Las mujeres recibieron la orden de permanecer bajo cubierta, pero, al amanecer, todos los hombres ya habían subido a cubierta con sus pertenencias y estaban esperando a que la luz de la mañana les permitiera ver la isla de Norfolk. La luz vino acompañada de una impresionante alborada en medio de unas altas espirales y jirones de nubes sin lluvia, cuyo color iba pasando lentamente del ciruela con reflejos morados al intenso carmín y a la gloria del oro puro.
—¿Por qué resulta siempre tan extraño el amanecer? —preguntó Joey Long, de pie al lado de Richard junto a la barandilla del velero mientras MacGregor jadeaba a sus pies.
—Creo que se debe a que es lo contrario de la puesta de sol —contestó Richard—. Los colores pasan de la oscuridad a la luz hasta que las nubes alcanzan el color blanco y el cielo se tiñe de azul.
MacGregor se puso a ladrar, exigiendo que lo tomaran en brazos. Joey accedió a su petición. El perro iba sujeto con una correa de fabricación casera que su amo le había hecho utilizando minúsculos trozos de cuero, para los cuales ni siquiera el teniente Furzer había podido encontrar un destino apropiado; más acostumbrado a la libertad, MacGregor aborrecía la correa, pero la soportaba con resignación. La travesía le había proporcionado muchas sobras y el capitán William Sharp había permitido que el pequeño terrier se hiciera el dueño de las bodegas. El gato del barco (MacGregor no tenía paciencia con los gatos) se había retirado al castillo de proa con semblante muy ofendido, dejando el campo libre al impertinente intruso.
Tras haber permanecido alejados unas cuantas millas de la costa durante la noche, ahora ya se había reanudado la navegación. El capitán Sharp jamás había visitado la isla y no quería correr ningún riesgo. La entrada no supondría ningún problema, pues Harry Ball del Supply le había prestado al piloto de este barco, el teniente David Blackburn, el cual conocía todas las peculiaridades de los arrecifes, las rocas y los bancos de arena.
A causa del deslumbramiento que les producían los rayos del sol antes de que éste ascendiera un poco más en la bóveda celeste, lo único que podían ver de la isla, cuya superficie era de tres por cinco millas, según Donovan le había dicho a Richard, era una oscura y decepcionante masa aplanada. Aquello no era como Tenerife. De pronto, prácticamente en un segundo, la mole se llenó de luz. El verde presentaba un tinte negruzco y los acantilados de trescientos pies de altura eran o bien de un apagado color anaranjado o bien negros como el carbón. De ahí que el lugar les pareciera siniestro y amenazador y diera la impresión de no estar situado en medio del mar, cuyo color variaba desde el azul morado que presentaba en la zona donde el Golden Grove trataba de encontrar un viento favorable hasta el fulgurante aguamarina que mostraba en proximidad de la costa. La gradual palidez del agua hacía que la isla pareciera formar parte de un gigantesco designio marino tan natural como inevitable.
Estaban navegando de oeste a este en medio de una ligera brisa procedente primero del sudoeste y después del nordeste. Otras dos islas servían a la grande: una llana islita rodeada de playa y enteramente cubierta de pinos, y una más grande a unas cuatro millas al sur cuyo elevado y escarpado terreno presentaba un intenso color verde, exceptuando algunos agrupamientos de oscuros pinos. Las blancas olas rompían en la base de todos los acantilados y contra una especie de barra situada en la dirección en la que ellos navegaban, pero, por lo demás, el océano estaba tranquilo y en calma.
El Golden Grove ancló a cierta distancia del arrecife, contra el cual rompía suavemente el oleaje; más allá, una laguna resplandecía con un fulgor más verde que azul. Dos playas se asomaban a ella, una occidental, recta, y una oriental, semicircular. La arena presentaba un tono amarillo albaricoque y su parte posterior llegaba hasta el pinar diezmado por los hombres, cuyos árboles eran los más altos y gigantescos que Richard hubiera visto en su vida. Entre ellos y a lo largo de la playa recta se podía ver toda una pequeña colección de chozas de madera.
Una gran bandera azul con una cruz amarilla ondeaba al viento desde un mástil, muy cerca de la playa recta, en la cual dos personas estaban ocupadas pilotando dos pequeñas embarcaciones. El esquife del Golden Grove bajó por el costado del velero y cruzó el arrecife para acercarse a ellas; la marea había subido lo suficiente para que el esquife pudiera atravesar el arrecife y penetrar en la laguna en cuyo interior se iba a quedar. Las lanchas, había dicho con firmeza el teniente Blackburn, no deberían superar la barrera de coral, por lo que, desde el exterior de la misma, trasladarían su carga a las embarcaciones más pequeñas, las cuales se encargarían de cubrir el resto del camino hasta la orilla.
Una de las dos pequeñas embarcaciones se acercó al velero. Un hombre vestido de blanco, azul oscuro y galón de oro, con una empolvada peluca, un sombrero en la cabeza y una espada al cinto, permanecía de pie en la proa. El hombre subió a bordo y estrechó cordialmente la mano del capitán Sharp y de Blackburn, Donovan y Livingstone. Era el comandante, teniente Philip Gidley King, a quien Richard jamás había visto. Se trataba de un apuesto caballero de estatura media, con unos brillantes ojos color avellana, un bronceado rostro ni bello ni vulgar, una firme y afable boca y una prominente, pero no aguileña nariz.
Una vez terminados los cumplidos de rigor, King se volvió hacia los convictos.
—¿Quiénes de vosotros sois aserradores? —preguntó.
Richard y Blackall levantaron temerosamente la mano.
King los miró, consternado.
—¿Eso es todo? —Recorrió las filas de los veintiún hombres y se detuvo delante del corpulento Henry Humphreys—. Adelántate —le dijo, reanudando su revista hasta encontrar a Will Marriner, otro sujeto de gran envergadura—. Tú adelántate también.
Ahora ya eran cuatro.
—¿Alguno de vosotros tiene experiencia como aserrador?
Nadie contestó. Reprimiendo un suspiro, Richard fue, como de costumbre, el único que se sintió en la obligación de hablar para salvar al grupo de la irritación de las autoridades ante su silencio.
—Ninguno de nosotros es experto, señor —dijo—. Blackall y yo sabemos aserrar, pero ninguno de los dos ha trabajado como aserrador. —Señaló a Blackall con una mano—. En realidad, yo soy triscador de sierras.
—Y también armero, teniente —se apresuró a añadir Donovan.
—Ah, bueno. No tengo suficiente trabajo para un armero, pero sí necesito un triscador de sierras. Nombres, por favor.
Todos facilitaron sus nombres y sus números de convictos.
—Los números no son necesarios en un lugar donde hay tan poca gente —dijo King—. Morgan, Blackall, vosotros dirigiréis el aserradero… Id a tierra ahora mismo con Humphreys y Marriner en la barca de pesca. Para poner manos a la obra, no para gandulear. Tenemos que llenar las bodegas del Golden Grove de madera con destino a Port Jackson antes de que se haga de nuevo a la mar, y puesto que he perdido en un accidente marítimo a mi único aserrador con experiencia no se hace todo el trabajo que hay que hacer. Las sierras están tan desafiladas como un escocés, o sea que te tendrás que poner a afilarlas ahora mismo, Morgan. ¿Tienes herramientas? Nosotros sólo tenemos dos limas.
—Tengo herramientas de sobra, señor —contestó Richard, pasando inmediatamente a hacer lo que la experiencia le había enseñado que era lo más acertado: pedir lo que necesitaba antes de que la ignorancia o la falta de información echaran sobre sus hombros la carga de unos colaboradores a quien él no conociera o en quienes no confiara—. Señor, ¿podría llevarme a Joseph Long, el que está allí? Lo conozco y trabajo bien con él. No tiene corpulencia suficiente para aserrar y es un poco débil mental, pero hace lo que le mandan y puede ser útil en el aserradero.
Los ojos del comandante de la isla de Norfolk se desviaron hacia Joey y se posaron en el perro que éste sostenía en sus brazos.
—¡Oh, pero qué criatura tan preciosa! —exclamó—. Es un macho, ¿verdad, Long?
Joey asintió en silencio, pues nunca había sido el destinatario de la menor observación por parte de un representante de la autoridad. Le habían dado muchas órdenes, se habían dirigido a él en términos muy duros o le habían ladrado, pero jamás le habían dicho la clase de cosas que un hombre corriente le dice a otro.
—Espléndido, aquí sólo tenemos un perro, una hembra spaniel. ¿Caza ratones? Di que sí, por favor.
Joey volvió a asentir con la cabeza.
—¡Pero qué suerte hemos tenido! Delphinia también caza ratones, o sea que tendremos cachorros cazadores de ratones… ¡Cuánta falta nos hacen los cachorros cazadores de ratones! —King se dio cuenta de que los cinco aún estaban allí, mirándolo fascinados—. Pero ¿qué estáis esperando vosotros? ¡Abajo ahora mismo a la barca!
—Siempre he oído decir que la marina estaba más loca que un cencerro —dijo Bill Blackall cuando la barca se apartó del velero.
—Bueno —contestó Richard, desagradablemente consciente de que los dos remeros a quienes no conocía, lo podían oír—, no olvides que aquí hay muy poca gente. A estas alturas, el comandante y la gente de aquí ya deben de estar muy acostumbrados los unos a los otros. Y lo más probable es que no se anden con muchos cumplidos.
—Sí, aquí no nos andamos con muchos cumplidos, pero nos encanta ver caras nuevas —terció uno de los remeros, un hombre de unos cincuenta y tantos años que hablaba arrastrando las palabras, con un acusado acento de Devon—. John Mortimer, viudo de Charlotte. —Ladeó la cabeza hacia el remero que tenía enfrente—. Mi hijo Noah.
No parecían padre e hijo para nada. John Mortimer era un sujeto alto y rubio y de apacible aspecto, mientras que Noah Mortimer era bajo y moreno y un poco testarudo a juzgar por su expresión. Sabio es el hombre que conoce a su padre.
La barca, muy parecida a una embarcación de pesca escocesa de fondo muy plano, se deslizó a través del arrecife sin sufrir el menor rasguño y cubrió las ciento cincuenta yardas de la laguna que la separaban de la playa recta, donde esperaban algunos de los supervivientes de la comunidad: seis mujeres, una de ellas, la mayor, embarazada, y cinco hombres cuyas edades, siempre y cuando sus rostros reflejaran sus años, oscilaban entre las muy jóvenes y las muy viejas.
—Nathaniel Lucas, carpintero —dijo un hombre de treinta y tantos años—, y mi mujer Olivia.
Una pareja atractiva y de aspecto inteligente.
—Eddy Garth y mi esposa Susan —dijo otro.
—Yo soy Ann Innet, el ama de llaves del teniente King —dijo la mujer de más edad, cubriéndose a la defensiva el abultado vientre con la mano.
—Elizabeth Colley, ama de llaves del médico Jamison.
—Eliza Hipsley, granjera —dijo una agraciada y robusta muchacha, rodeando protectoramente con su brazo a otra joven de su misma edad—. Ésta es mi mejor amiga, Liz Lee. Ella también se dedica a las labores del campo.
Muy bien, pensó Richard, ahora ya sé cuál es mi situación con respecto a esta pareja, tal como la debe de saber cualquier hombre con un mínimo de perspicacia. Eliza Hipsley teme la llegada de tantos hombres desconocidos, lo cual significa que no está muy segura de Liz Lee. Y Len Dyer, Tom Jones y otros de su misma calaña serán muy duros con ellas. Por eso decidió dedicarles una sonrisa; de este modo les dio a entender que en él tendrían a un aliado. ¡Vaya con los nombres! Entre las diecisiete mujeres que había en aquellos momentos en la isla de Norfolk, había cinco Elizabeths, tres Anns y dos Marys. Al igual que otros hombres, el solitario marino no se había tomado la molestia de presentarse.
—El teniente King nos ha ordenado que empecemos a trabajar ahora mismo —le dijo Richard—. ¿Seríais tan amable de mostrarnos el aserradero?
La residencia del teniente King, de tamaño algo superior a las demás, se levantaba en lo alto de una pequeña loma justo detrás de la bandera azul y amarilla de desembarque, colgada a lo largo de su asta; una bandera del Reino Unido colgaba de una segunda asta más cercana a la casa.
La finca contaba probablemente con tres pequeñas habitaciones y una buhardilla; y el cobertizo de la parte de atrás debía de ser la cocina. Al parecer, había un horno comunitario, una herrería y unos cuantos edificios que parecían almacenes de suministros, cada uno de ellos de unos diez pies de altura como mucho. En otro altozano, hacia el este, se veían unos grandes huertos, hacia los cuales se estaban dirigiendo a toda prisa varias mujeres, entre ellas, Ann Innet. Y, entre las dos lomas, catorce cabañas de tablas de madera repartidas entre los pinos, todas ellas con una sólida techumbre de una especie de resistente planta cuyas ramas semejaban unas cuerdas; los muros que daban al océano eran de color negro, lo cual quería decir que las puertas miraban tierra adentro.
El hoyo de aserrar se encontraba en proximidad de la playa al final de un sendero abierto en un terreno desbrozado y libre de tocones que se adentraba en el pinar; la zona circundante también había sido desbrozada para permitir la construcción de docenas de cabañas de troncos de doce pies, la más pequeña de las cuales debía de medir cinco pies de diámetro. A pesar de lo mucho que hubiera deseado detenerse para echar un vistazo a aquellos gigantescos árboles que él tenía que convertir en vigas y tablas, Richard no se atrevió a hacerlo. Las órdenes de King eran tajantes y el marino que había confesado de mala gana apellidarse Heritage no tenía pinta de ser muy amable con los delincuentes.
De la manera que fuera, él y su inexperto y pequeño grupo tenían que aserrar la suficiente madera para llenar las bodegas del Golden Grove, probablemente en un plazo de entre diez y doce días. Dos troncos de mástiles de pequeño tamaño y algo que parecía una verga ya estaban preparados hacia un lado junto con un montón de tablas. Los troncos de mástiles y la verga probablemente estaban destinados a uno de los barcos que se habían quedado en Port Jackson.
El aserradero propiamente dicho estaba reforzado con un recubrimiento de tablas para impedir que sus muros se vinieran abajo; medía siete pies de altura, ocho pies de anchura y quince de longitud. Se habían colocado dos vigas cuadradas a lo ancho, separadas por una distancia de cinco pies, y en sus extremos se habían amontonado unos cascajos de roca para formar unas inclinadas rampas. Un tronco descortezado ya había sido empujado rodando hacia arriba y se había encajado en ellas como en una cuña, a lo largo y por encima del foso, pero no se veía a nadie trabajando y tampoco a ningún encargado. Richard encontró en el suelo del aserradero cinco sierras, cuya longitud oscilaba entre ocho y catorce pies, cubiertas con un trozo de vela vieja.
Pronto se acercó Nathaniel Lucas.
—Es el peor aire que conozco para las herramientas de hierro y acero —dijo, sentándose en el suelo del aserradero mientras Richard destapaba las sierras—. No hay manera de eliminar la herrumbre de estos pobres trastos.
—Además, están tremendamente desafiladas —dijo Richard, pasando la yema del pulgar por un diente de gran tamaño lleno de melladuras, mientras su rostro se contraía en una mueca—. El que ha afilado esta sierra debe de pensar que el bisel de la hoja va en la misma dirección de diente en diente y no ya en direcciones contrarias. ¡Qué barbaridad! Tardaremos horas y horas en arreglarlo y no digamos en afilarlo. ¿Hay alguien aquí que pueda enseñar a aserrar a Blackall, Humphreys y Marriner?
—Yo mismo les puedo enseñar —contestó Lucas, que era muy bajito y delgado—, pero carezco de fuerza para tirar. Comprendo lo que estás diciendo: tendrás que afilar porque eso es lo primero que se tiene que hacer.
Richard tomó una sierra de tres metros de longitud con unos dientes aceptablemente afilados.
—Ésta es la mejor de una mala remesa… ¿Nat o Nathaniel?
—Nat. Y tú, ¿eres Richard o Dick?
—Richard. —Richard levantó la vista hacia el sol—. Tendremos que construir cuanto antes un cobertizo para el aserradero. Aquí el sol pica mucho más que en Port Jackson.
—Está a cuatro grados de latitud más arriba.
—De todos modos, el cobertizo tendrá que esperar hasta que zarpe el Golden Grove. —Richard lanzó un suspiro—. Eso quiere decir que necesitaremos sombreros y una buena provisión de agua potable. ¿Hay algún sitio adónde Joey pueda llevar nuestras pertenencias antes de que empecemos? Yo preferiría quedarme aquí. —Se sentó al fondo del aserradero contra el extremo oriental, todavía a la sombra, cruzó las piernas bajo el cuerpo y se colocó la sierra de doce pies en el regazo—. Joey, pásame mi caja de herramientas y después ve con Nat como un buen chico. Vosotros los demás guardad también vuestras cosas y regresad a toda prisa aquí.
Todo lo cual significa que vuelvo a ser el jefe de unos hombres que no saben moverse si alguien no los dirige constantemente.
La sierra más utilizada era evidentemente la de doce pies. Contemplando el tronco de más de cinco pies de diámetro, Richard comprendió muy bien por qué razón. Había dos de doce pies, una de catorce, una de diez y una de ocho. En otro montón debajo de la lona había una docena de sierras manuales que necesitaban urgentemente que las afilaran.
Se envolvió la mano derecha con un vendaje de trapos, tomó una tosca lima plana más ancha que el diente, la colocó contra el metal formando un ligero ángulo para ajustar el bisel cortante y lo empujó hacia abajo, sin dejar de acariciar el filo de la hoja. Después de la áspera limadura de la primera parte de la sierra, la limó con más suavidad y, a continuación, modificó la posición de la sierra en su regazo para pasar a la siguiente parte. Cuando terminara, tendría que eliminar la herrumbre.
Un poco más tarde, oyó por encima de él la voz de Nat Lucas explicándoles los pormenores de la sierra a Bill Blackall, que debería trabajar en la parte superior del tronco, y a Willy Marriner, que trabajaría en la parte inferior.
—Cada diente está inclinado en ángulo en dirección contraria —estaba diciendo Nat— de tal manera que el corte sea lo bastante ancho para que la hoja se deslice fácilmente a través de la madera. Si los dientes estuvieran inclinados todos en la misma dirección, la hoja sería más ancha y se atascaría. A su debido tiempo, aprenderéis a aserrar a ojo, pero, para empezar, os daré una cuerda para que serréis contra ella. El pino de Norfolk se tiene que descortezar porque la corteza rezuma resina y ésta se pegaría a la sierra en el interior del corte al cabo de dos pasadas. Para el primer corte, empezaréis en la parte exterior del tronco y a un lado, y el segundo corte lo haréis en el exterior del tronco, al otro lado. A continuación, alternando los lados, trabajaréis hacia dentro, de una pulgada en una pulgada, haciendo láminas de esta anchura hasta llegar al duramen que, al principio, sólo aserraréis en alfardas de dos pulgadas de anchura, después de cuatro pulgadas y, finalmente, de seis pulgadas de anchura para vigas. La sierra sólo corta y el hombre de arriba sólo domina, durante el impulso hacia arriba, la llamada rasgadura. Porque se inclina y empuja desde una posición agachada unos dos pies hacia arriba, o más en caso de que sea muy fuerte, su trabajo es más duro. Por su parte, el hombre que se encuentra abajo en el aserradero recibe una lluvia de serrín en la cara. Empuja la sierra hacia abajo, tirando desde el nivel del pecho hasta la entrepierna o más abajo si el hombre de arriba es lo bastante fuerte para cortar hacia arriba con un impulso de tres pies.
Marriner se situó en el foso de aserrar junto al extremo más alejado del tronco, donde ambos hombres iban a empezar, y miró a Richard con semblante cansado.
Nat Lucas seguía hablando, esta vez a Bill Blackall.
—Hay que cogerle el tranquillo y yo os recomiendo que vayáis descalzos. Si colocáis los pies en el camino de la sierra, ésta os cortará un zapato cual si fuera un trozo de mantequilla, por lo que los zapatos no constituyen ninguna protección. Os encontráis de pie en una ligera curva, con un pie a cada lado de la sierra; de este modo, es más fácil conservar el equilibrio y mantenerse firme yendo descalzo. Hay que empujar también con ambas manos, ¡zas! Estas sierras de doble asa están hechas para cortar la hebra a lo largo, lo cual no es tan duro como cortarla al través. Puesto que nadie en Londres incluyó ninguna de esas grandes sierras de dos extremos y corte al través, utilizamos hachas para talar y después usamos sierras de doble asa para cortar los troncos en tablas de doce pies de longitud, lo cual resulta un trabajo tremendo.
—¿No podrías prescindir de las de ocho pies? —preguntó Richard.
—Sí, cuando no hay más remedio. ¿Por qué, Richard?
—Se tarda mucho tiempo, pero yo dispongo de herramientas para convertir una sierra de doble asa en una especie de sierra de corte al través.
—¡Oh, Dios te bendiga! —fue la entusiasta respuesta. La voz de Nat volvió a Blackall—. La sierra es un trabajo propio de hombres con caletre —dijo—. Si utilizas la observación, aprenderás a sacar el máximo provecho del mínimo esfuerzo. Sólo los hombres muy corpulentos tienen fuerza para eso y, te lo advierto, durante los primeros días, el trabajo te matará.
—¿Qué ocurrirá cuando me encarame a la viga de sujeción? —preguntó Blackall.
—Te ayudarán a empujar el tronco más hacia abajo, lo cual resulta bastante sencillo de hacer cuando se sueltan las cuñas. Después, lo vuelves a encajar en las cuñas para mantener unida la parte aserrada.
Y, cuando ello cuesta demasiado, terminas el corte, partiendo el resto del tronco con una cuña de acero y un martillo.
Un buen hombre este Nat Lucas, fue el veredicto de Richard mientras seguía limando pacientemente.
Lucas, que utilizaba una sierra manual para cortar las láminas de madera de una pulgada de grosor y convertirlas en tablas de diez pulgadas de anchura, y también para arreglar los redondeados cantos de las tablas exteriores, se había instalado con sus caballetes para serrar bajo la sombra de un pino al borde de un claro y estaba supervisando la labor de un considerable número de hombres dedicados a la misma tarea, incluidos Johnny Livingstone y una docena de hombres del Golden Grove. Las órdenes del teniente King eran que todos los hombres disponibles echaran una mano hasta que las bodegas del Golden Grove estuvieran llenas, lo cual convirtió el hoyo de aserrar en el centro de toda la actividad durante los siguientes catorce días.
Catorce días en cuyo transcurso Richard sólo vio sierras, limas y la figura rebozada en serrín del hombre de abajo. Al principio, pensaba que él también haría un turno con la sierra, pero era tal el ritmo de trabajo que se pasaba el rato afilando no sólo sierras manuales, sino también sierras de doble asa. ¿Cómo era posible que aquel número relativamente exiguo de sierras, se preguntó, pudiera durar hasta que se recibiera una nueva remesa de Inglaterra? Cada vez que se limaba un diente, éste perdía una parte de su sustancia.
Aquel primer día había trabajado hasta el anochecer cuando Joey fue en su busca para decirle que había comida. Todos comieron alrededor de una gran hoguera de recortes de madera de pino, pues, en cuanto se ponía el sol, el aire se enfriaba mucho más que en Port Jackson en la misma época del año. Les sirvieron carne salada y pan recién hecho (tenía sólo seis días, en la isla de Norfolk no les daban pan duro, sólo harina) y, ¡prodigio de los prodigios!, judías verdes crudas y lechuga. Richard comió con gran voracidad, observando que las barras de pan eran más grandes y las raciones de carne salada no tan reducidas como las que les servían en Port Jackson.
—El comandante es muy justo —explicó Eddy Garth—, por eso nos sirven raciones enteras. En Port Jackson los infantes de marina recortaban las raciones a los convictos para que les quedara más comida para ellos. Como en el Scarborough.
—Y en el Alexander —Richard lanzó un suspiro de felicidad—. Sin embargo, había oído decir que aquí no había verdura… que los gusanos se habían comido las últimas hojas y los brotes.
Garth rodeó a su mujer con su brazo y ella se apoyó en él con visible satisfacción.
—Es cierto que los gusanos comen mucho, pero no todo. El comandante mantiene a las mujeres en las parcelas todo el día quitando gusanos y envenena a las ratas con sus botellas de oporto pulverizadas y mezcladas con gachas de avena… Vienen muy bien para los loros. —Garth se rozó la parte lateral de la nariz con un dedo y sonrió—. El señor King es un gran bebedor de oporto. Se bebe varias botellas al día, por lo que nunca nos quedamos sin vidrio pulverizado. Y los gusanos van y vienen. Se quedan un mes o seis semanas aquí, desaparecen durante un mes o seis semanas. Los hay de dos clases. A una le gusta la humedad y a la otra el tiempo seco. Por consiguiente, cualquiera que sea el tiempo, tenemos gusanos. Criaturas infernales. —Garth carraspeó—. Supongo que no tendrás ningún libro, ¿verdad? —preguntó como el que no quiere la cosa.
—Pues sí y con mucho gusto te los prestaré siempre y cuando no te olvides de devolverlos —contestó Richard—. No sé qué tal le sentarán las verduras a mi estómago después de tanto tiempo. ¿Dónde están los retretes?
—Bastante lejos. Así pues, que no se te haga muy tarde. El señor King es muy maniático e insistió en que se excavaran en un lugar donde no pudieran contaminar el agua subterránea. Nuestra agua potable procede de la parte alta del valle y es deliciosa. Nadie está autorizado a lavarse por encima del lugar de donde se toma el agua y el castigo por orinar en la corriente es de doce azotes.
—¿Y por qué tendría uno que orinar en ella? Hay árboles.
Joey Long, que había comido antes porque tenía que presentar a MacGregor a Delphinia, acudió allí para mostrar a Richard dónde estaban los retretes y después lo acompañó a la casa, a la luz de un corto trozo de pino que terminaba en un grueso nudo: la antorcha ideal.
Richard contempló con asombro el interior de la casa.
—Es toda nuestra, tuya y mía —dijo Joey, rebosante de júbilo—. ¿Lo ves? En cada extremo tiene una ventana que se puede cerrar con una persiana. Mira. La madera se clava donde corresponde. Pero las persianas sólo se abren cuando se produce algún contratiempo. Nat dice que la lluvia no suele caer desde el este o el oeste. Casi toda la lluvia viene del sur.
El suelo era una alfombra muy curiosa de… ¿ramas?, ¿hojas? Su aspecto semejaba el de unas escamosas colas de doce por quince pulgadas de longitud que se notaban firmes, pero suaves bajo los pies.
Debajo de ellas había una fina capa de arena y, debajo de ésta, un lecho de piedra. Adosadas al muro sin ventana que daba a la laguna, había dos camas de madera de matrimonio, provistas de un mullido colchón y dos almohadas.
—¿Una cama de matrimonio sólo para mí, Joey? —Richard levantó el colchón y descubrió que la cama tenía un somier de cuerda entrelazada y, de pronto, se dio cuenta de que ambos juegos de colchón y almohada tenían un relleno de plumas—. ¡Plumas! —exclamó entre risas—. Me he muerto y me he ido al cielo.
—Ésta es la casa del aserrador —explicó Joey, alegrándose de poder ser una fuente de información—. El aserrador era un marino del Sirius que compartía esta casa con otro marino del Sirius. Ambos se ahogaron en el mismo accidente hace casi tres meses en el arrecife, eso me ha dicho Nat. Como eran hombres libres, tenían tiempo para desplazarse a la islita y matar unos pájaros especiales con cuyas plumas se rellenaban la ropa de cama… Se necesitan miles de pájaros para llenar dos colchones y dos almohadas, dice Nat. Hemos heredado la casa y las camas. —De repente, Joey pareció entristecerse—. Aunque Nat dice que se lo tendremos que ceder todo al señor Donovan y al señor Livingstone hasta que se construya una casa para ellos. Eso ocurrirá cuando haya zarpado el Golden Grove. De momento, se alojan con el señor King en la residencia del gobernador. Ésta sólo mide diez por ocho, en cambio, la casa del señor Donovan medirá diez por quince pies. Nat ha sido el jefe de carpintería, pero es un convicto y, a partir de ahora, el jefe de carpintería será el señor Livingstone.
—No me importa poder disfrutar del colchón y las almohadas aunque sólo sea por una noche —dijo Richard—, pienso disfrutarlos al máximo. Pero primero bajaré a la playa para bañarme y quitarme el sudor de encima. Vamos, Joey, tú también.
Pero Joey se plantó y se negó a moverse, atemorizado ante la sola idea de adentrarse aunque sólo fuera hasta las rodillas en un agua llena de monstruos invisibles que acechaban para devorarlos tanto a él como a MacGregor.
El cielo estaba despejado y las estrellas eran de una belleza impresionante. Dejando la ropa extendida sobre la arena, Richard penetró en un agua sorprendentemente fría y se quedó hechizado; todos los escarceos que provocaban sus movimientos creaban trémulos resplandores de luz, por lo que parecía que se estuviera bañando en plata líquida. ¡Y qué mar! ¿Cuántos prodigios encerraría? No comprendía por qué motivo, pero era como si tuviera fuego su interior. Lo único que podía hacer era disfrutar de él, contemplar cómo el agua resbalaba de sus brazos formando luminosos riachuelos, menear la cabeza para sacudirse las relucientes gotitas que le punteaban el cabello. ¡Qué belleza! ¡Qué belleza tan singular! Se sentía lleno de fuerza, como si aquel mar fuera una criatura viva y transmitiera energía a su cuerpo por medio de una magia natural.
Cuando se volvió para salir, vio que la isla era engañosamente plana desde fuera. Ahora que se encontraba en ella sus colinas se elevaban en vertical detrás del plato llano de la playa y, dondequiera que uno mirara, sus perfiles destacaban contra el cielo estrellado formando puntiagudos pinos. Millares y millares de ellos.
Una vez seco, se sacudió la pegajosa arena de encima y regresó a la casa y a la gran cama de matrimonio con colchón de plumas. Se tumbó sibaríticamente en ella y se encontraba tan a gusto que se pasó varias horas sin poder dormir. El aire estaba inmóvil, reinaba un silencio casi absoluto… Un susurro semejante a un suspiro, el ocasional chillido de un ave marina, el suave murmullo de las olas que avanzaban y retrocedían en el arrecife. Joey no roncaba y MacGregor tampoco. Cuatro años atrás justo a aquella misma hora, él había ingresado en la Newgate de Bristol y no había pasado ni una sola noche desde entonces sin una sinfonía de ronquidos, incluso cuando dormía con Lizzie Lock, pues los ronquidos de los hombres de la puerta de al lado penetraban a través de la endeble pared de madera cual si ésta fuera de papel. Hasta aquella noche. Pero el puro placer le impedía dormir.
Un miembro del grupo inicial de King, Ned Westlake, había trabajado como aserrador formando equipo con el difunto Westbrook, por lo que ahora había dos equipos: Blackall y Marriner y Westlake y Humphreys. El récord hasta la fecha, decía Westlake, era de ochocientos noventa y ocho pies de superficie de madera en cinco días, pero entonces sólo había un equipo de aserrar. A pesar de que no era un hombre libre como el difunto Westbrook y debido sobre todo al hecho de vivir en la casa del aserrador, reservada para el hombre que tuviera que sustituirlo, (y que King había dado por sentado que sería otro hombre libre), Richard se había convertido en el jefe de los aserradores. Su primera decisión no fue muy bien acogida, pero los hombres la acataron: se negó a aceptar la propuesta de los dos equipos consistente en que cada equipo aserrara en días alternos.
—Si lo hacéis, los músculos se os agarrotarán y el dolor será más intenso —dijo—. Bill Blackall y Will Marriner por la mañana, Ned Westlake y Harry Humphreys por la tarde. Cinco horas al día en un foso de aserrar son suficiente. Cada uno de vosotros cuatro se turnará para afilar conmigo. Con el tiempo, ello nos ofrecerá a todos la ocasión de aserrar y afilar. El que no esté aserrando o afilando, tomará un hacha y ayudará a Joey a descortezar los troncos. Cuanto más mejoremos y cuanto más rápidamente lo hagamos, de tantos más privilegios gozaremos. Tener un oficio especializado es mil veces mejor que estar a la merced de lo que se ofrece a la mano de obra no especializada. Si he entendido bien al teniente King, en vuestros días libres se os permitirá aserrar madera para la construcción de vuestras propias casas. ¡Imaginaos qué dicha tan grande! Unas paredes y un techo que podáis llamar vuestros.
A finales del tercer día de trabajo, el ritmo ya se empezó a consolidar; a finales de la primera semana, ya aserraban quinientos pies superficiales en un solo día y, a finales de la segunda, la cifra ya había subido a setecientos cincuenta. Joey Long era el obrero permanentemente dedicado a descortezar los troncos.
—¡Todos lo habéis hecho muy bien! —les dijo alegremente el teniente King a los equipos de aserradores tras la partida del Golden Grove el día 28—. Ahora vamos a construir más casas, pues me han dicho que pronto va a venir mucha más gente. Sesenta personas de momento, doscientas a finales del año que viene… y muchas más al otro año. Su Excelencia quiere que la isla de Norfolk y Port Jackson tengan el mismo tamaño.
King se pasó un rato paseando de uno a otro extremo del foso de aserrar y después se acercó al grupo de los seis.
—Os debo tiempo libre. En la isla de Norfolk trabajamos de lunes a viernes por cuenta del Gobierno. Los sábados trabajáis para vosotros. Y los domingos descansáis, después de los oficios religiosos, que yo considero obligatorios para todas las almas de aquí, ¿entendido? Mientras el Golden Grove estaba cargando, vosotros habéis trabajado para el Gobierno dos sábados y dos domingos. Hoy es martes, nadie trabajará para el Gobierno hasta el próximo lunes. Os aconsejo que aprovechéis en parte el tiempo para aserrar madera para vuestras casas… Seguid la hilera hacia el oeste. La tierra de la parte de atrás de cada casa que baja hacia el pantano será utilizada por sus ocupantes como huerto privado. Los berros crecen muy bien en los terrenos pantanosos y los gusanos no se los pueden comer: cultivad por tanto berros, por mucho que os apetezca cultivar otra cosa o que los Almacenes os la pueda dar.
Su mirada se posó en Richard, el aserrador jefe que no era un hombre libre.
—Morgan, necesito un informe. Acompáñame, por favor.
Tiene muy buenos modales, pensó Richard mientras caminaba al lado del comandante por el sendero que conducía desde el foso de aserrar a la casa del Gobierno y los cobertizos de los almacenes, en uno de los cuales, observó Richard, se guardaba la barca de pesca de fondo plano e incluso una barca de inferior tamaño, hecha con piezas de la antigua barca de pesca que había naufragado en el arrecife, provocando la muerte de cuatro hombres. Willy Dring, Joe Robinson, Neddy Smith y Tom Watson, los cuatro jóvenes, fuertes y solteros, tenían que tripular la barca para salir a pescar siempre que fuera posible.
—Descubrí que mi casa no se levanta sobre el terreno profundo que tanto abunda por aquí, lo cual me permitió excavar una especie de lecho de roca y conseguir un seco y estupendo sótano. Hice lo mismo bajo la casa del médico Jamison, que ahora es un almacén. A él lo he enviado al valle. El carácter de la playa explica por qué razón todas las casas se encuentran diseminadas hacia el este en esta rocosa elevación situada entre la playa recta y el pantano; podríamos clavar los postes de sostén en la roca —dijo el teniente King mientras pasaban por delante de la casa del Gobierno—. ¿Te gusta el pescado? —preguntó, cambiando de tema, con uno de aquellos cambios repentinos de pensamiento que Richard consideraba tan propios de él.
—Sí, señor.
—Sería de esperar que estos cabrones se alegraran de comer pescado fresco en lugar de carne salada, pero a casi todos les desagrada que les dé pescado fresco o tortuga en lugar de carne salada. La verdad es que me desconcierta. —Se encogió de hombros—. Y entonces, cuando se desmandan demasiado, los azoto. Parece que a ti no te voy a tener que azotar, Morgan.
Richard sonrió.
—Yo preferiría pescado en lugar de gato. No me han azotado desde que me condenaron.
—Pues sí, de muchos se podría decir lo mismo, ya me he dado cuenta. Hiciste bien distribuyendo las tareas. Un equipo de aserradores no era suficiente. ¿Qué tamaño de tronco te parece mejor, dadas las herramientas que tenéis?
—De seis pies de diámetro como máximo, señor, hasta que nos proporcionen sierras de doble asa más largas. Nos sería muy útil disponer de una sierra de corte al través lo bastante grande para necesitar dos hombres, por eso estoy convirtiendo la única sierra de ocho pies que tenemos en una sierra de hebra, algo que sea capaz de cortar un tronco al través mejor que las sierras de doble asa —dijo Richard, sintiéndose muy a gusto en compañía de aquel hombre.
Es tan distinto del comandante Ross como el queso de la tiza y, sin embargo, también me llevaba bien con el comandante Ross. Este hombre es muy paternal y nos considera su familia, lo cual no era propio de la naturaleza del comandante. Sin embargo, mi llegada a la isla de Norfolk me ha servido para comprobar hasta qué extremo los marinos de Port Jackson reducían nuestras raciones para aumentar las suyas. Cosa que no les reprocho. Los marinos también pasaban mucha hambre. Ni el gobernador Phillip ni el comandante Ross habían sido jamás testigos de lo que hacía Furzer en los almacenes, lo cual demuestra que, cuanto más grande es un gobierno, tanto menos se entera de lo que ocurre abajo.
El teniente King es muy estricto, guarda él mismo las pesas y comprueba su peso con el patrón que obra en su poder. Hemos comido tortuga fresca y varios platos del mejor pescado que jamás he saboreado. Tras nuestra primera comida de carne fresca, todos nos sentimos mil veces mejor. Por si fuera poco, siempre tenemos verdura a nuestra disposición. En la isla de Norfolk no hay escorbuto, a pesar de los gusanos y las ratas. Pero comprendo la aversión que experimentan ciertos hombres por las comidas marinas… No crecieron comiendo pescado y consideran que la carne es el único régimen alimenticio aceptable. Además, necesitamos ingerir sal. Según el primo James el farmacéutico, cuanto más suda un hombre, tanta más sal necesita.
Sí, me alegro mucho de estar aquí. Es más agradable que Port Jackson y no hay nativos a los que temer cuando uno se adentra en la espesura. Aunque, por las historias que se cuentan en torno a la hoguera del campamento, parece que el desarrollo de los árboles y las enredaderas es tan denso que hasta el teniente King se ha perdido sin remedio más de una vez.
—¿Qué noticias me traes, Morgan? —preguntó King mientras ambos se disponían a cruzar el pantano por medio de un inseguro puente asentado sobre unos estribos, por encima de unos troncos de pino hundidos en un cenagal que evidentemente no debía de ser muy hondo.
—Sólo que el hoyo de aserrar necesita un cobertizo para proteger a los aserradores no sólo del sol sino también de la lluvia, y que, si queréis construir algo que precise de vigas de más de doce pies de longitud sin junturas, tendréis que cavar un segundo hoyo, señor King.
—Había un cobertizo por encima del hoyo de aserrar, pero un viento huracanado se lo llevó durante un invierno… Te aseguro que aquí soplan con gran violencia. Utilicé lo que quedaba de él para reforzar el sótano de mi casa, pero ahora me doy cuenta de que tendremos que construir un nuevo cobertizo, y muy rápido, por cierto. Cada día que pasa, el sol pega más fuerte.
Ya habían cruzado el pantano hasta la otra orilla de una pequeña corriente que, más que atravesarlo, parecía terminar bruscamente en el pantano.
King giró a la izquierda y echó a andar subiendo por un camino que cruzaba un tortuoso valle; el fondo de éste era más ancho que cualquiera de las hendiduras que se abrían entre las escarpadas colinas cuyas laderas bajaban a un lugar que King llamó Sydney Town.
—¿Y qué hay de las sierras? —preguntó King.
—Vine justo a tiempo —se limitó a contestar Richard.
—Mmmm. En tal caso, mejor que el comandante Ross te enviara a ti en lugar de enviar a un auténtico aserrador. Aquí no hay nadie que sepa algo más que los rudimentos del oficio de afilar. Me alegra saber que puedes transformar una sierra de ocho pies en una sierra de sección transversal. Ello permitirá incrementar el suministro de troncos… Observo que has procesado los troncos que se habían transportado al foso de aserrar. —King se detuvo justo en el lugar donde el valle daba una pequeña vuelta alrededor de un peñasco que bajaba del norte—. A eso lo llamo yo el Arthur’s Vale en honor del nombre de pila de su excelencia. La gran isla del sur ostenta su apellido: Phillip Island. El cultivo de plantas se está trasladando gradualmente desde Sydney Town hasta aquí porque este lugar ofrece cierta protección contra los vientos del sur y del oeste, y yo espero que también contra el viento del este en el extremo más alejado de este peñasco. Aquella colina del sur entre Arthur’s Vale y el mar es el Mount George que estamos desbrozando poco a poco para el cultivo de cereales al igual que las colinas del norte. Ya tenemos allí un poco de trigo y de maíz y más abajo tenemos cebada. El nuevo foso de aserrar se tendría que construir por aquí. El actual está demasiado lejos, pero se podría seguir utilizando para aserrar troncos de doce pies procedentes de las colinas de la parte posterior y del mismo interior de Sydney Town.
Habían rodeado el peñasco y se encontraban más o menos de cara hacia el oeste; el terreno del valle descendía bruscamente unos veinte pies y la corriente bajaba brincando en forma de fina cascada por la ladera. El teniente la señaló.
—Tengo intención de represar la corriente en esta ladera, Morgan. Por encima de esta pendiente, el terreno es lo bastante friable para crear un estanque de gran capacidad que se podría abrir a través de una esclusa para el riego de los huertos del Gobierno, que estarán situados no mucho más abajo. Un día espero instalar una noria en mi presa. De momento, sólo podemos moler nuestros cereales con un molinillo manual, pero ya tenemos una rueda de molino como Dios manda para el día en que dispongamos de potencia para hacerla girar. Si tuviéramos bueyes o mulos, ya la podríamos hacer girar ahora mismo. También podríamos utilizar hombres para hacerla girar, pero andamos escasos de hombres. ¡Algún día, algún día! —King soltó una carcajada y agitó los brazos a su alrededor—. El granero, tal como ves, ya está casi terminado, pero yo tengo intención de construir un gran establo y un patio para los animales aquí, en la orilla sur de la corriente. ¡Los vientos salados, Morgan, los vientos salados! Impiden el desarrollo de toda suerte de plantas excepto el de los pinos, el lino y los árboles del lugar que crecen al abrigo de ellos. Encontré el lino. Aquellos necios de Port Jackson no supieron describir debidamente la planta, eso es todo. Es muy útil para las techumbres de paja, pero aún no hemos conseguido convertirlo en lona.
Volvió a reírse y se centró de nuevo en el tema de Arthur’s Vale.
—Sí, los vientos salados. Tenemos que encontrar otro sitio más apropiado para las verduras que una loma que mira directamente a la isla de Phillip. He probado a levantar vallas para proteger las plantas, pero no sirven de nada. Por consiguiente, el cultivo de las verduras se trasladará al valle.
Y allá se fue, como si de pronto hubiera recordado un asunto urgente, dejando a Richard solo, a media cuesta de Arthur’s Vale.
Hacía bochorno y amenazaba lluvia; a pesar de su deseo de subir más arriba para seguir explorando, Richard pensó que lo más prudente sería regresar a Sydney Town. Justo a tiempo: en cuanto entró en la casa, descargó un aguacero impresionante. Joey entró corriendo desde el huerto, seguido de cerca por MacGregor. Richard se preguntó por primera vez en qué ocuparía las horas en los días de lluvia hasta que construyeran una techumbre sobre el foso de aserrar. La lectura estaba muy bien, pero, ahora que estaba bien alimentado, necesitaba gastar energía física. Sin embargo, la lluvia era muy cálida, por lo que decidió dejarle la cabaña para él solo a Joey, el cual se encontraba muy a gusto tumbado en la cama, acariciando al perro y canturreando para sus adentros.
Echó a andar por el duro suelo de la playa con los zapatos puestos y la camisa echada sobre los hombros: le habían advertido de que los cascajos de roca cortaban como navajas y habían lisiado a más de uno. La media luna de Turtle Bay resultaba tan atrayente bajo la lluvia como bajo los rayos del sol, con su fondo de purísima arena, sus cristalinas aguas y los pinos que llegaban hasta lo máximo que les permitía la presencia de alimento. Se despojó de la empapada ropa, se adentró en el agua para nadar y descubrió que ésta resultaba más cálida bajo la lluvia que bajo el sol. Al terminar, se puso los pantalones de lona y los zapatos, se echó la camisa al hombro y se volvió, buscando algún lugar donde guarecerse para contemplar desde allí la subida de la marea.
A Stephen Donovan se le había ocurrido la misma idea; Richard lo encontró al amparo de una formación rocosa de Point Hunter donde crecían algunos pinos dispersos, mirando hacia el arrecife en dirección al lejano promontorio de Point Ross, en el oeste.
—¿Has visto alguna vez algo más hermoso? —le preguntó Stephen.
Richard colocó la camisa en la roca a modo de almohada y se sentó con los brazos alrededor de las rodillas. La lluvia había amainado de momento y el viento había cambiado de dirección y ahora soplaba hacia el norte. Un fuerte oleaje golpeaba contra el arrecife y las olas se curvaban como el azúcar cande alrededor de un palillo antes de estallar en unas murallas de blanca espuma. Y el viento que soplaba en dirección contraria atrapaba la espuma y la lanzaba volando hacia atrás por encima de las olas en forma de tenues penachos y velos.
—No, creo que no —contestó.
—Yo sigo mirando en la esperanza de ver nacer a Afrodita.
El cielo escampó hacia el sur y el oeste lo justo para permitir ver cómo el sol poniente convertía aquellos ventisqueros de espuma en una masa dorada antes de que volviera a caer la lluvia, pero esta vez con mucha más suavidad.
—Me encanta este lugar —dijo Stephen Donovan, lanzando un suspiro.
—En cambio, yo me he pasado el rato en el hoyo de un aserradero con una sierra sobre las rodillas —dijo Richard amargamente—. ¿Qué tal os va a vos?
—¿Quieres decir como superintendente del trabajo de los convictos?
—Sí.
—No es un trabajo muy agradable, Richard. ¿Recuerdas a Len Dyer?
—¿Cómo podría olvidar a ese bribón?
—Provocó una tensa situación al comunicarme que no pensaba recibir órdenes de un repugnante pedazo de sebo católico y asqueroso comemierda y que, en cuanto se hiciera con el mando de la isla, yo sería el primer hombre al que liquidaría. Y que, a continuación, acabaría con mi preciosa muñequita rubia, la señorita Molly Livingstone. Por lo visto, le gusta mucho cómo suena eso de «pedazo de sebo católico», pues lo utilizó con más frecuencia que lo de «señorita Molly».
—Es londinense y es la frase que más se utiliza por allí. —Richard se volvió a mirarlo, pero Donovan mantuvo la mirada dirigida hacia delante—. ¿Y qué ocurrió a continuación, señor Donovan?
—¡Quisiera que me llamaras Stephen! El único que lo hace es Johnny. —Donovan levantó los hombros y hundió la cabeza entre ellos—. Le impuse un castigo de cuarenta y ocho azotes y le encargué la tarea al soldado raso Heritage. Por suerte para mí, Dyer tampoco le caía muy bien a Heritage, por lo que éste puso manos a la obra y lo azotó con fuerza con el látigo más duro que teníamos. Hubo algunos murmullos de protesta por parte de Francis, Peck, Pickett y unos cuantos más, pero, cuando vieron la espalda de Dyer, se callaron. —Al final, sus ojos se desviaron para mirar a Richard con dureza—. Habrían tenido que comprender que el hecho de que un hombre sienta inclinación por los miembros de su propio sexo no significa que sea blandengue o tímido, ¿verdad? ¡Pues no! Bien, he sobrevivido a más de quince años en la mar y me he sabido ganar el respeto de la gente, por lo que no estoy dispuesto a aguantar insolencias por parte de sujetos como Len Dyer. Tal como él mismo ha podido comprobar.
—Yo que vos me protegería la espalda —dijo Richard—. La lástima es que yo apenas sé lo que ocurre entre los que no trabajan en el hoyo de aserrar, pero el Golden Grove me hizo comprender que algo siniestro se aspiraba en el aire. Sin embargo, no sé qué puede ser. Nada se ha dicho o hecho estando yo presente desde que les propiné una patada en los cojones. A lo mejor, Dyer quería averiguar qué atmósfera se respiraba cuando se insolentó con vos. En caso de que así fuera, seguro que ahora ya os tiene catalogado como… un bobalicón pedazo de sebo católico —añadió con una sonrisa—. Pero insisto en aconsejaros que os protejáis la espalda.
Stephen se levantó.
—Ya es la hora de cenar —dijo, alargando la mano para ayudar a Richard a levantarse—. Si te enteras de algo, dímelo.
A la mañana siguiente, los carpinteros empezaron a construir el cobertizo del aserradero, por lo que, tras haberse comido el pan que se había guardado y unos cuantos bocados de berros, Richard echó a andar Arthur’s Vale arriba, siguiendo por la margen norte de la corriente. Cerca del lugar donde el teniente King pensaba construir un gran establo, vio que un grupo de convictos estaban cavando un nuevo hoyo de aserrar lo bastante grande para poder recibir troncos de treinta pies. Todos los descontentos se hallaban ocupados en aquel trabajo menos Dyer, provisionalmente castigado. Stephen supervisaba su labor, con dos de los nuevos marinos del Golden Grove como guardias, tal como Richard tuvo ocasión de comprobar con visible complacencia.
Deseo con tanto ardor como él poder llamar a Stephen por su nombre de pila, pensó Richard mientras saludaba con la mano a Donovan. Pero yo soy un delincuente y él es un hombre libre. No es correcto.
Rodeó el peñasco del norte hasta llegar al lugar donde el arroyo bajaba por la ladera en la que King pretendía construir una presa. De pie en lo alto de la roca, comprendió por qué razón el comandante lo consideraba factible, pues era cierto que el suelo registraba una gran depresión justo antes de que el valle volviera a ensancharse.
La tala de los árboles había avanzado un poco más y ya estaba subiendo despacio por las estribaciones de las colinas, tan escarpadas como las que rodeaban Sydney Town. Al ver los bananos, supo lo que eran a través de las ilustraciones de sus libros, y se sorprendió de la altura y el grado de madurez que habían alcanzado… ¿Cómo era posible que hubieran crecido tanto en sólo ocho meses? No, no era posible. King había llegado al valle hacía muy poco tiempo, lo cual significaba que los bananos crecían espontáneamente en la isla de Norfolk. Un regalo de Dios: los alargados racimos de pequeñas bananas verdes ya estaban formados, por lo que en los próximos meses tendrían fruta para comer… y, por si fuera poco, una fruta que llenaba mucho el estómago.
Allí donde el valle volvía a estrecharse, el desmonte quedaba interrumpido, si bien un sendero se adentraba en el bosque a lo largo del arroyo, que en aquel lugar registraba varios pies de profundidad y era tan cristalino que Richard podía ver incluso los minúsculos y casi transparentes camarones que nadaban en sus aguas. Durante las cenas en torno a la hoguera del campamento había oído hablar de la existencia de unas enormes anguilas, pero a ésas no las vio.
Unos loros de vistoso color verde surcaban velozmente el aire y una pequeña cola abierta en abanico pasó volando a escasos centímetros de su rostro, como si intentara decirle algo; lo acompañó a lo largo de unas cien yardas, tratando todavía de establecer comunicación con él. Le pareció ver una codorniz y después tropezó con la paloma más bella del mundo, de suave color pardo rosado e iridescente verde esmeralda. ¡Y lo más dócil que cupiera imaginar! La paloma se lo quedó mirando y se alejó meneando la cabeza con total indiferencia. Richard vio otras muchas aves, una de las cuales parecía un mirlo, de no ser porque tenía la cabeza de color ceniciento. El aire estaba lleno de cantos como jamás los había oído en Port Jackson. Todos ellos eran extraordinariamente melodiosos, menos los de los loros que chirriaban más que cantar.
Desde su llegada, no había tenido ni una sola ocasión de contemplar un pino de Norfolk, por una razón muy sencilla: un pino de Norfolk aislado no existía, y la técnica de desmonte utilizada por King consistía en eliminar todos los árboles de una zona sin dejar ni uno solo en pie. Había descubierto que las colas que tapizaban el suelo de su cabaña eran hojas de pino, si es que se podían llamar hojas. A ambos lados del sendero se extendía el bosque, una impenetrable espesura en la que no se atrevió a entrar a pesar de que no se parecía para nada a la imagen de una selva que se había forjado a través de sus lecturas. Las plantas de gran tamaño no existían, pues las mataban de hambre los pinos que crecían muy juntos y que sin duda debían de producir muy pocos renuevos. Algunos medían quince pies de diámetro, e incluso más, y casi todos eran del mismo tamaño que los troncos para cuyo corte él había estado afilando las sierras; sólo unos pocos eran muy delgados. Su áspera corteza era de color pardo con tintes morados y las ramas sólo les brotaban cuando alcanzaban una considerable altura. Entre ellos crecían de vez en cuando algunos frondosos árboles verdes, pero casi todo el espacio lo ocupaban unas enredaderas totalmente distintas de las enredaderas de otros lugares. Los troncos más grandes eran tan gruesos como el brazo de un hombre y se retorcían y enroscaban sobre sí mismos, se elevaban formando bultos y protuberancias y se enredaban con las partes más finas de las caóticas enredaderas. Cuando éstas tropezaban con un árbol lo bastante débil para estrangularlo, así lo hacían o, por lo menos, obligaban al pobrecillo a doblarse lateralmente y a reanudar su ascenso a varios pies de distancia del lugar donde su tronco se separaba del suelo.
El valle se ensanchó un poco y dejó al descubierto más bananos de verdes frutos y otro árbol muy raro que, como los bananos, se limitaba a crecer en proximidad de las corrientes de agua. Su tronco se parecía un poco al de una palmera —sus hojas eran también muy duras y rígidas y no ya flexibles y suaves—, pero estaban recubiertos de botones de afilados extremos y, en la parte superior, se extendía un dosel que sólo podía ser de hojas de helecho. ¡Un helecho gigante! ¡Un helecho que parecía un árbol de cuarenta pies de altura!
Más pájaros, entre ellos un pequeño martín pescador de color marfil, pardo y brillante e iridescente verde azulado, exactamente igual que el color de la laguna. El pájaro más curioso no lo vio hasta que éste se movió, pues parecía una prolongación del musgoso tocón de árbol sobre el cual estaba posado. El movimiento fue tan repentino y sorprendente que Richard pegó un involuntario brinco. La cosa era un loro descomunal.
—Hola —le dijo—. ¿Cómo estás tú hoy?
El loro ladeó la cabeza y se acercó a él, pero Richard tuvo la prudencia de no tenderle la mano; su enorme e impresionante pico negro era lo bastante fuerte para arrancarle un dedo. Después, el loro debió de pensar que no merecía la pena y desapareció entre las anchas hojas de la vegetación que bordeaba las orillas del arroyo.
Durante el camino de vuelta, vio un arbusto capaz de competir con los gigantes del bosque, de suave tronco rosado y frondosas ramas cubiertas de bayas de intenso color rojo del tamaño de unas pequeñas ciruelas. ¿Lo hago, no lo hago? Unas semanas antes de ahogarse, el desventurado aserrador Westbrook había comido un fruto local que confundió con una variedad de haba y poco faltó para que se muriera. Richard apretó una baya entre sus dedos y descubrió que era muy dura; cualquier cosa que fuera, era evidente que aún no había alcanzado la madurez. Más tarde, se prometió a sí mismo, probaré sólo una. No creo que comer una sola cosa de algo pueda matar.
El sol ya estaba declinando cuando volvió sobre sus pasos y regresó a Arthur’s Vale; hora de reunirse con los demás para cenar. Este lugar es extraordinario y no se puede comparar en modo alguno con Nueva Gales del Sur. Son distintos los árboles, el terreno, las colinas, las rocas, y no hay ni una sola hoja de hierba de ninguna clase. Puede que éste fuera el primer intento de Dios de crear la tierra a partir del mar. O puede que fuera el último. En caso de que fuera el último, no lo dotó de seres humanos. Lo cual tal vez hubiera inducido a un hombre como James Thistlethwaite a decir que Dios llegó a la conclusión de que el hombre no era una adición deseable para su jardín de fieras.
—¿Hay serpientes por aquí? —le preguntó a Nat Lucas, a quien tenía en tanta estima como al viejo Dick Widdicombe, de setenta años de edad. ¿Por qué habría Londres enviado a hombres de edad avanzada para labrar un nuevo lugar?
—Si las hay, no se las ve —contestó Nat—. Nadie ha visto jamás un lagarto, una rana o tan siquiera una sanguijuela. Al parecer, no existen animales terrestres a excepción de las ratas, que tampoco se parecen a las nuestras. Las de la isla de Norfolk son de un delicado color gris, tienen el vientre blanco y no son muy grandes.
—Pero se lo comen todo —dijo Ned Westlake—. Una rata es una rata.
Al amanecer del día siguiente, Richard dirigió sus pasos hacia el este, optando por echar a andar por la arena de Turtle Bay antes de subir a otra preciosa playa que no estaba protegida por ningún arrecife; allí la arena se había extendido tierra adentro sobre una balsa de petrificados troncos y, más allá de ella y a cierta distancia de la orilla se levantaba un enorme acantilado. Más pinares; los había por todas partes y siempre impenetrables. La única posibilidad que se le ofrecía de seguir avanzando consistía en abrazarse a las rocas, una alternativa muy peligrosa cuando hacía mala mar. Sin embargo, aquel día hacía un tiempo estupendo, con una suave brisa que soplaba desde el noroeste. La marea estaba en fase menguante, por lo que debería procurar regresar antes de que alcanzara la pleamar. Dos pequeños arroyos juntaban sus fuerzas en una pequeña zona llana, más allá de la cual el agua resplandecía con un etéreo fulgor aguamarina. Se pasó un ratito tratando de trepar por la grieta que conducía a aquel impresionante promontorio, pero desistió de su intento. No era prudente.
Cuando regresó a Turtle Bay descubrió a dos hombres a los que antes no había visto, colocando boca arriba a una gigantesca tortuga, la cual se encontraba ahora impotente, agitando las aletas.
Debían de ser hermanos y no tenían pinta de haberse pasado algún tiempo en una cárcel inglesa. Ambos eran jóvenes, estaban delgados y parecían buena gente; piel morena, cabello y ojos castaños.
—¡Ah! Tú debes de ser Morgan —dijo uno de ellos—. Soy Robert Webb y éste es mi hermano Thomas. Solemos utilizar nuestros nombres completos. Ayúdanos a atar a esta preciosidad… Mañana habrá sopa de tortuga para cenar.
Richard los ayudó a pasar una cuerda alrededor del pecho de la criatura, donde las aletas impedirían que la cuerda resbalara.
—Somos los hortelanos —explicó Robert, que, si no era el mayor, debía de ser sin duda el portavoz—, te agradezco que nos llevaras a las mujeres. Thomas no es muy aficionado a las mujeres, pero lo que es yo, estaba desesperado.
—¿A quién elegiste? —preguntó Richard, sin saber por qué le daban las gracias a él.
—A Beth Henderson, una buena mujer. Lo cual significa que Thomas y yo hemos llegado a la encrucijada —dijo Robert alegremente mientras su hermano hacía una mueca—. Se ha ido a vivir a casa del señor Altree en Arthur’s Vale, donde se están plantando muchas cosas.
La tortuga fue arrastrada hasta el agua y los hombres la remolcaron, con el agua a la altura de las rodillas, alrededor del promontorio de Turtle Bay. Richard ayudó a los Webb a subirla a la playa recta cerca del embarcadero y después se fue para regresar a su cabaña.
—El teniente King te estaba buscando —dijo Joey.
Richard volvió a salir y encontró al comandante en el lugar donde se estaba construyendo el nuevo aserradero excavado en el suelo y que, por consiguiente, se tendría que reforzar con madera.
—¡Hay tortuga, señor! —dijo Richard, saludando militarmente.
—¡Oh, espléndido! ¡Excelente! —King se volvió para apartarse un poco y le dijo a su aserrador jefe—: No permito que se pesquen muchas tortugas, pues, de lo contrario, acabará por no haber ninguna. Y tampoco permito que se desentierren los huevos. Aquí no hay tantas tortugas como en la isla de Lord Howe, por consiguiente, ¿por qué destruir una cosa buena?
—Muy cierto, señor.
El teniente King dejó al descubierto a continuación una de las más irritantes facetas de su naturaleza: se olvidó totalmente de lo que había dicho dos días atrás al felicitar a sus aserradores y concederles tiempo libre hasta el lunes.
—Mañana volveréis a aserrar —anunció— y tengo intención de construir un tercer aserradero valle arriba, más allá del lugar donde se construirá la presa. Eso quiere decir que necesitaremos más aserradores. Tengo conocimientos suficientes acerca de este trabajo y me consta que es extremadamente duro y no lo pueden llevar a cabo hombres débiles, pero te doy permiso para que elijas a los hombres que tú quieras, Morgan. Podrás elegir a los que quieras, siempre y cuando no sean carpinteros. Ya se ha construido la techumbre del antiguo aserradero, así que mañana ya podréis empezar a aserrar… unas tablas para el techo del granero. Y lo seguiréis haciendo el sábado aunque, por ley, el día os debería pertenecer. Necesito que se termine el granero, pues se acerca la cosecha. —King ya se disponía a retirarse—. Piensa en los que quieres y el lunes me lo dices.
—Sí, señor —dijo Richard con semblante inexpresivo.
Dos aserraderos significaban cuatro equipos; tres aserraderos significarían seis equipos. ¡Santo cielo, jamás tendría ocasión de aserrar! Ned Westlake, Bill Blackall y Harry Humphreys no conseguían aprender a manejar una lima como es debido. El único que parecía tener ciertas dotes era Will Marriner, el cual se tendría que quedar en el aserradero más antiguo para dedicarse a afilar mientras él estuviera en Arthur’s Vale. Las sierras se tenían que retocar cada diez o doce pies en el transcurso de un corte. Pero ¿quién estaría dispuesto a aserrar? Los hombres lo aborrecían, lo hacían de mala gana. Los bribones como Len Dyer, Tom Jones, Josh Peck y Sam Pickett eran imposibles. John Rice, uno de los del grupo inicial, estaba capacitado, pero era el cordelero y, por consiguiente, no estaba disponible. John Mortimer y Dick Widdicombe eran demasiado viejos y Noah Mortimer era un holgazán que siempre causaba conflictos porque no sudaba la camisa. Cuando un hombre tenía aversión al esfuerzo físico, no era capaz de hacer nada a no ser que lo obligaran, y eso era lo que le ocurría a Noah. El joven Charlie McClellan, otro miembro del grupo inicial, era como él.
Bueno pues, ¿quién más del Golden Grove? John Anderson, sí. Sam Hussey, también. Jim Richardson. Pero aquí terminaban las existencias. Richardson, que había decidido convivir con Susannah Trippett, cumpliría la tarea con ecuanimidad, ya que no con entusiasmo. Hussey y Thompson se salían de lo corriente, pues ya estaban ocupados en la construcción de sus propias cabañas porque no soportaban la compañía de nadie. Ambos le recordaban a Richard a Taffy Edmunds. En cuanto a Anderson… era un desconocido. En la función religiosa del domingo a las once de la mañana, Richard le dio gracias a Dios por su condición de convicto: jamás estaría autorizado a ordenar flagelar a un hombre. Tendría que buscarse otros medios para garantizar que sus aserradores trabajaran, sobre todo, emparejando a un buen trabajador con otro dudoso. Jamás dos dudosos juntos.
—Cuatro equipos son todo lo más que podré reunir —le dijo a Stephen cuando ambos se reunieron para nadar un rato en Turtle Bay el domingo por la noche—. Al parecer, estoy condenado a pasarme la vida afilando. Aunque parezca un trabajo muy sencillo, señor Donovan, la mayoría de los hombres no consigue captar el concepto de lo que es eso. No procuran colocar los dientes en el bisel adecuado y no tienen en las yemas de los dedos los ojos que se tienen que tener. ¡Oh, cuánto me gustaría tener a Taffy Edmunds! No sólo sabe afilar tan bien como yo sino que, además, le encantaría estar aquí.
—Tengo entendido que van a enviar a más hombres, pero el Supply no puede transportar a muchos de una sola vez. Y, puesto que ahora han encontrado unos árboles que se pueden cortar en Port Jackson, mucho me temo que tardes algún tiempo en ver desembarcar a Taffy aquí. Richardson es un sujeto muy fuerte y creo que trabajará con entusiasmo. ¿Quién sabe? A lo mejor, uno de este segundo equipo de cuatro resultará que tiene talento para afilar. Aunque la verdad, Richard, no acierto a comprender por qué razón te gusta aserrar —dijo Stephen.
—Porque, para los aserradores, mi trabajo es un juego de niños. Yo permanezco sentado con las piernas cruzadas como un sastre y parece que no hago nada. Uno de los motivos por los que los pongo a todos a trabajar en ello y los seguiré poniendo. Cada uno de ellos sabe que, si aprende a afilar bien, tendrá un trabajo muy cómodo. Cuando fallan, por lo menos saben que el trabajo de afilar exige paciencia y habilidad.
Stephen se tumbó sobre la arena y se estiró voluptuosamente.
—Sería de esperar que a Johnny, siendo marino, le encantara estar aquí abajo, con nosotros —dijo Stephen—. Pero no, prefiere quedarse a la entrada de nuestra casa, planificando o puliendo algún bonito objeto de madera. Cuando regrese el Supply, vete tú a saber cuándo será eso, ya habrá terminado los balaustres para la casa del Gobierno de Port Jackson. ¡Qué aislados estamos! A más de mil millas al otro lado de un desierto océano del único lugar en el que se puede encontrar otro inglés. Se me ocurre pensarlo cada vez que contemplo el horizonte. Esta isla es un gigantesco velero anclado en medio de ninguna parte, y rodeada por el infinito. Es algo enteramente aparte.
Richard rodó por la arena para secarse la espalda.
—Yo no tengo la sensación de que la isla sea pequeña, pero estoy de acuerdo en lo del aislamiento. A mí la isla de Norfolk se me antoja tan grande como Nueva Gales del Sur. Aquí se disfruta de cierta intimidad. No me siento prisionero, mientras que en Port Jackson todo me recordaba que lo era.
—Había más oficiales —dijo secamente Stephen.
—¿Se lleva bien vuestro Johnny con los carpinteros?
—Pues sí. Gracias sobre todo a que él se limita a trabajar con su torno y es lo bastante juicioso para no decirle a Nat Lucas cómo tiene que hacer su trabajo o cómo conseguir que los demás hagan el suyo. Por eso me duele.
—Os aconsejo que os protejáis la espalda… Tengo un presentimiento.
—¿Quieres que saque a tus nuevos cuatro aserradores del grupo?
—Tenéis que ser o vos o el teniente King. Cualquiera de los dos.
—Yo lo haré. King es un fuego fatuo… Corre de acá para allá. Siempre empezando otra cosa antes de terminar la anterior sin pararse jamás a pensar en que tiene demasiado pocas manos para hacer lo que ya ha empezado y tanto menos afrontar otro trabajo. Por eso yo insistí en que terminara el granero antes de empezar a pensar en la construcción del establo o la presa. Y, por si eso no fuera suficiente, va y se le ocurre construir más casas, ¡pero, hombre, por Dios! Pero es que sólo ha servido en barcos muy grandes, donde siempre hay más manos de las que realmente son necesarias excepto en una batalla o un temporal.
—Lo cual me recuerda una cosa, señor Donovan. Joey y yo estamos durmiendo en unas camas de matrimonio con colchones y almohadas de plumas. Todas estas cosas os pertenecen por derecho a vos y al señor Livingstone.
El comentario dio lugar a toda una serie de carcajadas.
—¡Ya os los podéis quedar, hedonistas! Ni Johnny ni yo dormiríamos en otra cosa que no fuera una hamaca. —En sus bellos ojos azules se encendió un brillo burlón—. Cuando los hombres hacen el amor, Richard, no necesitan una cama muy grande. A quienes les gusta la comodidad es a las mujeres.
Richard se fue con Ned Westlake y Harry Humphreys al nuevo hoyo de aserrar de Arthur’s Vale junto con Jim Richardson y Juno Anderson, tal como este John se hacía llamar.
Como era de esperar, el ritmo de trabajo se redujo de forma considerable, para gran disgusto del teniente King.
—¡Habéis tardado cinco días en producir setecientos noventa y un pies de madera! —le dijo a Richard en tono indignado.
—Lo sé, señor, pero dos de los cuatro equipos son nuevos en el trabajo y los otros dos están ocupados facilitando instrucciones —explicó Richard con un respeto no exento de firmeza—. Durante algún tiempo, deberéis acostumbraros a recibir un poco menos de madera. —Respiró hondo y decidió decirlo todo—. Además, señor, no podréis esperar que los equipos de aserrar o yo nos dediquemos también a descortezar los troncos. En el aserradero antiguo Joseph Long está descortezando permanentemente con la ayuda de otro mientras que, en el nuevo aserradero, no hay nadie que se dedique en exclusiva a preparar los troncos. Yo afilo y no tengo tiempo para nada más porque me encargo del mantenimiento de las sierras de Marriner y de dirigir el trabajo de mis hombres aquí. ¿No sería posible que los que talan los árboles los descortezaran en el mismo momento en que los derriban? Cuanto más tiempo se conserva la corteza, más peligro se corre de que penetre el escarabajo que se come la madera.
»Y tendría que haber un leñador que supiera examinar cada árbol antes de talarlo para calcular su valor como pieza serradiza. La mitad de los troncos que recibimos no sirve para nada, pero, cuando les podemos echar un vistazo, los hombres que los han transportado al aserradero ya han desaparecido. Por consiguiente, tenemos que perder nuestro valioso tiempo en trasladarlos al montón de la madera destinada a ser quemada.
¡Al teniente no le estaba gustando nada todo aquel sermón! Ya mantenía el ceño fruncido con furia antes de que se hubiera pronunciado la mitad del mismo. Lo cual significa, pensó Richard aguantando sin pestañear la iracunda mirada de aquellos ojos color avellana, que estoy a punto de recibir una tanda de azotes por insolente. En todo caso, mejor ahora que después, cuando la situación se agrave en el momento en que decida construir un tercer aserradero, y nos deje a nosotros con sólo una sierra de repuesto, ahora que hemos convertido la sierra de ocho pies en una herramienta de corte al través.
—Ya veremos —dijo finalmente King, alejándose en dirección al lugar donde se encontraban los carpinteros y su nuevo granero.
Todas las pulgadas de sus enfurecidos pasos irradiaban indignación y sentimientos ofendidos.
—¿Qué pensáis del supervisor de los aserradores? —le preguntó King a Stephen Donovan durante el almuerzo en la casa del Gobierno.
La embarazadísima Ann Innet no se sentó con ellos a comer sino que se limitó a servir la comida y desapareció. La jarra de oporto ya estaba semivacía y se convertiría en un «marino» antes de que finalizara el almuerzo; el comandante estaba siempre más suave por la tarde que por la mañana, cosa que Richard Morgan ignoraba. El oporto era el mayor pecado de King; no pasaba un solo día sin que diera por lo menos buena cuenta de un par de botellas. ¡Nada de barriletes de oporto para Philip Gidley King! A él le gustaba lo mejor de lo mejor, lo cual ya venía embotellado y se tenía que dejar cuidadosamente en reposo en la bodega por lo menos durante un mes antes de que él decantara personalmente cada botella.
—¿Os referís a Richard Morgan?
—Sí, a Morgan. El comandante Ross dijo que sería muy valioso, pero yo no estoy tan seguro. El sujeto ha tenido la desvergüenza de enfrentarse conmigo esta mañana… ¡y decirme prácticamente que lo estoy haciendo todo muy mal!
—Sí, Morgan tiene el valor de hacer eso y mucho más, pero me atrevo a suponer que no con insolencia. Estuvo en el Alexander y nos prestó un gran servicio en la cuestión de las bombas de los pantoques del Alexander. ¿Acaso no recordáis que estuvisteis a bordo poco después de nuestra llegada a Río? Fue Morgan quien afirmó con toda claridad que sólo las bombas de cadena podrían resolver el problema.
—¡Mentira! —replicó King, parpadeando con asombro—. ¡Mentira absoluta! ¡Fui yo quien recomendó las bombas de cadena!
—En efecto, señor, pero Morgan lo hizo antes que vos. Si Morgan no hubiera convencido al comandante Ross y al jefe de sanidad White de la necesidad de tomar medidas drásticas, vos jamás habríais sido llamado al Alexander —dijo valientemente Stephen.
—Ah, ya comprendo. Pero eso no altera el hecho de que esta mañana Morgan ha rebasado sus atribuciones —afirmó King con obstinación—. Él no es quien para criticar mi actuación. Habría tenido que mandar azotarlo.
—¿Por qué azotar a un hombre útil y trabajador por el simple hecho de tener una cabeza que piensa? —preguntó Stephen, reclinándose tranquilamente en su asiento mientras rechazaba con un gesto la copa de oporto. Una copa más, y King ya sería más dúctil—. Vos sabéis que tiene una cabeza sobre los hombros, señor King. No tenía intención de mostrarse insolente… Es simplemente un hombre que se preocupa por su trabajo. Quiere producir más —insistió en explicar Stephen.
El comandante no estaba muy convencido.
—¡Sed justo, señor! Si los cambios los hubiera sugerido yo, ¿cuáles fueron en concreto, si no os importa?
—Que nadie inspecciona los árboles antes de transportarlos al aserradero, que nadie descorteza los troncos, que la tarea de descortezarlos se tendría que llevar a cabo inmediatamente después de haberlos talado, que los aserradores pierden demasiado el tiempo arrastrando los troncos inservibles al montón de la madera destinada a la quema… y así sucesivamente.
Seguid bebiendo, teniente King, seguid bebiendo. Stephen no dijo nada mientras su superior seguía bebiendo sin parar. Al final, una copa de oporto después, levantó la mano y adoptó una expresión implorante.
—Señor King, si yo hubiera dicho lo que ha dicho Morgan, ¿no me habríais prestado atención?
—Pero lo cierto es, señor Donovan, que no me lo habéis dicho.
—Porque estaba en otro sitio y vos tenéis a un supervisor de los aserradores… ¡Morgan! Son unas observaciones muy sensatas, todas encaminadas a conseguir aserrar más madera. ¿Por qué colocar guarniciones de coche a vuestros caballos de montar, señor? Tenéis un excelente equipo de trabajadores de la madera y de carpinteros y observo que no os desagrada escuchar lo que os dice Nat Lucas. Pues bien, en Richard Morgan tenéis a otro Nat Lucas. Yo que vos, utilizaría su talento. Le faltan dos años para terminar la condena. Si acabara acostumbrándose a este lugar, podríais seguir con él al igual que con Lucas.
Y ahora, pensó Stephen Donovan, había llegado el momento de cambiar de tema. La irritación estaba desapareciendo del rostro de King, el cual tenía efectivamente muy buenas cualidades. Lástima que no soportara oír de boca de un convicto que se había equivocado.
A finales de noviembre la humedad era tal que hubo que cambiar las horas de trabajo. Las tareas se iniciaban al amanecer y seguían hasta las siete y media de la mañana, en que todo el mundo disponía de media hora para desayunar; a las once de la mañana se interrumpía el trabajo y no se reanudaba hasta las dos y media, en que seguía hasta la puesta de sol. Se obtuvo la primera cosecha, un acre de cebada que produjo ochenta galones de valiosas semillas, a pesar de los gusanos y las ratas. A ello siguieron tres cuartos de trigo de las doscientas sesenta espigas que los gusanos y las ratas no habían destruido; si se pudieran controlar las plagas, en aquel espléndido terreno se podría cultivar cualquier cosa.
Las pequeñas ciruelas rojas —guayabas-cereza— habían madurado y eran tan deliciosas que no se podía resistir la tentación de comerlas en exceso; resignado ante la glotonería, el doctor Jamison señaló que ni los hombres libres ni los delincuentes serían autorizados a abandonar el trabajo a causa de la diarrea. Las bananas ya estaban también maduras. En ciertas ocasiones se producían capturas de pescado que Richard esperaba con ansia. En esta afición no le acompañaba casi nadie y, gracias a ello, disfrutaba de mucho más pescado del que le correspondía. Había descubierto que el pescado duraba un día más si se sumergía en una fría y sombreada corriente de agua salada, por lo que con mucho gusto cambiaba su siguiente ración de carne salada por la despreciada ración de pescado de otro. ¡Y un pescado tan exquisito! Como la cubera que se podía asar a la parrilla sobre el fuego y comer hasta las raspas. El tiburón también era bueno, al igual que los horribles monstruos de cien libras de peso que acechaban en las grietas de los arrecifes y una variedad local de atún que podía alcanzar una longitud de ocho pies. El único problema era que los peces eran muy caprichosos: ciertos días las cuberas aparecían por centenares y otros no había ninguna.
Hacia Navidad, el teniente King decidió enviar al médico auxiliar John Turnpenny Altree, a Thomas Webb y a Juno Anderson a vivir permanentemente en Ball Bay, una pedregosa playa de la parte oriental de la isla, donde el Supply se había visto obligado a fondear en algunas ocasiones. Su propósito era que los tres hombres abrieran y mantuvieran expedito un canal a través de las redondas rocas del tamaño de una olla, para que una lancha pudiera desembarcar; las grandes rocas de basalto quebraban la quilla de un bote. Esta decisión de King dio lugar a gran cantidad de guiños y sonrisitas disimuladas por doquier. Altree, un extraño e inepto sujeto que no había podido atender a las convictas del Lady Penrhyn, huía de las mujeres como de la peste. Dondequiera que fuera, lo acompañaba Thomas Webb, el cual, una vez liberado de la compañía de su hermano por obra de Beth Henderson, había buscado cobijo en él. Alegrándose ante la perspectiva de abandonar a su mujer y su trabajo como aserrador, Juno Anderson fue a servir con entusiasmo a los dos custodios de Ball Bay. El paraje se encontraba a no más de una milla de distancia, pero estaba tan cortado por el bosque que una vez Joe Robinson, que intentaba regresar a Sydney Town, estuvo perdido durante dos noches. Por consiguiente, era de todo punto necesario construir un camino a Ball Bay, aunque no se taló ningún árbol para hacerlo. Un hachazo bastaba para cortar las gruesas y asfixiantes enredaderas que crecían entre los pinos y, por si fuera poco, los que estaban abriendo el camino descubrieron que su corteza servía para obtener un hilo muy resistente, siempre y cuando los trozos no fueran muy largos.
Richard se había quedado ahora con dos aserradores y sin perspectiva de recibir otros hasta el regreso del Supply… en caso de que éste regresara efectivamente. Jim Richardson había salido un domingo en busca de bananas y se había roto la pierna de tan mala manera que tardaría varios meses en curarse; jamás volvería a aserrar. A Juno Anderson, en cambio, no se le echaba de menos, una opinión compartida cordialmente por su mujer.
Lo cual significaba que Richard se tendría que volver a poner a aserrar. La pausa de tres horas y media del mediodía la tendría que dedicar a afilar, al igual que todos los segundos de tiempo libre de que dispusiera. Pero ¿quién sería su compañero?
—No habrá más remedio que buscarlo —dijo el comandante, que ya se había recuperado de su disgusto por la audacia de Morgan—. Le preguntaré al soldado Wigfall si le interesa ganarse un salario adicional como aserrador. Tiene el cuerpo y la estatura de un boxeador.
—Buena elección, señor —dijo Richard, simulando acto seguido horrorizarse—. Pero ¿y si el soldado Wigfall no sabe aserrar recto y tiene que ser el hombre de abajo? No está bien que un convicto le llene la cara de serrín a un marino libre.
—Que se cubra con un sombrero —contestó jovialmente King, retirándose a toda prisa.
Por suerte, el soldado William Wigfall era el típico sujeto fornido y corpulento: habitualmente flemático e incapaz de irritarse. Procedía de Sheffield y carecía de amigos íntimos en su pequeño destacamento.
—Mis amigos se quedaron todos en Port Jackson —le explicó a Richard—. La verdad es que me alegro mucho de poder dejar lo que estaba haciendo y ganar más como aserrador que como marino. Así me podré retirar antes. Quiero comprarme un acre de buen terreno con una casita en los alrededores de Sheffield. Y, si me pago el pasaje de vuelta con mi trabajo, aún tendré más dinero.
—¿Te importa que yo intente ser primero el hombre de la parte de arriba del tronco? —preguntó Richard—. Tengo una vista muy recta y siento curiosidad por ver si ello es cierto también cuando sierro. Además, ser el de abajo es más cómodo para los músculos. Por desgracia, no podrás llevar sombrero… Tienes que estar demasiado cerca de la sierra.
Resultó que su vista era muy recta; la de Wigfall, no. El trabajo era tan duro como Richard había imaginado, pero Wigfall demostró ser un compañero estupendo, capaz de aserrar con un impresionante empuje hacia abajo. Yo jamás lo habría podido hacer en Port Jackson con las miserables raciones de comida que nos daban. Aquí, entre el pescado, alguna que otra tortuga y las grandes cantidades de verduras y nabos —por no hablar del pan de mejor calidad—, puedo aserrar sin perder más peso del que me conviene. A mis cuarenta años, me encuentro en mejores condiciones que el teniente King, que sólo tiene treinta.
Por Navidad, el comandante mandó matar un enorme cerdo sólo para su familia de convictos, por lo que, en aquel oscuro y ventoso día, el cerdo fue colocado en un espetón sobre un fuego de brasas de carbón y allí lo asaron hasta que su piel quedó dorada y crujiente; cada hombre y cada mujer recibió una doble ración, con acompañamiento de patatas y media pinta de ron para regar la comida. Fue la primera vez que Richard comía carne asada desde sus días en el Cooper’s Arms.
¡Increíblemente exquisita! Lo mismo que las patatas. Dios mío, rezó aquella noche mientras se acostaba en su lecho de plumas, te doy las gracias. Sólo los que lo desean de verdad pueden disfrutar alguna vez de la simple abundancia.
Durante varios días llovió y sopló un viento demasiado fuerte para trabajar en el exterior, pero, como los dos aserraderos estaban protegidos, los aserradores se dedicaron a cortar troncos y a convertirlos en tablas, cuartones y vigas; en la casa del Gobierno se estaban efectuando algunas ampliaciones, Stephen Donovan iba a recibir una nueva casa muy cerca de la del comandante y todos los aserradores habían sido autorizados a cortar madera para construirse sus casas particulares. Richard, que ya disponía de una buena casa, se mostraba muy dispuesto a aserrar para las viviendas de los hombres de sus equipos.
El Año Nuevo de 1789 amaneció claro y despejado; los convictos recibieron medio día libre y un cuarto de pinta de ron. Gracias a las sutiles y discretas intervenciones de sus supervisores, el teniente King se estaba acostumbrando a algo vagamente parecido a una rutina… Por favor, señor, si pudiéramos terminar lo que ya hemos empezado, podríamos dedicar toda nuestra atención a los nuevos trabajos…
La alegría de King se desbordó cuando el día 8 de enero del nuevo año de 1789 Ann Innet dio a luz a un saludable varón. En su calidad de único responsable de los servicios religiosos en la isla, él mismo se encargó de bautizar al niño, a quien impuso el nombre de Norfolk.
—Norfolk King suena muy bien —le dijo Stephen a Richard en la playa de Turtle Bay—. Me alegro por él. Necesita tener una familia, aunque no creo que el hecho de casarse con la señora Innet le ayude en su carrera naval. Sin embargo, sería difícil imaginar un padre más enamorado de su hijo que él. Será un mal trago cuando llegue el momento de regresar a Inglaterra… ¿Qué hacer con un hijo bastardo al que adora, por no hablar de la madre? Está muy encariñado con ella.
—Resolverá todos sus dilemas, ya lo veréis —dijo tranquilamente Richard—. Costaría encontrar a un comandante más frivolo, pero tiene sentido del honor y de la responsabilidad. Hay cosas que no soporta… La rutina, por ejemplo, y tiene un temperamento muy exaltado. Que se lo digan a Mary Gamble.
Mary Gamble provocó uno de sus estallidos de cólera cuando le arrojó un hacha a un cerdo y lo hirió. Enfurecido ante la semidefunción de aquel animal tan inmensamente valioso, King se negó a escuchar su angustiada explicación de que el cerdo la había embestido y ella le había arrojado el hacha en defensa propia. Antes de serenarse, le pegó una espantosa docena de latigazos a la parte posterior del carro, en sustitución de la mujer. Una vez recuperada la calma, se horrorizó: ¿desnudar a aquella gentil criatura de cintura para arriba y propinarle ciento cuarenta y cuatro azotes con el «gato» de nueve ramales, aunque fuera con el más suave de los «gatos» de que disponían? Dios mío, ¡no podía hacerlo! ¿Y si el cerdo la hubiera embestido de verdad? Estaba autorizada a llevar un hacha, pues era una de las mujeres encargadas de descortezar los troncos de pino. ¡Oh, Dios mío! ¡Él jamás había ordenado que se propinara ni la mitad de aquel número de latigazos ni siquiera a un hombre! ¡Qué situación tan apurada! Mandó llamar a Mary Gamble a la casa del Gobierno y le anunció en tono grandilocuente que la perdonaba.
Su manera de llevar aquel desdichado asunto les hizo comprender a algunos convictos que era un necio, compasivo y débil; ciertos planes que ya estaban en marcha se aceleraron, porque todo el mundo comprendió que King no tenía ni el valor ni la fuerza para emprender acciones drásticas.
Robert Webb el hortelano acudió urgentemente a verle.
—Señor, se prepara una conspiración —le dijo.
—¿Una conspiración? —preguntó King sin comprender.
—Sí, señor. Un considerable número de delincuentes se propone tomaros prisionero a vos, a los demás hombres libres y a todos los marinos. Esperarán la llegada del próximo barco, lo tomarán y zarparán rumbo a Otaheite.
El rostro del comandante palideció y pasó de moreno a un blanco sucio. Después, King miró a Webb con incredulidad.
—¡Santo cielo! ¿Quién, Robert, quién?
—Por lo que me han dicho, señor, todos los convictos del Golden Grove menos tres y… —Webb tragó saliva y parpadeó para reprimir las lágrimas—… algunos de nuestro grupo inicial.
—Cuán rápido prende la raíz, Robert —dijo lentamente King—. Si una sola nueva remesa de delincuentes ha provocado todo eso, ¿qué ocurrirá cuando su excelencia nos envíe a más centenares? —Se pasó la mano por los ojos para enjugarse las lágrimas—. ¡Cuánto me duele! Algunos de nuestro grupo inicial… ¿Cómo han podido ser tan insensatos? Supongo que los iniciales son Noah Mortimer y este estúpido muchacho de Charlie McClellan. —Echó los hombros hacia atrás y apretó las mandíbulas—. ¿Cómo te enteraste?
—Me lo dijo mi mujer, señor… Beth Henderson. William Francis la abordó y le pidió que averiguara si yo estaría dispuesto a participar. Ella simuló estar de acuerdo en convencerme de que participara y después me lo dijo.
El sudor le estaba bajando hacia los ojos; la canícula en aquellas latitudes hacía que el uniforme de un teniente de navío y más aún el de un comandante, obligado siempre a vestir de uniforme, fuera un verdadero tormento.
—¿Quiénes son los tres del Golden Grove que no están implicados? —preguntó con un hilillo de voz.
—El católico John Bryant. El aserrador Richard Morgan y su bobalicón compañero de cabaña Joseph Long —contestó Webb.
—Bueno, de los dos últimos, uno está demasiado ocupado en los aserraderos y el otro es un bobalicón, tal como tú dices. Obtendré información por medio del católico Bryant, que trabaja con ellos. Ve a su cabaña cuando salgas de aquí y tráemelo con la mayor discreción posible, Robert. Como estamos a sábado, Sydney Town está prácticamente desierta… Todos creen que yo no me doy cuenta de que se han largado a Arthur’s Vale. Dile también al señor Donovan que se presente aquí de inmediato.
Las cualidades del teniente King brillaban con su máximo esplendor cuando éste se enfrentaba a peligros concretos; todo se hizo y terminó antes de que uno de los cabecillas se enterara de que había sido descubierto.
Armados con sus oxidados mosquetes, los infantes de marina detuvieron a los más peligrosos, William Francis, Samuel Pickett, Joshua Peck, Thomas Watson, Leonard Dyer, James Davis, Noah Mortimer y Charles McClellan. Un exhaustivo interrogatorio permitió llegar a los verdaderos traidores; aunque casi todos los convictos de la isla se habían mostrado favorablemente dispuestos a participar en el golpe siempre y cuando diera resultado, sólo un puñado intervino activamente. Francis y Pickett fueron doblemente aherrojados y confinados en el almacén más seguro; Watson y Mortimer fueron encadenados y posteriormente liberados hasta que la exhaustiva investigación que se llevaría a cabo el lunes permitiera averiguar toda la historia. Un sorprendido Richard Morgan recibió la orden de dirigirse de inmediato a Ball Bay y conducir a sus tres custodios al redil de Sydney Town, mientras King desplegaba a su escaso contingente de hombres libres y marinos alrededor del extremo de la playa que le correspondía y se ordenaba a todos los convictos permanecer en sus cabañas so pena de recibir un disparo.
—¡Y, por si todo eso no fuera suficiente —le dijo King a Donovan sin poder contener su indignación—, el cabo Gowen ha sorprendido a Thompson robando maíz en el valle! De lo cual deduzco, a juzgar por lo que Robert y Bryant me han dicho, que los hombres como Thompson pensaban que la isla sería tomada por Francis antes de que yo tuviera ocasión de mandarlo azotar a él por robo. Pero se equivoca.
—Habrían tenido que esperar a que el Supply estuviera en camino y toda nuestra atención estuviera centrada en esta cuestión —dijo Stephen con aire pensativo, demasiado diplomático para añadir que el comportamiento de King en el asunto de Mary Gamble era la causa de la anticipación de la conspiración—. ¿Y las mujeres, señor?
King se encogió de hombros.
—Las mujeres son mujeres. No son la causa ni el problema.
—¿A quiénes castigaréis?
—Al menor número posible —contestó King, con semblante preocupado—. De lo contrario, no podría abrigar ninguna esperanza de controlar la isla de Norfolk, tal como seguramente ya comprendéis, señor Donovan. Apenas disponemos de mosquetes que disparen y el número de los convictos es muy superior al nuestro. Por otra parte, casi todos son ovejas y necesitan pastores. Ésta es nuestra salvación, siempre y cuando yo no castigue a las ovejas. Tendré que esperar a que llegue el Supply, a que éste comunique la noticia a Port Jackson y regrese de nuevo antes de poder enviar a los cabecillas a Port Jackson para que los sometan a juicio.
—¿Por qué tengo la impresión de que no resolveréis las dificultades de la isla de Norfolk enviando a estos hombres a Port Jackson y a la justicia del gobernador? —preguntó Stephen con aire soñador.
En los ojos de King se encendió un destello de furia.
—Porque —contestó éste en tono muy serio—, sé muy bien que casi todos los del Golden Grove fueron enviados aquí para librar a Port Jackson de su presencia. Su excelencia no querrá acogerlos otra vez y tanto menos con la etiqueta de alborotadores. Tendrá que ahorcarlos y no es un hombre muy aficionado a ver colgar a otros del extremo de una cuerda. Si no tiene más remedio que ahorcar, prefiere que el crimen se haya cometido bajo la mirada de quienes lo rodean y no a mil millas de distancia, en un lugar que él siempre ha puesto como ejemplo de éxito y buena gestión. La isla de Norfolk está demasiado aislada para prosperar bajo un sistema que delega la verdadera autoridad en hombres que no están aquí sino que se encuentran a más de mil millas. El gobierno de la isla de Norfolk debería ejercer autoridad sobre los asuntos de la isla de Norfolk. Pero estoy atado. Primero, tendré que esperar varios meses y después estoy seguro de que no recibiré respuestas capaces de mejorar la suerte de la isla de Norfolk.
—Ahí está —dijo Stephen, lanzando un suspiro—. Es un dilema. —Se inclinó ansiosamente hacia delante—. Señor, tenéis aquí en la isla a un maestro armero que no está implicado en la conspiración, Morgan el aserrador. ¿Puedo pediros humildemente que le encarguéis inmediatamente la tarea de poner a punto nuestras armas de fuego? Y, de esta manera, todos los sábados por la mañana los hombres libres, los infantes de marina y Morgan podrán dedicarse a hacer prácticas de tiro por espacio de dos horas. Yo me encargaría de instalar un banco de prueba más allá del extremo oriental de Sydney Town y también de la supervisión de las prácticas de tiro. Siempre y cuando vos me concedáis a Morgan.
—¡Excelente idea! ¡Os ruego que os ocupéis de ello, señor Donovan! —El comandante soltó un gruñido—. Si, tal como yo espero, su excelencia no quiere que nuestros amotinados sean enviados a juicio a Port Jackson, me tendrá que enviar un destacamento más grande de marinos bajo el mando de un oficial propiamente dicho, no de un simple sargento. Y quiero unos cuantos cañones. —Se animó de pronto—. Ahora mismo redactaré la carta. Y, a partir de ahora, señor superintendente de los convictos, impondréis una disciplina más estricta. Si quieren recibir azotes, los recibirán. ¡Me duele mucho todo eso! ¡Me duele en el alma! Mi pequeña y dichosa familia alberga serpientes en su seno y habrá muchas más.
El fanático católico John Bryant fue el que llevó toda la carga del resentimiento de los convictos en cuanto terminó la vista de las declaraciones. Sus declaraciones fueron tanto más perjudiciales por cuanto también reveló la existencia de un plan a bordo del Golden Grove encaminado a apoderarse del barco, un plan que se vino abajo cuando él informó al capitán Sharp. La responsabilidad de la revuelta de la isla de Norfolk recayó en William Francis y Samuel Pickett, los cuales deberían permanecer doblemente aherrojados y permanentemente encerrados. Noah Mortimer y Thomas Watson fueron encadenados con grillos ligeros a discreción del comandante y los demás fueron dejados en libertad.
La consecuencia más trágica de la rebelión de enero afectó a la belleza de la pequeña Sydney Town, adornada por la presencia de altos pinos y frondosos «robles blancos». El teniente King ordenó talar hasta el último árbol e incluso mandó eliminar toda la maleza; de esta manera, un infante de marina podía situarse en cada extremo de la colonia y observar todas las idas y venidas entre las cabañas, incluso después del anochecer. Tom Jones, un íntimo amigo de Len Dyer, recibió treinta y seis azotes del peor de los «gatos» por haber hecho despectivas insinuaciones sexuales acerca de Stephen Donovan y del doctor Jamison.
—El clima ha cambiado —le dijo Richard a Stephen mientras ambos examinaban los mosquetes con vistas a la primera práctica de tiro—, lo cual me entristece mucho. Me gusta este pequeño lugar y podría sentirme feliz aquí de no ser por otros hombres. Pero ya no deseo seguir viviendo en esta aldea. Los árboles han desaparecido y también la intimidad… Un hombre no puede mear sin que otros doce hombres lo vean. Quiero estar solo y ocupado en mis propios asuntos y limitar mis contactos con mis compañeros convictos a los aserraderos.
Stephen parpadeó.
—¿Tanto te desagradan, Richard?
—Aprecio a muchos de ellos. Son los bribones los que siempre estropean las cosas… ¡y para qué! ¿Es que nunca aprenderán? Mirad el pobre Bryant. Han jurado acabar con él, ¿sabéis?, y lo harán.
—Como superintendente de los convictos, trataré por todos los medios de que no cumplan sus propósitos. Bryant tiene una esposa encantadora y ambos se aman con locura. Si a él le ocurriera algo, ella se convertiría en un alma perdida.
El año 1789 no se estaba presentando muy bien. Se habían producido lluvias y vendavales intermitentes que habían destruido la cebada que quedaba, estropeado algunos toneles de harina, imposibilitado la pesca casi todos los días y convertido la existencia de la desventurada serie de chozas de madera en una incesante lamentación de prendas mojadas, húmeda ropa de cama, libros y zapatos cubiertos de moho, resfriados estivales, dolores de cabeza y huesos doloridos. A mediados de febrero, el comandante puso en libertad a Francis y Pickett que habían permanecido hasta entonces encerrados en el almacén, y los devolvió a sus cabañas sin las esposas, pero con los tobillos fuertemente aherrojados. Del Supply no había ni rastro. ¿Acaso no verían jamás otro barco? ¿Le habría ocurrido algo al Supply? ¿O a Port Jackson?
Todo el mundo estaba de mal humor por culpa del mal tiempo, pero nadie en mayor medida que el comandante, el cual era lo bastante listo para comprender que no podía atreverse a iniciar la construcción de una presa en medio de todos aquellos aguaceros y tenía en casa un bebé que no cesaba de llorar. Casi todos los trabajos se tuvieron que aplazar y lo único que podía hacer la mayoría de la gente era refunfuñar. Las únicas personas verdaderamente felices eran los tres hombres enviados a Ball Bay, los cuales se encontraban muy a gusto en una buena casa bajo los pinos, muy bien aprovisionados y siempre con pescado a su disposición por mucho que lloviera.
Aun así, el 26 de febrero les causó un gran sobresalto. El amanecer se presentó con fuertes vientos justo al sudeste y con una mar tan agitada que las olas rompían en las mismas playas de la laguna. Stephen y Richard, que se habían acercado a Point Hunter todo lo que habían podido, contemplaron aterrados cómo la blanca espuma de las olas rompía con fuerza contra los acantilados y la rociada se elevaba hasta trescientos pies de altura y penetraba tierra adentro hasta la montaña que se levantaba a cuatro millas de distancia.
—¡Qué Dios nos socorra, eso es la madre de todas las tormentas! —gritó Stephen—. ¡Será mejor que nos aseguremos de que han cerrado todas las ventanas!
Para cuando consiguieron llegar a Turtle Bay y se volvieron para mirar hacia atrás, no sólo había desaparecido la alta isla de Phillip sino también la isla Nepean, más cercana a la costa. El mundo era una hirviente masa de olas tan grandes como las del océano del sur durante la travesía desde el cabo de Buena Esperanza, y la violencia del viento seguía aumentando mientras éste cambiaba de dirección hacia el sudeste, empujando toda la fuerza del mar y del cielo contra la colonia. Doblando el espinazo para protegerse del vendaval, la gente guiaba a los cerdos y las aves de corral hacia los almacenes y las cabañas y amontonaba troncos contra sus puertas, trepando al interior de las cabañas a través de las ventanas. Tan terribles eran el aullido del viento y el fragor del agua que ni Richard ni Stephen percibieron el grito desgarrador de un pino de ciento ochenta pies de altura al ser arrancado gradualmente de cuajo por detrás de Turtle Bay; simplemente lo vieron volar por el aire a treinta pies de altura, empujado de nuevo hacia las colinas cual si fuera una flecha cuya base fueran las gruesas raíces y cuya punta fuera la ahusada copa. Otros pinos corrieron su misma suerte. Era como el bombardeo de una fortaleza por parte de un ejército de gigantes cuyos arcos fueran el viento, cuyas flechas fueran los pinos y cuyos arpeos fueran los robles blancos.
Stephen bajó con gran dificultad hacia la hilera de cabañas para comprobar que todas las ventanas estuvieran atrancadas; al descubrir que la puerta de su casa ya estaba protegida por un tronco de pino, Richard decidió quedarse fuera, alegrándose de que Joey y MacGregor estuvieran a salvo. Por lo que respectaba a su piel, prefería estar fuera que dentro, ciego ante su propio destino… ¡horrible pensamiento! Se sentó en el suelo de espaldas al tronco y a la pared resguardada del vendaval para contemplar el cataclismo de los gigantescos pinos y los enormes robles blancos que volaban por los aires antes de estrellarse en el pantano, las laderas de las colinas y la rociada del agua del mar.
Después vino una lluvia tan horizontal que Richard no se mojó ni siquiera cuando levantó los ojos hacia el diluvio. Las techumbres de las cabañas de más abajo se levantaban en el aire y se alejaban como paraguas llevados por el viento, pero los vientos más huracanados parecían soplar a treinta pies por encima del suelo, gracias a lo cual la colonia se salvó. Gracias a eso y a la ausencia de árboles. Si el teniente King no los hubiera mandado talar para mejorar la visibilidad, las cabañas, los cobertizos y las casas habrían quedado enterrados con toda la gente dentro.
Empezó a las ocho de la mañana; pero se empezó a desarrollar a las cuatro de la tarde. Las cabañas de la parte de en medio, donde Richard y Joey vivían, conservaron las techumbres, al igual que las casas más grandes, todas ellas con tejados de ripias y no con techumbres de lino.
Pero hasta el día siguiente —inocentemente templado y con una brisa que soplaba como un céfiro— los sesenta y cuatro habitantes de la isla de Norfolk no vieron los estragos que el huracán había causado. En la parte anteriormente ocupada por el pantano bajaba ahora un impetuoso río rozando la ladera de la colina de los huertos; la tierra estaba cubierta por doquier de ramas y agujas de pino, restos de maleza, arena, fragmentos de coral y hojas; y los lados de barlovento de los edificios estaban cubiertos de escombros tan adheridos a la madera que fue necesario un gran esfuerzo para despegarlos. Había auténticos campos de pinos arrancados, con unos sistemas de raíces tan poderosos y unas raíces tan largas que la imaginación no alcanzaba a comprender la fuerza de aquellos vientos. En el lugar previamente ocupados por ellos quedaban ahora unos cráteres de varios pies de profundidad y, mirando hacia arriba donde los pinos aún no habían sido tocados por el hacha, las bajas entre los árboles eran tan numerosas como más abajo. Muchos centenares de árboles habían sido arrancados en la zona visible desde Sydney Town; tres acres de terreno recién desmontado en la parte más alejada del pantano estaban enteramente cubiertos de pinos. Ni siquiera cincuenta hombres talando árboles a diario durante un mes habrían podido obtener tal cantidad de madera.
—Eso sólo puede ser un capricho de la naturaleza —le dijo jovialmente el teniente King a su familia reunida, cuyos componentes más exaltados mostraban en aquellos momentos un talante más bien sumiso—. No he observado en ningún lugar de la isla la menor prueba de que un huracán de semejantes características se haya abatido alguna vez sobre él, por lo menos durante los muchos cientos de años necesarios para que un pino alcance los doscientos pies de altura. Ha ocurrido sin más. —La expresión de su rostro se convirtió de pronto en algo muy parecido al semblante de un predicador metodista en pleno paroxismo de infierno y condenación—. ¿Por qué ha ocurrido este año? Aquéllos de vosotros que habéis cometido algún pecado deberíais examinar vuestra alma. ¡Eso es obra de Dios! ¡Obra de Dios! Y, si es obra de Dios, tenéis que preguntaros por qué ha enviado esta desgracia a los primeros hombres que jamás han habitado uno de sus más valiosos joyeles. ¡Pedid perdón por vuestros pecados y no volváis a cometerlos! ¡La próxima vez, puede que Dios decida abrir la tierra y tragaros a todos!
Unas valientes palabras que hicieron efecto durante varias semanas. Después, tal como suele ocurrir con los hombres, la lección se olvidó.
El teniente King tuvo ocasión de preguntarse si su mal genio no habría sido tal vez un factor determinante del berrinche de Dios; un árbol mató a la cerda de su propiedad y a sus tres cerditos.
Que la devastación se había extendido por toda la isla era evidente en los troncos y las ramas que llenaban el arroyo de Arthur’s Vale y que éste había transportado desde arriba durante los torrentes de lluvia. La limpieza primaveral exigió varios días a los hombres y varias semanas a las mujeres, las cuales cargaron con el peso principal, e hizo falta un mes entero para conseguir que el lago pasara del rojo de la tierra arrastrada por las aguas a su habitual color aguamarina.
Pero, cuando llegó el Supply el 2 de marzo, Richard y sus aserradores volvieron a su trabajo en los aserraderos. La nueva colonia de Nueva Gales del Sur aún estaba hambrienta de tablas, cuartones y vigas, por no hablar de palos de verga. Por lo menos, nadie tendría que empuñar un hacha; la madera ya estaba en el suelo, aunque, como era natural, buena parte de ella ya estaría podrida.
Entre otros, el Supply llevaba a un experto aserrador, William Holmes… ¿Por qué se tendrían que llamar todos William? Después de los árboles de Port Jackson, dijo Holmes, los pinos de la isla de Norfolk eran una simple minucia.
Sabiendo que el comandante estaba deseando construir un tercer aserradero, Richard le dijo a Holmes que buscara a otros tres hombres de entre la nueva infusión de sangre convicta que acababa de transportar el Supply, y trasladara el aserradero a la playa. Era un buen hombre a quien acompañaba su mujer Rebecca; ambos se acostumbraron muy pronto a la vida comunitaria. De esta manera, Bill Blackall y Will Marriner quedaron al frente del aserradero de Arthur’s Vale; mientras que yo, se dijo Richard con férrea determinación, me llevaré al soldado Wigfall, a Sam Hussey y a Harry Humphreys al nuevo y tercer pozo situado valle arriba. Será un lugar más tranquilo y yo le preguntaré al teniente King si me puedo construir una buena casa cerca de allí. Sólo me llevaré mis libros, mi cama y el colchón y las almohadas de plumas, la mitad de nuestras mantas y mis pertenencias. Y uno de los cachorros de MacGregor, pues el teniente King permitirá a Joe quedarse con dos de los cinco cachorros de Delphinia, los machos. Un buen cazador de ratones en el valle será una bendición.
Todas estas decisiones se cumplieron y el único que las lamentó fue Stephen Donovan, que ya no podría ver a Richard tan a menudo como cuando sólo era cuestión de llamar a su puerta en su camino hacia Turtle Bay para darse un chapuzón.
El teniente John Cresswell y un destacamento de catorce infantes de marina llegaron con el invierno; la mano de obra era ahora suficiente y la vigilancia de la misma lo bastante estricta para que se cumplieran buena parte de los planes más queridos del comandante, incluida la presa. La casa de Richard se encontraba varios cientos de yardas más arriba de la misma, casi junto al lindero del bosque. En una zona muy tranquila.
De pronto, los caminos adquirieron una importancia esencial en la agenda del teniente King. Uno de ellos cruzaba la isla de una a otra parte —tres millas— en el lado de sotavento en Cascade Bay, así llamada porque la más espectacular de todas las pequeñas cataratas bajaba brincando hacia un acantilado y, desde allí, caía en cascada al mar. Una mellada formación rocosa similar a una plataforma, situada a escasa distancia de la orilla, permitía desembarcar cuando los vientos predominantes de Sydney Bay impedían hacerlo al otro lado del arrecife. El camino de Cascade también era necesario porque buena parte del mejor lino se cultivaba en los alrededores de Cascade y el teniente King había decidido levantar su industria de transformación de lino en lona en una nueva y pequeña colonia no muy por encima del embarcadero que pensaba bautizar con el nombre de Phillipburgh.
Richard no se desplazaba muy a menudo a Sydney Town, pues la aldea se estaba transformando rápidamente en una auténtica calle de cabañas y casas. Exceptuando la función religiosa del domingo y las veces en que tenía que ir a recoger sus raciones, no tenía ninguna necesidad de ir allí. MacTavish era un perro de vigilancia tan bueno como su padre y la única compañía que él deseaba, exceptuando a Stephen, el cual se había ido convirtiendo en su mente con tal fuerza en «Stephen» que cada vez le resultaba más difícil recordar que éste era el «señor Donovan».
Su casa medía diez por quince pies y disponía de grandes ventanales para que entrara la luz a raudales. Johnny Livingstone le había construido una mesa y dos sillas. La techumbre era de lino, pero le habían prometido entregarle ripias antes de fin de año. Tenía una plataforma de madera levantada a unas cuantas pulgadas del suelo, y los cimientos estaban constituidos por redondos troncos de pino; el pino se pudría enseguida cuando se empotraba en la tierra, por lo que aquel método de construcción le permitía extraer los troncos a medida que se pudrían sin necesidad de desmontar la casa, la cual tenía un revestimiento de finas tablas de pino de una variedad especialmente atractiva, pues el comandante la había tomado inexplicablemente con aquella hebra en particular; la madera presentaba un sinuoso dibujo que le recordaba a Richard unas aguas tranquilas, iluminadas por el sol. En su fuero interno se preguntaba si los dibujos eran una muestra de la forma en que el pino había compensado la acción de los perennes vientos; nadie conocía ningún otro árbol que pudiera crecer absolutamente vertical en presencia de un viento predominante y, sin embargo, el pino de Norfolk lo hacía, incluso en lo alto de los peñascos más expuestos al viento. Después de todo aquel impresionante huracán, todos los árboles jóvenes se habían inclinado hasta rozar el suelo o bien habían sufrido la pérdida de sus copas, pero, en sólo un par de meses, los que se habían doblado ya volvían a estar tan tiesos como una baqueta y a los que habían sufrido roturas, les estaban brotando dos copas separadas.
Los robos habían aumentado ahora que el número de habitantes había subido a cien, pero los ladrones dejaban absolutamente en paz a Richard Morgan. Cualquiera que lo hubiera visto empujar una sierra de catorce pies a lo largo de tres pies de madera, con los músculos de su espalda desnuda en tensión y el tórax moviéndose bajo la morena piel, había comprendido que era mejor no meterse con él. Además, era un hombre notoriamente aficionado a la soledad. Los solitarios de la comunidad (había unos cuantos) eran vistos con un supersticioso estremecimiento de temor; había algo mentalmente equivocado en un hombre que prefería estar solo, que no necesitaba verse reflejado en el espejo de los ojos de otra persona ni oír alabanzas, atraído por algo superior a sí mismo. Todo lo cual era perfectamente del agrado de Richard. Si la gente lo consideraba peligrosamente extraño, tanto mejor. Lo que más lo sorprendía era que no hubiera más aficionados a la soledad tras haberse pasado tantos años pegados los unos a los otros. La soledad no era sólo una delicia, sino también un proceso curativo.
El núcleo duro de los amotinados de enero atrapó finalmente a John Bryant a mediados de invierno. Francis, Pickett, Watson, Peck y otros antiguos ocupantes del Golden Grove estaban talando árboles en Mount George cuando —¿quién sabe cómo, quién sabe por qué?— Bryant tropezó en el camino de un pino que estaba cayendo. El árbol le aplastó la cabeza y él murió dos horas después y fue enterrado aquel mismo día. Medio enloquecida de dolor, su viuda vagó sin rumbo por Sydney Town gimiendo y llorando como una irlandesa que no hablaba inglés.
—El ambiente está muy tenso —dijo Stephen cuando regresó a casa de Richard después del funeral.
—Tenía que ocurrir —se limitó a decir Richard.
—¡Esta pobre y desventurada mujer! Y sin ningún sacerdote para enterrarlo.
—Eso a Dios no le importará.
—¡A Dios no le importa! —replicó con rabia Stephen. Había entrado en la casa sin necesidad de agachar la cabeza y, una vez dentro, observó su escrupulosa limpieza y las paredes y el techo revestidos y vio a Richard quitándoles muy despacio el polvo—. Santo cielo —dijo dejándose caer en una silla—, éste es uno de los pocos días de mi vida en que no me vendría mal una jarra de ron. Tengo la sensación de ser culpable de la muerte de Bryant.
—Tenía que ocurrir —repitió Richard.
MacTavish, en quien predominaba la raza terrier escocesa, saltó a los brazos de Richard sin molestar tal como suelen hacer los perros jóvenes; lo ha adiestrado, pensó Stephen, con la misma precisión con que lo hace todo. ¿Cómo se las arregla para conservar exactamente el mismo aspecto que la primera vez que yo lo conocí? ¿Por qué los demás hemos envejecido y nos hemos endurecido mientras él conserva intacto hasta el más mínimo detalle de lo que siempre fue? Sólo que más. Mucho más.
—Si me dais unos cuantos tallos de la caña de azúcar que crece con tanta profusión —dijo Richard, acariciando la parte inferior del lomo del perro con la palma de la mano—, dentro de dos años os podré ofrecer todo el ron que os podáis beber.
—¿Cómo?
—Bueno, más dos recipientes de cobre, un poco de plancha de cobre, unos trozos de tubería de cobre y algunos toneles cortados por la mitad —añadió Richard con una sonrisa en los labios—. Sé destilar, señor Donovan. Es otra de mis habilidades secretas.
—¡Por Dios, Richard, eres el sueño de un comandante! Y, por amor de Dios, ¿quieres llamarme Stephen de una vez, si no te importa? ¡Estoy harto de esta amistad tan desequilibrada! ¿No te parece que, después de tantos años, ya sería hora de que te dieras por vencido, por muy convicto que todavía seas? ¡Estoy harto de tanta gazmoñería bristoliana!
—Perdona, Stephen —dijo Richard con semblante risueño.
—¡Gracias a Dios! ¡Al final, la victoria! —Tremendamente complacido tras haber oído brotar su nombre de los labios de Richard, Stephen ocultó su júbilo, frunciendo el entrecejo—. Los marinos están furiosos porque nunca hay suficiente ron para darles la ración entera que les corresponde… y el teniente Cresswell está que se vuelve loco. Pero no sabe qué hacer. A King le importa un bledo, naturalmente, con tal de que no se le acabe el oporto. Cresswell preferiría beber ron. En Port Jackson también hay muy poco ron. Estoy seguro de que una destilería de ron en la isla de Norfolk recibiría la plena aprobación de su excelencia. Resultaría mucho más barato hacer el ron aquí que transportarlo desde fuera en barcos almacén, pues hasta el oficial más idealista comprende que el ron es tan necesario como el pan y la cecina.
—Bueno, nada impide que cultive mi propia parcela de caña de azúcar. A esta tierra le encanta y los gusanos la aborrecen. Si bien, a pesar de las ratas y los gusanos, este verano cosecharemos tanto trigo como maíz, estoy seguro.
—Así lo espero en bien de todos. Harry Ball del Supply dice que muy pronto van a enviar a más gente aquí. En Port Jackson las cosas están mucho peor, a pesar de que no hay gusanos. —Stephen se estremeció—. Creo que jamás me he asustado tanto, incluyendo el huracán, como cuando la vez en que todo el valle se convirtió en una palpitante masa de gusanos. No un millón sino millones y millones, un ejército en marcha que habría dejado pequeñas las hordas de Atila. Puede que fuera por mi sangre irlandesa, pero juro haber pensado que el demonio nos había enviado una maldición. ¡Brrr! —Con un nuevo estremecimiento, Donovan cambió de tema—. Dime, Richard, ¿quién está atacando a las cerdas del Gobierno? Una muerta y otra mutilada.
Richard contempló el rostro de Stephen con un afecto rayano en el amor. El hecho de que no pudiera calificar de «amor» el sentimiento que experimentaba no se debía a la ausencia del elemento sexual, sino a que el «amor» era una emoción que él asociaba con William Henry, la pequeña Mary y Peg. A los cuales había mantenido apartados de sus pensamientos a lo largo de muchos años.
Pero ahora sus nombres estaban penetrando en su mente con la misma claridad y transparencia que las del riachuelo que fluía más arriba, al otro lado de unas rocas, tan distantes como las estrellas, pero tan cercanos como MacTavish, sentado sobre sus rodillas. Era por Stephen, por haber llamado a Stephen por su nombre. Los demás nombres habían surgido de repente, evocando toda una serie de recuerdos que ni todo el tiempo ni todas las cosas que le habían ocurrido podrían empañar, disminuir o borrar. William Henry, la pequeña Mary, Peg… Desaparecidos para siempre, pero sin desaparecer en absoluto. Soy una vasija llena de su luz y alguna vez, en algún lugar, volveré a conocer ese amor. No en el más allá. Aquí. Aquí, en la isla de Norfolk. Vuelvo a estar despierto. Estoy vivo. ¡Muy vivo! No perderé mi esencia en un ingrato exilio. No perteneceré a un segmento de este lugar capaz de estropearlo todo por simple despecho. Peg, la pequeña Mary, William Henry. Están aquí. Están aguardando a reunirse conmigo. Y estarán conmigo.
Todo eso ocurrió en el silencio comprendido entre dos latidos del corazón y, sin embargo, Stephen comprendió que en Richard se acababa de producir una gran transformación. Como si se hubiera desprendido de una piel y se mostrara ahora con todo el esplendor de la nueva. ¿Qué he dicho? ¿Qué lo ha provocado? ¿Y por qué el privilegio de presenciarlo me ha correspondido a mí?
Richard contestó a la pregunta de Stephen acerca de las cerdas.
—Muy fácil —dijo—. Len Dyer.
—¿Por qué Len Dyer?
—Le gusta Mary Gamble, que no se quiere entregar a nadie. Cuando solicitó sus atenciones, lo hizo tal como suelen hacerlo todos los bribones: sin el menor respeto o reconocimiento de su humanidad. Ya sabes lo que quiero decir: «Oye, Gamble, ¿qué tal si nos echamos un polvo?» A lo cual ella le contestó en términos inequívocos lo que debería hacer con su picha…, siempre y cuando la encontrara. Y todo en presencia de sus compinches. —Richard se puso muy serio—. Es un soplón y quiere vengarse. Mary le arrojó un hacha a un cerdo y por poco la azotan. Por consiguiente, ¿por qué no atacar a algunos cerdos? Le echarán la culpa a Mary.
—No, ahora ya no. —Stephen se levantó y le lanzó a Richard un descarado beso—. Se cómo tratar con Dyer. Vuélveme a llamar Stephen, por favor.
—Stephen —dijo Richard riéndose—. Y ahora déjame que siga limpiando.
El teniente King había descubierto una roca que se podía explotar fácilmente debajo de toda la tierra comprendida entre la vieja loma de los huertos y Point Hunter en el extremo más alejado de Turtle Bay y también había descubierto que, cuando ardía, la roca producía una cal estupenda, aunque su principal propósito había sido utilizarla como piedra para chimeneas y hornos.
Cuando en septiembre llegó el Supply con una buena remesa de convictos que elevó la población a ciento treinta y dos personas, el barco llevaba órdenes del gobernador Phillip en el sentido de que se redujeran las raciones a dos tercios, tal como ya se habían reducido en Port Jackson. Para la isla de Norfolk en fase de desarrollo, la noticia no fue tan desastrosa; a pesar de que millones de gusanos habían devorado casi todas las plantas de hoja sobre las que reptaban, la cosecha de trigo de los once acres cultivados había sido espléndida y la lluvia no hizo su aparición en su transcurso. La cosecha de maíz fue todavía mejor, los cerdos se estaban multiplicando rápidamente al igual que los patos y las gallinas, y había llegado la temporada de las bananas. Para los que gustaban de comer pescado, había pescado.
La resistencia y la tenacidad habían convertido a Richard Morgan en uno de los convictos más privilegiados, por la sencilla razón de que jamás causaba problemas, trabajaba sin desmayo y nunca se ponía enfermo. Así pues, Richard recibió la suficiente cantidad de aquella nueva piedra y mortero para construirse una chimenea como Dios manda. Todos los aserraderos estaban aserrando a tope… ¿Qué más le habría podido pedir un comandante a su supervisor de aserradores? Por suerte, el Supply transportaba más sierras desde Port Jackson. El gobernador Phillip, que tenía previsto triplicar la población de la isla de Norfolk, había pensado que Port Jackson necesitaba menos sierras que la isla de Norfolk. Una decisión que se vería confirmada cuando el Supply regresó con el primer cargamento de espléndida cal.
Al ver que el Supply llevaba un cargamento de mujeres superior al que el comandante necesitaba, a Richard se le ocurrió una brillante inspiración: puso a seis de ellas a afilar sierras. Era, pensó con tristeza, una alternativa que se le habría tenido que ocurrir mucho antes. El trabajo resultaba apropiado para mujeres de cierto temperamento: se podía llevar a cabo sentado a la sombra, no era agotador, exigía mucha atención por el detalle y, sin embargo, se podía realizar en espíritu de camaradería. Puesto que se necesitaba una mujer en cada aserradero para retocar las sierras a medio efectuar cada corte, y otras mujeres se habían enviado a descortezar los troncos, empezaron a nacer idilios entre los solteros. Aunque una mujer no tardó en averiguar que Richard Morgan ya estaba casado y no le interesaban las intrigas amorosas.
Las raciones de dos tercios eran un síntoma de que habían transcurrido dos años sin que llegara ni un solo barco de Inglaterra; el largo tiempo esperado barco almacén Guardian con su cargamento de efectos personales de los marinos, así como de toneladas de harina, cecina, otras provisiones y animales, jamás llegó y nadie sabía por qué. Cada día, en lo alto de South Head a la entrada de Port Jackson, el centinela de guardia oteaba la mar con dolorosa urgencia y así llevaba haciéndolo desde hacía un año; el surtidor de una ballena era una vela, un surtidor de agua era una vela, una blanca nube baja era una vela. Pero nada de todo aquello era una vela. Los alimentos que el Sirius había transportado desde el cabo de Buena Esperanza en mayo de 1789 ya se estaban terminando, y seguía sin aparecer ningún barco. El único rayo de esperanza que tenía el gobernador Phillip era la isla de Norfolk, donde por lo menos se cultivaba algo, se podían capturar otras cosas y no había nativos por los que preocuparse. La situación en Port Jackson era desesperada, decían los recién llegados en el Supply; la gente se moría literalmente de hambre y las personas parecían esqueletos. Rose Hill parecía un lugar prometedor y había otros hacia el norte y el oeste de Port Jackson como Toongabbe y Boundary Farms, pero, a pesar de que ahora se producían algunas verduras, pasarían muchos años antes de que se pudiera obtener una aceptable cosecha de cereales.
No importaba, pensó el gobernador Phillip tras el regreso del Supply a Port Jackson con cal y madera; tendría que enviar al Sirius a algún sitio en busca de grandes cantidades de alimentos. Había comprendido que el cabo de Buena Esperanza no era una comunidad lo bastante grande para proporcionar cantidades apropiadas de harina y carne salada e incluso carecía de animales suficientes. Vendía sus excedentes a los barcos de las compañías de las Indias Orientales holandesas, inglesas y de otras procedencias que hacían escala allí, y abastecía a tripulaciones de entre veinte y cincuenta hombres. La Ciudad del Cabo no estaba en condiciones de alimentar a más de mil bocas ni siquiera durante un simple período de doce meses; el Sirius había regresado medio vacío.
Por consiguiente, el Sirius tendría que zarpar rumbo a Catay, donde abundaban el arroz y las carnes ahumadas, por no hablar del té y el azúcar, cosas ambas que endulzaban la suerte de los convictos, a pesar de sus limitados valores alimenticios. En Wampoa, el gobernador también esperaba adquirir ron de los emporios europeos. El año 1790 estaba empezando peor que 1789, cosa que él jamás habría creído posible.
Y, durante las caminatas nocturnas, Phillip se preguntaba si no se habría producido tal vez algún grave trastorno político en Inglaterra: si no habría caído el señor Pitt, si no se habría tomado la regia decisión de no seguir adelante con el experimento de Botany Bay y de dejar abandonados a los que ya se encontraban allí. El hecho de no saber era algo terrible, sobre todo, a medida que iban pasando los meses y las pesadillas no se disipaban. Parecía que estuvieran tan abandonados y aislados como Robinson Crusoe.
Antes de que consiguieran preparar al Sirius para una larga travesía por mar, el Supply todavía tuvo tiempo de llevar a cabo otro viaje de ida y vuelta a la isla de Norfolk con más convictos cuya presencia incrementó el número de habitantes a un total de ciento cuarenta y nueve. El gobernador también tenía previsto que el Sirius (en su camino hacia Oriente) y el Supply navegaran juntos rumbo a la isla de Norfolk, llevando a bordo ciento dieciséis convictos, sesenta y siete convictas, veintiocho niños, ocho oficiales de marina y cincuenta y seis soldados. Lo cual aumentaría de la noche a la mañana la población de la isla hasta cuatrocientas veinticuatro almas, triplicada en un mes y cuadruplicada en cuatro meses.
El amable, culto y menudo gobernador conocía muy bien a algunos de sus hombres y muy particularmente al teniente Philip Gidley King, que había prestado servicio con él en el Ariadne y en Europa antes de incorporarse al Sirius para la travesía a Nueva Gales del Sur. Cada vez que regresaba a Port Jackson, el Supply llevaba despachos de King, que corroboraban las reservas de su excelencia en cuanto a la conveniencia de dejar en manos de King el gobierno de una población súbitamente tan numerosa que casi todos los rostros se habían convertido en anónimos. King era un patriarca enteramente entregado al hijo habido de Ann Innet… y bautizado nada menos que con el nombre de Norfolk. ¡Parecía increíble! Si aquel nombre no fuera una prueba del innato romanticismo de King, nada lo podría ser. Y la isla de Norfolk estaba a punto de convertirse en un lugar muy poco idóneo para ser gobernado por un romántico.
Su excelencia tenía, además, otras cuestiones en que pensar, especialmente, dos: una, que el comandante Robert Ross era una criticona espina clavada en su costado; y otra, que necesitaba desesperadamente enviar con carácter urgente a alguien en quien pudiera confiar —un alguien muy romántico— a Inglaterra. Este emisario debería averiguar qué había ocurrido y convencer elocuentemente a quienquiera que estuviera en el poder de que Nueva Gales del Sur tenía un enorme potencial, que, sin embargo, no se podría desarrollar a no ser que se invirtiera en ella un poco de capital. Menos de cincuenta mil libras sería ridículo, teniendo en cuenta que la Muy Ilustre Compañía de las Indias Orientales gastaba anualmente en sobornos una cantidad muy superior. Confiaba en el gobernador King, pero no en Ross. Y tampoco se fiaba del capitán John Hunter del Sirius, otro posible candidato… y otro escocés, heraldo de desgracias, como todos los escoceses. Ross y Hunter tenían muy poco interés en Nueva Gales del Sur, no veían en ella el menor potencial y lo más probable era que recomendaran a la corona el abandono inmediato del experimento. Por consiguiente, Phillip sabía que no podía enviar ni a Ross ni a Hunter a Inglaterra como emisarios suyos. Sabía que su criterio era válido. Nueva Gales del Sur alcanzaría la prosperidad. Pero todavía no. Necesitaba tiempo y dinero.
Por eso, cuando el Supply zarpó rumbo a la isla de Norfolk con un complemento de convictos que elevaría el número de habitantes a ciento cuarenta y nueve, llevaba a bordo una carta para el teniente King, en la que se le ordenaba el regreso inmediato a Port Jackson con la señora Innet y el pequeño Norfolk King al objeto de ser informado de los detalles de la vital misión que debería cumplir en Inglaterra. Para ocupar su lugar en la isla de Norfolk, Phillip enviaría a un teniente-gobernador en toda regla y no ya a un simple comandante: el comandante Robert Ross. De esta manera, mataría dos pájaros de un tiro, pues, cuando el Sirius zarpara de la isla de Norfolk rumbo a Catay, él se libraría también por espacio de varios meses del capitán John Hunter. Y, en la isla de Norfolk, habría cuatrocientos veinticuatro habitantes mientras que, en Port Jackson, sólo quedarían quinientos noventa y uno.
El Sirius y el Supply llegaron juntos el sábado 13 de marzo de 1790. El desembarco en la isla de Norfolk se tuvo que empezar por la parte de sotavento en Cascade; después de un húmedo verano azotado por las tormentas, se habían presentado unos vendavales y unas lluvias equinocciales de inusitada violencia. El camino a través de la isla fue tremendo, pero en Cascade la situación se agravó, pues las colinas caían en precipicio sobre el océano. Sólo se podía ascender a la cumbre a través de un escarpado valle adyacente a la roca de desembarco. El valle se elevaba hasta más de doscientos pies de altura y la cuesta era tan empinada que las convictas no podían subir sin ayuda, sobre todo con la cantidad de agua que resbalaba por ella y un terreno que el barro había convertido en una superficie tan resbaladiza como el hielo.
Con excepción de los aserradores y los carpinteros, todos los convictos fueron enviados al otro extremo de la isla para ayudar a los recién llegados a subir a lo alto del barranco junto con el equipaje y a cruzar después la isla hasta Sydney Town, con el comandante Ross al frente.
—Lo sentí muchísimo por este pobre desgraciado —le dijo Stephen a Richard durante un almuerzo a base de budín frío de arroz sin azúcar, mezclado con un poco de carne de cerdo salada y un puñado de perejil.
Estaban sentados en la casa de Richard contemplando cómo la lluvia golpeaba la ventana abierta de sotavento. Stephen había aportado la harina y la carne de cerdo y Richard el arroz y el perejil.
—¿Te refieres al comandante Ross?
—Pues sí, al mismo que viste y calza. Él y Hunter se odian a muerte, por lo que Hunter se encargó de enviar a Ross desde el Sirius con una lancha cargada hasta las regalas de gallinas, pavos, canastas y barriletes. Los músculos de los tobillos de Ross estaban tan agarrotados que éste tuvo grandes dificultades para saltar desde la lancha a la roca de desembarco y no podía sostenerse en pie una vez allí. Y nadie le echó una mano, pues todos eran hombres de Hunter hasta la médula. Creo que soñaban con la idea de ver al comandante Ross nadando desesperadamente para salvar la vida, pero por algo él es el comandante Ross y los dejó con un palmo de narices alcanzando la orilla todo lo seco que la lluvia le permitió. En justicia, hubieran tenido que enviar al mismo tiempo sus efectos personales, pero éstos se encuentran todavía a bordo del Sirius y serán sin duda lo último que se descargue. Me acerqué a él y me ofrecí para ayudarle a subir aquella endiablada cuesta hasta la cumbre, pero ¿tú crees que me lo permitió? ¡Ni hablar! Subió más tieso que un palo, empapado hasta el tuétano, con la barbilla proyectada hacia delante y los labios fuertemente apretados. Y atravesó toda la isla recorriendo aquel camino tan espantoso, mientras yo lo seguía tropezando torpemente a cada paso cual si fuera una foca en una playa. Puede que sea un sujeto insufrible, pero ¡qué hombre tan encantador!
Richard sonreía de oreja a oreja cuando Stephen terminó el relato, pero se levantó sin hacer ningún comentario para sacar los platos al otro lado de la puerta bajo la lluvia y después empezó a quitar la mesa. A las pocas horas de la llegada del Supply todo el mundo ya se había enterado de la partida del teniente King y la llegada del comandante Ross, una noticia casi universalmente acogida con gemidos y maldiciones. La fiesta había tocado a su fin, el comandante Ross se encargaría de que así fuera. Para los tipos como Dyer y Francis, una perspectiva terrible. El comandante Ross también se encargaría de que así fuera. El teniente King había sido un buen comandante, pero hasta ciento cuarenta y nueve personas eran demasiadas para su estilo de gobernar. Lo único que podía hacer King era acariciarse la peluca y enviar a los hombres a talar árboles, aserrar troncos y construir cabañas con ellos. La isla de Norfolk tenía menos de diez mil acres de superficie, pero no era posible que Sydney Town fuera el único lugar donde se pudiera acoger a aquella enorme afluencia de gente. Phillipburgh y la industria del lino habían sido el único intento de King de instalar a la gente en otro sitio; la verdad era que a él le gustaba ver a todos los miembros de su extensa familia reunidos en aquel minúsculo saliente a nivel del mar, alrededor de Sydney Town. Cuando Robert Webb y Beth Henderson se fueron a Cascade, King lo sintió muchísimo; por su parte, Richard Phillimore del Scarborough estaba deseando irse al rincón oriental de la playa más distante para dedicarse a la agricultura en un pequeño valle muy de su agrado, pero King no se lo permitía.
En cambio, Richard pensaba que lo más sensato que se podía hacer en la isla de Norfolk era abrirla y dejar que la gente se asentara donde quisiera. Lo que más temía era ver extenderse la colonia de Sydney Town hacia la parte superior de Arthur’s Vale, donde lo que a él más le gustaba era que no hubiera viviendas en proximidad de la suya y él pudiera utilizar el retrete que había excavado en la ladera de la colina como si fuera exclusivamente suyo. Su baño se encontraba junto al arroyo en medio de un bosque de helechos, un desvío que él había abierto y excavado para que su cuerpo no ensuciara la corriente principal, en caso de que un cuerpo sano la pudiera efectivamente ensuciar, cosa que él dudaba mucho. Pero, estando King al mando, sabía que se acercaba el día en que Sydney Town llegaría hasta él. No es que esperara más prudencia por parte del comandante Ross, pero Ross era un hombre muy distinto y cabía la posibilidad de que encontrara otras soluciones para afrontar aquel relativamente monstruoso y repentino crecimiento de la población.
—Pues entonces, supongo que el comandante ya se está secando la chaqueta en la casa del Gobierno —dijo Richard mientras ambos, indiferentes a la lluvia, se dirigían corriente abajo hacia el estanque y la presa.
—Tenlo por seguro. ¡Pobre señor King! Una mitad de sí mismo está entusiasmada ante la idea de la importante misión que deberá emprender en nombre del gobernador mientras que la otra mitad se desespera al pensar en lo que hará el comandante Ross en la isla de Norfolk.
El soldado Wigfall, que había almorzado con algunos de los nuevos infantes de marina —entre los cuales figuraban varios amigos suyos de Port Jackson—, vio acercarse a Richard y regresó corriendo al aserradero. Estaban a medio cortar un tronco de treinta pies y habían llegado al duramen… Hora de los cuartones, tras lo cual vendrían las vigas. Stephen Donovan siguió adelante en dirección al primero de sus doce equipos, ocupado en la tarea de hacer compuertas para la pared de rocas de basalto, piedra caliza machacada y tierra comprimida de la presa. A pesar de la lluvia, la presa resistía, lo cual había provocado un asombro general; no paraba de llover desde hacía días y días.
En cuestión de cuatro días la población de la isla de Norfolk pasó de ciento cuarenta y nueve personas a cuatrocientas veinticuatro; a bordo del Sirius y del Supply había llegado más gente de la que jamás hubiera vivido allí antes del mes de marzo de 1790. Además, ambos veleros transportaban provisiones adicionales de toda suerte de cosas, desde harina a ron.
—¡Pero eso no es suficiente ni con mucho! —le gritó desesperado el teniente King al comandante Ross—. ¿Cómo voy a poder alimentar a todo el mundo?
—Eso ya no será asunto vuestro —le replicó bruscamente el comandante—. Vos sólo seréis comandante hasta que zarpe el Supply, cosa que no tardará en ocurrir en cuanto mejore el estado de la mar y pueda desembarcar los suministros en este lado de la isla. Hasta vuestra partida, yo obedeceré vuestras órdenes. Pero la alimentación de esta gente me corresponde a mí. Al igual que su alojamiento. —Ross rodeó con su brazo a su hijo Alexander John de diez años de edad, nombrado subteniente del cuerpo de la marina a la muerte del capitán John Shea, lo cual había dado lugar al ascenso de varios oficiales y a una vacante justo en el último puesto. Little John, tal como todo el mundo lo llamaba, era un reposado chiquillo que se guardaba mucho de complicar la vida de su padre más de lo que ya estaba; soportaba su suerte con resignación, sabiendo muy bien que su heterodoxo ascenso no le granjearía el afecto de sus compañeros oficiales. Su padre, de pie en lo alto de la loma en la cual se había construido la humilde casa del Gobierno, contempló más allá del saliente que se proyectaba hacia fuera al nivel del mar, la misma clase de caos que se había producido después del desembarco en Port Jackson.
La gente vagaba sin rumbo de un lado para otro, incluidos los cincuenta y seis nuevos infantes de marina sin cuartel. Sus oficiales habían requisado a los antiguos convictos residentes sus cabañas y éstos contribuían a aumentar la confusión, incorporándose a las filas de los recién llegados sin hogar.
—Espero —dijo Ross con la cara muy seria— que tengáis a un buen número de hombres aserrando madera, ¿verdad, señor King?
—Sí, todo el que se ha podido. —La inquietud de King estaba aumentando por momentos al igual que su ansia de abandonar cuanto antes la isla de Norfolk—. Tenemos tres aserraderos, pero tendré que buscar más hombres para aserrar y eso, tal como vos sabéis, comandante Ross, no se puede hacer fácilmente.
—Entre los nuevos convictos, hay aserradores de Port Jackson.
—Y confío en que también haya más sierras.
—Su excelencia sólo ha enviado tres sierras de doble asa y cien sierras manuales. —Ross apartó el brazo de los hombros de su hijo—. ¿Se dedica Richard Morgan a aserrar?
El rostro de King se iluminó.
—Me es tan necesario —contestó— como Nat Lucas, mi jefe de carpinteros, o Tom Crowder, mi secretario.
—Ya os dije que Morgan era un hombre valioso. ¿Dónde está?
—Aserrando hasta que oscurezca.
—¿No afilando sierras?
King esbozó una sonrisa.
—Ha puesto a mujeres a afilar y está dando muy buen resultado. Su compañero de sierra es el soldado Wigfall. Bueno, es que se nos acabaron los convictos apropiados. Es una tarea muy poco envidiable, pero, al parecer, a Wigfall se le da muy bien, al igual que a Morgan y otros pocos. Disfrutan de excelente salud, probablemente gracias al duro esfuerzo y a la buena alimentación.
—Conviene que se les mantenga bien alimentados, aunque otros pasen hambre. Lo primero —añadió Ross, olvidando momentáneamente que King aún ocupaba el cargo— es construir un cuartel para mis infantes de marina. Vivir en tiendas es un auténtico infierno…, siempre y cuando Hunter tenga a bien mover su regio trasero para descargar las tiendas. —A continuación, el comandante añadió, aunque no a modo de disculpa—: ¿Tenéis alguna idea de dónde se podría construir el cuartel?
—Allí, al otro lado del pantano —contestó King, tragándose noblemente su irritación—. La tierra que rodea la base de las colinas que se levantan detrás de Sydney Town carece de agua, si bien quiero añadir que el pino de Norfolk echa rápidamente raíces cuando se planta. Sería mejor utilizar piedra en los cimientos… ¿Ha venido algún albañil?
—Varios y también algunos cinceles de piedra. Port Jackson no necesita más edificios de momento, mientras que su excelencia sabe que la isla de Norfolk los va a necesitar con urgencia. Por cierto, se alegró mucho de recibir la cal… No hemos encontrado ni un solo guijarro de piedra caliza en nuestros recorridos por el condado de Cumberland.
—En tal caso, cuando lo vea le podré decir que por eso no se preocupe. Podemos producir cien bushels de cal al día en caso necesario —dijo King, ansiando tomarse una copa de oporto, pese a constarle que el comandante no aprobaba la ingestión de más de media pinta diaria de cualquier bebida capaz de provocar intoxicación. Vio a Ann en la puerta de la casa y decidió abandonar al comandante a sus propios recursos; a fin de cuentas, Ann estaba embarazada de su segundo hijo y puede que estuviera en algún apuro—. ¡Tengo que irme! —dijo, girando en redondo.
Inmediatamente apareció la menuda figura del subteniente Ralph Clark, a quien Ross despreciaba hasta el día en que observó que el empalagoso e inmaduro Clark tenía un toque especial con los niños e incluso parecía disfrutar cuidando de Little John. Una nulidad como marino, pero una niñera sensacional.
—Me encantaría poder ponerme una camisa limpia, señor —dijo cortésmente Clark mirando con una sonrisa a Little John—. Tal como estoy seguro de que vos también. Podrían habernos enviado por lo menos nuestro equipaje a la orilla.
—Dudo que el Sirius consiga descargar algo —contestó un malhumorado Ross—, aunque observo que el Supply se está dando muy buena maña en hacerlo.
—Es que el Supply tiene a Ball y Blackburn, señor. Conocen el lugar.
Mientras que Hunter, el del Sirius, pensó Ross, es una pura calamidad.
—Cuidad de Little John, teniente. Tengo que dar un paseo.
Las cicatrices del violento huracán aún resultaban visibles más de un año después, si bien los árboles aprovechables habían sido descortezados y reducidos a la longitud apropiada. Los que eran demasiado grandes para el aserradero y los que ya estaban podridos se habían destinado a la producción de antorchas y de astillas y los troncos se habían cortado en varias partes y colocado en canastas o bien amontonado para la quema. La colonia, explicó King, aún estaba ocupada aserrando los árboles arrancados por el viento, aunque el desmonte de las colinas que rodeaban el valle y Sydney Town aún no había terminado y la madera todavía se estaba almacenando. En invierno, pensó Ross, tendré leña para la hoguera todas las noches. Se está desperdiciando demasiado terreno con desechos de pino.
En opinión de Ross, la isla era mucho peor que Port Jackson; aún no sabía cómo podría acoger a más de cuatrocientas personas con unas mínimas condiciones de comodidad. Había verdura en abundancia a pesar de los ejércitos de gusanos, pero la gente no podía vivir sólo de verdura y tanto menos si tenía que trabajar duro; la gente también necesitaba carne y pan. El tamaño de la cosecha de trigo del granero lo había dejado asombrado, lo mismo que el de la cosecha de maíz. Sólo la presencia constante de algunos de los retoños de MacGregor y Delphinia mantenía a raya a las ratas alrededor del granero, explicó King, pero, con las nuevas remesas de convictos, habían llegado una docena más de perros y dos docenas de gatos que contribuirían a controlar las hordas de roedores. Los cerdos se desarrollaban allí mucho mejor que en Port Jackson. Se alimentaban a base de maíz, remolacha forrajera, sobras de pescado y cualquier otra cosa que les sentara bien, incluida la médula de palma y de helechos arbóreos. También comían a veces una especie de ave marina que anidaba en las laderas de Mount George entre los meses de noviembre y marzo.
—Una criatura muy boba —explicó King— que se pierde y no consigue encontrar el camino de su casa. ¡Juá, juá! Cuando está aquí, se pasa toda la noche aullando como un fantasma y les pega un susto de muerte a los que acaban de llegar. Basta con tomar una antorcha para atraparlos sin la menor dificultad. Soltamos a los cerdos en Mount George y se dan un atracón. Probamos a comerlos aprovechando que los tenemos tan a mano, pero están muy gordos y saben a pescado… ¡qué asco!
Lo cual significa, pensó Ross mientras caminaba, que los cerdos entrarán a formar una considerable parte de mis cálculos.
El trigo, a pesar de ser muy abundante, no podría alimentar a cuatrocientas veinticuatro personas hasta que llegara la nueva cosecha; la siembra tenía lugar en mayo o junio y la cosecha en noviembre o diciembre. Según King, el maíz crecía durante todo el año. Su técnica para afrontar el problema de las ratas y los gusanos, explicó King, consistía en plantar trigo al término de una invasión de gusanos, y maíz todo el año. Las espigas de trigo eran demasiado frágiles para que las ratas treparan por ellas mientras que el maíz era para ellas como una escalera. Sin embargo, las espigas maduras de ambos cereales eran devastadas por los loros verdes que bajaban del cielo en grandes bandadas. La domesticación de la naturaleza, pensó el comandante, era una guerra constante.
Recorrió el saliente rocoso que se proyectaba a nivel del mar de extremo a extremo y de delante hacia atrás, sin dejar de pensar. Basta de llevar gente a Arthur’s Vale; estaba claro que aquél era el lugar más próspero y, por consiguiente, se tenía que reservar para el cultivo. Lo cual significaba que, de momento, Sydney Town tendría que acoger a todo el mundo…, pero sólo de momento. Tendría que visitar a Robert Webb y a su mujer y al convicto Robert Jones al que tanto tiempo llevaba sin ver, los cuales tenían unas tierras a medio camino entre Sydney Town y Cascade. Oh, Cascade… ¡En menudo lugar se habían visto obligados a desembarcar! ¡Y cómo se debía de haber reído Hunter al ver al nuevo teniente gobernador sin equipaje a bordo de una lancha llena de pollos! Ross se enfureció y concentró todas sus energías en desearle las mayores desgracias al capitán del Sirius John Hunter; a pesar de ser un escocés muy práctico y realista, el comandante creía que una maldición ejercía un gran poder. Hunter no prosperaría. Hunter sufriría. Hunter caería. Maldito fuera, maldito fuera, maldito fuera una y mil veces…
Sintiéndose mucho mejor, se detuvo al llegar al extremo más alejado del arrecife y se volvió para contemplar hacia el este la tierra desbrozada, pero todavía no ocupada, que confinaba con el mar a lo largo de la playa situada más allá de Turtle Bay. Aquel extremo, junto con el camino que bajaba al desembarcadero, pensó, acogería a los infantes de marina y a sus oficiales, impidiendo de este modo a los convictos acceder a Arthur’s Vale y a la comida que en aquellos momentos estaba almacenada en el espacioso establo de King y en el entrepiso del granero. Alojaría a los convictos al este de las tropas, diez por cabaña, y que se fueran al carajo las restricciones impuestas por el reverendo Johnson para evitar que los delincuentes de ambos sexos fornicaran entre sí. En opinión de Ross, la libertad de fornicar constituía un cierto motivo de satisfacción. Que Dios los perdonara, pues Dios les había enviado otras muchas pruebas.
A los convictos que poseían cabañas en la playa y habían sido desalojados de las mismas en favor de los oficiales, se les tendrían que devolver las viviendas; Ross era duro, pero justo. A los que habían trabajado con esfuerzo en aquel lugar —muy pocos, la verdad fuera dicha— se les debería agradecer el esfuerzo. Regresarían a sus cabañas en cuanto los oficiales dispusieran de alojamiento apropiado, y también serían los primeros convictos en recibir tierras. Pues ésta sería la única respuesta, a su juicio: abrir el interior de aquella partícula situada en medio de la infinidad del océano y poblarla. Que a los que estuvieran dispuestos a trabajar se les ofreciera el incentivo de hacerlo a cambio de tierra…, a algunos alrededor de Sydney Town, a unos pocos en Arthur’s Vale y a la gran mayoría en la región virgen de la isla. Ya basta de senderos: un camino propiamente dicho a Ball Bay, a Cascade, a Anson Bay. En cuanto hubiera caminos, la gente se podría desplazar a otros lugares. Si alguna ventaja tenía en sus manos, era la gran cantidad de mano de obra.
Guardándose todas aquellas decisiones, se volvió hacia el oeste en dirección a Arthur’s Vale, reconociendo a regañadientes que, a la vista de la escasa mano de obra de que había dispuesto hasta la fecha, el teniente King no había permanecido ocioso durante sus dos años de estancia en la isla de Norfolk. Los cimientos de madera del granero y el establo estaban siendo sustituidos poco a poco por una piedra productora de cal (no era piedra caliza sino calcarenita) que King había descubierto en los alrededores del cementerio, el patio del ganado contiguo al establo era muy espacioso y la presa había sido todo un hallazgo. Encontró el segundo aserradero, protegido del sol mediante un cobertizo y vio a los hombres trabajando sin desmayo; contempló con cierta tristeza al grupo de mujeres que, sentadas bajo un tejado, afilaban las sierras y siguió adelante cuesta arriba hasta más allá de la presa, donde las laderas de las colinas se estaban desmontando con vistas al cultivo de más trigo y maíz. Allí localizó el tercer aserradero y a Richard Morgan encaramado a un gigantesco tronco. Comprendiendo la imprudencia de llamar la atención del aserrador mientras el letal instrumento cortaba varias pulgadas de aquella circunferencia de seis pies —ya había llegado al duramen y a las grandes vigas—, el comandante Ross permaneció en silencio, contemplando su actuación.
El aire era húmedo, el tiempo era mejor que en cualquier otro momento desde su llegada a la isla cuatro días atrás y los hombres del aserradero trabajaban vestidos tan sólo con unos raídos y manchados pantalones de lona. Eso no está bien, pensó Ross. Ni uno solo de ellos goza del privilegio de unos calzoncillos, eso lo sé desde Port Jackson donde los últimos calzoncillos de un convicto se rompieron hace nada menos que doce meses. O sea que llevan a cabo este trabajo mientras las ásperas costuras de los pantalones les rozan la entrepierna. Aunque aborrezco a los convictos, tengo que reconocer que una buena parte de ellos no son malos y algunos son extremadamente buenos. Por mucho que King ensalce las virtudes de la gente como Tom Crowder —un pelotillero de no te menees— yo prefiero a los que son como Richard Morgan, el cual sólo abre la boca para decir cosas de sentido común. Y Nat Lucas, el pequeño carpintero. Crowder trabaja infatigablemente en su propio provecho; en cambio, Morgan y Lucas lo hacen simplemente por el placer del trabajo bien hecho. Qué extraños son los designios de Dios que hacen que algunos hombres y mujeres sean auténticamente laboriosos y otros sean unos holgazanes…
Una vez terminado de cortar el tronco, Ross decidió hablar.
—Veo que estás trabajando muy duro, Morgan.
Sin molestarse en disimular su alegría, Richard se dio la vuelta en el tronco, saltó de éste al suelo y se acercó. Alargó automáticamente la mano, pero se detuvo a tiempo para convertir el gesto en un simple saludo.
—Bienvenido, comandante Ross —dijo sonriendo.
—¿Te han expulsado de tu cabaña?
—Todavía no, señor, pero supongo que lo harán.
—¿Dónde vives para que eso no haya ocurrido?
—Más arriba, justo donde termina el valle.
—Muéstramelo.
Ahora ya asentada sobre pilares de piedra y con tejado de ripias, la casa —que no se hubiera podido llamar cabaña— se levantaba junto al lindero del bosque. Ross observó que tenía una chimenea de piedra como algunas de las cabañas y las casas de los convictos en la playa; señal de que King consideraba a Richard Morgan digno de recompensa. Por debajo de ella, pero en la ladera de la colina había un retrete. Un lujuriante huerto de verduras rodeaba la casa por todas partes, menos en el lugar donde se había abierto un camino de rocas de basalto que conducía a la puerta. Más allá del huerto, unas cañas de azúcar oscilaban, mecidas por el viento. Había también unos cuantos bananos y, en la parte de la ladera que rodeaba el retrete, se había plantado un arbolillo adornado por unas bayas de color rosado.
Al entrar en la casa, el comandante Ross pensó que, para ser obra de alguien que no era carpintero, ésta parecía fruto del trabajo de un auténtico profesional; ya estaba terminada. Las paredes, el techo y el suelo estaban debidamente pulidos. ¡Naturalmente! Los armeros también trabajaban con madera. Una impresionante colección de libros ocupaba el estante de una pared, en otro estante había algo que se parecía sospechosamente a una piedra de filtrar, las mantas de la cama procedían del Alexander y el centro de la estancia estaba ocupado por una mesa muy bonita y dos sillas. Las ventanas disponían de persianas propiamente dichas.
—Te has creado un hogar —dijo Ross, acomodándose en una silla—. Siéntate, Morgan, de lo contrario, no me sentiré a gusto.
Richard se sentó, un tanto envarado.
—Me alegro de veros, señor.
—Eso me ha dicho tu rostro. Uno de los pocos, por cierto.
—Bueno, es que a la gente no le gustan los cambios de ningún tipo.
—Sobre todo, cuando el cambio se llama Robert Ross. No, no, Morgan, ¡no hay por qué escandalizarse! Eres un convicto, pero no un delincuente. Hay una diferencia. Por ejemplo, yo tampoco considero a Lucas un delincuente. ¿Por qué lo condenaron?, ¿lo sabes tú? Estoy reuniendo pruebas para una teoría que he elaborado.
—Lucas vivía en una casa de huéspedes de Londres, en una habitación que tenía prohibido cerrar bajo llave, pues estaba obligado a compartirla con otra persona en cualquier momento. Otros dos huéspedes de la casa eran un padre y una hija. El padre encontró ciertos efectos personales de su hija debajo del colchón de Lucas… Unos delantales de muselina y cosas por el estilo. No eran prendas que hubiera podido robar un pervertido. Lucas negó haberlas escondido allí, pero la chica y su padre lo llevaron a juicio.
—Y tú, ¿qué pensaste que había ocurrido en realidad? —preguntó el comandante con sincero interés.
—Que la chica estaba enamorada de Lucas. Al ver que no podía atraerlo, decidió vengarse. El juicio no duró ni diez minutos y su amo no quiso comparecer para hablar en favor suyo, por lo que no pudo contar con nadie que lo defendiera. Sin embargo, como en los tribunales de Londres hay tanta gente y hay tanto alboroto y confusión, es posible que su amo estuviera por allí y que se extraviara o se negara a entrar. El magistrado lo interrogó y él negó las acusaciones, pero era su palabra contra la de dos personas. Lo condenaron a siete años.
—Una nueva confirmación de mi teoría —dijo Ross, reclinándose contra el respaldo de su silla hasta que las patas delanteras de ésta se separaron del suelo—. Semejantes historias son muy frecuentes. Aunque algunos de vosotros tenéis pinta de bribones, he observado que la mayoría no os metéis en ningún lío. Unos pocos os perjudican a todos. Por cada convicto azotado, hay tres o cuatro que jamás reciben azotes y los que son azotados, lo son una y otra vez. Y que conste que algunos de vosotros no sois ni malos ni buenos…, los que se niegan a trabajar duro. Los juicios ingleses se reducen a la palabra de uno contra la palabra de otro. Raras veces se presentan pruebas.
—Y muchos cometen sus delitos estando borrachos como cubas —dijo Richard.
—¿Eso es lo que te ocurrió a ti?
—No exactamente, aunque el ron tuvo su parte de culpa. Un fraude fiscal giraba en torno a mi declaración y convenía que yo no pudiera declarar. Ocurrió en Bristol, pero, para el juicio, me trasladaron a Gloucester donde yo no conocía a nadie. —Richard respiró hondo—. Pero, en justicia, señor, no le echo la culpa a nadie más que a mí mismo.
Ross pensó que, por su aspecto, Richard parecía un galés de origen celta, cabello oscuro, piel morena, ojos claros, rostro de finos rasgos. La estatura la debía de haber heredado de sus antepasados ingleses y la musculatura era la consecuencia del duro trabajo. Los aserradores, los picapedreros, los herreros y los leñadores que ponían toda el alma en su trabajo siempre tenían unos cuerpos espléndidos. Siempre y cuando comieran suficiente, y estaba claro que los de Norfolk comían suficiente. Si lo seguirían haciendo en el futuro, ya no era tan seguro.
—Eres la viva imagen de la salud —dijo Ross—, pero es que tú nunca has estado enfermo, ¿verdad?
—He conseguido conservar la salud, gracias sobre todo a mi piedra de filtrar. —Richard la señaló con afecto—. Pero es que, además, he tenido suerte, señor. Los períodos en que no he comido suficiente o han sido muy cortos o no han sido lo bastante duros para causarme dolencias graves. Si me hubiera quedado en Port Jackson, ¿quién sabe? Pero vos me enviasteis aquí hace dieciséis meses. —Le brillaron los ojos—. Me gusta el pescado pero hay muchos a quienes no, gracias a lo cual he podido disfrutar de raciones más que abundantes.
MacTavish cruzó la puerta, pegó un brinco y se sentó sobre las rodillas de Richard, respirando afanosamente.
—¡Santo cielo! ¿Es Wallace? Porque MacGregor no es.
—No, señor. Es el nieto de Wallace, nacido de la spaniel del Gobierno, Delphinia. Se llama MacTavish y caza ratones.
Ross se levantó.
—Te felicito por esta casa, Morgan, es una vivienda muy cómoda. Fresca en verano gracias a los árboles y caliente en invierno gracias a la chimenea.
—Está a vuestra disposición —dijo cortésmente Richard.
—Si estuviera un poco más cerca de la civilización, Morgan, me quedaría con ella, no lo dudes. Tu astucia es digna de un hombre del otro lado de la frontera del norte; mira que haberla construido en el extremo más alejado del valle. A ninguno de mis oficiales le agradaría el paseo más que al teniente Clark y a éste necesito tenerlo cerca. —Está demasiado aislada para que la ocupara un oficial, pensó Ross… ¿quién sabe lo que podría tramar el hijo de puta que la ocupara?—. No obstante —añadió, encaminándose hacia la puerta—, a su debido tiempo te obligaré a compartirla con alguien.
Richard lo acompañó hasta el aserradero, donde Sam Hussey y Harry Humphreys estaban a punto de atacar un nuevo tronco.
—Soy el supervisor de los aserradores, señor, por consiguiente, en cuanto tengáis tiempo, me gustaría comentar ciertos detalles de la sierra con vos.
—No hay mejor tiempo que el presente, Morgan. Dime ahora de qué se trata.
Visitaron cada uno de los tres aserraderos, Richard explicó su método, la utilidad de las mujeres en las tareas de afilar las sierras y descortezar los troncos, los lugares donde se podrían cavar nuevos aserraderos, la clase de hombres que necesitaba para aserrar, la conveniencia de permitir que los aserradores cortaran madera para sus propias casas en sus ratos libres y la necesidad de convertir algunas de las sierras de doble asa sobrantes en sierras de corte al través.
—Pero eso —terminó diciendo mientras ambos se detenían al borde del hoyo de aserrar de la playa—, es un trabajo que no me atrevería a encomendar a nadie más que a mí mismo. A no ser que hayáis traído con vos a William Edmunds —añadió, en la certeza de que el comandante Ross conocía los nombres de todos los inmigrantes, tanto libres como convictos.
—Pues, sí, forma parte del grupo y debe de andar por ahí. Es tuyo.
Ah, pensó Richard rebosante de alegría. He hecho la transición sin dolor. Cuán grande debe de ser la amabilidad del comandante Ross para hablar con un convicto como si fuera un compañero. ¿Es por eso por lo que me ha mantenido en reserva aquí?
El viernes 19 de marzo, con buena mar y un día precioso, el Sirius se encontraba en la bahía de Sydney dispuesto a soltar su carga. Estaba a sotavento de la isla Nepean, a punto de bajar sus botes al agua, pero, al ver que se estaba desviando demasiado hacia las rocas de Point Hunter, sus comandantes decidieron apartarlo; no consiguió virar y se quedó inmóvil. El piloto Keltie decidió virarlo a sotavento con el viento alrededor de la popa justo en el preciso instante en que éste se transformaba de brisa en vendaval. Una vez más, no consiguió virar. En el momento en que sonaba la campana del mediodía, una ola lo arrancó del seno de dos olas y lo arrojó de costado contra el arrecife. Armados con hachas, los marineros cortaron los mástiles hasta el nivel de la cubierta, rompiendo a hachazos los botes y dejando el barco envuelto en toda una mezcla de palos y velas. Varias lanchas salieron disparadas desde la playa y desde el Supply que se encontraba en el fondeadero, pero sin la menor esperanza de poder llegar hasta él; el traidor oleaje se levantó de pronto por encima del llamado Chess-tree, una sujeción de madera de roble situada en el punto en que la curva de la popa se enderezaba para seguir la borda. Mientras los marineros trabajaban sin descanso para retirar de la cubierta los aparejos caídos, una guindaleza de siete pulgadas de circunferencia fue remolcada hasta la orilla y asegurada a uno de los pinos supervivientes; las personas que se habían salvado a bordo se aferraron a la guindaleza y ésta se fue enrollando alrededor del tronco para acercarlas a la orilla a través del oleaje de la marea vespertina. Mientras la guindaleza se combaba en el centro justo donde rompían las olas, el capitán John Hunter, el primer hombre que alcanzó la orilla, llegó lo bastante magullado, herido y lleno de cortes para asegurarle al comandante Ross que su maldición había dado resultado. Cosas peores le caerían encima a Hunter, pues había perdido su barco y tendría que comparecer en juicio en Inglaterra. Otros oficiales lo siguieron antes de que a alguien se le ocurriera colocar un llamado traveler, un trozo de emparrillado en el cual los hombres se podían situar para protegerse por lo menos las piernas y el trasero de la aspereza del coral. Sólo cuando bajara la marea podrían colocar un trípode bajo la proa en la guindaleza, pero, de momento, no había ninguna posibilidad de hacerlo.
Algunos miembros de la tripulación del Sirius que se encontraban de permiso en la playa, se pasaron un buen rato nadando arriba y abajo entre el barco y la orilla, y lo mismo hizo Stephen Donovan, muy molesto por el hecho de que nadie del Sirius le hubiera pedido información acerca de los vientos y las corrientes de la zona. ¡Santo cielo, con un barco tan grande, alguien habría tenido que comprender que la isla Nepean hacía cosas raras con el viento! ¿Por qué razón Hunter no había echado mano de los servicios de David Blackburn o Harry Ball si su arrogancia le impedía recurrir a un simple marino de la marina mercante?
La noticia llegó a los aserraderos con la misma rapidez con que siempre se transmiten las malas noticias; Richard los visitó todos y prohibió a sus equipos interrumpir el trabajo a no ser que se recibieran órdenes de que se les necesitaba. Había que proporcionar cobijo a varios centenares de personas, habida cuenta sobre todo de que la tripulación del Sirius había quedado ahora abandonada en la isla de Norfolk y estaba integrada por unos cien hombres más… Si el Sirius no pudiera zarpar rumbo a Catay, lo tendría que hacer el Supply, lo cual significaba que transcurrirían meses y meses sin que recibieran ayuda. O eso pensaba Richard, tal como efectivamente ocurrió. El amanecer del sábado permitió comprobar que el Sirius se encontraba todavía intacto; tenía el espinazo roto, pero la popa había quedado suspendida del arrecife, inclinada en ángulo. Las condiciones del desembarco fueron terribles. El viento se había convertido en un pequeño vendaval y las nubes amenazaban tormenta, pero los trabajos de descarga de las provisiones se prolongaron a lo largo de todo el día; a las cuatro de la tarde, los últimos hombres ya estaban en la orilla, tras haber vaciado las bodegas del Sirius y depositado la carga en la despejada cubierta para poder sacarla más fácilmente.
Pero a las nueve de la mañana de aquel sábado, King, sometiéndose a la opinión del comandante Ross, convocó una reunión de todos los oficiales del Sirius y del cuerpo de la marina. Ross llevó la voz cantante.
—El teniente King, tal como corresponde en un caso de emergencia como éste, me ha cedido oficialmente el mando de teniente gobernador —dijo Ross, cuyos pálidos ojos azules mostraban el mismo brillo acerado que un lago de las Tierras Altas de Escocia—. Es necesario adoptar decisiones que aseguren la paz, el orden y el buen gobierno en este lugar. Me informan de que el Supply podrá acoger a bordo a unos treinta miembros de la tripulación del Sirius así como a la señora King, su esposa, y a su hijo, y es de todo punto imprescindible que el Supply zarpe cuanto antes rumbo a Port Jackson. Su excelencia tiene que ser informado de inmediato de este desastre.
—¡Yo no he tenido la culpa! —jadeó Hunter, tan pálido como si estuviera a punto de desmayarse—. ¡No pudimos efectuar la virada, no pudimos! En cuanto el viento cambió de dirección, ¡las velas se vinieron abajo!… Todo ocurrió muy rápido… ¡muy rápido!
—Yo no he convocado esta reunión para echar la culpa a nadie, capitán Hunter —dijo secamente Ross; dominaba la situación y, por una vez, la Armada Real tendría que inclinarse ante un miembro de un cuerpo que no tenía ningún derecho a llamarse «Real»—. Lo que hemos venido a discutir aquí es el hecho de que una colonia que hace seis días contaba con ciento cuarenta y nueve personas tendrá ahora más de quinientos habitantes, incluidos más de trescientos convictos y unos ochenta y tantos hombres del Sirius. Estos últimos, en su calidad de marinos, no serán muy útiles ni en el gobierno de los convictos ni en las labores del campo. Señor King, ¿esperáis que el gobernador Phillip envíe de nuevo aquí al Supply desde Port Jackson?
La expresión del rostro de King fue una mezcla de sobresalto y perplejidad, pero, aun así, el teniente meneó enérgicamente la cabeza.
—No, comandante Ross, no podéis contar con el regreso del Supply. Según tengo entendido, Port Jackson se muere de hambre y su excelencia teme que Inglaterra, por alguna razón que nadie sabe, se haya olvidado de nosotros. Con la desaparición del Sirius, el Supply es el único nexo que le queda con otros lugares. El Supply tendrá que dirigirse a la Ciudad del Cabo o a Batavia en busca de provisiones y yo apuesto a que su excelencia elegirá Batavia porque será una travesía más fácil para un barco tan viejo y maltratado por las inclemencias meteorológicas. Su principal preocupación es que alguien regrese a casa y le recuerde a la corona que la situación en ambas colonias es desesperada. A no ser, claro, que llegue un barco almacén. Pero eso, caballeros, es cada vez menos probable.
—No podemos contar más que con lo peor, señor King. Por consiguiente, no abrigaremos la esperanza de la llegada de un barco almacén. Tenemos trigo y maíz en el granero, pero aún faltan por lo menos dos meses para la siembra y ocho para la cosecha. Si conseguimos sacar todas las provisiones del Sirius antes de que se hunda —hizo caso omiso de la expresión de Hunter—, calculo que podremos alimentar a todo el mundo durante tres meses como mucho. Tendremos que pescar constantemente e intentaremos consumir todas las aves comestibles que encontremos.
King se animó y dijo con entusiasmo:
—Ya os hablé del pájaro estival que gime como un fantasma, pero hay también un pájaro invernal. Es un ave marina muy gorda y sabrosa que llega hacia abril y permanece aquí hasta agosto. Habita en la montaña y por eso nunca nos hemos molestado en intentar comerla…, la caminata resulta demasiado larga y peligrosa no habiendo senderos. No obstante, el pájaro es tan dócil que un hombre puede acercarse directamente a él y agarrarlo. Hay miles y miles de ellos. Se pasan todo el día pescando en el mar y regresan a sus nidos al anochecer, exactamente igual que los pájaros fantasma del verano. Si la situación llegara a ser desesperada, podrían ser una fuente de alimento. Lo único que tendríais que hacer sería abrir senderos.
—Os agradezco la información, señor King. —Ross carraspeó—. Que sea lo que Dios quiera, pero a mí lo que más me preocupa es un amotinamiento. —Miró enfurecido a sus oficiales de marina—. No me refiero necesariamente a un amotinamiento de los convictos. Muchos de los reclutas que yo tengo son unos bribones a los que hay que abastecer de ron. Y cuando yo dije que nos quedaban provisiones suficientes para tres meses, incluía el ron en mis cálculos. Tengo que conservar suficiente ron para mis oficiales, los cuales reducirán las raciones de los reclutas. Además, los marinos del capitán Hunter también exigirán el ron que les corresponde… ¿no es cierto, capitán?
Hunter tragó saliva.
—Sí, comandante Ross, me temo que sí.
—En tal caso —dijo Ross—, sólo queda una solución. La ley marcial. El robo por parte de cualquier hombre, libre o convicto, será punible con la muerte sin previo juicio. Y yo haré cumplir la ley, señores, no os quepa la menor duda.
El anuncio fue acogido con un silencio sepulcral. Los ruidos de los que se estaban afanando fuera en reunir a los hombres y los suministros del Sirius penetraban a través de las paredes de la casa del Gobierno, un recordatorio del caos que reinaba en la colonia.
—El lunes —añadió Ross— toda la dotación de la isla se reunirá a las ocho en punto de la mañana bajo el asta de la bandera de la Unión y allí comunicaré a los hombres la nueva situación. Hasta entonces, caballeros, cerrad tan bien la boca como el trasero de un pez; lo digo en serio. Si la noticia de la ley marcial trasciende antes del lunes por la mañana, mandaré azotar al culpable por muy alta que sea su graduación. Ya os podéis retirar.
Las pertenencias y las provisiones seguían saliendo del Sirius; el ganado —cerdos y cabras— fue arrojado simplemente por la borda y trasladado por medio de botes y de nadadores hasta la orilla, con unas bajas sorprendentemente exiguas. A pesar de tener la quilla rota, el velero no daba la impresión de estar a punto de partirse o de hundirse; los toneles, los barriles, los barriletes y los sacos fueron transportados por medio de botes a la orilla. El barco se encontraba a veces con la popa en el arrecife y a veces con la popa fuera, siempre inmovilizado por su parte central y azotado sin piedad por el oleaje y el vendaval, pero, con el paso de los días, su estado no pareció agravarse.
A las ocho de la mañana del lunes, todo el mundo ocupaba su posición bajo el asta de la bandera de la Unión, los infantes de marina y los marineros alineados a la derecha y los convictos a la izquierda, con los oficiales en el centro, justo debajo de la bandera.
—¡Cómo comandante de esta colonia inglesa, anuncio el establecimiento inmediato de la ley marcial que entrará en vigor en este momento! —gritó el comandante Ross cuya estentórea voz fue transmitida eficazmente por un viento del sur del sudoeste—. Hasta que Dios y su majestad británica envíen ayuda, estamos abandonados a nuestra suerte. Para poder sobrevivir, hasta el último hombre, la última mujer o el último niño tendrán que trabajar teniendo en cuenta dos objetivos: construirse refugios contra los elementos y producir comida. Según mis cálculos, aquí habrá quinientas cuatro personas cuando el Supply se haga a la mar. ¡El triple de gente que hace una semana! No puedo ocultar el hecho de que nos enfrentamos a la muerte por inanición, pero una cosa os puedo asegurar, ¡nadie, pero nadie de aquí comerá una sola migaja más de comida que los demás! Dios nos está sometiendo a prueba como sometió a los israelitas en el desierto, pero no podemos alardear de las virtudes de aquel antiguo y admirable pueblo. ¡Lo que nos ocurra dependerá enteramente de nuestro ingenio, de nuestra voluntad de trabajar duro, de nuestra voluntad de comportarnos teniendo en cuenta los intereses de todos, de nuestra voluntad de sobrevivir en presencia de las más terribles adversidades! —Hizo una pausa y los que estaban más cerca pudieron ver la amarga expresión de su rostro—. ¡Vosotros no sois israelitas, lo repito! Entre vosotros está la escoria de la Tierra, la hez de la humanidad, y yo os trataré en consecuencia. Los que soporten su desgracia con buen talante y generosidad serán debidamente recompensados. Los que les roben la comida de la boca a los demás serán castigados con la pena de muerte. ¡A los que roben para hacer trueques, para disfrutar de más comodidades, para emborracharse o por cualquier otra razón los azotaré hasta que les asomen los huesos desde el cuello hasta los tobillos! Da igual que sean hombres o mujeres, y ni siquiera los niños se irán de rositas. La ley es marcial, lo cual significa que yo seré vuestro juez, jurado y verdugo. No me importa que forniquéis, no me importa que en vuestros ratos libres cultivéis un poco la tierra u os dediquéis a construir vuestra casa, ¡pero no toleraré la menor infracción que afecte al bien común! Durante las primeras seis semanas, toda la verdura y la fruta irá a parar a los almacenes del Gobierno, pero espero que, a partir de ahora mismo, todos los hombres y las mujeres empiecen a cultivar verduras y fruta para incrementar los suministros del Gobierno, lo cual quiere decir que, al término de estas seis semanas, todos los huertos productivos entregarán tan sólo dos tercios de lo que producen a los almacenes del Gobierno. Mi lema es productividad mediante el esfuerzo, y eso se aplica tanto a los convictos como a los hombres libres. —Levantó el labio superior en gesto despectivo—. ¡Soy el comandante Ross y mi fama me precede! ¡Soy el teniente gobernador de la isla de Norfolk y lo que digo es una ley tan importante como si hubiera brotado de la boca del propio rey! ¡Y ahora os pido tres vivas por su real majestad el rey Jorge, y gritad bien fuerte! ¡Viva! ¡Viva!
—¡Viva! —gritaron todos una vez y dos veces más.
—Y ahora, ¡tres vivas por el teniente King que ha obrado maravillas! Señor King, yo os saludo y os deseo buen viaje. ¡Viva! ¡Viva!
Los vivas por el rey fueron más entusiastas que los que se dedicaron a King, el cual se los quedó mirando con expresión radiante y profundamente satisfecha. Durante un minuto estuvo casi a punto de querer al comandante Ross.
—¡Y ahora exijo que todos vosotros paséis por debajo de la bandera de la Unión e inclinéis la cabeza en señal de afirmación de vuestro juramento de lealtad!
La gente empezó a desfilar, impresionada por la solemnidad del acto.
Aunque Richard se encontraba al frente de los aserradores y más cerca de la bandera de la Unión que los convictos recién llegados, ya había descubierto con gran alegría muchos rostros conocidos: Will Connelly, Neddy Perrott y Taffy Edmunds; Tommy Kidner, Aaron Davis, Mikey Dennison, Steve Martin, George Guest y su compañero del alma Ed Risby, y George Whitacre. Entre los nuevos infantes de marina vio a su aprendiz de armero Daniel Stanfield y a dos soldados de la época del Alexander, Elias Bishop y Joe McCaldren. Estaba seguro de que los convictos se acercarían corriendo a saludarle: ¿cómo explicar que el comandante Ross había hablado muy en serio y no aceptaría de buen grado que el jefe de sus aserradores se dedicara a perder el tiempo, charlando con sus antiguos amigos? El comandante Ross resolvió su dilema llamándolo en voz alta.
—¿Sí, señor? —preguntó mientras los hombres se apartaban.
—Encargaré al soldado Stanfield que busque a Edmunds. ¿Estarás en el tercer aserradero?
—Sí, señor.
—Te voy a enviar a John Lawrell para que viva contigo y haga lo que le mandes. Es un buen hombre, pero un poco duro de mollera.
Ordénale cuidar del huerto. Durante las primeras seis semanas, Tom Crowder recogerá lo que vaya madurando, tras lo cual sólo recogerá dos tercios.
—Sí, señor —dijo Richard, cuadrándose y retirándose a toda prisa. John Lawrell. Llevaba un año en la isla de Norfolk y Richard sólo lo conocía de pasada. Un afable y un tanto descuidado sujeto nativo de Cornualles, procedente de los pontones Dunkirk y Scarborough que formaba parte del grupo de obreros supervisados por Stephen. ¿Qué estaba tramando el comandante Ross? De hecho, le acababa de asignar un criado para que cuidara oficiosamente de su cabaña.
Cuando llegó al tercer aserradero, donde Sam Hussey y Henry Humphrey estaban aserrando, ya había comprendido los motivos del comandante: habiendo tanta gente nueva en la isla, los antiguos residentes que disponían de unos magníficos huertos de verduras corrían el riesgo de perder su producción a manos de los ladrones, con ley marcial o sin ella. Ross le había otorgado un guardia para evitar que le birlaran los productos, y pensaba hacer lo mismo con todos los que tuvieran huertos aceptables. Y nadie como Ross para elegir a los guardias de entre las filas de los pobres lerdos. Reprimiendo un suspiro, Richard juró que, en sus ratos libres, se dedicaría a aserrar para construirle a Lawrell su propia cabaña. La idea de compartir una vivienda le resultaba todavía más repugnante que la de disponer de poca comida.
—Voy a echar un vistazo a los nuevos aserraderos, Billy —le dijo al soldado Wigfall, a quien tenía por un buen amigo. Le guiñó el ojo y soltó una carcajada—. Y a asegurarme de que no nos asignen como aserradores a más malditos Williams. —De pronto, pensó en otra cosa—. Si apareciera un galés llamado Taffy Edmunds, siéntale a la sombra, ¡pero no con las mujeres!, y dile que me espere. Será nuestro maestro afilador. Lástima que no le gusten las mujeres, pero tendrá que aprender.
Tres de los nuevos aserraderos se encontraban más allá de los límites orientales de Sydney Town, en un lugar donde las laderas de las colinas aún estaban cubiertas de bosques. En cierto modo, Ross ya había conseguido encontrar tiempo para pensar en lo que quería y había ordenado que se talaran árboles en una franja de veinte pies de anchura desde Turtle Bay a Ball Bay con el fin de construir un camino propiamente dicho. Los caminos de las laderas de las colinas que bajaran a Turtle Bay se construirían en diagonal y bajarían por la pendiente; en cuanto pasaran a Ball Bay, se construiría otro aserradero para hacerse cargo de toda la madera de allí. Sería imposible que un solo hombre controlara unos aserraderos tan distantes entre sí, por lo cual éste tendría que poner al frente de cada aserradero a un jefe que no redujera el ritmo del trabajo aprovechando la ausencia del supervisor. Pero aquél no iba a ser el único camino que se construyera: se tendría que abrir una franja de veinte pies de anchura hasta Cascade y una tercera, la más larga, hasta Anson Bay, hacia el oeste. Aserraderos y más aserraderos, éstas eran las órdenes del comandante.
A la vuelta, bordeó la anónima playa que actuaba a modo de red atrapando los pinos que caían desde los acantilados al agua, donde el mar los empujaba hacia la orilla en la que formaban una especie de balsa de troncos tan antigua que ya se había convertido en una especie de piedra. Y allí, flotando hacia delante y hacia atrás en el agua —el viento soplaba demasiado hacia el oeste para provocar una fuerte marejada—, vio un retorcido montón de velas del Sirius. Muy útil, comprendió inmediatamente, apurando el paso. La marea estaba empezando a subir, por lo que no era probable que la vela regresara al mar, pero, aun así, el hallazgo le pareció demasiado importante para correr el riesgo de perderlo por desidia.
El primer hombre revestido de autoridad que encontró fue Stephen, que aquellos días se encargaba de supervisar la cantera de piedra.
Deshaciéndose en sonrisas, Stephen abandonó inmediatamente a sus obreros.
—¡Dichosos los ojos! Llevo una semana sin apenas verte. —La expresión de su rostro cambió—. ¡Qué lástima, Richard! —exclamó—. Mira que haber perdido el Sirius… ¿Qué fuerzas del mal se están confabulando contra nosotros?
—No lo sé. Y creo que no quiero saberlo.
—¿Qué te trae por aquí abajo?
—Nuevos aserraderos, ¿qué otra cosa si no? Teniendo a Ross por comandante, tendremos que pasar del idealismo de Marco Aurelio al pragmatismo de Augusto. No digo que el comandante deje la isla de Norfolk revestida de mármol, de la misma manera que no la encontró hecha de ladrillo, pero seguro que le dejará caminos, señal, creo yo, de que tiene intención de enviar a la gente a otros lugares, aparte de Sydney Town. —Richard parecía tener prisa—. ¿Puedes dedicarme un poco de tiempo y de hombres?
—Siempre y cuando el motivo lo merezca. ¿Qué ocurre?
—Nada, para variar —contestó Richard, sonriendo—. De hecho soy portador de una buena noticia. Hay una enorme masa de velas del Sirius en la playa más alejada y puede que haya más cuando suba la marea. Servirá de toldo para la gente que carece de tiendas. En cuanto la gente esté debidamente alojada, se podrá cortar para hacer hamacas, sábanas para las camas de los oficiales… y millares de otras cosas. Temo que muchas pertenencias de los oficiales acaben en poder de tipos como Francis y Peck.
—¡Dios te bendiga, Richard!
Stephen echó a correr, gritando y saludando con la mano a sus hombres.
Aquella noche, armado con una antorcha de leña de pino para encontrar el camino del valle en medio de la oscuridad (el toque de queda empezaba a las ocho) Richard se adentró en Sydney Town en busca de los rostros que había visto en medio de la asamblea. Las tiendas se habían levantado detrás de la hilera de cabañas de la playa, pero muchos de los convictos no tendrían más remedio que dormir al raso, pues la tripulación del Sirius había gozado de preferencia en la cuestión de las tiendas. Confiaba en que, al día siguiente, las velas del Sirius ofrecieran cobijo a todos.
Una gran hoguera de restos de madera de pino ardía en el lugar donde apoyarían la cabeza los que no tenían donde descansar. A pesar de los dieciséis meses que llevaba en la isla, Richard aún no se había acostumbrado a la rapidez con la cual se enfriaba el aire en cuanto se ponía el sol, por muy caluroso que hubiera sido el día; aquel enfriamiento no se producía cuando había humedad y, hasta aquellas alturas de 1790, no se había registrado demasiado bochorno. Señal, pensó, de que aquel año el tiempo sería más seco, aunque no sabía muy bien cómo había llegado a aquella conclusión. ¿Un instinto heredado de algún antepasado suyo druida?
Unas cien personas permanecían acurrucadas en torno a la enorme hoguera, con sus pertenencias esparcidas a su alrededor. A diferencia de los infantes de marina y de sus oficiales, los convictos habían desembarcado junto con sus efectos personales, incluyendo sus valiosas mantas y sus cubos. Todos iban descalzos; los zapatos se les habían gastado meses atrás, y en la isla de Norfolk no había. Rezó para que no lloviera aquella noche; buena parte de la lluvia de la isla caía de noche y desde un cielo que justo unos momentos atrás estaba claro y despejado. Todos los convictos habían desembarcado bajo un fuerte aguacero y aún no habían disfrutado de suficiente buen tiempo para secarse por completo. Se produciría una epidemia de temblores y fiebre y puede que se rompiera el récord de la isla: ni una sola persona había muerto en ella por causas naturales o por enfermedad desde que el teniente King y sus veintitrés compañeros iniciales llegaran a la orilla más de dos años atrás. Cualquier otra cosa que pudiera o no pudiera ser la isla de Norfolk, estaba claro que su clima favorecía la salud.
La presencia del Sirius meciéndose sobre el arrecife constituía un doloroso espectáculo. Los rumores ya le habían dicho a Richard que Willy Dring y Charles Branagan —a este último no lo conocía— se habían ofrecido voluntarios para acercarse a nado al velero naufragado, arrojar por la borda a los pollos, los perros y los gatos y empujar todos los barriletes y toneles que pudieran flotar. Dring no era el hombre más indicado para eso; el tipo de Yorkshire y su compinche Joe Robinson, antaño uña y carne, parecían haberse distanciado.
Vio a Will Connelly y a Neddy Perrott sentados con unas mujeres que debían de ser suyas —¡buena señal!— y empezó a abrirse paso entre la gente.
—¡Richard! ¡Oh, Richard mi amor, Richard mi amor!
Lizzie Lock se le echó encima, le rodeó el cuello con sus brazos y le cubrió el rostro de besos entre murmullos y lloriqueos.
Su reacción fue totalmente instintiva; lo hizo antes de que tuviera tiempo de pensarlo o de esperar a que se le presentara una ocasión más privada para decirle que no podía compartir con ella ninguna parte de su persona, por muy esposa suya que fuera. Nadie le había dicho que Lizzie estaba allí y él no había vuelto a pensar en ella desde aquel mágico día en que William Henry, la pequeña Mary y Peg habían vuelto a habitar en su alma. Antes de que pudiera dominarlas, sus manos sujetaron los brazos de Lizzie y la apartaron.
Con la piel de gallina y el cabello de punta, la miró como si fuera un espectro infernal.
—¡No me toques! —gritó, con el rostro inmensamente pálido—. ¡No me toques!
Y ella, pobrecita, se tambaleó, pasando del éxtasis más grande al horror, el desconcierto y un dolor tan inmenso que se acercó las manos al escuálido pecho y miró a Richard con unos ojos ciegos a cualquier otra cosa que no fuera la repugnancia que su presencia le inspiraba. Casi sin respiración, abriendo y cerrando la boca sin emitir el menor sonido, cayó impotente de rodillas.
Al oírla pronunciar el nombre de Richard, todos los componentes del grupo se habían vuelto a mirar, y aquéllos que lo conocían y que con tanta ansia esperaban aquella reunión, emitieron unos entrecortados jadeos de asombro.
—¡Soy tu mujer! —le gritó ella con un hilillo de voz, todavía de rodillas—. ¡Richard, soy tu mujer!
Mientras se le despejaba la vista, la vio a ella a sus pies, vio la creciente cólera e indignación que reflejaban los rostros de sus amigos, vio la avidez de los que nada tenían que ver con el asunto, ansiosos de absorber toda la parte de aquel espectáculo que sus protagonistas estuvieran dispuestos a ofrecerles. ¿Qué hacer? ¿Qué decir? Mientras una parte de sí mismo se formulaba aquellas preguntas sin respuesta, la otra reparaba en la presencia de los mirones y una tercera se encogía de horror… ¡Ella estaba a punto de tocarlo! Ganó su parte más visceral: retrocedió, lejos de su alcance.
El dado ya estaba echado. Mejor terminar tal como había empezado, junto al resplandor de una hoguera común en medio de toda una serie de personas que lo condenarían, en justicia, como un despiadado miserable, merecedor de una buena tanda de azotes.
—Lo siento muchísimo, Lizzie —consiguió decir—, pero no puedo volver a vivir contigo. Es que… no puedo. —Levantó las manos y las dejó caer de nuevo—. No quiero esposa, no…
No supo qué otra cosa decir y, puesto que no tenía nada más que decir, dio media vuelta y se fue.
Al día siguiente, martes, se reunió como de costumbre con Stephen en Point Hunter para contemplar la puesta de sol. Era uno de aquellos atardeceres sin nubes en que el impresionante disco rojo se había deslizado hacia el mar en medio de lo que Richard siempre imaginaba que debía de ser un hirviente chisporroteo y, mientras la luz abandonaba el cielo y la bóveda celeste se teñía de añil, el sol ya escondido parecía torcer sus rayos para que éstos regresaran a través de la inmensidad del agua y le confirieran un pálido fulgor azul lechoso mucho más resplandeciente que los cielos.
—Es un lugar prodigioso —dijo Stephen, que ya debía de haberse enterado de lo que toda la colonia estaba comentando, pero prefirió no decir nada—. Aquí debía de estar el Jardín del Edén, estoy completamente seguro. Me encanta, me llama como una sirena. Y no sé por qué, sólo sé que es algo sobrenatural. No se puede comparar con nada de ningún sitio. Pero ahora que los hombres han llegado, lo van a estropear. Fue el hombre el que estropeó el Edén.
—No, tratarán simplemente de estropearlo, confundiéndolo con otras tierras que ya han estropeado. Este lugar cuida de sí mismo porque es amado por Dios.
—Aquí hay fantasmas, ¿sabes? —comentó Stephen con aire indiferente—. Vi uno con tanta claridad como el día… En realidad, era de día. Un gigante de musculosas pantorrillas y piel dorada, enteramente desnudo a excepción de una especie de lienzo fino como el papel que le marcaba en tono oscuro la zona lumbar. Su rostro era de una serena y aristocrática belleza y sus muslos estaban tatuados con un dibujo de franjas y volutas. Una clase de hombre que jamás he visto ni jamás he imaginado en mis sueños. Bajó a la playa y se acercó a mí y después, cuando ya casi lo hubiera podido tocar, se volvió y atravesó la pared de la casa de Nat Lucas. Olivia se puso a gritar como una loca.
—Pues entonces, me alegro de vivir allá en el valle. Aunque Billy Wigfall me contó hace poco que había visto a John Bryant en la ladera de la colina donde el árbol lo mató. Lo vio un momento allí y, al siguiente, ya no estaba. Fue como si se hubiera sobresaltado al ser descubierto, dijo Billy.
El oleaje golpeaba con fuerza; el Supply ya había levado el ancla y estaba rodeando Cascade. El embarque no sería fácil para la embarazada señora de King, obligada a saltar desde aquella roca a una lancha en movimiento.
—¿Es cierto que anoche Dring y Branagan le dieron a la botella de ron a bordo del Sirius y le prendieron fuego? —preguntó Richard.
—Pues sí. El soldado John Escott —es el criado de Ross— vio las llamas después de anochecido desde la altura de la casa del Gobierno y se ofreció voluntario para acercarse a nado allí. Escott encontró a Dring y Branagan casi inconscientes a causa del ron, calentándose a la vera del fuego. Los arrojó al mar, apagó el incendio que había alcanzado la cubierta de batería y se quedó en el Sirius hasta esta mañana en que fueron a recogerlo junto con el ron. Dring y Branagan han sido encadenados y ahora se encuentran en el nuevo cuartel de la guardia del teniente King. El comandante está que echa chispas, pues dejó el ron a bordo del Sirius pensando que allí estaría más seguro que en tierra. Sospecho que, ahora que el antiguo comandante ya ha zarpado en el Supply, el nuevo comandante los condenará o bien a la pena de muerte o a quinientos azotes. No puede permitirse el lujo de ignorar este primer quebrantamiento de su ley marcial.
Los ojos de Stephen, muy oscuros bajo la escasa luz, se volvieron hacia Richard sentado tan tenso como un muelle de acero.
—Tengo entendido que hoy a primera hora te ha visitado el comandante, ¿verdad?
Richard esbozó una sonrisa.
—El comandante Ross tiene un oído más fino que el de un murciélago. Cómo o a través de quién no puedo ni siquiera atreverme a imaginarlo, pero el caso es que se enteró de lo que ocurrió anoche en torno a la hoguera del campamento. Bueno, tú ya lo conoces. Esperó a que yo regresara a casa para desayunar, entró sin llamar, se sentó y me miró como si estuviera examinando una nueva variedad de gusano.
»—Me han dicho que repudiaste públicamente a tu mujer —dijo.
»Yo contesté que sí y él soltó un gruñido. Después añadió:
»—No esperaba eso de ti, Morgan, pero supongo que tendrás tus motivos, los sueles tener.
Stephen soltó una risita.
—¡La verdad es que habla de una manera muy especial!
—Después me preguntó si yo pensaba que mi mujer podría ser una esposa adecuada para un oficial. Le contesté que era limpia y hacendosa, que cosía y remendaba muy bien la ropa, que era una excelente cocinera y —que yo supiera— se mantenía virgen. Entonces él se dio unas palmadas en las rodillas y se levantó.
»—¿Le gustan los niños? —me preguntó.
»Le contesté que me parecía que sí, a juzgar por su comportamiento con los niños en la cárcel de Gloucester.
»—¿Y estás seguro de que no es una tentadora?
»Le contesté que estaba absolutamente seguro de que no.
»—En tal caso, me vendrá muy bien —dijo, y se retiró más contento que unas pascuas.
Stephen se tronchó de risa.
—Te juro, Richard —dijo, cuando estuvo en condiciones de hablar—, que el comandante Ross te ve todas las gracias. Por alguna razón que yo no alcanzo a entender, le gustas enormemente.
—Le gusto —dijo Richard— porque no le tengo el menor miedo y le digo la verdad, no lo que yo creo que él quiere escuchar. Y es por eso por lo que él jamás apreciará a Tommy Crowder tal como lo apreciaba King. La vez que me enfrenté a King, poco faltó para que éste mandara azotarme mientras que yo jamás he tenido necesidad de enfrentarme con el comandante Ross.
—King es un rey inglés —dijo Stephen un poco de pasada—, no un rey irlandés. El celta que hay en él es puramente de Cornualles, mucho más cercano a Gales. Lo cual significa que es muy susceptible y muy dado a los arranques de cólera. Y un clásico representante de la Armada Real hasta la médula. En cambio, Ross es el típico escocés con una característica en concreto: la terquedad. Sus raíces se hunden en una tierra fría y desolada que no admite las medias tintas, las cosas son o blancas o negras. —Se levantó y alargó la mano para ayudar a Richard a levantarse—. Me alegro de que haya resuelto el problema de lo que iba a ocurrir con tu esposa repudiada.
—Bueno, tú ya me dijiste que no me casara —dijo Richard, lanzando un suspiro—. De haber sabido que estaba aquí, me habría preparado, pero todo me cayó encima de golpe. Yo mantenía los ojos fijos en Will Connelly cuando, de pronto, ella se me colgó del cuello y empezó a llenarme de húmedos besos. La… la olí y la sentí, Stephen. La tenía tan cerca que ni siquiera podía verla. Desde que la conozco, ha habido en mi vida otros olores, y ninguno de ellos agradable. Port Jackson apestaba y el viejo castillo también apestaba. Pero el rancio olor de mujer… Llevo demasiado tiempo solo y las cosas me huelen bien lejos de los aserraderos y de Sydney Town. Con eso no quiero decir que ella huela mal, que no huele, simplemente que no podía soportar su olor. Mis razones no son muy razonables, ni siquiera ante mí mismo, y bien sabe Dios que no me enorgullezco de lo que hice. Lo único que yo experimentaba en aquel momento era una sensación de repugnancia… algo así como si saliera de noche y me tropezara directamente con una telaraña. Mis entrañas reaccionaron y empecé a soltar puñetazos a ciegas. Y después ya fue demasiado tarde para mejorar lo ocurrido y preferí echarlo todo a rodar.
—Lo comprendo —dijo amablemente Stephen—. Pero lo que no me cabe en la cabeza es que tú no tuvieras en cuenta la posibilidad de que ella viniera aquí con los demás.
—A mí tampoco me cabe, pensándolo bien.
—Yo tengo parte de culpa. Te habría tenido que decir algo.
—Estabas demasiado ocupado con el Sirius y las consecuencias. Pero hay otra cosa que me atormenta: ella llevaba varios días en tierra y sabía que yo estaba aquí, ¿por qué esperó?
Habían llegado a la casa de Stephen; éste entró sin responder a la pregunta y después contempló a través de la ventana cómo la antorcha de Richard se alejaba valle arriba y se perdía de vista, parpadeando. ¿Por qué esperó, Richard? Porque, en el fondo de su corazón, ella sabía que, si te hubiera abordado en privado, tú harías lo que acabaste por hacer de todos modos…: rechazarla. O tal vez, siendo mujer, ansiaba que tú fueras en su busca y la llevaras contigo. Pobre Lizzie Lock… Richard ha pasado seis meses enteramente solo allí arriba en su solitaria casa con la única compañía de su perro, y está encantado. No sé lo que estará pensando, pero, hasta hace muy poco tiempo, había puesto sus sentimientos a dormir tal como hace un oso en invierno. Su boda con Lizzie fue algo que hizo, sumido en un sueño del que yo no creo que esperara despertar. Pero, de repente, despertó y yo fui testigo de ello.
El tiempo estaba pasando. Stephen consultó su reloj, apretó los labios y se preguntó si tenía suficiente apetito para calentarse un poco de caldo que completara su cena a base de pan. El capitán John Hunter se alojaba en la casa del Gobierno, y Johnny…, bueno. Caliéntate la sopa, Stephen, hace tanto frío que convendría encender la chimenea.
—¡Lo único que yo quiero —dijo Richard, irrumpiendo en la estancia mientras Stephen avivaba las desganadas llamas— es que me dejen en paz con mis libros y mi perro! ¡Disfrutar de un mínimo de intimidad!
—Pues entonces, ¿qué estás haciendo aquí? —preguntó Stephen, sentándose sobre los talones—. El mínimo de intimidad lo tienes allá arriba en el valle.
—Sí, pero es que… —dijo Richard, confuso.
—¿Por qué no te limitas a reconocer, Richard —dijo Stephen que no estaba para historias— que te consume el remordimiento por lo que le has hecho —¡vamos, dilo de una vez!— a Lizzie Lock? No eres un hombre capaz de reconocer que no has estado a la altura de las circunstancias. De hecho, jamás he visto a nadie que fuera tan exigente con la propia conducta. ¡Lo que ocurre es que eres un condenado mártir protestante!
—¡Vamos, hombre, no me vengas ahora con sermones! —replicó Richard—. ¡Lo malo que tienes es que nunca estás seguro de si quieres ser un católico o un protestante, y tanto menos de si ser o no ser un mártir! Y tú, ¿por qué no reconoces que te mueres de amor por Johnny, pero le quieres pegar un vapuleo a Hunter?
Unos ojos azules se clavaron en unos ojos que, por espacio de un minuto largo, se volvieron de color absolutamente gris. Ambas bocas empezaron a temblar en el mismo instante; después, ambos estallaron en sonoras carcajadas.
—Eso despeja un poco la atmósfera —dijo Stephen, secándose el rostro con un trapo.
—Pues sí —dijo Richard, tomando también el trapo.
—Será mejor que te comas la ración de sopa de Johnny, aprovechando que estás aquí… Por cierto, ¿por qué has vuelto?
—Creo que porque no has contestado a mi pregunta, a la cual ya no necesito respuesta. Tienes razón, Stephen. No tendré más remedio que resistir el dolor que me causa mi mal comportamiento con Lizzie, aunque ello me induzca a despreciarme.
El pobre John Lawrell entró y salió de la casa con tal rapidez que la cabeza le daba vueltas; en cuestión de un mes, Richard le construyó una cómoda choza al fondo de su pequeño acre de terreno, con la puerta y las ventanas abiertas en la pared que no miraba a su casa. De esta manera, si Lawrell roncara, él no lo oiría. Lawrell cumplía a la perfección sus deberes, pero tenía un defecto: le encantaba jugar a las cartas y había que contenerlo para que no perdiera sus magras raciones en el juego.
Sydney Town se estaba convirtiendo rápidamente en una ciudad de auténticas calles bordeadas por cabañas de madera, construidas por Nat Lucas y sus carpinteros a toda la velocidad con que recibían las tablas y las vigas de los aserraderos de Richard. Puesto que no disponían ni de tiempo ni del equipo necesario para instalar un rebajo o una cola de milano en las tablas de tal manera que éstas ofrecieran un aspecto más pulido y terminado, clavaban en los huecos unos finos listones, lo cual no era en modo alguno desagradable siempre y cuando, como en el interior de la casa de Richard, la madera se alisara con arena para conferirle un apagado brillo. Las ventanas de la casa del Gobierno, ampliada por King para poder acoger a una docena de invitados en sus mejores tiempos, ya habían sido dotadas de paneles de cristal por cortesía del gobernador Phillip. Todas las demás residencias, incluidas las que ofrecían las comodidades exigidas por los oficiales navales o de la marina, se tenían que conformar con persianas o aberturas sin la menor protección. Uno de los aserraderos se dedicaba exclusivamente a aserrar bases de ripias; al final, todos los tejados serían de ripias, aunque la madera se tendría que dejar primero seis semanas en remojo en agua de mar antes de poder cortarla. Lo cual significaba que se tendrían que utilizar techumbres provisionales de lino; la tarea de penetrar tierra adentro para ir en busca de lino les fue encomendada a los marineros del Sirius, a quienes Ross se negaba rotundamente a permitirles hacer nada.
Liberados de la necesidad de abastecer Port Jackson de cal, los depósitos de calcarenita se utilizaron en la construcción de cimientos y chimeneas. Una vez descubierta una excelente madera dura que el aserradero de ripias también podía cortar, los cuatro toneleros que había en la isla se pusieron a construir toneles. Ross había ordenado que las mujeres se dedicaran a moler la cosecha de King con molinillos de mano, pensando que los toneles de harina estarían más a salvo de las ratas que el grano. Aaron Davis, que había acabado por trabajar como panadero en Port Jackson, fue elegido panadero de la comunidad. Y no es que la comunidad viera el pan todos los días; los domingos y los miércoles había pan; los lunes y los jueves había arroz, los sábados había guisantes y los martes y los viernes unas gachas de maíz mezclado con avena.
Tras echar un vistazo a sus prolíficos cerdos, Ross construyó una pequeña chimenea y un horno, y empezó a producir sal. Las partes del animal que no eran adecuadas para salar, se picaban y convertían en salchichas envueltas en tripas.
—Lo mejor del cerdo —solía decir el comandante Ross—, es que la única parte no comestible que tiene es el gruñido.
Puesto que todo el mundo sabía que carecía por completo de sentido del humor, la creencia general fue que hablaba totalmente en serio.
El Sirius, que seguía con la popa alternativamente dentro y fuera del arrecife, fue despojado poco a poco de todo lo que se podía aprovechar, desde algunos de sus cañones de seis libras hasta el último de los muchos barriletes de clavos que su excelencia había enviado desde su colonia, tras haber pasado del ladrillo a la piedra, a aquella colonia de madera perpetua. La pérdida más lamentable fue la chatarra que el Sirius transportaba con destino a la herrería de la isla de Norfolk y que se encontraba todavía en la bodega, desde la cual habría resultado muy peligroso sacarla. Casi todas las velas del barco habían llegado a la orilla, enredadas con cabos y vergas, mientras que el cúter había sobrevivido junto con sus correspondientes remos; el hecho de que todos los mástiles hubieran resultado dañados había provocado la destrucción de todas las lanchas que había en el velero.
Entre lo último que se sacó se contaban varias barricas de tabaco y algunas cajas de barato jabón de Bristol. Aunque el jabón fue a parar a los almacenes del Gobierno para su distribución general, el tabaco jamás llegó a ver el interior de la cazoleta de una pipa… Los marinos, para los cuales una calada era sólo ligeramente menos deseable que un trago de ron, tuvieron un gran disgusto. George Guest y Henry Hatheway, ambos originarios del campo, fueron a ver al comandante Ross y le comunicaron que en los huertos de Gloucester, las mujeres eliminaban las babosas, las orugas y los gusanos con el tabaco que les birlaban a sus maridos. Introducían las hojas en agua hirviendo, echaban jabonaduras en el líquido y rociaban las verduras con él. La primera lluvia se lo llevaba, pero, hasta que ello no ocurría, los remilgados arrugaban la nariz y se negaban a comer aquellas verduras de sabor tan espantoso.
A partir de aquel momento, nadie fue autorizado a tirar una sola gota de agua jabonosa. Un grupito de mujeres se encargaba de cocer el tabaco, el cual, según demostró la experiencia, conservaba su fuerza a través de varias infusiones. En cuanto al jabón, éste se hacía como en todas las pobres alquerías y casitas de campo de uno a otro extremo de las islas Británicas: con grasa y lejía. La manteca era la grasa del cerdo y en la colonia la había en abundancia. La obtención de la lejía era muy fácil. Se remojaban las cenizas totalmente quemadas de las patatas, zanahorias, nabos y hojas de remolacha desechadas, se hervía todo un poco y se colaba. La parte líquida era la lejía. Las regaderas eran muy escasas, pero una mujer provista de un cubo de solución de tabaco jabonoso y un cazo de peltre con agujeritos en el fondo podía regar muy bien las verduras, ¡e incluso las cosechas! El veneno destinado a los gusanos se guardaba en barriles vacíos de ron en espera de la nueva plaga.
En estas cuestiones de carácter práctico el comandante brillaba con luz propia. Su mente había pasado de la fabricación de sal, salchichas y veneno contra los gusanos a la posible utilización de parte del serrín en los ahumaderos, en lugar de mezclarlo todo con la tierra. Lo que no fuera apto para la salazón, quizá se pudiera ahumar, incluyendo el pescado. Con la gran cantidad de mano de obra de que disponía, Ross no pensaba permitir que nadie permaneciera ocioso. El primer paso sería producir la mayor cantidad de alimentos posible; el segundo, conseguir que la mayor cantidad de individuos posible se mantuviera con sus propios productos sin consumir alimentos del Gobierno. Este último paso era, con toda evidencia, la única justificación de todo el experimento de Botany Bay. ¿Qué sentido habría tenido arrojar a millares de convictos y de guardias a los confines de la tierra si el Gobierno hubiera tenido que seguir alimentándolos eternamente?