PRÓLOGO

La Beauce, Francia

A. D. 390

LAS GRUESAS VELAS DE CERA DE ABEJA, fijadas a las paredes de la caverna, goteaban e iluminaban el angosto espacio de reunión. La pequeña comunidad rezaba con dulce devoción, siguiendo las indicaciones de la etérea mujer que se alzaba delante del altar de piedra. Terminó la oración y sostuvo el tesoro de su pueblo ante ella, un antiquísimo manuscrito encuadernado en piel.

—El Libro del Amor. Las únicas palabras verdaderas del Señor.

La luz de las velas centelleó sobre el pelo cobrizo dorado de Modesta cuando besó el libro. Los fieles respondieron al unísono.

—Quienes tengan oídos que oigan.

Siguió un silencio reverente, como para impedir que el habla vulgar mancillara las palabras del Libro. Fue uno de los jóvenes, un seguidor devoto y ferviente llamado Severino, quien rompió la paz del sagrado entorno.

—¿Cómo se encuentra nuestro hermano Potenciano?

Modesta contestó con la misma voz calma y lírica de cuando rezaba.

—Hoy he podido verle en la cárcel y llevarle pan. Se encuentra bien. Su fe es inquebrantable, como ha de ser la nuestra.

Severino era incapaz de controlar su creciente agitación, pese a todos sus esfuerzos por sobreponerse al miedo que le embargaba.

—Dices que se encuentra bien, pero ¿hasta cuándo? Cada día que pasa, Roma mata a más de los nuestros por herejes. No tardarán en venir a por nosotros.

Se elevó un vacilante murmullo de asentimiento de la pequeña comunidad, pero Modesta, sabia y paciente, nunca desperdiciaba la oportunidad de enseñar las verdades que abrazaba.

—En verdad es una época triste cuando los perseguidos se convierten en perseguidores. Los cristianos padecieron muchos años de tormentos, pero sin embargo ahora reservan la mayor violencia para los suyos. Hemos de perdonarlos, porque no saben lo que hacen.

La frase de Modesta fue puntuada por un agudo silbido que resonó en la boca de la caverna. Demasiado tarde, la mujer y su congregación comprendieron que habían sido descubiertos por los mismísimos hombres de los que se ocultaban.

Al cabo de escasos momentos, la tranquilidad de la reunión religiosa se disolvió en el caos, cuando un contingente de hombres armados irrumpió a través de la única abertura de la cueva. La escapatoria era imposible. Los soldados iban vestidos de manera idéntica, con hábitos oscuros y capuchas que cubrían su cabeza por completo, con siniestras rendijas para los ojos. Su líder avanzó y se quitó la capucha, que dejó al descubierto una cabeza afeitada y un crucifijo de madera tallada alrededor del cuello. Se plantó ante Modesta y escupió para manifestar su desprecio por la mujer, al tiempo que citaba un dicterio de una epístola de Pablo.

—«No permito que la mujer enseñe. Que se mantenga en silencio». Modesta de la Beauce, quedas detenida por herejía.

La interpelada le miró con calma.

—Hermano Timoteo, has venido a por mí, y contigo iré. Pero deja en paz a esta gente inocente.

El pánico se apoderó del nervioso Severino ante la perspectiva de perder a su líder, y se interpuso en el camino del hermano Timoteo para impedir que continuara avanzando.

La tropa de encapuchados se desplegó. Modesta aprovechó la confusión para sustraer a la vista de su acusador el libro sagrado, llevándose las manos a la espalda. No era consciente del grave peligro que corrían sus seguidores. Una mujer dedicada a la esencia del amor y la compasión no podía sondear las mentes de hombres violentos tan rápido.

Los milicianos encapuchados desenvainaron sus espadas y empezaron a utilizarlas sin la menor vacilación. Una espada de doble filo atravesó el corazón de Severino. Su vida escapó por la herida y bautizó a la congregación con su sangre.

El caos se apoderó del angosto espacio, mientras los restantes fieles intentaban dispersarse, convencidos ya de que la amenaza bajo la que vivían se había transformado en una terrible realidad. La violencia despiadada de una fuerza atacante que no demostraba compasión impidió su huida.

—¡Madeleine!

Modesta buscó a su hija entre la confusión, pero la niña ya estaba corriendo para reunirse con su madre en el altar. Muy menuda para sus ocho años, Madeleine parecía mucho más pequeña, y Modesta rezó para que esa característica jugara en su favor.

Tenía que salvar a su hija. Tenía que salvar el Libro.

Modesta abrazó a la niña y le escondió el tesoro entre los pliegues de su vestido, al tiempo que la tapaba con su capa. Gritó entre el barullo al hermano Timoteo.

—¡Basta! ¡Basta! Iré con vosotros. Basta de derramamiento de sangre, por favor.

Era un ruego estéril. Los soldados encapuchados habían matado a todos los asistentes a la reunión, y el suelo de la caverna estaba empapado de la sangre de los inocentes. El hermano Timoteo resopló con desagrado cuando pasó por encima de un cuerpo cubierto de sangre, mientras se disponía a capturar a su presa.

—Perdona la vida de esta niña —le suplicó Modesta—. Tú eres un hombre de Dios. No puedes castigar a los hijos por los pecados de los padres.

—¿Es tuya?

—No. Es hija de campesinos, y corta de entendederas.

El hermano Timoteo avanzó y capturó entre sus dedos un mechón del pelo castaño oscuro de la niña.

—No tiene el pelo blasfemo que es la marca de los de tu calaña. Si lo tuviera, yo mismo la mataría. Pero no vale la pena molestarse por una niña campesina. Dejadla marchar.

Despidió a la niña con un ademán y dio la espalda a la mujer para inspeccionar la carnicería.

Modesta abrazó a Madeleine cuando la niña apretó las manos contra su diminuto cuerpo, aferrando el libro oculto como si le fuera la vida en ello. La mujer, consciente de que eran los últimos momentos que podía compartir con su hija, susurró en su oído.

—No tengas miedo, Madeleine. Te volveré a querer. El tiempo vuelve.

Besó a su hija y la exhortó a salir corriendo de la caverna, y la vio alejarse con una trágica mezcla de orgullo materno y dolor insoportable.

—Amada mía, daría cualquier cosa por que no estuvieras en esta celda.

Potenciano asió los barrotes que le separaban de su esposa. Su estancia en la cárcel le había pasado factura, y estaba en los huesos. Tenía sucios el pelo y la cara, pero para Modesta era el hombre más apuesto del mundo. Sólo deseaba poder tocarle, pero estaban atados y la distancia que les separaba en la lóbrega prisión era demasiado grande.

—Y no obstante estamos juntos, lo cual es una bendición. No temas a la muerte, amor mío, pues sabemos que no es el fin.

Potenciano estaba desesperado.

—No pierdas la esperanza. Eres pariente del obispo Martín de Tours. Podemos solicitar su intervención. ¡Él podrá impedir esto!

Modesta suspiró resignada.

—Mi bendito primo no ha conseguido salvar herejes, por más que se ha esforzado. La Iglesia está decidida a deshacerse de nosotros, y deprisa. El hermano Timoteo quiere que estemos muertos antes de que el sol salga mañana.

—¿Y qué será de nuestra Madeleine?

—Consiguió salvarse de la masacre. Tuve que negarla, decir que no era nuestra. Gracias a Dios que ha heredado tu aspecto, de lo contrario nuestro dolor sería insoportable. Irá a vivir con mi hermano. Ya sabes que él la protegerá.

—¿Y el Libro? ¿Está a salvo?

—Madeleine lo escondió en su capa. Fue muy valiente.

La expresión del hombre a la tenue luz de las velas era de suprema admiración.

—Lo ha heredado de su madre. Al salvar el Libro, será la salvadora de todos nosotros. Las enseñanzas del Camino continuarán.

Modesta asintió para manifestar su acuerdo, antes de hablar en voz alta.

—Una niña vuelve a salvar la verdad. Así ha sido siempre, y así lo será.

Una sombría multitud se había congregado sobre la antigua colina para presenciar la ejecución, donde un ominoso tajo descansaba sobre el cadalso. Había dos hachas apoyadas contra el tajo, cruzadas en forma de una equis.

Modesta y Potenciano, uno al lado del otro con las manos atadas a la espalda, subían la colina. Estaban rodeados de hombres encapuchados armados hasta los dientes, que les azuzaban a caminar más deprisa. El antes glorioso pelo de Modesta había sido rapado, con el fin de dejar al descubierto su cuello para la hoja que lo separaría del cuerpo.

Potenciano la miraba con el corazón henchido de amor y tristeza.

—Moriremos tal como hemos enseñado y vivido. Juntos.

Modesta le devolvió la mirada.

—Y volveremos para enseñar de nuevo. Cuando Dios desee y decida el momento.

Potenciano aminoró el paso para prolongar el precioso tiempo compartido. Su esposa le imitó para mantenerse lo más cerca posible de él durante aquellos minutos. El hombre susurró su petición final.

—¿Cantarás para mí, por última vez?

Modesta le sonrió, el último regalo terrenal que podía dar a su amado, y empezó a cantar con su dulce voz:

Te he amado mucho tiempo,

siempre, y no te olvidaré…

Te he amado siempre,

pues Dios nos hizo el uno para el otro.

Cuando Modesta terminó su canción, un hombre musculoso de pelo rojizo surgió de la multitud y avanzó hacia ellos, sosteniendo a Madeleine en sus brazos. Modesta vio a su hija y se quedó paralizada. Potenciano siguió la mirada de su esposa y se detuvo ante ella. No osaron reconocer a la niña, pero en aquel momento se produjo un profundo intercambio de amor y pérdida entre aquella pequeña familia.

Madeleine miró fijamente a su madre, con una sabiduría infrecuente en una niña de su edad, y asintió. Una sonrisa se insinuó en sus labios. Su madre, orgullosa y tranquilizada en aquel terrible momento, consiguió devolverle la sonrisa, justo cuando un esbirro encapuchado la empujaba con rudeza por detrás en dirección al cadalso. Modesta se inclinó hacia su marido y susurró.

—Nuestros dos tesoros se encuentran a salvo.

Dos guardias, cada uno situado a un lado del tajo, se acercaron para colocar a los prisioneros. Modesta formuló su pregunta en voz lo bastante alta para que la muchedumbre la escuchara.

—Bondadosos señores, ¿nos permitiréis un momento para rezar juntos?

Los guardias miraron hacia el lugar donde se hallaba el torvo hermano Timoteo, ansioso por presenciar el espectáculo que iba a tener lugar. Estaba atrapado. Como hombre de la Iglesia, no podía negar la petición.

—La Iglesia es misericordiosa y permitirá una breve oración, si los herejes desean arrepentirse.

Modesta se acercó a su marido y volvió la cabeza hacia él por última vez. En aquel momento, no existía cadalso, hacha, ni injusticia terrible. Tan sólo amor, mientras repetían la oración más sagrada de su pueblo al unísono.

Te he amado antes,

te amo hoy,

y volveré a amarte.

El tiempo vuelve.

Modesta tocó con sus labios los de su amado con un postrer y dulce beso.

—¡Basta!

La ira del hermano Timoteo interrumpió el momento. Irritados, los guardias separaron a la pareja y les obligaron a postrarse de hinojos, codo con codo ante el tajo.

Con la profunda calma que proporciona la certeza de que sólo Dios espera, Modesta y Potenciano inclinaron la cabeza sobre el tajo. Continuaron rezando en voz baja al unísono, cuando la primera hacha cayó con un golpe seco escalofriante. La segunda la siguió un momento después.

La multitud no se movió. Una sensación de dolor y tragedia impregnaba la atmósfera. No era la celebrada ejecución de unos herejes que el hermano Timoteo había esperado. Su voz implacable resonó en el aire.

—¡Qué esto sirva de advertencia! ¡La herejía no será tolerada en el Sacro Imperio Romano!

Los aldeanos se dispersaron tras aquella admonición, con expresión solemne y algo más que asustados. El hermano Timoteo no les hizo caso. Se acercó al tajo para hablar a los verdugos.

—No dejéis reliquias de los mártires que los herejes puedan recuperar. Arrojadlas a las profundidades del pozo. Es lo más parecido a enviarlos al infierno.

El hermano Timoteo dirigió una larga y satisfecha mirada al cuerpo mutilado de Modesta, mientras los verdugos iniciaban su siniestra tarea. Una expresión obsesiva se apoderó de su rostro cuando extrajo algo subrepticiamente del bolsillo de su hábito: un mechón del pelo rojo intenso de Modesta.

Con su pastora muerta, sería fácil controlar a las ovejas.

Guardó el amuleto en el bolsillo y pisó el charco de sangre de Modesta sin mirar atrás.