Elizabeth comenzó a temblar y a tratar de librarse de aquellas manos que atenazaban con fuerza las suyas.

—Vas a tener un hijo mío. Es horade que sepas quién soy —dijo él con aspereza—. No soy un Drummond… ¡No, quédate quieta! ¡Tranquilízate! ¡Déjame hablar! No soy tu primo hermano, Elizabeth, apenas si soy un primo lejano de la parte de los Murray. Mi madre era una Murray, pero no tengo la menor idea de quién fue mi padre. Duncan Drummond supo que mi madre se había estado viendo con otro hombre por una sencilla razón: más de un año antes ella se había negado a dormir con él, así que cuando comenzó a engordar no le costó nada darse cuenta de que su esposa esperaba un hijo que no era de él. Cuando se lo reprochó, ella dijo que no revelaría quién era el hombre, sólo admitió que se había enamorado y por eso no había querido tener más contacto íntimo con Duncan, a quien nunca había amado. Mi madre murió al dar a luz, y se llevó su secreto a la tumba. Duncan era demasiado orgulloso para decir que yo no era su hijo.

Elizabeth escuchaba, aliviada porque él no estaba enfadado con ella y al mismo tiempo horrorizada por aquella historia, pero lo que no lograba entender era por qué él había roto bruscamente el encanto de ese tierno momento de amor en el que se había sentido tan protegida. Si hubiese sido un poco mayor, más madura, tal vez se habría preguntado por qué esta revelación no podía postergarse para algún otro día, pero sólo atinó a pensar en ese diablo que había visto en él cuando lo conoció y que ahora reaparecía y ahuyentaba al hombre amante y cariñoso. El bebé que ella llevaba en sus entrañas era menos importante para él que su secreta bastardía.

Pero tenía que decir algo.

—¡Oh, Alexander! ¡Pobre mujer! ¿Dónde estaba ese hombre, para dejarla morir así?

—No lo sé, y me lo he preguntado muchas veces —replicó él con voz aún más áspera—. Lo único que sé es que estaba más preocupado por su pellejo que por mi madre o por mí.

—Tal vez había muerto —dijo ella, tratando de ayudar.

—No creo. De todos modos —continuó él—, pasé mi infancia sufriendo bajo el yugo de un hombre que yo creía mi padre, preguntándome por qué nunca podía complacerlo. No sé de dónde me vendría, pero yo tenía un carácter terco y testarudo, así que no me dejaba acobardar por nadie y jamás pedía clemencia por más duramente que Duncan me golpeara, lo que sucedía a menudo, o por muy repugnante que fuera lo que me ordenara hacer. Simplemente lo odiaba. ¡Lo odiaba!

Y ese odio todavía te gobierna, Alexander Kinross, pensó ella.

—¿Cómo lo supiste? —preguntó, sintiendo que se le encogía el corazón.

—Cuando llegó Murray a hacerse cargo de la iglesia, Duncan encontró en él un alma gemela. Desde el primer día fueron el uno para el otro, y Duncan debió de haberle contado la historia de mi origen casi al principio. Yo me había acostumbrado a pasar muchas horas en la casa parroquial estudiando con el doctor MacGregor, pues Duncan jamás habría contradicho a su pastor, y supuse, ingenuamente, que lo mismo pasaría con Murray. Pero Murray me desterró: dijo que estaba seguro de que yo nunca podría llegar a la universidad. Me enfurecí, y lo golpeé. Con la mandíbula rota y todo, se las arregló para escupirme en la cara que yo era un bastardo, que mi madre era una vulgar prostituta, y que esperaba que me achicharrara en el infierno por lo que yo y mi madre le habíamos hecho a Duncan.

—Una historia terrible —dijo ella—. Así que escapaste, eso me contaron.

—Esa misma noche.

—¿Tu hermana era buena contigo?

—¿Winifred? Sí, a su modo, pero era cinco años mayor que yo, y se casó en la época en que me fue revelada la verdad. Supongo que ella no sabe nada —respondió, y le soltó las manos—. Pero tú sí sabes, Elizabeth.

—Ya lo creo —repuso ella quedamente—. Ya lo creo. Desde el momento en que te conocí, sentí que había algo extraño en ti, no actuabas como ninguno de los Drummond que yo conocía —agregó, con una sonrisa extraída de algún manantial de fuerza e independencia que no sabía que poseía—. La verdad es que me recordaste a Satanás, con esa barba y esas cejas. Estaba completamente aterrorizada.

Alexander rio, y la miró con asombro.

—Entonces, la barba desaparecerá de inmediato. En cuanto a las cejas, no es mucho lo que puedo hacer. Al menos, no puede haber duda alguna acerca de quién es el padre de este niño.

—Ninguna duda, Alexander. Llegué a ti virgen.

Por toda respuesta, él tomó su mano derecha y se la besó. Luego, se dio la vuelta y abandonó el salón. Cuando ella se fue a la cama él no estaba allí. Esa noche no aparecería por el dormitorio. Tendida en su cama con los ojos abiertos, Elizabeth lloró. Cuantas más cosas sabía de su marido, menos convencida se sentía de poder llegar a amarlo alguna vez. Lo que lo gobernaba era su pasado, no su futuro.