Chartres
En la actualidad
ERA UN SUEÑO QUE MAUREEN había tenido antes, una vez mientras dormía y otra como una visión en la catedral de Notre Dame de París. Había conseguido que Sinclair y los demás se convencieran de que era la Esperada de su tiempo, y les había conducido al descubrimiento del Evangelio de María Magdalena.
Pero esta noche, el sueño daba un giro inesperado para Maureen. Esta noche, se le concedía una vislumbre de una verdad para la cual, incluso después de todo lo que había padecido durante los dos últimos años, no estaba preparada.
Estaba empezando a llover, y Maureen estaba ahora fuera de la multitud, pero podía ver a su señora, María Magdalena, delante de ella con el velo rojo. Un rayo rasgó la oscuridad anormal del cielo cuando ascendió la colina seguida de Maureen. Era una sensación extraña, de estar participando y observando al mismo tiempo. No estaba segura de si estaba experimentando sus propios sentimientos o los de Magdalena, como si se hubieran fundido en la experiencia.
Hacía caso omiso de los cortes y arañazos. Los de ella, los de Magdalena, ya no importaban. Sólo tenía un objetivo, y era llegar hasta él.
El sonido de un martillo golpeando un clavo, metal contra metal, resonó con siniestra determinación en el aire. Cuando ella (o ellas) llegó al pie de la cruz, la lluvia se había convertido en un aguacero. Le miró, y gotas de su sangre cayeron sobre su rostro afligido y se fundieron con la lluvia incesante.
Maureen paseó la vista a su alrededor, apartada de Magdalena ahora y otra vez una simple observadora. Vio a su señora al pie de la cruz, sosteniendo la figura de la Madre del Señor, quien daba la impresión de estar casi inconsciente a causa del dolor. Había otras mujeres con velos rojos a su alrededor, las demás Marías, acurrucadas, sosteniéndose mutuamente. Una mujer más joven vestida de blanco que se alzaba entre ellas atrajo la atención de Maureen. Sabía que era Verónica. Había un centurión romano al lado de las mujeres, pero parecía que las estaba protegiendo más que aterrorizando. Su rostro era bondadoso, y algo en sus notables ojos azul claro insinuaba que se sentía tan atormentado como la familia del crucificado. Antes aquel hombre había constituido una presencia desconcertante para ella, pero ahora conocía bien sus actos gracias al Evangelio de Arques. Era Pretorio, que un día compartiría el sacramento de la unión sagrada de los amantes con la adorable Verónica. En el futuro, juntos propagarían las enseñanzas del Camino.
Otro romano estaba cerca de la cruz, dando la espalda a la familia. Maureen no podía ver su cara, pero algo de la naturaleza de aquel hombre consiguió que se estremeciera. Dio órdenes con brusquedad a los demás soldados romanos del retén cercano a la cruz. Maureen no oyó sus palabras, pero su voz estaba henchida de una fría arrogancia inconfundiblemente peligrosa. Y además sabía lo que se avecinaba, lo cual sólo conseguía empeorar las cosas. Pues este hombre sólo podía ser el aborrecido centurión Longinos Gaio. Estaba a punto de sellar su espantoso destino de vagar por la tierra en busca de la muerte y la redención.
Un chillido truncó la escena, un aullido de desesperación humana que brotó de los labios de María Magdalena. Cuando Maureen miró a su Easa en la cruz, comprendió de inmediato lo que había sucedido. El centurión moreno, Longinos Gaio, había clavado la lanza en el costado del Señor, como ella sabía que sucedería, hasta que agua y sangre manaron de la herida.
Los sollozos de Magdalena se mezclaron con la carcajada áspera del malvado romano, cuando se volvió y miró directamente a Maureen. Ésta apenas tuvo tiempo de ver la lívida cicatriz que zigzagueaba sobre el lado izquierdo de su cara, mientras el hombre agitaba su lanza en señal de desafío. El arma que la historia conocía como la Lanza del Destino.
En italiano, se la llamaba il giavellotto di destino.
«Destino» y «destinación» procedían de la misma raíz, destinatio.
Apenas tuvo tiempo de caer en la cuenta de que, en el siglo XXI, había llegado a conocer bastante bien aquel rostro estragado.
Destino despertó sobresaltado. Jadeó desesperado en busca de aire, mientras se incorporaba en la cama con esfuerzo. No era la pesadilla lo que le había estremecido, sino el hecho de que esta noche no fuera una pesadilla. Por primera vez en su memoria casi eterna, el hombre que se llamaba a sí mismo «destino» y «destinación» al mismo tiempo había disfrutado de una noche de plácido sueño.
¿Era posible? ¿Iba a… terminar?
Hizo lo único que se le ocurrió. Cayó de rodillas y empezó a recitar el Pater Noster en griego, como lo había aprendido la primera vez. Como ella le había enseñado en su infinita misericordia, tantos siglos antes.
Resbalaron lágrimas por su anciano rostro. El hombre conocido por tantos nombres durante tantos siglos se levantó lentamente.
Tardó un poco en llegar ante el antiguo espejo que había adornado su habitación desde que su amada se lo había dado tantos años antes como regalo de bodas. Pues la mayor maldición de la inmortalidad era ver desaparecer a tus seres queridos, una y otra vez. Cuando se detuvo frente al cristal, sostuvo su propia mirada con firmeza y contempló su cara mientras cambiaba. Primero era Destino, el arrugado guardián de las historias más grandes jamás contadas, el hombre que no debía fracasar en el último desafío, lograr que las enseñanzas completas del Libro Rosso encontraran una moderna narradora que las recuperara para un nuevo milenio, y que la verdadera historia de su pueblo no se perdiera jamás. Creía que lo había conseguido.
Retrocediendo en el tiempo, era el arquitecto que había orquestado la obra maestra que era la catedral de Chartres. Y siguió llendo más atrás, hasta un tiempo que le reportaba la mayor felicidad, debido al recuerdo de su alumna favorita, la milagrosa Matilda de Canossa. Si alguna vez existió una mujer digna del linaje, fue ella. Incluso hoy, recordarla le hacía sonreír, sobre todo cuando pensaba en el equipo que habrían formado Matilda y Maureen. En lo mucho que se parecían, pese al hecho de que casi mil años las separaban. Ambas demostraban que el tiempo vuelve.
A través de las lágrimas vio en el espejo que los planos de su cara adoptaban las personalidades que había asumido a través de los tiempos, personalidades que trabajaban sin descanso en busca de una penitencia que nunca llegaba. Tocó el único elemento que jamás se alteraba: la cicatriz dentada del lado izquierdo de su cara. Era lo único constante de todas aquellas figuras: todas poseían la cicatriz, porque era la misma, en el mismo rostro del mismo hombre.
Por fin, se permitió regresar a la época en que había empezado todo, la época en que recibió la herida al servicio de Poncio Pilatos. El recuerdo de aquel dolor no era lo que le atormentaba ahora, sino el recuerdo de las fechorías que habían esclavizado su mente y su espíritu durante los últimos dos mil años de infierno en vida. Cada noche de su interminable vida estaba atormentada por el recuerdo de aquellos actos: su risa sádica resonaba en su cabeza cuando rasgaba la carne del Hijo de Dios con la lanza. Cada noche se zambullía en el desprecio hacia sí mismo cuando hundía la punta de la lanza en el costado del agonizante Jesús.
Cerró los ojos y se permitió recordar la gran bendición y maldición que había arrojado sobre él su padre celestial
«Longinos Gayo, me has ofendido a mí y a toda la gente de buen corazón con tus viles acciones de hoy. Tu castigo será el de la condenación eterna, pero será una condenación terrenal. Vagarás por la tierra sin el beneficio de la muerte, para que cada noche, cuando te dispongas a dormir, tus sueños se vean atormentados por los horrores de tus actos y el dolor que han causado. Has de saber que experimentarás este tormento hasta el fin de los tiempos, o hasta que hagas una penitencia adecuada para redimir tu alma manchada en nombre de mi hijo Jesucristo».
Esta sentencia le había empujado al borde de la locura, hasta el día que fue en busca de María Magdalena para suplicarle perdón y recibir su gracia. Ella compartió con él la gloria de Dios que transmitían las enseñanzas del Camino del Amor. Y el día en que se irguió ante su tumba como miembro de pleno derecho de su familia, al lado de sus hijos y su gran compañero y protector Maximino, junto con Pretoro y Verónica, juró ante todos ellos que dedicaría cada minuto de su vida eterna a enseñar las lecciones del Libro del Amor. Compartiría la belleza del Camino tal como lo habían predicado y vivido Jesucristo y su amada esposa, María Magdalena, y sus santos hijos.
Ningún hombre en el mundo podía comprender mejor el poder transformador del amor y el perdón que Longinos Gayo, el centurión maldito.
La protección del Libro del Amor se convirtió en una tarea mucho más difícil de lo que había imaginado cuando hizo el juramento. En aquellos tiempos, todos creían todavía que la Nueva Alianza auténtica podía ser escuchada y aceptada por los hijos del mundo. Era una tarea que puso a prueba su energía física y mental durante dos milenios. Había sido testigo horrorizado del martirio de las almas más bellas por su creencia en el amor, destrozadas de maneras atroces por las leyes abyectas de los hombres y el poder, hombres que habían violado todas las leyes verdaderas de Jesucristo en Su sagrado nombre. Padeció las atrocidades de la Inquisición. Había vivido la angustia de ver la verdad sucumbir a una dolorosa e injusta muerte, de ver las enseñanzas más milagrosas deformadas hasta hacerse irreconocibles en las manos despiadadas de mentirosos y de poderes en la sombra. Había presenciado la profanación intencionada y sistemática del sagrado nombre de María Magdalena.
¿Cómo habría podido saber cualquiera de ellos que, dos mil años después, el mundo todavía no gozaría de acceso a las verdaderas enseñanzas del Libro del Amor, y que tales enseñanzas sencillas de amor, fe y comunidad serían consideradas más peligrosas hoy que entonces? De todos los horrores que había presenciado, éste era el mayor que había soportado en la tierra.
Como parte de su penitencia autoimpuesta, había empezado a documentar para la posteridad la gloria de quienes habían vivido y muerto por las verdaderas enseñanzas del Camino. ¿Quién mejor para custodiar los documentos históricos que un hombre que no puede morir y recuerda todo exactamente como sucedió? Así nació el Libro Rosso, en su antiguo refugio de Calabria. Y ahora daba la impresión de que iba a resucitar de nuevo para una nueva era y un nuevo tiempo, en que los hijos del nuevo siglo en ciernes estarían preparados para leerlo en su integridad.
Estaban entrando en una nueva era para quienes tenían oídos para oír.
—Por favor…, deja que lo oigan —susurró a su Señor antes de levantarse. Era consciente de que quedaba poco tiempo para lo que debía hacer. Y ahora que había llegado el momento, le asaltó una gran tristeza. Pues existía una verdadera belleza en este mundo, en lo que Dios había creado y en lo que el hombre había creado a su imagen, y a la de ella. Esta muerte anhelada sería amarga en su dulzura.
Pero cuando Destino inició lo que creía sus preparativos para morir, tuvo una visión de su Señor. Era Easa, con sus ojos dulces y oscuros, que le susurraba a través del tiempo y el espacio.
—Tú eres mi hijo, en quien me complazco. Pero tu trabajo todavía no ha terminado.
Destino sonrió. La muerte aún no le iba a reclamar, y era mejor así. Tenía muchas historias que contar a Maureen. En cuanto hubiera terminado el libro, le encargaría escribir cómo debía leerse el Libro del Amor, tal como se conservaba en la catedral de Chartres.
Chartres
En la actualidad
ERA EL TRABAJO IDEAL PARA MAUREEN. Había más de mil obras de arte en Chartres. La tarea de interpretarlas todas a la luz del Libro del Amor y el Libro Rosso era gigantesca, y podía prolongarse años. Pero no quería hacerlo sola. Lo haría con la ayuda de sus seres queridos, pues estaba rodeada de mucha gente con ojos para ver y oídos para oír. Ésta era la mayor bendición que Dios le había concedido en su bienaventurada vida: tener amigos maravillosos, una familia espiritual, el mentor más notable de la historia y un hombre extraordinario que le había ofrecido el sacramento más grande de su pueblo: la sagrada unión de los amantes.
Juntos demostrarían la verdad de la profecía de que el tiempo vuelve. Crearían algo tan hermoso y perdurable como la obra de los extraordinarios hombres y mujeres de la historia que les habían precedido en la misma misión. Invitarían al mundo a comprender que todos los hombres y mujeres deseosos de integrarse en la profecía ya lo están. Porque «el tiempo vuelve» se refería sobre todo a la creación del cielo en la tierra, y esto exigiría la participación de toda la raza humana, porque todo el mundo es profeta y todo el mundo es uno con Dios, del mismo modo que todos los hombres y mujeres son creados iguales en el amor.
Así en la tierra como en el cielo.
Era una tarea gigantesca y utópica, tal vez, pero Maureen había aprendido a creer en milagros durante los últimos años de su vida.
Pero antes formaría parte del Libro Rosso. Al fin y al cabo, era su destino de Esperada. Como Matilda antes que ella, crearía su propio monumento a las enseñanzas del Camino, y a los grandes hombres y mujeres que habían vivido y muerto por una causa tan importante. Sus monumentos del siglo XXI serían en papel, antes que en piedra, vidrio o tela, y se publicarían en todo el mundo en muchos idiomas. Añadiría al Libro Rosso la crónica de la vida y los amores de Matilda y Brando, y de los camaradas que poblaban su historia. Ellos, más que nadie, merecían ser recordados por sus contribuciones al Camino del Amor. Y habría más. Destino le había contado muchas cosas, y ya ardía en deseos de explorar las vidas de otros hombres y mujeres extraordinarios que la aguardaban en el pasado… y en el futuro.
Maureen ya estaba pensando en encontrarse con el anciano lo antes posible en Florencia, donde iniciaría su preparación personal en las enseñanzas de la Orden, la misma preparación que había seguido Matilda, con el mismo profesor. Bérenger se les sumaría, pues tenía que cumplir su propio destino y profecía. Trabajarían juntos para cumplir sus destinos y sus profecías: trabajarían juntos para devolver el Libro del Amor a su pueblo, bajo la guía del profesor más extraordinario.
Y quizás un día Destino les contaría su historia. Sobre todo, Maureen quería que el mundo conociera al gran hombre atormentado cuyo nombre significaba tanto «destino» como «destinación». Pues la de él era la historia de la raza humana. Era la historia de la redención, mediante el poder de la fe y el perdón. Pero sobre todo era la historia del renacimiento gracias al poder del amor.
Quienes tengan oídos para oír, que oigan.
Maureen tuvo un último sueño antes de abandonar Chartres. Destino le había advertido de que, después de su encuentro con el Libro del Amor, sus sueños y visiones aumentarían a un ritmo alarmante. Tendría que aprender a vivir con ello, y tendría que adaptarse. Se sentía indescriptiblemente diferente desde su encuentro con el Libro del Amor. Algo en su interior había cambiado, una puerta a la divinidad se había abierto en su mente y su corazón, de modo que sus sueños eran más vívidos que antes.
En este sueño, era una observadora más que una participante. Un rumor de cánticos remolineaba a su alrededor, mientras veía una extraña procesión desfilar por las estrechas calles adoquinadas de una ciudad medieval italiana. Era de noche, y los hombres de la procesión portaban antorchas. Pensaba que eran hombres, pero no había forma de saberlo. Iban vestidos de pies a cabeza con hábitos y capuchas que cubrían su cabeza por completo. Los hábitos eran prístinos, de tela blanca como la nieve. En las mangas había un emblema, bordado en hilo escarlata: una jarra de alabastro que simbolizaba a María Magdalena y a la Orden a la que servían.
La procesión serpenteaba por las calles. En el centro del desfile, dos figuras encapuchadas portaban una bandera, pintada con la imagen de tamaño natural de Magdalena entronizada, plasmada con la majestuosidad del aspecto femenino de Dios.
Cuando la procesión pasó ante ella, Maureen distinguió dos figuras de pie a un lado de la calle. No iban encapuchadas y no participaban en el desfile. Vio que una era un hombre mayor, de pelo cano, aunque muy alto y fuerte, de porte aristocrático. Tenía el aire de un rey. A su lado había un adolescente de lustroso pelo negro y ojos inteligentes. Este muchacho era mucho más noble y sabio que cualquiera de su edad.
Al igual que Maureen, eran simples observadores, pero estaban muy pendientes de los acontecimientos que estaban presenciando. Rodaban lágrimas por las mejillas del muchacho mientras veía desfilar la procesión ante ellos. Una luz brilló en sus ojos cuando habló al hombre de más edad.
—No te fallaré, abuelo. Nada me detendrá. No fallaré a nuestro Señor ni a nuestra Señora, y no fallaré al legado de los Médici.
Maureen se sintió sorprendida por una reacción visceral hacia aquel muchacho y su afirmación. Estaba sobrecogida por la mezcla de amor y miedo, tristeza y admiración, que experimentó mientras miraba. Proyectaba una sensación de destino casi palpable, con la promesa de una vida que estaría henchida de triunfo y tragedia.
El hombre mayor rodeó al niño con el brazo y le sonrió.
—Lo sé, Lorenzo. Lo sé sin el menor asomo de duda. No fallarás porque tu destino es triunfar. Tú serás el salvador de todos nosotros.
Lo que dijo el hombre al final fue lo último que Maureen recordó.
—No fallarás porque tú eres el Príncipe Poeta.
Maureen despertó con Bérenger a su lado, que sonrió cuando ella abrió los ojos.
—Has llorado mientras dormías. ¿Estabas soñando?
Ella asintió adormilada.
—Mmmm.
—¿Con qué?
Maureen pasó un dedo por las facciones aristocráticas de Bérenger.
—Creo que estaba soñando contigo.
—¿Conmigo? Tiene que haber sido un sueño magnífico.
Ella rio.
—¿Magnífico? Sí, creo que eras magnífico. Y también creo… que te he amado antes.
—¿Y me amas hoy?
—Te amo hoy. Y no me cabe ninguna duda de que volveré a amarte.
Maureen rozó con sus labios los de Bérenger, y después se cobijó en sus brazos.
—Buenas noches, dulce príncipe. El tiempo vuelve.
Bérenger rio con la boca apretada contra su pelo y la estrechó contra sí.
—El tiempo vuelve. Gracias al Señor y a su hermosa esposa.
Y los amantes de la escritura yacieron de nuevo. Ya no eran dos. Eran Uno.