Parecía que no tuvieran la menor preocupación, pensó el señor George Parfrey desde el saliente de la roca rodeado de arbustos en el cual se encontraba sentado por encima de ellos. Y lo más probable era que no la tuvieran. El muchacho era un alumno de pago; y, aunque no iban ostentosamente vestidos, el señor Parfrey había tomado buena nota del excelente tejido de las prendas, de la ausencia de zurcidos o arrugas en los dobladillos, del brillo de sus zapatos de hebillas de plata y del vago aire de independencia que los rodeaba.

Como es natural, lo sabía todo acerca del padre de Morgan Tertius; Colston era un lugar muy pequeño y en la sala de los maestros se diseccionaba con todo detalle a los alumnos de pago, pues, en una existencia tan precaria como la suya, apenas había otra cosa de que hablar. Era armero, estaba asociado con un judío y había ganado una pequeña fortuna con la guerra americana. No era frecuente que un muchacho fuera tan guapo como su hijo. Y, en los casos en que aparecía alguno, no era frecuente que fuera tan poco presumido y mimado. No obstante, el niño no era lo bastante mayor para comprender el provecho que le podía sacar a su belleza.

Debía de ser efecto de la influencia del padre. El parecido entre ambos era demasiado evidente para que no estuvieran íntimamente unidos y las probabilidades se inclinaban en favor del progenitor. Parfrey sostenía sobre las rodillas un cuaderno de dibujo en cuya primera página figuraba el dibujo que les había hecho mientras descansaban a la orilla del Avon. Un buen dibujo. El propio George Parfrey era un hombre muy apuesto y, cuando era más joven, su apostura le había hecho perder todas las esperanzas de labrarse un porvenir brillante en las casas de los ricos como maestro de dibujo y responsable de la limitada instrucción de las hijas de los ricos, pues ningún rico en su sano juicio habría contratado a un apuesto joven para que se inclinara por encima del hombro de su heredera y ésta acabara encaprichándose de él.

Aunque su corazón no había sufrido, echaba de menos al pobre Ned Simpson mucho más de lo que había imaginado; los demás maestros de Colston estaban demasiado bien emparejados como para pensar en la posibilidad de cambiar de afectos. Con la desaparición de Ned —había muerto poco después de su ingreso en el St. Peter’s—, ya nadie lo necesitaba. Ni el director, ni el obispo, ni el reverendo Prichard aprobaban el amor griego, pues cada uno de ellos tenía una esposa como Dios manda y otras cosas más importantes en que pensar. Por consiguiente, las discretas relaciones que se entablaban dentro de los muros de Colston estaban llenas de tensiones de todo tipo. Maestros de escuela los había a medio penique la docena, por lo que al encargado de su elección le importaba un bledo que supieran enseñar o no. Los maestros se elegían por recomendación de un consejo, un comité eclesiástico, un eminente clérigo, un concejal o un miembro del Parlamento. Ninguno de los cuales habría aprobado la práctica de la homosexualidad, por discreta que ésta fuera. La ley de la oferta y la demanda. Los marineros se podían emborrachar como cubas, soltar maldiciones y enzarzarse en peleas y tirarse todos los traseros que les diera la gana entre Bristol y Wampoa y conservar intacta su fama de buenos trabajadores; a ningún armador le importaban las borracheras, las peleas o los traseros. Lo mismo se habría podido decir de los abogados o los contables. Mientras que maestros de escuela los había a medio penique la docena. Nada de borracheras, nada de peleas y —¡Dios nos libre!— nada de traseros. Y tanto menos en una escuela benéfica.

El señor Parfrey había pensado en irse a otro sitio, pero sabía que sus posibilidades de conseguirlo eran muy escasas. Su mundo era demasiado pequeño, demasiado cerrado. Su carrera terminaría en Colston, tras lo cual puede que el obispo accediera amablemente a acogerlo en una casa de caridad. Había cumplido cuarenta y cinco años, y en Colston se quedaría.

Así pues, se guardó el libro de dibujos en la cartera y abandonó a su suerte el saliente de roca que se proyectaba por encima del Avon, sin dejar de pensar en Morgan Tertius y en su padre. Era curioso que el padre compartiera la belleza del hijo, pero no tuviera su misma capacidad de inducir a la gente a volver la cabeza.

Ahora que William Henry había regresado a la escuela, Richard disponía de tiempo para cultivar amistades y prestar atención a una intrigante propuesta que le habían hecho. El primo James el farmacéutico insistía en que hiciera algo mejor con sus tres mil libras que limitarse a dejarlas en un banco de cuáqueros… ¡Inviértelas en los depósitos de tres por ciento o en lo que sea!, lo apremiaba el miembro más experto en negocios del clan Morgan.

Había conocido al señor Thomas Latimer la vez en que él y William Henry habían visitado el taller de Habitas. Los siete años que Habitas había dedicado a fabricar Brown Besses para Tower Arms le habían permitido ganar lo suficiente para retirarse a lo grande, pero nadie que amara su oficio tanto como Tomas Habitas habría sido capaz de retirarse voluntariamente. En su lugar, el armero insertó un anuncio en el Felix Fairley’s Bristol Journal, diciendo que ahora estaba en disposición de fabricar armas deportivas y enseguida llegaron clientes que lo mantuvieron agradablemente ocupado. Tal como Habitas explicó tras las presentaciones de rigor, el señor Latimer era un artesano de otra clase: fabricaba bombas.

—En general, bombas manuales, pero los barcos se están pasando a las bombas de cadena y yo tengo un contrato del Almirantazgo para la fabricación de las cadenas propiamente dichas —dijo alegre—. La bomba manual o la bomba de varilla suerte tenían de poder achicar una tonelada de aguas de pantoque en una semana mientras que la bomba de cadena puede achicar una tonelada de agua de pantoque en sólo un minuto. Aparte del hecho de que su base es una sencilla estructura de madera que cualquier carpintero de ribera puede construir. Lo único que necesita para completarla es una cadena de latón.

Todo aquello era una novedad para Richard, el cual enseguida simpatizó con el señor Thomas Latimer. No era la imagen que uno se solía formar de un ingeniero, pues era bajito y rechoncho y se mostraba siempre sonriente… ¡el señor Latimer no tenía el entrecejo fruncido como Vulcano ni los tendones de un herrero!

—He comprado la fundición de latón de Wasborough en Narrow Wine Street —explicó— y lo digo simplemente porque contiene una de las tres bombas de incendios de Wasborough.

Richard sabía naturalmente lo que era una bomba de incendios, pero, en cuanto su hijo regresó a la escuela, pudo aprovechar el tiempo entre las siete y las dos para conocer algo más acerca de aquel fascinante mecanismo.

La bomba de incendios había sido inventada por Newcomen a principios de siglo; era el modelo que bombeaba el agua de las minas de Kingswood e impulsaba las ruedas hidráulicas del taller de cobre y latón de William Champion a orillas del Avon, cerca de las minas de carbón. Posteriormente James Watt inventó el condensador de vapor separado, que mejoró el rendimiento de la bomba de Newcomen, con lo cual Watt consiguió despertar el interés de Matthew Bolton, el magnate del hierro y el acero de Birmingham, por su idea. Watt se hizo socio de Bolton y ambos se hicieron con el monopolio de la fabricación de bombas de incendios gracias a toda una serie de juicios que impidieron que otros pudieran competir con ellos; ningún otro inventor podía incorporar a sus diseños el condensador separado de vapor de Watt, protegido por toda suerte de patentes.

Más adelante, Matthew Wasborough, un joven de veintitantos años, trabó amistad con otro joven bristoliano llamado Pickard. Wasborough inventó un sistema de poleas y un volante de motor, Pickard inventó el cigüeñal y estos tres conceptos juntos transformaron el movimiento recíproco de una bomba de incendios en un movimiento circular. Ahora, la fuerza motriz, en lugar de moverse hacia arriba y hacia abajo, giraba en círculo.

—Las ruedas hidráulicas dan vueltas y pueden hacer girar las maquinarias —explicó el señor Latimer mientras acompañaba al sudoroso Richard en un recorrido por un lugar lleno de hornos, chimeneas, tornos, prensas, vapores y ruidos—. Pero eso —añadió, señalándolo— puede hacer que la maquinaria gire por su cuenta.

Richard contempló una monstruosidad que resoplaba y resollaba en medio de toda una serie de tornos que giraban y convertían el latón en objetos útiles para la navegación; el hierro y los barcos no hacían buenas migas a causa del efecto corrosivo de la sal en el hierro.

—¿Podríamos salir fuera? —preguntó Richard a gritos, al percibir que le silbaban los oídos.

—Cuando Wasborough combinó sus poleas y el volante con el cigüeñal de Pickard, quedó prácticamente eliminada la rueda hidráulica —prosiguió diciendo Latimer en cuanto ambos emergieron a la orilla del Froom un poco más río abajo del Weare, donde las lavanderas se reunían para lavar la ropa—. Es algo sensacional porque significa que una fábrica ya no tiene que estar forzosamente situada a la orilla de un río. Si el carbón es barato, tal como ocurre en Bristol, el vapor es mejor que el agua… siempre y cuando el motor sea de movimiento giratorio.

—Pues entonces, ¿cómo es posible que yo jamás haya oído hablar de Wasborough y de Pickard?

—Por culpa de James Watt que los denunció porque la bomba de incendios que éstos habían inventado contenía el condensador separado de vapor que él había patentado. Watt acusó también a Pickard de haberle robado la idea del cigüeñal, lo cual es completamente absurdo. La solución de Watt al problema del movimiento giratorio es la cremallera y el piñón —él lo llama «movimiento de sol y planeta»—, pero es tremendamente lento y complicado. En cuanto vio la patente del cigüeñal de Pickard, comprendió que era la respuesta adecuada y no pudo soportar que otros lo derrotaran.

—No tenía ni idea de que la ingeniería fuera tan despiadada. ¿Qué ocurrió?

—Bueno, después de toda una serie de contratiempos tras haber perdido el contrato gubernamental de un molino de harina en Deptford, Wasborough murió de pura desesperación —sólo tenía veintiocho años— y Pickard huyó a Connecticut. Pero yo he descubierto la manera de sortear la patente del condensador separado de vapor y tengo intención de fabricar el modelo de Wasborough-Pickard antes de que expiren las patentes y Watt se apropie de ellas.

—Cuesta creer que el hombre más brillante del mundo sea tan infame —dijo Richard.

—¡James Watt —dijo Thomas Latimer con la cara muy seria— es un pequeño y tacaño hijo de puta escocés cuya máxima habilidad es su inmenso orgullo! Si algo existe, lo tiene que haber inventado Watt… si hubiera que darle crédito, Dios es su aprendiz y el Cielo es un baggis, el plato típico escocés a base de avena y asaduras de cordero. ¡Qué asco!

Richard contempló las perezosas aguas del Froom y observó la gran cantidad de pecios que contenía. Ideal para bloquear los cubos de una rueda hidráulica, pensó.

—Comprendo las ventajas del vapor en comparación con el agua —dijo—. No podemos seguir instalando industrias que precisen de energía hidráulica en mitad de las ciudades. Las bombas de incendios con movimiento giratorio son el camino del futuro, señor Latimer.

—Llámame Tom. ¡Piénsalo, Richard! Wasborough soñaba con incorporar una de sus bombas de incendios a un barco de tal forma que se pudiera seguir un rumbo tan recto como una flecha sin necesidad de tener en cuenta el estado de la mar o de las corrientes o las viradas y las bordadas en busca de un viento favorable. Su aparato de vapor haría girar las hélices de una rueda hidráulica modificada a ambos lados del barco y lo impulsaría hacia delante. ¡Maravilloso!

—Realmente maravilloso, Tom.

Cuando regresó a casa, Richard expresó aquel mismo sentimiento ante un público integrado por su padre y el primo James el farmacéutico.

—Latimer está buscando inversores —les dijo— y yo estoy pensando aportar mis tres mil libras a este proyecto.

—Perderás el dinero —le dijo severamente Dick.

El primo James el farmacéutico no estaba de acuerdo.

—La noticia de las intenciones de Latimer ha despertado mucho interés, Richard, y las credenciales de este hombre son excelentes, aunque sea un recién llegado en Bristol. Yo mismo pienso invertir mil libras en su proyecto.

—En tal caso, los dos estáis locos —sentenció Dick, negándose a rectificar.

Con la cabeza inclinada sobre los libros, William Henry estaba sentado junto a la antigua mesa del señor James Thistlethwaite, haciendo los deberes; había pasado de la pizarra a la pluma y el papel y su meticulosa paciencia tan parecida a la de Richard le permitía disfrutar escribiendo con una impecable caligrafía, sin las manchas y los borrones que eran la cruz de la vida de casi todos los muchachos.

Ganaré el suficiente dinero para darle a William Henry unos estudios que lleguen hasta el nivel de Oxford. No entrará a los doce años en la botica de un farmacéutico o el despacho de un abogado —¡o el taller de un armero!— para trabajar durante siete años como esclavo no pagado. Yo tuve suerte con Habitas, pero ¿cuántos jóvenes aprendices pueden decir que tienen un buen amo? No, no quiero este destino para mi único hijo. Desde Colston tendrá que ir a la escuela secundaria de Bristol y desde allí, a Oxford. O a Cambridge. Le gusta mucho estudiar y observo que, tal como me ocurre a mí, no le supone ningún esfuerzo tener que leer un libro. Le encanta aprender.

Peg estaba allí con Mag, ambas ocupadas en dar los últimos toques a la cena mientras Richard iba y venía entre las mesas ocupadas, recogiendo jarras vacías y sirviendo otras llenas.

El ambiente estaba más animado que antes y, al final, parecía que Peg se estaba recuperando. De vez en cuando, conseguía esbozar una sonrisa, no revoloteaba ansiosa alrededor de William Henry y, a veces, en la cama, se volvía voluntariamente hacia Richard para ofrecerle un poco de amor. Pero no como el de antes, eso, no. Eso era un sueño y los sueños de Richard se estaban muriendo. Sólo los jóvenes pueden superar las montañas de la mente, pensó Richard. A los treinta y cinco años, ya no soy joven. Mi hijo tiene nueve años y yo le estoy traspasando los sueños.

Junto con otros doce hombres, Richard firmó la entrega de su dinero al señor Thomas Latimer con el propósito expreso de que éste desarrollara una nueva clase de bomba de incendios; ninguno de los inversores, entre los cuales figuraba el primo James el farmacéutico, tenía intereses en la fundición de latón, que se dedicaba a la fabricación de las planas cadenas con eslabones de gancho destinadas a las nuevas bombas de pantoque encargadas por el Almirantazgo.

—Cerraré por Navidad —le dijo el señor Thomas Latimer a Richard (el cual estaba tan entusiasmado que visitaba la fábrica de Wasborough casi todos los días), la víspera de aquella brumosa, melancólica y grisácea estación.

—¡Qué extraño! —fue el comentario de Richard.

—¡Bueno, pero es que los obreros no cobrarán! He observado que las cosas no se hacen bien por Navidad. Demasiado ron. Aunque no sé qué pueden celebrar estos pobres desgraciados —añadió Latimer, lanzando un suspiro—. Los tiempos no han mejorado a pesar del nombramiento del joven William Pitt como canciller del tesoro público.

—¿Y cómo quieres que mejoren los tiempos, Tom? La única manera que tiene Pitt para pagar las deudas de la guerra americana consiste en aumentar los impuestos ya existentes y crear otros nuevos. —Richard esbozó una taimada sonrisa—. Claro que, si les pagaras las vacaciones a los obreros, éstos podrían celebrar unas Navidades mucho más felices.

La jovialidad del señor Latimer no sufrió menoscabo.

—¡No lo podría hacer! Si lo hiciera, todos los amos de Bristol votarían en contra mía para expulsarme de la asociación.

Sin embargo, para Richard fue muy agradable poder pasar más tiempo en el Cooper’s Arms durante el período navideño, pues William Henry no tenía clase y la taberna estaba llena de juerguistas y aficionados a la cerveza con especias. Mag y Peg habían preparado unas deliciosas morcillas con acompañamiento de salsa de brandy y una pierna de venado asada al espetón, y Dick había elaborado su bebida festiva a base de vino caliente con azúcar y especias. Richard sacó sus regalos: un segundo gato gris atigrado para Dick, para servir ginebra; sendos paraguas de seda verde para Peg y Mag; y, para William Henry, un paquete de libros, una resma del mejor papel de escribir y una estupenda pelota de corcho cubierta de cuero y nada menos que seis lapiceros hechos con el mejor grafito de Cumberland.

Dick estuvo muy contento con su gato para la ginebra, y Peg y Mag estaban extasiadas.

—¡Qué extravagancia! —gritó Mag, abriendo su paraguas para admirar bajo la luz de la lámpara su fino tejido de color jade—. ¡Oh, Peg, qué elegantes estaremos! ¡Dejaremos en la sombra incluso a la prima Ann! —Hizo una pirueta y cerró a toda prisa el paraguas—. ¡William Henry, no te atrevas a arrojar la pelota aquí dentro!

Como es natural, la pelota fue el mejor regalo para William Henry, aunque los lapiceros también fueron muy de su agrado.

—Papá, me tendrás que enseñar a sacarles punta. Quiero que me duren el mayor tiempo posible —dijo con una radiante sonrisa de felicidad—. ¡Oh, cómo los admirará el señor Parfrey! Él no tiene lapicero.

El señor Parfrey era el maestro al que más apreciaba William Henry, todo el mundo lo sabía; William les había estado ensalzando sus virtudes desde que se iniciaran las clases de latín a principios de octubre.

Estaba claro que era un maestro que sabía enseñar, pues había despertado el interés de William Henry en su primer día de clase, y William Henry no había sido el único. Hasta Johnny Monkton lo consideraba un maestro de primera.

—Que admire tus lapiceros pero que no se quede con ellos —apuntó Richard, doblando la mano de William Henry alrededor de un paquetito—. Toma, esto es un regalo para Johnny. Lástima que el director se empeñara en que todos los internos se quedaran en la escuela por Navidad. Habría sido bonito tenerle aquí entre nosotros. De todos modos, tendrá un regalo.

—Son unos lapiceros —dijo William Henry de inmediato.

—Pues sí, son unos lapiceros.

Peg aprovechó el momento para abrazar a William Henry y estampar un beso en su despejada y marfileña frente. Como si comprendiera que bien podía hacerle a su madre aquel regalo, William Henry soportó el abrazo e incluso le devolvió el beso.

—¿Verdad que padre es el mejor padre del mundo? —le preguntó a su madre.

—Sí —contestó Peg, esperando en vano a que su hijo le dijera que ella era la mejor madre.

Un año atrás la indiferencia de su hijo, combinada con un comentario como aquél, habría provocado un arrebato de cólera contra Richard, pero Peg ya había aprendido que el hecho de odiar a Richard no servía de nada. Por consiguiente, era mejor seguirle la corriente y complacerlo. Su hijo lo adoraba. ¿Qué más podía esperar una mujer? Ambos eran hombres y se compenetraban.

Cuando empezó el nuevo año de 1784, Richard subió a pie a Narrow Wine Street para visitar al señor Latimer en la fundición de Wasborough.

Lo que se veía desde Narrow Wine Street era una estructura semejante a un establo, hecha de bloques de piedra caliza tan oscurecidos por el humo de sus chimeneas que eran casi de color negro; a lo largo de la fachada había toda una serie de grandes puertas de madera, que siempre permanecían abiertas para mostrar la actividad de su interior y también para que se escaparan en parte el calor y el ruido.

¡Qué extraño! Todas las puertas estaban cerradas. Unas largas vacaciones para los pobres obreros de Latimer que no cobraban desde la víspera de Navidad. Richard probó a abrir cada una de las puertas: cerradas. Fue entonces, por la parte de atrás. Utilizó un callejón para llegar a la parte del edificio que miraba al río Froom y allí encontró una puerta abierta. El silencio lo saludó al entrar; los hornos estaban apagados, los hogares vacíos y la olvidada bomba de incendios permanecía tristemente inmóvil entre sus tornos parados.

Al salir, se acercó a la orilla del Froom que bajaba muy lleno y presentaba un color tan gris y helado como el del cielo.

—¡Richard, Richard!

Se volvió y vio al primo James el farmacéutico, saliendo de la calleja. Se estaba retorciendo las manos.

—Dick me dijo que estabas aquí… ¡oh, Richard, es terrible!

Algo en él ya lo sabía, pero, aun así, lo preguntó.

—¿Qué es terrible, primo James?

—¡Latimer! ¡Ha desaparecido! ¡Se ha fugado con todo nuestro dinero!

En la orilla del río había un amarradero de roble probablemente tan antiguo como los de la época romana en Inglaterra; Richard se apoyó en él y cerró los ojos.

—Entonces este hombre es un idiota. Lo atraparán.

En respuesta a sus palabras, el primo James el farmacéutico se echó a llorar.

—Primo James, primo James, eso no es el fin del mundo —dijo Richard, rodeándole los hombros con su brazo mientras lo acompañaba a una tabla formada por desperdicios de la fundición, donde ambos pudieran sentarse—. Vamos, no llores así.

—¡Tengo que llorar! ¡La culpa fue mía! Si yo no te hubiera animado a invertir, tu dinero aún estaría a salvo. Puedo permitirme el lujo de pagar por mi estupidez, pero… ¡oh, Richard, no es justo que tú lo pierdas todo!

Sin ser consciente de otro dolor que no fuera el que le causaba la preocupación por el estado de aquel hombre al que tanto apreciaba, Richard contempló el Froom sin verlo. Aquello no era como perder a la pequeña Mary, no era ni siquiera una millonésima parte más importante. El dinero era una cosa exterior.

—Yo tengo voluntad propia, primo James, y tú deberías conocerme lo bastante para saber que nadie me puede llevar a donde no quiero ir. Vamos, sécate las lágrimas y cuéntamelo todo —dijo Richard, ofreciéndole el trapo que solía utilizar para sonarse la nariz.

El primo James el farmacéutico se sacó del bolsillo un pañuelo como Dios manda, se enjugó los ojos y se fue calmando poco a poco.

—Ya no volveremos a ver nuestro dinero, Richard —dijo—. Latimer se lo ha llevado y ha huido a Connecticut, donde él y Pickard tienen intención de dedicarse a la fabricación de bombas de incendios. Desde la guerra americana, las patentes de Watt ya no tienen validez allí.

—¡Qué listo ha sido el señor Latimer! —dijo Richard, admirado—. ¿No podríamos nosotros quedarnos con la fundición de Wasborough y recuperar el dinero, fabricando cadenas para el Almirantazgo?

—Me temo que no. Latimer no es el propietario de la fundición de Wasborough. Su suegro es un próspero fabricante de queso de Gloucester y la compró como dote para su hija. El padre de su mujer es también el propietario de la casa de Dove Street.

—Pues entonces, vámonos a casa, al Cooper’s Arms. Te vendrá bien una jarra de ron de Cave, primo James.

En honor de Dick, cabe señalar que éste no dijo ni una sola palabra y tanto menos «Ya te lo dije». Sus ojos pasaron del sereno rostro de Richard al desolado rostro del primo James el farmacéutico, pero se guardó mucho de decir lo que pensaba.

—Sólo hay una consecuencia significativa —comentó Richard más tarde— y es que ya no tengo dinero para darle educación a William Henry.

—¿No estás enojado? —le preguntó Dick, frunciendo el entrecejo.

—No, padre. Si el destino que me ha tocado en suerte es perder dinero, me alegro de que así sea. ¿Y si hubiera sido perder a Peg? —De pronto, contuvo la respiración—. ¿O perder a William Henry?

—Sí, ya comprendo. Lo comprendo muy bien. —Dick alargó la mano sobre la mesa y apretó con fuerza el brazo de su hijo—. En cuanto a la educación de William Henry, tendremos que rezar para que ocurra algo. Podrá terminar sus estudios en Colston, tengo guardado dinero suficiente. Por consiguiente, disponemos de tres años para empezar a preocuparnos.

—Y, entre tanto, yo tengo que buscarme trabajo. El Cooper’s Arms no es lo bastante próspero para mantener a mi familia y a la tuya. —Richard apartó la mano de Dick de su brazo y se la acercó a la mejilla—. Muchas gracias, padre.

—¡Vamos, por Dios! —la exclamación de Dick sirvió para disimular la turbación que le había producido aquella muestra de afecto tan poco viril—. ¡Ahora acabo de recordarlo! El viejo Tom Cave necesita a un hombre en su destilería. Alguien que sepa hacer soldaduras de todo tipo, incluidas las de latón. Ve a verle, Richard. Puede que no sea la respuesta a tus plegarias, pero cobrarás una libra a la semana y te será útil hasta que encuentres otra cosa mejor.

Ser propietario de una destilería de ron en Bristol era algo así como disponer de una licencia para acuñar moneda; por muy duros que fueran los tiempos y por muchas que fueran las personas sin trabajo, el consumo de ron jamás bajaba, al igual que ocurría con su precio. El ron no sólo era la bebida preferida de Bristol, sino también la que cargaban a bordo todos los barcos para asegurarse de que los marineros descontentos no se amotinaran. Con tal de que tuvieran su ración de ron, los marineros se comían galletas de barco medio podridas y cecina tan pasada que quedaba reducida a nada cuando la hervían… y estaban dispuestos a soportar los azotes que les propinaban.

La destilería del señor Cave estaba construida como una fortaleza. Ocupaba casi toda una manzana de Redcliff Street cerca de las rebalsas de Redcliff, donde recibía los envíos de azúcar procedentes de las Indias Occidentales y cargaba los distintos tamaños de toneles en unas gabarras en cuanto se pagaba el pedido. Sus bodegas eran inmensas e inexpugnables y, como casi todas las bodegas de Bristol, estaban excavadas bajo el terreno público que constituía una calle. En realidad, Bristol era una ciudad hueca tan excavada que no se permitía la circulación de ningún vehículo de ruedas dentro de sus confines; todo el transporte de mercancías se llevaba a cabo por medio de unos trineos llamados geehoes, es decir, «arre, caballo», porque sus patines distribuían la carga de manera más uniforme que las ruedas y sobre una zona más amplia.

Los alambiques se encontraban en una espaciosa sala de la planta baja que prácticamente carecía de forma, iluminada en buena parte por el resplandor de los hornos encendidos. El efecto era el de un cobrizo bosque de redondos troncos de árbol plantados en un suelo de ladrillos refractarios, y con un follaje constituido por unos barriles de madera de roble en forma de conos con la punta cercenada. Se aspiraba en el aire el olor del humo de carbón, la mezcla fermentada de melazas, el zumo de la caña de azúcar y el embriagador aroma de los vapores del ron. Richard lo aborrecía; el pestazo del ron día tras día no lo inducía a abandonar la jarra de cerveza en favor de otra del mejor ron de Cave.

El propio Cave raras veces aparecía por la destilería; el capataz William Thorne imperaba como soberano indiscutible. Tan servil con Cave como cruel con sus subordinados, Thorne era, en opinión de Richard, un sujeto propio de un barco negrero como el Alexander que acababa de regresar a su antiguo oficio. Le encantaba azotar a los aprendices con un trozo de cuerda y se complacía en hacerles la vida lo más desdichada posible al mayor número de empleados de Cave que podía. No obstante, cabe decir que, tras haberle dirigido una mirada de tanteo a Richard, decidió dejarlo tranquilo y se conformó con darle toda una serie de lacónicas instrucciones.

—Y no te acerques a la parte de atrás de la sala —terminó diciendo Thorne—. Allí no hay nada que sea de tu incumbencia y no me gustan los mirones. Es mi reino y te agradeceré que hagas lo que te he dicho.

Así pues, Richard se mantuvo apartado de la parte de atrás de la sala, más para tener la fiesta en paz que porque Thorne lo intimidara. Los alambiques eran de cobre, al igual que los tubos que se retorcían, enroscaban y curvaban en distintas direcciones; las numerosas válvulas, espitas y juntas eran de latón. Por consiguiente, era de todo punto necesario que hubiera alguien capaz de detectar las deficiencias antes de que se produjeran fugas y que supiera resolver dichas deficiencias sin que se interrumpiera el funcionamiento de los alambiques. Éstos estaban unidos de dos en dos y siempre había un par de ellos que se mantenía cerrado para que se pudieran efectuar reparaciones importantes en el metal; dicha tarea también correspondía a Richard. Una tarea que le producía un aburrimiento mortal y que, sin embargo, era tan constante que le obligaba a tener mucho cuidado y le exigía una atención permanente.

Durante su primer día de trabajo, tuvo ocasión de conocer la peor palabra del vocabulario de Thorne: impuesto sobre el consumo.

El Gobierno de su majestad británica siempre había gravado las bebidas alcohólicas importadas del extranjero; eran los llamados aranceles, y el contrabando (muy practicado en las costas de Cornualles, Devon y Dorset) se podía castigar con la muerte y la horca. Pero, más adelante, el Gobierno se percató de que se podía ganar más dinero gravando con impuestos las bebidas alcohólicas hechas en el interior de Inglaterra; eran los llamados impuestos sobre el consumo. La ginebra y el ron se tenían que fabricar en lugares autorizados, rigurosamente inspeccionados por el tasador del impuesto sobre el consumo, pues se tenía que pagar por cada gota de bebida alcohólica que una destilería extraía de sus cubas de mezcla fermentada.

—Todo eso —dijo Richard al término de su primera semana de trabajo— para que los barcos puedan surcar los mares sin motines y la gente de tierra se olvide de sus problemas. Qué gran milagro es la mente del hombre, capaz de gastar tanta inteligencia en la producción de estupidez.

—Richard —dijo Dick, exasperado—, juro que, en el fondo, eres un cuáquero. ¡Nosotros nos ganamos la vida con las bebidas alcohólicas!

—Lo sé, padre, pero yo soy libre de pensar lo que quiera y creo que los gobiernos quieren que bebamos para sacarnos más dinero.

—¡Me gustaría que te oyera James Thistlethwaite! —replicó Dick.

—Lo sé, lo sé, desmontaría mi argumento en un santiamén —dijo Richard sonriendo—. ¡Tranquilízate, padre! Era una broma.

—¡Peg, a ver si metes en cintura a este marido tuyo! —dijo Dick.

Ella se volvió con una sonrisa tan radiante en los labios que Richard se quedó pasmado… ¡ya estaba mucho mejor! ¿Eso era lo único que hacía falta, la retirada permanente de la amenaza de verse obligada a trasladarse a vivir a Clifton? Ahora que la continuada residencia en el Cooper’s Arms estaba asegurada debido a que Richard había perdido todo su dinero, Peg se sentía sincera y felizmente a salvo.

Peg dejó caer al suelo la jarra que sostenía en la mano y, soltando un gruñido, se inclinó rápidamente para recogerla. De repente, un agudo grito de dolor rasgó el aire, haciendo que a todos los presentes en la taberna se les pusieran los pelos de punta; Peg se incorporó, se llevó ambas manos a la cabeza y se desplomó, formando un montón en el suelo. Tantas personas se congregaron a su alrededor que Dick tuvo que abrirse camino a empujones entre ellas antes de poder arrodillarse al lado de Richard, el cual sostenía la cabeza de Peg sobre su regazo. Mag se arrodilló al otro lado junto con William Henry, quien alargó la mano para tomar la de su madre.

—Es inútil, Richard. Ha muerto.

—¡No! ¡No, no puede estar muerta! —Richard le tomó la otra mano y la frotó para calentársela—. ¡Peg! ¡Peg, amor mío! ¡Despierta! ¡Despierta, Peg!

Pero Peg yacía tan exánime que ningún pellizco o alfilerazo la podía despertar.

—Ha sido un ataque —dijo el primo James el farmacéutico, avisado a toda prisa.

—¡Imposible! —gritó Richard—. ¡Es demasiado joven!

—Los jóvenes pueden sufrir ataques y siempre son de esta clase… un repentino grito de dolor, pérdida del conocimiento y muerte.

—No puede estar muerta —dijo Richard con obstinación. ¿Cómo podía Peg estar muerta? Era parte de sí mismo—. No, no puede estar muerta.

—Créeme, Richard, ha muerto. No se observa la menor señal de vida. Le he acercado un espejo a la boca y no se ha empañado. Le he acercado el cono de madera al pecho y no se oyen los latidos del corazón. No se le ven los iris de los ojos —dijo el primo James el farmacéutico—. Acepta la voluntad de Dios, Richard. Llevémosla al piso de arriba y yo la amortajaré.

Así lo hizo con la ayuda de Mag, lavándola, ataviándola con su vestido del domingo de batista color de rosa bordada con ojetes, aplicándole carmín en los labios y las mejillas, rizándole el cabello y recogiéndoselo hacia arriba según la moda más reciente y calzando con sus mejores zapatos de tacón sus pies cubiertos con medias. Después le cruzaron las manos sobre el pecho, pues ya le habían cerrado los ojos al principio; daba la impresión de estar serenamente dormida y aparentaba apenas veinte años.

Richard se sentó a su lado y William Henry lo hizo al lado de su padre, de tal manera que no le podía ver la cara. De habérsela visto, se le habría partido el corazón de pena, lo cual no habría sido beneficioso para ninguno de los dos. La habitación estaba iluminada con lámparas y velas que no se podrían apagar hasta que la depositaran en el ataúd y la condujeran en el trineo fúnebre a la iglesia de St. James para el funeral que se celebraría dos días después. Había sido, a falta de una descripción mejor, una muerte natural. Acudiría toda la familia de cerca y de lejos para rendirle tributo, besarle la boca que todavía se podía besar, dar el pésame al viudo y bajar después a la taberna para tomar un refrigerio. No pensaban celebrar algo tan horripilante y estrafalario como un velatorio; en el Bristol protestante, se hacía frente a la muerte con sobriedad y austeridad.

Richard se pasaba largas horas del día y de la noche sentado en compañía de distintos miembros de la familia Morgan; por una vez, no se oían ronquidos a través del endeble tabique. Sólo amortiguados sollozos, murmullos de consuelo, suspiros. Nadie durmió excepto William Henry, el cual acabó sumiéndose en una agitada modorra tras haberse pasado varias horas llorando sin cesar. Richard se sentía entumecido, pero, bajo las capas de dolor y sufrimiento que iban aflorando a la superficie, se horrorizó al descubrir un poso de amargo resentimiento: si te ibas a morir, Peg, ¿por qué no lo hiciste antes de que yo invirtiera el dinero? Entonces me habría podido llevar a William Henry a vivir a Clifton y me habría librado del pestazo del ron. Y habría podido ser independiente.

En el transcurso de la segunda noche y en las primeras y frías horas del amanecer, William Henry se presentó descalzo y en camisa de dormir para sentarse al lado de Richard. Habían mantenido la estancia todo lo fría que permitían las lámparas y las velas, por cuyo motivo el aspecto de la inmóvil figura que yacía en la cama era tan bello y sereno como el que tenía recién amortajada. Richard se levantó para ir en busca de una gruesa manta y un par de medias, envolvió a su hijo con lo uno y se puso lo otro en los pies.

—Parece tan feliz —dijo William Henry, enjugándose las lágrimas.

—Se sentía muy feliz en el momento en que murió —dijo Richard, con los ojos secos y la garganta controlada—. Estaba sonriendo, William Henry.

—Pues entonces, tengo que intentar ser feliz por ella, padre, ¿no te parece?

—Sí, hijo mío. No hay nada que temer en una muerte tan dichosa e inesperada. Tu madre se ha ido al cielo.

—¡La echo de menos, padre!

—Yo también. Es natural. Siempre ha estado aquí. Ahora tenemos que acostumbrarnos a vivir sin ella y eso será muy duro. Pero no olvides jamás que se la ve feliz. Como si nada desagradable le hubiera ocurrido. Porque nada desagradable le ha ocurrido, William Henry.

—Y todavía me quedas tú, padre. —La forma envuelta en la manta se acercó un poco más; William Henry apoyó la rizada cabeza en el brazo de su padre y empezó a hipar—. Todavía me quedas tú. No soy un huérfano.

A la mañana siguiente, el primo James el clérigo enterró a Margaret Morgan, nacida en 1750, amada esposa de Richard Henry y madre de William Henry, al lado de su hija Mary. Como estaban a finales de enero, no había flores, sólo ramas de plantas de hoja perenne. Richard no lloró y William Henry había llorado tanto que parecía aceptar lo ocurrido. Sólo Mag sollozó, tanto por su sobrina como por su nuera. El Señor da y el Señor quita. Así es la vida.

La muerte de su madre hizo que William Henry se aproximara a su padre, pero su padre estaba atado a un trabajo durante seis días de la semana, desde el amanecer hasta el ocaso, por lo que sólo podía dedicar a su hijo los domingos y algunos minutos antes de irse a dormir. La destilería no era una armería y Thomas Cave no era Tomas Habitas. Las condiciones especiales de trabajo estaban exclusivamente reservadas a William Thorne, el cual desaparecía impunemente a veces durante varias horas seguidas y después regresaba con aire de suficiencia. Richard observó que, cada vez que Thorne se ausentaba, Cave estaba presente y esperaba ansiosamente su regreso… aunque no con enojo. Más bien con ansiosa inquietud. Desconcertante. Si Richard no hubiera estado tan preocupado con sus propias inquietudes y pesadumbres, no cabe duda de que habría visto otras cosas y habría llegado a ciertas conclusiones, pero el trabajo constituía para él un alivio siempre y cuando se enfrascara en él en cuerpo y alma.

La destilería recibía ocasionalmente a algunos visitantes, el principal de los cuales era el tasador del impuesto sobre el consumo. William Thorne siempre acompañaba personalmente al funcionario en su gira de inspección y no quería que hubiera otros observadores.

Había otro habitual visitante que, al parecer, no tenía otra razón para acudir a la destilería más que su amistad con William Thorne; una extraña relación entre dos hombres que no parecían tener muchas cosas en común. John Trevillian Ceely Trevillian era rico, fatuo y sumamente estúpido. Sus pelucas eran blancas como la nieve, estaban empolvadas con polvo de almidón y sólo se las anudaba con cintas de terciopelo negro. Su vacuo rostro iba cubierto de afeites y lunares artificiales; lucía chaquetas de terciopelo bordado y preciosos chalecos, y sus tacones eran tan altos que lo obligaban a caminar a pasitos con la ayuda de un bastón de ámbar opaco; su perfume era tan fuerte que se imponía incluso al olor del ron.

Como es natural, Thorne no hizo ningún tipo de presentación la primera vez que el señor Trevillian efectuó una visita tras haberse incorporado Richard a la destilería de Cave, pero Ceely, tal como lo llamaba Thorne, se detuvo delante del nuevo obrero y lo miró con semblante complacido. Al parecer, le encantaban sus musculosos brazos desnudos, pensó tristemente Richard cuando el señor Trevillian, tras haberle estudiado con todo detenimiento, se alejó en pos de Thorne. Bien sabía él quién era John Trevillian Ceely Trevillian: el hijo mayor del señor Maurice Trevillian y su esposa, domiciliados en Park Street, la misma acaudalada pareja que había sido atracada en la misma puerta de su residencia. Una familia originaria de Cornualles con grandes intereses en el comercio de Bristol, emparentada directamente con un antiquísimo clan de mercaderes de Londres llamado Ceely cuyos orígenes se remontaban al siglo XII. Aquel Ceely, todo Bristol lo sabía, era un soltero de dudosos gustos sexuales, estúpido, frívolo y holgazán, totalmente eclipsado por su hermano menor.

Las posteriores visitas del señor Trevillian indujeron a Richard a poner en tela de juicio las opiniones de Bristol; aquellos necios, melifluos y estúpidos modales ocultaban un cerebro astuto e inteligente. Tenía grandes conocimientos acerca del arte de la destilación y de los negocios. La estratagema de la estupidez resultaba extremadamente eficaz: mientras el señor Trevillian paseaba por la sede de la Bolsa con pinta de imbécil, los que se encontraban cerca de él no se molestaban en bajar la voz cuando hablaban de los negocios que se estaban preparando. Y puede que, como consecuencia de ello, lo perdieran todo en favor del señor Trevillian.

Para redondear el asunto del señor Ceely Trevillian, éste apareció en abril del bracete del señor Thomas Cave. ¡Ah!, pensó Richard. Ceely tiene intereses económicos en este negocio… debe de tenerlos, pues no hay más que ver cómo lo halaga Cave y el servilismo con que lo trata. Sin embargo, Ceely no figuraba en los registros; de otro modo, Dick se lo habría dicho. Debía de ser un socio comanditario que sólo aportaba capital cuando hacía falta y, por consiguiente, no pagaba impuestos.

Richard se las arreglaba como podía, pero estaba furioso por el poco tiempo que podía dedicar a William Henry. Los domingos eran infinitamente importantes para él. De vez en cuando, Richard variaba la ruta de sus paseos para que William Henry pudiera conocer todos los barrios de Bristol, pero su destino preferido seguía siendo Clifton, donde la casita que había estado a punto de comprar parecía burlarse de él. Si por él hubiera sido, puede que hubiera elegido otro sitio, pero a William Henry le encantaba aquel lugar.

—Ayer el señor Parfrey nos contó otro —dijo William Henry, caminando a su lado.

Ahogando un suspiro, Richard se resignó a escuchar una nueva alabanza de aquel dechado de perfecciones que conseguía convertir el aburrido latín en un juego de chascarrillos y ejercicios de memoria. El nivel del latín de William Henry era mucho más avanzado que el que tenía Richard a la misma edad.

—¿Cuál? —le preguntó pacientemente a su hijo.

Caesar adsum iam forter… César se tomó un poco de mermelada con el té.[3]

—¿Me lo podrías traducir?

—«Resultó que, casualmente, César estaba muy cerca».

—¡Muy bueno! Tiene mucha gracia el tal señor Parfrey.

—Pues sí, es muy divertido, padre. Nos hace reír mucho, pero el director y el reverendo Prichard no lo aprueban. No creo que les guste demasiado que el señor Parfrey jamás use la palmeta.

—Me sorprende que Parfrey haya logrado sobrevivir en Colston —dijo secamente Richard.

—Es que todos somos muy buenos en latín —explicó William Henry—. ¡No tenemos más remedio que serlo! De lo contrario, el señor Parfrey tendría problemas con el director. ¡No sabes cuánto me gusta, padre! Siempre sonríe.

—En tal caso, William Henry, tienes mucha suerte.

A finales de mayo, todas las piezas del rompecabezas de la destilería de Cave empezaron a encajar.

William Thorne había desaparecido una vez más y los acólitos que cuidaban de los alambiques también se habían largado, estos últimos como unos ratones tras un trozo de queso, temblando de inquietud, pero firmemente decididos a comerse el premio. En el caso de los empleados del señor Cave, el premio era el ron. No el ron de primera calidad que iba a parar a las barricas de conservación y sólo podía mezclar el propio señor Cave, sino el más basto de la segunda destilación; nadie se percataría de que una exigua cantidad se había desviado antes de llegar a la segunda cuba.

Sin necesidad de ron ni de compañía, Richard seguía con su trabajo. La espaciosa sala tenía tantos rincones, recovecos y escondrijos que resultaba muy difícil saber qué forma tenía, sobre todo, la parte de atrás, a la que Richard tenía expresamente prohibida la entrada. Y no habría entrado de no haber oído el inconfundible silbido de un líquido que se escapa a toda presión. Un minucioso examen de las distintas hileras de pares de alambiques y de su complicada red de tubos no le permitió descubrir ninguna anomalía, pero, cuando ya se estaba acercando al último par de alambiques de la hilera del fondo, comprendió que el ruido procedía de algún lugar de la parte de atrás. Así pues, se encaramó a los ladrillos del horno cuyo calor resultaba muy molesto y se introdujo entre los alambiques de la derecha y la izquierda, agachando la cabeza para no rozar las cubas receptoras.

Fue entonces cuando observó la presencia de unos tubos que no hubieran tenido que estar allí, y en ese momento contrajo los músculos. Permaneció inmóvil por espacio de un minuto para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y después miró hacia arriba y vio varios tubos ocultos detrás de unos festones de telarañas y algo que, a primera vista, habría podido pasar por unos trozos sueltos del revestimiento de cáñamo. Cada uno de los tubos salía de una cuba receptora que contenía el destilado final, no simplemente en su parte inferior sino hasta un nivel muy alto… tan alto, de hecho, que habría dado lugar a que se derramara el líquido de la cuba en caso de que éste hubiera alcanzado el nivel de la espita. Los inesperados tubos no disponían de ninguna válvula; una vez el contenido de la cuba alcanzaba el nivel de la espita, el líquido se derramaba en medio de las sombras de la parte de atrás de la sala.

Allí, ocultos detrás de un falso tabique, había dos hileras de toneles de cincuenta galones de capacidad. Frunciendo los labios en un silencioso silbido, Richard calculó la cantidad de ron libre de impuestos sobre el consumo que salía diariamente de allí. ¡No era de extrañar que William Thorne se encargara siempre de vaciar el último destilado de la cuba receptora! Sólo un hábil destilador con experiencia en otras destilerías se habría extrañado de la lentitud de los aparatos del señor Cave, y en el 137 de Redcliff Street no había ninguno. Excepto William Thorne. Y Thomas Cave. ¿Estaría metido también en el chanchullo?

Mientras saltaba a la parte superior del horno, Richard descubrió el origen del silbido: el alambique de la derecha estaba soltando un fino chorro de líquido hacia atrás a través de un agujero de su gastada piel de cobre. Mientras se agachaba para obturarlo, entró Thorne.

—¡Oye, tú! ¿Qué estás haciendo aquí arriba? —le preguntó, mirándolo con expresión ceñuda.

—Mi trabajo —contestó tranquilamente Richard—. Me temo que provisional. Creo que muy pronto tendrán que sustituir este par de alambiques por otros nuevos.

—¡Maldita sea! Siempre le digo a Tom que invierta parte de sus beneficios en la compra de nuevos alambiques, pero él siempre encuentra excusas para no hacerlo.

Thorne se alejó un poco más tranquilo y empezó a llamar a voces a sus acólitos, los cuales no habían sido lo bastante rápidos; el gato había regresado antes de lo previsto.

Aquella noche cuando regresó al Cooper’s Arms, Richard no le comentó su descubrimiento a Dick. Tiempo tendría cuando averiguara algo más… cuando averiguara, por ejemplo, cuántos estaban implicados en aquel enorme fraude del impuesto sobre el consumo. Thorne con toda seguridad. Cave puede que también. ¿Y qué decir de John Trevillian Ceely Trevillian? ¿Qué razón podía tener un holgazán de alta cuna como Ceely para frecuentar un lugar tan alejado de las dehesas en que semejantes jacas de adorno solían pastar?

¿Cuándo sacan el ron ilegal?, se preguntó Richard. Seguramente de noche y, con toda probabilidad los domingos por la noche. Las calles están desiertas y no merodean por ellas ni siquiera los marineros y las patrullas de reclutamiento.

Le fue muy fácil abandonar el Cooper’s Arms a la noche del domingo siguiente: dormía solo, Dick y Mag roncaban como unos benditos y a William Henry no lo despertaba ni siquiera una tormenta. Brillaba la luna llena y el cielo estaba despejado… ¡menuda suerte la suya! Al llegar a las inmediaciones del número 137 de Redcliff Street, una solitaria campana estaba dando las doce. Buscó el oscuro refugio de la grúa perteneciente a un tonelero del otro lado del patio, y se dispuso a esperar pacientemente.

Dos horas. Afina mucho esta gente, pensó; dos horas más habrían bastado para que empezara a alborear. Eran tres: Thorne, Cave y Ceely Trevillian. Aunque resultaba un poco difícil reconocer a este último: el remilgado petimetre había sido sustituido por un delgado y enérgico sujeto vestido de negro, con el cabello cortado casi al rape y los pies calzados con botas.

Cave se presentó montado en su viejo caballo castrado, Thorne y Ceely lo hicieron en un trineo tirado por un tronco de vigorosos caballos. Los tres descargaron del trineo cuatro docenas de toneles evidentemente vacíos. Cave abrió una puerta de la parte de atrás de la destilería que jamás se utilizaba para introducir los barriles. Un minuto después, apareció Thorne rezongando por lo bajo mientras hacía rodar un barril lleno; Cave extendió una rampa situada en la parte posterior del trineo. Thorne y Trevillian tuvieron que trabajar conjuntamente para empujar cada uno de los barriles por la rampa hasta el interior del trineo y, una vez allí, enderezarlo con una habilidad fruto de la práctica.

La tarea duró sesenta minutos según el reloj de Richard; no cabía duda de que en el interior del edificio los toneles vacíos se colocaban bajo los tubos ilegales: ¿con cuánta frecuencia lo hacían? Seguro que no todos los domingos por la noche, pues, en tal caso, alguien se habría dado cuenta, pero, si los cálculos de Richard no fallaban, por lo menos una vez cada tres semanas.

Thomas Cave montó en su caballo y se alejó Redcliff Street arriba, mientras los otros dos subían al trineo que se deslizaba sobre unos silenciosos patines y se dirigieron al este hacia Temple Backs; Richard siguió el trineo. Al llegar al río, los barriles fueron colocados de lado nuevamente y empujados hacia una barcaza de fondo plano a cuyo cuidado se encontraba un hombre a quien Richard no conocía, pero a quien Thorne y Ceely con toda evidencia sí. Una vez finalizada la carga, los tres desengancharon uno de los caballos y lo ataron a la barcaza; el desconocido lo montó y empezó a propinarle fuertes puntapiés contra los costados hasta que el animal empezó a bajar por el deplorable camino de sirga que conducía a Bath, seguido por la carga flotante, con Ceely a bordo. Tras asegurarse de que todo se estaba desarrollando según los planes previstos, William Thorne se alejó con el trineo.

Ya lo sé todo, se dijo Richard. El ron va a parar a algún lugar cercano a Bath, donde Ceely y el desconocido lo venden o bien lo trasladan a otro barco rumbo a Salisbury o Exeter, y los cuantiosos beneficios del ron libre de impuestos se dividen en cuatro partes. Aunque apostaría cualquier cosa a que Ceely se queda con la parte del león.

¿Qué iba a hacer ahora? Tras darle vueltas y más vueltas durante el camino de regreso a casa, Richard pensó que había llegado el momento de decírselo a su padre.

Dick y Mag ya estaban levantados y en plena actividad y William Henry aún estaba durmiendo cuando Richard entró en el Cooper’s Arms. Sus padres se miraron el uno al otro con expresión de complicidad tras haber observado al bajar a la taberna que la cama de Richard estaba vacía. ¿Cómo darle a entender a un viudo reciente que ellos comprendían una ausencia ocasional?

—Retírate, madre —dijo Richard sin andarse con cumplidos—. Tengo que hablar con padre en privado.

Con aire mundano, Dick se dispuso a escuchar una historia de necesidades urgentes y de un bonito rostro femenino entrevisto la víspera en St. James, pero lo que escuchó fue, en su lugar, una historia de increíble vileza.

—¿Qué tengo que hacer, padre?

Un encogimiento de hombros y una mirada de desprecio.

—Lo único que puede hacer un hombre honrado. Preséntate de inmediato —¡y en secreto!— al tasador del impuesto sobre el consumo en la Oficina del Impuesto sobre el Consumo. Se llama Benjamin Fisher.

—¡Padre! Tu negocio, tu amistad con Tom Cave… ¡te quedarías en la ruina!

—No digas barbaridades —replicó severamente Dick—. Hay otras destilerías de excelente ron en Bristol, y conozco a todos sus propietarios. Y mantengo buenas relaciones con ellos. Tom Cave, más que un amigo, es un viejo conocido, Richard. No le has visto comer en mi mesa ni a mí en la suya. Además —añadió sonriendo—, siempre supe que era un sujeto muy taimado. Se le nota en los ojos, ¿no te has dado cuenta? Nunca te dirige una mirada sincera.

—Sí —dijo Richard con la cara muy seria—, ya me he dado cuenta. Sin embargo, lo lamento más por él que por Thorne. En cuanto a Ceely… —hizo un gesto como si quisiera apartar algo horrible—… este hombre es un miserable. ¡Menudo actor está hecho! El aparente badulaque es más listo que el hambre.

—Hoy no trabajarás —dijo Dick, empujando a Richard hacia la escalera—. Ponte tu mejor traje del domingo y mi sombrero nuevo y ve a la Oficina del Impuesto sobre el Consumo… y no le digas ni una sola palabra a nadie, ¿me oyes? Y tampoco hace falta que pongas esta cara tan triste. Si esos sujetos han sacado la mitad del ron que tú crees, cobrarás una cuantiosa recompensa por tus esfuerzos. Suficiente para que William Henry pueda estudiar según tus deseos.

Aquel pensamiento fue el que indujo a Richard, vestido con su mejor ropa oscura del domingo y tocado con el mejor sombrero de Dick, a dirigirse a Queen Square. La Oficina del Impuesto sobre el Consumo ocupaba la parte final de una manzana de edificios situada entre la plaza y Princes Street (en aquella lujosa avenida se encontraba ubicada la casa de Thomas Cave) y Richard no tardó en descubrir que los tasadores del impuesto sobre el consumo eran unos holgazanes que utilizaban sus escritorios para dormir la mona, especialmente los lunes. Eran unos sujetos desorganizados que no se interesaban por los asuntos de su trabajo y preferían no hacer nada. De ahí que Richard tardara varias horas en ascender por la escala jerárquica. Contemplando sus displicentes y aburridos rostros, Richard se negó a dar detalles y se limitó a decir que había descubierto un fraude en el impuesto sobre el consumo y deseaba hablar con el jefe de Recaudación, situado muy por encima del interventor.

Finalmente, Richard consiguió su propósito a las tres de la tarde, sin haber comido y con su famosa paciencia a punto de agotarse.

—Disponéis de cinco minutos, señor Morgan —dijo el señor Benjamin Fisher desde el otro lado del escritorio.

No era necesario preguntarse si el jefe de Recaudación había actuado alguna vez directamente sobre el terreno; miró a Richard a través de las pequeñas lentes redondas de unas gafas que no necesitaba para examinar los documentos pulcramente apilados sobre su escritorio. Era corto de vista. Su hogar siempre había sido un escritorio. Lo cual significaba que no entendería las cosas tal como las entendían los funcionarios de su oficina que trabajaban sobre el terreno. Por otra parte, pensó Richard, puede que ello signifique que no acepta sobornos. Pues seguramente los funcionarios que actuaban sobre el terreno los aceptaban, de lo contrario, él no habría estado allí en aquel momento.

Richard contó su historia en breves palabras.

—¿Cuánto ron calculáis que sacan estas personas en una semana? —preguntó el señor Benjamin Fisher cuando Richard terminó su relato.

—Si llenan los toneles cada tres semanas, señor, unos ochocientos galones por semana, señor.

¡Eso hizo que al jefe de la oficina le cambiara la cara! El señor Fisher se incorporó, posó la pluma de ave y apartó a un lado el papel en el que había estado haciendo anotaciones. Volvió a ponerse las gafas; sus ojos —dos pálidas canicas azules nadando bajo varias capas de cristal— se abrieron como platos.

—¡Eso es un fraude enorme, señor Morgan! ¿Os podríais haber equivocado en vuestros cálculos?

—Sí, señor, por supuesto. Pero, si reemplazan los toneles cada tres semanas, eso equivale a ochocientos galones por semana. Ayer era 1 de junio y puedo asegurar que los toneles que los tres hombres introdujeron en la destilería estaban completamente vacíos, pues uno solo de ellos podía empujar un tonel con el pie cual si fuera una pelota. Mientras que los toneles que sacaron estaban tan llenos que dos hombres tuvieron que empujarlos uno a uno por una rampa muy fácil. El domingo en el que, a mi juicio, volverán a actuar será el próximo 22 de junio. Si vuestros hombres se ocultan en las inmediaciones a partir de la medianoche, los sorprenderán in fraganti a los tres —dijo Richard, en la certeza de no equivocarse.

—Gracias, señor Morgan. Os aconsejo que regreséis al trabajo y os comportéis como si nada hubiera ocurrido hasta que recibáis nuevas instrucciones de esta oficina. En nombre de su majestad, debo transmitiros la más sincera gratitud de la Oficina de Recaudación del Impuesto sobre el Consumo por vuestra diligencia.

Richard ya se estaba dirigiendo hacia la puerta cuando el jefe de Recaudación volvió a tomar la palabra.

—Si el fraude es de tanta cuantía como vos decís, señor Morgan, habrá una recompensa de ochocientas libras, quinientas de las cuales serán para vos. Tras declarar en el juicio, claro.

Richard no pudo resistir la tentación de preguntar:

—¿Adónde irán a parar las trescientas restantes?

—A los hombres que detengan a los culpables, señor Morgan.

Y eso era todo. Richard regresó a casa.

—Tenías razón, padre —le dijo a Dick—. Si todo sale tal como yo espero, recibiré cinco octavas partes de una recompensa de ochocientas libras.

Dick puso cara de escepticismo.

—Trescientas libras me parecen una cantidad excesiva para que se las repartan doce tasadores del impuesto sobre el consumo por la práctica de una simple detención.

Richard se echó a reír.

—¡Padre! ¡No te creía tan ingenuo! Supongo que los funcionarios que practiquen la detención se llevarán unas cincuenta libras de la recompensa. Las otras doscientas cincuenta irán a parar sin duda a los bolsillos del señor Benjamin Fisher.

El domingo 22 de junio doce funcionarios de la Oficina de Recaudación del Impuesto sobre el Consumo derribaron la puerta de atrás de la destilería de Cave, irrumpieron en el desierto local armados con palos y localizaron cuatro docenas de barriles de cincuenta galones de capacidad llenos de ron ilegal, conectados con los alambiques a través de unos tubos ilegales.

Cuando el señor Thomas Cave se acercó a caballo a las dos de la madrugada y poco después lo hicieron el señor William Thorne y el señor John Trevillian Ceely Trevillian en su trineo, la derribada puerta y los sellos de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo aplicados a todo lo que había en el interior les hicieron comprender lo ocurrido.

—Nos han atrapado —dijo el señor Thorne, mostrando los dientes.

Cave se estremeció de terror.

—Ceely, ¿qué hacemos ahora?

—Puesto que el ron ha desaparecido, sugiero que regresemos a casa —contestó fríamente Ceely.

—¿Por qué no están aquí para detenernos? —preguntó Cave.

—Porque no quieren problemas, Tom. La cantidad de ron les habrá hecho comprender que aquí hay personajes muy duros implicados… es un delito que se castiga con la horca. A un funcionario de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo no se le paga suficiente para que corra el riesgo de que le alojen una bala en el estómago.

—¡Nuestras fuentes nos hubieran tenido que informar con tiempo!

—En efecto —dijo severamente Ceely—, lo cual me lleva a pensar que eso viene de muy arriba y que se utilizaron hombres externos.

—¡Richard Morgan! —exclamó Thorne, golpeándose la palma de una mano con el puño de la otra—. ¡El muy miserable nos caló!

—¿Richard Morgan? —dijo Trevillian, frunciendo el entrecejo—. ¿Quieres decir que aquel sujeto tan bien parecido es el que se ha ido de la lengua?

Los ojos de Thorne lo miraron con asombro. Después éste levantó la linterna para estudiarle el rostro con detenimiento.

—Eres un misterio para mí, Ceely —le dijo muy despacio—. ¿A ti te gustan las mujeres o los hombres?

—Lo que a mí me guste no tiene importancia, Bill. Vuelve a casa y empieza a inventarte la historia que le vas a contar al jefe de la Oficina de Recaudación. Tú serás el que cargue con toda la culpa.

—¿Qué quieres decir con eso de que seré yo? ¡Los tres cargaremos con ella!

—Me temo que no —dijo jovialmente Ceely Trevillian, subiendo de un salto al trineo—. ¿No se lo dijiste, Tom?

—¿Decirme qué, Tom?

Pero el señor Cave sólo acertaba a temblar y menear la cabeza.

—Tom te nombró titular de la licencia —explicó Ceely—. Hace bastante tiempo, en realidad. Me pareció una buena idea y él lo comprendió de inmediato. En cuanto a mí… no tengo la menor relación con la destilería Cave.

Tiró de las riendas para arrear a los caballos.

William Thorne se quedó plantado en el suelo como si tuviera los pies de plomo.

—¿Adónde vas? —preguntó con un hilillo de voz.

Ceely soltó una carcajada, dejando al descubierto sus blanquísimos dientes.

—A Temple Banks, naturalmente, a avisar a nuestro compinche.

—¡Espérame!

—Tú —dijo Ceely Trevillian— puedes volver a casa a pie, Bill.

El trineo se alejó dejando a Thorne solo con Cave.

—¿Cómo me pudiste hacer eso, Tom?

Cave se humedeció los labios con la lengua.

—Ceely insistió —dijo, balando como un cabrito—. ¡No tengo fuerza para oponer resistencia a este hombre, Bill!

—¡Y te pareció una excelente idea. Eso hiciste, grandísimo cobarde, cagarruta asquerosa! —dijo amargamente Thorne.

—Ha sido Ceely —insistió en decir Thomas Cave—. Pero no te abandonaré, te lo prometo. Se hará todo lo que se tenga que hacer para sacarte.

Jadeando a causa del esfuerzo, montó en su caballo sin que Thorne hiciera el menor ademán de ayudarle.

—Te tomo la palabra, Tom. Pero lo más importante de todo es el asesinato de Richard Morgan.

—¡No! —gritó Cave—. ¡Haz lo que quieras, pero no eso! ¡En la Oficina de Recaudación lo saben todo, estúpido! ¡Si matas al informador, nos ahorcarán a todos!

—Si se celebra un juicio, seguro que me ahorcan y, en tal caso, ¿qué más me da a mí? —Ahora Thorne hablaba a voz en grito—. ¡Procura que no se celebre el juicio, Tom! ¡Si yo caigo, Richard Morgan no será el único soplón! ¡Tú y Ceely caeréis conmigo… iremos todos al patíbulo! ¿Me oyes? ¡Todos!

El señor Benjamin Fisher mandó llamar a Richard a la Oficina de Recaudación del Impuesto sobre el Consumo a primera hora de la mañana del día siguiente, 23 de junio.

—Os aconsejo que no regreséis al trabajo, señor Morgan —dijo el jefe de la Oficina de Recaudación con sendas manchas de rubor en las mejillas—. Mis insensatos funcionarios se presentaron en la destilería Cave de día y, por consiguiente, no detuvieron a nadie. Lo único que hicieron fue requisar el ron.

—¡Dios bendito! —exclamó Richard, boquiabierto de asombro.

—Bien dicho, pero inútil, señor. Comparto vuestros sentimientos, pero el daño ya está hecho. Al único a quien la Oficina de Recaudación puede denunciar es al titular de la licencia por el hecho de tener en su empresa ron ilegal.

—¿Al viejo Tom Cave? ¡Pero él no es el principal responsable!

—El titular de la licencia no es Cave. Es William Thorne.

Richard volvió a quedarse pasmado.

—¿Y qué me decís de Ceely Trevillian?

Con expresión de absoluto desagrado, el señor Fisher juntó las manos y se inclinó hacia delante.

—Señor Morgan, no podemos procesar a nadie más que a William Thorne. —Fisher se puso las gafas, haciendo una mueca—. El señor Trevillian cuenta con muy buenas amistades y la opinión general en la ciudad es la de que se trata de un pobre bobalicón totalmente inofensivo. Yo mismo lo interrogaré, pero debo advertiros de que, si esto acaba en una sala de justicia, será su palabra contra la vuestra. Lo siento muchísimo, pero, a no ser que dispongamos de pruebas, el señor Trevillian es un hombre de conducta intachable. Ni siquiera estoy seguro —terminó diciendo con un suspiro— de que dispongamos de suficientes pruebas para ahorcar a William Thorne, aunque seguramente le caerán siete años de deportación.

—¿Por qué no esperaron vuestros hombres para sorprenderlos in fraganti?

—Por cobardía, señor. —El señor Fisher se quitó las gafas y las limpió enérgicamente mientras parpadeaba para que las lágrimas no asomaran a sus ojos—. Aunque todavía es muy temprano, el señor Thomas Cave está abajo, supongo que para negociar un acuerdo que contemple el pago de una elevada multa. Allí está el dinero, señor Morgan… no estoy tan ciego como para no ver que William Thorne es una falsa pista para desviar la atención. Es posible que la Oficina de Recaudación no reciba ninguna recompensa por parte del titular de la licencia, pero puede que la reciba del propietario. Eso os incluye a vos. Me refiero a vuestra recompensa.

Al salir, Richard se cruzó con Thomas Cave en el vestíbulo, pero tuvo la prudencia de no decirle nada al pasar por su lado. Sería inútil ir a la destilería; decidió regresar al Cooper’s Arms.

—O sea que me he quedado sin trabajo y por lo menos dos de los tres culpables evitarán comparecer ante la justicia —le dijo a Dick—. ¡Oh, si lo hubiera sabido!

—Parece que Tom Cave pagará por la libertad de Thorne —dijo Dick, animándose—. Da gracias por una cosa, Richard. Cualquier cosa que ocurra, tú cobrarás las quinientas libras.

Eso era cierto, pero no constituía un motivo de consuelo, tal como pensaba Dick. Por lo menos una parte de Richard deseaba ver al señor John Trevillian Ceely Trevillian en el banquillo de los acusados. No sabía muy bien por qué, sólo sabía que era algo relacionado con la insultante y descarada mirada que le había dirigido Ceely en el transcurso de aquel primer encuentro. Soy poco menos que una basura para este arrogante y quejumbroso petimetre, y yo le odio con toda mi alma. Sí, le odio. Por primera vez en mi vida, experimento un sentimiento que jamás hasta hoy había tenido un significado personal para mí; lo que antes era sólo una palabra se ha convertido en un hecho.

Echaba de menos a Peg en aquellos tiempos tan difíciles. El dolor de su desaparición había sido muy grande, pero estaba amortiguado por los tres años de oposición a sus proyectos, sus lágrimas, sus excesos en la bebida y su enajenación mental. Y, sin embargo, observó que, a medida que pasaban los días y él se dedicaba a buscar trabajo en Bristol, la Peg de los últimos tiempos se esfumaba y era sustituida por la Peg con quien él se había casado diecisiete años atrás. Necesitaba acurrucarse junto a ella, hablar en susurros con ella por la noche, buscar la única clase de alivio sexual que él consideraba verdaderamente satisfactoria…, aquélla en la que el amor y la amistad tenían por lo menos tanta importancia como la pasión. Ya no le quedaba nadie con quien hablar, pues, aunque su padre estaba siempre de su parte, siempre lo tenía por demasiado blando y débil de carácter. Y su madre era su madre… cocinera y ayudante de cocina todo en una pieza. En cuestión de muy pocos años, William Henry sería su igual y entonces lo único que le faltaría sería el consuelo sexual. Richard había decidido aplazar esta cuestión hasta que William Henry alcanzara la plena madurez. Pues no quería imponer una madrastra a su único y adorado hijo, y las prostitutas eran un tipo de mujer que él no podía soportar por mucho que ansiara disfrutar del más elemental de los alivios.

El lunes, último día de junio, Richard salió al romper el alba —muy temprano en aquella fase del solsticio de verano— para recorrer los trece kilómetros de montañoso camino que separaban el Cooper’s Arms de Keynsham, un pueblecito situado a orillas del Avon cuyo tamaño y suciedad habían aumentado de forma considerable por culpa de personas como William Champion, latonero de oficio. Champion había patentado un procedimiento secreto para acrisolar cinc a partir de la calamina y viejos residuos, y Richard se había enterado de que estaba buscando a un hombre que pudiera ocuparse del cinc. ¿Por qué no intentarlo? Lo peor que podía ocurrir era que le dijera que no.

William Henry se fue a la escuela a las siete menos cuarto como de costumbre, quejándose de que el director hubiera insistido en que las clases duraran hasta el último día de junio aunque éste cayera en lunes. La respuesta de su abuela fue un cariñoso tirón de orejas; William Henry captó la insinuación y se fue. Al día siguiente empezarían los dos meses de vacaciones, tanto para los que llevaban el uniforme azul como para los alumnos de pago. Los que tenían casas y progenitores con quienes reunirse, se quitarían el uniforme azul y abandonarían Colston hasta principios de septiembre mientras que los que, como Johnny Monkton, no tenían ni padres ni casa pasarían el verano en Colston, sometidos a un código de disciplina un poco más laxo.

Su padre le había explicado a William Henry por qué razón no podría hacerle compañía durante aquellos dos meses y William Henry lo había comprendido muy bien. Bien sabía él que todos los esfuerzos que realizaba su padre eran por él, lo cual arrojaba sobre sus jóvenes hombros una carga de cuya existencia él ni siquiera se percataba. Si trabajaba duro con sus libros —tal como efectivamente hacía—, era para complacer a su padre, para quien la educación tenía más valor del que pudiera tener para un niño de nueve años.

Al llegar a la verja de la escuela de Colston, se detuvo, perplejo; ¡la verja estaba adornada con crespones!

El señor Hobson, uno de los maestros de menor antigüedad, estaba esperando al otro lado para apoyar una mano sobre el hombro de William Henry.

—A casa otra vez, muchacho —dijo, sujetando a William Henry por los hombros para darle la vuelta.

—¿A casa otra vez, señor Hobson?

—Sí. El director ha muerto esta noche mientras dormía, por consiguiente, hoy no habrá clase. A tu padre se le notificará la fecha del funeral, Morgan Tertius. Y ahora, vete.

—¿Puedo ver a Monkton Minor, señor?

—Hoy, no. Adiós —contestó con firmeza el señor Hobson, dando a William Henry un empujoncito entre las paletillas.

El niño se detuvo en el Stone Bridge, frunciendo el entrecejo. ¡Qué aburrimiento! Su padre se había ido a Keynsham, el abuelo y la abuela estaban ocupados con las tareas del lunes… ¿qué iba a hacer él todo el día sin Johnny?

Era la primera vez en su vida que se le presentaba la ocasión de hacer lo que quisiera sin que nadie se enterara. En el Cooper’s Arms le creían en Colston, pero en Colston lo habían enviado a casa. Donde se pasaría el día sin nada que hacer. Tras tomar la decisión, William Henry se alejó corriendo de Stone Bridge, pero no en dirección a casa sino a Clifton.

La escarpada y pedregosa ladera de Brandon Hill fue su primera etapa; allí subió hasta la cumbre, imaginándose en el papel de un Cabeza Pelada, que así llamaban a los soldados de Cromwell, en el asedio de Bristol, y desde allí contempló las chimeneas de los hornos de cal y los pantanos y después las ruinas del fuerte de los monárquicos en St. Michael’s Hill. Una vez terminado el juego, bajó saltando de saliente en saliente hasta llegar al sendero, desde donde saltó y brincó hasta el Jacobs Well, que antaño fuera el único manantial de agua de Clifton. Ahora había casas a su alrededor, ninguna de ellas interesante para un niño, por lo que pasó brincando por delante de la iglesia de St. Andrew’s, dio saltos mortales sobre la mullida hierba de Clifton Green y decidió dar un paseo hasta Manilla House, la última mansión de toda la hilera que había de ellas en lo alto de la colina.

—¡Hola, zanquilargo! —gritó una amistosa voz desde el exterior del patio de los establos colindantes con el conjunto de edificaciones conocido como Boyce’s Buildings.

—Hola, señor.

—¿Hoy no has ido a clase?

—Ha muerto el director —dijo escuetamente William Henry, apoyándose en el pilar del portalón—. ¿Quién sois vos?

—Me llamo Richard y soy el mozo de cuadra.

—Mi padre también se llama Richard. Yo soy William Henry.

Una callosa mano se extendió hacia él.

—Encantado de conocerte.

A lo largo de dos horas, William Henry siguió a Richard el mozo de cuadra en su recorrido por los establos, dando palmadas a los pocos caballos que allí había, echando un vistazo a las casillas en buena parte vacías, ayudándole a sacar cubos de agua del pozo y a ir a buscar el heno mientras conversaba animadamente con él. Al final, Richard el mozo de cuadra le ofreció una jarra de cerveza suave, una rebanada de pan y un poco de queso; en extremo reconfortado por el refrigerio, William Henry se alejó, saludando alegremente con la mano a su nuevo amigo, y reanudó su paseo calle arriba.

Manilla House estaba tan desierta como Fremantle House, Duncan House y Mortimer House… ¿adónde ir ahora?

Aún estaba sopesando las alternativas que se le ofrecían cuando oyó a su espalda el rumor de los cascos de un caballo y, al volverse, vio que el jinete era el propietario de un rostro muy conocido y estimado.

—¡Señor Parfrey! —gritó.

—¡Dios mío! —dijo George Parfrey—. Pero ¿qué haces tú aquí, Morgan Tertius?

William Henry tuvo la delicadeza de ruborizarse.

—Perdón, señor —dijo en tono sumiso—. Hoy no hay clase y mi padre se ha ido a Keynsham.

—¿Y tú deberías estar aquí, Morgan Tertius?

—Perdón, señor, me llamo William Henry.

El señor Parfrey frunció el entrecejo, pero después se encogió de hombros y le tendió la mano.

—Veo más cosas de las que quizá tú te imaginas, William Henry. Sea. Monta para dar un paseo conmigo y después te acompañaré a casa.

¡El éxtasis! ¡Jamás en su vida había montado a caballo! Y ahora allí estaba él, sentado a horcajadas en la silla de montar delante del señor Parfrey, tan por encima del suelo que el solo hecho de mirar hacia abajo le causaba mareos. Aquello era un mundo totalmente distinto, ¡algo así como estar en la copa de un árbol que tuviera piernas! ¡Cuán suave y regular era el movimiento! ¡Qué prodigio vivir una nueva aventura con un amigo casi tan estupendo como su padre! William Henry sucumbió a la magia de aquella felicidad absoluta.

Subieron a medio galope por Durdham Down, dispersando varios rebaños de ovejas, riéndose por cualquier cosa y por todo lo que veían. Y, cuando William Henry le permitió meter baza, el señor Parfrey demostró tener vastos conocimientos sobre otras muchas cosas, aparte del latín. Cabalgaron hasta el parapeto del Avon George, donde el señor Parfrey le señaló al niño los distintos colores de la roca y le explicó que el hierro influía en los colores grises y blancos de la piedra caliza, confiriéndoles unas tonalidades intensamente rojizas y moradas; después le señaló con la fusta las plantas floridas que tachonaban la hierba estival y le recitó sus nombres. Diez minutos después, le pidió en tono burlón que identificara algunas de ellas.

Al final, el camino de herradura de lo alto de la garganta les condujo a Hotwells House, el edificio del balneario, construido sobre el saliente que se proyectaba por encima del Avon.

—¿Tienes apetito?

—¡Sí, señor!

—Si quieres que te llame William Henry más allá de los pórticos de Colston, creo que tú deberías llamarme tío George.

Había muy pocas personas, tomando las aguas en el pabellón de hidroterapia: algunos tísicos, diabéticos o gotosos, una dama muy anciana y dos lisiadas más jóvenes. El edificio había conocido tiempos mejores; los dorados estaban un poco empañados, el papel de las paredes se estaba desprendiendo, las colgaduras estaban raídas y acumulaban visibles capas de polvo mientras que las altas sillas necesitaban una nueva tapicería. Pero el arrendatario del establecimiento —que aún estaba librando una batalla con el Ayuntamiento de Bristol a propósito de las ratas a las que acusaba de beberse las aguas— ofrecía una comida más que aceptable. A William Henry, acostumbrado a manjares de mucha mayor calidad en el Cooper’s Arms, le supo a néctar y ambrosía por el simple hecho de ser distinta… y de compartirla con aquel compañero tan estupendo. Cuando terminaron, Parfrey le sugirió dar un paseo por los alrededores antes de regresar a la ciudad. La anciana y las dos lisiadas le hicieron a William Henry toda suerte de carantoñas y arrumacos cuando éste se fue de allí con su amigo; y William Henry soportó sus exclamaciones y palmaditas con la misma paciencia que solía tener con su difunta madre, una faceta suya que fascinaba a George Parfrey.

Pues George Parfrey también había encontrado un amigo estupendo. Todo aquel día había tenido un cierto aire de magia, empezando por la noticia de la muerte del director durante el sueño. El reverendo Prichard, cuyo rostro no dejaba traslucir la sensación de júbilo que experimentaba (abrigaba la esperanza de ser el nuevo director), estaba demasiado ocupado con sus asuntos para fijarse en lo que hacían los maestros, tras haberles comunicado la nueva situación. Aparte del hecho de encomendarle a Harry Hobson la tarea de enviar de nuevo a su casa a los alumnos externos a medida que fueran llegando a la escuela, no había dictado ninguna orden.

Muy bien, pensó el señor Parfrey, pues yo declaro por la presente que hoy es fiesta. Si me quedo aquí, Prichard o alguno de los demás encontrarán el medio de obligarme a hacer algo. Mientras que, si nadie contempla mi rostro, nadie se acordará de mi existencia.

Su única extravagancia era el caballo. No en propiedad —eso superaba con mucho sus escasos medios— sino alquilado algunos domingos a un establo de las inmediaciones del patíbulo de St. Michael’s Hill. Los lunes, descubrió al llegar al establo con su bandeja de acuarelas y su libro de dibujo, le ofrecían la posibilidad de elegir entre una mayor variedad de cabalgaduras. El hermoso castrado negro que había alquilado estaba ronzando heno plácidamente y a buen seguro esperaba un día de descanso después de las agitadas excursiones dominicales. Pero no podría ser. Diez minutos más tarde el señor Parfrey se sentó en su silla de montar y cruzó Kingsdown al trote en dirección al camino de Aust. Como buen jinete que era, acarició al negro castrado para que no le guardara rencor, y se dispuso a disfrutar de su entretenimiento preferido.

Por un instante, sus antiguas depresiones amenazaron con apoderarse de él, pero el día era demasiado espléndido como para no disfrutarlo a manos llenas, por lo que empujó su soledad y el temor que le infundían las amarguras de la vejez hacia el fondo de sus pensamientos y se concentró en la belleza que lo rodeaba. Momento en el cual, mientras subía por Clifton Hill en dirección a Durdham Down, vio a Morgan Tertius caminando algo más adelante. ¡Al fin, un poco de compañía! El diablillo también había decidido tomarse un día de fiesta y librarse de las responsabilidades. En tal caso, ¿por qué no actuar juntos como diablos? Una pregunta que llevaba aparejada la tranquilizadora sensación de estar prestándole al niño el servicio de cuidar de su seguridad.

William Henry. El nombre compuesto le iba que ni pintado, una vanidad, cuya sabia elección quizá quedara confirmada por el tiempo. Todos los maestros se habían percatado de las potenciales aptitudes de Morgan Tertius, por más que su belleza influyera en las opiniones de algunos. Tal como efectivamente había influido en la de George Parfrey, hasta que las hazañas de Morgan Tertius en latín le habían demostrado que el rostro era un simple reflejo de la belleza del alma, al modo en que un espejo empañado refleja la luz del sol. En lo que no había reparado hasta aquel día era en su afición a las travesuras, pues en clase William Henry era un ángel. El niño le había explicado con la cara muy seria mientras ambos cabalgaban a medio galope por Durdham Down que no quería que le pegaran con la palmeta y no deseaba que nadie se fijara en él.

¿Cómo decirle que la gente siempre se fijaría en él? Qué curioso que el padre, de rostro tan parecido al suyo, careciera de la chispa vital que animaba al hijo. Richard Morgan jamás induciría a nadie a volver la cabeza, jamás daría lugar a que el mundo dejara de girar. Mientras que William Henry Morgan haría lo primero cada día de su vida y puede que algún día consiguiera hacer lo segundo. Su conversación era la propia de su edad, si bien dejaba traslucir su esmerada educación… hasta que empezaba a hablar de los asuntos de la taberna y demostraba que pocas eran las más bajas pasiones humanas de las que él no hubiera sido testigo, desde el brillo de las navajas a la lujuria y los actos violentos. Y, sin embargo, nada de todo aquello había dejado la menor huella en él; de su persona no emanaba el más mínimo efluvio de corrupción.

Por consiguiente, cuando ambos abandonaron juntos Hotwells House, lo más natural del mundo fue que encaminaran sus pasos hacia el lugar donde William Henry había comido con su padre, y George Parfrey los había contemplado desde arriba. No era un espacio muy grande y tampoco estaba situado en proximidad del largo tramo de la orilla del Avon, en el lado de Hotwells House que miraba a Bristol. Apenas unos veinte pies de herbosa ribera entre St. Vincent’s Rock y otra formación rocosa situada algo más abajo. En el interior de un bosque, hubiera sido un pequeño valle.

Aunque habían transcurrido nueve meses desde que los dos Morgan almorzaran allí, la escena había permanecido curiosamente intacta; el Avon se encontraba exactamente al mismo nivel y bajaba casi al máximo de su caudal, la hierba presentaba justo la misma tonalidad de verde y los peñascos reflejaban justo la misma intensidad de luz. El tiempo parecía haberse detenido. Una ocasión para poner un pie en el futuro y mantener el otro en el pasado. Como si aquel día no existiera y el tiempo se hubiera detenido.

William Henry se sentó mientras George Parfrey sacaba su libro de dibujo y un trozo de carboncillo.

—¿Te puedo mirar, tío George?

—No, porque te estoy haciendo un retrato. Eso significa que tienes que estarte quieto y olvidar que te estoy mirando. Cuenta las margaritas. Cuando termine, te lo dejaré ver.

Así pues, William Henry permaneció sentado mientras George Parfrey lo miraba.

Al principio, el carboncillo se movía con rapidez y seguridad, pero, a medida que transcurría el tiempo, los trazos sobre el papel iban siendo cada vez más escasos y, al final, cesaron del todo. Lo único que podía hacer Parfrey era mirar. No sólo la perfección de aquella belleza sino también la forma de su destino.

El momento es equivocado… absolutamente equivocado. Estoy profundamente enamorado de una criatura inocente que tiene treinta y cinco años menos que yo. Para cuando pudiera despertar su amor, él ya no encontraría en mí nada que fuera digno de ser amado. Eso sí es una tragedia que merecería la pena escribirse, mi querido Bill Shakespeare. Cuando él sea Hamlet, yo seré Lear.

La cinta que le recogía el pelo ya hacía un buen rato que el viento se la había llevado, por lo que la espesa masa de bucles le caía alrededor del rostro con la misma fuerza que un espeso humo de carbón empujado por el viento. La piel era como de raso, de melocotón, de marfil, la delicada nariz aguileña tan aristocrática como los huesos de los pómulos y la boca, carnosa y sensual, curvada en las comisuras como si estuviera a punto de esbozar una secreta sonrisa. ¡Pero todo aquello no era nada comparado con sus ojos!

Como si hubiera percibido el cambio de humor de Parfrey, Wil liam Henry levantó la vista y la clavó directamente en él, mientras su enigmática sonrisa se le antojaba de repente al aturdido Parfrey algo así como una invitación de una parte de sí mismo de cuya existencia el propio William no era consciente. Los ojos se llenaron de luz y las manchitas oscuras danzaron entre el oro porque el sol, apartando sus rayos de la roca pulida por efecto del agua, también se había quedado preso en ellos.

No pudo evitarlo. Lo hizo antes de que un pensamiento pudiera tomar forma en su mente. George Parfrey cubrió la distancia que lo separaba de su némesis y besó a William Henry en la boca. Tras lo cual, tuvo que abrazar al muchacho —no soportaba la idea de soltarlo—, tuvo que rozar la piel de las sienes, la mejilla y el cuello con sus labios y acariciar el menudo cuerpo que vibraba tal como un gato ronronea.

—¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! —murmuró—. ¡Qué hermoso!

El niño se apartó precipitadamente, se puso en pie de un salto y permaneció inmóvil y con los ojos en blanco, sin saber hacia dónde echar a correr. El terror todavía no formaba parte de la experiencia; todo su ser estaba concentrado en la huida.

Mientras su locura se desvanecía, Parfrey se puso en pie con la mano extendida, sin comprender que estaba cerrando el camino que William Henry consideraba su única posibilidad de huida.

—¡Lo siento en el alma, William Henry! ¡No quería hacerte daño, jamás te podría hacer daño! ¡Lo siento muchísimo! —dijo Parfrey entre jadeos, extendiendo los brazos como si suplicara perdón.

El terror hizo su aparición. William Henry vio unas manos que se extendían hacia él pero no en gesto de súplica, y se volvió para huir en sentido contrario. A sus pies fluía el Avon de color azul acero, serpeando hasta emerger de la garganta convertido en un sinuoso torrente. El señor Parfrey estaba cada vez más cerca, con unos brazos que pretendían agarrar y aprisionar y una sonrisa en la boca que no era una sonrisa. El Cooper’s Arms había enseñado a William Henry el significado de aquella sonrisa, pues, mientras su padre y su abuelo no miraban, otros hombres le habían sonreído de aquella misma manera y le habían susurrado invitaciones. William Henry sabía que la sonrisa era falsa, pero ignoraba la razón de su falsedad. Levantó la cabeza y sus deslumbrados ojos contemplaron el sol.

—¡Padreee! —gritó mientras saltaba al río.

El Avon en aquellos parajes no era apto para la natación y, además, Parfrey no sabía nadar. Pero, aun así, éste corrió desesperadamente arriba y abajo del breve tramo de orilla delimitado por las rocas, buscando algo a lo que agarrarse, se habría arrojado al agua si hubiera vislumbrado una mano, un brazo… ¡cualquier cosa! Pero no vio nada, ni una hoja, ni una ramita, ni una rama, y tanto menos a William Henry. Se había hundido como una piedra, sin ofrecer la menor resistencia.

¿Qué había pensado el niño? ¿Qué había visto mientras permanecía de pie al borde del agua? ¿Por qué tanto horror? ¿De veras había preferido el río? ¿Sabía lo que hacía cuando se arrojó? ¿O acaso era incapaz de razonar? Había llamado a su padre, eso era todo. Y se había arrojado al agua. No había tropezado ni resbalado. Había saltado.

Al cabo de media hora, Parfrey se alejó. William Henry Morgan no iba a emerger a la superficie, jadeando. Estaba muerto.

Muerto, y yo lo he matado. Pensé en mí y sólo en mí. Deseaba una invitación y me engañé al pensar que me la estaba ofreciendo. Pero sólo tenía nueve años. Nueve. Soy un proscrito. Soy un ser abominable. He matado a un niño.

Se acercó a su caballo, montó casi sin fuerzas y se puso en camino hacia Bristol sin percatarse de la mirada de curiosidad de la anciana y de las dos lisiadas. ¡Qué extraño! Allá va el hombre, pero ¿dónde está aquel chiquillo tan encantador?

Dejó el caballo al otro lado de la verja de Colston y entró en el enlutado edificio sin ver a nadie, pero algunos le vieron y se extrañaron. Una vez en su cuartito, depositó encima de la mesa el cuaderno de dibujo, donde se podía contemplar el rostro de William Henry desde todos los ángulos, y después se sacó una llavecita de la faltriquera y abrió el estuche de madera en el que guardaba los objetos que no quería que vieran los fisgones como el reverendo Prichard. Dentro, entre una desordenada colección de recuerdos —uno o dos mechones de cabello, una ágata pulida, un manoseado libro, una miniatura pintada—, había otra caja en cuyo interior descansaba una minúscula arma de fuego con todos los accesorios necesarios para conservarla en buen estado. Una pistola de manguito de señora.

Una vez preparado, se acercó a la mesa, se sentó en la estrecha silla, mojó la pluma de ave en el tintero, limpió automáticamente la punta para eliminar el exceso de tinta y escribió al pie del dibujo.

«Yo he sido el causante de la muerte de William Henry Morgan».

Firmó con su nombre y se disparó un tiro en la sien.

La consternación hizo acto de presencia en el Cooper’s Arms mucho antes de la hora en que William Henry hubiera tenido que regresar a casa de la escuela, a las dos y cuarto; la noticia de la muerte del director se había propagado por la ciudad a la misma velocidad que la luz del sol sobre el agua. La escuela había cerrado aquel día, pero William Henry no había vuelto a casa. Cuando Richard, cansado y desanimado, cruzó la puerta de la taberna a las tres en punto, los trastornados abuelos le comunicaron la noticia de la desaparición de su hijo.

Una reptante sensación de entumecimiento le paralizó la boca y la mandíbula, pero su agotamiento físico se esfumó de inmediato. Trató de hablar, abrir-cerrar, abrir-cerrar, y, finalmente consiguió musitar que iba a iniciar la búsqueda de William Henry.

—Tú sigue la dirección de Colston —dijo Dick, desatándose las cintas del delantal—. Yo iré hacia Redcliff. Mag, cierra la taberna.

Las palabras le estaban empezando a resultar un poco más fáciles.

—Se habrá ido a Clifton, padre. Yo cruzaré Brandon Hill, tú sigue por la cordelería. Nos reuniremos en Hotwells House.

El corazón le latía dos veces más rápido que de costumbre, tenía la boca tan seca que no podía tragar saliva, pero Richard caminaba apurando el paso a la velocidad que le permitía el hecho de detenerse a preguntar a todas las personas con quienes se cruzaba. Cuando llegó al sendero de Brandon Hill ya casi no había nadie a quien preguntar, pero se detuvo a llamar a las puertas de las casas de vecindad que había alrededor de Jacob’s Well… No, nadie había visto a un chiquillo vagabundo.

En Boyce’s Buildings tuvo su primer éxito; Richard el mozo de cuadra aún estaba trajinando en el patio de los establos.

—Sí, señor, lo he visto esta mañana temprano… ¡un muchacho tremendamente encantador! Me ayudó a repartir el heno y el agua entre los caballos y yo le di un poco de comer y beber. Después subió a Clifton Hill tan libre como un pajarillo.

Nada en el rostro y los ojos del mozo inducía a Richard a sospechar que éste le estuviera mintiendo; Richard el mozo de cuadra era exactamente lo que afirmaba ser, un sujeto simpático que gustaba de la compañía de los chiquillos que pasaban por allí sin pararse a pensar que su primera obligación habría tenido que ser un tirón de orejas y una palmada en la espalda de William Henry para empujarle en dirección a su casa.

Musitando unas palabras de agradecimiento, Richard apuró el paso y subió por la cuesta de Clifton Hill hasta que estuvo lo bastante arriba como para que su vista alcanzara hasta varias millas de distancia. Pero las laderas estaban desiertas exceptuando la presencia de algunas ovejas y, a pesar de que buscó en todas las arboledas, ningún William Henry emergió de su refugio.

A las seis en punto entró en Hotwells House y encontró a Dick esperándole con una grata noticia.

—¡Richard, el niño ha comido aquí! Se presentó a caballo con un hombre de unos cuarenta y tantos años —un tipo muy apuesto, según la señora Harris—, una anciana que estaba aquí en aquel momento. Y ambos parecían llevarse muy bien. Se reían y bromeaban como si se conocieran de toda la vida. Se fueron en dirección a Vincent’s Rocks. Aproximadamente una hora después, la señora Harris y otras dos mujeres vieron al hombre cabalgando solo, con cara de encontrarse indispuesto. William Henry no iba con él.

El arrendatario del balneario estaba muy nervioso y preocupado por el desarrollo de los acontecimientos. Lo único que le habría faltado era un escándalo. Por consiguiente, le ofreció a Richard un gran vaso de agua mineral gratis y se apartó un poco para observar lo que ocurría.

Sin percatarse de su amargo sabor y de su olor a huevos podridos, Richard apuró el vaso de un solo trago. Le temblaba todo el cuerpo y tenía la ropa empapada de sudor. Miró a su padre con expresión aterrada.

—Ven —le dijo secamente, cruzando la puerta.

Había pruebas de que William Henry y su acompañante habían estado en el lugar que Richard conocía de su anterior visita; la hierba aparecía pisoteada y las margaritas, que se habían arrancado, yacían en un marchito montón. Llamaron repetidamente, pero nadie contestó; después subieron a las rocas para examinar todas las grietas, los huecos y los salientes. Allí no había nadie. El Avon, que ahora se encontraba en marea menguante, estaba retrocediendo para penetrar en su garganta.

Dick no trató de convencer a Richard de que dejara de buscar hasta que llegó el crepúsculo; entonces apoyó una mano en el brazo de su hijo y lo sacudió con suavidad.

—Hora de regresar al Cooper’s Arms —le dijo—. Por la mañana reuniremos toda una partida y seguiremos buscando.

—¡Padre, está aquí, no se ha ido de aquí! —dijo Richard con un entrecortado sollozo.

—¡No le hables del río! ¡No metas esta idea en su pobre cabeza!

—Si está aquí, mañana por la mañana lo encontraremos. Ahora vamos a casa, Richard. Vamos a casa.

Regresaron con paso cansino a Bristol sin decir ni una sola palabra… Richard presa de una febril angustia y Dick helado hasta el tuétano.

A pesar de que en la puerta del Cooper’s Arms habían colgado el letrero de cerrado, había tres hombres sentados alrededor de una mesa cerca del mostrador, mirándose las manos hasta que se abrió la puerta. El primo James el clérigo, el primo James el farmacéutico y el reverendo Prichard. Entre ellos sobre la mesa se encontraba el libro de dibujo colocado boca abajo.

—¡William Henry! —gritó Richard—. ¿Dónde está William Henry?

—Siéntate, Richard —le dijo el primo James el farmacéutico que, por ser el miembro de más edad del clan, era siempre el encargado de comunicar las malas noticias. El primo James el clérigo le servía de ayudante, listo para hacerse cargo de la situación una vez comunicada la mala noticia.

—¡Dímelo! —gritó Richard a través de los apretados dientes.

—El maestro de latín de William Henry es un hombre llamado George Parfrey —dijo el primo James el farmacéutico en tono pausado, logrando clavar su mirada en aquellos ojos medio enloquecidos por el dolor—. Esta tarde Parfrey se ha disparado un tiro. Ha dejado esto.

Colocó boca arriba el libro de dibujo.

La identidad del modelo era inconfundible, a pesar de las manchas de sangre. «Yo he sido el causante de la muerte de William Henry Morgan».

Las rodillas se le doblaron. Richard se desplomó con el rostro más blanco que el papel.

—No puede ser —dijo—. No puede ser.

—Tiene que ser, Richard. El hombre se ha pegado un tiro.

El primo James el farmacéutico se arrodilló al lado de Richard y le alisó el enmarañado cabello.

—¡Lo habrá imaginado! A lo mejor, William Henry huyó corriendo.

—Lo dudo mucho. Las palabras de Parfrey parecen indicar que él… mató a William Henry. Si no habéis encontrado al niño, significa que tiene que haber arrojado a William Henry al Avon.

—¡No, no, no!

Cubriéndose el rostro con las manos, Richard se balanceó hacia delante y hacia atrás.

—¿Qué tenéis que decir? —le preguntó agresivamente Dick al reverendo Prichard.

Prichard se humedeció los labios con la lengua y su rostro adquirió un tono cetrino.

—Oímos el disparo y encontramos a Parfrey que se había volado la tapa de los sesos. El dibujo se encontraba a su lado. Me dirigí inmediatamente a la casa del reverendo Morgan —señaló al primo James el clérigo— y juntos vinimos aquí. Estoy… no sé… no tengo palabras… ¡oh, señor Morgan, si vos supierais cuán grande es mi dolor y mi pesar! Pero Parfrey llevaba diez años en Colston, parecía un hombre honrado y sus alumnos lo adoraban. Lo que hay detrás de todo este misterio no puedo ni siquiera imaginarlo.

Todavía de rodillas, a Richard le parecían muy lejanas esas voces que subían y bajaban. Dick estaba contando los detalles de la expedición de aquel día a Clifton, los acontecimientos de Hotwells House, la hierba aplastada y las margaritas arrancadas en la pequeña cala del Avon.

—William Henry se debió de caer al río y se ahogó —dijo el reverendo Prichard—. Nos extrañó la frase de Parfrey…, como si hubiera sido testigo de la muerte, más que cometido un asesinato.

—Pero él fue la causa de la muerte —dijo el primo James el clérigo, hablando con una dureza impropia de un hombre de Iglesia—. ¡Ojalá se pudra!

Las voces seguían yendo y viniendo, acompañadas por los sollozos de Mag desde un rincón, con la cabeza cubierta por el delantal, una Hécuba de luto.

—No está muerto —dijo Richard como si ya hubieran transcurrido varias horas—. Sé que William Henry no está muerto.

—Mañana medio Bristol se pondrá a buscar, Richard, eso te lo prometo —aseveró el primo James el farmacéutico. Lo que no dijo fue que casi todas las operaciones de búsqueda se centrarían en las orillas del Avon y el Froom, sobre todo cuando bajara la marea. Allí solían aparecer cuerpos… gatos, perros, caballos, ovejas y vacas, pero, ocasionalmente hombres, mujeres o niños ahogados medio cubiertos por el barro, una pieza más de los restos vomitados por los ríos.

Acompañaron a Richard al piso de arriba, lo acostaron en su cama y le quitaron la ropa; tenía las suelas de los zapatos agujereadas, pues había recorrido casi treinta millas entre el amanecer y el ocaso. Pero, cuando el primo James el farmacéutico intentó hacerle tragar una dosis de láudano, apartó el vaso.

No, William Henry no estaba muerto. Jamás se habría aproximado al río lo bastante para ahogarse. Le había hecho a su hijo numerosas advertencias, le había dicho que el Avon estaba hambriento, y William Henry le había prestado atención y había comprendido el peligro. Richard sabía tan bien como Dick, el primo James y el reverendo Prichard lo que debía de haber ocurrido entre el hombre y el niño: Parfrey había hecho insinuaciones amorosas y William Henry había huido. Pero no en dirección al río. ¿Un chiquillo tan ágil e inteligente como William Henry? No, se habría encaramado a las rocas y habría huido campo a través; en aquellos momentos puede que estuviera acurrucado, durmiendo bajo la protección de algún talud de Durdham Down, dispuesto a recorrer al día siguiente el largo camino de vuelta a casa. Asustado, pero vivo.

Así se consoló Richard, alejándose de la verdad que todos los demás veían con claridad, alegrándose de una cosa: de que Peg no hubiera vivido para verlo. Verdaderamente, la bondad de Dios era infinita. Se había llevado a Peg con la rapidez de un relámpago y había cerrado sus ojos antes de que conocieran la desesperación.

Varios miles de personas, con el permiso del alcalde, se presentaron para participar en las labores de búsqueda de William Henry. Todos los marineros que estaban de guardia examinaron el barro que los rodeaba y a veces saltaron incluso por la borda para examinar algún grasiento y grisáceo montón entre los cadáveres de cuatro patas y los residuos de cincuenta mil personas. Todo fue inútil. Los que disponían de caballos cabalgaron nada menos que hasta el Pill, Blaize Castle, Kingswood y todas las aldeas situadas a pocas millas de Clifton Hill y Durdham Down; otros recorrieron las orillas del río, volcando barriles y panes de mojada hierba, cualquier cosa que pudiera atrapar y ocultar un cuerpo. Pero nadie encontró a William Henry.

—Ya ha pasado una semana —dijo bruscamente Dick— y no hay ninguna señal. El alcalde dice que tenemos que dejarlo.

—Sí, lo comprendo, padre —contestó Richard—, pero yo nunca lo dejaré.

Nunca.

—¡Acéptalo, te lo ruego! Piensa en lo que está sufriendo tu madre.

—No puedo aceptarlo y no lo aceptaré.

¿Acaso aquella ciega negativa a aceptarlo era mejor que los océanos de lágrimas que había derramado al morir la pequeña Mary? Por lo menos, las lágrimas habían sido un desahogo. Aquello era horrible. Mucho peor que lo de Peg o lo de la pequeña Mary.

—Si Richard abandonara toda esperanza de encontrar a William Henry —dijo el primo James el farmacéutico con una jarra de ron en la mano—, no tendría nada en absoluto por lo que vivir. ¡Ha perdido a toda su familia, Dick! Por lo menos, de esta manera, puede esperar. Yo he rezado y el reverendo James también para que jamás se encuentre el cadáver. Entonces Richard sobrevivirá.

—Eso no es sobrevivir —dijo Dick—. Es un infierno en vida.

—Para ti y Mag, sí. Para Richard es la prolongación de la esperanza… y de la vida. No lo atosiguéis.

Richard tampoco había encontrado trabajo, pero eso no era tan urgente como habría sido en caso de que su padre no fuera un tabernero. Habían transcurrido diez años desde que Dick recibiera la licencia del Cooper’s Arms, la taberna que había sobrevivido a casi todas las menos pretenciosas tabernas del centro de Bristol. A pesar de que jamás podría soñar con que los miembros de la Steadfast Society o del Union Club cruzaran su puerta y a pesar de los terribles años de la depresión, el Cooper’s Arms seguía conservando su clientela. En cuanto uno de los parroquianos habituales recuperaba su trabajo o encontraba otro, regresaba con su familia a la vieja taberna. Por consiguiente, el verano de 1784 se encontró con un Cooper’s Arms en aceptables condiciones…, no tan lleno como en 1774, pero lo bastante para mantener ocupados a Dick, Mag y Richard. Tampoco hacía falta dinero para pagar la matrícula de William Henry.

Pasaron dos meses. En septiembre, Colston volvió a abrir sus puertas a los alumnos de pago…, pero no con el reverendo Prichard como nuevo director. La desaparición de William Henry Morgan y el suicidio de George Parfrey, el maestro de latín, habían destruido sus posibilidades de acceder a tan encumbrado puesto. Como el antiguo director no estaba allí para responsabilizarse de aquella pesadilla, el reverendo Prichard heredó la vergüenza y la ignominia. Muchos importantes bristolianos hicieron preguntas en el Palacio Episcopal.

Aproximadamente por las mismas fechas en que Colston abrió de nuevo sus puertas, Richard recibió una carta del señor Benjamin Fisher, el jefe de Recaudación de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo, solicitando verle de inmediato.

—Os estaréis preguntando —dijo el señor Fisher cuando Richard se presentó en su despacho— por qué no hemos detenido todavía a William Thorne. Eso sólo lo haremos como último recurso… Hasta ahora hemos concentrado todas nuestras energías en el señor Thomas Cave, con la esperanza de que pague la multa de mil seiscientas libras necesaria para que se resuelva el asunto sin juicio. No obstante —añadió, esbozando una sonrisa de serena satisfacción—, han aparecido unas pruebas que arrojan una nueva luz sobre este caso. Os ruego que os sentéis, señor Morgan. —Fisher carraspeó—. Me he enterado de lo de su hijito y créame que lo siento.

—Gracias —dijo secamente Richard, tomando asiento.

—¿Os suenan de algo los nombres de William Insell y Robert Jones, señor Morgan?

—No, señor —contestó Richard.

—Qué lástima. Ambos trabajaban en la destilería del señor Cave cuando vos estabais allí.

—¿Trabajaban en los alambiques?

—Sí.

Frunciendo el entrecejo, Richard trató de recordar los ocho o nueve rostros que había visto en la lóbrega caverna, lamentando ahora haberse mantenido apartado de aquellos grupos de obreros en ausencia de Thorne. No, no tenía ni idea de quién era Insell y quién Jones.

—No importa. Ayer vino a verme Insell y confesó que había ocultado información, al parecer, por miedo al daño que Thorne le hubiera podido causar. Aproximadamente hacia las mismas fechas en que vos descubristeis los tubos y los barriles, Insell oyó una conversación entre Thorne, Cave y el señor Ceely Trevillian. No había duda de que hablaban del ron ilegal. Aunque Insell no había sospechado la existencia de ningún fraude, aquella conversación le hizo comprender que los tres estaban asociados para delinquir contra el impuesto sobre el consumo. Por consiguiente, tengo intención de denunciar a Cave y Trevillian y también a Thorne, y entonces la Oficina de Recaudación podrá cobrar el dinero, embargando la propiedad de Cave.

Un pequeño rayo de sensibilidad traspasó el entumecimiento de Richard; éste se reclinó contra el respaldo de su asiento con expresión complacida.

—Me parece una excelente noticia, señor.

—No hagáis nada, señor Morgan, hasta que el caso llegue a los tribunales. Tendremos que investigar un poco más las cosas antes de poder detenerlos a los tres, pero tened la seguridad de que eso es lo que va a ocurrir.

Dos meses atrás, la noticia lo hubiera inducido a regresar dando saltos de alegría al Cooper’s Arms; hoy sólo había suscitado en él un fugaz interés.

—No recuerdo ni a Insell ni a Jones —le dijo a su padre—, pero mis pruebas han quedado confirmadas.

—Aquél de allí —dijo Dick, señalando hacia un rincón— es William Insell. Vino aquí en tu ausencia y quiere verte.

Un solo vistazo al rostro de Insell refrescó la memoria de Richard. Un joven simpático y muy trabajador. Por desgracia, era el principal blanco de las iras de Thorne; dos veces había sido víctima de la cuerda de Thorne y dos veces había sufrido los azotes sin rebelarse. No era nada insólito. Rebelarse significaba perder el empleo y, en los duros tiempos que corrían, la gente no podía permitirse el lujo de perder su trabajo. Richard no hubiera tolerado ni siquiera la amenaza de los azotes, pero Richard jamás se había encontrado en una situación en que la cuerda de azotar fuera su única alternativa. Al igual que William Henry, tenía la habilidad de evitar los castigos corporales sin necesidad de mostrarse servil; además, era un artesano cualificado, no un simple obrero. Insell era una víctima perfecta, pobrecillo. Él no tenía la culpa. Era su manera de ser.

Richard llevó dos medias pintas de ron a la mesa del rincón y se sentó. Era una muestra de un cambio de comportamiento que nadie había considerado prudente comentar. En los últimos tiempos, a Richard le había dado por beber ron, y cada vez en mayor medida.

—¿Qué tal estás, Willy? —preguntó, empujando una de las jarras hacia el pálido señor Insell.

—¡Tenía que venir! —dijo Insell, con la voz entrecortada por la inquietud.

—¿Qué ocurre? —preguntó Richard en espera de que el ardiente líquido empezara a amortiguar su dolor.

—¡Thorne! Se ha enterado de que he ido a la Oficina del Impuesto sobre el Consumo.

—No me extraña si tú te dedicas a contárselo a todo el mundo. Cálmate, hombre, y bebe un poco de ron.

Insell bebió con avidez, se atragantó y, aunque estuvo casi a punto de vomitar a causa de la fuerza del mejor ron sin aguar que servía Dick, dejó de temblar. Apuró el contenido de su jarra y Richard fue por otras dos.

—He perdido el empleo —dijo entonces Insell.

—En tal caso, ¿qué miedo le puedes tener a Thorne?

—¡Este hombre es un asesino! ¡Encontrará la manera de matarme!

Richard pensaba en su fuero interno que era mucho más probable que Ceely Trevillian cometiera un asesinato en caso de necesidad, pero se abstuvo de comentarlo.

—¿Dónde vives, Willy?

—En Clifton. En el Jacobs Well.

—¿Y qué tiene Robert Jones que ver con eso?

—Le conté lo que había oído. El señor Fisher, el jefe de la Oficina de Recaudación, mostró interés por el asunto, pero cree que yo soy mucho más importante.

—Por supuesto que sí. ¿Sabe Thorne que vives en Jacob’s Well?

—No creo.

—¿Lo sabe Jones?

De repente, Richard recordó a Robert Jones, un sujeto muy rastrero y empalagoso que adulaba a Thorne. Estaba claro que él le había dado el soplo a Thorne.

—Jamás se lo dije.

—Pues entonces, quédate tranquilo, Willy. Si no tienes nada mejor que hacer, ven a pasar el rato aquí. El Cooper’s Arms es un lugar donde Thorne no te buscará. Pero, si bebes ron, lo tendrás que pagar.

Horrorizado, Insell apartó la segunda jarra.

—¿Eso lo voy a tener que pagar? —preguntó.

—Aquí invita la casa. Anímate, Willy. Según mi experiencia, los miserables no son muy inteligentes. Estarás a salvo.

Los días empezaban a acortarse, lo cual limitaba la cantidad de tiempo que Richard podía dedicar a la búsqueda de William Henry. El primer lugar al que se dirigía era siempre el pequeño valle a orillas del Avon, desde el cual subía a los escarpados peñascos, llamando a William Henry; desde lo alto de la garganta del río, bajaba por Durdham Down hasta llegar finalmente a Clifton Green. En su camino de vuelta a casa, pasaba por delante de la casa de William Insell, pero, por regla general, solía tropezarse con Insell en el sendero del otro lado de Brandon Hill, apurando el paso para que no le sorprendiera la oscuridad, a pesar de que el temor todavía le impedía abandonar el Cooper’s Arms después de la puesta de sol.

Había gastado otros dos pares de zapatos, pero a ningún miembro de la extensa familia Morgan se le ocurría reprochárselo; cuanto más caminaba Richard, tanto menos tiempo le quedaba para beber ron. Su hermano William necesitaba de repente triscar y afilar las sierras más a menudo (estaba utilizando una nueva madera de las Indias Occidentales), lo cual ofrecía a Richard otro lugar al que dirigirse, aparte de Clifton. ¿Quién sabía? A lo mejor, el diablillo había llegado a Cuckold’s Pill y los viajes al aserradero de William no eran enteramente una pérdida de tiempo. Y no podía beber ron cuando necesitaba los ojos para triscar debidamente una sierra.

No había llorado. No podía llorar. El ron era un medio para amortiguar el dolor, que era el dolor de la esperanza, la esperanza de que algún día William Henry cruzaría aquel umbral.

—Jamás creí que pudiera decirlo —le dijo Richard a su primo James el farmacéutico a mediados del mes de septiembre—, pero estoy empezando a pensar que ojalá hubiera encontrado el cuerpo de William Henry. Entonces ya no podría tener esperanza. Tal y como están las cosas, tengo que suponer que William Henry está vivo en algún sitio, lo cual ya es de por sí una tortura… ¿qué clase de vida puede ser la suya para que no pueda regresar a casa?

Su primo segundo lo miró con tristeza. Richard estaba más delgado pero en mejor forma física… Todos aquellos paseos y subidas a las colinas habían perfeccionado un cuerpo siempre en forma, sólo que ahora probablemente hubiera sido capaz de levantar yunques o resistir los estragos de cualquier enfermedad. ¿Cuántos años tenía ahora que acababa de celebrar otro cumpleaños? Treinta y seis. Los Morgan solían ser muy longevos y, si Richard no se estropeara el hígado con el ron, podría llegar fácilmente a los noventa. Pero ¿para qué? ¡Ojalá pudiera dejar todo aquel espantoso asunto a su espalda, buscarse otra mujer y engendrar otra familia!

—¡Dos meses y medio, primo James! ¡Y ni rastro de él! A lo mejor… —se estremeció al pensarlo—… aquella abominable criatura ocultó su cuerpo.

—Querido primo, te suplico que lo olvides.

—No puedo.

Al día siguiente, William Insell no apareció por el Cooper’s Arms. Alegrándose de tener un pretexto para dirigirse a Clifton más temprano que de costumbre, Richard se encasquetó el sombrero y se encaminó hacia la puerta.

—¿Ya te vas? —le preguntó extrañado Dick.

—Insell no ha venido, padre.

Dick soltó un gruñido.

—Tanto mejor. Estoy harto de verle sentado en su rincón con esta cara de angustia que me espanta a los demás clientes.

—Estoy de acuerdo —dijo Richard, consiguiendo esbozar una sonrisa—, pero su ausencia me preocupa. Quiero averiguar por mí mismo por qué no ha venido.

El camino que atravesaba Brandon Hill le resultaba ahora tan familiar que lo habría podido recorrer con los ojos cerrados; Richard llegó a la casa de William Insell a los quince minutos de haber salido de la suya.

Una muchacha permanecía sentada en el porche. Sin apenas percatarse de su presencia, Richard se desvió un poco para rodearla. La muchacha extendió un pie.

Bonjour —dijo.

Sobresaltado, Richard bajó la vista y contempló el rostro femenino más cautivador que jamás hubiera visto. Grandes y recatados ojos negros de largas pestañas, un hoyuelo en cada una de las sonrosadas mejillas, unos carnosos y rojos labios sin pintar, una tez respladeciente, una despeinada mata de sedosos bucles negros. ¡Pero qué bonita era! ¡Y qué aspecto tan pulcro!

—¿Cómo estáis? —replicó Richard, quitándose el sombrero para hacer una reverencia.

—Muy bien, señor —contestó ella en un inglés con fuerte acento francés—, pero no puedo decir lo mismo del pobre Willy.

—¿Insell, señora?

Oui. —La muchacha se puso en pie y mostró una figura tan agraciada como su rostro, ataviada con un seductor vestido de seda rosa. Una prenda muy cara—. Sí, Willy —añadió, pronunciando el nombre de una forma tan adorable que Richard no pudo por menos que esbozar una sonrisa.

La muchacha emitió un jadeo.

—¡Oh, monsieur! ¡Qué apuesto sois!

Habitualmente tímido con los extraños, Richard no se sentía en modo alguno tímido con ella, a pesar de su ingenuo descaro. Consciente de que se había ruborizado, habría querido apartar el rostro, pero le resultaba imposible. La muchacha era increíblemente bonita y las mitades superiores de sus suaves pechos de color marfil eran todavía más seductoras que su expresión.

—Soy Richard Morgan —le dijo.

—Y yo soy Annemarie Latour, la doncella de la señora Barton. Vivo aquí. —Soltó una risita—. ¡Pero no con Willy, claro!

—¿Decís que está enfermo?

—Venid a verlo vos mismo. —La joven empezó a subir por la angosta escalera por delante de él, con la orla del vestido lo bastante alta para dejar al descubierto sus bien torneados tobillos en medio de una espuma de fruncidas enaguas—. ¡Willy! ¡Willy! ¡Tienes una visita! —gritó al llegar al rellano.

Richard entró en la habitación de Insell y lo vio tumbado en su cama, con cara de estar muy mareado.

—¿Qué fue, Willy?

—Comí unas ostras en mal estado —contestó Insell, soltando un quejido.

Annemarie lo había seguido y ahora estaba contemplando a Willy con interés, pero sin la menor compasión.

—Se empeñó en comerse las ostras que la señora Barton me había dado. Le dije que la vieja no me habría ofrecido ostras si hubieran sido frescas. Willy las olió, dijo que estaban buenas y se las comió. Et voilà!

La muchacha señaló al joven con gesto teatral.

—Te está bien empleado, William. ¿Te ha visto el médico? ¿Necesitas algo?

—Sólo descanso —contestó con voz quejumbrosa el enfermo—. He vomitado tantas veces que el médico dice que ya no me pueden quedar más ostras allí abajo. Me encuentro muy mal.

—Pero vivirás, que es lo que importa. Sin tu presencia para confirmar mi declaración, el señor Fisher de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo no podría presentar ninguna denuncia. Volveré a pasarme mañana por aquí para ver qué tal estás.

Richard bajó la escalera, consciente de que Annemarie Latour lo seguía lo bastante de cerca para aspirar el fresco aroma del mejor jabón de Bristol. No perfume. Jabón. Jabón con esencia de lavanda.

¿Qué estaba haciendo una chica como aquélla, sola en una casa de huéspedes de Clifton? Las doncellas solían vivir en las casas de sus señores.

Richard jamás había conocido a una doncella que vistiera de seda. ¿Ropa desechada de la señora Barton tal vez? En caso de que así fuera, la señora Barton, calificada por su doncella de «vieja», debía de tener una espléndida figura.

Bonjour, monsieur Richard —dijo la señora Latour en el porche—. Os veré mañana, non?

—Sí —contestó Richard, acercándose el sombrero al pecho antes de alejarse colina arriba en dirección a Clifton Green.

Su mente se debatía en el conflicto de hacer dos cosas a la vez: buscar a William Henry y no olvidarse de Annemarie Latour que estaba allí, devorándolo cual si fuera un gusano. Así la veía él con un instinto muy poco imparcial, pues su cuerpo traidor estaba experimentando unas turbulentas e inauditas emociones. Toda una vida en las tabernas le había enseñado en incontables ocasiones que toda la razón y el sentido común de un hombre podían escaparse volando por la ventana al más mínimo movimiento de una falda femenina.

Pero ¿por qué ahora y por qué con aquella mujer? Peg llevaba nueve meses muerta y, siguiendo la tradición, él seguía de luto por ella y ni siquiera habría tenido que pensar en las necesidades de su cuerpo. Y tampoco era un hombre que jamás se habría parado demasiado a pensar en las necesidades de su cuerpo. Su esposa había sido su única amante y él jamás había deseado en serio a ninguna otra mujer.

No es el momento ni la situación, pensó mientras seguía gastando su cuarto par de zapatos. Es simplemente ella. Annemarie Latour. En cualquier otra circunstancia o situación en que la hubiera conocido, tanto estando Peg viva como muerta, Richard intuía que Annemarie Latour le habría provocado la misma reacción. Gracias a Dios que Peg había muerto. La muchacha rezumaba una invisible atracción, parecía una sirena cuyo mayor placer fuera el acto de la seducción. Y yo soy Ulises atado al mástil y no me he tapado las orejas con cera. Soy un hombre corriente de humildes orígenes. No la amo, pero ¡cuánto la deseo, Dios mío!

Entonces empezó a sentirse culpable. Peg había muerto, él estaba todavía de luto. Hacía menos de tres meses que William Henry había desaparecido… Sus sentimientos eran indignos, repugnantes, contrarios a la naturaleza. Echó a correr llamando a gritos a su hijo en medio de los indiferentes vientos de Clifton Hill. ¡William Henry, William Henry, sálvame!

Pero regresó a la puerta de William Insell a las ocho de la mañana del día siguiente, estrujando el sombrero entre sus manos, buscando en vano a Annemarie Latour. No había nadie en el porche y tampoco en el interior de la casa. Llamando con delicadeza, empujó la puerta de la habitación de Insell y lo vio dormido en su cama, con el pecho subiendo y bajado apaciblemente. Volvió a salir de puntillas.

Bonjour, monsieur Richard.

¡Allí estaba! En la escalera que conducía al desván.

—Está durmiendo —dijo Richard en un susurro.

—Lo sé. Le administré un poco de láudano.

Iba vestida con menos ropa que la víspera, pero parecía que acabara de levantarse de la cama: una bata de encaje de color de rosa y una especie de camisa de color de rosa debajo. El cabello, no recogido con horquillas, le caía en cascada sobre los hombros.

—Perdón. ¿Os he despertado?

—No. —Annemarie se acercó un dedo a los labios—. ¡Ssssss! Subid conmigo.

Bueno, el solo hecho de verla había sido suficiente para excitarlo, pero, aun así, la siguió a la minúscula buhardilla donde ella vivía y se quedó plantado con el sombrero sobre la entrepierna, mirando a su alrededor como un tonto. Su prima Ann tenía unos muebles mucho más valiosos, pero la señora Annemarie tenía mucho mejor gusto que ella. La estancia perfectamente ordenada olía a lavanda y no a prendas impregnadas de sudor, y estaba toda ella decorada en purísimo color blanco.

—¿Richard? ¿Os puedo llamar Richard? —preguntó, arrebatándole el sombrero y contemplando su entrepierna con unos ojos como platos—. Oooooh la la! —exclamó mientras lo ayudaba a quitarse la chaqueta.

Richard estaba acostumbrado al decoro de las camisas de noche y de la oscuridad, pero Annemarie no creía en ninguna de las dos cosas. Cuando trató de dejarse puesta la camisa, ella no se lo permitió, se la quitó por la cabeza y lo dejó indefenso, sin nada encima.

—Sois muy apuesto —dijo en tono de asombro, dando una vuelta a su alrededor mientras se quitaba primero la bata de encaje y después la fina camisa de seda rosa—. Yo también soy muy bella, ¿verdad?

Richard sólo pudo asentir en silencio. No era necesario que se preocupara por lo que debería hacer a continuación; ella dominaba por entero la situación y era evidente que prefería que así fuera. Un hombre menos humilde se hubiera echado atrás ante su autoridad, pero Richard se consideraba un novato en tales lides y tenía todo el orgullo propio de un hombre humilde. Que ella tomara la iniciativa y, de esta manera, él no sufriría la vergüenza de hacer algo que ella no aprobara o considerara ridículo.

Muchas hermosas damas se exhibían en las mejores zonas de Bristol, pero las voluminosas faldas podían ocultar unos palillos o unas piernas de cordero, y los pechos empujados hacia arriba por las ballenas podían desplomarse hasta una cintura inesperadamente ancha o un vientre más trémulo que unas natillas. ¡Pero no era así en el caso de la señora Annemarie! Sus pechos eran tan altos y abundantes como los de Peg, su cintura todavía más breve que la de ésta, sus muslos y caderas suavemente redondeados, sus piernas muy finas pero bien torneadas, su vientre plano y el negro montículo, triunfal y jugosamente sabroso.

Dio una nueva vuelta a su alrededor y después se comprimió contra su trasero y empezó a restregarse mientras emitía murmullos y ronroneos; Richard percibía la suavidad del vello del montículo contra sus piernas. Se sobresaltó cuando ella hundió de repente las cuidadas uñas en sus hombros y se encaramó hasta que el vello empezó a deslizarse voluptuosamente por sus nalgas. Apretando los dientes —temía experimentar el orgasmo allí mismo—, trató de mantenerse absolutamente inmóvil hasta que ella empezó a moverse a su alrededor y a restregarse contra él entre arrullos y gemidos. A continuación, cayó de rodillas delante de él, echó los hombros hacia atrás para que sus pechos se irguieran como unas redondas pirámides coronadas de rojo, se apartó el cabello del rostro y esbozó una jubilosa sonrisa.

—Creo —dijo, hablando desde lo más hondo de su garganta— que voy a tocar la flauta muda.

—¡Hacedlo, señora —replicó Richard entre jadeos— y veréis cómo la melodía se ahoga en un segundo!

Ella acunó sus testículos en sus manos y sonrió satisfecha.

—No importa, cher Richard. Hay más de una melodía en esta preciosa flauta.

La sensación fue… impresionante. Con los ojos cerrados y mientras todas las fibras de su ser se concentraban en la tarea de extraer aquel sorprendente placer hasta que su carne ya no pudiera resistirlo por más tiempo, Richard trató de almacenar toda la cantidad de matices de experiencia que pudiera. Al final, se rindió ante una deslumbradora mezcla de colores, sacudidas y negro terciopelo, apoyando las manos sobre su cabello mientras ella lo sorbía y tragaba con avidez.

Pero ella no se había equivocado. Tan pronto como terminó la convulsión, el tirano de la parte inferior de su vientre volvió a levantarse, pidiendo más.

—Ahora me toca a mí —dijo ella, acercándose con paso decidido a la cama como si todavía calzara zapatos de tacón alto. Una vez allí, se tumbó en ella, con los hinchados labios carmesí brillando en las profundidades del montículo—. Primero la lengua en un la-la-la, después la flauta a ritmo de marcha y después… ¡la tarantela! ¡Dale que te dale con el palillo sobre el tambor!

Eso era lo que ella quería y eso fue lo que recibió. Ya hacía un buen rato que toda pretensión de pensar había desaparecido; si madame exigía una representación completa, le ofrecería una sinfonía.

—Eres una moza muy musical —le dijo varias horas más tarde, absolutamente exhausto—. No, no te molestes en intentarlo. La flauta ya no puede sonar.

—Estás lleno de sorpresas, querido —dijo ella, ronroneando.

—Pues anda que tú. Aunque dudo mucho que hayas aprendido un repertorio tan variado con palillos tan miserables como el mío. Habrás necesitado flautas, clarinetes, oboes… e incluso fagots.

—En algún lugar, cher Richard, habrás adquirido una educación.

—Supongo que cinco años en Colston se pueden considerar una especie de educación. Pero casi toda la adquirí haciendo armas.

—¿Armas?

—Sí, con un caballero portugués de credo judío. Mi maestro armero —dijo Richard, tan agotado que el solo hecho de hablar constituía para el un esfuerzo sobrehumano, pero comprendiendo que a ella le gustaba charlar después del concierto— tocaba el violín, su mujer el clavicordio y sus tres hijas el arpa, el violonchelo y… la flauta. Viví siete años en su casa y solía cantar porque les gustaba mi voz. Mi sangre es probablemente galesa y los galeses son muy aficionados al canto.

—Observo que también tienes sentido del humor —dijo ella, rozándole la mejilla con su cabello—. Muy reconfortante en un bristoliano. ¿Tu humor también es galés?

Richard se levantó de la cama y se puso los calzones, tras lo cual se sentó en el borde de la cama para ponerse las medias.

—Lo que no acierto a comprender es por qué razón eres la doncella de una dama, Annemarie. Tendrías que ser la amante de un potentado.

Ella chasqueó los dedos en el aire.

—Me divierte.

—¿Y los vestidos de seda? ¿Y esta… virtuosa estancia?

—La señora Barton —contestó ella en tono despectivo— ¡es una vieja estúpida y una perra!

—¡No utilices esta palabra! —dijo severamente Richard.

—¡Perra! ¡Perra, perra, perra! ¡Ya está! Creo que te he escandalizado muchísimo, mi querido Richard. —Se incorporó y cruzó las piernas bajo su cuerpo como un sastre—. Engaño a la señora Barton, Richard. La engaño de mala manera. Pero ella cree ser más lista que yo y me aloja aquí para mantener apartado de mí a su viejo y estúpido marido. Se dedica a recorrer todas las grandes mansiones, presumiendo de que tiene una auténtica doncella frrrrrancesa. ¡Bah!

Una vez vestido, Richard la estudió con ironía.

—¿Quieres volver a verme? —le preguntó.

—Sí, mi querido Richard, no faltaría más.

—¿Cuándo?

—Mañana a la misma hora. La señora Barton no se levanta temprano.

—No puedes administrarle eternamente láudano a Willy.

—Ni falta que hace. Ahora ya te tengo a ti… ¿qué importa Willy?

—Claro. Hasta mañana entonces.

Aquel día William Henry quedó, si no olvidado, enterrado bajo muchas capas de la mente de su padre. Richard regresó directamente al Cooper’s Arms, subió la escalera sin decirle nada a nadie, se tumbó completamente vestido en la cama y durmió hasta el amanecer. Sin haber bebido ni una sola gota de ron.

—Tu pez —le dijo Annemarie Latour a John Trevillian Ceely Trevillian— ya ha picado el anzuelo.

—Me gustaría que abandonaras todas estas simulaciones afrancesadas —dijo el señor Trevillian, lanzando un suspiro—. ¿Fue muy penoso para ti, pobrecita mía?

—Muy al contrario, cher Ceely. Llevaba la ropa limpia. Tanto como su persona. Nada de liendres, piojos o ladillas —contestó ella, hablando con exagerada afectación—. Se lava mucho. —Una sonrisa de pura crueldad le curvó la boca—. Tiene un cuerpo espléndido. Y es muy pero que muy hombre.

La indirecta dio directamente en el blanco, enconando la herida y extendiendo el veneno, pero él era demasiado listo para darlo a entender.

En su lugar, le dio una palmada en el trasero, le entregó veinte guineas de oro y la despidió; el señor Cave y el señor Thorne lo iban a visitar y él llevaba algún tiempo sin verlos. Tratándose de alguien que vivía con su amante mamaíta en Park Street, no era aconsejable que lo vieran demasiado a menudo recibiendo visitas de gente de baja condición.

—Lo mejor que podemos hacer —dijo William Thorne cuando él y Cave llegaron— es agarrar a Insell y colocarlo como tripulante en un barco negrero.

—¿Para que la sospecha de asesinato se cierna sobre nosotros como el humo alrededor de la chimenea de una fundición? —preguntó Ceely—. ¡Ni hablar!

—Me encargaré de que lo incluyan en la lista y la patrulla de reclutamiento se lo lleve.

—Quiero quitar también de en medio a Richard Morgan —dijo Trevillian.

—¡No es necesario! —gimoteó Thomas Cave—. Richard Morgan está muy bien relacionado… en cambio, el otro es un don nadie. Deja que Bill se encargue de colocar a Insell en un barco negrero y después yo regresaré a la Oficina del Impuesto sobre el Consumo, te lo ruego. No te pido que pagues la multa, Ceely, pero, hasta que ésta se pague, la amenaza de juicio se cierne sobre todos nosotros. Nos están vigilando.

—Mira —dijo lenta y cuidadosamente Ceely Trevillian—, mi alta cuna me impide ganarme la vida trabajando, y mi difunto padre, que el diablo se lo lleve, me desheredó. El hecho de saber que tengo que vivir de mi ingenio me ha obligado a aguzarlo. Mi madre hace lo que puede, incluido alojarme en su casa y entregarme oro cuando mi hermano no mira, pero necesito el dinero del impuesto sobre el consumo y no me gusta que me priven de él. Tampoco me gustará verme privado de mi libertad o de mi aparato respiratorio. Morgan e Insell me han cortado los ingresos y quiero acabar con ellos. —Su rostro se torció en una mueca—. Estoy de acuerdo en que Insell no es nadie. Morgan es el que nos hundirá. Además, necesito destruir a Richard Morgan.

Cuando Richard se despertó, lo primero que hizo fue mirar hacia el cuartito de William Henry. La cama estaba vacía. Las lágrimas asomaron a sus ojos, las primeras desde que William Henry desapareciera, pero no resbalaron por sus mejillas. Su sueño había sido muy largo y había eliminado todos los dolores corporales, aunque su miembro estaba en carne viva y él sentía los efectos de los mordiscos y arañazos. Perra era una palabra muy vulgar, pero Annemarie Latour era una perra de primerísima categoría.

Las costumbres de la casa al amanecer se remontaban a sus primeros recuerdos. Dick bajaba a la cocina y le subía una olla de agua caliente y un cubo de agua fría a Mag para que ésta se bañara en su pequeña bañera de hojalata. Cuando vivía Peg, ambas mujeres la compartían y más adelante la había utilizado la criada. Mientras ellas se bañaban arriba, Dick y Richard se lavaban abajo.

Dick cruzó la estancia para dirigirse a su dormitorio con la olla y el cubo de Mag, miró hacia la cama de Richard al salir y observó que su hijo ya se había despertado. Dejando la ropa de dormir para que la criada se encargara de ella, Richard sacó unas prendas de la cómoda y, desnudo tal como estaba, bajó corriendo para reunirse con su padre, el cual ya se había afeitado y se encontraba de pie en la bañera, arrojándose agua encima con un cuenco de hojalata y frotándose la mojada piel con una pastilla de jabón.

Dick miró a su hijo boquiabierto de asombro.

—¡Qué barbaridad! ¿Dónde has estado?

—Con una mujer —contestó Richard, disponiéndose a afeitarse.

—Ya era hora. —Dick eliminó el jabón con el cuenco—. ¿Una puta, Richard?

Richard esbozó una sonrisa.

—En caso de que lo sea, padre, debe de ser de una clase muy poco frecuente. Con eso quiero decir que jamás he visto otra igual.

—Una afirmación muy categórica viniendo de un tabernero.

Dick salió del barreño y empezó a frotarse vigorosamente con una vieja sábana de lino mientras Richard se introducía en el agua ya utilizada por su padre.

—¿Habéis terminado? —preguntó la voz de Mag desde arriba.

—¡Todavía no! —gritó Dick, llevando a rastras a Richard, que todavía se estaba secando, hasta la ventana donde había un poco más de luz. Allí examinó severamente a su hijo—. Espero que no te haya contagiado la sífilis o la gonorrea.

—Apuesto a que no. Es una dama particular.

—¿Qué ocurrió?

—La conocí en casa de Insell.

—¿Vive con Insell?

—¡Qué va! Antes preferiría morir. Es muy fina y remilgada. —Richard frunció el entrecejo y meneó la cabeza—. A decir verdad, no sé por qué se encaprichó de mí. No me parezco para nada a Insell.

—Te pareces tan poco a Insell como una bolsa de seda a una oreja de cerda.

—La volveré a ver a las ocho de esta mañana.

Dick soltó un silbido.

—Entonces la cosa está caliente, ¿eh?

—Como el fuego. —Richard terminó de anudarse el corbatín y de peinarse el húmedo cabello—. El caso es, padre, que me desagrada profundamente y, sin embargo, jamás me canso de ella. ¿Debo ir? ¿O me aparto de ella para siempre?

—¡Ve a verla, Richard, ve a verla! Cuando hay fuego, la única manera de librarse de él es cruzarlo para pasar al otro lado.

—¿Y si me quemo?

—Rezaré para que eso no ocurra.

Por lo menos, pensó Richard a las ocho menos cuarto mientras cerraba a su espalda la puerta del Cooper’s Arms, cuento con la aprobación de mi padre. Jamás pensé que pudiera comprenderlo. Me pregunto cuál debió de ser su fuego.

Aún no sabía muy bien por qué iba, si era por algo tan complicado como la esclavitud sexual o por simple hambre sexual. En Bristol, las palabras «sexo» y «sexual» no se utilizaban en el contexto del acto; eran demasiado brutales y explícitas en una pequeña ciudad temerosa de Dios que, sin embargo, no se mostraba demasiado prudente y circunspecta en otras muchas cosas. La palabra «sexo» despojaba el acto amoroso de cualquier atributo moral. La palabra «sexo» convertía el acto amoroso en un acontecimiento puramente animal. Sea como fuere, el sexo y sólo el sexo era el motivo de que él se estuviera dirigiendo a Jacob’s Well para disfrutar de un poco más de Annemarie.

Pero era en William Henry en quien estaba pensando. Vivo en el mundo de otra persona, imposibilitado de regresar a casa. Lo cual significaba que lo habían apresado para convertirlo en grumete. Eran cosas que ocurrían. Sobre todo, cuando los muchachos eran bien parecidos. ¡Oh, Dios mío! ¡Qué mi hijo no tenga que llevar esta vida! ¡Te lo suplico, Dios mío, haz que primero se muera! Mientras yo me acuesto con una perra francesa que me paraliza tal como una vez vi que una cobra paralizaba a una rata en la Feria de Bristol…

El fuego ardía con creciente violencia cada vez que Richard se reunía con ella, cosa que ocurrió cada día de la siguiente semana. Pero el dolor que ello le producía y el dolor de abandonar a William Henry, de imaginar a William Henry convertido en grumete, lo obligó a regresar al ron; sus días se transformaron en una borrosa mezcla de Annemarie, del preocupado rostro de su padre, de William Henry llorando en la lejana inmensidad del mar, de sexo y música y cobras y ron, ron para buscar el olvido después de cada juerga. La odiaba, odiaba a la perra francesa, pero jamás se cansaba de ella. Sin embargo, lo peor de todo era que se odiaba a sí mismo.

Inesperadamente, ella le envió una nota por medio de William Insell diciéndole que, durante algún tiempo, no podría verle… sin darle ninguna explicación.

Desconcertado por la situación, el propio Insell tampoco pudo darle ninguna razón, salvo el hecho de que la aldaba de su puerta de la buhardilla había desaparecido y él suponía que la chica se había ido a vivir a casa de la señora Barton.

No puedo soportar perderlos a los dos, pensó Richard mientras caminaba en la esperanza de encontrar a alguno de ellos. Lo que siento por ella es como un vulgar metal, pesado, apagado y oscuro como el plomo, por consiguiente, ¿cómo puedo lamentar su pérdida? El fuego me sigue consumiendo.

Abandonando la búsqueda, se pasó varios días bebiendo ron en el Cooper’s Arms, sin hablar con nadie mientras la pluma y el papel que había tomado para escribir al señor James Thistlethwaite esperaban la una seca y el otro en blanco.

—Jim, dime, por favor, qué tengo que hacer —le suplicó Dick al primo James el farmacéutico.

—Yo soy un boticario, no un médico del alma, y la que está enferma es el alma del pobre Richard. No, no le echo la culpa a la mujer. Ella es sólo un síntoma de la enfermedad que se ha estado manifestando desde que William Henry se ahogó.

—¿Crees de veras que se ahogó?

El primo James el farmacéutico asintió enérgicamente con la cabeza.

—No me cabe la menor duda. —Lanzó un suspiro—. Al principio, pensé que era mejor que Richard conservara la esperanza, pero, cuando vi que empezaba a aficionarse al ron, cambié de parecer. Su alma necesita un médico, y el ron no lo va a curar.

—Lo malo es que el reverendo James —objetó Dick— es un clérigo demasiado impresionable. Tú tienes sentido común y puedes ver todos los lados de una cuestión, mientras que el otro James, no. Imagínate si le hablaran de esta puta francesa… ¡tomaría su libro de oraciones en una mano y un crucifijo católico en la otra para combatir contra los diablos de Satanás! Pues eso sería ella en su opinión. Mientras que yo creo que es una simple metomentodo que se siente muy atraída por Richard. ¿Cómo es posible que jamás se dé cuenta de que gusta a las mujeres? ¡Les gusta, Jim! Tú mismo tienes que haberlo visto.

Puesto que sus dos hijas solteronas con cara de escuadra llevaban años enamoradas de su primo Richard, el primo James el farmacéutico no dudó en asentir enérgicamente con la cabeza por segunda vez.

El 27 de septiembre, empapado de ron hasta el tuétano, Richard recibió una nota de Annemarie Latour, diciéndole que estaba de vuelta y se moría de ganas de verle. Levantándose de un salto de su silla, salió corriendo.

—¡Richard! ¡Qué alegría verte! ¡Mon cher, mon cher!

Lo hizo pasar, le cubrió el rostro de besos, le quitó el sombrero y la chaqueta y empezó a ronronear, murmurar y arrullar.

—¿Por qué? —le preguntó él, apartándose y dispuesto esta vez a imponer su voluntad—. ¿Por qué me he pasado una semana sin verte?

—Porque la señora Barton se puso enferma y tuve que estar a su lado… Willy te lo hubiera tenido que decir. Le pedí que te lo dijera.

—Hasta ahora no has pronunciado ni una sola erre a la francesa —dijo Richard.

—Eso es porque he estado con la señora Barton, que no soporta que hable mal el inglés. He tenido que cuidarla… —explicó Annemarie con expresión ofendida.

Richard se tumbó en la cama, sintiendo los efectos del ron.

—Bueno, ¿y eso qué demonios me importa, chica? Te he echado de menos y me alegro de que hayas vuelto. Bésame.

Así pues, jugaron al sexo con los labios, la lengua, las manos, la humedad y el fuego, los embrutecidos éxtasis de la más absoluta desvergüenza. Una hora tras otra, él encima de ella, ella encima de él, al revés, boca arriba, ella con su desbordante imaginación, él ansiando recorrer el camino que ella le indicara.

—Eres asombroso —le dijo ella al final.

Richard notó que se le estaban cerrando los ojos, pero, haciendo un supremo esfuerzo, consiguió mantenerlos abiertos.

—¿En qué sentido?

—Apestas a ron y, sin embargo, todavía puedes follar, ésa sí es una buena palabra, como un chico de diecinueve años.

—Bien lo sabes tú, querida. —Richard sonrió y cerró los ojos—. Hace falta algo más que unas cuantas jarras de ron para que me quede sin fuerzas —dijo—. He durado mucho más que John Adams y John Hancock.

—¿Cómo?

Richard no contestó; Annemarie se reclinó contra los mullidos almohadones y miró al techo, preguntándose qué sentiría cuando todo aquello terminara. Cuando Ceely la había convencido al principio —con la ayuda de varios rollos de guineas de oro— de que sedujera a Richard Morgan, había reprimido un suspiro, tomado el dinero y aceptado la idea de soportar todas las semanas de aburrimiento que fueran necesarias. Pero lo malo era que no se había aburrido. En primer lugar, Richard era un caballero. Cosa que en modo alguno se habría podido decir del muy hipócrita y marrullero monstruo de Ceely, de profesión caballero, según sus propias palabras, pero que no habría reconocido a un caballero ni siquiera si lo hubiera visto por la calle.

Con lo que ella no había contado era con el atractivo de la víctima (lo que ella calificaba en su fuero interno de belleza). A primera vista, un hombre de Bristol normal y corriente sin el menor interés por la moda y sin capacidad para inducir a la gente a volver la cabeza a su paso. Pero, cuando él la miró sonriendo, desapareció el velo que aparentemente le cubría el rostro y, de repente, se convirtió en un hombre de singular apostura. Y, bajo las prendas de vestir de aquella época, cuyo diseño hacía que todos los hombres parecieran barrigudos, jorobados y de hombros redondeados, surgió un físico semejante al de una antigua estatua griega. Oculta la lámpara bajo el celemín, pensó, recordando la frase bíblica. Lástima que jamás se haya valorado a sí mismo lo suficiente como para sacar partido de la situación. Un amante extraordinario. Vaya si lo era.

¿Qué sentiría cuando todo aquello terminara? No tardaría mucho, todo dependería de lo maleable que fuera Richard, pero Ceely quería que se hiciera cuanto antes, y el ron sería una gran ayuda. Sospechaba que su propio papel sería secundario y jamás conocería el resultado. Pero la interpretación de aquel papel significaría un adiós a Ceely y a Inglaterra. Su belleza estaba en pleno apogeo, habría podido hacerse pasar por una muchacha de veinte años pese a tener treinta; entre lo que Ceely le pagaría próximamente y lo que ya le había pagado en el transcurso de cuatro años, podría abandonar aquel país de cerdos asquerosos, regresar a su amada Gironda y vivir como una señora.

Se pasó una hora durmiendo; después se inclinó hacia Richard y lo sacudió para despertarlo.

—¡Richard! ¡Richard! ¡Tengo una idea!

Se notaba la cabeza hinchada y la boca reseca; se levantó de la cama y se acercó a la jarra blanca en la que Annemarie guardaba la cerveza suave. Un buen trago y se sentiría un poco mejor, pese a constarle que aún tardaría varios días en eliminar el ron que llevaba dentro. En caso de que dejara de beber. Pero ¿de veras quería?

—¿Cómo? —preguntó, sentándose en la cama con la cabeza entre las manos.

—¿Por qué no nos vamos a vivir juntos? La señora Hale, la del piso de abajo, está a punto de irse y el alquiler de dos pisos sólo cuesta media corona a la semana. Podríamos trasladar nuestro dormitorio abajo para que no tuviéramos que subir tantos peldaños e instalar a Willy aquí o en el sótano. Su alquiler sería una ayuda… paga un chelín. Sería bonito tener nuestra propia vivienda… ¡di que sí, Richard, por favor!

—No tengo trabajo, amor mío —contestó Richard sin apartarse las manos del rostro.

—Pero yo sí lo tengo con la señora Barton y tú no tardarás en encontrarlo —dijo Annemarie en tono esperanzado—. ¡Por favor, Richard! ¿Y si alquilara la vivienda algún mal hombre? ¿Cómo me podría proteger?

Richard se apartó las manos del rostro y la miró.

—Podría decir que estamos casados y, de esta manera, la situación parecería más respetable.

—¿Casados?

—Sólo por el qué dirán de los vecinos, cher Richard. ¡Por favor!

Tenía que hacer un esfuerzo para pensar y la cerveza suave le estaba produciendo una ligera sensación de mareo; examinó la proposición y le dio vueltas en su aturdida cabeza, preguntándose si no sería quizá la mejor solución. Se estaba cansando de estar siempre en el Cooper’s Arms… o el Cooper’s Arms lo estaba cansando.

—Muy bien —dijo.

Annemarie empezó a saltar arriba y abajo en la cama con una sonrisa en los labios.

—¡Mañana! Hoy Willy está ayudando a la señora Hale a hacer la mudanza y mañana me ayudará a mí. ¡Mañana!

La noticia de la partida de Richard dejó de una pieza a sus padres, los cuales se miraron el uno al otro, pero no dijeron nada en contra. Su consumo de ron entre la hora en que regresaba a casa y la hora en que se iba a dormir era cada vez mayor… Si se fuera a vivir a Clifton, tendría que pagar por lo menos una parte de lo que bebiera.

—No puedo negarle a mi hijo lo que tiene aquí —dijo Dick.

—Es cierto, lo tiene demasiado a mano —convino Mag. Así pues, Dick le prestó la carretilla de mano que utilizaba para ir a recoger serrín y provisiones y observó cómo Richard, con la cara muy seria, cargaba en ella dos arcones.

—¿Y tus herramientas?

—Guárdalas —contestó bruscamente Richard—. Dudo que necesite esta clase de herramientas en Clifton.

La casa en la que se alojaban la señora Latour y Willy Insell era la de en medio de las tres edificaciones adosadas que había en Clifton Green Lane, muy cerca de Jacob’s Well. Sin duda, el edificio había sido antiguamente una sola vivienda; la escalera era muy estrecha y se habían construido unos toscos tabiques de separación para poder incrementar los ingresos derivados de los alquileres. Las tablas llegaban hasta el techo, pero eran muy endebles, llenas de rendijas y tan finas como para poder oír el grito de una mujer desde el otro lado. La buhardilla de Annemarie se elevaba en solitario como una arqueada ceja y ofrecía mucha más intimidad, tal como descubrió ahora Richard mientras contemplaba la preciosa cama en su nueva habitación de un piso más abajo.

—Nuestros amores serán bastante públicos —comentó secamente.

Un galo encogimiento de hombros.

—Todo el mundo hace el amor, cher Richard. —De repente, Annemarie emitió un jadeo y se introdujo los dedos en la redecilla del cabello—. ¡Lo olvidé! Tengo una carta para ti.

Richard tomó la hoja doblada y examinó el sello con curiosidad; no conocía al remitente. Pero la carta estaba dirigida, con la impecable caligrafía de un escribiente, al señor Richard Morgan.

Señor —decía la carta—, he tenido ocasión de conocer su nombre por medio de la esposa del señor Herbert Barton. Creo que sois armero. De ser ello cierto y, si pudierais presentar referencias y quizá demostrar vuestros conocimientos en mi presencia, puede que tenga trabajo para vos. Tened la bondad de presentaros a las nueve en punto en mis talleres del número 10 de Westgate Buildings, Bath, el día 30 de septiembre.

La carta estaba firmada, con trémula e inexperta mano, por «Horado Midder». ¿Quién demonios era el tal Horatio Midder? Creía conocer a todos los armeros entre Reading y Weymouth, pero el señor Midder le era desconocido.

—¿Qué es? ¿De quién es? —le preguntó Annemarie, tratando de mirar por encima de su hombro.

—De un armero de Bath llamado Horatio Midder. Me ofrece trabajo —dijo Richard, parpadeando—. Quiere verme el día 30 a las nueve de la mañana, lo cual significa que tendré que irme mañana.

—¡Oh, es un amigo de la señora Barton! —exclamó Annemarie, batiendo alegremente palmas. Inclinó la cabeza hasta que sus largas pestañas negras arrojaron unas sombras sobre sus mejillas—. Le hablé de ti, cher Richard. ¿Te importa?

—A cambio de un trabajo —contestó Richard, tomándola en sus brazos y levantándola en el aire—, ¡no me importaría que mencionaras mi nombre ni siquiera a Pedro Botero!

—Lástima que tengas que irte mañana —dijo ella, haciendo pucheros—. Les he dicho a todos los de estas casas que estamos casados y tú te has mudado a vivir aquí y tenemos que visitar a mucha gente. —Los pucheros se intensificaron—. Puede que también te tengas que quedar en Bath el viernes… y que no te vea hasta el sábado.

—Si es por un trabajo, no importa —dijo Richard, colocando uno de sus arcones en un lugar, donde pensaba que Annemarie no querría poner ningún mueble de los suyos—. Sigo pensando que no me gusta que hayas colocado la cama en el piso de abajo —añadió—. Puesto que Willy ha decidido vivir en el sótano, no era necesario.

—¿Qué importa, Richard, si consigues un trabajo en Bath? —replicó ella con lógica aplastante—. De todos modos, nos vamos a mudar otra vez de casa.

—Eso es cierto.

—¿No te parece bonito poder tener una habitación para mi escritorio? —preguntó ella—. Me encanta escribir cartas y arriba estaba todo muy apretado.

Richard se dirigió a la habitación situada detrás del dormitorio y contempló la solitaria mesa.

—Tendremos que comprar algunos muebles para hacerle compañía. ¡Qué extraño! En toda mi vida, jamás he necesitado amueblar una casa, ni siquiera cuando Peg y yo vivíamos en Temple Street.

—¿Peg?

—Mi mujer. Murió —dijo escuetamente Richard, experimentando la repentina necesidad de tomar un trago—. Voy a salir a dar una vuelta mientras tú escribes tus cartas.

Pero ella lo siguió al piso de abajo, donde estaban el salón y la cocina, el uno con cuatro sillas de madera, una mesa y un aparador y la otra con un mostrador y una tosca chimenea. ¿Sabía guisar Annemarie? ¿Tendría Annemarie tiempo para guisar si se pasaba las tardes y las noches con la señora Barton, tan aficionada a levantarse tarde?

En la puerta, Annemarie se puso de puntillas para darle un beso.

—¡Ah! —exclamó una afectada voz—. El señor Morgan, ¿verdad?

Richard interrumpió bruscamente el beso y, al volverse, vio al señor John Trevillian Ceely Trevillian en toda la gloria de un suave terciopelo color de rosa bordado en blanco y negro. Notó que se le erizaban los pelos de la nuca, pero, consciente de la presencia de Annemarie, no pudo hacer lo que habría deseado hacer: volverle la espalda a Ceely Trevillian y alejarse calle abajo.

—El mismo que viste y calza, señor Trevillian —dijo.

—¿Ésta es la esposa de quien he oído hablar? —preguntó con voz aflautada el petimetre—. ¡Os ruego que me la presentéis!

Por un prolongado instante, Richard guardó silencio procurando mirar con semblante inexpresivo, mientras su mente nublada por el ron examinaba velozmente todas las posibles consecuencias de aquel desdichado e inoportuno encuentro. A un lado y detrás del señor Trevillian había un pequeño grupo de hombres y mujeres a quienes él no conocía, pero de cuyos atuendos de estar por casa, deducía que vivían en las partes separadas por tabiques situadas a uno y otro lado del apartamento de Annemarie.

¿Qué tenía que hacer? ¿Qué tenía que contestar? «¡Os ruego que me la presentéis!», había dicho Ceely.

Como casi todos los ingleses, Richard tenía muy escasos conocimientos jurídicos, pero sabía que, cuando uno se refería a una mujer calificándola de esposa suya, ésta se convertía de hecho en su esposa según el derecho consuetudinario.

Al comentarle Annemarie que pensaba decirles a sus amigos y vecinos que él era su marido, Richard, a pesar de la resaca, había conservado el suficiente sentido común para dejar que ella hablara de matrimonio todo lo que quisiera, con tal de que él se guardara mucho de confirmar sus palabras. Y ahora, allí estaba, en presencia de su enemigo Ceely Trevillian y los vecinos de Annemarie, debatiéndose en un dilema: si, en su presentación, diera a entender que ella era su mujer, mientras ambos siguieran cohabitando, ella sería su mujer por matrimonio consensual; si la desmintiera públicamente, ella se convertiría en una puta a los ojos de los vecinos y ello daría lugar a una persecución.

Se encogió mentalmente de hombros. Que así fuera. Ella sería su mujer hasta —o en caso de que— él dejara de cohabitar con ella. A pesar de que las vulgares analogías sexuales de Annemarie le gustaban tan poco como el hecho de sentirse prendido en sus redes, no podía permitir que ella pasara a convertirse de una respetable doncella que era en una pelandusca. De entre las vidas de ambos, la de Annemarie era la que giraba en torno al Jacobs Well y a sus moradores.

—Annemarie —se limitó decir, y después añadió—: ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Mi estimado amigo, he venido a ver a mi peluquero… el señor Joice, ¿sabéis? —Ceely señaló al sonriente sujeto que lo acompañaba—. Vive en la puerta de al lado. Así fue cómo me enteré de que os habíais casado y habíais venido a vivir aquí. —Sacó un pañuelo y se secó delicadamente la frente—. Hace mucho calor para estar a finales de septiembre, ¿no os parece?

—Oh, señor, os ruego que entréis —dijo Annemarie, haciendo una reverencia en medio de un revuelo de enaguas—. Un descanso en el frescor de nuestro salón os hará sentir enseguida mucho mejor. —Hizo pasar al indeseado visitante, le indicó una silla y le empezó a abanicar la frente con la orla de su delantal—. Richard, querido, ¿qué podemos ofrecerle al caballero? —preguntó con dulzura, visiblemente impresionada ante el espléndido estilo de Ceely.

—Nada hasta que yo vaya por un poco de cerveza y de ron al Black Horse —contestó Richard sin la menor cortesía.

—Pues entonces te daré una jarra para la cerveza normal y otra para la cerveza suave —dijo ella entrando en la cocina entre un susurro de enaguas para que Ceely le viera bien los tobillos.

—No tengo nada que agradeceros, Morgan —dijo Ceely en cuanto ambos se quedaron solos—. La historia que os inventasteis sobre mí ha dado lugar a muchas entrevistas desagradables con el jefe de la Oficina del Impuesto sobre el Consumo. No sé qué hice para molestaros mientras manipulabais las instalaciones del señor Cave, pero es indudable que no pudo ser suficiente para merecer la sarta de mentiras que le contasteis al jefe de la Oficina de Recaudación.

—No fueron mentiras —contestó pausadamente Richard—. Os vi trabajar a la luz de la luna de una noche sin nubes y oí vuestro nombre. —Con una sonrisa en los labios, añadió—: Y, puesto que tuvisteis la imprudencia de conversar sin tapujos con el señor Cave y el señor Thorne mientras un tercero escuchaba, ahora quedará al descubierto vuestra vileza, señor Ceely Trevillian.

Annemarie regresó, sosteniendo una jarra vacía en cada mano.

—¿Os parece aceptable la cerveza, señor? —le preguntó al visitante.

—A esta hora del día, sin la menor duda —contestó el señor Trevillian.

Con una jarra en cada mano, Richard se fue al Black Horse al pie de Brandon Hill mientras Annemarie se acomodaba en otra silla para conversar con el impresionante caballero.

Al regresar, Richard descubrió que su viaje había sido en vano. El señor Trevillian se encontraba en el porche, besando la mano de Annemarie.

—Espego que nos volvamos a veg, m’sieur —dijo ella, sonriendo recatadamente.

—¡Os prometo que sí! —contestó él con voz de falsete—. No olvidéis que mi peluquero vive justo al lado.

Annemarie emitió un jadeo.

—¡La señora Barton! ¡Voy a llegar tarde!

El señor Trevillian le ofreció su brazo.

—Puesto que conozco muy bien a la dama, madame Morgan, permitidme que os acompañe a su casa.

Y allá se fueron con las cabezas muy juntas mientras él murmuraba triviales cumplidos y ella se reía por lo bajo. Richard los vio doblar la esquina de una cercana callejuela de casas a medio construir, soltó un enfurecido gruñido y fue por la carretilla de su padre. Tenía que devolvérsela.

¡La muy estúpida perra francesa! Sonriendo y arrastrándose en presencia de un sujeto como Ceely Trevillian sólo porque éste vestía unas prendas de terciopelo que alguna niña de un asilo se había visto obligada a bordar sin recibir ni un solo cuarto de penique de recompensa.

La diligencia que efectuaba el trayecto diario a Bath salía del Lamb Inn al mediodía y hacía el viaje en cuatro horas al precio de cuatro chelines el asiento interior y de dos el asiento del pescante. A pesar de los grandes ahorros que había hecho durante sus seis meses de trabajo en la destilería del señor Cave, a Richard le quedaba muy poco dinero; el viaje a Bath le costaría un mínimo de diez chelines que a duras penas se podía permitir el lujo de gastar. No había llegado a ningún acuerdo con Annemarie acerca de los gastos domésticos y la víspera ambos habían comido dos veces en el Black Horse, mucho más caro que el Cooper’ Arms; Annemarie no se había ofrecido a pagar y, al parecer, no le había importado la cantidad de ron que él había bebido. Por su parte, ella se había inclinado por el oporto.

Así pues, Richard se dispuso a cruzar Bristol con tiempo suficiente para asegurarse un asiento de dos chelines en el pescante; ello supondría tener que acomodarse en lo alto de la diligencia a merced de los elementos, pero el día no amenazaba lluvia.

Las posadas de postas eran unos lugares en los que reinaba un gran ajetreo, con unos grandes patios interiores donde los mozos y los caballos arrastrando sus guarniciones iban incesantemente arriba y abajo, los mozos de cuadra corrían en todas direcciones y unos criados portando bandejas de refrescos las ofrecían a los probables viajeros. Al ver que el tiro de seis caballos aún no estaba enganchado al coche, Richard pagó dos chelines por un asiento de pescante y se apoyó contra la pared a la espera de que se anunciara que ya se podía subir a la diligencia de Bath.

Aún estaba esperando cuando William Insell cruzó corriendo la entrada y se detuvo para mirar a su alrededor, respirando afanosamente.

—¡Willy!

Insell se acercó presuroso.

—¡Gracias a Dios, gracias a Dios! —dijo sin resuello—. Temía que ya te hubieras ido.

—¿Qué ocurre? ¿Annemarie? ¿Está enferma?

—Enferma, no —contesto Insell, abriendo enormemente sus pálidos ojos—. ¡Algo mucho peor!

—¿Peor? —Richard lo sujetó por el brazo—. ¿Ha muerto?

—¡No, no! ¡Se ha citado con Ceely Trevillian!

¿Por qué se sorprendía?

—Sigue.

—Él fue a ver al peluquero de la puerta de al lado, o eso dijo él por lo menos, pero inmediatamente después llamó a nuestra puerta y, cuando yo aún no había terminado de subir la escalera del sótano, Annemarie abrió la puerta. —Willy se enjugó el sudor de la frente y miró a Richard con expresión suplicante—. ¡Me muero de sed! He venido corriendo todo el rato.

Richard pagó un penique por una jarra de cerveza suave para Insell, el cual la apuró de un solo trago.

—¡Bueno! ¡Así está mejor!

—Cuéntame, Willy. Están a punto de anunciar la salida de mi coche.

—Han actuado sin el menor disimulo… como si hubieran olvidado que yo estaba en la casa. Ella le preguntó si quería hacer negocio con ella y él le contestó que sí. Pero después ella montó uno de sus números habituales… dijo que el momento no era apropiado, que tú podías regresar. Mejor a las seis de la tarde, dijo, y Ceely se podría quedar toda la noche. Entonces él se fue a casa de Joice, el peluquero de la puerta de al lado… y yo lo oí relinchar a través de la pared. Después esperé a que Annemarie subiera al piso de arriba y corrí a avisarte.

Con ansioso rostro, Insell clavó los ojos de perro apaleado en Richard, suplicándole su aprobación.

—¡Bath! ¡Bath! —estaba gritando alguien.

¿Qué hacer? Maldita sea, ¡con la falta que le hacía aquel trabajo! Y, sin embargo, el hombre que tenía dentro, estaba indignado ante el hecho de que Annemarie pudiera preferir a Ceely Trevillian… ¡nada menos que a Ceely Trevillian! La ofensa era insoportable. Echó los hombros hacia atrás.

—Se acabó el trabajo en Bath —dijo tristemente—. Ven, vamos a casa de mi padre y esperaremos allí. A las seis de la tarde, la señora Latour y el señor Ceely Trevillian van a llevarse una desagradable sorpresa. Puede que él jamás llegue a ver una sala de justicia por fraude en el impuesto sobre el consumo, pero lo que sí recordará es lo que ocurra esta noche, eso lo juro.

¿Cómo, se preguntó Dick, intuyendo la cercanía de un terrible problema, pero incapaz de averiguar de qué clase, puedo exigirle la verdad a un hombre de treinta y seis años, por muy hijo mío que sea? ¿Qué es lo que ocurre y por qué no me lo quiere decir? Y este pobre Insell servilmente acurrucado a sus pies… no tiene nada de malo, pero está claro que no es un amigo apropiado para Richard. ¡Richard, Richard, modérate un poco con el ron!

Poco antes de las seis, mientras Mag se disponía a servir la cena a los clientes de la taberna satisfactoriamente llena, Richard e Insell se levantaron. Era asombroso lo bien que aguantaba el ron, pensó Dick mientras Richard se encaminaba más tieso que una flecha hacia la puerta, seguido por Insell haciendo eses. Mi hijo está borracho como una cuba, se avecina una terrible tormenta, pero él me mantiene al margen.

En el cielo aún perduraba el resplandor residual del ocaso porque hacía buen tiempo. Richard caminaba tan ligero que a Willy Insell le costaba seguir su ritmo. Su cólera iba en aumento a cada paso que daba.

La puerta principal estaba abierta; Richard entró sigilosamente.

—Quédate aquí abajo hasta que yo te llame —le susurró a Willy, haciendo rechinar los dientes—. ¡Con Ceely! ¡Ceely! ¡La muy puta!

Empezó a subir la escalera, apretando los puños.

Para encontrar en el dormitorio una escena directamente sacada de un sainete. Su lujuriosa enamorada permanecía tumbada en la cama con las piernas separadas y Ceely encima, enfundado en su camisa ribeteada de encaje. Estaban subiendo y bajando al estilo tradicional mientras Annemarie emitía pequeños gemidos de placer y Ceely soltaba gruñidos.

Richard creía estar preparado para la escena, pero la furia que lo invadió lo privó de la razón. En una pared de la estancia había una chimenea con un cubo de carbón y un martillo al lado para romper los trozos más grandes. Antes de que la pareja de la cama pudiera parpadear, él ya había cruzado la habitación para enfrentarse con ellos con el martillo en la mano.

—¡Sube, Willy! —rugió Richard—. ¡No, no os mováis! Quiero que mi testigo os vea exactamente tal y como estáis.

Insell entró y contempló boquiabierto de asombro los pechos de Annemarie.

—¿Estáis dispuesto, señor Insell, a declarar que habéis visto a mi mujer en la cama, fornicando con el señor Ceely Trevillian?

—¡Sí! —contestó el tembloroso señor Insell, tragando saliva.

Annemarie le había dicho a Trevillian que Richard bebía mucho, pero aquél no había imaginado en ninguno de los ensayos que había hecho de aquel momento el efecto que ejercería en él la contemplación de un corpulento individuo dominado por una furia descomunal. El frío y circunspecto defraudador del impuesto sobre el consumo sintió que la sangre abandonaba su rostro. ¡Santo cielo! ¡Morgan lo quería matar!

—¡Maldita perra! —gritó Richard, volviendo la cabeza para mirar con rabia a Annemarie, tan aterrorizada como el propio Trevillian. Temblando, ésta se levantó de la cama con disimulo y trató de retroceder hacia la pared—. ¡Perra! ¡Puta asquerosa! ¡Y pensar que te reconocí como esposa para proteger tu reputación! ¡No os consideraba una puta, señora, pero estaba equivocado! —Su enfurecida mirada pasó de ella al alféizar de la ventana, donde descansaban el reloj, la bolsa y la faltriquera de Trevillian—. ¿Dónde está vuestra vela, señora? —preguntó en tono despectivo—. Las putas suelen anunciarse colocando una vela en la ventana, pero yo no veo ninguna vela. —Retrocedió medio tambaleándose, se sentó pesadamente en el borde de la cama y acercó el martillo a la frente de Trevillian—. En cuanto a vos, Ceely, que me obligasteis a llamar esposa a esta ramera, ¡ahora pagaréis las consecuencias! ¡Os denunciaré ante los tribunales por robarme a mi esposa!

Trevillian trató de apartarse; Richard lo agarró con fuerza por el hombro y golpeó levemente con el martillo su sudorosa frente.

—No, Ceely, no os mováis. De lo contrario, vuestra sangre manchará todo este precioso cubrecama blanco.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Annemarie en un atemorizado susurro—. ¡Estás bebido, Richard! ¡Te lo suplico, no lo mates! —Su voz adquirió un timbre estridente—. ¡Deja el martillo, Richard! ¡Deja el martillo! ¡No lo mates! ¡Déjalo!

Richard obedeció, emitiendo un gruñido de desdén, pero el martillo siguió estando mucho más cerca de su mano que de Trevillian.

¡Piensa, Ceely Trevillian, piensa! Está deseando matar, pero no es un asesino por naturaleza… Háblale, tranquilízalo, ¡qué todo este asunto siga el rumbo que tenía que seguir!

Richard sostuvo el martillo en alto en medio de los aterrorizados gritos de Annemarie, y lo utilizó para levantar la camisa de Trevillian a la altura de su vientre. Después miró a Annemarie con fingido asombro.

—¿Es eso lo que queríais? ¡Qué barbaridad, debéis de necesitar desesperadamente unas monedas de oro!

No sabía a cuál de los miembros de la culpable pareja aborrecía más…, si a Annemarie por vender sus favores o a Ceely Trevillian por colocarle en aquella situación de cornudo y obligarle a reconocer a Annemarie como esposa, por lo que, bajo los efectos del ron, siguió el único camino que, en su opinión, obligaría a los dos a pagar su culpa. Por lo menos en aquella memorable noche y durante todo el tiempo que le durara la rabia. No hasta llegar a los tribunales, eso no. Tampoco hasta obtener unos beneficios. Pero, aunque muriera en el intento, los obligaría a temerle y a temer las consecuencias.

Alargó la mano con tal rapidez que ellos ni siquiera se dieron cuenta, agarró a Trevillian por el cuello y lo levantó en el aire, obligándolo a arrodillarse en el centro de la cama.

—Tengo un testigo de que me habéis robado a mi esposa, señor. Y tengo intención de demandaros y exigiros… —titubeó brevemente y soltó la primera cifra que se le ocurrió— mil libras por daños y perjuicios. Soy un respetable artesano y no me agrada interpretar el papel de cornudo, sobre todo cuando el que me convierte en cornudo es una cagarruta como vos, Ceely Trevillian. Estabais dispuesto a pagar a cambio de los favores de mi esposa… Pues bien, la tarifa ha subido un poco más.

¡Piensa, Ceely, piensa! La situación está siguiendo el camino hacia el que yo creía tener que dirigirlo sin su ayuda. Ya está empezando a hablar y actuar con menos violencia. Al final, el ron lo está debilitando.

Trevillian se humedeció los labios con la lengua y encontró las palabras que había ensayado.

—Morgan, reconozco que tenéis derecho a tomar medidas legales y reconozco vuestro derecho a percibir una indemnización. ¡Pero no aireemos este asunto en una sala de justicia, os lo ruego! ¡Mi madre y mi hermano! ¡Pensad en vuestra esposa, en su buen nombre! Si su nombre se mencionara en una sala de justicia, se quedaría sin trabajo y se convertiría en una proscrita.

Sí, la cólera se estaba esfumando; de repente, Morgan dio la impresión de sentirse confuso, indispuesto y desconcertado. Trevillian seguía parloteando.

—Reconozco francamente mi culpa, pero permitidme resolver este asunto al margen de los tribunales… ¡aquí y ahora, Morgan, aquí y ahora! Puede que no consigáis mil libras, pero podríais conseguir quinientas. ¡Permitidme firmar un pagaré por valor de quinientas libras, os lo ruego! De esta manera, podremos dar por zanjado el asunto.

Perplejo ante aquella cobarde rendición, Richard se sentó en el borde de la cama sin saber qué hacer. Había imaginado que Trevillian opondría resistencia y lo desafiaría a llegar a lo peor… ¿por qué razón lo había imaginado? ¿Por el recuerdo que guardaba del fornido y enérgico defraudador de impuestos despojado bajo la luz de la luna de sus elegantes ropajes y sus finos modales? Pero aquél, ahora lo comprendía, era un Trevillian que dominaba perfectamente la situación. Aquel hombre no tenía auténticas agallas, era un impostor en todos los sentidos.

—Es una oferta justa, Richard —terció tímidamente Willy Insell.

—Muy bien —dijo Richard, levantándose de la cama—. Será mejor que os vistáis, Ceely, estáis ridículo.

Tras haber embutido el cuerpo en las lujosas prendas color verde jade bordadas de azul pavo real, Trevillian siguió a Richard a la habitación de atrás y se sentó junto al escritorio de Annemarie. Confiando en que le correspondiera una parte de las inesperadas ganancias de Richard, Willy Insell los siguió; lo que Willy ignoraba era que Richard no tenía la menor intención de embolsarse ningún pagaré. Lo único que éste quería era hacer sudar al sujeto unos cuantos días ante la perspectiva de perder quinientas libras.

El pagaré de quinientas libras se había extendido a nombre de Richard Morgan de Clifton y estaba firmado por «Jno. Trevillian».

Richard lo examinó y lo rompió en pedazos.

—Otra vez, Ceely —dijo—. Quiero que lo firméis con todos vuestros malditos nombres, no con la mitad de ellos.

En lo alto de la escalera, la tentación fue demasiado fuerte. Richard aplicó la punta de su zapato a las escuálidas posaderas de Trevillian y lo envió abajo dando tumbos y una vuelta de campana escalera abajo hasta que el estruendo de su cuerpo al golpear el tabique de endebles tablas de madera retumbó como un trueno. Para cuando llegó al pequeño y cuadrado zaguán, Trevillian estaba gritando con toda la fuerza de sus pulmones. ¡El frío defraudador del impuesto sobre el consumo ya no existía! Abrió la puerta y se desplomó llorando y aullando en la calzada, donde todos los vecinos se apresuraron a acudir en su ayuda.

Richard corrió el pestillo y subió al piso de arriba donde estaba Annemarie, pero esta vez sin que Insell lo siguiera. Éste había corrido a esconderse en el sótano.

Ella no se había movido. Sus ojos siguieron a Richard mientras éste cruzaba la estancia para acercarse a la cama y tomaba de nuevo el martillo.

—Tendría que matarte —le dijo con aire cansado.

Ella se encogió de hombros.

—Pero no lo harás, Richard. No es propio de ti, ni siquiera bajo los efectos del ron. —Una sonrisa jugueteó en sus labios—. Pero Ceely creyó por un instante que lo ibas a hacer. Algo muy sorprendente en alguien tan seguro y pagado de sí mismo, tan aficionado a los planes complicados.

Richard habría podido centrar su atención en aquel comentario y considerarlo un indicio de un conocimiento más íntimo de Ceely Trevillian que el que pudiera derivarse de un casual encuentro en la cama, pero alguien estaba llamando a la puerta de la casa.

—Y ahora, ¿qué ocurre? —preguntó, bajando—. ¿Qué queréis?

—El señor Trevillian quiere que le devuelvan el reloj —dijo una voz masculina.

—¡Decidle al señor Trevillian que recuperará el reloj cuando yo haya obtenido entera satisfacción! —rugió Richard a través de la puerta atrancada—. Quiere que le devuelva el reloj —dijo, entrando de nuevo en el dormitorio.

El reloj seguía en el alféizar de la ventana, pero la bolsa y la faltriquera habían desaparecido.

—Devuélveselo —dijo repentinamente Annemarie—. Arrójaselo por la ventana, te lo suplico.

—¡No pienso hacerlo ni que me maten! Lo recuperará cuando a mí me dé la gana. —Richard lo tomó y lo examinó—. ¡Cuánta vanidad! Lo mejor de lo mejor para el peripuesto caballero.

El reloj fue a parar al bolsillo de su gabán, junto con el pagaré.

—Me voy de aquí —dijo, sintiéndose repentinamente mareado.

Ella se apartó al instante de la cama, se puso apresuradamente un vestido e introdujo los pies desnudos en unos zapatos.

—¡Richard, espera! ¡Willy, ven a ayudarme! —gritó Annemarie.

Con rostro preocupado, Willy apareció cuando ambos ya habían llegado al pie de la escalera.

—Un momento, Richard, ¿qué vas a hacer? ¡Déjalo correr!

—Si estás preocupado por Ceely, no tengas miedo —dijo Richard, saliendo a la callejuela donde aspiró una profunda bocanada de aire fresco—. Ya no está aquí. La representación terminó hace un par de minutos.

Echó a andar hacia Brandon Hill, con Annemarie a un lado y Willy al otro, tres borrosas siluetas en medio de la oscuridad de un lugar no iluminado por ninguna lámpara.

—Richard, ¿qué será de mí si tú te vas? —preguntó Annemarie.

—No me importa, señora. Os hice el honor de permitir que Ceely os creyera mi esposa, pero no me gustan por esposas las mujeres como vos, os lo aseguro. ¿Qué más os da? Seguís conservando vuestro trabajo y, entre Ceely y yo, nos hemos encargado de que vuestra reputación conserve toda su pureza. —Richard esbozó una triste sonrisa—. ¿He dicho pureza? Sois una ramera con un corazón más negro que el carbón.

—¿Y yo? —preguntó Willy, pensando en las quinientas libras.

—Estaré en el Cooper’s Arms. Ahora que se va a juzgar el caso del impuesto sobre el consumo, tendremos que permanecer muy unidos.

—Te acompañaremos al otro lado de la colina —dijo Willy.

—No. Acompaña a la señora a su casa. Aquí no es seguro. Se separaron en mitad de la noche, un hombre y una mujer regresarían a Clifton Green Lane, el otro tomaría el sendero de Brandon Hill, ajeno a los peligros que éste encerraba. La señora Mary Meredith se detuvo a la puerta de su casa, alegrándose de haber llegado, pero sorprendida ante la temeridad del caminante cuyos compañeros lo habían dejado. Hablaban en voz baja y en términos aparentemente amistosos, pero ella ignoraba su identidad. Sus rostros eran prácticamente invisibles en aquella noche de finales de septiembre.

Demasiado vacío como para estar mareado, Richard regresó a trompicones a su casa, notando los efectos del ron con mucha más intensidad que durante el acaloramiento de la confrontación. ¡Menudo lío! ¿Qué le iba a decir a su padre?

Pero, por lo menos, puedo decir que el fuego ya se ha apagado —terminaba diciendo la carta que le escribió al señor James Thistlethwaite al día siguiente, que era el último del mes de septiembre de 1784—. No sé qué me ocurrió, Jem, salvo que el hombre que llevo dentro no me gusta… es amargo, cruel y vengativo. Y no sólo eso sino que, además, tengo en mi poder los dos objetos que menos me interesan en este mundo: un reloj de acero y un pagaré por valor de quinientas libras. El primero lo devolveré en cuanto pueda resistir posar los ojos en el rostro de Ceely Trevillian, y el segundo jamás lo presentaré al banco para el cobro. Cuando le devuelva el reloj, lo romperé delante de sus narices. Y maldigo el ron.

Padre ha enviado a un hombre a Clifton por mis cosas, por lo que no tendré que volver a ver a Annemarie, y jamás la pienso ver. Falsa desde los pelos de la cabeza hasta los de… no lo voy a decir. ¡Qué necio he sido! Y eso que ya tengo treinta y seis años. Mi padre dice que habría tenido que pasar por una experiencia como la de Annemarie a los veintiún años. Cuanto mayor te haces, más necio te vuelves, así lo expresó él con su habitual gracejo. No obstante, es un hombre excelente.

Este asunto me ha hecho comprender muchas cosas acerca de mí mismo, de las que no tenía ni idea. Lo que más me avergüenza es haber traicionado a mi hijito… dejé de pensar en él y en su destino a partir del momento en que conocí a Annemarie hasta hoy, en que desperté y descubrí que ella ya no ejercía el menor hechizo sobre mí. A lo mejor, conviene que un hombre eche una cana al aire de carácter sexual. Pero cuánto debo de haber ofendido a Dios para que él haya elegido este momento de desgracia y de pérdida para someterme a tan horrible prueba.

Os ruego que me escribáis, Jem, comprendo que puede ser muy difícil escribir después de nuestra noticia acerca de William Henry, pero nos gustaría saber de vos y estamos preocupados por vuestro silencio. Además, necesito vuestras sabias palabras. De hecho, las necesito más que el aire que respiro.

Pero, si el señor James Thistlethwaite pensaba contestar, su carta aún no había llegado al Cooper’s Arms el día 8 de octubre, en que dos hombres de aspecto muy serio vestidos en tonos marrones entraron en la taberna.

—¿Richard Morgan? —preguntó el que parecía llevar la voz cantante.

—Yo soy —contestó Richard, saliendo de detrás del mostrador. El hombre se le acercó lo bastante para apoyar la mano derecha en su hombro izquierdo.

—Richard Morgan, por la autoridad que me ha sido conferida y en nombre de su majestad el rey Jorge, os detengo por las denuncias presentadas contra vos por el señor John Trevillian Ceely Trevillian. ¿William Insell? —preguntó a continuación.

—¡Oh! ¡Oh! —chilló Willy, acurrucándose en un rincón. Otra vez la mano sobre el hombro.

—William Insell, por la autoridad que me ha sido conferida y en nombre de su majestad el rey Jorge, os detengo por las denuncias presentadas contra vos por el señor John Trevillian Ceely Trevillian. Acompañadnos y no intentéis oponer resistencia. Hay otros seis hombres de los nuestros al otro lado de la puerta.

Richard alargó la mano hacia su padre, que se había quedado petrificado, y abrió la boca para hablar antes de darse cuenta de que no sabía qué decir.

El alguacil le propinó un fuerte golpe entre las paletillas con la misma mano que había apoyado en su hombro.

—Ni una sola palabra, Morgan, ni una sola palabra. —Miró a su alrededor en la silenciosa taberna—. Si queréis ver a Morgan e Insell, los encontraréis en la Newgate de Bristol.