Cuando ya habían transcurrido dos semanas desde que el Supply zarpara para comunicar a su excelencia la terrible noticia acerca del Sirius, llegaron los pájaros a Mt. Pitt, una superficie de mil pies situada en el extremo noroccidental de la isla. Unos pocos días bastaron para comprobar la veracidad de las afirmaciones de King acerca de aquellos grandes petreles; al anochecer, regresaban a sus nidos tras pasarse el día pescando, y eran tan tontos y tan ingenuos que permitían que los hombres los capturaran sin ofrecer la menor resistencia.
Se abrieron senderos a través de las enredaderas (bautizadas con el nombre de «tendones de Sansón» debido a su grosor) en las laderas de la montaña desde el nuevo camino de Cascade, y las obras se terminaron a tiempo para que los cazadores de pájaros salieran a pleno día, armados con sacos. Las raciones de cecina se redujeron a tres libras por semana y las cantidades de pan, arroz, guisantes y gachas se redujeron a la mitad. Los pájaros de Mt. Pitt tendrían que completar las raciones. El ron se redujo a media pinta de grog muy aguado por día, incluso para los oficiales, lo cual no preocupó lo más mínimo al teniente Ralph Clark; aún estaba en condiciones de cambiar su ración por camisas, calzoncillos, medias y cosas por el estilo; no había conseguido recuperar apenas ninguna parte de las pertenencias que habían dejado en el Sirius, aunque a veces las veía fugazmente en la espalda de algún convicto. El comandante Ross tampoco había podido recuperar los efectos personales que tenía en el Sirius, pero éste soportaba la pérdida con menos gimoteos que Clark, un quejica por naturaleza.
Las patatas se repartían cuando se recogían a razón de unas cuantas por cada docena de personas y las verduras que se cosechaban se compartían de la misma manera.
Quizá debido a la poca sustancia que tenían las verduras —y, sobre todo, debido a que el escorbuto era inexistente— siempre las había en abundancia; la gente prefería comer cualquier cosa (menos pescado) antes que un enorme cuenco de espinacas o de judías.
La puesta en práctica del proyecto iba a ser muy larga y agotadora. El comandante sabía que el Supply no regresaría. La gabarra de treinta y cuatro años del Canal tendría que zarpar rumbo a las Indias Orientales en busca de comida. De lo contrario, los de Port Jackson se morirían de hambre; los de la isla de Norfolk probablemente no, pero vivirían en la más primitiva subsistencia. Y el gran experimento fracasaría.
Robert Ross creía con la misma vehemencia que Arthur Phillip que, cualesquiera que fueran los peligros y las privaciones que el futuro les tuviera reservados, no se podía permitir que las personas que tenía a su cargo cayeran por debajo de los niveles cristianos habituales en cualquier comunidad británica. De la manera que fuera, la moralidad, la decencia, la alfabetización, la tecnocracia y todas las demás virtudes de una civilización europea se tenían que preservar. De lo contrario, los que sobrevivieran no serían nada. Ross discrepaba de Phillip en cuestiones relacionadas con el optimismo y la fe. Phillip tenía el firme propósito de conseguir que el gran experimento diera resultado. Ross sabía simplemente que todo aquello —el tiempo, el dinero, el decoro y el dolor— acabaría engullido por las fauces de la ignominia representada por la voluntad de no dejar ninguna huella. Este convencimiento, por muy enraizado que estuviera, no le impedía en modo alguno tratar por todos los medios de resolver las cuestiones que aquellos remilgados necios de Londres ni siquiera habían tenido en cuenta mientras escuchaban a sir Joseph Banks y al señor James Maria Matra y elaboraban su precioso plan. Qué fácil resultaba mover las piezas humanas de un tablero mundial de ajedrez cuando el asiento era cómodo, el estómago estaba lleno, el fuego crepitaba en la chimenea y la jarra de oporto parecía no tener fin.
La dieta a base de pájaro de Mt. Pitt no dio lugar a ninguna protesta. Su carne era oscura y sabía ligera pero no desagradablemente a pescado, tenía muy poca grasa cuando se asaba o estofaba y, puesto que estaban a principios del período de cría de aquel invierno, cada hembra llevaba dentro un huevo. En cuanto se desplumaban las aves, —tarea, por cierto muy fácil—, el cuerpo no era muy grande, por lo que un pájaro bastaba para alimentar a un niño, dos a una mujer, tres a un hombre y cuatro a un glotón. Los cazadores oficiales tenían orden de atrapar también suficientes aves para ahumar.
Al principio, Ross trató de limitar tanto el número de aves como el de la gente autorizada a subir al monte para cazarlas. Al ver que ni la ley marcial ni la contemplación del estado de Dring y de Branagan tras la recepción de los quinientos azotes (administrados con fuerza creciente) no disuadían a la gente de intentar cazar aquel fabuloso pájaro que les permitía variar de la habitual comida a base de cecina, pescado y verduras, Ross se encogió de hombros y dejó de impedir la caza.
El teniente Ralph Clark, jefe de los almacenes del Gobierno, empezó a anotar en un registro las cantidades lo mejor que pudo: las capturas subieron de las ciento cuarenta y siete aves cobradas en la primera jornada de caza a principios de abril a mil ochocientas noventa al día un mes después.
Algunos pájaros se ahumaban, pero casi todos se desperdiciaban sin que nadie se los comiera. Lo único que les apetecía comer a los cazadores eran única y exclusivamente los huevos no puestos. El propio Clark era un desvergonzado entusiasta de los huevos y un gran cazador de pájaros.
Para Richard, que efectuaba día sí y día no un camino de ida vuelta de cinco millas y era muy aficionado a comer carne de ave de Mt. Pitt, la llegada de los pájaros supuso la pérdida transitoria del vigilante de su huerto. La patrulla de la ley marcial sorprendió a John Lawrell arrastrando un saco tras el toque de queda; cuando le dieron el alto, trató de huir, le golpearon la cabeza con la culata de un mosquete y lo empujaron al cuartel de la guardia. Lo soltaron una semana después con la coronilla todavía dolorida y le propinaron una tanda de doce azotes con un «gato» de fuerza mediana.
—Pero ¿qué demonios te ocurrió, John? —preguntó Richard en Turtle Bay, adonde había acompañado al quejumbroso Lawrell al término de su jornada laboral en los aserraderos—. ¡Sesenta y ocho pájaros! —Arrojó un cuenco de agua salada a la espalda de Lawrell sin la menor compasión—. Pero ¿te quieres estar quieto, maldita sea tu estampa? No me vería obligado a hacer eso si tú hubieras tenido el valor de adentrarte un poco más en el agua y agacharte.
—¡Las cartas! —dijo Lawrell entre jadeos y castañeteos de dientes.
El viento soplaba en dirección sur y era muy frío.
—Las cartas. —Richard lo ayudó a salir del agua y le secó las ronchas con un trapo—. Vivirás —añadió—. Jimmy Richardson no te ha pegado muy fuerte, no sangras demasiado. Si fueras una mujer, no te habría ido tan bien. ¿Y qué tienen que ver las cartas con eso?
—Perdí —se limitó a contestar Lawrell, siguiendo a Richard por el camino que pasaba por delante de la hilera exterior de casas—. De alguna manera tenía que pagar. Les podía ahorrar un viaje y cazarles los pájaros. Pero no sabía que el saco fuera a pesar tanto, tardé mucho y no conseguí regresar antes del toque de queda.
—Pues a ver si aprendes la lección, John. Si tienes que jugar a las cartas, hazlo con hombres honrados y no con estafadores y embusteros como ésos. Y ahora, sube al valle y vete a la cama.
Tras varias gestiones, Stephen Donovan había conseguido ahora una casa estupenda justo al este del camino de Cascade, y Nat Lucas otra tan estupenda como la suya en un acre de terreno llano situado algo más allá. El pantano no había invadido aquella zona, pero el comandante Ross pretendía desecarlo excavando una salida hacia Turtle Bay. La tierra llana era cultivable y todos los pequeños riachuelos que alimentaban la corriente de Arthur’s Vale no aportaban agua suficiente para forzar una salida hacia el mar; el pantano era un impedimento que ocupaba un espacio que se hubiera podido destinar al cultivo.
—¡Entra! —dijo Stephen desde dentro cuando Richard llamó a la puerta.
—Acabo de enviar a mi descarriado vigilante a la cama —dijo Richard, tomando asiento con un suspiro—. Peck y los demás le exigieron pagar las deudas de juego, obligándolo a cazar pájaros. ¡Es un insensato!
—Pero muy útil. Anda, toma un poco de mi pescado. Hoy salió la barca de pesca y Johnny está sirviendo al capitán Hunter, por eso cuento también con su ración. Da gusto variar un poco de los pájaros de Mt. Pitt.
—Yo preferiría comer pescado cada día —dijo Richard, sentándose a la mesa— y esta afición a las hembras que llevan un huevo dentro la verdad es que no la entiendo. Mañana te devolveré la gentileza arrancándote un puñado de patatas. Las mías están creciendo muy bien y uno de los motivos de que me alegre de la vuelta al trabajo de Lawrell es que ahora puedo conservar un tercio de mi producción.
—¿Alguien te dirige ya la palabra? —preguntó Stephen tras haber terminado de cenar, cuando ya habían lavado los platos y tenían el tablero de ajedrez a punto.
—No entre los que se han puesto del lado de mi mujer… Connelly, Perrott y algunos otros de los tiempos del Ceres y el Alexander. Curiosamente, el grupo de los que la conocieron en la cárcel de Gloucester antes de mi ingreso allí —Guest, Risby y Hatheway— se han puesto de mi parte. —Su semblante adoptó una expresión de hastío—. Como si hubiera que tomar partido. Ridículo. Lizzie está encantada con su suerte, allá arriba en la loma de la casa del Gobierno, mimando y cuidando de Little John, pero sin echarle los tejos al comandante.
—Porque está enamorada de ti, Richard, y se siente humillada —dijo Stephen, pensando que ya era hora de sacar el tema a colación.
Richard lo miró con asombro.
—¡Tonterías! Jamás hubo amor entre nosotros. Sé que tú esperabas que el hecho de casarme con ella nos llevara al amor, pero no fue así.
—Ella te quiere.
Turbado, Richard se pasó un rato sin decir nada, movió y perdió un peón y probó con un caballo. En caso de que Lizzie lo amara, su dolor debía de haber sido mucho más hondo de lo que él pensaba. Recordando lo que ella había dicho acerca del Lady Penrhyn y de cómo se despojaba a las mujeres de su orgullo, comprendió la magnitud del delito que había cometido contra ella y vio el peor aspecto de su comportamiento: como una imperdonable humillación pública. Ella jamás le había dicho que lo amaba, jamás se lo había dado a entender ni por medio de palabras ni por medio de miradas… Acababa de perder el caballo.
—¿Qué tal van las cosas entre el Cuerpo de Infantería de Marina y la Armada? —preguntó.
—La situación es muy delicada. A Hunter jamás le ha gustado el comandante Ross, pero su exilio aquí sólo sirve para intensificar su aborrecimiento. Hasta ahora, han conseguido evitar una confrontación directa, pero ésta no tardará en producirse. Confinado al cúter del Sirius, ya no puede efectuar largos paseos marítimos y, por consiguiente, se pasa el día remando alrededor de su pesadilla, la isla Nepean, buscando, supongo, alguna prueba marítima que refuerce su defensa cuando tenga que comparecer ante un consejo de guerra en Inglaterra. Cuando haya sondeado todas las pulgadas del fondo y compilado una carta, hará lo mismo en todas las restantes zonas de la costa.
—¿Por qué razón Johnny ha regresado parcialmente con él, si no es indiscreción preguntarlo?
Stephen se encogió de hombros e inclinó las comisuras de la boca hacia abajo.
—No te preocupes, te voy a contestar. Es muy difícil que un marino pueda oponerse a la voluntad del capitán, a no ser que tenga una naturaleza rebelde, cosa que Johnny no tiene. Johnny pertenece a la Armada Real y Hunter es casi un Dios para él.
—También he oído decir que el teniente William Bradley, de la Armada Real, ha abandonado la residencia de los oficiales de marina y se ha ido a Ball Bay.
—Eso lo habrás deducido sin duda porque has estado aserrando madera para su nueva casa. Pues sí, se ha ido y nadie lo lamenta. Un hombre muy extraño, este Bradley… Habla solo y por eso no necesita la compañía de nadie. Según tengo entendido, el comandante lo ha tratado con dureza, encomendándole la supervisión del interior de la isla. Una gran afrenta para Hunter, el cual se muestra inflexible y no admite que los marinos de cualquier graduación tengan que llevar a cabo duros esfuerzos en tierra.
Ignominiosamente derrotado, Richard se levantó para encender un tronco de pino en la chimenea de Stephen.
—Me gustaría tomarme la revancha, pero no sé si me atraparían después del toque de queda. ¿Te importaría subir mañana conmigo a la montaña para cazar unos cuantos pájaros?
—Puesto que hoy hemos comido tanto pescado, con mucho gusto.
Stephen lo saludó con la mano mientras bajaba hacia el valle, tratando de imaginarse la cara que pondría Richard cuando entrara en su casa. La vela del Sirius ya no se utilizaba como refugio y había sido dividida entre los hombres libres para que la utilizaran como colchón o hamaca. Gracias a la cosecha de trigo de King y al hecho de que en la colonia no había ni caballos ni ganado, se disponía de paja en abundancia para el relleno. A Stephen, el que oficialmente había recogido la vela, le correspondió toda la cantidad que quiso, por lo cual se había llevado la suficiente para sus propias necesidades y para las de Richard. Dejada largo tiempo a la intemperie y lavada unas cuantas veces con agua y jabón, la vela se suavizaba hasta el extremo de poder utilizarse en la confección de sábanas aceptables y, como es lógico, resistentes pantalones. Varios grupos de mujeres hábiles en el manejo de la aguja confeccionaban sin descanso pantalones para los reclutas de la infantería de marina y los marineros que, a cambio de ellos, tenían que ceder los viejos a los convictos. Nadie podía imaginar verdaderamente la cantidad de vela que llevaba un barco del tamaño del Sirius hasta que se destinaba a otros usos.
—No sé cómo agradecerte la lona —dijo Richard cuando se reunió con Stephen en el camino de Cascade al atardecer del día siguiente—. Utilizar mantas como sábanas bajeras las estropea rápidamente. En cambio, la lona durará muchos años.
—Me temo que así tendrá que ser.
Subieron por el sendero más alejado, que era también el menos transitado por ser más largo, y cazaron doce pájaros por barba en lo alto del monte, donde las criaturas se amontonaban todavía en gran número. Bastaba con agacharse para atraparlas; se les retorcía rápidamente el cuello, y al saco. Era la época de la puesta, pero la cantidad de pájaros cazados no había disminuido. La cuenta de Clark sumaba varios millares y eso que sólo tomaba en consideración las aves entregadas a los almacenes del Gobierno más las que cazaban él y sus compañeros oficiales.
A la vuelta cruzaron un gran claro cuyos árboles ya se habían talado —una superficie de varios acres— en la aplanada cumbre de las colinas que dividía la dirección de las corrientes que fluían al norte hacia Cascade Bay, las que fluían al este hacia Ball Bay y las que fluían al sur hacia el pantano o lo que ya se estaba empezando a llamar la corriente de Phillimore, doblando la curva de la playa más distante. Allí en aquel claro —¿qué se propondría hacer el comandante Ross?— se podía mirar al norte hacia la montaña.
Había caído una oscuridad sin nubes con unas estrellas tan densas y brillantes que un hombre habría podido imaginar la existencia de una fulgurante capa blanca por detrás de la oscuridad de los cielos, agujereada por Dios cual si fuera un colador para permitir que parte del plateado firmamento brillara a través de los orificios. Allí donde la mole de la montaña habría tenido que elevarse como una negra sombra, se distinguía algo que parecían serpentinas de veloces luciérnagas entrando y saliendo de la oscuridad, cambiando de lugar y derramando ríos de llamas; eran las antorchas de centenares de hombres bajando por las laderas.
—¡Cuánta belleza! —dijo Richard con asombro.
—¿Cómo podría un hombre cansarse de un lugar semejante?
Se pasaron un rato contemplando el espectáculo de las luces hasta que éstas desaparecieron y entonces reanudaron la marcha entre varias docenas de depredadores cargados con sacos en medio de gran cantidad de antorchas encendidas.
Llegó el invierno, más seco y frío que el del año anterior; se plantó trigo y maíz en un número de acres muy superior a los once de King, pero éstos tardaron mucho en germinar, hasta que, tras un venturoso día de chubascos seguido de un día de sol, el valle y las colinas pasaron mágicamente del rojo sangre de la tierra al intenso verdor de la hierba.
El número oficial de aves capturadas en Mt. Pitt se elevaba a más de ciento setenta mil, con un promedio de trescientos cuarenta pájaros por persona a lo largo de más de cien días. La isla seguía bajo la ley marcial. El comandante Ross eliminó por entero la cecina de las raciones de todo el mundo, sabiendo que los millares de petreles que todavía quedaban en la montaña levantarían el vuelo en cuanto los pollos fueran lo bastante fuertes para volar. Jim Richardson, a quien Richard había utilizado como aserrador hasta que se rompió la pierna, había administrado muchos azotes. Descargar una tanda de azotes con su variado surtido de «gatos» no causaba el menor efecto perjudicial en la extremidad afectada y a él le encantaba desempeñar aquella tarea tan singular. El odio que inspiraba entre sus compañeros tanto libres como convictos no le preocupaba en absoluto.
Se habían producido también unos cuantos ahorcamientos. No de convictos sino de marineros. Los criados del capitán Hunter, con la ayuda del sirviente de Ross, el muy noble Escott de feliz memoria en el Sirius, saquearon las escasas existencias de ron del comandante, se las bebieron en parte y vendieron el resto. En su papel de juez, jurado y verdugo, el teniente gobernador mandó ahorcar a tres de los infractores, aunque no a Escott ni a Elliott, el principal paniaguado de Hunter. El segundo castigo que recibió Escott consistió en verse despojado de la gloria de su valentía en el Sirius; Ross le reconoció al oficial el mérito de haberse acercado a nado al incendio para acudir en ayuda de un convicto llamado John Arscott. Escott y Elliott fueron puestos en libertad tras recibir quinientos azotes con el peor de los «gatos», un castigo que, tal como el comandante había prometido en su anuncio de la implantación de la ley marcial, los dejó con los huesos al aire desde el cuello hasta los tobillos. El total del castigo fue administrado en una serie de cinco tandas de cien azotes cada una, pues cien azotes se consideraba el máximo número que podía resistir un hombre de una sola vez. El azotador empezó por los hombros y fue bajando lentamente por la espalda, las posaderas y los muslos hasta terminar en los tobillos. Empezaron a surgir murmullos de amotinamiento entre los marineros, pero, a la vista de aquel terrible crimen contra la comunidad libre aficionada al ron, el capitán Hunter no pudo apoyar la causa de sus hombres mientras que, por su parte, los enfurecidos infantes de marina estarían encantados de abrir fuego contra la chusma de los marineros. Gracias al soldado Daniel Stanfield, sus mosquetes se encontraban en perfectas condiciones y los marinos pudieron conservar los cartuchos secos; los sábados por la mañana se seguían llevando a cabo prácticas de tiro bajo la supervisión de Stephen y Richard.
Durante los graves disturbios provocados por el robo de ron, el comandante Ross se presentó en la casa de Richard con el semblante más ceñudo que de costumbre.
Su misión lo está matando, pensó Richard, acompañando al comandante a una silla; ha envejecido diez años desde su llegada aquí.
—El señor Donovan —explicó Ross—, me ha revelado ciertos datos muy interesantes acerca de ti, Morgan. Dice que sabes destilar ron.
—Sí, señor… siempre y cuando cuente con el equipo y los ingredientes necesarios. Aunque no os puedo garantizar que sepa mejor que la sustancia que se produce en Río de Janeiro, a juzgar por lo que se dice. Como todas las bebidas espirituosas, el ron se tiene que envejecer en toneles antes de poder beberlo, pero, si vos queréis lo que yo creo, no hay tiempo. El resultado sería áspero y desagradable.
—Los mendigos no pueden ser exigentes. —Ross chasqueó los dedos para llamar al perro, el cual se acercó presuroso a él para que lo acariciara—. ¿Qué tal estás, MacTavish?
MacTavish, más simpático que nunca, meneó la cola sin recortar.
—Entre otras cosas, yo era tabernero en Bristol, señor —dijo Richard, arrojando un tronco al fuego—, sé mejor que la mayoría de la gente lo que significa encontrarse entre la espada y la pared. Los hombres que están acostumbrados al consumo diario de ron o de ginebra no pueden vivir felices sin ellos. Y lo mismo les puede ocurrir a las mujeres. Sólo la ley marcial y la falta del equipo necesario han impedido la construcción de una destilería aquí. Gustosamente os construiría una destilería y me encargaría de llevarla, pero…
Apartando las manos del fuego, Ross soltó un gruñido.
—Ya sé lo que quieres decir. En cuanto se sepa que existe una destilería, habrá quienes no se conformen con media pinta al día y otros que vean en ello una ocasión de obtener beneficios.
—En efecto, señor.
—Tienes una estupenda cosecha de caña de azúcar, al igual que el Gobierno.
Richard esbozó una sonrisa.
—Pensé que podría ser útil.
—¿Tú bebes últimamente, Morgan?
—No. Os doy mi palabra, señor.
—Tengo un oficial abstemio, el teniente Clark. Por consiguiente, la supervisión del proyecto se la encargaré a él. Y también la búsqueda entre mis filas de soldados idóneos. Tengo la certeza de que Stanfield, Hayes y Redman no se empaparán como esponjas ni se dedicarán a vender; por su parte, el capitán Hunter… —el rostro de Ross se contrajo en una mueca, pues era un hombre muy disciplinado— recomienda a su artillero Drummond, a su segundo contramaestre Mitchell y a su marinero Hibbs. Eso te da un total de seis hombres y un oficial.
—No la podéis instalar en el valle, señor —dijo Richard con firmeza.
—Estoy de acuerdo. ¿Se te ocurre alguna idea?
—No, señor. Yo sólo llego en mis recorridos por la isla hasta mis aserraderos.
—Deja que lo piense, Morgan —dijo Ross, levantándose con cierta reticencia—. Entre tanto, dile a Lawrell que te corte la caña de azúcar.
—Sí, señor. Pero a él le diré que me habéis ordenado que empiece a refinar azúcar para endulzar el té de los oficiales.
Y allá se fue el comandante asintiendo satisfecho con la cabeza para ir a supervisar la colocación definitiva de su piedra de amolar. Cuando llegara el trigo, los molinillos manuales no darían abasto. Por consiguiente, la piedra de amolar de tamaño normal la tendría que hacer girar la única mano de obra de que disponía, es decir, la de los hombres. Un útil complemento de los azotes que Ross toleraba pero detestaba en su fuero interno, no por escrúpulos de conciencia sino porque el azote sólo disuadía de la comisión del delito cuando se administraba en dosis muy grandes, las cuales dejaban a las víctimas parcialmente lisiadas durante el resto de sus vidas. Encadenar a un hombre a la piedra de amolar durante una semana o un mes y obligarlo a empujarla tal como un marinero empujaba un cabrestante era un buen castigo, horrible, pero no desastroso.
Los caminos a Ball Bay y Cascade ya estaban terminados.
La construcción de un camino hacia el oeste a Anson Bay empezó a principios de junio y ofreció una agradable sorpresa: se descubrieron aproximadamente unos cien acres de suaves colinas y valles a medio camino entre Sydney Town y Anson Bay, enteramente libres de pinares, nadie supo por qué razón. Aceptándolo como un regalo semejante al maná de las aves de Mt. Pitt, el comandante Ross decidió fundar inmediatamente una nueva colonia en aquel lugar. El terreno que había desbrozado en el centro del camino de Cascade estaba destinado a los marineros del Sirius; la de Phillipburgh, situada en el extremo de Cascade de dicho camino, aún estaba intentando transformar el lino en lona.
La colonia situada en la dirección de Anson Bay fue bautizada con el nombre de su majestad la reina Carlota, Charlotte Field. ¿Por qué razón Richard no se sorprendió cuando el establecimiento de la colonia se encomendó nada menos que al teniente Ralph Clark? ¿En compañía de los soldados Stanfield, Hayes y James Redman? Pues porque no le cupo la menor duda de que la destilería se ocultaría en algún lugar del camino entre Sydney Town y Charlotte Field.
Y con razón. Poco después, le ordenaron dirigirse a pie en aquella dirección para buscar una localización destinada a un nuevo aserradero para Charlotte Field. Una buena idea. El terreno exento de pinos estaba densamente cubierto por una clase de enredadera que, a juicio de Clark, se parecía mucho a la leguminosa inglesa llamada cow-itch; la enredadera se podía arrancar fácilmente del suelo y resultaba útil para la construcción de vallas cuando se entrelazaba con las ramas de un arbusto cuyas espinas medían dos pulgadas de longitud, unas vallas con las que ningún cerdo se atrevería a enfrentarse, por muy emprendedores que fueran los cerdos.
Para la construcción de la destilería, el comandante Ross había elegido un lugar situado al fondo de un sendero que se desviaba del camino de Anson Bay mucho antes de llegar a Charlotte Field; de un manantial situado por debajo de la cumbre nacía una corriente que bajaba junto con otros tributarios hasta verter sus aguas en un arroyo que penetraba en Sydney Bay, no muy lejos de su promontorio occidental, Point Ross. Recompensados con una paga adicional, los tres marinos y los tres marineros pusieron manos a la obra y empezaron a desbrozar una superficie de terreno suficiente para la construcción de un pequeño edificio de madera, utilizando un montón de madera de roble blanco, la misma variedad de árbol local que proporcionaba combustible para la salina y el horno de cal porque ardía sin apenas ceniza. Los bloques de piedra, presuntamente destinados a las futuras necesidades de la colonia de Charlotte Field, pero destinados, en realidad, a la construcción de la chimenea y el horno fueron arrastrados por convictos desde Sydney Town; Richard y sus seis hombres los transportaron ellos mismos desde el camino a la destilería una vez anochecido. También tenían que levantar el cobertizo. Ross les facilitó ollas de cobre, unas cuantas llaves de cierre y válvulas, tuberías de cobre y cubas hechas con barriles aserrados por la mitad. Richard consiguió efectuar él solo las soldaduras y el ensamblaje. Para su gran asombro, se logró mantener el secreto; la caña de azúcar cortada y algunas espigas de maíz desaparecieron simplemente en las prensas y los molinillos manuales de la destilería.
Cuatro semanas después, Richard ya estuvo en condiciones de producir el primer destilado. El teniente gobernador tomó cautelosamente un sorbo, hizo una mueca, tomó otro sorbo, y después se bebió todo el resto del cuarto de pinta; aquel ron le gustó tanto como a cualquier otro hombre.
—Sabe fatal, Morgan, pero produce el efecto apropiado —dijo Ross, consiguiendo esbozar incluso una sonrisa—. Puede que nos hayas salvado del motín y el asesinato. Resultaría más suave si estuviera envejecido, pero eso ya se hará en un futuro. ¿Quién sabe? Puede que lleguemos a suministrar ron a Port Jackson, aparte de la cal y la madera.
—Si me lo permitís, señor, ahora os agradecería que me dejarais regresar a mis aserraderos —dijo Richard, a quien la contemplación de un alambique le seguía trayendo a la mente muy malos recuerdos—. Hay que mantener la mezcla y el fuego, pero no veo la necesidad de permanecer personalmente aquí. Stanfield puede hacer un turno y Drummond el otro. Si tuvierais una gota de ron de buena calidad en vuestra bodega, podríamos mezclar un poco de este áspero destilado en un barril de roble con una pizca de ron del bueno y ver qué ocurre.
—Puedes compartir la tarea de supervisión con el teniente Clark, Morgan, pero desperdiciaríamos tus cualidades manteniéndote aquí al cuidado del aparato y el horno, en eso tienes razón. —El comandante se apartó chasqueando los labios, invadido por una visible sensación de bienestar—. Acompáñame a Sydney Town. —De pronto, recordó a los demás componentes del equipo y se detuvo para darles a cada uno de ellos una palmada en el hombro—. Vigiladlo y protegedlo bien, muchachos —dijo con sorprendente cordialidad, todavía con la sonrisa en los labios—. Ganaréis cada uno veinte libras más al año.
El camino a través del pinar bajaba cruzando la cumbre de Mount George, desde donde se divisaba un soberbio panorama: el océano, todo Sydney Town con sus lagunas, el oleaje, las islas Phillip y Nepean. Mientras se detenían para contemplar el espectáculo, el comandante Ross dijo:
—Tengo intención de concederte la libertad, Morgan. No puedo darte el indulto absoluto, pero te lo puedo dar condicional hasta que el tiempo y el cambio de las circunstancias me permitan presentar una petición de indulto total a su excelencia en Port Jackson. Creo que te tienes bien ganada la condición de hombre libre, muy superior a la simple libertad que se alcanza tras haber cumplido la condena… la cual, si mal no recuerdo, dijiste que sería en marzo del noventa y dos, ¿verdad?
Richard se notó un nudo en la garganta y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Trató de hablar, pero no pudo, asintió con la cabeza mientras se apartaba el torrente con las palmas de las manos. Libre. Libre.
El comandante clavó la mirada en la isla de Phillip.
—Pienso poner también en libertad a otros, a Lucas, Phillimore, Rice, el anciano Mortimer, etc. Todos os merecéis la oportunidad de hacer algo de provecho, pues todos os habéis comportado como hombres honrados desde que os conozco. Gracias a los que son como vosotros la isla de Norfolk ha conseguido sobrevivir y yo he podido gobernar, al igual que el teniente King que me precedió en el cargo. A partir de ahora, Morgan, eres un hombre libre, lo cual significa que, como supervisor de los aserradores, percibirás un salario de veinticinco libras al año. Te pagaré también unos emolumentos a cambio de la supervisión de la destilería, cinco libras al año, y una suma de veinte por haberla construido. Nada de todo eso se puede pagar con moneda del reino, que el Gobierno de su majestad no nos ha dado. Se te pagará con pagarés que se anotarán debidamente en las cuentas de su majestad. Los podrás utilizar para negociar con los almacenes o con los vendedores particulares. En cuanto a la cuestión de la destilería, exijo una reserva absoluta y os advierto que la podría cerrar… Se trata sólo de un experimento que estoy llevando a cabo porque no quiero que nadie de la marina se dedique al negocio de las destilerías. Me remuerde la conciencia y tengo ciertas dudas —terminó diciendo, un tanto abatido—. Me fío del teniente Clark y sé que no dirá nada al respecto, ni siquiera en su diario. El contenido del diario, tal como él sabe muy bien, tiene que reflejar no sólo sus virtudes sino también las mías. Ah, lo exculpo del deseo de publicarlo, pero a veces los diarios caen en las manos que no deben.
La perorata fue lo bastante larga para permitir que Richard se serenara.
—Estoy a vuestro servicio, comandante Ross. Es la única manera que tengo de agradeceros vuestras muchas gentilezas. —Una sonrisa le iluminó los ojos e intensificó su hermoso color azul—. Si bien os tengo que pedir un favor. ¿Me permitís que mi primer acto como hombre libre sea el honor de estrecharos la mano?
Ross se la tendió de buen grado.
—Yo me voy a la ciudad —dijo—, pero me temo, Morgan que tú tendrás que regresar a la destilería para recogerme una cantidad de este horrible brebaje que me permita aguar las escasas existencias que me quedan de ron del bueno para la cena de esta noche. —Hizo una mueca—. Estoy hasta la coronilla del pájaro de Mt. Pitt, pero dudo que haya muchas quejas si tenemos una jarra de alcohol con que regarlo.
¡Libre! ¡Era libre! Libre porque había sido indultado, lo cual era muy importante. Todos los hombres eran libres cuando cumplían sus condenas, pero eran por así decirlo unos libertos. En cambio, un hombre indultado tenía buenas referencias. Estaba justificado.
El 4 de agosto se avistó una vela desde Sydney Town; toda la comunidad olvidó el trabajo, la disciplina, la enfermedad y el sentido común. El teniente Clark y el capitán George Johnston subieron al Mount George y comprobaron que la vela era auténtica, pero el barco pasó tranquilamente de largo. Desembarcar en Sydney Bay era imposible cuando soplaba un fuerte vendaval del sur, por lo que el capitán Johnston y el capitán Hunter se acercaron a Cascade confiando en que el velero desembarcara allí, donde el agua estaba tan tranquila como la de un estanque. Pero el barco también pasó de largo y, al anochecer, ya había desaparecido en dirección norte. Aquella noche el estado de ánimo de la gente en la ciudad y en el valle y hasta en Charlotte Field y Phillipburgh era de desesperación. ¡Avistar un barco y que éste no hiciera caso! ¿Podía haber una decepción más dolorosa?
Al día siguiente, el comandante Ross envió a un grupo de hombres a la cima de Mt. Pitt para vigilar, pero todo fue en vano; el barco había desaparecido definitivamente.
Posteriormente, el 7 de agosto, los habitantes de Sydney Town fueron despertados por los gritos de la gente que anunciaba el avistamiento de un velero en el lejano horizonte sureño.
El viento no le era favorable, por lo que, a última hora de la tarde, apenas había avanzado, pero se le había unido un segundo velero. Esta vez era de verdad, ¡esta vez les harían caso!
Incapaz de establecer contacto con el primero de los dos barcos avistados, el teniente Clark tomó la barca de pesca de fondo plano, se acercó al segundo de los veleros y consiguió subir a bordo. Era el Surprize, capitaneado desde que zarpara de Londres por Nicholas Anstis, el cual había sido primer oficial en el Lady Penrhyn y tenía intereses en el negocio de la trata de esclavos. El Surprize, le explicó a Clark, transportaba doscientos cuatro convictos, pero muy pocas provisiones, a la isla de Norfolk. Antes de que Clark tuviera tiempo de inventarse una excusa, Anstis añadió que el otro velero era el Justinian, que no transportaba convictos sino montones de provisiones. Port Jackson ya no se moriría de hambre y la isla de Norfolk tampoco cuando apenas les quedaban raciones de cecina y de harina para menos de tres semanas.
—¿Cuál fue el barco que no contestó a nuestras señales? —preguntó Clark.
—El Lady Juliana. Llevaba una carga de mujeres delincuentes, pero hacía aguas, por lo que navegó vacío directamente hacia Wampoa. Allí tiene que recoger un cargamento de té, pero primero necesita un dique seco —dijo Anstis—. El Justinian y yo nos dirigiremos a Wampoa en cuanto hayamos dejado nuestras cargas aquí.
Hasta hombres como Len Dyer y William Francis trabajaron con denuedo para llenar las lanchas del Surprize y el Justinian de verduras para las tripulaciones hambrientas de hortalizas. Ninguno de los dos barcos pudieron desembarcar sus cargamentos de hombres o de provisiones. En tierra se recibieron unas cartas de Inglaterra y de Port Jackson, junto con algunos oficiales de ambos barcos que deseaban estirar un poco las piernas. La descarga tendría que esperar y producirse, si no hubiera más remedio, en Cascade. El jubiloso teniente Clark recibió nada menos que cuatro cartas muy largas de su amada Betsy, supo que ella y el bebé Ralphie se encontraban bien y se tranquilizó.
El gobernador Phillip le explicó al comandante Ross por escrito que el Supply había sido enviado a Batavia, para recoger allí todas las provisiones que cupieran en su pequeña bodega y, a ser posible, contratar un bajel holandés para que lo siguiera hasta Port Jackson con más provisiones y desembarcar al teniente Philip Gidley King; su excelencia esperaba que King pudiera viajar a bordo de un barco holandés de las Indias Orientales procedente de Batavia por lo menos hasta Ciudad del Cabo en su larga travesía de petición a Londres. En cuanto el Supply regresara a Port Jackson y estuviera en condiciones de navegar, sería enviado a la isla de Norfolk para recoger al capitán John Hunter y a sus marineros del Sirius, un hecho que Phillip no consideraba probable que ocurriera hasta bien entrado el año 1791. Pero, añadió Phillip con firmeza, ahora que habían llegado suficientes provisiones, el comandante Ross no tenía ninguna excusa para seguir gobernando bajo la ley marcial. Ésta se debería abrogar de inmediato. ¡Maldito King!, pensó el comandante con rabia. Eso es obra tuya y de nadie más. ¿Cómo voy a poder conseguir que trabajen los marineros de Hunter si no puedo ahorcarlos?
Se habían recibido también otras malas noticias de Port Jackson. El barco almacén Guardian, en ruta desde Inglaterra cargado de provisiones, había adquirido todos los animales que le sobraban a la Ciudad del Cabo y había zarpado para cubrir la última etapa de la travesía hasta Botany Bay. La víspera de Navidad de 1789 se encontraba a cien millas del Cabo y navegaba sereno por unas aguas razonablemente tranquilas cuando había avistado un iceberg estival. Su capitán no había calculado cuánta agua podía beber el ganado en un día y decidió aprovechar aquella circunstancia para enviar unas cuantas lanchas con el fin de arrancar un poco de hielo y aprovisionarse de agua. Se hizo todo rápidamente y el Guardian se alejó de la isla de hielo. El capitán Riou, que estaba encantado, comprobó personalmente que el Guardian se encontraba muy apartado del iceberg y bajó para disfrutar de una buena cena. A los quince minutos, el barco chocó por la popa, perdió el timón y sufrió la rotura de las redondas arcas de popa. Empezó a hacer aguas tan despacio que el capitán Riou pensó que podría regresar a la Ciudad del Cabo; todos los animales fueron arrojados por la borda y se lanzaron cinco botes con casi todos los tripulantes y algunos convictos escogidos por su condición de excelentes artesanos. Pero los marineros se habían emborrachado de ron para amortiguar el dolor de morir en un mar lo bastante frío para contener hielo, por lo que las cinco embarcaciones se alejaron del velero cargadas hasta las regalas de borrachos. Sólo uno de ellos llegó a tierra. El Guardian también llegó a tierra tras haberse pasado varias semanas navegando en inútiles espirales por todo el sur del océano índico. Embarrancó no muy lejos de la Ciudad del Cabo, pero apenas merecía la pena salvar algo de su carga. Lo que se pudo salvar se trasladó a bordo del Lady Juliana, el primer barco de Botany Bay que arribaba al cabo de Buena Esperanza después del desastre. Pero, a los pocos días, la Ciudad del Cabo no tuvo absolutamente ningún animal que venderle al Justinian; todos se habían perdido en el Guardian. Al igual que los efectos personales del gobernador Phillip, el comandante Ross, el capitán David Collins y varios oficiales de la marina. Ross, por ejemplo, jamás se recuperó de la magnitud de sus pérdidas económicas cuando el Guardian zozobró, pues había adquirido por poderes un considerable número de animales para su propio uso y para fines de explotación ganadera.
La buena noticia fue quizá la de saber que la muerte por inanición se había aplazado, pero las noticias de la abrogación de la ley marcial y la del naufragio del Guardian hizo que el comandante deseara con toda su alma ser un borrachín.
Parte de la carga del Justinian y el Surprize se pudo desembarcar en los siguientes días, pero no así los convictos, cuarenta y siete hombres y ciento cincuenta y siete mujeres. Las mujeres eran todas del Lady Juliana, el primero de los cinco barcos en arribar a Port Jackson durante el mes de junio. Como es natural, Phillip esperaba un barco almacén. Descubrir en su lugar que el primer barco que llegaba después de tanto tiempo sólo transportaba mujeres y ropa fue terrible. A continuación, arribó el Justinian, seguido a finales de mes por el Surprize, el Neptune y nada menos que el Scarborough, en su segunda travesía a Nueva Gales del Sur.
—¡Oh, qué sobresalto tan grande! —les dijo el doctor Murray del Justinian a un considerable número de oficiales de la marina y de la Armada abandonados a su suerte en la isla de Norfolk. Lanzó un profundo suspiro y su rostro palideció al recordarlo—. El Surprize, el Neptune y el Scarborough transportaron mil convictos más a Port Jackson, pero doscientos sesenta y siete de ellos murieron durante la travesía. Sólo desembarcaron setecientos cincuenta y nueve, de los cuales casi quinientos estaban gravemente enfermos. Fue… Creí que su excelencia el gobernador se iba a desmayar y no era para menos. No podéis tener ni idea, lo que se dice ni idea… —Murray se medio mareó—. El Departamento del Interior había cambiado de contratistas, por lo que el proveedor de los tres barcos era una empresa esclavista pagada por adelantado por cada convicto sin que en el contrato se especificara la condición de que éstos desembarcaran vivos y en buenas condiciones. De hecho, al contratista le resultaba económicamente rentable que los convictos murieran en las primeras fases de la travesía. De ahí que los pobres desgraciados no recibieran alimento. Y, durante toda la travesía, permanecieron encadenados tal como se solía encadenar a los esclavos… Ya sabéis, con una rígida barra de hierro de un pie de longitud soldada entre los grilletes de los tobillos. Aunque les hubiera estado permitido subir a cubierta, cosa que no les estaba, tampoco habrían podido hacerlo, pues les era imposible caminar. La situación era muy dura para los negros que la tenían que soportar durante las seis u ocho semanas de la travesía, pero no podéis imaginar el efecto que les hacían los hierros a unos hombres encarcelados bajo cubierta durante casi todo un año.
—Supongo —dijo Stephen Donovan entre dientes— que debían de morir entre horribles sufrimientos. ¡Dios confunda a todos los negreros!
Al ver que nadie más hacía ningún comentario, Murray añadió:
—El peor era el Neptune, aunque el Scarborough no le iba muy a la zaga; llevaba casi sesenta hombres más que en su primera travesía, pero apretujados en menos espacio. El Surprize era el menor de los tres, pues sólo perdió a treinta y seis de los doscientos cincuenta y cuatro hombres que tenía en el momento de zarpar. Os aseguro que llorábamos cuando no vomitábamos. Todos eran esqueletos vivientes y seguían muriendo cuando los ayudaban a salir de las bodegas… ¡y qué pestazo! Morían en las cubiertas, morían cuando los colocaban en los botes, morían cuando los trasladaban a la orilla. Los que aún estaban vivos cuando ya se encontraban cerca del hospital tenían que ser sometidos a tratamiento en el exterior, pues primero había que eliminar los parásitos… Estaban llenos de miles y miles de piojos, y no exagero… ¿No es cierto, señor Wentworth?
—En absoluto —contestó el otro visitante del comedor de oficiales, un alto, rubio y apuesto individuo llamado D’arcy Wentworth, que había sido destinado a la isla de Norfolk como médico auxiliar—. El Neptune era un barco infernal. Zarpé con él desde Portsmouth, pero jamás me pidieron que bajara a las bodegas durante la travesía; es más, incluso me prohibieron el acceso a la prisión. El olor de la prisión lo tuvimos en las ventanas de la nariz durante todo el viaje, pero, cuando bajé al sollado en Port Jackson para echar una mano… ¡Santo Dios! No hay palabras para describir lo que era aquello. Un mar de gusanos, cuerpos putrefactos, cucarachas, ratas, pulgas, moscas, piojos…, pero algunos hombres aún vivían, ¿os imagináis? Los médicos siempre pensamos que cualquiera que consiga sobrevivir necesariamente tiene que acabar loco de atar.
Stephen, que sabía mucho más acerca de los capitanes de la marina mercante que los marinos, preguntó:
—¿Quién es el capitán del Neptune?
—Una bestia llamada Donald Trail —contestó Wentworth—. No comprendía a qué venía tanto alboroto, lo cual nos inducía a preguntarnos cuántos esclavos vivos entrega en Jamaica. Lo único que le interesaba, y que también interesaba a Anstis, era vender productos a la gente de Port Jackson a los mismos exorbitantes precios a los que vendía su ron.
—He oído hablar de este Trail —dijo Stephen con cara de hastío—. Mantiene vivos a los negros porque sólo los puede vender vivos. Concederle un contrato que era prácticamente una autorización tácita de asesinar es un asesinato. ¡Qué Dios confunda a todo el Departamento del Interior!
—Tampoco trataba muy bien a sus pasajeros de pago libres, lo cual constituye un misterio —añadió Wentworth, meneando la cabeza—. Habría tenido que preocuparse por su propio pellejo y mimarlos un poco, pero no lo hacía. El Neptune transportaba a algunos de los oficiales y los hombres de un nuevo regimiento del ejército cuyos miembros se habían reclutado con el exclusivo propósito de prestar servicio en Nueva Gales del Sur. El capitán John MacArthur del cuerpo de Nueva Gales del Sur, su mujer y su bebé, su hijo y sus criados fueron colocados en un pequeño camarote con prohibición de acceso al camarote grande o a la cubierta, como no fuera a través de un pasillo lleno de convictas y de cubos de excrementos. El bebé murió, MacArthur mantuvo una fuerte discusión con Trail y su piloto, y fue trasladado al Scarborough al llegar a la Ciudad del Cabo, aunque no sin que antes todo aquel horror le provocara una grave enfermedad. Tengo entendido que el hijo también está enfermo.
—Y a vos, ¿qué tal os fue, señor Wentworth? —preguntó el comandante Ross, que había escuchado el relato en silencio.
—Bastante mal, pero, por lo menos, podía subir a cubierta. Cuando MacArthur se fue, pude instalar a mi mujer en su camarote, lo cual fue un gran alivio para ella. —De repente, se puso muy serio—. Tengo parientes importantes en Inglaterra y he escrito para pedir que se exijan responsabilidades a Trail por sus delitos cuando el Neptune regrese a casa.
—No esperéis demasiado —dijo el capitán George Johnston—. Lord Penrhyn y el grupo de los negreros ejercen más influencia en el Parlamento que una docena de condes y duques.
—Contadme qué fue de esos pobres desgraciados en Port Jackson, señor Murray —ordenó el comandante Ross.
—Su excelencia el gobernador mandó que se excavara un hoyo muy profundo —añadió Murray— y allí se colocaron los muertos para que el señor Johnson celebrara el funeral. Un buen hombre el señor Johnson, fue muy bueno con los que todavía estaban vivos y bajó valerosamente a la bodega del Neptune para ayudar a salir a los hombres y administrarles los últimos sacramentos. Pero el hoyo no se puede tapar. Los cadáveres han sido cubiertos con rocas para que los perros locales no puedan llegar hasta ellos, pues buscan comida por todas partes, y los cuerpos aún se seguían arrojando allí dentro cuando el Surprize zarpó rumbo a la isla de Norfolk. Los hombres seguían muriendo por docenas. El gobernador Phillip está fuera de sí a causa de la rabia y el dolor. Llevamos una carta suya a lord Sydney, pero me temo que no llegará al Departamento del Interior antes de que se envíe la siguiente remesa de convictos… con los mismos contratistas negreros y en las mismas condiciones. Pagados por adelantado para entregar cadáveres a Port Jackson.
—A Trail le encantaba ver morir cuanto antes a la gente —dijo Wentworth—. El Neptune también perdió soldados.
—Tengo entendido que casi todos los mil y pico que viajaban a bordo del Neptune, el Surprize y el Scarborough eran convictos varones, ¿no es cierto? —preguntó Ross.
—Pues sí, sólo había un puñado de mujeres en el Neptune, todas apretujadas en aquel inmundo pasillo. Las mujeres fueron enviadas primero en el Lady Juliana.
—¿Cuál fue su destino? —preguntó Ross con expresión ceñuda, imaginándose el desembarco de ciento cincuenta y siete esqueletos ambulantes en el peligroso desembarcadero de Cascade.
—¡Ah —contestó el doctor Murray con expresión más risueña—, les fue muy bien! El señor Richards, el proveedor de vuestra flota, era el proveedor del Lady Juliana. Lo peor que se puede decir de aquel barco es que su tripulación —no llevaba soldados— se lo pasó tan bien como en una destilería de ron. ¿Un cargamento de mujeres? No es de extrañar que la travesía fuera tan lenta.
—Por lo visto, aún tenemos que dar las gracias —dijo Ross—. No cabe duda de que nuestras comadronas no tardarán en estar muy ocupadas.
—Pues sí, algunas mujeres están embarazadas. Y otras ya han dado a luz.
—¿Y qué me decís de los cuarenta y siete hombres? ¿Son hombres de Port Jackson o acaso proceden de estos barcos infernales?
—Son recién llegados, pero de lo mejorcito que hay. Lo cual no es decir gran cosa. Pero, por lo menos, ninguno de ellos está loco y todos aguantan la comida en el estómago.
El ron local estaba a la vista, pero ya desde un principio el astuto Robert Ross lo había disfrazado, mezclándolo con un producto de mejor calidad y llamándolo «ron de Río». También conservaba el producto de Richard en barriles vacíos de madera de roble mezclado con un poco de excelente ron de Bristol descargado del Justinian, para ver qué ocurría cuando envejeciera un poco. Él, el teniente Clark y Richard lo habían almacenado todo en un lugar seco, donde nadie pudiera encontrarlo. La destilería seguiría funcionando hasta que tuviera dos mil galones; calculaba que para entonces tanto las existencias de caña de azúcar como las de los barriles ya se habrían agotado. Entonces desmantelaría la destiladora y la entregaría a Morgan para que la guardara. Con la conciencia tranquila, decidió utilizar la poca cebada que se cultivaba en la isla para la elaboración de cerveza suave; el Justinian transportaba lúpulo entre otras cosas. De esta manera, hasta los convictos podrían paladear de vez en cuando algo mejor que agua para beber.
Dios bendito, pero ¿qué clase de comercio era aquél de los convictos de ambos sexos? Entregados por el propio gobierno del rey a los gusanos y las serpientes. Él había ahorcado y azotado a muchos hombres, pero les había dado de comer y también se había preocupado por ellos. ¿Se da cuenta Arthur Phillip de que la perversidad de los negreros lo ha salvado de la muerte por inanición por segunda vez en doce meses? ¿Qué habría ocurrido si los mil doscientos convictos que habían llegado en junio hubieran desembarcado en tan buenas condiciones como los de nuestra propia flota? A falta del Guardian, las provisiones que transportaba el Justinian habrían durado unas pocas semanas. Dios ha salvado a Nueva Gales del Sur con la colaboración de los negreros desalmados. Pero ¿a quién se le pedirán cuentas cuando Dios exija el pago de la deuda?
La mañana del 10 de agosto, antes de que se desembarcaran los convictos del Surprize, el comandante Ross reunió a todos los miembros de su comunidad bajo la bandera de la Unión para dirigirles la palabra.
—¡Nuestra crítica situación se ha visto aliviada por la llegada de unas provisiones que nos durarán algún tiempo! —proclamó con voz de trueno—. ¡Ahora os anuncio que la ley marcial ha sido abrogada! Lo cual no quiere decir que os conceda permiso para que os desmandéis. Puede que no se me permita ahorcaros, pero os podré azotar hasta casi mataros, ¡y vaya si os azotaré! Nuestra población está a punto de aumentar en setecientas personas, ¡una perspectiva nada halagüeña! Sobre todo, teniendo en cuenta que se trata en buena parte de mujeres mientras que los pocos hombres que hay están enfermos. Por consiguiente, las nuevas bocas que tendremos que alimentar estarán incorporadas a unos cuerpos que no podrán efectuar trabajos duros. Todas las cabañas y las casas tendrán que acoger a otra persona, pues no pienso construir cuarteles para las mujeres. Sólo los superintendentes de los convictos, como el señor Donovan y el señor Wentworth, gozarán de dispensa a este respecto. Tanto si sois marineros como si sois marinos fuera de los cuarteles, convictos indultados o convictos todavía bajo sentencia, tendréis que encargaros de por lo menos una mujer. Los oficiales puede que participen o que no, según lo que hayan decidido hacer. ¡Pero os lo advierto y quiero que me oigáis muy bien! No permitiré que ninguna mujer sea golpeada o maltratada o se convierta en el juguete de varios hombres. No puedo impedir la fornicación, pero no toleraré comportamientos propios de salvajes. La violación o cualquier otro maltrato de carácter físico serán castigados con quinientos azotes del «gato» más fuerte de Richardson y ello será de aplicación tanto en el caso de los marineros como en el de los marinos o los convictos.
Hizo una pausa para contemplar con severidad las silenciosas filas y sus ojos se posaron en la relamida expresión del capitán John Hunter; había alguien que comprendía muy bien que la abolición de la ley marcial por parte de su excelencia le permitiría comportarse con mucha más arrogancia.
—Exceptuando a las personas de la marina que no desean permanecer aquí e instalarse definitivamente cuando llegue el Supply para sacarlas de la isla, a partir de ahora voy a vaciar un poco Sydney Town, colocando al mayor número de vosotros que pueda en parcelas de un solo acre, siempre y cuando ya tengáis en vuestra casa a un nuevo hombre o una nueva mujer. El contenido de las parcelas no será objeto de requisa por parte del Gobierno, sino que deberá servir más bien para reducir vuestra necesidad de recurrir a los almacenes del Gobierno para alimentaros. Pero seréis libres de vender vuestros excedentes al Gobierno y se os pagarán dichos excedentes, tanto si sois libres como si sois convictos. Los convictos que trabajen duro, desbrocen sus parcelas y vendan al Gobierno serán liberados en cuanto demuestren su valía, tal como ya he liberado a algunos de vosotros por su buen trabajo. El Gobierno facilitará a cada ocupante una parcela de un acre con una cerda para cría, y ofrecerá los servicios de un macho. No puedo incluir aves de corral, pero aquéllos de vosotros que se puedan permitir el lujo de comprar pavos, gallinas o patos serán autorizados a hacerlo en cuanto aumente el número de las aves de corral.
Se oyeron murmullos entre la muchedumbre; algunos rostros irradiaban felicidad mientras que otros estaban furiosos. No a todo el mundo le gustaba la idea del duro esfuerzo, ni siquiera en beneficio propio.
El comandante prosiguió diciendo:
—Richard Phillimore, puedes elegir un acre de la parcela que prefieras, a la vuelta de la esquina oriental. Nathaniel Lucas, puedes considerar como tuyo el acre que hay detrás de Sydney Town donde vives en la actualidad. John Rice, puedes quedarte con un acre por encima del de Nat Lucas, de cara a la corriente que discurre entre el cuartel de los infantes de marina y la hilera interior de casas. John Mortimer y Thomas Crowder, iréis al mismo lugar que Rice. Richard Morgan, te quedarás en tu actual parcela en la parte superior del valle. Informaré a otros en cuanto el señor Bradley me presente su plan. La tripulación del Sirius se instalará en el gran claro que hay hacia la mitad del camino de Cascade. Los trabajadores del lino, incluidos los remojadores y los tejedores que, según creo, han llegado a bordo del Surprize, se instalarán en Phillipburgh y montarán en aquel lugar una fábrica de lona. —Cuando ya no tuvo nada más que decir, Ross se detuvo bruscamente—. ¡Ya os podéis retirar!
Richard regresó a su aserradero de lo alto del valle, experimentando una mezcla de júbilo y pesimismo. Ross le había entregado el acre de tierra, justo donde se levantaba su casa, lo cual era una ventaja extraordinaria, pues ya estaba desbrozado y en pleno rendimiento. Nat Lucas y Richard Phillimore habían sido análogamente recompensados mientras que Crowder, Rice y Mortimer tendrían que talar árboles. Su pesimismo guardaba relación con su soledad, con la cual Ross estaba firmemente decidido a acabar. Aunque Lawrell ocupara su propia cabaña, Richard sabía que no podría desterrar de la misma manera a una mujer y tampoco la podría ceder a Lawrell. Lawrell era un hombre honrado, pero abrigaría sin duda la esperanza de gozar de su cuerpo tanto si ella quería como si no. No, la desventurada criatura tendría que vivir en su casa, la cual no era, en la práctica, más que una habitación espaciosa. Eso anulaba sus planes para el siguiente fin de semana, consistentes en ir a pescar con un sedal manual desde las rocas situadas al oeste del desembarcadero y en dar después un largo paseo con Stephen. En su lugar, tendría que empezar a añadir una nueva habitación a la casa para la mujer. Johnny Livingston, cuya discreción le impidió preguntar para qué lo necesitaba, le había construido un trineo sobre unos suaves patines, al cual él se podría enganchar por medio de unos arneses de lona para tirar de él como si fuera un caballo. Lo necesitaba para transportar a la destilería los ingredientes destinados a la mezcla, sabiendo que sólo él podía llevar a cabo aquella tarea al amparo de la oscuridad. El trineo tenía casi tanta capacidad como un gran carro de mano y su utilidad era extraordinaria. Ahora lo tendría que usar para transportar desde la cantera la piedra destinada a la construcción de los pilares de los nuevos cimientos. ¡Malditas fueran todas las mujeres!
Puesto que estaban en invierno, los oficiales de mayor antigüedad se reunían a la una para la principal comida caliente del día y lo hacían con el comandante Ross en el comedor de la casa del Gobierno. La señora Morgan, tal como Lizzie insistía en que la llamaran, era una espléndida cocinera, ahora que ya disponía de más ingredientes. Aquel día sirvió cerdo asado para celebrar la llegada del Surprize y el Justinian, aunque ninguno de los oficiales de dichos barcos habían sido invitados al almuerzo, como tampoco lo habían sido los señores Donovan, Wentworth y Murray. El teniente Ralph Clark tampoco estaba presente; se había llevado a comer a Little John con los señores Donovan, Wentworth y Murray. Su mesa era notoriamente magra desde su regreso de Inglaterra. En lo tocante al dinero, Clark, cuya situación económica había sufrido un gran menoscabo, era extremadamente frugal. El teniente Robert Kellow tampoco estaba presente; se encontraba todavía en Coventry tras haber combatido en un ridículo duelo con el teniente Faddy.
Sí asistieron al almuerzo el comandante Robert Ross, el capitán John Hunter, el capitán George Johnston, el teniente John Johnstone y, por desgracia, el protagonista de los escandalosos chismorreos, el teniente William Faddy.
El comandante sirvió un aperitivo de «ron de Río» y reservó la botella de oporto que el capitán Maitland del Justinian le había regalado para después de la comida, la cual tardó un poco en llegar, por lo que el comandante decidió servir un segundo aperitivo. Por consiguiente, cuando se sentaron para dar buena cuenta de la pierna de cerdo de la señora Morgan, con su crujiente piel, su exquisita salsa y sus patatas deliciosamente asadas con el jugo de la carne, los cinco comensales estaban demasiado achispados para que la comida eliminara los efectos del ron; una situación que no mejoró precisamente debido a que el festín fue regado con más ron.
—Veo que habéis sustituido a Clark al frente de los almacenes del Gobierno —dijo Hunter mientras se terminaba su ración de budín de arroz asado, nadando en melaza.
—El teniente Clark tiene cosas mejores que hacer que contar con los dedos —contestó Ross, con la barbilla reluciente de grasa—. Su excelencia me ha enviado a Freeman para que lo utilice como me convenga y yo lo utilizaré para este cometido. Necesito a Clark como superintendente del edificio de Charlotte Field.
Hunter se tensó.
—Lo cual me recuerda —dijo éste en tono pausado— que, durante vuestra memorable alocución de esta mañana, disteis a entender que mis marinos serían trasladados fuera de Sydney Town… a lo largo del camino de Cascade, creo que dijisteis.
—En efecto. —Ross se secó la barbilla con una de las servilletas que había confeccionado la buena de la señora Morgan a partir de un viejo mantel de lino… ¡Una joya de mujer! Ross no acertaba a comprender por qué razón Morgan la había repudiado, pero sospechaba que debía de ser por algo relacionado con actividades de cama, pues lo que Morgan le había dicho era verdad: Lizzie no era en modo alguno una tentadora. Doblando la servilleta, Ross miró directamente a Hunter, sentado en el extremo más alejado de la mesa.
—Y eso, ¿qué tiene de malo? —preguntó.
—Ya no sois el verdugo mayor del Reino, Ross, por consiguiente, ¿qué derecho tenéis a disponer de mi tripulación?
—Creo que todavía soy el teniente gobernador. Por tanto, tengo derecho a enviar a quienquiera de la Ceca a la Meca y a enviar a la Armada Real al camino de Cascade. Estamos a punto de recibir a ciento cincuenta mujeres y no quiero que Sydney Town se llene de rufianes que no trabajan y que, sin embargo, esperan que los alimenten.
Hunter apartó a un lado su plato de budín con tal fuerza que volcó su jarra vacía de ron, y se inclinó hacia delante con la base de las palmas de las manos apoyada en el borde de la mesa.
—¡Ya estoy harto! —gritó, levantando una mano y descargándola con fuerza sobre la mesa—. ¡Sois un pérfido dictador, Ross, y así lo diré en mi informe al gobernador cuando regrese a Port Jackson! Habéis encomendado a mis hombres de la Armada Real unas tareas que yo no habría obligado a realizar ni siquiera a Judas Iscariote, recogiendo lino, poniendo en peligro sus vidas con el traslado de piedras al arrecife… —se levantó de un salto y, mostrando los dientes, miró con rabia a Ross— y lo que es más, ¡os lo habéis pasado en grande con vuestra ley marcial!
—Muy cierto —dijo Ross con aparente afabilidad—. ¡Resulta sumamente beneficioso para mi hígado y para mis facultades mentales ver trabajar por una vez a la Armada!
—¡Os digo, comandante Ross, que no desterraréis a mis hombres!
—¡Y un cuerno no lo haré! —Ross se levantó con los ojos ardiendo de furia—. Os he aguantado a vos y a vuestros hombres durante cinco meses… ¡y, al parecer, os tendré que seguir aguantando en los próximos seis! ¡Pues bien, no os quiero tener cerca! ¡Vosotros hijoputas de la Armada Real os creéis los señores de la creación, pero no lo sois! No aquí, por lo menos. Aquí no sois más que un hato de sanguijuelas que chupan la sangre de los demás. Aquí manda un marino… ¡Éste que os está hablando! ¡Haréis lo que se os ordene, Hunter, y sanseacabó! ¡Me importa una mierda que os dediquéis a sodomizar a lo bestia a todos los muchachos de un barco, Hunter, pero no lo seguiréis haciendo tan cerca de mí como para que me lleguen los efluvios de los pedos! ¡Ya podéis empezar a empujar a vuestras cagarrutas hacia el camino de Cascade!
—¡Conseguiré que os sometan a un consejo de guerra, Ross! ¡Conseguiré que os destituyan y que regreséis a Port Jackson con deshonra y os envíen a casa en el primer barco!
—¡Intentadlo si queréis, patético levantador de camisas de jovencitos! ¡Pero recordad que no soy yo quien perdió el mando! Y, si me envían a Inglaterra para comparecer ante un consejo de guerra, ¡allí estaré para declarar que vos no tuvisteis en cuenta las opiniones de los expertos de la isla que os hubieran podido enseñar cómo no perder vuestro barco! —rugió Ross—. ¡La triste verdad, Hunter, es que no seríais capaz de gobernar una gabarra entre Woolwich y Tilbury ni siquiera si os remolcaran!
Con el rostro enrojecido por la furia, Hunter se lamió la espuma de saliva de las comisuras de la boca.
—Pistolas —dijo—, mañana al amanecer.
El comandante estalló en una sonora carcajada.
—¡Y un cuerno! —dijo—. ¡No quiero degradar hasta semejante extremo al Cuerpo de Infantería de Marina! ¿Combatir en duelo con una decrépita señorita Molly que ya tiene un pie en el sepulcro? ¡Largo de aquí! ¡Vamos, largo de aquí, y que no se os vuelva a ver la cara en Sydney Town mientras yo siga siendo teniente gobernador de la isla de Norfolk!
El capitán Hunter giró sobre sus talones y se retiró.
Los tres testigos se miraron los unos a los otros desde ambos lados de la mesa. Faddy estaba deseando encontrar algún pretexto para correr a contárselo a Ralph Clark, John Johnstone estaba mareado y el voraz George Johnston experimentaba un delicioso bienestar no enteramente debido al ron o a la comida de la señora Morgan. ¡Menudo vapuleo acababan de propinarle a la Armada! Estaba absolutamente de acuerdo con la opinión de Ross a propósito de la tripulación del Sirius; además, su obligación como único capitán del barco era impedir que los reclutas de la infantería de marina se echaran sobre las gargantas de los marineros; lo cual no era tarea fácil. ¡Y qué astucia la del comandante al desplazar parte de su problema fuera de Sydney Town antes de la llegada de ciento cincuenta y siete mujeres!
—Faddy —dijo el comandante, volviéndose a sentar con un suspiro de satisfacción—, no levantéis el trasero del asiento. No os ordenaré que mantengáis la boca cerrada porque eso ni Dios lo podría conseguir, a no ser que os dejara mudo. George, haced los honores con el oporto. No quiero que este almuerzo verdaderamente memorable termine sin un leal brindis a su majestad y al Cuerpo de la Marina, que algún día se convertirá en el Real Cuerpo de la Marina. Entonces nuestro rango será equivalente al de la Armada.
El viernes 13, un día tan poco propicio que toda la comunidad se estremeció de supersticioso temor, las convictas empezaron a desembarcar del Surprize en Cascade, pues el viento se negaba rotundamente a apartarse del sur.
A pesar de que aquellos días tenía diez aserraderos en pleno rendimiento y de que Ralph Clark quería otro en Charlotte Field junto con un equipo de carpinteros y de que Ross estaba deseando que la colonia de allí se pusiera en marcha cuanto antes para poder disponer de más tierra de cultivo, Richard seguía aserrando personalmente, todavía con la colaboración del soldado Billy Wigfall. Pero, a primera hora del viernes 13, se vio obligado a comunicar al comandante Ross que no podía convencer a ningún hombre de que aserrara en un día tan infausto.
—El caso es, señor, que, si mandara llamar a Richardson con su gato, los hombres trabajarían, pero con tantos aspavientos que podría haber accidentes. No puedo correr el riesgo de que los hombres queden incapacitados a causa de unas lesiones, precisamente ahora que tenemos que aserrar tanta madera para las nuevas colonias —explicó Richard.
—Algunas cosas no se pueden evitar —dijo Ross, un tanto preocupado también por los malos presagios—. Les daré a todos el día libre. Pero tendrán que trabajar mañana. Por cierto, he prohibido que los convictos se acerquen hoy a Cascade en busca de mujeres complacientes. —Esbozó una triste sonrisa—. Les he dicho también que, si me desafían y lo intentan, seguro que eligen a las que no deben, siendo viernes y trece. No obstante, habrá que ayudar a estas inútiles criaturas a desembarcar y a subir por la cuesta, pero, puesto que les he dicho a mis marinos que tampoco se acerquen, el campo queda libre para los marineros del Sirius, buena parte de los cuales vino al mundo sin padre ni madre. Tú puedes acompañar al señor Donovan y al señor Wentworth, Morgan.
Los tres hombres se pusieron animosamente en marcha a las siete de la mañana, a pesar de la fecha. Stephen y D’arcy Wentworth se llevaban de maravilla; al igual que Richard, Wentworth era un hombre demasiado sensato para condenar a otro por el hecho de ser una señorita Molly. Ambos compartían también ciertas características, sobre todo, el afán de conocer nuevos lugares y vivir nuevas aventuras, y eran muy cultos. La mar había sido para Stephen una válvula de salida de sus deseos de acción, mientras que Wentworth había experimentado la llamada de los caminos y había sido detenido y juzgado varias veces como salteador de caminos. Sólo gracias a la intervención de unos importantes parientes había recuperado la libertad, pero hasta la paciencia de la familia se puede acabar. Tras haber practicado un poco la medicina en los momentos en que no asaltaba diligencias, Wentworth recibió la orden de largarse a Nueva Gales del Sur para jamás regresar. El cebo habían sido unos pequeños ingresos pagaderos únicamente en Nueva Gales del Sur.
Stephen seguía luciendo una larga y rizada cabellera negra, pero Wentworth se había pasado a lo que, según él, estaba empezando a ser la nueva moda: un cabello como el de Richard, aunque el suyo no era tan corto. Mientras bajaban de frente por el camino, los tres hombres ofrecían un aspecto impresionante: altos y esbeltos, con Wentworth, el más alto y el único rubio, caminando entre los dos morenos. Bajaron tropezando por la escarpada hendidura que emergía a cien yardas del desembarcadero y vieron que el Surprize se encontraba ya muy cerca de la orilla y que la mar estaba en calma. La marea estaba subiendo y el capitán Anstis, que dos días atrás había sido adiestrado por el señor Donovan acerca de la mejor manera de desembarcar a la gente sana y salva, tendría la prudencia, como capitán de la marina mercante que era, de seguir el consejo.
—Anstis es un hombre odioso —dijo Stephen, sentándose en una roca—. Me dicen que en Port Jackson vendía papel a un penique la hoja, tinta a una libra el frasquito y barato tejido de indiana sin blanquear a diez chelines el ell[7]. El doctor Murray dice que no tuvo en ningún sitio los clientes que esperaba, o sea que ya veremos qué tal le va cuando monte su tenderete aquí.
Recordando a Lizzie Lock —¡Morgan, Richard Morgan!— y lo que ella le había contado acerca de la ausencia de trapos para las mujeres que tenían la regla en el Lady Penrhyn, Richard decidió que, por mucho que aborreciera favorecer el negocio de los hombres que mataban de hambre a sus semejantes para enriquecerse, acudiría a su tenderete para adquirir unos cuantos ells de indiana no blanqueada para la mujer a la que se vería obligado a albergar en su casa según el plan Ross. A lo mejor, a las pasajeras del Lady Juliana les habían facilitado trapos, aunque él lo dudaba. Si se pudiera tomar como ejemplo la conducta de la tripulación sexualmente satisfecha del Lady Penrhyn, los marineros no se habrían mostrado muy amables por muchas mujeres que hubieran ultrajado. Tendría que proporcionar a la mujer una cama, lo cual significaba también un colchón, una almohada, sábanas y quizás una manta y prendas de vestir. Johnny Livingstone había prometido hacerle una cama y unas cuantas sillas más, pero, aun así, su inoportuna huésped le iba a resultar muy cara. Aún le quedaban las monedas de oro de la caja y las que había ocultado en los talones de las botas de Ike Rogers. Sería curioso ver lo que vendía Nicholas Anstis. ¿Polvo de esmeril? Esperaba que sí; se le estaban acabando las existencias. El papel de lija se lo fabricaba él mismo con arena de Turtle Bay y la cola de pescado la elaboraba con sobras de pescado, pero el polvo de esmeril no lo podía fabricar.
Poco después de las diez de la mañana llegó a la orilla la primera lancha entre los entusiastas vítores de unos cincuenta marineros del Sirius; otras lanchas situadas al costado del Surprize se estaban llenando con más mujeres. Las condiciones no eran ni mucho menos tan peligrosas como cuando el comandante Ross había desembarcado del Sirius; sin embargo, cuando la primera lancha efectuó la maniobra para acercarse a la roca del desembarcadero y sus remeros se prepararon para apartarse a toda prisa en caso de que una ola más grande que las demás se les echara encima, las mujeres empezaron a gritar y a forcejear y se negaron a saltar. Uno de los marineros del Sirius se acercó al borde de la roca y alargó las manos; cuando la lancha se acercó por segunda vez, los dos marineros de la lancha le arrojaron a una vociferante mujer y lo mismo hicieron con las otras. Ninguna de ellas cayó al agua, y los fardos de sus efectos personales las siguieron sin ningún contratiempo. Otra lancha siguió a la primera y el procedimiento se repitió; todo el reducido terreno que rodeaba el desembarcadero no tardó en llenarse de mujeres y marineros. Pero no hubo comportamientos indecorosos; casi todas las mujeres se alejaron de allí, cada una de ellas con el hombre que aparentemente se había sentido atraído por su persona, para iniciar el ascenso a la cumbre situada doscientos pies más arriba.
—Ya verás cuando llegue a la ciudad la noticia de que el Sirius se ha quedado con las mejores. Los marinos se pondrán furiosos porque Ross les prohibió acercarse.
—¿Lo hizo deliberadamente? —preguntó Wentworth, picado por la curiosidad.
—Sí, pero no por los motivos que tú puedas pensar —contestó Richard—. ¿Qué es peor? ¿Dejar que los marinos fuera de servicio elijan primero o dejar que elijan primero los del Sirius? Puesto que el enfrentamiento será inevitable, el comandante prefiere que éste sea entre marinos y marineros que entre marinos y otros marinos.
—En cualquier caso —terció Stephen sonriendo— no había gran cosa para elegir. Supongo que, después de tanto tiempo, la Gorgona Medusa les hubiera parecido una belleza. He contado sólo cincuenta y seis mujeres, lo cual significa, amigos míos, que tendremos que subir y bajar varias veces a la roca. Los ayudantes del Sirius han desaparecido.
Como Stephen Donovan y Richard Morgan, pero por motivos muy distintos, D’arcy Wentworth no tenía la menor intención de buscarse una mujer entre las que habían desembarcado después de que ellos tres hubieran animado a las aterrorizadas criaturas a saltar a tierra. La convicta que tenía por amante, una bella pelirroja llamada Catherine Crowley no desembarcaría en Cascade; ella y su bebé William Charles esperarían hasta que Sydney Bay se calmara. Wentworth se había enamorado de ella a primera vista y la había sacado audazmente del sucio pasillo del Neptune; en el camarote que antaño perteneciera a los MacArthur, ella había dado a luz un hijo poco antes de que el Neptune arribara a Port Jackson. El nacimiento les deparó una enorme alegría y una profunda tristeza. El pequeño William Charles, con unos ensortijados bucles cobrizos como los de su madre y la promesa de una estatura como la de su padre, tenía un ojo muy bizco y jamás podría ver bien.
Tras haber desembarcado a casi setenta mujeres y a todos los convictos varones, el Surprize hizo saber por medio de señales, cuando la marea ya estaba bajando, que ya no enviaría a nadie más. El aspecto de las mujeres era lamentable. Aunque el Lady Juliana las hubiera tratado un poco mejor, habían efectuado la travesía hasta la isla de Norfolk en un barco que hacía aguas y estaba lleno de humedad, y cuya cubierta anteriormente ocupada por hombres durante la larga travesía de ida todavía conservaba suciedad, podredumbre y excrementos.
Por su parte, los cuarenta y siete hombres desembarcados daban pena de ver. ¿Ésos eran los más aptos que habían llegado a Port Jackson? Wentworth tuvo que saltar al interior de las lanchas que iban llegando —los marineros del Surprize no tenían el menor interés en hacerlo—, tomar en brazos a los pobres desgraciados y lanzarlos a Richard y Stephen, pues los pobres habrían sido incapaces de saltar ni siquiera una pulgada. La carne había desaparecido, tenían los ojos hundidos en las cuencas cual si fueran arrugadas grosellas rodeadas por unas pálidas ojeras, se les habían caído los dientes y el cabello y tenían las uñas podridas. Llenos de escorbuto, piojos y disentería. Richard, que era el más rápido, corrió a Sydney Town en demanda de ayudantes marinos o convictos. Las últimas mujeres no requisadas por los marineros del Sirius aún se estaban arrastrando por el camino agobiadas por el peso de sus fardos cuando él regresó a toda prisa, seguido por el sargento Tom Smyth, el cual instaba a los reclutas que lo acompañaban a que apuraran el paso. Pocos hombres eran tan fuertes como un aserrador de primera, aunque dicho aserrador estuviera a punto de cumplir los cuarenta y dos años. Ni él ni Smyth vieron a Tom Jones Segundo, uno de los convictos voluntarios, largarse disimuladamente antes de que el grupo llegara a la hendidura de la roca en Cascade; aún quedaban algunas mujeres tratando de llegar a pie a Sydney Town.
Al anochecer ya habían terminado su tarea y todos los convictos desembarcados se encontraban a salvo en Sydney Town, donde se efectuó una nueva selección de mujeres, y los hombres gravemente enfermos fueron conducidos al pequeño hospital ya un cobertizo-almacén rápidamente reconvertido en hospital. Olivia Lucas, Eliza Anderson, la viuda de John Bryant y la señora Morgan, el ama de llaves del comandante, atendieron a los enfermos, dudando mucho de que pudieran restablecerse. ¿Y éstos eran los mejores de los mil hombres que tenían? Nadie conseguía entenderlo.
Puesto que al día siguiente el Surprize se encontraba todavía en Cascade, Stephen, D’arcy Wentworth y Richard regresaron para prestar nuevamente ayuda. La víspera se habían restregado el cuerpo a conciencia para eliminar la suciedad y los parásitos que el manejo de aquellos hombres y mujeres les había traspasado. Después se levantó el viento, el Surprize comunicó por medio de señales que ya había terminado, Stephen y D’arcy se hicieron cargo del último grupo de mujeres y trataron de animarlas, enseñándoles a llevar mejor sus fardos y asegurándoles que la vida en la isla de Norfolk les iba a gustar mucho, pues era un lugar infinitamente mejor que Port Jackson.
Richard, a quien se había encomendado la tarea de asegurarse de que el Surprize no cambiara de idea y decidiera de pronto enviar otra lancha, tardó un poco más que ellos en abandonar Cascade. Al llegar a la cima, se volvió para contemplar aquella costa, menos conocida para él que el impresionante arrecife, la laguna, las playas y las islas situadas a escasa distancia de la orilla de Sydney Bay. Pero no menos hermosa, pensó Richard, entre las cascadas de agua, las formaciones rocosas que asomaban por encima de la superficie del mar y el gran surtidor del norte que enviaba un chorro de espuma cada vez más alto a medida que subía la marea.
¡Qué interesantes eran los pinos de Norfolk! Los que se habían talado para abrir el camino, se habían cortado con un tronzador a ras del suelo y ya se estaban desmoronando y hundiendo lentamente en la tierra. En cuestión de dos años, con unos cuantos cascotes para llenar los huecos, nadie sabría que los pinos habían ocupado antaño todas las pulgadas del terreno. Al ver que el sol estaba más bajo de lo que él había imaginado que estaría, apuró el paso mientras cruzaba el claro que rodeaba Phillipburgh, donde Ross estaba siguiendo heroicamente los pasos de King en la construcción de una fábrica de lona a partir del lino, y se adentró en la zona boscosa que conducía a la llana cima, donde el teniente gobernador había desterrado a los hombres del Sirius. El capitán Hunter se había negado a acompañarlos; había optado por irse a vivir con el teniente William Bradley en lo que ya se estaba empezando a llamar Phillimore’s Run, es decir, carrera de Phillimore, por la fuerza de la corriente que atravesaba las tierras de Dick Phillimore.
Bueno, estaba a salvo un día más. Ninguna mujer se había encaprichado de él, a ninguna le había faltado alguien que quisiera acogerla…, aunque Stephen, el muy demonio, era el que más les gustaba a todas. Con un poco de suerte, pensó Richard mientras caminaba, podré librarme de la necesidad de cuidar de alguien excepto John Lawrell, aunque ello me impida ser acreedor de una cerda.
Algo maulló. Richard se detuvo, frunciendo el entrecejo. Los colonos tenían unos cuantos gatos que habían llegado a bordo del Sirius, pero eran sumamente apreciados como animales de compañía y cazadores de ratones y no necesitaban trasladarse tan lejos en busca de alimento. La tripulación del Sirius también tenía gatos, pero todo el mundo los quería; por consiguiente, no era probable que el bicho perteneciera a los marineros. A no ser que se hubiera extraviado, hubiera trepado a un árbol y no pudiera bajar.
—¡Hola, michino, michino! —dijo, ladeando la cabeza para escuchar mejor una posible respuesta.
Otro maullido, pero menos propio de un gato. Con la piel de gallina, se apartó del camino y penetró en el reino de los pinos asfixiados por las enredaderas. Lejos del terreno desbrozado, la oscuridad se intensificaba de forma considerable; hizo una pausa para que sus ojos se acostumbraran a las sombras y después reanudó la marcha, repentinamente seguro de que el sonido era humano. Qué lástima. Esperaba que fuera un gato para poder regalárselo a Stephen en sustitución de su amado Rodney, el cual, siendo un gato de barco, se había quedado en el Alexander cuando Stephen se había trasladado al Sirius y a los brazos de Johnny Livingstone.
—¿Dónde estás? —preguntó, levantando un poco la voz pero en tono normal—. Háblame para que yo te pueda encontrar.
Silencio salvo el crujido de los pinos, el susurro del viento en sus copas, los revoloteos de los pájaros.
—Vamos, no ocurre nada, te quiero ayudar. ¡Háblame!
Un débil maullido, algo más allá. Richard miró hacia atrás para grabarse en la memoria los detalles del paraje y después se acercó cautelosamente al lugar de donde procedía el sonido.
—Háblame —dijo en tono normal—. Deja que te encuentre.
—¡Socorro!
Tras lo cual, ya no fue difícil localizarla, acurrucada en el interior de una cavidad que el tiempo y la perenne acción de los escarabajos habían abierto en el tronco de un enorme pino; puede que un refugiado hubiera establecido su morada allí dentro, lo cual confería crédito a las historias que a veces se contaban de algunos convictos que se habían fugado al bosque y habían regresado a Sydney varias semanas después, muertos de hambre.
Una niña, o eso le pareció al principio. Después vio el pecho de una mujer asomando a través de un gran desgarrón del vestido. Agachándose para sentarse sobre sus talones, Richard sonrió y le tendió la mano.
—Vamos, no tengas miedo, no te haré daño. Tenemos que irnos de aquí, de lo contrario, oscurecerá demasiado y no podremos regresar al camino. Vamos, dame la mano.
Ella apoyó los dedos en la palma de su mano y permitió que la ayudara, temblando de frío y terror.
—¿Dónde tienes las cosas? —preguntó Richard, procurando no tocar más que sus trémulos dedos.
—El hombre se las llevó —contestó ella en un susurro.
Con la boca apretada en una fina línea, la acompañó al camino para estudiarla mejor bajo la moribunda luz. Su estatura no le rebasaba el hombro, estaba tremendamente delgada y puede que su cabello fuera rubio, pero estaba demasiado sucio para poder saberlo. En cambio, sus ojos eran… eran… Richard se quedó sin respiración. No, la luz del sol se habría rendido ante ellos, ¡no habría tenido más remedio que hacerlo! Los ojos de William Henry eran sólo suyos, no tenían comparación en toda la faz de la tierra.
—¿Puedes caminar? —le preguntó.
Hubiera deseado ofrecerle su camisa, pero temía asustarla y que ella echara a correr.
—Creo que sí.
—En el próximo claro, conseguiré una antorcha. Y entonces ya podremos ir más despacio.
Ella se echó hacia atrás y se estremeció.
—¡No, no, no ocurre nada! ¡Aún nos quedan tres millas para regresar a casa y tenemos que ver el camino! —Le tomó fuertemente la mano y echó de nuevo a andar—. Me llamo Richard Morgan y soy un hombre libre. —¡Qué alegría poder decirlo!—. Soy el supervisor de los aserradores.
Aunque no contestó, la mujer caminó con más confianza hasta que llegaron a la colonia del Sirius. Los marineros vivían en tiendas hasta que los carpinteros pudieran construir unos auténticos cuarteles y unas cabañas. Unos hombres se movían en la distancia. Una hoguera de gran tamaño ardía al borde del camino, pero no había nadie sentado a su alrededor. Lo más probable era que todos estuvieran borrachos de ron. Por consiguiente, nadie lo vio tomar una antorcha y encenderla, y nadie vio tampoco a la abandonada criatura, agarrada fuertemente a su mano.
—¿Cómo te llamas? —preguntó cuando reanudaron la marcha a través de los pinos más expuestos al sur, cuyas copas estaban empezando a rugir a causa de la fuerza del viento que los azotaba cual si fuera un martillo contra una fina plancha de cobre…, bum, bum, bum.
—Catherine Clark.
—Kitty —dijo inmediatamente Richard.
Ella experimentó un sobresalto.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sabía —contestó Richard, asombrado—. Es que, cuando te oí por primera vez, me pareciste un gatito. ¿Eres del Lady Juliana?
—Sí.
Comprendiendo que estaba a punto de venirse abajo, pero sin atreverse a tomarla en brazos por temor a asustarla —¿quién habría sido el miserable que la había atacado?—, Richard le dijo:
—Mejor que no perdamos el tiempo o el aliento hablando, Kitty. Lo más importante ahora es llevarte a casa.
Casa. La palabra más hermosa del mundo. La pronunció como si efectivamente significara algo para él, como si le prometiera todas las cosas que ella llevaba tanto tiempo sin conocer. Desde que años atrás la condenaran y la enviaran brevemente a la Newgate de Londres y después la mantuvieran en el Lady Juliana anclado en el Támesis, donde tuvo que esperar varios meses a que el barco zarpara en solitario rumbo a Botany Bay. No lo había pasado terriblemente mal porque ningún marinero se había encaprichado de ella. Habiendo doscientas cuatro mujeres entre las que elegir, ¿por qué habrían tenido los treinta hombres del barco que elegir otra cosa que no fueran las exuberantes chicas con caderas, pechos y redondeados vientres? Algunos hombres eran aficionados a ir probando y no se mostraban satisfechos con una sola conquista, pero el señor Nicol se encargó de que ninguna mujer fuera violada. Casi todos los hombres se comportaban como compradores en una feria de caballos y se concentraban en una sola «esposa», tal como ellos las llamaban. Como otras cien mujeres de a bordo, Catherine Clark jamás había atraído la atención de ningún hombre. No habían desembarcado en Port Jackson, sino que habían permanecido a bordo del Lady Juliana hasta que ciento cincuenta y siete de ellas habían sido elegidas al azar y trasladadas al Surprize para efectuar la travesía a la isla de Norfolk, un lugar del que ella jamás en su vida había oído hablar. Tampoco había oído hablar de Port Jackson: lo único que ella conocía era «Botany Bay», un nombre que la dejaba petrificada.
El Surprize había sido mucho peor que el Lady Juliana. Mareada incluso en el Támesis, desesperadamente indispuesta durante la lenta navegación del Lady Juliana, Catherine se había hundido en una pesadilla que sólo el terrible mareo le había permitido resistir sin caer en la locura. El lugar donde las habían colocado estaba lleno de parásitos y perennemente mojado con un repugnante líquido cuya naturaleza nadie se atrevía a adivinar, olía tan mal que la nariz jamás se podía acostumbrar, y no podían respirar aire fresco ni disfrutar del privilegio de subir a cubierta. El hecho de que la acercaran en un barco de remos a la costa y la lanzaron a la roca como si fuera una muñeca la había aterrorizado, pero un apuesto hombre con una amable sonrisa y unos ojos intensamente azules la había recogido, le había dado un suave empujón y le había preguntado si podría subir por la hendidura de la roca. En su afán de complacerle, ella había asentido con la cabeza y había echado a andar, utilizando el fardo y la ropa de cama para apoyarse durante la agotadora subida. Por un extraño capricho del destino, sus ojos no se habían posado en Richard Morgan, el cual había bajado por un camino más escarpado en el momento en que ella subía por la hendidura de la roca. Al llegar arriba, se había detenido para recuperar el resuello y después había reanudado la marcha por el camino, comprendiendo que los muchos mareos y la escasa comida del año y pico transcurrido no la habían preparado para aquel paseo, cualquiera que fuera su longitud y dondequiera que terminara. Un grupo de hombres pasó corriendo por su lado sin reparar en ella.
Cuando apenas se había adentrado en el bosque, le fallaron las piernas; entonces dejó el fardo y la ropa de la cama en el suelo, se sentó encima de ellos con la cabeza entre las rodillas y empezó a resollar.
—Pero bueno, ¿qué es lo que hay aquí? —preguntó una voz.
Levantó los ojos y vio a un sujeto rubio como el maíz, vestido tan sólo con unos manchados pantalones de lona. El hombre sonrió y dejó al descubierto dos bocas: le faltaban los dos dientes frontales de la mandíbula superior y los dos de la inferior, lo cual creaba un siniestro agujero negro. Pero ella estaba muy cansada y, cuando el hombre le tendió la mano, ella la tomó porque pensaba que quería ayudarla a levantarse. En su lugar, él la atrajo a sus brazos y trató de cubrirle la boca con aquel espantoso agujero de su rostro. Luchando sin fuerzas, resistió todo lo que pudo y sintió que el fino y raído vestido de convicta se desgarraba mientras él le apresaba cruelmente los pechos.
Alguien habló en la distancia. El hombre soltó inmediatamente la presa, y ella se apartó de él y corrió a ocultarse entre los árboles. Por un instante, el hombre permaneció de pie sin saber si echar a correr tras ella o no, pero entonces se oyeron otras voces. El hombre se encogió de hombros, tomó el fardo y la ropa de cama y echó a andar en la dirección que a ella le habían indicado. Los rumores de la conversación se intensificaron. Presa del pánico, Catherine se adentró en el bosque hasta que no supo dónde estaba ni dónde se encontraba el camino. Algo voló hacia su rostro, pero ella no gritó. Se desmayó y se golpeó la cabeza contra una raíz.
Cuando recuperó el conocimiento, gimiendo y con deseos de vomitar, ya había caído la noche. Susurros, gritos y chirridos, los poderosos gruñidos de los impresionantes árboles, una noche tan negra que no se podía distinguir nada… Se arrastró a gatas hacia el hueco del tronco de un árbol tan grande que no podía ver nada ni siquiera ladeando la cabeza a su alrededor, y allí permaneció acurrucada hasta que la débil luz de la mañana le permitió descubrir dónde estaba. Rodeada por aquellos árboles gigantescos y encerrada en su prisión por una enredadera con un perímetro tan grande como el de su cintura.
Se había pasado todo el día oyendo confusos rumores de personas en la distancia, pero no había gritado, temiendo que el hombre de las dos bocas la estuviera acechando. Ignoraba por qué razón, cuando la luz empezó a menguar, había intentado súbitamente gritar. Pero el caso era que lo había hecho y le habían contestado: «¡Aquí, Kitty, Kitty!» Quienquiera que fuera, la había llamado por su nombre, y entonces ella recordó al maravilloso hombre que la había ayudado a subir a la orilla.
Su descubridor se parecía mucho a aquel hombre, pero no lo era; llevaba el cabello corto y tenía los ojos más grises. Su sonrisa también era hermosa, con unos dientes tan blancos como la nieve, y no le faltaba ninguno. Estaba demasiado oscuro para poder distinguir más detalles, pero, cuando él le tendió la mano, ella la tomó y la apretó, asociando su persona con la del hombre que la había ayudado a saltar a la orilla y cuyo recuerdo ella conservaba claramente en su memoria. Una vez en el camino, sus ojos se despejaron lo bastante para permitirle ver que el hombre era mayor que su héroe de la roca y que era moreno de piel y de cabello; puede que fueran hermanos. Aquella conclusión la indujo a confiar en él y a caminar a su lado.
—Tienes frío —le dijo él ahora—. Te lo suplico, deja que te preste mi camisa. No quiero ofenderte, pero te tengo que tocar para ayudarte a ponértela, Kitty.
Aunque la hubiera ofendido, estaba demasiado agotada para oponer resistencia, por lo que permaneció dócilmente inmóvil mientras él se quitaba la camisa, le introducía los brazos en las mangas y dejaba después que ella misma se anudara los extremos de los faldones alrededor de la cintura.
—¿Estás un poco más caliente?
—Sí.
Consiguió, sin saber cómo, que sus piernas se siguieran moviendo hasta que llegaron al último tramo del camino que bajaba casi en picado por la ladera de una colina hacia una oscuridad de otra clase, iluminada por unos puntitos de luz y, allá en la distancia, una especie de borroso torbellino blanco. Tropezó y cayó pesadamente al suelo.
—Se acabó —dijo Richard, soltando la antorcha.
La tomó en brazos, se la echó a la espalda, sujetándole las muñecas con una mano y las piernas con la otra y echó a andar con tanta seguridad como si caminara de día. Cerca ya del final se levantaba una casa. Richard se acercó a ella y llamó a la puerta.
—¡Stephen! —gritó.
—¡Por Dios, Richard!, ¿qué haces, secuestras mujeres? —preguntó el hombre de la roca con un burlón destello en los picaros ojos.
—La pobre chica se ha pasado la noche en los bosques de Cascade. Algún hijoputa la atacó y le robó las cosas. Acompáñame con una antorcha a casa, por favor.
—Deja que yo la lleve —dijo Stephen—. Debes de estar agotado.
¡Sí, sí, llévame, por favor!, gritó ella en silencio. Pero Richard Morgan meneó la cabeza.
—No, la he llevado en brazos sólo durante el descenso por la ladera de la colina, no más. Tiene piojos. Me basta con que me acompañes a casa.
—Pero ¿qué más dan los piojos? Entra con ella —le ordenó Stephen, abriendo la puerta de par en par—. No tienes la chimenea encendida porque tenías previsto cenar conmigo y tampoco tienes comida preparada. ¡Entra con ella, hombre! Me he pasado los últimos dos días viendo toda suerte de bichos. —Se le conmovió el corazón al ver la cara de Richard. ¿Quién sabe por qué ama un hombre o a quién amará? Ha atravesado la frontera de su destino tal como hice yo a bordo del Alexander—. Tengo sopa de pescado. A ella le sentará bien el caldo.
—Primero, los piojos, de lo contrario, se pondrá enferma. Lo que más necesita es un baño y ropa limpia. ¿Tienes suficiente agua caliente en la repisa interior de la chimenea? ¿Necesitas agua fría? Voy a ver si Olivia Lucas me puede prestar algo.
—Tengo agua suficiente, pero no bañera ni peine para los piojos. A ver si Olivia tiene.
Richard se fue y dejó a Stephen solo con la pobre criatura que ya se había recuperado lo suficiente para contemplarlo con adoración…, con los ojos más extraordinarios que él jamás hubiera visto, de color cerveza moteado con puntitos marrón oscuro, y con unas cejas tan rubias y espesas que sólo su brillo de cristal bajo la luz de la vela traicionaba su presencia. Mucho más delgada de lo que probablemente Dios había dispuesto que fuera, de rostro ovalado y sin ninguna belleza especial salvo la de aquellos ojos; tenía una ancha nariz típicamente inglesa y una prominente barbilla típicamente inglesa.
Stephen colocó una silla en el centro de la estancia y la acomodó en ella.
—Soy Stephen Donovan —le dijo, sacando unos cucharones de sopa de pescado y vertiéndolos en un cuenco que apartó a un lado para dejarlo enfriar—. ¿Quién eres tú?
—Catherine Clark. Kitty —contestó ella, esbozando una sonrisa que dejó al descubierto un suave hoyuelo en su mejilla izquierda y unos dientes descoloridos. Señal, pensó el experto marino, de mareos constantes y desnutrición crónica.
—Tú me ayudaste a saltar a la roca —dijo ella.
—Junto con medio centenar de otros, en efecto. Y ahora, háblame del hombre y de tu noche en el bosque, Kitty.
Ella se lo explicó todo mientras su tranquilidad iba en aumento a cada minuto que pasaba, tomando nota del pulcro salón-cocina con su mesa, las preciosas sillas, el mostrador de la cocina, otra mesa que, al parecer, le servía a Stephen de escritorio, las paredes alisadas con arena en las que campeaban tres mandíbulas dotadas de enormes colmillos; un tablero de ajedrez con sus piezas descansando sobre el escritorio junto con un tintero, unas plumas de ave y papeles, y la mesa puesta para dos.
—Un hombre de cabello amarillo al que le faltaban cuatro dientes frontales.
—Sí.
—Tom Jones Segundo, con toda seguridad. —Stephen le ofreció el cuenco—. Bebe.
En cuando ella empezó a sorber delicadamente el caldo, una expresión de felicidad se dibujó en su rostro. Después, se lo bebió con avidez y alargó el cuenco vacío.
—Por favor, ¿me podéis dar un poco más, señor Donovan?
—Stephen. Te podrás tomar más dentro de un ratito, Kitty. Dejemos que se asiente primero todo lo que has bebido. ¿Te mareabas a menudo?
—Siempre —contestó ella con la mayor naturalidad.
—Bueno pues, a partir de mañana, frótate todos los días los dientes con un poco de ceniza de la chimenea. Si no lo haces, se te caerán. Vomitar diariamente la bilis durante varios meses, los consume y los deja reducidos a nada.
—Siento haber traído piojos a vuestra casa —dijo ella.
—¡Calla, por Dios, muchacha! Richard te buscará ropa limpia y quemaremos la que llevas. Pero creo que te tendrías que cortar el cabello si lo puedes resistir. No al rape, simplemente corto.
Ella hizo una mueca de desagrado, pero asintió en señal de obediencia.
Richard regresó con una bañera de reducido tamaño en cuyo interior había unas prendas de vestir.
—Olivia Lucas es un tesoro —dijo, depositando la bañera en el suelo y sacando la ropa que había dentro—. ¿Te ha contado Kitty lo que ocurrió?
—Sí. El atacante fue Tom Jones Segundo. Sin ninguna duda.
Ambos hombres llenaron hasta la mitad la bañera infantil con una mezcla de agua caliente y fría, trabajando, pensó la aturdida Kitty, como si fueran auténticos hermanos.
—¿Estás acostumbrada a bañarte, Kitty? —preguntó Richard.
Fue la manera más delicada que se le ocurrió para formular la pregunta. Cabía la posibilidad de que jamás se hubiera lavado en su vida, a juzgar por su aspecto.
—Sí, claro. No sé cómo daros las gracias, señor Morgan. No he tenido ocasión de lavarme como es debido desde que dejé el Lady Juliana. A bordo, conseguíamos mantenernos limpias y libres de piojos. Si me dais unas tijeras, me cortaré el cabello —añadió con un leve acento londinense…, puede que fuera de Surrey o Kent.
Richard la miró, horrorizado.
—¡No cortemos todavía el cabello! Tengo un peine de dientes finos y lo seguiremos usando hasta que consigamos dejarlo libre incluso de liendres. Me llamo Richard, no señor Morgan. ¿De dónde eres, Kitty?
—De Faversham, en Kent. Después estuve en el asilo de niñas de Canterbury y desde allí pasé a la finca de St. Paul Deptford como moza de cocina. Me juzgaron en Maidstone y me condenaron a siete años de deportación —recitó humildemente—. Robé un tejido de muselina en una tienda. O eso creo.
—¿Cuántos años tienes?
—Cumplí veinte el mes pasado.
—Ya es hora de que te bañes. —Richard se inclinó y tomó la bañera como si fuera una pluma—. Puedes disponer del dormitorio y de la vela, y frótate bien. Dame los zapatos y arroja toda la ropa sucia al exterior a través de la ventana. Stephen, dale la ropa limpia, jabón y un cepillo… ¡Vamos, a ver si espabilas! Lávate el cabello, niña, frótate el cuero cabelludo y péinate bien el cabello como si en ello te fuera la vida. —Soltó una leve carcajada—. A tu cabello sí le va, desde luego.
»Bueno, ahora vamos a la cuestión de Tom Jones Segundo —dijo en cuanto abandonaron a la chica a su suerte—. ¿Cómo lo hacemos?
—Eso déjalo de mi cuenta. —Stephen encendió una vela con el fuego de la chimenea y después echó la sopa de pescado en dos cuencos y partió una barra de pan por la mitad—. No me parece conveniente molestar al comandante, siendo así que la señora Morgan es su ama de llaves. La noticia de que has recogido a una joven extraviada no tardará en llegar a sus oídos. ¡Qué suerte que se apellide Clark! Recurriré a nuestro querido teniente Ralphie y le contaré la historia, subrayando que la chica no es una de sus «malditas putas». Con un apellido como el de Clark, se mostrará más dispuesto a creerme. Además, el segundo Tom Jones le cae muy mal, y en eso demuestra tener muy buen gusto. Pero me temo que la chica jamás recuperará su ropa de cama… Jones ya se la habrá regalado a alguna maldita puta a cambio de sus favores.
Tomando los zapatos de Kitty, Richard se intercambió una mirada con Stephen e hizo una mueca.
—Huelen peor que los pantoques del Alexander —dijo, arrojándolas al fuego. Después se lavó concienzudamente las manos en el mostrador de la cocina de Stephen—. A ver si puedes convencer a nuestro querido teniente Ralphie de que regale a la chica un nuevo par de zapatos ahora que en los almacenes hay unos cuantos. —Se sentó para saborear con avidez la sopa de pescado y el pan—. Pensé que era un gato —añadió inesperadamente.
—¿Cómo?
—Gemía en el bosque. Sonaba como el maullido de un gato. Fui en su busca en la esperanza de encontrarte un nuevo Rodney.
Stephen lo miró con ternura desde el otro lado de la mesa. ¡Cuán propio de él! ¿Es que jamás pensaba primero en sí mismo? Y ahora había aparecido aquella desventurada muchacha que era tan poco delincuente como la Virgen María. Una pobre palurda procedente de un asilo. ¿Cómo se le habría ocurrido enamorarse de ella? Estaba atrapado. Pero ¿por qué ella? Había ayudado a docenas de mujeres a saltar a la orilla y algunas eran preciosas, otras visiblemente cultas y otras alegres, ingeniosas e incluso refinadas. No todas las convictas eran unas malditas putas. Por consiguiente, ¿por qué Catherine Clark? Fea y escuálida, rubia y necia. Una chica de lo más vulgar, sin el menor encanto, inteligencia o belleza.
—Te agradezco el pensamiento —dijo Stephen—, pero Olivia ya me ha prometido uno de sus gatitos, un macho de color anaranjado sin una sola mancha blanca. Ya tiene nombre… Tobías. —En cuanto se terminó la sopa, Stephen se levantó para ver si en la olla quedaba suficiente para una segunda ración para ellos y un poco más para Kitty—. ¿Has visto alguna vez unos ojos como los suyos?
Puesto que se había vuelto de espaldas, no pudo ver el espasmo de Richard; cuando se volvió de nuevo, el dolor ya estaba desapareciendo, pero el poco que todavía quedaba le provocó un sobresalto.
—Sí —contestó Richard sin que le temblara la voz—. He visto unos ojos como los suyos. En mi hijo William Henry.
—¿Tuviste sólo un hijo, Richard?
—Sólo William Henry. Su hermana murió de viruela antes de que él naciera. Su madre murió de un ataque cuando él contaba ocho años. Él desapareció poco antes de cumplir los diez. La gente creyó que se había ahogado en el Avon, pero yo, no. O quizá sería mejor decir que yo no quise creerlo. Estaba en compañía de un maestro de la escuela de Colston. El maestro se pegó un tiro y dejó una nota, diciendo que él había sido la causa de la muerte de William Henry, lo cual sólo sirvió para complicar las cosas. Todo Bristol se pasó una semana buscándolo, pero el cuerpo de William Henry jamás se encontró. La peor angustia fue la duda… Si murió, ¿cómo murió? El único que me lo habría podido decir había muerto por su propia mano.
Lo que más me sorprende, pensó Stephen, es que me haya convertido en su hermano, a mí que soy una desvergonzada señorita Molly. El maestro, ¡qué profesión tan fabulosa para un aficionado a los abusos sexuales infantiles!, hizo algo. En eso me apuesto la vida, y Richard también lo sabe. Y, sin embargo, jamás me ha identificado con aquel hombre a pesar de lo que soy.
—Sigue, Richard —añadió con dulzura.
—A partir de entonces, me dio igual vivir que morir. Te conté lo del fraude en el impuesto sobre el consumo y de los estafadores que se libraron de mí enviándome a juicio en Gloucester. —Ladeando la cabeza, Richard clavó los ojos en la superficie de la mesa y bajó los párpados mientras su terso rostro adquiría una soñadora expresión contemplativa—. Pero ahora comprendo que William Henry está muerto. Los ojos de la chica son el mensaje de Dios. Han contestado a muchas preguntas.
Stephen rompió a llorar.
Una parte de su dolor era por la pérdida de Richard, pero otra era por la suya, a pesar de que jamás había abrigado la menor esperanza y se había limitado a asistir al sacerdote como un acólito, a la espera de que se iniciara el santo sacrificio de la misa. Creyéndolo así y en ausencia de amor, por lo menos experimentaba el exquisito consuelo de saber que Richard no pertenecía a nadie más. Pero, por supuesto que pertenecía a alguien: a su familia muerta y, por encima de todo, a William Henry. A quien había perdido para siempre. Hasta que Dios le había enviado a Catherine-Kitty Clark para que lo mirara con los ojos de su hijo. Una bendición. Así es cómo suele ocurrir. Una mirada, una sonrisa, una palabra, un gesto sin ningún significado para los demás porque el significado reside en lo absolutamente singular y personal. El tiempo y el tormento.
—Si ya estás más tranquilo, me alegro —dijo Stephen.
Se abrió la puerta interior y ambos hombres se volvieron.
A Richard le pareció preciosa, impecablemente limpia desde el cabello tan sedoso como el de un bebé hasta las nacaradas uñas de los pies, sonriendo serenamente tal como suele hacer un niño que acaba de realizar su primer recado independiente. Encantadora. Adorable. Su pequeña Kitty, de quien cuidaría hasta su muerte.
A Stephen le pareció simplemente una versión más aceptable de lo que era cuando estaba sucia: fea y escuálida, rubia y necia. ¿Su sonrisa? Vulgar y ligeramente empalagosa. ¡Oh, las intrigas del destino! Otorgar a aquella mediocre muchacha el único don capaz de atrapar y retener firmemente a Richard Morgan.
—Necesitas una camisa antes de enfrentarte con el viento de agosto de Sydney Town —dijo Stephen, arrojándole una a Richard—. Kitty, tus zapatos estaban tan sucios que los hemos tenido que quemar. Puede que muy pronto te consiga otros, pero tendrás que permitirnos que te llevemos a cuestas hasta la casa de Richard.
—¿No me podría quedar aquí? —preguntó ella.
—¿En una casa donde no hay más que hamacas? Además, puede que reciba una visita más tarde. ¿Preparada?
Fuera Stephen alargó la mano hacia Richard y éste la tomó. Kitty se sentó sobre sus brazos entrelazados, rodeando con un brazo el cuello de Richard y con el otro el de Stephen. Sosteniendo cada uno una antorcha en su mano libre, ambos hombres bajaron por el valle y subieron hasta más arriba de la presa y el estanque de King hasta llegar a la casa de Richard junto al lindero del bosque.
La chimenea ya estaba lista y la leña amontonada a lo largo del antehogar. Stephen saludó a Richard, se inclinó en una profunda reverencia ante Kitty y los dejó. Tenía que arreglar su casa, y su trabajo con los convictos empezaba al amanecer. ¡No, no era cierto! Mañana, recordó, era domingo.
Richard llevó en brazos a Kitty hasta su retrete, temiendo que sus delicados pies no soportaran la aspereza del sendero, y después la llevó de nuevo en brazos hasta la casa.
—Si necesitas ir por la noche, despiértame —le dijo, arrebujándola en su lecho de plumas.
—Y vos, ¿dónde vais a dormir?
—En el suelo.
Kitty entreabrió los labios para añadir algo más, pero el sueño la venció sin darle tiempo a pronunciar las palabras; Richard comprendió que ningún ruido o movimiento la iba a despertar. Por consiguiente, se quitó la ropa, la arrojó a un cubo y la dejó fuera antes de dirigirse a su estanque para asegurarse de que no llevaba encima ningún piojo. Temblando de frío, regresó al calor de la chimenea, se puso unos pantalones viejos, se hizo una cama en el suelo con lona del Sirius y se tumbó, profundamente satisfecho. Cerró los ojos y se quedó inmediatamente dormido.
Para despertar antes del amanecer con el canto del gallo de John Lawrell. El fuego se había convertido en brasas, pero se podía recuperar; le arrojó leña encima y echó un vistazo al contenido de la despensa, no mejor abastecida que cualquier otra despensa de la isla de Norfolk. Buena parte de las provisiones aún no había llegado a la playa. Como de costumbre, lo que sí había llegado consistía sobre todo en ron y ropa, los dos artículos menos útiles en su opinión. Pero tenía una barra de pan de maíz de Aaron Davis, elaborada con la suficiente cantidad de harina de trigo para hacerla comestible, y el huerto estaba lleno de cosas buenas: repollos, coliflores, berros de la orilla del río, judías planas, guisantes y lechugas que crecían todo el año.
Llegó el amanecer y después se produjo la salida del sol. Richard se acercó a la cama para echar un vistazo a Kitty, que, al parecer, no se había movido. Tumbada boca arriba con la transformada camisa de hombre que Olivia Lucas les había regalado, los brazos y el pecho al aire. Contemplándola con los párpados cerrados, la pudo estudiar con más indiferencia que cuando ella lo miraba con los ojos de William Henry. Un rubio y fino cabello liso que no se podía llamar de oro ni de lino; unas cejas y unas pestañas rubias; una piel blanca levemente rosada, lo cual lo indujo a suponer que no habría subido mucho a cubierta; una nariz un poco grande y achatada; una dulce boca de sonrosados labios que le recordaba la de Mary; una pronunciada barbilla por encima de un largo y esbelto cuello; unas bonitas manos de ahusados dedos.
El comandante Ross presidía los oficios religiosos a las ocho y, como King (que se levantaba más tarde), no toleraba ausencias; Richard tendría que ir, pero la ausencia de Kitty, que aún no figuraba en el registro de la isla, no sería advertida. ¿Exponerla a la mirada de Lizzie Lock sin antes prepararla? ¡Jamás! Por consiguiente, subió al arroyo para bañarse, se puso los únicos calzones y las únicas medias cuidadosamente conservadas que tenía, la chaqueta, el chaleco y el tricornio y uno de los dos pares de zapatos que le quedaban. La chica seguía durmiendo como un tronco. No supo si dejarle una nota, pero llegó a la conclusión de que probablemente no sabía leer y escribir. Por consiguiente, al final salió de casa en la esperanza de que Kitty no se despertara hasta que él regresara media hora después.
—¿Cómo está Kitty? —preguntó Stephen, acercándose a él al término del oficio.
—Durmiendo.
—Johnny te llevará otra cama esta tarde, pero me temo que tendrás que rellenar el colchón y la almohada con paja.
—Eres muy bueno.
Richard llamó con un silbido a MacTavish, el cual había aceptado la presencia de una desconocida en la casa, retirándose fuera antes de que ella lo pudiera ver.
—Intentaré conseguirte otras provisiones, pero puede que tengamos que esperar hasta mañana. Nuestro querido Ralphie ya no tiene las llaves y Freeman es un despiadado hijoputa que no tiene por costumbre tomarse demasiadas molestias.
—Bien lo sé yo. Será mejor que me vaya.
Stephen le dio unas cariñosas palmadas en el hombro.
—Richard, estás cloqueando como una gallina clueca.
—Es que tengo un pollito —replicó Richard sonriendo—. ¡Ven, MacTavish!
Al parecer, la mañana había provocado un cambio en el ánimo del perro, el cual cruzó brincando la puerta y saltó a la cama de Richard, donde se puso a lamer el brazo de Kitty, extendido sobre la almohada. Ésta se despertó sobresaltada, contempló el bigotudo rostro canino y sonrió.
—Éste —dijo Richard, quitándose el tricornio— es MacTavish. ¿Te encuentras bien, Kitty?
—Muy bien —contestó ella, tratando de incorporarse—. ¿Tan tarde es? ¿Ya habéis salido?
—Vengo de la iglesia —le explicó Richard—. Levántate de la cama y te acompañaré a mi baño. El suelo es muy blando y no te lastimará los pies. Mañana probablemente tendrás zapatos.
Kitty visitó el retrete y después siguió a Richard hasta el pequeño estanque del bosque, en cuya orilla él había dejado jabón y un trapo para secarse.
—El agua está muy fría, pero te gustará en cuanto estés dentro. Eso es muy romano: lo bastante hondo para sumergirte, pero no lo bastante para ahogarte. Cuando estés lista, vuelve a casa y te daré el desayuno que haya. La señora Lucas te visitará más tarde para hablarte de tus necesidades, aunque me temo que lo único que tienes es la ropa de convicta y aquellos horribles zapatos sin tacones ni hebillas. ¿Guardabas cosas bonitas en el fardo?
—No, sólo ropa vieja. —Kitty vaciló—. Anoche me bañé. ¿Me tengo que volver a bañar esta mañana?
Era el momento de aclarar ciertas cosas. Richard la miró con la cara muy seria.
—Este clima no es como el de Inglaterra y este lugar no es Inglaterra. Tendrás que trabajar en el huerto, cuidar de una cerda, buscarle comida con una destral o irle a buscar mazorcas de maíz en el granero. Sudarás tal como sudo yo. Por consiguiente, te tendrás que bañar todas las noches cuando termines el trabajo. Hoy te puedes bañar dos veces. No te puedes quitar de encima toda la porquería del Surprize frotándote una sola vez, especialmente, el cabello. Si vas a compartir mi casa, exijo que tu persona esté tan limpia como mi casa y mi propia persona.
Kitty palideció.
—¡Pero eso está al aire libre! ¡Me pueden ver!
—Nadie se atreve a entrar en mis dominios. Soy un hombre con quien nadie se toma libertades.
Después la dejó sola, lamentando haber sido tan duro con ella, pero firmemente decidido a hacerle comprender sus normas.
El estanque se había construido de una manera muy curiosa, con un canal que iba a parar al arroyo y que se cerraba por medio de una compuerta de madera; otro canal, que se cerraba de la misma manera, iba a parar cuesta abajo a su huerto. Kitty no comprendía aquella extraña disposición, no porque careciera de inteligencia para captar su finalidad sino a causa de la limitada existencia que había vivido.
Tras haber escuchado las normas y haber comprendido que Richard no toleraba la desobediencia, se quitó la camisa y se arrojó al agua antes de que cualquier hombre que permaneciera al acecho entre la maleza pudiera ver algo. La frialdad la indujo a emitir un jadeo, pero, al poco rato, dejó de notar el frío; la sensación de permanecer sumergida hasta el cuello resultaba muy agradable. Podía sumergir la cabeza para eliminar el jabón del pelo, frotarse debidamente el cuero cabelludo, las axilas y la entrepierna. Cuando utilizó el peine de dientes finos, el dolor le hizo saltar las lágrimas, pero el peine salió prácticamente limpio.
Salir del estanque no le resultó nada difícil; en el fondo del estanque había un bloque de piedra que servía de peldaño. La tierra que rodeaba el estanque estaba cubierta de berros que mantenían los pies limpios hasta que se secaban; el trapo era muy grande y la envolvió por entero hasta que su cuerpo se secó lo bastante para ponerse la camisa y el vestido de convicta, donado, al parecer, por la señora Lucas, la cual, junto con toda la gente de allí, llevaba en aquel confín del mundo más de dos años y medio.
Ahora que ella también había llegado al confín del mundo, no tenía ni idea de dónde estaba el confín del mundo; lo único que sabía era que había tardado casi un año en llegar y que el barco había hecho escala en toda una serie de puertos que ella apenas había visto. Kitty era de las que se escondían, no subían casi nunca a cubierta y procuraban evitar que algún miembro de la tripulación del Lady Juliana se fijara en ella. La apurada situación en que se encontraba no le había partido el corazón de pena como a la pobre chica escocesa que se había muerto de vergüenza antes de que el barco abandonara el refugio del Támesis; Kitty no tenía padres a los que afligir o deshonrar y eso, tal como le había enseñado el destino de la pobre chica escocesa, era una suerte. La enfermedad también la había mantenido aislada; a ningún marinero le apetecía retozar con una chica que no paraba de vomitar, por mucho que lo atrajeran sus ojos. Sabía muy bien que éstos eran su único atributo agradable.
Ya vestida y tranquilizada por la cercanía de la casa de Richard, miró con asombro a su alrededor. La isla de Norfolk se parecía tan poco a Kent como Port Jackson.
Cuando el Lady Juliana llegó a Port Jackson, el barco iba tan cargado y navegaba tan despacio que tuvieron que remolcarlo desde los Heads por medio de unas lanchas y amarrarlo a una considerable distancia de la orilla. ¡Un lugar extraño y aterrador! Un grupo de negros desnudos se habían acercado remando en una canoa hecha con corteza de árbol, hablando atropelladamente, señalando con los dedos y blandiendo unas lanzas justo en el momento en que ella se había armado de valor para subir a cubierta; entonces había vuelto a bajar precipitadamente y ya no se había atrevido a subir. Algunas de las convictas, ¡oh, cuánto las admiraba!, se habían vestido con las preciosas prendas que el capitán Aitken les había guardado durante la travesía y se pavoneaban por la cubierta, en la absoluta certeza de que serían muy bien recibidas en cuanto desembarcaran. ¡Qué valor el suyo! No se podía vivir dieciocho meses entre ellas, por muy acobardada y mareada que una estuviera, sin comprender que las doscientas cuatro mujeres del Lady Juliana eran tan distintas como un huevo de una castaña y que hasta las más descaradas dueñas de burdeles tenían su dignidad y su amor propio. Mucho más que ella.
Su estancia en la isla de Norfolk también había empezado en medio del terror; un terror que desapareció de inmediato, en cuanto ella aprendió a no contrariar a Richard Morgan y a Stephen Donovan, los cuales le recordaban un poco al señor Nicol, el mayordomo del Lady Juliana, un hombre compasivo por naturaleza. Richard, ella ya se había dado cuenta, era más poderoso que Stephen. Ambos le habían dicho que eran hombres libres y ambos eran supervisores. Sin embargo, Richard la intimidaba y Stephen la atraía. Y, a pesar de no tener la menor idea de cuál iba a ser su destino ni de cómo funcionaba aquel lugar o quién lo hacía funcionar, comprendió de alguna manera que las decisiones acerca de ella dependerían de Richard más que de Stephen.
Los árboles la impresionaban, pero no veía en ellos la menor belleza. Lanzando un profundo suspiro, pisó con los pies descalzos el sendero que conducía a la casa, cubierto con una especie de escamosas y crujientes colas que resultaban más incómodas que dolorosas. Al emerger de entre los pinos, vio a Richard trabajando en la construcción de algo en el extremo más alejado del huerto mientras el perro brincaba a su alrededor. Vestido tan sólo con unos pantalones de lona, estaba aplicando mortero a una hilera de piedras colocada en el suelo. Sus brazos y sus hombros eran impresionantes; la suave piel morena de su espalda se movía como un río. Su experiencia con hombres parcialmente desnudos era muy escasa; el capitán Aitken había insistido en que sus marineros llevaran la camisa puesta, por mucho calor que hiciera o por muy poco viento que soplara. Aitken, un hombre temeroso de Dios que cuidaba de sus prisioneras con cristiana imparcialidad, era lo bastante sensato para no prohibir a los hombres de su tripulación, o a sí mismo, el acceso a la carga que transportaba su barco. El hecho de escuchar las conversaciones de las mujeres más audaces y descaradas le había permitido conocer las peculiaridades de la anatomía masculina, pues sus compañeras solían comentar alegremente los atributos y las proezas amorosas de sus amantes y despreciaban a las Catherine Clark y las Annie Bryant, calificándolas de señoritas mírame y no me toques. Había borrado de su memoria la Newgate de Londres, donde su humillación era todavía demasiado reciente para que pudiera desterrar el sobresalto y el temor. Se había acurrucado en un rincón y había ocultado el rostro y sólo había comido porque Betty Riley le llevaba agua y comida. En Port Jackson vio por primera vez a unos hombres desnudos de cintura para arriba, algunos de ellos con unas terribles cicatrices en la espalda. Y, aunque Richard Morgan no llevaba camisa la víspera, ella no se había dado cuenta debido a la presencia de Stephen.
Ahora, la contemplación de Richard la impresionó, pero no despertó en ella ningún tierno o femenino anhelo; lo que vio sirvió para confirmar la impresión de que Richard era un hombre al que se tenía que obedecer y respetar. Además, era viejo. No estaba arrugado ni era un cascarrabias, era simplemente… un viejo. Más bien por dentro que por fuera. Por fuera era muy fuerte, muy guapo y muy atractivo. Pero ella había visto primero a Stephen Donovan y ya no podía ver otra cosa.
Stephen. Era como un sueño. Fuerte, tremendamente apuesto y rebosante de gracia… y también juvenil, despreocupado, con una radiante mirada y una sonrisa y plenamente consciente de la atención femenina que despertaba. Tras ayudarla a desembarcar, se había puesto a bromear con algunas de las mujeres más descaradas, pero había logrado rechazar sus insinuaciones y sus claras invitaciones sin ofenderlas. Jamás se le habría ocurrido pensar que aquellas expertas mujeres habían comprendido lo que era con sólo echarle un vistazo, pues no tenía la menor idea de que algunas personas se sentían atraídas por las de su propio sexo. El asilo de la Iglesia anglicana de Canterbury, cuna de la Iglesia de Inglaterra, no le había enseñado las realidades de la vida. En aquellos lugares preferían amenazar y azotar a los niños para inculcarles buenas costumbres, los utilizaban con provecho y después los enviaban al mundo para que se buscaran la vida como criados mal pagados, obsesionados tan sólo por su indignidad y totalmente ignorantes de lo que ocurría en el ancho mundo. Como es natural, Kitty había oído palabras como Rome mort y Señorita Molly en sus dos cárceles, pero éstas no significaban nada para ella y enseguida las había olvidado. El hecho de que algunas personas que se sentían atraídas por las de su propio sexo fueran mujeres y de que convivieran con ella en el Lady Juliana tampoco le había dado que pensar.
Stephen, Stephen, Stephen… Oh, ¿por qué no habría sido él quien la encontrara? ¿Por qué no se albergaba ella en su casa? ¿Y qué quería Richard de ella?
Richard se incorporó y se puso una camisa.
—¿Te ha resultado muy desagradable el baño? —preguntó, dejando que ella lo precediera al interior de la casa mientras sus ojos, si ella hubiera tenido el valor de mirar, parpadeaban de placer.
—No, señor, ha sido muy agradable.
—Richard. Me tienes que llamar simplemente Richard.
—No es muy apropiado —dijo ella—. Sois lo bastante mayor para ser mi padre.
Por primera vez descubrió en Richard una característica con la cual se iba a tropezar una y otra vez. Ninguna alteración en la expresión de su rostro, ningún movimiento inadecuado de las manos o el cuerpo, ningún cambio en los ojos y, sin embargo, algo estaba ocurriendo, una especie de misteriosa e invisible reacción.
—Soy efectivamente lo bastante mayor para ser tu padre, pero, aun así, soy simplemente Richard. Aquí no guardamos las apariencias, tenemos cosas más importantes en que pensar. Yo no soy uno de tus carceleros, Kitty. Soy un hombre libre, pero, hasta hace muy poco tiempo, era un convicto como tú. Sólo gracias al trabajo y a la suerte me han concedido el indulto.
La hizo sentar a la mesa y le sirvió pan de maíz, lechuga y berros y agua para beber.
—¿Stephen también era un convicto? —preguntó ella en un susurro mientras comía con avidez.
—No, jamás. Stephen es un marino.
—¿Sois amigos desde hace tiempo?
—Desde hace por lo menos una eternidad. —Remetiéndose la camisa en los pantalones, Richard se sentó y se pasó nerviosamente los dedos por el corto cabello—. ¿Sabes por qué te han enviado aquí?
—¿Qué es lo que tengo que saber? —preguntó ella, perpleja—. Me pondrán a trabajar hasta que cumpla mi condena. Por lo menos, eso es lo que dijo el juez en el juicio. Nadie me ha vuelto a hablar de ello.
—¿No te has preguntado jamás por qué a ti y a otras doscientas mujeres os colocaron a bordo de un barco y os enviaron a diecisiete mil millas de distancia para cumplir la condena? ¿No te parece extraño que os enviaran a un lugar donde no hay ni hospicios ni fábricas?
A punto de alargar la mano hacia otro trozo de pan, Kitty sintió que ésta le caía inerte sobre el regazo. Abrió enormemente los ojos y entonces Richard observó que sólo se parecían parcialmente a los de William Henry; los de William Henry se habían diseñado con un borroso pulgar mientras que los suyos eran obra de un pulgar de cristal.
—Pues claro —dijo Kitty muy despacio—. Claro. ¡Oh, pero qué tonta soy! Pero es que estaba muy mareada y, al principio, tenía miedo y estaba aturdida. No hay asilos ni fábricas en los confines del mundo. Aquí no hay chalecos de caballero que bordar… Eso es lo que hacía yo en el asilo de Canterbury. ¿Queréis decir que nos han enviado aquí para convertirnos en esposas de los convictos?
Richard apretó los labios.
—Sería más sincero decir que os han enviado aquí por conveniencia. No quiero dar a entender que conozco los motivos por los cuales se ha puesto en práctica este experimento, sólo sé que han sacado de Inglaterra a muchos hombres que, de otro modo, se habrían convertido en una población a tener en cuenta. Ha habido amotinamientos y muchos hombres que no tenían nada que perder se han escapado a la campiña inglesa. Mientras que, en los confines de la tierra, a Inglaterra no le importa que los hombres se amotinen o se escapen, pues no constituyen una amenaza para Inglaterra. Las únicas personas a las que se tiene que proteger son los carceleros, sus mujeres y sus hijos. —Richard hizo una pausa para mirarla fijamente a los ojos—. Los hombres sin mujeres se reducen al nivel de las bestias. Por consiguiente, las mujeres constituyen una parte necesaria del gran experimento, que consiste en convertir los confines de la tierra en una enorme cárcel inglesa. O eso es lo que yo creo.
Frunciendo el entrecejo, Kitty lo escuchó, tratando de asimilarlo: Richard le estaba diciendo que el único motivo de que la hubieran transportado a aquel lugar era el de convertirla en un alivio para los hombres.
—Somos vuestras putas —dijo—. ¿Es por eso por lo que los tripulantes del Lady Juliana nos llamaban putas? Yo siempre pensaba que ello se debía a que seguramente creían que nos habían condenado por ejercer la prostitución, y me extrañaba un poco. Casi todas habíamos sido condenadas por robar o tener en nuestro poder objetos robados o haber atacado a alguien con un cuchillo. Ser prostituta no es un delito, decían algunas mujeres… y se enfadaban cuando las llamaban putas. Pero lo que los marineros querían decir es que éramos unas futuras putas. ¿Es eso?
Richard dirigió la mirada al techo y lanzó un suspiro.
—Bueno —dijo al final, mirándola con una triste sonrisa en los labios—, si mi hija estuviera viva, tendría aproximadamente tu edad. Y sería tan ignorante como tú… como buen padre, yo me habría encargado de que así fuera. ¿Cuáles son tus circunstancias, Kitty? ¿Quiénes fueron tus padres?
—Mi padre era un agricultor arrendatario en Faversham —contestó Kitty, levantando con orgullo la barbilla—. Mi madre murió cuando yo tenía dos años y mi padre me dejó al cuidado de un ama de llaves. Murió cuando yo tenía cinco años. Su granja revertió a la finca porque no tenía heredero. Me entregaron a la parroquia, y la parroquia me envió a Canterbury.
—¿Eras hija única?
—Sí. De haber vivido mi padre, yo habría aprendido a leer y escribir y me habrían educado para casarme con un granjero.
—Pero, en su lugar, te enviaron a un asilo de pobres y jamás aprendiste a leer y escribir —dijo dulcemente Richard.
—Así es. Como tengo buena vista y unos dedos muy hábiles, me pusieron a bordar. Pero eso no dura mucho. Es un trabajo demasiado delicado para las manos adultas. Allí me quedé hasta que cumplí diecisiete años en que, de repente, me hice mayor. Y entonces me enviaron a la finca de St. Paul Deptford como moza de la cocinera.
—¿Cuánto tiempo permaneciste allí?
—Hasta que… me detuvieron. Tres meses.
—¿Cómo te detuvieron?
—La mansión tenía cuatro criadas de la cocina y los lavaderos: Betty, Annie, Mary y yo. Mary y yo teníamos la misma edad, Annie tenía dieciséis años y Betty veinticinco. De repente, el amo y el ama tuvieron que desplazarse urgentemente a Londres y el señor y la señora Hobson se emborracharon con oporto. La cocinera se encerró en su buhardilla. Era el cumpleaños de Betty y ésta dijo que por qué no íbamos a dar un paseo por las tiendas. Yo jamás había estado en una tienda.
¡Era horrible! Estaba sentado allí como si fuera el director del asilo, una venerable figura de anciano revestido de autoridad, escuchando aquella estúpida historia con rostro inexpresivo. Era una historia estúpida…, demasiado estúpida para contarla en la sesión regional de los tribunales en Kent, en caso de que alguien lo hubiera pedido. Pero nadie lo había hecho.
—¿Nunca saliste del asilo, Kitty?
—No, nunca.
—Pero alguna vez te debían de dar un día libre en la hacienda de St. Paul Deptford, ¿verdad?
—Tenía medio día libre una vez a la semana, pero nunca con alguna de las otras chicas, por eso yo tenía por costumbre irme a pasear por el campo. Yo habría preferido ir a dar un paseo por el campo el día del cumpleaños de Betty, pero ella se burló de mí y me llamó paleta porque nunca había estado en una tienda, y entonces me fui con ellas.
—Tuviste una tentación en una tienda, ¿verdad?
—Supongo que debió de ser algo así —contestó Kitty en tono dubitativo—. Betty llevaba una botella de ginebra y estuvimos bebiendo todo el rato por el camino. No recuerdo las tiendas ni haber entrado en ellas… Sólo recuerdo unos hombres que gritaban y a los alguaciles que nos encerraron.
—¿Qué robaste?
—Muselina en una tienda, dijeron en el juicio, y tejido de hilo a cuadros en otra. Ni siquiera sé por qué robamos… Los vestidos que llevábamos eran de la misma clase de tejido. Cuatro y seis peniques las diez yardas de muselina, dijo el jurado, aunque el tendero no hacía más que gritar que valían tres guineas. No nos acusaron del robo del tejido de hilo.
—¿Tenías por costumbre beber ginebra?
—No, jamás la había probado. Y Mary y Annie tampoco. —Kitty se estremeció al recordarlo—. Jamás volveré a beber, eso seguro.
—¿Todas fuisteis condenadas a ser deportadas?
—Sí, a siete años. Nos enviaron a todas al Lady Juliana casi inmediatamente después del juicio. Supongo que las otras deben de estar por ahí. Yo estaba muy mareada… Todo el mundo pierde la paciencia conmigo y no me esperaron. Y, en el Surprize, estaba todo muy oscuro.
Richard se levantó bruscamente, rodeó la mesa, apoyó una mano en el hombro de Kitty y se lo acarició.
—No te preocupes, Kitty, no volveremos a hablar de eso. Eres una niña como las que sólo los asilos de las parroquias inglesas saben crear a partir de una muchacha.
MacTavish entró brincando, tras haberse desayunado un par de jugosos ratones. Dándole una última palmada a Kitty, Richard hizo lo mismo con el perro.
—Ha llegado la hora de que crezcas, Catherine Clark. No para perder la inocencia sino para conservarla. Aquí no hay haciendas ni asilos, ya lo sabes. Si te hubieras quedado en Port Jackson, habrías ido a parar al campamento de las mujeres, pero el comandante de la isla de Norfolk Robert Ross no es partidario de segregar a las mujeres. Y tiene razón, pues ello da lugar a problemas mucho peores. Cada una de las mujeres del Surprize será acogida por un hombre que tenga una casa o una cabaña, aunque algunas irán a casas como la de la señora Lucas para encargarse de las tareas del hogar y de los niños, otras servirán a los oficiales y los infantes de marina y otras serán para hombres del Sirius.
Kitty palideció.
—Yo soy vuestra —dijo.
Richard esbozó una tranquilizadora sonrisa.
—No soy un violador, Kitty, ni tengo intención de acosarte con insinuaciones o requiebros. Te tendré como criada. En cuanto pueda, añadiré una habitación a la casa para que ambos podamos disfrutar de un poco más de intimidad. Lo único que pido a cambio es que hagas cualquier trabajo que puedas hacer. Aquella estructura que estoy construyendo allí es una pocilga para la cerda que el comandante Ross me entregará, y una de tus responsabilidades será cuidar de la cerda.
Y también de la casa, de las gallinas cuando nos las den y del huerto. Tengo a un hombre, John Lawrell, que cuida de mis cereales y se encarga del trabajo más pesado. La comunidad te considerará mía y eso bastará para protegerte.
—¿No se me ofrece ninguna otra alternativa? —preguntó Kitty.
—En caso de que se te ofreciera, ¿dónde preferirías estar?
—Preferiría ser la criada de Stephen —se limitó a contestar.
Ni el rostro ni los ojos experimentaron la menor alteración, pero ella supo que algo había ocurrido en el interior de Richard. Sin embargo, lo único que él le dijo fue:
—Eso no va a ser posible, Kitty. No sueñes con Stephen.
El resto del día transcurrió con sorprendente rapidez; la señora Lucas acudió a la casa, respirando afanosamente.
—Caigo sin poderlo remediar en cuanto mi Nat cuelga los pantalones en la percha —explicó, dejándose caer en una silla—. Dos hasta ahora y un tercero en camino.
—¿Son niños o niñas? —preguntó Kitty, sintiéndose más a gusto con aquel tipo de conversación que con los temas más serios que Richard solía elegir.
—Dos gemelas de un año, Mary y Sarah. Este embarazo lo llevo de una manera distinta y, por consiguiente, supongo que será niño. —Olivia se abanicó con su sombrero de confección casera—. Richard me dice que le has hablado de una tal Annie que debe de estar por ahí o a punto de desembarcar. Me interesaría tenerla como criada si consigo localizarla primero… siempre y cuando tú creas que se sentirá más a gusto con una familia que con un hombre.
—De eso estoy segura, señora Lucas. Annie es como yo.
Los grandes ojos castaños se entrecerraron. Conque así estamos, ¿eh, Richard? Stephen dijo que te habías enamorado como un tonto y yo pensé que, finalmente, te vería feliz. ¿Qué mujer sería tan necia para rechazar a un hombre como tú? Pero aquí la tenemos, y ni siquiera es una mujer…, una estúpida muchacha que, para colmo, es virgen. Lo lógico sería que la cárcel y la larga travesía las hiciera madurar rápidamente, pero ya he visto a muchas chicas como Kitty. Se libran de la contaminación del mal haciéndose las mosquitas muertas. En Port Jackson son las primeras en morir, pero en la isla de Norfolk, viven para aprender lo que ni la cárcel ni la travesía por mar ha conseguido enseñarles: a lo más que puede aspirar una convicta es a un hombre bueno, amable y honrado como mi Nat. Y como Richard Morgan.
Reprimiendo aquellos pensamientos, Olivia Lucas pasó a instruir a Kitty en cuestiones de carácter femenino y en cómo debería comportarse en aquel lugar demasiado lleno de hombres.
La conversación quedó interrumpida por la llegada de Stephen y de Johnny Livingstone que transportaban una cama. Olivia lanzó un grito y regresó a toda prisa a su casa, dejando a los tres hombres y a Kitty a punto de sentarse a disfrutar de su almuerzo dominical, una improvisada comida preparada con los distintos ingredientes que cada uno de ellos había aportado: guisantes cocidos con un poco de carne de cerdo salada, un plato de arroz con cebollas, pan de maíz y un postre de frutos de los bananos del huerto de Richard, muchos de los cuales tenían la peculiar costumbre de ofrecer al principio aspectos muy variados.
Mientras permanecía sentada escuchando la conversación de los hombres, Kitty se dio cuenta de que jamás en su vida había estado expuesta a la conversación masculina o a la compañía de los hombres. Al cabo de media hora, se sintió apabullada; ¡sabía tan pocas cosas! Bueno, escuchar y recordar equivalía a aprender, y ella estaba dispuesta a aprender. Los hombres no chismorreaban como las mujeres, aunque eran capaces de reírse de buena gana tal como hicieron con la historia que contó Johnny, ¡Jesús, pero qué guapo era!, acerca del comandante Ross y el capitán Hunter que, al parecer, estaban tremendamente enemistados entre sí. Casi toda la conversión giraba en torno a los problemas de la construcción, la disciplina, la madera, la piedra, la cal, los gusanos, las herramientas o el cultivo de cereales.
Observó que Stephen era muy aficionado a tocar. Si pasaba junto a Richard o Johnny, apoyaba la mano en un hombro o una espalda y, en cierta ocasión, alborotó en broma el corto cabello de Richard exactamente de la misma manera que alborotaba el pelo de MacTavish. En cambio, cuando pasaba por su lado, procuraba dar un buen rodeo alrededor de su silla y jamás la invitaba a participar en la conversación.
Creo que me han olvidado. Ninguno de ellos me mira tal como yo quisiera que me mirara Stephen, con afecto y cariño. Y, cuando me miran, apartan de inmediato los ojos. ¿Por qué será? Stephen era el que llevaba la voz cantante y jamás permitía que hubiera una pausa; le pareció que, a diferencia de lo que estaba ocurriendo aquel día, Richard siempre intervenía de un modo más activo en las discusiones. Aquel día sólo hablaba cuando le dirigían la palabra y, algunas veces, lo hacía con aire ausente. Cuando los hombres se levantaron para ir a echar un vistazo a la pocilga, Kitty empezó a quitar la mesa y a ordenar sólo lo que ella pensó que podía cambiar de sitio sin causar problemas. Sólo entonces comprendió que era su presencia lo que los cohibía, sobre todo, a Richard.
La insistencia del comandante en que nos acojan los hombres que tengan una casa o una cabaña le ha estropeado a Richard los ratos libres… y probablemente también se los ha estropeado a Stephen, pues ambos son muy amigos. Yo no tengo la menor importancia. Soy un estorbo. En el futuro, tendré que buscarme pretextos para dejarlos solos.
Aquella noche Richard ya tuvo una cama donde dormir, construida exactamente igual que la que le habían asignado a ella, con una estructura de madera acoplada a un entramado de cuerda; sin embargo, cuando le ordenó que se fuera a la cama poco después del anochecer, depositó una vela sobre la mesa que utilizaba como escritorio, colocó un libro en un atril y se puso a leer. Cualquier delito que Richard hubiera cometido, pensó Kitty muerta de sueño, estaba claro que era muy culto y había sido educado como un caballero. El amo de St. Paul Deptford no tenía unos modales tan refinados cono los suyos.
A la mañana del día siguiente, lunes, Kitty apenas vio a Richard, el cual salió poco después del amanecer para dirigirse a sus aserraderos, regresó a casa para un rápido almuerzo frío llevando consigo un par de zapatos para ella y dedicó buena parte de la pausa del mediodía a trabajar en la pocilga cuya construcción ya estaba muy adelantada. La pocilga medía unos veinte pies de lado y estaba integrada por una empalizada de madera sobre una hilada de piedra.
—Los cerdos andan hozando por todas partes —explicó Richard mientras trabajaba— y por eso no se les puede confinar en un espacio cercado por una simple valla, tal como se hace con las ovejas o el ganado. Y se les tiene que proteger del sol porque se calientan en exceso y mueren. Sus excrementos apestan, pero ellos son unas criaturas limpísimas y siempre eligen exclusivamente un rincón de la pocilga como retrete. Por eso resulta muy fácil recoger el estiércol, el cual es un abono excelente, por cierto.
—¿Tendré que recoger el estiércol? —preguntó Kitty.
—Sí. —Richard levantó la cabeza para dirigirle una sonrisa—. Comprobarás que los baños son muy necesarios.
Aquella noche Richard no regresó a casa. Le dijo que hiciera lo que quisiera con las raciones, pues eran suyas; estaba acostumbrado a cuidar de sí mismo y, por regla general, comía con Stephen, el cual era un soltero empedernido y no quería tener mujeres en casa. Jugaban al ajedrez, le explicó, y, por consiguiente, debería irse a la cama al anochecer sin esperar su regreso. A pesar de su ingenuidad, a Kitty todo aquello le pareció muy raro. Stephen no se comportaba como un soltero empedernido. Aunque, bien mirado, ella no tenía ni idea de cómo se comportaba un soltero empedernido. No obstante, la comida del domingo le había enseñado que los hombres se lo pasaban muy bien en compañía de otros hombres y se sentían cohibidos en presencia de las mujeres.
El martes se presentó en la casa un infante de marina para comunicarle que debería desplazarse a Sydney Town para identificar al hombre que la había acosado y robado. El panorama que se contemplaba desde la casa de Richard era muy limitado; el aspecto de Arthur’s Vale la impresionó. Las laderas de las colinas de ambos lados estaban enteramente cubiertas de trigo verde y maíz, al igual que el fondo del valle propiamente dicho; había alguna que otra casa colgada en lo alto, varios establos y cobertizos y un estanque con patos. De repente, salió del valle y se encontró con toda una serie de casas y cabañas de madera dispuestas en auténticas calles no arboladas, separadas de otras estructuras más grandes que había al pie de las colinas por un inmenso pantano de color verde. Pasó por delante de la casa de Stephen Donovan sin reconocerla.
Dos oficiales militares —no sabía distinguir la diferencia entre un infante de marina y un soldado de tierra— la esperaban en el exterior de un gran edificio de dos pisos que más tarde averiguó que era el cuartel de la infantería de marina. Un abigarrado grupo de convictos permanecía alineado allí cerca y los oficiales iban impecablemente vestidos con pelucas, espadas y sombreros ladeados. Los convictos llevaban todos camisa.
—¿La señora Clark? —preguntó el oficial de más edad, traspasándola hasta el alma con un par de pálidos ojos grises.
—Sí —contestó ella en un susurro.
—¿Un hombre se acercó a vos en el camino de Cascade el día 13 de agosto?
—Sí, señor.
—¿Trató de forzaros y os desgarró el vestido?
—Sí, señor.
—¿Corristeis a refugiaros en el bosque para escapar de él?
—Sí, señor.
—¿Qué hizo entonces el hombre?
Con las mejillas encendidas y los impresionantes ojos enormemente abiertos, Kitty contestó:
—Al principio, pareció que me perseguía, pero entonces se oyeron unas voces. Tomó mi fardo y mi ropa de cama y se alejó en esta dirección.
—Pasasteis la noche sola en el bosque, ¿no es cierto?
—Sí, señor.
El comandante Ross se volvió hacia el teniente Ralph Clark, el cual, tras haber oído la historia de labios de Stephen Donovan y haberla verificado a través de Richard Morgan, sentía curiosidad por ver cómo era su tocaya. Comprobó con alivio que no era una puta; tan dulce y refinada como la señora Mary Branham que, tras haber sido ultrajada por un marino del Lady Penrhyn, había dado a luz un hijo en Port Jackson y había sido enviada junto con su hijito a la isla de Norfolk a bordo del Sirius; él se había interesado por ella cuando la pusieron a trabajar en el comedor de oficiales. Adorable y hermosa, muy en la línea de su amada Betsy. Ahora que ya sabía que Betsy y el pequeño Ralphie se encontraban bien en Inglaterra —y, especialmente ahora que ya disponía de una cómoda casa propia— sería más fácil que Mary cuidara de un solo oficial y una sola casa; ahora el pequeño ya estaba dando sus primeros pasos y era tremendamente travieso. Sí, el hecho de acoger a Mary equivaldría a hacerle un favor. Como es natural, no lo comentaría en su diario, que estaba escrito exclusivamente para los ojos de su querida Betsy y que, por consiguiente, no podía contener nada que pudiera alterarla o turbarla. Las referencias ocasionales a las malditas putas eran permisibles, pero la aprobación de cualquier convicta no lo era en absoluto.
¡Bien, bien! Tras haber tomado una decisión acerca del futuro de Mary Branham y el suyo propio, Clark miró inquisitivamente al comandante Ross.
—Teniente Clark, os ruego que acompañéis a la señora Clark a la hilera para ver si el villano se encuentra entre ellos —dijo Ross que había reunido a todos los convictos previamente castigados por mala conducta.
Dirigiéndose cortésmente a ella, el teniente acompañó a Kitty a lo largo de la hilera de enfurruñados hombres y después regresó con ella a la presencia de su superior.
—¿Está aquí? —ladró Ross.
—Sí, señor.
—¿Dónde?
Kitty señaló al hombre de las dos bocas. Ambos oficiales asintieron con la cabeza.
—Gracias, señora Clark. El soldado os acompañará a casa.
Y eso fue todo. Kitty huyó a toda prisa.
—Tom Jones Segundo —dijo el soldado.
—Es el que pensaba el señor Donovan.
—El señor Donovan los conoce a todos.
—Es un hombre muy amable —dijo ella con tristeza.
—Sí, no está mal para ser una señorita Molly. No es de ésos que parecen unos blandengues. Lo he visto machacar a un hombre a puñetazos… un hombre mucho más corpulento que él. Menudo es el señor Donovan cuando se enfada.
—Pues sí —convino plácidamente Kitty.
Y se fue a casa con el soldado, olvidando a Tom Jones Segundo.
Richard seguía ausentándose por las noches, y no siempre para ir a jugar al ajedrez con Stephen, tal como ella tuvo ocasión de averiguar. Era amigo de los Lucas, de un tal George Guest, de un infante de marina llamado Daniel Stanfield y de otros. Lo que más le dolía a Kitty era que ninguno de aquellos amigos le pidiera jamás que lo acompañara, una ulterior confirmación de su condición de criada. Hubiera sido bonito tener alguna amiga, pero no sabía nada de Betty y Mary, y Annie estaba sirviendo efectivamente como criada en casa de los Lucas. Conocer al otro criado de Richard, John Lawrell, había sido una dura prueba para ella. Éste la había mirado con semblante enfurecido y le había dicho que no se acercara a sus gallinas ni a la parcela de trigo.
Por consiguiente, cuando vio acercarse a una mujer por el sendero que discurría entre las hortalizas, Kitty se dispuso a recibirla con sus mejores sonrisas y reverencias. A bordo del Lady Juliana, la mujer hubiera sido calificada de excéntrica, pues llamaba la atención por su vulgaridad, ataviada con un vestido a rayas rojas y negras, un chal rojo de seda, unos zapatos de tacón con hebilla de falsas piedras preciosas y un monstruoso sombrero de terciopelo negro, adornado con unas rojas plumas de avestruz.
—Buenos días, señora —dijo Kitty.
—Lo mismo os digo, señora Clark, pues así creo que os llaman —contestó la visitante, entrando en la casa. Una vez dentro, miró con asombro a su alrededor—. Hace un buen trabajo, ¿verdad? Y con más libros que nunca. ¡Leyendo sin parar! Así es Richard.
—Os ruego que os sentéis —dijo Kitty, indicándole amablemente una silla.
—La casa es tan bonita como la del comandante —dijo la mujer de rojo y negro—. Siempre me sorprende la racha de buena suerte de Richard. Es como un gato, siempre cae de pie. —Sus negros ojillos miraron de arriba abajo a Kitty mientras fruncía las pobladas cejas negras por encima de la nariz—. Nunca me consideré nada del otro mundo —dijo, una vez finalizada la inspección—, pero, por lo menos, me sé vestir. Tú, en cambio, eres la fealdad personificada.
Kitty la miró boquiabierta de asombro.
—¿Cómo decís?
—Ya me has oído. La fealdad personificada.
—¿Quién sois?
—Soy la esposa de Richard Morgan, ¿qué te parece?
—No me parece nada —contestó Kitty en cuanto recuperó la respiración—. Encantada de conoceros, señora Morgan.
—¡Qué barbaridad! —dijo la señora Morgan—. ¡Dios mío! ¿Qué es lo que se propone Richard?
Como no sabía qué se proponía, Kitty no dijo nada.
—¿No eres su amante?
—¡Ah! ¡Claro! —Kitty meneó la cabeza, contrariada—. Qué tonta soy… Nunca pensé que…
—Tonta sí eres, desde luego. ¿No eres su amante?
Kitty levantó la barbilla.
—Soy su criada.
—¡Jo, jo! ¡Pero qué orgullosa eres!
—Si sois la señora Morgan —dijo Kitty, envalentonándose ante las burlas de la visitante—, ¿por qué no vivís en esta casa? Si fuerais su esposa, él no habría necesitado una criada.
—No vivo aquí porque no quiero —contestó con altivez la esposa de Richard Morgan—. Soy el ama de llaves del comandante Ross.
—En tal caso, no quiero entreteneros. No me cabe la menor duda de que estáis muy ocupada.
Lizzie se levantó de inmediato.
—¡La fealdad personificada! —repitió, encaminándose hacia la puerta.
—¡Puede que sea una ordinaria, señora Morgan, pero, por lo menos, todavía no estoy en las últimas! ¡A no ser que seáis también la fulana del comandante!
—¡Bruja del demonio!
Y allá se fue, bajando por el camino mientras las plumas se agitaban en lo alto del sombrero.
Tras haberse recuperado del sobresalto —provocado no tanto por su propia temeridad cuanto por la conducta y el lenguaje de la señora Morgan—, Kitty repasó aquel encuentro con más serenidad. Pasaba de los treinta y, bajo el espantoso atuendo que lucía, era tan vulgar como ella. Y, por lo que había podido deducir del comandante Ross la única vez que lo había visto, no era su amante. El comandante debía ser un hombre muy exigente. Por consiguiente, ¿por qué había acudido la señora Morgan a la casa y, por encima de todo, por qué se había ido? Cerrando los ojos, Kitty evocó su imagen y vio ciertas cosas que el asombro le había impedido ver en presencia de la persona de carne y hueso. Mucho dolor, mucha tristeza y una gran indignación. Sabiéndose una figura patética, la señora Morgan se había presentado ante su rival haciendo gala de una agresiva altanería para disimular su inmenso dolor y su profunda sensación de abandono. ¿Y cómo sé yo todo eso? Pues porque lo sé. No era ella quien lo había abandonado a él. ¡Él la había abandonado a ella! Eso era todo. ¡Oh, pobre mujer!
Satisfecha de sus dotes deductivas, se incorporó en la cama envuelta en su camisa de convicta y esperó a la vera del moribundo fuego el regreso de Richard. Pero ¿adónde va?
Su antorcha subió parpadeando por el sendero dos horas después de la caída de la noche; como todas las noches, Richard había comido rápidamente un bocado en el aserradero y se había dirigido a la destilería, para comprobar que todo fuera bien, medir personalmente la cantidad de ron y anotarla en su registro. Faltaba poco para el cierre. Los barriles y el azúcar ya se estaban acabando. En total, la destilería habría producido cinco mil galones.
—¿Por qué estás despierta? —preguntó Richard, cerrando la puerta a su espalda y arrojando unos troncos al fuego—. ¿Y qué hacía la puerta abierta?
—Hoy he recibido una visita —contestó Kitty con intención.
—Ah, ¿sí?
Richard no le preguntó quién era, lo cual estropeó un poco el efecto.
—La señora Morgan —dijo ella con cara de niña traviesa.
—Me estaba preguntando cuándo aparecería por aquí —dijo Richard.
—¿No queréis saber qué ha ocurrido?
—No. Ahora vete a dormir.
Kitty se acostó y estaba tan rendida y agotada que el solo hecho de tumbarse boca arriba en la cama le produjo un sopor inmediato.
—La abandonaste, lo sé —dijo en un adormilado susurro—. Pobre mujer, pobre mujer.
Richard esperó hasta tener la certeza de que ella se había dormido y entonces se cambió de ropa y se puso su improvisada camisa de dormir. Ya estaba amontonando la madera necesaria para la construcción de la habitación de Kitty y el sábado empezaría a transportar las piedras para los cimientos en su trineo. En cuestión de un mes, se libraría de ella o, por lo menos, conseguiría que le dejara libre la habitación. Kitty dispondría de su propia habitación adosada a la parte exterior de la pared y él pediría a Freeman que le facilitara un cerrojo para la parte interior de la puerta de comunicación. Entonces podría regresar a la libertad de dormir en cueros y a la sensación de ser dueño de una parte de sí mismo. Kitty. Nacida en 1770, el mismo año que la pequeña Mary. Soy un viejo insensato y ella es muy joven. A pesar de reconocerlo, lo último que vio antes de que el cansancio se convirtiera en sueño fue el silencioso e inmóvil bulto que ella formaba en su cama. Kitty no roncaba.
—¿Qué es una señorita Molly? —le preguntó ella al día siguiente cuando él regresó a casa al mediodía para tomarse una comida caliente.
El trozo de pan masticado estaba a punto de deslizarse hacia su garganta; se atragantó, tosió y ella tuvo que darle unas palmadas en la espalda y ofrecerle un vaso de agua.
—Perdón —dijo entre lágrimas y jadeos—. ¿Qué me has preguntado?
—¿Qué es una señorita Molly?
—No tengo ni la menor idea. ¿Por qué lo preguntas? ¿Te dijo algo Lizzie Lock? ¿Es eso?
La expresión de su rostro no presagiaba nada bueno.
—¿Lizzie Lock?
—La señora Morgan.
—¿Así se llama? Qué curiosa combinación. Lizzie Lock[8]. Fuisteis vos quien la dejasteis, ¿verdad?
—Ante todo, jamás estuve con ella —contestó Richard para desviar su atención de las señoritas Molly.
En los ojos se encendió un destello de interés.
—Pero os casasteis con ella.
—En efecto, en Port Jackson. Fue un impulso caballeresco, del que me he arrepentido amargamente.
—Lo comprendo —dijo ella como si efectivamente lo comprendiera—. Creo que experimentáis muchos impulsos caballerescos de los que más tarde os arrepentís. Como lo mío.
—¿Por qué crees que me arrepiento de haberte acogido en mi casa, Kitty?
—Soy un estorbo para vos —contestó ella con toda sinceridad—. No creo que quisierais tener una criada, pero el comandante Ross dijo que teníais que acoger en vuestra casa a una de nosotras. Os tropezasteis casualmente conmigo y me elegisteis. —Algo en los ojos de Richard le dio que pensar; ladeó la cabeza y lo miró con expresión inquisitiva—. Vuestra casa ya estaba completa sin mí —añadió con trémula voz—. Vuestra vida ya estaba completa sin mí.
En respuesta al comentario, Richard se levantó para depositar el cuenco y la cuchara en el banco que había al lado de la chimenea.
—No —dijo, volviéndose hacia ella con una sonrisa que a Kitty le llegó al alma—, la vida nunca está completa hasta que se termina. Y yo no rechazo las dádivas que Dios me ofrece.
—¿A qué hora regresaréis a casa? —preguntó ella contemplando la espalda que se alejaba.
—Muy pronto, y con Stephen —contestó él—, por consiguiente, arranca unas cuantas patatas.
En eso consistía la vida: en arrancar patatas.
En realidad, el huerto le gustaba y andaba ocupada en él siempre que la dichosa cerda le dejaba un momento libre. Augusta había llegado ya preñada del cerdo del Gobierno y tenía un apetito voraz. Si Kitty hubiera conservado suficiente juicio para preguntarse qué significaría el cumplimiento de su condena antes de que Richard se lo explicara —pero no lo había conservado—, en su vida habría imaginado que pudiera significar atender a una perversa glotona de cuatro patas llamada Augusta.
Puesto que Richard no estaba nunca en casa, había tenido que aprender por las malas cómo manejar un hacha y trocear palmitos y helechos, arrancarles la piel y darle la médula a Augusta para que se la zampara; acarreaba cestos de maíz desde el granero; recitaba conjuros de Kent para que el maíz creciera bien. Si Augusta era ahora insaciable, ¿cómo sería cuando tuviera que amamantar a doce cerditos?
Los tres meses transcurridos en la finca de St. Paul Deptford le habían sido de una gran utilidad, pues, aunque allí jamás le habían permitido preparar ningún plato, ella lo había observado todo con gran interés y ahora estaba en condiciones de preparar los sencillos alimentos que la isla de Norfolk ofrecía. Puesto que no había vacas y la leche de las pocas cabras que tenían estaba destinada a los bebés y los niños, la leche era inexistente; la carne escaseaba ahora que el pájaro de Mt. Pitt se había ido (aunque Kitty sólo había oído hablar de él, pues jamás lo había probado); y las verduras variaban entre las judías verdes y los repollos y la coliflor en invierno; Richard había recogido una buena cosecha de garbanzos de la variedad llamada «calavance»; y, con la llegada del Justinian, cada día había algún tipo de pan. Lo que más echaba de menos era una taza de té. Las convictas del Lady Juliana podían disfrutar de té y azúcar; aunque algunas preferían sacarles un poco de ron a los marineros, la mayoría era aficionada por encima de todo al té azucarado. Había sido prácticamente lo único que la mareada Kitty conseguía beber, y ahora lo echaba mucho de menos.
Así pues, cuando Stephen y Richard llegaron, ya les había preparado una comida a base de patatas hervidas y cecina hervida y una barra de pan blanco.
Entraron cargados de cacharros y cajas.
—Hoy el capitán Anstis ha montado su tenderete en la playa —dijo Richard— y tenía todo lo que a mí me apetecía comprar. Ollas sin tapadera, una olla con pitón para hervir agua, sartenes, cacitos, platos y cubos de estaño, platos y jarras de peltre, cuchillos y cucharas, tejido de indiana sin blanquear… y hasta polvo de esmeril, cuando pregunté si tenía. ¡Mira, Kitty! He comprado una libra de granos de pimienta de Malabar y un almirez y una mano de mortero para machacarlos. —Depositó una caja de madera de un pie cuadrado sobre el escritorio—. Y aquí tienes una caja de té verde chino sólo para ti.
Cubriéndose las mejillas con las manos, ella le miró casi con lágrimas en los ojos.
—¡Oh! ¿Habéis pensado en mí?
—¿Y por qué no iba a pensar? —replicó él, sorprendido—. Sabía que echabas de menos una taza de té. Te he comprado también una tetera. Endulzarlo no será difícil. Te cortaré un tallo de caña de azúcar y lo trocearé en pedacitos. Lo único que tendrás que hacer será machacar los pedacitos con un martillo y hervirlos para hacer un jarabe.
—¡Pero todo eso cuesta dinero! —exclamó ella, consternada.
—Richard es un hombre muy considerado, muchacha —dijo Stephen mientras tomaba los artículos que Richard iba sacando del trineo—. Debo decir que lo has hecho asombrosamente bien, amigo mío, teniendo en cuenta con quién tratabas. Nick Anstis es un tipo muy testarudo.
—Deposité una moneda de oro sobre el mostrador —dijo Richard, volviendo a entrar en la casa—. Anstis tiene que esperar el dinero cuando cobra con pagarés mientras que el oro es el oro. Le encantó reducir sus precios a la cuarta parte a cambio de monedas del reino.
—Pero ¿cuánto oro tienes? —preguntó Stephen con curiosidad.
—El suficiente —contestó tranquilamente Richard—. Verás, es que también heredé de Ike Rogers.
Stephen le miró, boquiabierto de asombro.
—¿Es por eso por lo que Richardson no cargó la mano cuando el teniente King condenó a Joey Long a cien azotes por extraviar su mejor par de zapatos de la Armada Real? ¡Pero, qué guardado te lo tenías, Richard! También le debiste de pagar algo a Jamison a cambio de afirmar que la debilidad mental de Joey no le permitiría resistir toda la tanda de azotes… ¡hay que ver!
—Joey cuidó de Ike. Ahora yo cuido de Joey.
Se sentaron alrededor de la mesa para dar buena cuenta de la comida, los tres demasiado agotados por el esfuerzo para despreciar una dieta vulgar y aburrida en grado sumo.
—Supongo que te has pasado todo el día en Charlotte Field y es posible que no te hayas enterado de lo que le ha ocurrido al agresor de Kitty —le dijo Stephen a Richard cuando terminaron de comer y Kitty estaba lavando alegremente los cuencos y las cucharas en un nuevo lebrillo de estaño… ¡ya no en un cubo!
—Tienes razón, no me he enterado. Cuéntame.
—A Tommy Segundo no le gustaba en absoluto que lo encadenaran a la piedra del molino, por lo que anoche abrió con ganzúas las cerraduras de sus hierros y huyó al bosque, para reunirse sin duda con Gray.
—Ahora que los pájaros se han ido, se morirán de hambre.
—Yo también lo creo. Acabarán regresando a la muela.
Richard se levantó y lo mismo hizo Stephen. Después Richard rodeó con su brazo los hombros de Stephen y se encaminó con él hacia la puerta, lejos del oído de Kitty.
—Podrías comunicar al comandante —dijo en voz baja— que cabe la posibilidad de que se esté organizando una pequeña conspiración; al parecer, Dyer, Francis, Peck y Pickett están cultivando caña de azúcar robada en las inmediaciones del camino, y los cuatro han estado haciendo averiguaciones acerca de cosas como cacharros de cobre y tuberías de cobre.
—¿Y por qué no se lo dices tú mismo al comandante? Eres tú el que está implicado en esta clase de actividad.
—Precisamente porque no quiero ser yo quien se lo comunique al comandante. En este sentido, Stephen, camino con pies de plomo. Si fuera yo quien se lo dijera, el comandante podría pensar —en caso de que empezara a circular bebida ilegal entre los convictos y los infantes de marina— que he sido yo el que me he inventado la historia para disimular mi culpa.
¿Qué estarán murmurando?, se preguntó Kitty mientras secaba los cuencos y las cucharas con un trapo y los colocaba en su estante antes de empezar a lavar los nuevos platos, jarras y utensilios de cocina de peltre. ¡Cuánto me molesta su comportamiento!
Aunque su mundo se limitaba todavía al acre de Richard, Kitty estaba demasiado ocupada para pensar en la posibilidad de explorar; su única visita a Sydney Town, aparte de las que hacía para asistir a los oficios religiosos, había sido la que había efectuado para identificar a su agresor, y ninguna de ambas ocasiones se prestaba a los recorridos por los alrededores. Todos sus huesos de campesina estaban deseando hacer valer sus derechos; Richard no habría podido elegir a una clase de mujer más apropiada que Kitty para la vida que ésta debería llevar.
Kitty oía hablar constantemente de los «gusanos» y el 18 de octubre tuvo oportunidad de entrar directamente en contacto con ellos. El trigo del acre de Richard ya estaba espigado y ofrecía muy buen aspecto mientras que el trigo del Gobierno de las zonas más abiertas del valle había recibido el azote de los vientos salados y se había añublado, aunque no todo se había perdido, ni mucho menos. El año era seco y las cosechas sólo se salvaban gracias a las ocasionales noches de fuertes lluvias que cesaban a la mañana siguiente. Puede que por esta razón los gusanos no hubieran aparecido durante el invierno. De pronto, todas las plantas quedaron cubiertas por una palpitante manta de color verde: las orugas eran de un intenso color verde, muy delgadas y de aproximadamente una pulgada de longitud. Richard volvió a tener suerte, pues Kitty no les tenía miedo ni a los gusanos, ni a las orugas ni a ningún otro tipo de bicho. Asía las criaturas sin experimentar la menor repugnancia, a pesar de que la solución de tabaco jabón resultaba más eficaz. Todas las mujeres de la isla menos las que servían a los marinos o trabajaban en los aserraderos tuvieron que ponerse a recoger bichos y a rociarlos. En cuestión de tres semanas, los bichos desaparecieron. Muy pronto podrían cosechar el maíz, y el trigo se cosecharía a principios de diciembre. Aunque, de acuerdo con el nuevo plan elaborado por el comandante Ross, todo lo que cosechaba el liberado Richard era suyo, éste era muy escrupuloso en el envío de los excedentes a los almacenes, a cambio de lo cual iba acumulando pagarés. Lo que conservaba se dedicaba al consumo de las personas o de Augusta o bien se guardaba para la obtención de semillas.
El clima de la isla de Norfolk, pensaba de vez en cuando Kitty cuando trabajaba con la azada o se agachaba para arrancar malas hierbas, era auténticamente delicioso…, suave y templado, nunca demasiado caluroso a causa del sol. Y, cuando las plantas empezaban a marchitarse por falta de agua, una noche caía un fuerte aguacero que amainaba al amanecer. En aquella tierra rojo sangre y muy friable, se podía cultivar cualquier cosa. No, la isla de Norfolk no se podía comparar con el Kent de sus amores, pero tenía una cualidad mágica. Noches lluviosas y días soleados…, la esencia de las hadas.
Algunas de las mujeres que ella había conocido a bordo del Lady Juliana les habían tocado en suerte a los amigos de Richard. Aaron Davis, el panadero de la comunidad, se había quedado con Mary Walker y su hijo. A George Guest le había tocado Mary Bateman, a quien Kitty conocía y apreciaba, a pesar de percibir en ella algo extraño, algo así como una demencia futura. Edward Risby y Ann Gibson eran muy felices juntos y pensaban casarse en cuanto una autoridad con facultad para oficiar bodas visitara la isla. Aquellas mujeres y Olivia Lucas la visitaban… ¡Qué agradable le resultaba poder ofrecerles una jarra de té con azúcar! Mary Bateman y Ann Gibson estaban embarazadas; Mary Walker, cuyo hijo estaba al cuidado de Sarah Lee, también esperaba su primer hijo de Aaron Davis. La única estéril era Kitty Clark.
No había pescado. El cúter del Sirius, que habría podido alejarse considerablemente de la laguna para pescar, quedó destrozado tratando de desembarcar a seis convictas del Surprize, una de ellas con un niño. Los remeros se ahogaron, al igual que un hombre que se acerco a nado para acudir en su ayuda; una de las mujeres que sobrevivió fue la madre del niño ahogado. Por consiguiente, todas las ocasionales capturas de la barca de fondo plano iban a parar a los oficiales y los marinos; ni los marineros del Sirius ni los convictos liberados recibían jamás una parte de ellas. Pero el Justinian también transportaba plantas, entre ellas, bambú, y a Richard le entregaron un trozo muy pequeño para que pudiera cultivar unas cuantas cañas de pescar. Con los sedales manuales no pescaban nada desde las rocas.
Hubo pánico en Charlotte Field, donde los prados estaban cercados por una mezcla de enredadera y un arbusto muy espinoso. Una de las vallas prendió fuego accidentalmente y las llamas se extendieron por los maizales maduros. Al principio, en Sydney Town se dijo que todo el maíz se había quemado, pero el teniente Clark se desplazó allí a toda prisa y comunicó al desolado comandante Ross que sólo se habían perdido dos acres gracias a la incansable labor de los convictos que extinguieron el fuego. Tan agradecido estaba el teniente Clark a las malditas putas de Charlotte Field que regaló a cada una de ellas un par de zapatos nuevos procedentes de las existencias del Gobierno.
D’arcy Wentworth tendría que trasladarse a Charlotte Field con su amante Catherine Crowley y el pequeño William Charles en cuanto se le pudiera construir una casa; sería el superintendente de los convictos y también el médico de Charlotte Field. Sus deberes como médico oscilarían entre la asistencia a los partos y la decisión acerca de cuándo un convicto azotado ya no estaba en condiciones de resistir más azotes. En caso de que el culpable fuera una mujer, Wentworth solía ser indulgente mientras que el teniente Clark, que despreciaba a las mujeres de Charlotte Field, prefería que Richardson utilizara un «gato» más duro con las reincidentes.
Para gran alegría de Kitty, la variedad de comida había aumentado. Richard había colocado un estante de hierro a tres tercios de altura de la gran chimenea y una barra por encima de las llamas del otro tercio. Tenía ollas con tapadera para brasear, otras destapadas para hervir o estofar, sartenes para freír y una olla con pitón en un fresco rincón de la parte de atrás para poder prepararse un té o preparárselo a sus visitantes o echar un poco de agua caliente en el lebrillo de lavar los platos. Richard le había construido incluso lo que él llamaba un salva-jabón: un cesto de alambre con un mango de alambre en el que ella podía colocar un trozo de jabón e introducirlo en el agua sin malgastar ni una pizca.
Richard le dijo severamente a John Lawry que debería desprenderse de algunos de sus patos y sus gallinas y, de esta manera, Kitty aumentó el número de sus pupilos y pudo servir huevos en algunas ocasiones especiales. Augusta parió doce cerditos y sólo rodó un par de veces por encima de ellos para aplastarlos; tuvo el detalle de dejar vivas las seis hembras y dos machos que Richard tenía intención de convertir en lechones asados por Navidad. El producto de los cerdos era enteramente suyo. Si algún criador quería vender carne de cerdo a los almacenes, ella o él (Ross no había establecido ninguna diferencia en razón de sexo) cobraría el correspondiente importe; si alguien quería salar la carne de cerdo, se le facilitaba la sal y un barril donde poder hacerlo. El objetivo de Ross era, tal como éste ya había dicho al principio, conseguir que la mayor cantidad posible de convictos dejara de depender de los almacenes del Gobierno. Gente como Aaron Davis, Dick Phillimore, Nat Lucas, George Guest, John Mortimer, Ed Risby y Richard Morgan demostraban que el plan de Ross podía dar resultado con el tiempo.
Los principales problemas del comandante eran los marinos y los marineros del Sirius que se negaban a mancharse las manos cultivando hortalizas y otros productos del campo y exigían que los almacenes les facilitaran provisiones. Cuando los almacenes no se las facilitaban, solían robar verduras, melones y aves de corral de los convictos, una transgresión que Ross castigaba con tanta severidad como si el robo se hubiera producido en sentido contrario. Aquellos hombres libres murmuraban por lo bajo y miraban de soslayo con aviesas intenciones; todos ellos estaban absolutamente convencidos de que ningún convicto hubiera tenido que quedarse con el fruto de sus esfuerzos, de que todos los bocados que cultivaban los convictos les pertenecían y tenían que servir para alimentarlos a ellos antes que a los convictos. ¿Por qué tenían ellos que trabajar en un huerto habiendo tantos convictos que cultivaban lo suficiente para alimentarlos? Los convictos eran propiedad de su majestad el rey y no podían ser propietarios de nada ni conservar nada. Los convictos carecían de derechos, por consiguiente, ¿quién demonios se había creído que era el comandante Ross? Pasaban deliberadamente por alto el hecho de que el comandante Ross requisaba dos tercios de la producción de los convictos con destino a los almacenes; sólo los hombres libres podían quedarse con toda su producción.
El día de Navidad, sábado, amaneció claro y despejado, aunque soplaba viento del sur y había una fuerte marejada en Sydney Bay. Richard sacrificó a los dos cerditos machos, Nat Lucas mató dos gansos, George Guest tres patos muy gordos y Ed Risby cuatro gallinas mientras que Aaron Davis coció pan de harina de trigo molida, procedente de los excedentes que todos ellos habían cultivado para cumplir con las exigencias del Gobierno. Comieron a la sombra de los pinos de Point Hunter con Stephen Donovan, Johnny Livingstone y D’arcy Wentworth y su familia, y el cerdo y los pollos dieron vueltas en los espetones que D’arcy había requisado en la herrería. Stephen y Johnny aportaron diez botellas de oporto, suficientes para que tanto hombres como mujeres pudieran disfrutar de media pinta por barba.
El comandante había proclamado públicamente que, para los convictos, serían unas Navidades secas, aparte de la cerveza suave, y los marinos habían recibido la orden de consumir sus medias pintas lejos de las miradas de los convictos; King siempre había ofrecido ron a los convictos en las ocasiones especiales mientras que Ross, sobre todo tras haber descubierto lo que Dyer, Francis y compañía pretendían hacer con la caña de azúcar robada, no tenía la menor intención de hacer lo mismo.
Para Kitty fue el día más feliz de su vida desde la muerte de su padre. Extendieron por el suelo un trozo de lona del Sirius para que se sentaran las mujeres y facilitaron almohadones para que las embarazadas estuvieran más cómodas. Los pinos rompían la fuerza del viento, los padres bajaron con sus hijos pequeños a Turtle Bay para que chapotearan en el agua y construyeran castillos de arena, y las madres se reunieron para contar los habituales chismes. Kitty llevaba la tetera que utilizaba para ofrecer té a sus amigas, y lo preparó en una pequeña fogata aparte. Los hombres, tras haber cumplido con su deber de progenitores en la orilla del mar, se alejaron un poco para charlar un rato sentados sobre los talones mientras las mujeres se encargaban de los espetones, preparaban cuencos de lechuga, apio, cebollas y judías crudas, y enterraban las patatas entre las brasas. Sobre las dos de la tarde se sentaron para disfrutar del festín, a continuación hombres y mujeres brindaron todos juntos por su majestad británica y, finalmente, se tumbaron a hacer una siesta vespertina con los niños acurrucados a su lado.
Se encuentran muy a gusto todos juntos, pensó Kitty. Debido a las experiencias y las penalidades compartidas, había crecido lo bastante para comprenderlo. Somos una nueva clase de ingleses y cualquier cosa que hagamos siempre estará influida por el hecho de que otras personas mejores que nosotros nos enviaron aquí como indeseables. Unas personas que no son mejores en absoluto, sino que simplemente no ven más allá de sus propias narices. De repente, tuvo la impresión de que ninguno de aquellos convictos regresaría a Inglaterra. Le han perdido el respeto a Inglaterra. Ésta es su casa.
¿Y ella? Puesto que jamás había estado en la playa, permaneció sentada con los brazos alrededor de las rodillas y la barbilla apoyada en ellas, mirando hacia el arrecife invisible bajo las nubes de espuma y los zarcillos de finísimas gotas. Pero, a pesar de que no le pasó inadvertida la impresionante belleza del espectáculo, no se sintió especialmente atraída por él. A los ojos de su mente, la verdadera belleza estaba representada por Faversham, una buena casa de piedra con ventanas de bisagra abullonadas y montones de rosas de color blanco y rosado, bocas de dragón, alhelíes, aguileñas, pensamientos, dedaleras, campanillas, narcisos… y manzanales, tejos, robles…, verdes prados, lanudas ovejas blancas, hayas y abedules. ¡Oh, el perfume de las flores del jardín de su padre! Aquella plácida y soñadora sensación que envolvía toda la actividad y todos los esfuerzos humanos. La belleza de la isla de Norfolk le resultaba demasiado ajena, demasiado indomable. Y eso humillaba y aplastaba a la gente. Mientras que lo de casa potenciaba sus fuerzas.
Levantó la mirada y, al ver los ojos de Stephen clavados en ella, se ruborizó intensamente. Visiblemente sobresaltado, Stephen desvió de inmediato los ojos hacia el arrecife. ¡Oh, Stephen! ¿Por qué no me quieres? Si me quisieras, Richard me soltaría… Lo sé. No soy el centro de su vida. Me ha puesto en mi propia habitación y cierra bajo llave la puerta que nos separa, no porque yo lo tiente… Si lo hiciera, la cerradura estaría en el lado de la puerta que me corresponde. Para excluirme de su hogar. Para hacer como que yo no estoy allí. Stephen, ¿por qué no me quieres, queriéndote yo a ti tanto como te quiero? Quiero cubrirte el rostro de besos, tomarlo entre mis manos y contemplar tus ojos con una sonrisa en los labios, ver mi amor brillando en su inmensidad azul tal como brilla el sol en el cielo de la isla de Norfolk. ¿Por qué no me quieres amar?
En cuanto los rayos del sol empezaron a perder fuerza y los niños se cansaron hasta el punto de ponerse a gimotear, todo el mundo empezó a recoger sus cosas. Las familias se fueron tal como habían venido, Richard y Kitty regresaron andando a casa con su parte de las sobras de la comida y Nat y Olivia Lucas fueron los últimos en despedirse de ellos. William, el hijito de Olivia, era un bebé recién nacido, del que sus hermanas gemelas se mostraban extremadamente orgullosas. ¡Qué gente tan simpática!
—¿Qué te ha parecido tu primera Navidad en las antípodas? —le preguntó Richard.
—¿Qué Navidad habéis dicho? ¡Pero sí, la verdad es que lo he pasado muy bien!
—Las antípodas. Así se llama este rincón del mundo… Las antípodas. Viene del griego y significa algo así como «los pies al revés».
El sol se había ocultado detrás de las colinas del oeste y el acre de Richard estaba envuelto en unas frías y profundas sombras.
—¿Quieres que encendamos la chimenea?
—No, preferiría irme a la cama —contestó ella con cierta tristeza, pensando todavía en Stephen y en la forma en que la había rechazado y se había apartado de ella.
Como es natural, ella sabía muy bien por qué: era la fealdad personificada, a pesar de que había engordado un poco y sus pechos eran ahora casi tan bonitos como los de la mayoría de las mujeres, y tenía una fina cintura y unas caderas debidamente redondeadas.
—Cierra los ojos y extiende la mano, Kitty.
Ella obedeció, sintió algo pequeño y cuadrado en la palma de la mano y abrió los ojos. Un estuche. Con trémulos dedos, lo abrió y vio que contenía una gargantilla de oro.
—¡Richard!
—Feliz Navidad —dijo él, sonriendo.
Ella le arrojó los brazos al cuello, juntó la mejilla con la suya y, en un arrebato de gratitud y felicidad, le estampó un beso en la boca. Por un instante, Richard permaneció completamente inmóvil; después le rodeó la cintura con las manos y le devolvió el beso, el cual se transformó de un simple gracias en algo distinto por completo. Demasiado inteligente para confundir la reacción de Kitty con lo que no era, Richard se conformó con saborear la dulzura de sus labios. Ella no huyó ni protestó; en su lugar, se acurrucó junto a él y dejó que la siguiera besando. Una vibrante sensación de calor la invadió por dentro y entonces se olvidó de sí misma y de Stephen para dejarse arrastrar hacia el lugar donde la estaba llevando la boca de Richard, pensando, con la poca capacidad de pensar que le quedaba, que aquel primer auténtico beso de su vida era una experiencia tremendamente exótica y maravillosa y que Richard Morgan era mucho más interesante de lo que ella pensaba.
Richard la soltó bruscamente y salió fuera; se oyó de inmediato el sonido de su hacha. Kitty permaneció inmóvil, inmersa en la sensación residual de bienestar, y, de repente, recordó a Stephen y se sintió dominada por el remordimiento. ¿Cómo era posible que hubiera gozado del beso de Richard siendo así que era a Stephen a quien amaba? Con lágrimas en los ojos, se retiró a su habitación y se sentó en el borde de la cama para llorar en silencio.
Aún conservaba en la mano el estuche con la gargantilla de oro; cuando se le secaron las lágrimas, tomó la gargantilla y se la ajustó alrededor del cuello, pensando que, antes del siguiente baño, contemplaría su imagen reflejada en el estanque. ¡Qué amable había sido Richard! ¿Y por qué razón una parte de sí misma seguía deseando que Richard no la hubiera soltado?
El 6 de febrero de 1791, la gabarra Supply llegó finalmente al fondeadero con una carta del gobernador Phillip, en la que éste ordenaba a todos los tripulantes y oficiales del Sirius subir a bordo de la mencionada gabarra para dirigirse a Port Jackson, pero prometiendo a los que prefirieran instalarse en la isla de Norfolk sesenta acres de tierra en aquel lugar y su regreso a la isla en el siguiente viaje del Supply. El exilio de once meses del capitán John Hunter ya había terminado, y ya era hora. El odio que le inspiraba la isla de Norfolk ya jamás lo abandonaría… e influiría en buena parte de su conducta y de su carrera posterior. Su odio se extendía también al comandante Ross y a todos los malditos infantes de marina del mundo. El capitán Hunter se llevaría consigo a Johnny Livingstone, de vuelta finalmente al redil.
El barco almacén Gorgon, cuya llegada a Nueva Gales del Sur procedente de Inglaterra se esperaba desde hacía varios meses, aún no había llegado. Y tampoco había llegado ningún otro barco, excepto el Supply que había regresado el 19 del pasado mes de noviembre desde Batavia con una mísera cantidad de harina, pero con gran cantidad de arroz, el alimento que menos apreciaba la gente. El velero fletado Waaksamheid lo había seguido desde Batavia y había llegado a Port Jackson el 17 de diciembre, cargado con más toneladas de arroz y, entre otras cosas, té, azúcar y ginebra holandesa para los oficiales; la carne salada que transportaba resultó ser una putrefacta masa integrada en buena parte por huesos.
Según el teniente Harry Ball del Supply, su excelencia fletaría el Waaksamheid para trasladar al capitán Hunter y a la tripulación del Sirius a Inglaterra. En su afán de regresar cuanto antes a Port Jackson, el Supply zarpó el 11 de febrero. Entre los que embarcaron, pero tenían intención de regresar como colonos, se encontraban los tres hombres del Sirius que habían ayudado a proteger y dirigir la destilería del comandante Ross, ahora ya clausurada mientras el contenido de sus barriletes maduraba tranquilamente en algún lugar secreto. John Drummond se había enamorado de Ann Read, del Lady Penrhyn, la cual convivía con Neddy Perrott y, aunque Drummond comprendía que no podía tenerla, tampoco podía soportar zarpar rumbo a Inglaterra. William Mitchell se había ido a vivir con Susannah Hunt del Lady Juliana y ambos tenían previsto instalarse definitivamente en aquel rincón del mundo. Peter Hibbs había caído en las redes de otra chica del Lady Juliana, una tal Mary Pardoe que había sido la «esposa» de un marinero y había dado a luz una niña hacia el final de la travesía, en cuyo momento el muy miserable la había abandonado, dejando que se la llevaran a la isla de Norfolk.
El 15 de abril el Supply regresó. La primera carga que dejó en la orilla fue un destacamento del nuevo cuerpo de Nueva Gales del Sur, especialmente encargado desde Londres de la vigilancia del gran experimento y de liberar a los marinos de sus obligaciones y permitirles regresar a casa, si bien cualquier marino, al término de sus tres años de servicio, tendría la posibilidad de incorporarse al cuerpo de Nueva Gales del Sur en lugar de regresar a casa. El capitán William Hill, el teniente Abbott, el alférez Prentice y veintiún soldados sustituirían al mismo número de marinos, pero cuatro oficiales de marina se irían: tres por voluntad propia y el cuarto por una lamentable necesidad. El capitán George Johnston se iría a Port Jackson con su amante convicta Esther Abrahams y George, el hijo de ambos; el jovial teniente Cresswell, descubridor del territorio sin pinos de Charlotte Field, se iría tan solo como había venido; el teniente Kellow, tan odiado por sus compañeros oficiales, se iría con su amante convicta Catherine Hart y sus dos hijos, el menor de los cuales era suyo; y el teniente John Johnstone sería trasladado a bordo del Supply, gravemente enfermo. Del grupo inicial, sólo quedarían el comandante Ross, el teniente primero Clark y el subteniente Faddy. Y, como es natural, el subteniente Little John Ross.
El Supply transportaba también a otros dos médicos: Thomas Jamison, que acababa de pasar unas vacaciones en Port Jackson; y James Callam, del Sirius. Lo cual era una mala señal. Puesto que D’arcy Wentworth y Denis Considen ya estaban en la isla, el contingente de médicos ascendería a cuatro. ¿Cuatro para atender a una población ya diezmada en más de setenta personas?
—Eso me dice —le comentó el comandante Ross a Richard con la cara muy seria— que, en cuanto lleguen más transportes de convictos desde Inglaterra, vamos a recibir a muchos de sus habitantes. Su excelencia también me ha dado a entender su intención de enviarnos a algunos de sus múltiples delincuentes. En Port Jackson, dice, se escapan para matar a los nativos, saquean las colonias de las afueras y violan a las mujeres que encuentran solas. Cree que en este lugar más pequeño será más fácil controlarlos. Por consiguiente, tengo que construir una cárcel más sólida que el antiguo cuartel de la guardia y tendré que empezarlo a hacer ahora mismo… Nadie sabe cuándo llegarán los próximos transportes, sólo se sabe que llegarán. Al parecer, a Londres le interesa más librarse de sus delincuentes que asegurarse de que éstos puedan vivir aquí. O sea que tú sigue aserrando con toda la rapidez que puedas, Morgan, y que no se te pase por la cabeza la idea de clausurar un solo aserradero.
—¿Qué pinta tienen los hombres del nuevo cuerpo de Nueva Gales del Sur? —preguntó Richard.
—Yo no veo la menor diferencia entre sus reclutas y los míos…, unos bribones que sólo por descuido se libraron del interés de los tribunales ingleses. Los oficiales sólo son un poco mejores que ellos, pero su eficiencia no me inspira el menor entusiasmo. ¡Qué no daría yo por contar con un agrimensor honrado! Aquí tengo que conceder sesenta acres de tierra a hombres del Sirius como Drummond y Hibbs y también a algunos de mis marinos cuyo período de servicio ya ha finalizado y, sin embargo, no tengo ningún agrimensor. Bradley era un desastre y Altree no digamos. —En sus ojos se encendió un curioso destello—. Supongo, Morgan, que, entre tus múltiples cualidades, no figurará la agrimensura, ¿verdad?
Richard se echó a reír.
—¡Pues más bien no, señor!
La cosecha de maíz de Charlotte Field había sido espléndida; docenas de convictas tuvieron que entregarse a la tarea de descascarar y arrancar los granos de miles y miles de mazorcas; y la cosecha de trigo también había sido mucho más abundante de lo que los vientos agostadores y los voraces gusanos prometían. Pero Port Jackson había vuelto a las raciones de dos tercios, lo cual significaba que la isla de Norfolk recibiría la orden de hacer lo mismo. Por suerte, cuando zarpó el 9 de mayo, el Supply iba tan cargado de gente que no le quedó espacio para los cereales. La isla de Norfolk podría conservar lo que tenía… Por lo menos, de momento. En Charlotte Field habían construido una cómoda casa de troncos de pino para D’arcy Wentworth y su familia, a los que se echaba mucho de menos en Sydney Town. Aunque aquella aldea occidental ya no se llamaba Charlotte Field. El sábado, 30 de abril, el comandante Ross anunció oficialmente que debería llamarse Queensborough y que Phillipburgh pasaría a llamarse más propiamente Phillipsburg, con su correspondiente posesivo.
Desde la llegada del Supply, había transcurrido el tiempo suficiente para que las setecientas y pico personas de la isla de Norfolk empezaran a conocerse. Corrían por la isla toda suerte de rumores; el teniente Ralph Clark recogió las primeras dos remesas de chismes de las antípodas, pero el número de estos últimos era infinitamente superior. La señora Morgan era bastante aficionada a esparcir las noticias interesantes que averiguaba en la casa del teniente gobernador; la señora Mary Branham de la casa del teniente Ralph Clark también contribuía lo suyo. Las actividades de todo el mundo, desde las personas más altas hasta las más bajas, se examinaban, se juzgaban y eran objeto de conjeturas. Si un convicto abandonaba a su mujer del Lady Penrhyn y la sustituía por otra más joven del Lady Juliana, todo el mundo se enteraba; si un marino retozaba en secreto con la mujer de un convicto, todo el mundo se enteraba; si los soldados Escott, Mee, Bailey y Fishbourn elaboraban cerveza a partir de cebada de la isla y lúpulo del Justinian, todo el mundo se enteraba; si Little John Ross palidecía, todo el mundo lo sabía; y todo el mundo conocía la identidad del tercer hombre que había irrumpido en los almacenes y había intentado robar artículos destinados a la venta. El criado del señor Freeman John Gault y el convicto Charles Strong fueron condenados a recibir trescientos azotes cada uno con el gato más duro: cien en Sydney Town, otros cien cuando se recuperaran en Queensborough y, después, cuando se volvieran a recuperar, cien más en Phillipsburgh. Pero, a pesar de aquel terrible castigo que los dejaría lisiados de por vida, ambos se negaron a divulgar la identidad del tercer hombre. Pero todo el mundo la conocía.
Pese a las entremezcladas relaciones que se habían establecido entre los vigilantes y los vigilados, los bandos se mostraban muy divididos cuando se planteaba la cuestión de la suma de los agravios. Lo cual significaba que, cuando se reducían las raciones y parecía que los marinos estaban a punto de amotinarse, el comandante Ross no temía que los convictos se aprovecharan repentinamente de la situación. Encabezados como siempre por hombres como Mee, Plyer y Fishbourn, los marinos se negaban a recibir sus raciones de los almacenes, quejándose de que sus raciones de harina ya habían menguado, pues tenían que utilizar parte de ellas para cambiarlas por productos frescos de los convictos. La breve insurrección fracasó. En respuesta a sus exigencias, el comandante Ross les dijo que eran unos condenados holgazanes y una escoria que no le inspiraba la menor compasión y con la que no tenía el menor tiempo que perder. Si querían conservar intactas las raciones de harina, que se cultivaran ellos mismos los productos. Disfrutaban de más tiempo libre y más pescado que los convictos, ¿qué les impedía hacerlo? Escott, el ex criado de Ross y otros soldados se vinieron abajo; la amenaza de rebelión se disipó. Poco después, se planteó de nuevo la cuestión de la asignación de una buena jarra de ron al día. Cuando ninguna otra cosa los pacificaba, el ron era lo único capaz de hacerlo. ¿Cómo podía privar a la mitad de sus marinos de sus mosquetes?, se preguntó Ross. La respuesta fue que no. Por consiguiente, mejor mantenerlos tranquilos y al diablo con su conciencia.
Como es natural, la partida de Johnny Livingstone se notó. Todos los ojos se clavaron en Stephen Donovan en su afán de ver quién sería el sustituto de Johnny. Nadie permanente y nadie de entre los convictos; puesto que Donovan seguía desempeñando su tarea de superintendente de los grupos de trabajo con la misma jovialidad y la misma crueldad que de costumbre, todo el mundo llegó a la conclusión de que Johnny no debía de importarle demasiado. Otra situación interesante era la que se daba entre Richard Morgan y su criada Kitty Clark, excluida bajo llave del lecho de aquel hombre tan extraño. ¡Excluida mediante un cerrojo!
—Muy lógico —dijo la señora Morgan, cuyo apellido de soltera era Lock.
La amistad entre Richard y Stephen Donovan era universalmente conocida, pese a lo cual los que conocían a Richard desde los tiempos del Ceres y del Alexander juraban que no tenía la menor inclinación de señorita Molly; aunque Will Connelly y Neddy Perrott seguían evitando su trato, nadie había logrado hacerles afirmar que se entendía con Donovan. Si algún inquisitivo sujeto miraba furtivamente a través de las ventanas sin persianas de Donovan, lo único que podía ver era a los dos amigos inclinados sobre un tablero de ajedrez, sentados amistosamente junto al fuego o bien comiendo en torno a la mesa. Kitty Clark jamás estaba presente. Se quedaba en casa, protegida por Lawrell y MacTavish.
Stephen se encontraba ante un dilema desde el día de Navidad de 1790 en que había visto ruborizarse a Kitty. Abriendo mucho los ojos, había observado a partir de aquel día que la chica le dedicaba toda su atención aunque su actitud para con Richard había experimentado un sutil cambio. Antes de la comida navideña, él la intimidaba al máximo: era una mosquita muerta y no demasiado lista, por cierto. Muy dulce, muy humilde, muy sosegada. De no haber tenido los mismos ojos que William Henry, Stephen estaba seguro de que Richard habría pasado por su lado sin prestarle la menor atención. Por consiguiente, la fuerza, la inteligencia y la reticente naturaleza hacían que, a los ojos de Kitty, Richard fuera algo así como Dios Padre Todopoderoso, inmensamente viejo y fuente de toda autoridad. Temor y obediencia. Después de aquella comida al aire libre, Kitty le había perdido un poco de miedo, quizá, pensaba Stephen, por aquella gargantilla de oro que jamás se quitaba, ¡cuánto les gustaban a las mujeres las baratijas que brillaban! ¿O acaso sería porque las baratijas que brillaban costaban mucho dinero y eran, por tanto, una muestra de aprecio? Sin embargo, era él, Stephen, quien alimentaba sus sueños de amor. De eso no cabía la menor duda. No sabía exactamente por qué, pero estaba acostumbrado a atraer a las mujeres. Con toda probabilidad, pensaba, porque tengo un aire inaccesible y las mujeres quieren inevitablemente aquello que no pueden alcanzar. Puesto que Kitty ignora que Richard está a su disposición con sólo que ella levante un dedo, tiene que haber algo más que eso.
¿Qué hacer? ¿Cómo apartar sus sentimientos de él y canalizarlos hacia Richard?
Tobías, acurrucado sobre sus rodillas, se levantó, se desperezó y volvió a colocarse más cómodo. Un minúsculo fardo de color mermelada de naranja con unas patas gigantescas que prometía convertirse algún día en un león. ¡Menudo gato le había regalado Olivia! Tremendamente inteligente, astuto, duro, obstinado e irresistiblemente encantador cuando quería que lo adoraran y lo acariciaran. ¡Los gatitos que habría podido engendrar! Pero Stephen, que quería un animal doméstico que durmiera con él en la hamaca en lugar de ir vagando por ahí en busca de conquistas sexuales, lo había capado sin el menor escrúpulo ni remordimiento.
La respuesta a su dilema aún no se había producido cuando el Supply zarpó rumbo a Sydney en mayo. ¡Ya mayo de 1791! ¿Dónde se habían perdido los años? Habían transcurrido más de cuatro años desde que conociera a Richard Morgan.
A Stephen le habían encargado llevar a cabo trabajos de agrimensura porque tenía ciertos conocimientos básicos acerca de aquella profesión. Los que habían regresado con el Supply para hacerse cargo de las tierras, que les habían prometido, estaban deseando poder hacerlo de inmediato y, por su parte, el comandante Ross quería que se alejaran cuanto antes de la ciudad. Lo más probable era que los marineros del Sirius conservaran las tierras, pensó Stephen, pero los marinos no se mostraban tan entusiastas. Hombres como Elias Bishop y Joseph McCaldren —incorregibles alborotadores en sus tiempos— estaban sobre todo interesados en recibir las escrituras de propiedad de las tierras para venderlas enseguida. Tras haber sacado lo que pudieran de la isla de Norfolk, regresarían a Port Jackson y volverían a solicitar tierras para venderlas como las primeras. Querían buen dinero, no duro trabajo. Y, entre tanto, vagaban por Sydney Town armando alboroto con otros marinos que aún no habían cumplido el plazo de su servicio. ¡Pobre comandante Ross! Le esperaban graves problemas en Port Jackson y en Inglaterra. Habiendo tantos traidores como George Johnston y John Hunter, por no hablar de aquel demente de Bradley, que no paraban de susurrar contra él al buen dispuesto oído de Phillip, Ross no podía esperar que nadie le agradeciera demasiado su trabajo. Stephen lo respetaba tanto como Richard y por los mismos motivos. Enfrentado con un dilema prácticamente insoluble, Ross había actuado sin temor ni favoritismos. Algo siempre muy peligroso.
—Lo malo es —le dijo Stephen a Richard mientras ambos saboreaban un plato de pollo frito con arroz que Kitty había aromatizado exquisitamente con salvia y cebollas de su huerto y pimienta machacada en su mortero— que hay que tener una visual para practicar la agrimensura, y la isla de Norfolk es un espeso bosque cuyos árboles parecen todos iguales. Yo puedo medir las tierras cuando el terreno está desmontado, pero muchos de estos sesenta acres no estarán en terreno desmontado. Puedo colocar a Elias Bishop en Queensborough, pero Joe McCaldren se niega a alejarse de Sydney Town y tanto Peter Hibbs como James Proctor quieren parcelas colindantes en el mismo centro de la isla. Danny Stanfield y John Drummond quieren estar cerca de Phillipsburgh. Cuando termine, juro que me van a tener que poner una camisa de fuerza y encadenarme a un cañón a la sombra. Supervisar a tipos como Len Dyer es una fiesta comparado con eso.
—Entonces, ¿Danny Stanfield va a regresar?
—Sí. Se fue para casarse con Alice Harmsworth. Es un buen hombre.
—El mejor de todos los infantes de marina.
—Sí, junto con Juno Hayes y Jem Redman —convino Richard.
Kitty los interrumpió.
—¿Está buena la comida?
—¡Exquisita! —contestó Stephen, pensando que ojalá se atreviera a despreciarla en lugar de alentarla, pero demasiado bondadoso para poder hacerlo—. ¡Un cambio estupendo después de tanto comer pájaro de Mt. Pitt! Reconozco que nos ayudan a ahorrarnos la carne salada y reconozco que el pesimismo del comandante acerca de cómo alimentar a tantas bocas en el futuro está más que justificado, pero confieso que cuando me enteré de que los pájaros habían regresado en gran número para anidar aquí, estuve casi a punto de marearme. No obstante —añadió afablemente—, a Tobías le encanta el pájaro de Mt. Pitt.
—¡Vaya por Dios! Pensé que estaba prohibido alimentar con ellos a nuestros animales domésticos —dijo Kitty con expresión atemorizada—. ¡Os ruego que no os metáis en ninguna dificultad, Stephen!
Richard empezó a interpretar su papel de Dios Padre Todopoderoso.
—Es una vergüenza cómo se desperdician los pájaros de Mt. Pitt. Stephen no tiene por qué cazar a ninguno para alimentar a Tobías, Kitty. Le basta con recoger los cadáveres arrojados al borde de los senderos. Los codiciosos ingratos roban los huevos a las pobres hembras y después tiran el resto.
—¡Ah, sí, claro! —chilló Kitty con voz estridente antes de retirarse, confusa.
—Richard —dijo Stephen, cuando ella salió con un cubo vacío, explicando que tenía que ir a buscar agua al río—, ¡a veces te comportas como un auténtico palurdo!
—¿Cómo? —preguntó Richard, sobresaltado.
—Cuando la pobre criatura se atreve a hacer un comentario, ¡tú la aplastas con la lógica y el sentido común! Nos prepara una comida deliciosa, ¡nada menos que con un puñado de maldito arroz!, y tú, ¿cómo se lo agradeces? ¡Revistiéndote con la blanca túnica de Dios Padre Todopoderoso!
Richard se quedó mirando a su amigo boquiabierto de asombro.
—¿Dios Padre Todopoderoso?
—Así te llamo yo últimamente. Ya sabes… Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Dios Padre Todopoderoso es el que se sienta en el trono y reparte lo que él considera la justa recompensa o el justo castigo, aunque a mí me parece que está tan ciego como cualquier otro juez de la Cristiandad. Kitty es la más inofensiva de todas sus criaturas… ¡Para estar enamorado, Richard, eres tan inepto como un adolescente! Si la quieres, ¿por qué demonios no te comportas como si la quisieras? —preguntó Stephen, doblemente exasperado a causa de su propio dilema con la chica.
Con un rostro cuya expresión habría podido provocar la risa de Stephen si la situación hubiera sido distinta, Richard escuchó la diatriba en silencio y después se limitó a decir:
—Soy demasiado viejo. Tienes razón, ella me ve como a un padre, lo cual tiene su lógica. Mi hija tendría su edad.
Stephen vio un arrebol todavía más intenso.
—Pues entonces, ¡procura que te vea de otra manera, necio! —exclamó, temblando de rabia—. ¡Maldita sea, Richard, eres uno de los hombres más apuestos que he visto en mi vida! No tienes el menor defecto… y lo sé muy bien porque los he estado buscando. Llevo enamorado de ti desde que nací y lo seguiré estando hasta mucho después que me muera. El hecho de que yo sea una señorita Molly y tú no, carece de importancia… Nadie elige a quien amar. Son cosas que ocurren sin más. En cierto modo, tú y yo hemos conseguido mantener nuestras distintas preferencias y forjar una estrecha amistad que jamás se podrá romper. Sí, ya sé que esta pobre criatura cree estar enamorada de mí, ¡por consiguiente, calla la boca y deja de comportarte con tanta nobleza! Mejor que crea estar enamorada de mí. De lo contrario, acudiría a ti como una chiquilla… ¡y eso ningún hombre en su sano juicio lo desea!
Se calló y empezó a hipar con aire absolutamente agotado.
—Pero si tú mismo lo has dicho, Stephen. Nadie elige a quien amar, son cosas que ocurren sin más. Y ella te ha elegido a ti, no a mí.
—¡No, no, no me has entendido! ¡Jesús, Richard, por lo que a Kitty respecta, eres un necio! Para ella, yo soy la transición de niña a mujer, soy su primera pasión de muchacha, una pasión no correspondida porque las primeras jamás lo son. ¡Es una ciruela madura que está lista para que la arranquen! El otro día la vi bajando por el valle hacia los almacenes, con un cesto vacío colgado del brazo. El viento le azotaba el rostro y le pegaba el sencillo vestido al cuerpo… Si yo fuera aficionado a las mujeres, en aquel mismo momento me la habría llevado. ¡No creo que otros hombres no se hayan fijado! Dejando aparte los ojos, su rostro no tiene nada de especial, pero su cuerpo es el de una Venus. Largas y bien torneadas piernas, redondeadas caderas, cintura breve y busto soberbio, ¡una Venus, ya te digo! Si tú no la quieres, otro hombre la querrá, pese al temor de que tú lo partas por la mitad. —Stephen se levantó—. Y ahora me voy a casa para reunirme con Tobías antes de que ella regrese de su recado. Dile que he recordado un asunto urgente. —Se encaminó hacia la puerta—. Eres demasiado paciente, Richard. Es una virtud admirable, pero, cuando el gato se pasa una hora contemplando un ratón, puede que baje velozmente un halcón desde el cielo y se lo robe.
Kitty se agachó en medio de las sombras bajo la ventana sin persiana, pero Stephen Donovan no miró ni a derecha ni a izquierda; se alejó sendero abajo entre las hortalizas y se perdió en la oscuridad. En cuanto desapareció, ella se dirigió con sigilo al arroyo. ¿Por qué no sería lo bastante profundo para que una pudiera ahogarse en él? El hecho de que Stephen hubiera llamado a Richard palurdo había despertado su curiosidad y la había inducido a detenerse; olvidando los dichos acerca de los que escuchaban a escondidas, se había agachado bajo la ventana para escuchar.
¿Cómo era posible? ¿Cómo podía Stephen decir que estaba enamorado de Richard? La cabeza le daba vueltas y no acertaba a comprenderlo. Stephen, un hombre, estaba enamorado y deseaba a otro hombre, Richard. Y había calificado el amor que ella sentía de pasión de muchacha. La había llamado niña. Se había referido a ella con ternura y comprensión, pero sin el menor atisbo de amor. Había descrito los detalles de su figura con la misma lejana admiración que ella sentía por Richard. ¡Pero Richard tenía la misma edad de su padre! ¡Él mismo lo había dicho! Cayó de rodillas y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás, sin lágrimas en los ojos. Me quiero morir, me quiero morir…
Richard se agachó a su lado.
—Lo has oído.
—Sí.
—Bueno, mejor oírlo así que de labios de mi mujer —dijo él, rodeándole los hombros con su brazo y levantándola del suelo mientras él se levantaba—. Lo habrías descubierto más tarde o más temprano. Anda, vete a la cama. Aquí fuera hace frío.
Ella aceptó que la acompañara a casa y una vez dentro, le miró desde un pálido rostro con los ojos de William Henry.
—Vete a la cama —le dijo él con firmeza y rostro impasible.
Sin una palabra, ella dio media vuelta y se fue a su habitación. Richard tenía razón, hacía frío; temblando, se puso la camisa de noche y subió a la mullida y cálida cama de plumas, donde permaneció despierta, pensando una y otra vez en la… no, no la conversación de ambos hombres. Tampoco había sido una discusión. Lo que ella había oído era un intercambio de sentimientos e impresiones entre dos viejos amigos, unos amigos que no se podían ofender realmente el uno al otro con cualquier cosa que se dijeran. Algo que, por lo poco que la vida le había enseñado, era un hecho muy poco frecuente. La palabra «madurez» procedía de algún sitio y encajaba con ellos. ¿Por qué eran lo que eran? ¿Por qué había optado Stephen por amar a un hombre? ¿Y por qué el elegido había sido Richard? ¿Por qué Stephen había llamado a Richard «Dios Padre Todopoderoso»? ¡Oh, pensó, juntando las manos con dolor y desconcierto, no sé nada acerca de ninguno de ellos! ¡Nada!
El deseo de morir se debilitó y desapareció. Descubrió que no estaba destrozada hasta el extremo de no tener arreglo. El hecho de que Stephen no la amara era un dolor, pero ella jamás había pensado que la amara; era una antigua decepción. La forma de su tristeza se disipó, empujada lejos por otras preguntas más apremiantes. A lo mejor, tengo capacidad para aprender, aunque ignoro cuál es la lección. Sólo sé que me he pasado la vida escondiéndome y que no puedo seguir haciéndolo. A los que se esconden, jamás se les ve. Con este descubrimiento, se quedó dormida.
Cuando se despertó por la mañana, Richard ya se había ido. Los platos estaban lavados, el mostrador de la cocina ordenado, la olla calentada al vapor, el fuego convertido en brasas y, sobre la mesa, había un plato de pollo con arroz frío.
Se preparó un té en el recipiente de arcilla que se estaba calentando en el hogar y recordó los acontecimientos de la víspera como desde muy lejos. Los recuerdos estaban todos firmemente incrustados, pero la intensidad del sentimiento había desaparecido. El sentimiento… ¿no había otra palabra mejor?
Richard entró con su cordial sonrisa de costumbre. Como si nada hubiera ocurrido.
—Estás muy pensativa —le dijo.
El comentario era una señal, así lo adivinó ella: no quería comentar lo de la víspera. Por consiguiente, ella le preguntó con un hilillo de voz:
—¿No iréis al trabajo?
—Hoy es sábado.
—Ah, claro. ¿Un poco de té?
—Me encantaría.
Le llenó una jarra y la enfrió con frío jarabe de azúcar. Después volvió a sentarse para juguetear con su comida. Al final, posó ruidosamente la cuchara en el plato de peltre y le miró, enfurecida.
—Si no puedo hablar con vos —estalló de repente—, ¿con quién?
—Prueba con Stephen —contestó Richard tomando un sorbo con gesto de aprobación—. Éste sería capaz de hacer hablar a un mudo.
—¡No os entiendo!
—Vaya si me entiendes, Kitty. Es a ti misma a quien no entiendes, pero ¿qué tiene eso de extraño? Tu vida no ha sido gran cosa —añadió dulcemente Richard.
Ella le miró directamente a los ojos desde el otro lado de la mesa, cosa que jamás había tenido el valor de hacer. Grandes, del mismo color del mar más allá de la laguna en un día de chubascos y aguaceros, y tan profundos como para ahogarse en ellos. Sin el menor esfuerzo aparente, Richard la acogió en su interior y se la llevó en un arrebato de… de…
Kitty se levantó de un salto jadeando y se comprimió el pecho con ambas manos.
—¿Dónde está Stephen?
—Pescando en Point Hunter, supongo.
Cruzó la puerta y salió al valle corriendo como alma que lleva el diablo y sólo aminoró la marcha cuando se dio cuenta de que él no la seguía. ¿Por qué lo había hecho Richard? ¿Cómo?
Una vez superado el peligro de caminar sin compañía por Sydney Town, corriendo de un grupo de mujeres al siguiente, ya había recuperado un poco la compostura y consiguió sonreír y saludar con la mano a Stephen, el cual enrolló el sedal, se acercó para saludarla y después la apartó de una media docena de hombres que también estaban pescando. Stephen parecía ignorar lo que había ocurrido; era una posibilidad que no se le había ocurrido; había dado por sentado automáticamente que Richard se lo diría. ¿Acaso Richard no hablaba de nada con nadie?
—No pican —dijo jovialmente Stephen—. ¿Qué te trae por aquí? ¿No ha venido Richard contigo?
—Oí lo que hablasteis anoche —dijo ella, tragando ruidosamente saliva—. Sé que no habría tenido que escuchar, pero lo hice. ¡Lo siento en el alma!
—Niña mala. Mira, podemos sentarnos en esta roca y contemplar el prodigio de aquellas islas en medio de este sofocante calor, y el viento se llevará nuestras palabras.
—Soy verdaderamente una niña —dijo Kitty con tristeza.
—Sí, y eso es lo que más me sorprende —dijo Stephen—. Has estado en la Newgate de Londres, en el Lady Juliana y el Surprize como si nada te hubiera hecho efecto. Pero te lo tiene que haber hecho, Kitty.
—Sí, por supuesto que me lo hizo. Pero hay otras como yo, ¿sabéis? Si no nos moríamos de vergüenza —una pobre chica se murió—, conseguíamos que no nos vieran. Entre tantas, no es tan difícil como vos podríais pensar. Los hombres se peleaban, soltaban escupitajos, vagaban por allí, soltaban gruñidos, nos pisaban como si no existiéramos. Todos estaban borrachos o iban detrás de alguien… para robar, follar o atacar. Nosotras éramos muy poquita cosa. No merecía la pena perder el tiempo con nosotras.
—O sea que te convertiste en un erizo y te hiciste una bolita. —El perfil de Stephen recortándose contra los pinos de la isla Nepean era puro y sereno—. Y la única palabra que conoces para designar el acto amoroso es «follar». Eso es lo más triste de todo. ¿Viste follar a alguien?
—Más bien no. Sólo ropa y movimientos. Solíamos cerrar los ojos cuando nos dábamos cuenta de que iba a ocurrir cerca de nosotras.
—Es una manera de mantener el mundo a raya. ¿Y el Lady Juliana? ¿No os daban besitos las descaradas propietarias de los prostíbulos?
—El señor Nicol era muy bueno, y también lo eran algunas de las mujeres de más edad. No permitían que las descaradas nos dieran besitos por despecho. Y yo estaba siempre mareada.
—Es un milagro que consiguieras sobrevivir. Pero lo superaste todo y desembarcaste aquí, y desembarcaste nada menos que en Richard Morgan. Y eso, mi señora Kitty, es lo más extraordinario de todo. Dudo que haya una mujer o una señorita Molly que no… Bueno, probado es quizás una palabra demasiado fuerte, pero, por lo menos, que no se haya preguntado si sería posible.
Stephen volvió la cabeza y la miró entre risas.
Qué extraño. Sus ojos eran mucho más azules que los de Richard, tan azules que en ellos se reflejaba el cielo cual si fuera una barrera. No eran agua en la que sumergirse, sino un muro contra el que estrellarse.
—Me he desenamorado de vos —dijo Kitty en tono de asombro.
—Y te has enamorado de Richard.
—No, no lo creo. Hay algo, pero no es amor. Sólo sé que es distinto.
—¡Por supuesto, muy distinto!
—Habladme de él, os lo ruego.
—No, no pienso hacerlo. Tendrás que permanecer a su lado y descubrir las cosas por tu cuenta. No será tarea fácil siendo Richard tan reservado, pero tú eres una mujer y sientes curiosidad —dijo Stephen, tendiéndole la mano para ayudarla a levantarse—. Estoy seguro de que te esforzarás al máximo. —Inclinando la cabeza, apoyó la mejilla en su cabello y añadió en un susurro—: Si averiguas algo, dímelo.
Las lágrimas asomaron a los ojos de Kitty sin que ella supiera por qué, sólo supo que un espasmo de dolor le atenazó el corazón. Dolor por él más que a causa de él, y no porque ella le hubiera arrebatado algo.
Ojalá el mundo estuviera mejor ordenado, pensó. No estoy enamorada de este hombre, pero lo quiero con todo mi corazón.
—Tobías y yo —dijo Stephen, tomando su mano y balanceándola hacia adelante y hacia atrás mientras ambos caminaban—, seremos tus tíos. —Al llegar a la entrada de Arthur’s Vale, le soltó la mano y se detuvo—. De aquí no paso —dijo.
—¡Acompañadme, os lo ruego!
—Ni hablar. Tienes que ir tú sola.
La casa estaba vacía. Richard había salido, pero había limpiado la chimenea y amontonado más leña en su interior; los cubos de agua estaban llenos y cuatro de las seis sillas que tenía Richard estaban cuidadosamente colocadas alrededor de la mesa. Perpleja y decepcionada —¿por qué no la había esperado para ver qué le había dicho Stephen?—, vagó sin rumbo por la casa y después se dirigió al huerto y empezó a cavar, pensando que ojalá llegara el día en que la abundancia de la cosecha le permitiera dedicar un poco de terreno a las flores. Pasó el tiempo. John Lawrell llegó con seis pájaros de Mt. Pitt ya limpios y desplumados, lo cual dejó resuelta la comida que se servía hacia la mitad del día, ahora que el invierno ya estaba cerca.
Cuando Richard regresó, las aves ya se habían dorado en una sartén y ahora ya estaban cociendo en una cazuela tapada, rellenas de pan a las hierbas, junto con unas cebollas y patatas.
—¿Qué son —preguntó por decir algo— los arbolitos verdes que crecen en una soleada parcela por debajo del retrete?
—Ah, ya veo que los has descubierto.
—Hace un montón de tiempo, pero nunca me acordaba de preguntarlo.
—Son unos naranjos y limoneros nacidos de unas semillas que me guardé en Río de Janeiro. Dentro de dos o tres años darán fruto en invierno. Tenía muchas semillas y di unas cuantas a Nat Lucas, otras al comandante Ross y algunas a Stephen y a otras personas. El clima de aquí tiene que ser ideal para los cítricos, pues no hay heladas. —Richard arqueó una ceja con expresión inquisitiva—. ¿Encontraste a Stephen?
—Sí —contestó ella, pinchando una patata con un tenedor para ver si estaba cocida.
—¿Y te contestó a todas las preguntas?
Parpadeando con asombro, Kitty hizo una pausa.
—Si queréis que os diga una cosa, creo que no tuve tiempo de hacerle ninguna. Fue él quien se pasó el rato haciéndome preguntas a mí.
—¿Sobre qué?
—Sobre la cárcel y los barcos de transporte sobre todo. —Kitty empezó a llenar dos platos con trozos de ave, cebollas y patatas y a echarles jugo por encima—. Hay ensalada de lechuga, cebollino y perejil.
—Eres una cocinera estupenda, Kitty —dijo Richard, empezando a comer.
—Voy aprendiendo. Casi nos mantenemos con lo que tenemos, ¿no es cierto, Richard? Todo lo que tenemos en el plato o lo hemos cosechado o lo hemos encontrado.
—Pues sí. Es un terreno muy fértil y la lluvia que cae basta para que las cosas vayan creciendo. Mi primer año aquí fue muy lluvioso, pero después hubo un poco de sequía. Sin embargo, el arroyo siempre lleva agua, lo cual significa que su origen es una fuente. Me gustaría encontrar la fuente.
—¿Por qué?
—Sería el mejor lugar para construir una casa.
—Pero vos ya tenéis una casa.
—Demasiado cerca de Sydney Town —dijo Richard, recogiendo cuidadosamente con la cuchara un poco de jugo junto con la única patata que quedaba en el plato.
—¿Más? —preguntó ella, levantándose.
—Si queda algo, sí.
—Demasiado cerca de Sydney Town en cierto sentido —dijo Kitty, volviéndose a sentar—, pero la verdad es que aquí estamos muy aislados.
—Supongo que, cuando llegue la nueva remesa de convictos, ya no lo estaremos tanto. El comandante Ross cree que su excelencia tiene intención de aumentar el número de habitantes de aquí a más de mil.
—¿Mil? Y eso, ¿cuánto es?
—Olvidé que no sabes sumar. ¿Recuerdas el domingo pasado durante la función religiosa, Kitty?
—Pues claro.
—Había setecientas personas. Córtalo por la mitad y añade una de las dos mitades a toda la gente que allí había. Eso es más de mil.
—¿Tanto? —exclamó ella, impresionada—. ¿Y adónde irán?
—Algunos a Queensborough, otros a Phillipsburgh y otros al lugar que ocupaban los marineros del Sirius, aunque me parece que el comandante podría acabar por instalar allí a los soldados del cuerpo de Nueva Gales del Sur.
—No se llevan bien con los marinos —dijo ella, asintiendo con la cabeza.
—Exactamente. Pero esta parte del valle se llenará de casas, pues no está dedicada a los cultivos del Gobierno. Por consiguiente, yo preferiría irme un poco más lejos. —Richard se reclinó contra el respaldo de su silla y se dio una palmada en el estómago con una sonrisa en los labios—. Al ritmo con que me alimentas, tendré que ponerme a trabajar más duro para no engordar.
—No engordaréis porque no bebéis —dijo ella.
—Ninguno de nosotros bebe.
—¡Y un jamón, Richard! ¡No soy tan ingenua como para eso! Los infantes de marina beben y los soldados también… y algunos convictos también. En caso necesario, se elaboran ellos mismos el ron y la cerveza.
Richard enarcó las cejas, sonriendo.
—Tendría que prestarte al comandante como asesora. ¿Cómo te has enterado tú de eso?
—En los almacenes. —Kitty tomó los platos vacíos y los llevó al mostrador que había al lado de la chimenea—. Había oído decir que no os gusta la compañía —dijo, sacando el lebrillo y el salva-jabón— y, en cierto modo, lo comprendo. Pero, si os fuerais de aquí, tendríais que volver a empezarlo todo por el principio. Sería un esfuerzo muy grande.
—Ningún esfuerzo es demasiado si ello significa proteger a mis hijos —dijo Richard en tono inflexible—. Me gustaría que crecieran incontaminados, lo cual no sería posible cerca de Sydney Town. Aquí hay muy buena gente, pero también muy mala. ¿Por qué crees tú que el comandante se devana los sesos, tratando de inventarse castigos para atajar la violencia, la embriaguez, los robos y todos los restantes vicios que surgen cuando la gente vive demasiado hacinada? ¿Crees que Ross disfruta enviando a hombres como Willy Dring a la isla Nepean durante seis semanas con raciones de dos semanas? Si lo hiciera, yo no le tendría el menor respeto, y se lo tengo.
La primera parte de aquella perorata tan larga (para Richard) hizo que a Kitty le diera vueltas la cabeza, pero Kitty optó por responder a la segunda.
—A lo mejor, si supiéramos comprender mejor lo que piensa la gente, podríamos encontrar la manera. Muchas cosas ocurren cuando la gente bebe. Miradme a mí.
—Sí, ya te miro. Estás creciendo a pasos agigantados.
—Todavía crecería más si supiera leer y escribir y hacer sumas.
—Yo te enseñaré, si quieres.
—¿De veras? ¡Qué alegría, Richard! —Kitty se quedó inmóvil con el jabón en la mano y la misma expresión que tenían los ojos de William Henry tras su primer día en la escuela de Colston—. ¡Dios Padre Todopoderoso! Ahora comprendo lo que quería decir Stephen. Necesitáis que la gente dependa de vos, tal como los niños dependen de su padre. Sois muy fuerte y muy sabio. Stephen también lo es. Pero, en su fuero interno, no se siente un padre. Siempre seré vuestra hija.
—En cierto sentido, sí. En otro sentido, quiero engendrar hijos de ti. Yo no soy Dios… Stephen hablaba en broma, no con intención blasfema. Pretendía simplemente clasificarme con un título para poder colocarme en su biblioteca mental, tal como suele hacer siempre.
—Vos ya tenéis una esposa —dijo Kitty—. Yo no puedo ser vuestra esposa.
—Lizzie Lock figura en el registro del reverendo Johnson como mi esposa, pero jamás lo ha sido. En Inglaterra, podría conseguir la anulación del matrimonio, pero los confines de la tierra no recurren a los obispos ni a los tribunales eclesiásticos. Tú eres mi mujer, Kitty, y no dudo ni por un momento de que Dios lo comprende. Dios te me dio a mí, lo supe en cuanto te miré a los ojos. Te presentaré a la gente como mi esposa y te llamaré esposa. Mi otro yo.
Hubo una pausa de silencio y ninguno de los dos se movió durante lo que aparentemente fue una eternidad. La mirada de Kitty se clavó en la de Richard, con todo el consentimiento y toda la participación necesarios.
—Y ahora, ¿qué ocurrirá? —preguntó casi sin resuello.
—Nada hasta después del toque de queda —contestó Richard, disponiéndose a salir—. No quiero que me moleste ningún visitante, esposa mía. Sigue cavando en el huerto, pero ten en cuenta que casi todos los plantones serán trasplantados a otro lugar. Ahora voy corriente arriba a buscar la fuente. Aunque eras casi un esqueleto cuando viniste, los nueve meses que llevas en la isla de Norfolk, disfrutando de su sol, su aire y su comida, te han convertido en una nueva mujer. Una mujer que no quiero que trabaje sola en el huerto, estando tan cerca de Sydney Town.
La intensidad del trabajo no le había permitido explorar corriente arriba de su baño, y la curiosidad tampoco había sido suficiente para espolearlo hasta que la verdad acerca de Kitty lo había dejado deslumbrado. ¿Cuánto tiempo habría estado dispuesto a esperar si Stephen no hubiera perdido los estribos? El hecho de amarla había sido una simple idea; el regalo que Dios le había hecho era demasiado valioso para mancillarlo con un comportamiento similar al de casi todos los hombres, obligándola por medio de halagos a hacer algo, acerca de lo cual ella sólo conocía los peores aspectos. La cárcel de Gloucester le había mostrado lo que debía de haber sido la Newgate de Londres, con parejas copulando por doquier. No creía ni por un instante que ella hubiera sido víctima de la lujuria de ningún hombre, pero debía de haber sido testigo de la lujuria a lo largo de todos los días y todas las noches que había pasado allí. Por suerte, no fue un período muy largo, pero, a pesar de todo, lo fue demasiado. La atracción que ella sentía por Stephen había marchitado sus esperanzas, pero no las había destruido por entero; él sabía muy bien que Stephen era un imposible. Estaba dispuesto a soportar otra larga espera y a apartarse a un lado, cuidando de ella mientras ella asimilaba el hecho de que el objeto de sus amores era incapaz de corresponderle.
No creía que ella lo amara, pero jamás lo había esperado. Casi veintitrés años los separaban y la juventud pedía juventud. Y, sin embargo, cuando aquella mañana ella le miró a los ojos desde el otro lado de la mesa, sintió que su cuerpo se estremecía y experimentó el deseo de abrirse a ella desde lo más hondo de su ser. Entonces ella había salido corriendo en busca de Stephen, pero con profunda emoción y sin el menor temor. La revelación de sí mismo había encendido en ella unos sentimientos enteramente nuevos y enteramente relacionados con él. El hecho de comprobar que podía ejercer semejante poder lo había llenado de júbilo. No era un hombre acostumbrado a dedicar su tiempo libre a examinarse por dentro, por lo que, hasta que no ejerció aquel poder en Kitty, no comprendió por qué era como era: Dios Padre Todopoderoso, tal como decía Stephen. Todos los hombres y todas las mujeres necesitaban ver y tocar a alguien de su misma clase que, sin embargo, pareciera ser superior a ellos. Un rey, un primer ministro, un jefe. Él había asumido a regañadientes la tarea de cuidar de los demás porque había sido testigo de su naufragio y no podía soportar la idea de que se hundieran. Y, poco a poco, aquella envoltura superficial de serena calma y decisión había ido penetrando hasta su médula, y lo que antaño hiciera con un suspiro interior de resignación había acabado por convertirse en una presunción automática de autoridad. El germen debía de haber estado siempre en su espíritu, pero, si hubiera seguido viviendo en Bristol, jamás se habría despertado. Nacemos con muchas cualidades, pero puede que algunas jamás lleguemos a saber que las tenemos. Todo depende de la clase de camino que nos traza Dios.
Tras pasarse veinte minutos caminando con las piernas al aire por el fangoso fondo del arroyo, llegó a su primer tributario, que conducía desde las alturas hacia el nordeste. Un pequeño valle en forma de anfiteatro lleno de helechos arborescentes y de bananos lo tentó, pero éste se encontraba todavía demasiado cerca de Arthur’s Vale, por lo que siguió adelante, subiendo por la corriente principal hasta que ésta se bifurcó una vez más en la base de una llana extensión que, a su juicio, los siglos habrían depositado allí durante las fuertes lluvias. La rama occidental, que él siguió en primer lugar, era demasiado corta.
La rama suroccidental era, con toda evidencia, la fuente principal del agua de Arthur’s Vale que bajaba con gran fuerza y profundidad desde algún lugar de una hendidura muy escarpada. Caminando por el lecho del arroyo fue subiendo hasta que, casi en la cumbre de la colina, encontró la fuente de la que brotaba el agua entre las rocas cubiertas de musgo y liquen, en las cuales crecían toda suerte de helechos…, adornados con volantes, plumosos, lanudos, en forma de cola de pez.
Mirando hacia el sol con los párpados entornados y resbalando poco a poco por el cielo, encontró su perspectiva y penetró en el pinar de la cumbre de la colina. No tardó en descubrir que ésta era muy ancha y bastante llana. Para su asombro, a los pocos minutos salió al camino de Queensborough, a escasa distancia del sendero que conducía por el otro lado hacia la destilería. ¡Ah, qué interesante! A Richard se le ocurrió una idea. Regresó a la fuente del arroyo y se pasó un rato contemplando la hendidura de la roca. No muy lejos de la fuente en la ladera occidental había un saliente rocoso cuya anchura y profundidad habría podido soportar el peso de una casa de gran tamaño y unos cuantos árboles frutales; el terreno de abajo podría servir de huerto.
Su siguiente etapa fue Stephen Donovan, el cual había pasado las horas transcurridas desde que se despidiera de Kitty, jugando al ajedrez contra sí mismo.
—¿Por qué mi mano derecha gana siempre las partidas? —preguntó cuando Richard cruzó la puerta.
—¿Porque eres diestro? —preguntó Richard, dejándose caer en una silla con un profundo suspiro.
—Cualquiera diría que has estado caminando a través del agua en lugar de hacer el amor.
—No he estado haciendo el amor sino intentando caminar a través del agua. Y se me ha ocurrido una idea.
—Ilústrame, te lo ruego.
—Ambos sabemos que Joe McCaldren quiere tierras junto al camino de Queensborough, aunque no tan lejos. Y ambos sabemos que lo que realmente quiere Joe McCaldren es vender las tierras en cuanto éstas se hayan medido y él tenga en su mano la escritura de propiedad. ¿No es así?
—Totalmente. Toma una copa de oporto y sigue.
—¿Me querrías hacer el inmenso favor de medir a continuación las tierras de McCaldren? He encontrado la mejor parcela que se le podría asignar —dijo Richard, aceptando la copa de vino.
—Quieres apartar a Kitty de allí antes de que llegue la siguiente oleada de convictos, naturalmente. Pero ¿tienes dinero suficiente para comprar sesenta acres, Richard? Joe McCaldren pedirá diez chelines por acre —dijo Stephen, frunciendo el entrecejo.
—Tengo por lo menos treinta libras en pagarés, pero él querrá que le paguen en monedas del reino. Además, yo no necesito ni quiero sesenta acres, pues son demasiados para que un hombre los pueda cultivar. ¿Es cierto lo que me dijiste de que todas las parcelas de sesenta acres estarán en contacto directo con una corriente de agua?
—Sí, se lo aconsejé al comandante y él está de acuerdo.
—¿Se opone el comandante a que una parcela de sesenta acres se divida tras su venta?
—Una vez entregados los sesenta acres, Richard, al comandante le importaría un bledo que éstos huyeran volando con los pájaros de Mt. Pitt. Pero también tiene intención de otorgar parcelas de entre diez y doce acres a los convictos como tú que han sido indultados o emancipados. ¿Por qué no te ahorras este dinero y aceptas la tierra gratuita que te corresponde?
—Por dos motivos. El primero es que a los colonos libres se les tiene que atender primero. Eso llevará un año, un año en cuyo transcurso todos esperamos ver a más de mil personas por aquí. Algunos de los convictos serán hombres a quienes su excelencia considera demasiado depravados para que se les pueda controlar eficazmente en Port Jackson. El segundo es que, cuando nos concedan las tierras, éstas estarán situadas la una al lado de la otra. Sí, separadas por muchas yardas, pero en fila.
—Y yo no quiero vivir de esta manera, Stephen. Por consiguiente, quiero que mis doce acres estén rodeados por bloques de sesenta acres y quiero que mi casa se levante junto a una corriente de agua en cuya proximidad no haya nadie más.
—La corriente de Morgan.
—Justamente. La corriente de Morgan. He encontrado el lugar. Es el principal tributario del arroyo de Arthur’s Vale y nace de un caudaloso manantial, situado en lo alto de un estrecho valle. Por encima de él se encuentra la llana extensión de tierra que desemboca en el camino de Queensborough, en el mismo lugar en el que se encuentra el sendero que conduce a la destilería del comandante. Está a sólo treinta minutos de camino de Sydney Town, lo cual será muy del agrado de McCaldren, y junto a una buena corriente de agua. Pero yo quiero que la medición abarque ambas orillas de la corriente, pues el mejor lugar para construir una casa se encuentra en la ladera occidental. Si procuras que la parcela situada al oeste de la de McCaldren tenga una superficie de sesenta acres, ésta se extenderá hasta las corrientes de agua que discurren por el oeste a través de la propia Queensborough.
Stephen miró a Richard con admiración.
—Ya has resuelto todos tus problemas, ¿verdad? —Se encogió de hombros y se golpeó las rodillas con las manos—. Bueno, estoy yendo precisamente en esa dirección, pues empecé por la parte de Cascade. Allí alterné parcelas de sesenta acres con parcelas de veinte —parcela grande, terreno duro, parcela pequeña, terreno fácil—, con lo cual se podría decir que se equilibra un poco el precio de venta. En este momento, estoy con la parcela de James Proctor y Peter Hibbs. No queda muy lejos. Y procuraré incluir la Corriente de Morgan dentro de los sesenta acres de MacCaldren de tal manera que el manantial del arroyo sea para ti solo.
—Me bastarán doce acres, Stephen. Valle arriba a ambos lados de la corriente y cerca del camino de Queensborough. Lo que haga McCaldren con los cuarenta y ocho acres restantes no me importa —dijo Richard sonriendo—. No obstante, si procuras que mi parcela sea más o menos cuadrada, el resto de las tierras podría tener acceso a mi corriente muy por debajo de mí. Puedo pagar hasta veinticinco libras de oro.
—Deja que te preste el resto de los sesenta acres en oro, Richard.
—No, no es posible.
—Entre hermanos, todo es posible.
—Ya veremos —fue lo único a lo que Richard estuvo dispuesto a llegar. Dejó la copa de vino en el mostrador y se inclinó para tomar en brazos a Tobías, que estaba maullando alrededor de sus pies con conmovedores gemidos—. Eres un cuentista, Tobías. Pareces el huérfano más desgraciado del mundo, pero yo sé muy bien que vives como un rey.
—¡Qué tengas una buena noche! —dijo Stephen a su espalda, agachándose para recoger al gato del suelo—. Tú y yo, gatito, vamos a cenar a base de pájaro de Mt. Pitt. ¿Por qué será que los gatos y los perros comen cada día lo mismo sin cansarse mientras que nosotros los seres humanos nos hartamos al cabo de una semana de monotonía?
La noche bajaba lentamente al valle cuando Richard subió por el sendero y MacTavish salió corriendo a saludarlo, dando saltos mortales de alegría. El perro habría preferido acompañar a Richard, pero aceptaba el hecho de que Richard le hubiera encomendado la vigilancia de Kitty, la cual, afortunadamente, amaba a todos los animales menos a los que ella llamaba la «escoria». Las palabras más insólitas de su vocabulario procedían de la Biblia o bien eran el resultado de la cárcel o del Lady Juliana.
Richard entró en la casa y vio a Kitty junto al mostrador, aparentemente en condiciones de ver en la oscuridad lo justo para preparar una comida. Aunque Richard le había dicho que podía hacerlo, ella jamás utilizaba una de sus valiosas velas para sus fines particulares. Kitty volvió la cabeza sonriendo; Richard cruzó la estancia y la besó en la boca como si fuera su esposa de toda la vida.
—Me voy a bañar —le dijo, saliendo de nuevo.
Tardó un buen rato; al regresar, echó un vistazo a la cocina.
—¿Queda un poco de agua caliente?
—Pues claro.
—Muy bien. Así es más fácil afeitarse.
Ella lo observó mientras manejaba hábilmente la navaja de mango de marfil. Qué manos tan hermosas, viriles y llenas de gracia; inspiraban confianza.
—No entiendo —dijo— cómo te puedes afeitar sin espejo. Nunca te cortas.
—Son los largos años de práctica —murmuró Richard, torciendo la boca—. Con agua caliente y un trozo de jabón, es muy fácil. En el Alexander me afeitaba sin agua.
Al terminar, lavó la navaja, la dobló y la guardó en su estuche antes de lavarse y secarse la cara. Al terminar, miró con aire distraído a su alrededor, echó un vistazo a la chimenea y llegó a la conclusión de que convenía empujar hacia dentro un tronco a medio quemar. No, era todavía demasiado peligroso; añadió otro tronco a modo de soporte, se apartó y modificó la posición del mismo. Levantó la tapadera de la olla con pitón; pareció lamentar que no hiciera falta añadirle más agua y se acercó a sus libros, prácticamente invisible.
—Richard —le dijo ella dulcemente—, si de veras estás buscando algo que hacer, podemos comer. Eso nos ocupará unos cuantos minutos hasta que consigas hacer acopio de todo el valor que necesitas para empezar a darme hijos.
Richard la miró con asombro y después echó la cabeza hacia atrás y rompió a reír hasta que las lágrimas asomaron a sus ojos.
—No, esposa mía. —El áspero tono de su voz se fue convirtiendo en una caricia—. Ahora me doy cuenta de que no tengo apetito de comida.
Ella le miró de soslayo con una sonrisa en los labios y cruzó la puerta de su habitación.
—Cierra las persianas —dijo al entrar. Su voz flotó en la oscuridad—. Y lleva a dormir a MacTavish.
Siempre nos conducen a donde ellas quieren, pensó Richard. La nuestra es una ilusión de poder. La suya es tan antigua como la creación.
Dejó la ropa a su espalda y se detuvo junto a la puerta hasta que pudo ver unas sombras dentro de las sombras, el vago perfil de su cuerpo incorporado en la cama.
—No sin que yo pueda verte. A la luz del fuego y tal como Dios te trajo al mundo. Ven —dijo, alargando la mano.
Un susurro mientras ella se quitaba la camisa, la sensación de los cálidos y confiados dedos. La llevó de nuevo a la estancia principal y la dejó de pie junto a la chimenea para ir en busca del colchón de paja de su cama y después lo arrojó al suelo entre ambos y la miró. ¡Qué hermosa era! Hecha para el amor, como Venus. Y estarían desnudos desde el principio, no quería que aquello se pareciera a los convulsos acoplamientos sobre las baldosas de la Newgate de Londres. Era algo sagrado, un acto dedicado a Dios, que lo había hecho posible. Esto es aquello por lo que sufrimos, la chispa divina que convierte la negrura del abismo en la luz del sol. En esto consiste la verdadera inmortalidad. Gracias a esto volamos libremente.
La estrechó en sus brazos y dejó que ella percibiera la suavidad de la piel, el juego de los músculos, la fuerza y la ternura, todo el amor para el cual no había encontrado salida durante años y años. Y ella pareció sentir en su unión sin palabras la pauta eterna, y saber el cómo, el dónde y el porqué. Siempre el porqué. Si él le hizo daño, fue sólo un instante, tras el cual, ya no hubo mañana, sólo ella y aquello por toda la eternidad. ¡Derrama todo tu amor, Richard Morgan, no te dejes nada! Dale todo lo que eres y no cuentes el precio. Ésta es la única razón del amor y ella, mi regalo de Dios, conoce, siente y acepta mi dolor.