Chartres
En la actualidad
LOS CINCO HABLARON DE DESTINO mientras regresaban al hotel para descansar un rato antes de la cena. El móvil de Peter sonó, y Maureen vio por su expresión que las noticias le estaban poniendo nervioso.
—¿Qué ha pasado? —preguntó cuando lo cerró.
El sacerdote se detuvo un momento y los demás le imitaron.
—No sé qué decir. Era Tomas DeCaro. Me ha dicho que el comité de Arques ha anunciado que mañana convocarán una conferencia de prensa en relación con el material de Magdalena. Creemos que lo van a declarar auténtico.
—¡Eso es fantástico! —exclamó Tammy.
Peter meneó la cabeza.
—¿De veras? Me da miedo ser optimista. He trabajado durante dos años con estos hombres, y me cuesta creerlo, como a Tomas. Barberini está en Francia, y me han pedido que vaya a París esta noche para una reunión urgente. Eso es lo único que sé, aparte de que he de tomar un tren dentro de una hora.
Maureen alegó una jaqueca y volvió a su habitación sola después de que Peter se dirigiera a la estación del tren. Bérenger también estaba cansado, y sabía que debía concederle tiempo y espacio para procesar todo lo ocurrido hoy. Estaba aprendiendo a conocer sus cambios de humor, y con frecuencia había visto que necesitaba escribir y pensar. Así lo quería ella, y él respetaba sus deseos.
Al darse cuenta de que estaba demasiado cansada para hacer otra cosa, Maureen decidió dormir un poco antes de cenar. Cerró los ojos y se quedó dormida casi al instante. Durmió el resto de la tarde. La despertó el timbre del teléfono de su habitación dos horas después.
—¿Es usted, Maureen?
La voz del otro extremo era irlandesa. Y femenina. La escritora se frotó los ojos, mientras intentaba concentrarse.
—Ajá —dijo, con escasa coherencia.
—Siento molestarla, cariño —continuó la irlandesa—. Soy Maggie Cusack.
El ama de llaves de Peter. Maureen se despertó al instante.
—¿Qué pasa, Maggie?
—Nada en absoluto. Es que el padre Healy ha telefoneado por un asunto urgente del que usted debe encargarse. No me dijo gran cosa, se lo advierto. Es muy reservado a veces. Tampoco es que yo haga preguntas, porque no es asunto mío.
Al grano, Maggie, tuvo ganas de decir Maureen, pero mantuvo un educado silencio.
—Bien, éstas son las instrucciones que me dio. Dijo que ha de ir usted a la puerta de la cripta, por el lado sur de la catedral, a las ocho en punto, sin decírselo a nadie, ni siquiera a lord Sinclair. Dijo que el secreto es de capital importancia, y que usted lo comprenderá cuando llegue allí. Pero insistió mucho en que le transmita la importancia de esto. Alguien se reunirá con usted allí y le contará más. Entretanto, como el buen padre va camino de París para asistir a una reunión, le costará mucho ponerse en contacto con él durante las siguientes horas. Me dijo que van a proceder a la autentificación, que está relacionado con eso, y que usted lo entendería todo.
Maureen meditó sobre aquel mensaje. Era extraño, pues Peter pocas veces se comportaba de una forma tan cautelosa, pero la llamada sobre el material de la Magdalena le había afectado visiblemente. Algo muy importante estaba sucediendo, y si necesitaba que ella estuviera en la puerta de la cripta por algún motivo, allí estaría. Además, decía que estaba relacionado con la autentificación, y el pulso de Maureen se aceleró. Lo de mentir a Bérenger no la convencía demasiado, porque habían quedado para cenar a las ocho y media, y tendría que inventarse alguna excusa, pero no podía hacer nada más. Más tarde, le contaría la verdad y pediría perdón por el engaño. Él procedía de un mundo de sociedades secretas. Sabía mejor que nadie que, en ocasiones, el secretismo era necesario.
—Por favor, Maureen —suplicó el ama de llaves—, no le decepcione, no sea que me despida. Es muy importante para él.
—De acuerdo, Maggie, gracias.
Maureen colgó, mientras se preguntaba qué demonios estaba pasando.
Maureen mentía fatal. Se dio cuenta de que no podría inventarse algo eficaz para Bérenger, de modo que llamó a la habitación de Tammy y Roland como estrategia alternativa. Adujo el temor a una migraña inminente y le pidió a Tammy que informara a Bérenger de que iba a acostarse. Ya se verían por la mañana a la hora del desayuno. Su amiga no parecía muy convencida, pero aceptó la explicación y cortó la comunicación. Maureen tuvo la impresión de que Tammy y Roland estaban… ocupados. Tanto mejor. Tammy hizo muchas menos preguntas de lo habitual.
El hotel era lo bastante grande para que Maureen pudiera salir sin que nadie se fijara en ella. Mientras subía la colina en dirección a la catedral, pulsó el botón dos de marcado rápido, por si Peter aún se podía poner. Se conectó de inmediato su buzón de voz, lo cual indicaba que estaba apagado o sin cobertura. Dejó un mensaje.
—Hola, soy yo. He hablado con Maggie y voy camino de la cripta. No estoy segura de con quién me voy a encontrar, pero me muero de ganas de saber que está pasando con el proceso de autentificación. Llámame cuando puedas.
Rodeó el Pórtico Real hacia la derecha, siguiendo el lado sur de la catedral, donde se encontraba la pesada y antigua puerta de entrada a la cripta. Estaba cerrada, pero cuando se acercó para llamar, oyó que los goznes chirriaban mientras se abría poco a poco. Al principio, no vio a nadie. Sólo distinguió el destello de algunas velas en la oscuridad. Arrojaban una tenue luz sobre los peldaños que descendían a la cripta.
Maureen casi se desmayó del susto cuando una figura invisible la tocó. Se volvió y vio a un hombre vestido de pies a cabeza con un hábito oscuro, invisible en el espacio carente de luz. Le indicó con un ademán la escalera, y cuando ella se acercó a la luz de las velas, vio que llevaba la cabeza cubierta por completo con una capucha, con ranuras para los ojos. El color era de un azul oscuro. Maureen se dio cuenta, demasiado tarde, de que era uno de los hombres ominosos que había visto en su sueño de Orval. Los hombres encapuchados a quienes habían entregado su libro robado.
El estruendo de la puerta exterior al cerrarse, y el sonido que produjo un pesado cerrojo cuando lo echaron, puntuaron la perfecta comprensión de los hechos de Maureen. Estaba atrapada en la cripta de la catedral de Chartres. Y eso sólo podía significar una cosa: su secuestrador era un miembro importante de la jerarquía de la Iglesia.
—Entre, signorina Paschal.
Era una orden más que una invitación, lanzada por una voz rasposa de pronunciado acento desde el pasillo. Maureen no vio al dueño de la voz en la oscuridad, mientras que, tras ella, la figura encapuchada la apremiaba a avanzar. Habían recorrido unos seis metros más cuando su escolta encapuchado la agarró por el codo y la detuvo con brusquedad. Chasqueó los dedos y otro hombre, vestido con el mismo hábito y capucha ominosos, salió de un recodo con una gruesa vela de cera sujeta en un candelabro de hierro. Se inclinó hacia delante para iluminar la ancha cisterna semicircular que parecía embutida en el muro.
El hombre que estaba detrás de Maureen la agarró del pelo y tiró de su cabeza hasta suspenderla sobre el pozo, mientras la otra figura movía la vela bajo el borde de la superficie de piedra. Maureen fue presa del pánico, temía que fueran a arrojarla al pozo, y se aferró al borde mientras lanzaba un chillido. Su atacante le soltó el pelo para taparle la boca y sofocar el grito, pero no intentó hacerle más daño.
—El destino de santa Modesta será el de usted si no colabora al máximo —dijo el hombre que le tapaba la boca, y reconoció la voz de inmediato. Jamás la olvidaría. Era la voz del pistolero que las había atracado en Orval—. Se dará cuenta, por supuesto, de que nadie encontraría jamás su cuerpo, en caso de que fuera necesario reproducir el final de Modesta.
Maureen fue conducida hasta una capilla subterránea de sorprendentes proporciones. Había más velas en este espacio, y pudo vislumbrar la antigua decoración de la pared. En apariencia celta, era el arte más antiguo de Chartres, lo cual contribuía a aumentar la intensidad mística del lugar. A la derecha de Maureen estaba la estatua de Notre Dame Sous Terre, Nuestra Señora del Subsuelo, pero los presentes habían decidido no iluminarla. En cambio, las velas estaban reservadas para el espacio del altar, donde estaba esperando una sencilla caja de madera. Al lado de la caja se sentaba otro hombre, vestido con un extraño atuendo provisto de capucha. Se quitó la capucha cuando se acercó, y el corazón de Maureen dio un vuelco.
El padre Girolamo de Pazzi le indicó que se sentara en la silla vacía que había a su lado.
Ella no dijo nada y esperó a que el anciano hablara. Sus sicarios encapuchados no se alejaron de Maureen, un recordatorio constante de su cautividad, y del destino de Modesta.
—Dígame, querida, ¿qué ha venido a buscar a Chartres?
Ella permaneció muda. Su única defensa en aquel momento era el silencio. Era evidente que querían algo de ella, algo que ella sabía o poseía, y no se lo iba a dar gratis.
—¿No me lo quiere decir? No hace falta. Ha venido a buscar el Libro del Amor porque alguien le dijo que estaba en la catedral de Chartres, ¿no? Bien, no le mintió. El Libro del Amor está aquí.
Maureen intentó disimular su sorpresa y curiosidad, mientras De Pazzi continuaba.
—Y no se trata de una copia. Esto no es el Libro Rosso y su mosaico de herejías. —Escupió con desprecio las últimas palabras—. Es el Libro auténtico, el original. El documento escrito de puño y letra de Nuestro Señor Jesucristo. Está aquí porque yo lo traje. Vamos, no finja que no daría cualquier cosa por ver este Libro. Su destino es hacerlo.
Maureen permaneció callada. Aunque el Libro del Amor original estuviera aquí, aunque pudiera verlo o tocarlo, era incapaz de imaginar que le permitieran vivir lo suficiente para contárselo a alguien.
Pero Girolamo de Pazzi no era idiota. Había estado acechando a su presa durante mucho tiempo, y había estudiado su carácter y talante durante toda su vida adulta como una obsesión singular. Y después de leer de cabo a rabo su cuaderno de notas y observarla con detenimiento durante su último encuentro, sabía a lo que ella reaccionaría: conocimiento, información. La verdad.
—A estas alturas ya debe saber, signorina Paschal, que no he venido a hacerle daño, a menos que sea necesario, pues como ya habrá comprobado estos hombres están decididos a proceder si usted no colabora. Pero la verdad es que la necesito, y sólo puede beneficiarme, a mí y a mi Iglesia, conseguir su cooperación. Me gustaría hacer un trato con usted. Le contaré un secreto, un secreto muy grande. Y le enseñaré el mayor tesoro de la historia de la humanidad. A cambio, usted hará algo por mí.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó Maureen con más calma de la que sentía. Por dentro, estaba pidiendo a Easa fuerza y protección. Si el Libro del Amor estaba aquí, tal vez su presencia la protegería.
—En primer lugar, le adelantaré una clave del secreto: Lucía Santos.
Maureen guardó silencio un momento, mientras intentaba imaginar adónde quería ir a parar De Pazzi.
—El verdadero secreto de Fátima —dijo—. ¿Es lo que va a contarme?
El hombre asintió.
—¿Por qué?
—Porque… —el padre Girolamo hizo una pausa, y por un momento Maureen vio algo más que una amarga determinación en los ojos del anciano, algo que casi parecía tristeza— necesito su ayuda.
Ella permaneció muda, mientras él continuaba.
—¿Quiere saber el verdadero secreto de Fátima? Aquí está. La Bendita Virgen Inmaculada se apareció a los niños de Fátima para decirles que nosotros, la Santa Madre Iglesia, guardábamos el Libro del Amor, desde que Ignacio de Loyola lo llevó a Roma. Sí, eso es correcto. Cuando Loyola abandonó el monasterio de Montserrat, reveló su paradero a cambio del derecho a estudiar y la libertad de crear una nueva orden con sus propias reglas. Le fueron concedidos sus deseos, y el Libro fue trasladado a nuestra Ciudad Eterna, y ha estado en nuestra posesión desde entonces.
Maureen estaba asimilando toda la información, grabándola en su memoria por si aquellos amenazadores hombres encapuchados la dejaban vivir lo suficiente para transmitirla al mundo.
—Pero se nos presentó una complicación inesperada. Si bien el Libro está intacto, y contiene las palabras y diagramas que Nuestro Señor confió al papel, existe otro estrato de aprendizaje y enseñanzas en el Libro. Ya hemos hablado de esto. Hay enseñanzas dentro de él que sólo son para algunos elegidos, los que tienen ojos para ver y oídos para oír. Pero la mayoría no puede acceder a ellas. Ni siquiera nuestros santos padres han podido romper el sello que protege el contenido del Libro del Amor. Nuestro Señor utilizó algo de su divinidad para codificar sus enseñanzas sagradas dentro de estas páginas. Nadie ha sido capaz de interpretarlas…, salvo Lucía Santos. Y ni siquiera pudo hacerlo siempre.
—¿Era uno de los misterios de Fátima? ¿Le fue revelado a Lucía cómo abrir los secretos del Libro?
El anciano sacerdote sacudió la cabeza.
—No era necesario que le fuera revelado. No es algo que pueda enseñarse. —Pronunció la siguiente frase como si la admitiera a regañadientes—. Es algo que… ustedes son.
Maureen comprendió lo que quería decir.
—Una Esperada.
—Sí. Aunque no puedo comprender por qué Nuestro Señor confió sus enseñanzas más sagradas a mujeres, da la impresión de que así lo hizo.
El poder de la revelación del sacerdote impresionó a Maureen. El Libro del Amor sólo podía ser descodificado por una mujer. En aquel instante, Maureen comprendió por qué. Jesús codificó sus enseñanzas de tal forma que las mujeres no pudieran ser aisladas del proceso de enseñanza y liderazgo. Era una idea brillante y conmovedora.
El anciano la sorprendió cuando leyó sus pensamientos.
—Sé lo que está pensando, pero se equivoca. El Libro Rosso es una copia del Libro del Amor, y fue escrito por Felipe. Un hombre.
Maureen negó con la cabeza.
—No. Fue transcrito por Felipe. Él lo copió. Pero ella se lo tradujo. El propio Libro Rosso dice que Felipe hizo la copia cuando fue a visitar a María Magdalena, embarazada, a Alejandría, y que lo hizo siguiendo sus instrucciones. Ella leía. Él copiaba.
De Pazzi desechó esta teoría con un ademán irritado, y volvió al tema que le interesaba.
—Y ahora será usted una hija buena y obediente de Nuestro Señor, y me desvelará los misterios de este Libro. Y basta de fingimientos, como cuando vio las profecías.
—¿Por eso mantuvieron incomunicada a Lucía Santos durante casi noventa años?
La pregunta no turbó en absoluto al padre Girolamo.
—Sí —contestó sin más.
—¿Y no pudo darles todo lo que necesitaban durante casi noventa años?
—No siempre tuvo éxito. Tampoco colaboraba mucho, por eso nos vimos obligados a incomunicarla. Las nacidas bajo sus estrellas son… testarudas.
—¿Por qué cree que yo puedo darle lo que desean, aquí y ahora? ¿Por qué cree que lo haría, aunque pudiera?
—Porque siente la misma curiosidad que nosotros. Y aunque muera descubriendo lo que contiene ese Libro, no resistirá la tentación de verlo. Es imposible. Usted nació para este día, y sabe que es verdad.
—¿Cómo sé que no intentará encerrarme como hicieron con Lucía, o algo peor?
—No lo sabe. Pero es un riesgo que va a correr.
—Mis amigos no tardarán en deducir lo que ha pasado. Me encontrarán, con independencia de lo que usted decida hacer.
—Tal vez, pero su obra es controvertida y se ha granjeado muchos enemigos, ¿no es cierto? Ha sufrido encontronazos con fundamentalistas y otros chiflados. Hace poco denunció a las autoridades que la habían robado y seguido hasta Roma. Los medios han informado ampliamente de las amenazas de muerte que ha recibido. Será fácil convencer a las autoridades de que una de ellas se consumó. Jaque mate, signorina. No puede vencernos en un juego que jugamos mejor que nadie en el mundo desde hace casi dos mil años. Haremos lo que queramos con usted, como hemos hecho con todas las mujeres que la han precedido.
—Pero la verdad…
—¿La verdad? ¿Qué es la verdad? —De repente el anciano parecía impaciente, como si hubiera caído en la cuenta de que se estaba embarcando en una discusión con el enemigo y deseara retomar el control del tema—. La verdad es que tiene la posibilidad de eludir el destino de Modesta. Si la información que nos proporciona es valiosa, influirá en nuestra decisión relativa a su destino. Por ejemplo, si afirmara que el Libro del Amor confirma nuestra santa doctrina establecida, y estuviera dispuesta a expresarlo por escrito, sus circunstancias serían muy diferentes.
Maureen se quedó un instante sin habla. Encontró la voz tras un momento de vacilación.
—¿Me está… ofreciendo… un trato?
Pese a las anteriores bravuconadas sobre su omnipotencia, Girolamo de Pazzi tuvo que realizar una dolorosa admisión.
—La Iglesia se encuentra en un callejón sin salida. Por primera vez, estamos librando una batalla en la que podemos ser vencidos, y es la guerra de las palabras. Ya no podemos controlar la información que inunda el mundo. Por lo tanto, hemos de encontrar nuevas formas de influir. La gente joven la escucha. Su obra está publicada en varios idiomas. Si utiliza esta plataforma para afirmar nuestra posición, en lugar de debilitarla, será beneficioso para usted, sus amigos y su primo. Piense en el impacto que causaría el que usted, una hereje, se retractara porque ha visto la luz. Piense en el impacto si volviera a la única religión verdadera. Sería una colaboración tremenda, y una fuerza positiva para todos los implicados.
Maureen quiso entenderle bien.
—¿Me está pidiendo que escriba un libro en que afirme que la doctrina tradicional de la Iglesia es la verdadera, y que todo cuanto he escrito y defendido es mentira? ¿Cómo quiere que haga algo así?
—Tendrá que retractarse. Tendrá que decir que se ha inventado el Evangelio de Arques para ganar una fortuna, y que se ha arrepentido. Entonces nosotros la defenderemos y le ofreceremos el perdón cuando vuelva al seno de la Santa Madre Iglesia y abandone sus investigaciones heréticas.
Maureen se quedó estupefacta por la oferta, y guardó silencio. Pensó en la placa que presidía la biblioteca de Bérenger Sinclair, la cita de Juana de Arco: «Preferiría morir que hacer algo contrario a la voluntad de Dios». Pensar en Bérenger en aquel momento le insufló fuerzas.
Permaneció en silencio, lo cual provocó que De Pazzi adoptara de nuevo su táctica anterior.
—Pero si decide lo contrario…, es imposible saber qué podría suceder. A cualquiera de ustedes.
La mente de Maureen repasaba febrilmente los posibles desenlaces de aquella situación. Era muy difícil pensar bajo la presión de la pesada respiración de los encapuchados, la voz ronca del anciano sacerdote y su indignante propuesta, y la presencia bastante ominosa de la caja de madera en el altar contiguo. Señaló la caja.
—¿Está ahí dentro? ¿Puedo verlo?
Girolamo de Pazzi, pese a su intolerante arrogancia y retorcida forma de pensar, todavía se consideraba un hombre santo. Se arrodilló ante la caja y masculló una oración, y después se levantó. Introdujo la mano en la caja, que carecía de tapa, y extrajo otra caja más pequeña. Era antigua y elegante, un relicario enjoyado creado para albergar los documentos más sagrados del cristianismo. El dorado de los goznes brilló a la luz de las velas, y Maureen lanzó involuntariamente un leve chillido cuando vio la tapa de la caja. Estaba incrustada de joyas que formaban una rosa de seis pétalos, idéntica a la que adornaba el centro del laberinto de Chartres.
De Pazzi abrió la caja enjoyada y la depositó ante ella, pero Maureen observó que no había tocado el Libro en ningún momento. Daba la impresión de que no deseaba establecer contacto físico con él. Empujó la caja en su dirección sobre el altar.
—Sáquelo —ordenó—. Y… obedezca a su instinto. O a sus voces. O a lo que sea. Lucía oía la voz de Nuestra Señora cuando sostenía el Libro, pero usted tal vez reaccione de manera diferente. Es usted un ser muy distinto de las demás.
Dijo esto como si estuviera examinando un insecto particularmente repugnante y venenoso, bajo un microscopio.
Maureen, como era menuda, tuvo que levantarse para ver el interior de la caja. Observó que la cubierta era sencilla, en apariencia de piel animal, tal vez del pergamino que, según había leído, utilizaban en la antigua Grecia. La tocó y no sintió nada de momento, pero cuando apoyó las palmas sobre la piel, notó un hormigueo. La sensación recorrió poco a poco sus brazos y se propagó por todo su cuerpo. Cerró los ojos y vio la visión de Easa de su sueño. Entonces oyó las palabras, como las había oído antes:
Tú eres mi hija, en la que me complazco, pero tu trabajo todavía no ha terminado. He aquí el Libro del Amor. Sigue el camino que te ha sido trazado y encontrarás lo que buscas. Cuando lo hayas encontrado, has de compartirlo con el mundo y cumplir la promesa que has hecho. Nuestra verdad ha permanecido en la penumbra durante demasiado tiempo.
El miedo abandonó el cuerpo de Maureen cuando levantó el Libro del cofre enjoyado. Oyó la voz de Easa en su cabeza, que ahora hablaba con rapidez, utilizando frases de sus propias Escrituras.
El miedo y la fe no pueden existir en el mismo lugar al mismo tiempo. Elige uno de ambos.
Maureen eligió la fe.
Abrió el Libro, decidida a gozar de aquel momento en que sostenía algo tan sagrado, pese a las circunstancias que la rodeaban. Sin hacer caso del anciano sacerdote y sus sicarios, pasó los dedos con reverencia sobre las páginas descoloridas. No sabía leer la antigua escritura. Había una parte que parecía escrita en griego, otra en arameo, y detectó un fragmento en hebreo. Pero daba igual. No se trataba de leer las palabras, pues algo más estaba sucediendo mientras sostenía el Libro del Amor. Al igual que en su sueño, las páginas empezaron a brillar, las letras proyectaron una luz añil trémula, trazos azules y violetas sobre el grueso papel similar a lino. El brillo de la luz aumentó y llenó la habitación, y pareció remolinear con especial intensidad alrededor de la estatua de Nuestra Señora del Subsuelo. La luz penetró en el cuerpo de Maureen. Sintió que su calor y resplandor la inundaban. No necesitaba leer ni traducir. Se estaba convirtiendo en el Libro, encarnaba las enseñanzas en su totalidad, mientras la vibrante luz azul la recorría.
Llegaron visiones en rapidísima sucesión: Salomón y la reina de Saba, Jesús y Magdalena, su madre María y su abuela Ana, su hija Sarah-Tamar. Vio la niña de Orval (No soy quien crees, seguida por la etérea y femenina aparición del Espíritu Santo en Knock. Y entonces le asaltó una certeza tan clara que se postró de rodillas, con el Libro del Amor apretado contra su corazón. Jesús había escrito este Libro del Amor como una celebración de las mujeres de su vida, su sabiduría y su gracia. Era su tributo y homenaje al principio de espiritualidad femenino perdido, que le había conducido a esta verdad: nuestro padre y nuestra madre en el cielo son Uno en su unión, nos aman, somos sus hijos, y cuando el tiempo vuelva, regresaremos en todas nuestras formas, tal como nuestro Creador nos hizo a su imagen y semejanza, hombre y mujer, con el fin de experimentar el amor una y otra vez.
Era la misión nazarena de Jesús y sus discípulos recuperar el equilibrio, devolver Asherah a su trono junto a su amado El, y unir de nuevo a la humanidad en la comprensión de ese amor en la tierra. Jesús murió intentando conseguir que el mundo comprendiera el poder del amor, al tiempo que resucitaba el elemento divino de la espiritualidad femenina en equilibrio con el masculino divino.
La luz brilló todavía más, la habitación giró a más velocidad, mientras Maureen abrazaba el libro, escuchaba, sentía, comprendía todo cuanto Easa le estaba comunicando: sólo el amor es real. Todo lo demás es una ilusión que nos impide alcanzar la pureza de la experiencia que nuestros padres en el cielo crearon para nosotros. Y Jesús no deseaba que creáramos una nueva religión que girara en torno a él. Deseaba que exigiéramos la verdad distorsionada con el devenir del tiempo. Una verdad sencilla y hermosa, centrada en el amor en todas sus formas: romántico, paternal, filial… No era tanto una Nueva Alianza como la verdadera Alianza, que volvía a nosotros de su mano, con él de mensajero: él, y su familia espiritual. Nosotros y nuestras familias espirituales.
El tiempo vuelve.
Le oyó susurrarlo, y ahora la frase adquirió un nuevo significado. El tiempo vuelve era la más sagrada de las profecías, porque anunciaba la segunda venida. Pero la segunda venida no era el regreso físico de Jesús. Era el regreso de su mensaje y sus enseñanzas mediante un esfuerzo global de amor y servicio.
Somos el mismo pueblo que estábamos esperando, y siempre lo hemos sido. Somos la segunda venida.
Maureen estaba perdida en sus visiones, cuando reparó en otra cosa: había visto esta misma radiante luz azul hacía muy poco, en las vidrieras de Chartres. Supo sin la menor duda que los constructores de este templo dedicado al amor habían visto esta luz y la habían reproducido, para que brillara en cada individuo que entrara y les bendijera con una fracción de lo que ella estaba experimentando ahora.
Las imágenes que había visto en el exterior de la catedral daban vueltas en su cabeza. Salomón y la reina de Saba, la trágica y encantadora Modesta, las muchas Marías, santa Ana, las incontables mujeres anónimas celebradas en bajorrelieves. Las esculturas se materializaron en su cabeza en rápida sucesión. ¿Qué tenían todas en común?
Vio en su imaginación la luz filtrada a través de las vidrieras de la catedral, mientras recorría el laberinto aquella mañana. Brillaba a su alrededor mientras estaba perdida en su visión. Cuando dobló aquel recodo, vio la ventana de María Magdalena, con su verdadera historia contada con trabajados y cuidados detalles. Mientras tanto, el gran rosetón occidental arrojaba su sagrada luz azul al centro del laberinto. Ahora caminaba más deprisa, al ritmo de los latidos acelerados de su corazón, mientras otras vidrieras de la catedral cobraban vida: santa Ana, envejecida y sabia; la Virgen Azul, fuerte y compasiva. Vidas de santos y mártires bailaban a su alrededor, mientras continuaba recorriendo los círculos del laberinto. Una fuerza extraordinaria y magnética la arrastraba hacia el centro. Su paso se aceleró y el corazón martilleó en su pecho cuando la luz azul la arrastró hacia el templo central, el tabernáculo, el lugar donde los que tienen oídos para oír pueden escuchar la voz de Dios.
Oh, dulce Easa. ¿Es esto lo que has intentado decirnos desde el primer momento? ¿Es posible que siempre haya sido tan sencillo?
Le vio ahora, de pie en el centro del laberinto con sus ojos oscuros y bondadosos. Sostenía en las manos las herramientas del maestro albañil, el cuadrado y el compás. Easa las extendía juntas para que formaran el rombo alargado que representaba la sagrada unión de los amantes. Detrás de él apareció su amada: María Magdalena, una visión de pelo flamígero y belleza etérea, que se colocó a su lado.
La miraron en la visión, a través del tiempo y el espacio, y Easa repitió, mientras señalaba a su alrededor para indicar todo el enorme edificio de la catedral: «He aquí el Libro del Amor. Has de compartirlo con el mundo y cumplir la promesa que has hecho. Nuestra verdad ha permanecido en la penumbra durante demasiado tiempo».
El sollozo que estremeció el cuerpo de Maureen resonó en todas las piedras antiguas de Chartres. Levantó la cabeza y el caleidoscopio de prismas de vidrio de su visión se esfumó mientras lloraba. Por fin, comprendía.
No era el Libro del Amor lo que estaba en la catedral de Chartres. No era el Libro Rosso lo que estaba en la catedral de Chartres. Las enseñanzas más sagradas de la cristiandad, tal vez de la humanidad, no estaban escondidas en la catedral de Chartres.
Eran la catedral de Chartres.
La catedral había recibido con frecuencia el calificativo de «libro hecho de piedra», testimonio de muchos escritores que habían celebrado su grandeza a lo largo de la historia. Cuánta razón tenían.
Maureen veía ahora con claridad al maestro arquitecto de su visión, y esta vez era un hombre con una terrible cicatriz que zigzagueaba sobre un lado de su cara. Era el guía del programa escultórico que encerraría en piedra el Libro del Amor para que toda la humanidad lo aprendiera y venerara por siempre jamás. Las enseñanzas de la Orden vivían aquí, y la tradición del Maestro vivía con ellas.
Todo el Libro Rosso había sido incorporado en la fachada y las vidrieras de la catedral de Chartres, un libro eterno en piedra que la Iglesia jamás podría destruir, pues ésta nunca se destruía a sí misma. Una estrategia de suprema inteligencia. El laberinto estaba instalado en su centro como punto de partida de iniciación para todos los peregrinos que tenían ojos para ver y oídos para oír. Recorrer el laberinto permitía al corazón y al espíritu acceder a los códigos que consagraban el Libro del Amor en este templo inigualable.
Maureen todavía continuaba de rodillas con el Libro del Amor apretado contra ella. La cabeza le daba vueltas con la luz y las visiones, pero empezaba a sentir que estaba regresando a su cuerpo una vez más. Tenía que salir de ese lugar, tenía que encontrar una forma de informar al mundo de que el Libro del Amor estaba grabado en la piedra y el cristal de aquel asombroso monumento a la verdad, que era accesible a cualquiera que quisiera verlo, experimentarlo, sentirlo…, y que siempre había sido así. La más valiosa sabiduría de la historia de la humanidad había estado escondida a la vista de todo el mundo durante ochocientos años. Y la Iglesia lo sabía. Al tapar el laberinto, confiaba en ocultar la herramienta necesaria para descifrar el código y leer el Libro.
Maureen alzó la vista y vio que los esbirros seguían en su sitio, aunque se habían alejado más de ella. Debido a sus capuchas amenazadoras, era imposible saber qué miraban, pero daba la impresión de que tenían la vista clavada en el suelo, no en ella. Cuando se puso poco a poco en pie, miró a Girolamo de Pazzi. Tenía la vista clavada en la lejanía, con una expresión arrebatada en la cara. Maureen oyó a Easa por última vez cuando recobró la conciencia por completo. Su voz melódica susurró en su oído: «El amor lo conquista todo».
Contempló el objeto de incalculable valor que sostenía en las manos, sintió que el Libro recuperaba su poder. La última página albergaba un dibujo perfecto del laberinto de Salomón, el modelo de once círculos que adornaba Chartres y Lucca. Era el símbolo de la perfección geométrica que permitía a hombres y mujeres acceder a Dios en su propio templo, con independencia del lugar del mundo donde se encontraran. La luz azul se difuminó por fin, y el Libro del Amor absorbió los restos de su poder.
Maureen miró al anciano que la había conducido a la cripta en circunstancias tan amenazadoras. Él la miró con ojos legañosos arrasados en lágrimas. Esta vez, cuando habló, su voz rasposa era un susurro.
—Eso no ocurrió con Lucía Santos.
Maureen jamás sabría si el padre Girolamo de Pazzi había visto las mismas visiones que ella. No obstante, a juzgar por su expresión, daba la impresión de que lo sucedido en la cripta le había cambiado.
El sonido de unos fuertes golpes procedentes de arriba sobresaltó a todos los presentes en la capilla. A través de la antigua piedra, la voz de un hombre, algo ahogada por el grosor de los muros, gritó el nombre de Maureen, pero ésta supo enseguida a quién pertenecía: Bérenger Sinclair. Daba la impresión de que iba a echar abajo la puerta de la cripta.
Los sicarios miraron a Girolamo de Pazzi, quien sacudió la cabeza poco a poco.
—Váyase —se limitó a decir a Maureen.
Ella contempló el milagroso Libro por última vez. Abandonarlo fue lo más difícil que había hecho en toda su vida. Sabía que tocarlo la había cambiado para siempre. A su manera, Maureen se había transformado en la encarnación humana de la catedral de Chartres durante aquellos momentos, y también del Libro. Su cuerpo, mente y espíritu lo habían asimilado en su totalidad.
Más adelante, Destino la ayudaría a comprender con qué perfección se habían alineado las estrellas cuando liberó la energía del Libro del Amor. En la cripta, se había colocado directamente encima de la wouivre, el lugar donde residía el pulso del planeta. Era el solsticio de verano, el día más largo del año. Había empezado el día en el laberinto, en compañía de su familia espiritual y, sobre todo, de su bien amado. Se encontraba en un lugar de poder singular, donde podría descodificar los secretos del Libro del Amor y liberarlos donde correspondía: la catedral de Chartres, el templo construido ex profeso para expresarlos.
Maureen Paschal besó la cubierta del libro, el perfecto y singular documento que había sido creado por la mano de Jesucristo, y lo devolvió a su lugar de descanso, el cofre enjoyado. Dio la espalda al padre Girolamo y se marchó. Se detuvo al pasar junto al antiquísimo pozo, segura de que escucharía susurros procedentes de las profundidades. Una etérea voz femenina se elevó, y casi estuvo segura de haber oído: «Merci, merci beaucoup», antes de que exhalara un suspiro de satisfacción. Maureen rezó una oración por el espíritu de la trágica Modesta, con la esperanza de que ahora descansara, antes de subir la escalera y abrir la puerta al hombre elegido por Dios en el alba de los tiempos para ser su alma gemela.
Girolamo de Pazzi permaneció inmóvil mientras veía alejarse a Maureen. Jamás entendería por qué el Señor había elegido revelar su luz a tales mujeres, o por qué se le negaba a él este amor especial tan accesible a Lucía Santos y Maureen Paschal.
Y ahora comprendió el significado de la profecía que le había atormentado desde hacía tanto tiempo. El tiempo vuelve.
Hundió la mano en el bolsillo de su hábito y extrajo el relicario de cristal que contenía el mechón de pelo de santa Modesta. Pese a los siglos transcurridos, su color rojo dorado no se había desteñido. Lo miró un momento, bajó la cabeza y lloró.