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Mantua

1091

EL HEDOR METÁLICO A SANGRE invadió el olfato de Matilda, y tuvo que contener la respiración para no vomitar. Las tropas de Enrique habían asolado casi toda Toscana, saqueando, quemando y violando con una fiebre de venganza que los seres humanos decentes eran incapaces de concebir. El hogar donde Matilda había pasado la infancia estaba mancillado, irreconocible. La sangre formaba charcos en las calles, derramada por los cadáveres desmembrados de sus queridos ciudadanos toscanos. Familias enteras, desde abuelos a bebés, colgaban de las vigas externas de sus casas como emblemas de odio. Enrique había decidido convertir Mantua, la fortaleza más importante y valiosa de su prima, en la víctima suprema de su deslealtad al rey.

Si a Matilda le cabía alguna duda, se disipó después de ver el siguiente espectáculo.

Ella y Conn caminaban entre los restos humeantes con una comitiva de sus hombres más intrépidos, en busca de supervivientes. Se acercaron a una de las casas más grandes de las afueras, contigua a una buena extensión de excelente tierra de labranza. La condesa tenía el corazón en la garganta. Conocía esa casa. Pertenecía a una de sus primas lejanas de la rama de Lorena, una mujer llamada Margarethe. Matilda no había tenido tiempo de conocer bien a su prima, aunque tal había sido su intención, pues sus responsabilidades la obligaban a ausentarse con frecuencia. Ahora se arrepentía de no haber parado a visitar la casa en el pasado, para hablar con su pariente y conocer a su familia. Una de las lecciones más duras de la vida para la mayoría de la gente era no darse cuenta de cuántas oportunidades de conocer el amor y la amistad se pierden, hasta que ya es demasiado tarde.

Matilda sabía que Margarethe y su marido habían sido leales partidarios de ella desde hacía mucho tiempo, pues Beatriz se lo había comentado durante esos años. Cuando se acercó a la casa, la condesa casi pudo oír a su madre hablar de la preciada lealtad de los amigos. Era extraño que los soldados de Enrique no hubieran prendido fuego a la casa, como habían hecho con las demás. La puerta estaba derribada, y se veían señales de vandalismo y saqueo, pero el edificio permanecía intacto. Matilda se preguntó por qué habían respetado la casa y se dispuso a entrar, mientras rezaba para encontrar en el interior señales de vida o esperanza. Conn, siempre suspicaz y protector, insistió en adelantarse.

Era un hombre acostumbrado a los horrores de la guerra, pero incluso para él fue insoportable la visión que le aguardaba nada más entrar. Se dobló en dos para recuperar el aliento. Dos víctimas femeninas, en apariencia Margarethe y su hija, estaban atadas como ganado, desnudas y degolladas. Tanto la mujer como la muchacha, que no contaría más de diez u once años, presentaban profundos moratones en los muslos, silencioso y horrible testimonio de lo que había sucedido en la casa, a consecuencia de una guerra en que los hombres perdían su humanidad. El gigante celta se volvió para impedir entrar a su señora, pero ya era demasiado tarde. Se paró detrás de él, contempló el horror que tenía delante y lloró. Pese a la abrumadora angustia que experimentaba, o tal vez a causa de ella, no dejó de observar que ambas víctimas tenían el pelo rojo.

—Reza conmigo, Conn. Recemos por estas hermanas, para que sus almas estén juntas en el paraíso y no vuelvan a conocer jamás el dolor.

El fiel servidor asintió, pero la voz que contestó no fue la de él. Procedía de un rincón oscuro, ronca y suave.

—Yo rezaré con vosotros.

Matilda se sobresaltó, y la mano de Conn voló hacia su espada instintivamente, pero ambos esperaron inmóviles a ver qué pasaba.

Un hombre surgió de las sombras, encorvado y destrozado. En otro tiempo había sido un señor feudal alto y fuerte, pero la violencia infligida a él y a su familia había sido insoportable. Cuando Matilda vio sus ojos, comprendió que el espíritu del hombre estaba tan quebrantado como su cuerpo. En realidad, la condesa vio un solo ojo. Un cuchillo alemán había arrancado el otro.

El hombre, que se llamaba Ugo Manfredi, fue transportado a Canossa sobre una litera, y envolvieron en un sudario de lino los cuerpos de su mujer y su hija, que luego depositaron sobre un carro para poder enterrarlos como merecían. Matilda cuidó de Ugo, concentrada en su espíritu tanto como en su cuerpo herido. Durante su rehabilitación, el hombre narró la pesadilla que había padecido a manos de las fuerzas de Enrique.

Los soldados habían rodeado la casa y derribado a patadas la puerta. Los había visto llegar, pero no con tiempo suficiente para poner a salvo a su familia. Aunque las mujeres se escondieron debajo de un colchón, al final fueron descubiertas, pues uno de los exploradores alemanes las había visto en los campos días antes. Se acordaba de ellas por el color poco habitual de su pelo. Las recordaba porque su comandante en jefe daba gratificaciones a los hombres que encontraban un botín de guerra tan exquisito y particular. Ugo recordó a Matilda que su esposa procedía de una familia noble de Bouillon, y que su padre había estado al servicio de Bonifacio cuando ella era pequeña. La condesa escuchó afligida el resto de la espantosa historia de Ugo.

Primero lo capturaron a él. Le pidieron que confesara su lealtad: ¿era para la puta de Toscana, o para el rey Enrique, nombrado por Dios? Ugo era toscano de sangre y espíritu, y no estaba dispuesto a jurar en falso, sobre todo para traicionar a una mujer que procuraba la paz y la prosperidad a esta tierra, como su padre había hecho antes que ella. Declaró su lealtad a Matilda, a sabiendas de que le aguardaba la muerte. Pero no le mataron. Le dieron una buena paliza, pero le dejaron vivir. Después de lo que se vio obligado a presenciar a continuación, deseó que le hubieran concedido la bendición de la muerte. Ugo se detuvo varias veces durante su relato, pues los acontecimientos casi superaban su capacidad de narrarlos.

Cuando descubrieron a su mujer y a su hija, las desnudaron y ataron, mientras avisaban al comandante de las fuerzas para que fuera a inspeccionarlas. El líder, un hombre de cierta importancia, exigió que ambas mujeres juraran obediencia al rey, pero la esposa de Ugo se consideraba pariente de la condesa, a quien guardaba inquebrantable lealtad. Tampoco quiso negar su lealtad a Matilda, y el ojo de Ugo se inundó de lágrimas al recordar la valentía de su hija cuando afirmó que era toscana y pariente de la condesa.

El arrogante e imperioso líder de las tropas fue el primero en poseerlas, y después las arrojó a los restantes soldados, que eran quince. No todos los hombres quisieron violar a las mujeres, pero el líder insistió en ello, decidido a mancillarlas de la forma más violenta posible. No cabía duda de que los soldados estaban aterrorizados por su líder, y obedecieron sus órdenes. Mientras tanto, Ugo se vio obligado a presenciar el horror infligido a su esposa y a su hija.

Si Dios sintió alguna piedad de Ugo, consistió en que ambas mujeres ya estaban inconscientes cuando las degollaron. Lo más probable era que llevaran muertas un rato. Él estaba casi seguro de que su hija había muerto durante las palizas que acompañaban a las violaciones, porque el líder había considerado la posibilidad de llevarse a la muchacha con él para divertirse por la noche. Se negó tras una inspección detallada, porque estaba demasiado deteriorada para sus fines. Dio la orden de asesinarlas como cerdos en un matadero. Al mismo tiempo, ordenó «marcar» a Ugo de tal forma que mostrara al mundo lo que les ocurría a los insensatos que declaraban lealtad a Matilda y rechazaban a Enrique.

Lo último que Ugo recordaba, antes de que la hoja del cuchillo se acercara a su ojo, era al líder de las tropas, de pie ante él. El arrogante hombre escupió en su rostro antes de hablar.

—Te he permitido vivir para que puedas entregar un mensaje a la zorra de mi prima. Di a la puta de Toscana que profanaré todas las ciudades que reclame como suyas, y a todas las mujeres que le declaren lealtad, hasta que suplique perdón de rodillas ante mí. Éste es el único motivo por el que te dejo con lengua, traidor.

El líder imperial de las tropas, que había violado y asesinado a la familia Manfredi, dio la señal a un soldado de que pusiera fin a este capítulo y mutilara al señor de la casa. El rey Enrique IV salió en tromba de la vivienda, ansioso por inspeccionar los otros botines de guerra que le esperaban en Mantua.

Su siguiente objetivo era también personal, y esperaba saquearlo él mismo: el monasterio de San Benedetto de Po. Era el refugio espiritual de Matilda, su «Orval del sur», y un monumento a la familia de Bonifacio. Arrebatárselo sería maravilloso.

Más de mil años antes del nacimiento de Nuestro Señor, descansaba en Francia la talla de una mujer acunando a un niño sobre su rodilla. El pueblo pagano del lugar había recibido una gran profecía, una revelación de sus sacerdotes druidas: una joven perfecta daría a luz un Dios, y ese Dios llevaría la luz y la verdad al mundo. Estos paganos eran los carnutos, y dieron su nombre a la ciudad que un día crecería alrededor de este lugar: Chartres.

Se creía que la escultura de la señora perfecta y el niño poseía proporciones mágicas, pues estaba tallada en el tronco ahuecado de un peral, y posada sobre un montículo de tierra considerado sagrado. Pues esta loma cubría lo que los carnutos llamaban la wouivre, una poderosa y purificadora corriente de energía que atravesaba la tierra bajo su superficie y encontraba su cúspide en este preciso lugar. Los carnutos sabían que la wouivre era la arteria que contenía la sangre vital del planeta. De esta forma, el sagrado montículo que marcaba el pulso de la tierra se convirtió en un centro de iniciación espiritual para gentes de toda Europa, que viajaban hasta allí para sentir la corriente fluir por sus venas. La esencia de este flujo estimula la divinidad en todo hombre y mujer. Es algo inexplicable, pero una vez experimentado tampoco puede olvidarse. El espíritu se despierta allí, y es en este lugar donde los hombres llegan a ser anthropos por completo, o sea, realizados e integrados en su cuerpo, mente y espíritu.

Para santificar todavía más este extraño lugar había un pozo sagrado, una sima que se hundía en las profundidades de la tierra, llena de las aguas mágicas del útero de la Mujer Que Era la Tierra. La Santa Madre de Todos Nosotros era venerada en este lugar desde tiempos inmemoriales, y bajo muchos nombres. Para los carnutos era Belusama, y bajo esta apariencia nos entrega la historia que hemos venido a escuchar. Belusama era la esposa y compañera de Dios, a quienes los carnutos llamaban Belen. Era un nombre en armonía con el equinoccio de invierno, el momento en que el día y la noche alcanzan el equilibrio perfecto, de ahí el nombre equi-nox, que significa noche igual a día en longitud; oscuridad y luz viven en armonía.

Belen tenía a su lado a una hermana-esposa, hermana porque era la otra mitad de su alma, y esposa porque era su amada. Era la gloriosa Belusama. Se sabía que Belen gobernaba el cielo y el aire, mientras que su esposa gobernaba la tierra y el mar. Porque el Dios masculino del cielo cubre al Dios femenino de la tierra en un evento natural de unión sagrada. Juntos eran uno solo. Se consagraron tierras en su nombre, muchas tierras, y para esta historia basta saber que la región donde se fundó Chartres, y donde la mágica wouivre serpenteaba a través de la tierra con su sagrada y sanadora corriente, llevaba desde hacía mucho tiempo el nombre de la esposa de Dios. En la noche de los tiempos, esta región se llamaba Belusama, y después la Belusa, y por fin, en la actual lengua francesa, evolucionó hasta recibir el nombre que conocemos hoy: la Beauce. Así, en la etimología antigua, Chartres es «la tierra sagrada de los pueblos carnutos que vivían en la región sagrada de la Madre de Todos Nosotros, la Beauce».

¿Era la talla del peral una representación de Belusama, la esposa perfecta de Dios que crearía una nueva vida en la forma de un niño humano? Lo era, y más. Era una representación del principio divino femenino en creación, y siempre lo será.

Es la faceta femenina de Dios.

LA LEYENDA DE LA TIERRA SAGRADA DE CHARTRES

Y LA BEAUCE, TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO

Canossa

1091

EL LIBRO ROSSO se hallaba a salvo en Canossa, y el Maestro también. Había ido de visita a San Benedetto de Po, dedicado a la enseñanza del hijo de Matilda, cuando Enrique se dirigió hacia Mantua. La Orden tuvo tiempo suficiente para poner a salvo lo que quedaba de sus preciados objetos, los que no se habían fundido o vendido en la postrer defensa de Gregorio VII. El hijo de la condesa, junto con varios hermanos, escapó a las colinas del sur de Florencia, donde décadas antes un monje santo llamado Giovanni Gualberto había fundado una nueva orden. Los miembros de la orden, llamada de los Vallambrosanos, eran benedictinos partidarios de las reformas más estrictas, reconocidos por el abad de Cluny como los hermanos de Dios más santos. Como tales, el rey Enrique IV no se atrevió a atacarles, y el monasterio de Vallambrosa fue declarado territorio neutral, y se convirtió en un refugio seguro para los hermanos de Matilda que prefirieron refugiarse en él.

Estos hermanos de la Orden se fusionaron al final con los benedictinos de Vallambrosa, y crearon una filosofía híbrida secreta de estricta regla monástica y principios heréticos que Matilda financió hasta su muerte. Fueron los vallambrosanos quienes heredaron las propiedades florentinas de Santa Trinità, donde la condesa había pasado sus años de adolescencia aprendiendo las enseñanzas de la Orden. Cuatrocientos años después, la importancia del apoyo económico de Matilda y la perdurabilidad de las enseñanzas más sagradas de la Orden saldrían a la luz cuando Santa Trinità se convirtió en el útero del cual nació el Renacimiento.

Matilda había dedicado la mañana a redactar un mandato de donación a Santa Trinità, un documento legal que aseguraría el apoyo económico continuado a la Orden desde Roma en caso de su muerte. Redactarlo había requerido todos sus conocimientos legales, y el ejercicio la había agotado mentalmente. No podía permitirse el lujo de dedicar tiempo al descanso, cuando sus tierras y su pueblo corrían tantísimo peligro, de modo que, en cuanto dejó la pluma para esperar a que la tinta se secara, fue en busca de Conn para hablar de la actual estrategia militar. Enrique IV había saqueado San Benedetto de Po, al igual que había saqueado y destruido los restos de Mantua. Canossa era su último refugio, y era necesario de todo punto velar por su seguridad.

Un hombre de Conn llegó para avisar a la condesa de que habían visto por última vez a su capitán cuando se dirigía a la capilla. Matilda reparó en que Conn pasaba mucho tiempo en ella desde las masacres de Mantua. Cuando la condesa llegó a la capilla, la puerta estaba entreabierta, y vio al guerrero rezando de rodillas, delante del Libro Rosso y al lado del Maestro. Observó la escena en silencio, y esperó a que los dos hombres se levantaran para entrar en la estancia.

El Maestro tenía que ser anciano a estas alturas de su larga vida, pero su aspecto no era muy diferente de cuando Matilda le conoció de niña. Parecía cansado, y tal vez un poco decrépito, pero estaba en una forma física excelente para un hombre de su edad. Nada había obrado efecto en su espíritu o su mente.

—Entra, querida hija, entra.

Matilda entró en la capilla y dobló la rodilla ante las hermosas estatuas de tamaño natural de Jesús y su más amada, María Magdalena, antes de dar un beso al Maestro en la mejilla surcada por la cicatriz. Miró a Conn, que exhibía una expresión tímida, como si le hubieran sorprendido haciendo algo impropio y vergonzoso.

—Mis dos hombres favoritos del mundo. —Matilda sonrió—. Pero ¿qué pueden estar haciendo juntos? —añadió, con una pizca de curiosidad. Sabía que estaban tramando algo, pero no estaba segura de qué era.

El Maestro miró a Conn, cuyo rostro se tiñó de un tono púrpura a juego con el pelo de su señora.

—Antes de confesarte la decisión que ha tomado el Maestro, y yo con él, he de contarte una historia, hermanita.

Era muy propio de Conn contar historias en los momentos más difíciles, de modo que su respuesta no sorprendió a Matilda, pero intuía que sería una historia muy diferente de las habituales. El Maestro se excusó y les dejó solos en la capilla.

Después de casi veinte años de secretismo, el hombre que llevaba el nombre de un antiguo guerrero celta, Conn de las Cien Batallas, contó a Matilda la historia de su largo viaje hasta llegar a una nueva vida en Toscana.

Conn, quien nació y fue bautizado Conchobar Padraic McMahon en la provincia de Connacht, abandonó el oeste de Irlanda cuando era un muchacho de quince primaveras, después de que una invasión de los hombres del norte arrasara su pueblo. Había ingresado por voluntad propia en un monasterio tres años antes, y se dedicaba al estudio del idioma y la religión. Le gustaba, vivía para ello, y como era uno más de siete hijos, su padre había aceptado de buen grado la vocación de monje de Conn, pues ahora tenía una boca menos que alimentar. Cuando los hombres del norte invadieron el pueblo, Conn había ido a un monasterio situado en Galway, río arriba, para recoger más pergamino y tinta para los manuscritos que los novicios aprendían a ilustrar. Estaba fuera de peligro, cuando la brutal tormenta sopló desde Escandinavia.

Aunque la mayor parte de los vikingos habían sido expulsados de Irlanda por el gran rey Brian Boru en 1014, todavía existían regiones dispersas a las que los violentos guerreros del norte atacaban. Solían cebarse en las comunidades más prósperas, situadas a la orilla de los ríos, pues no sólo les facilitaban enormes botines, sino que también proporcionaban rutas de escape más fáciles para los estrechos y veloces buques vikingos. Fue uno de estos ataques a la orilla del río Shannon el que arrasó el pueblo natal de Conn y condujo a la brutal muerte de casi todos los aldeanos, incluidos sus padres, hermanas y hermanos.

El monasterio donde vivía fue saqueado y reducido a cenizas. Los bondadosos y cultos hermanos que se habían convertido en su segunda familia fueron despedazados. Ahora sí que era un verdadero huérfano. Todavía peor, no podía soportar la visión de su pueblo profanado y el monasterio violado. Enterró a su familia y a sus hermanos monjes con sus propias manos durante los días siguientes, y después tomo la decisión de abandonar Irlanda. Ya no podía quedarse en un lugar donde tal violencia era una posibilidad cotidiana, cuando sólo anhelaba soledad y conocimientos.

Al recordar los días más felices con sus hermanos, los pensamientos de Conn derivaron hacia un monje que les había visitado, procedente de la Galia. El monje era el hombre más culto que él había conocido. Era fascinante, y su sabiduría inmensa. También era muy bondadoso y afectuoso, cualidades poco frecuentes en un erudito. Conn amaba a todos los hermanos del monasterio, incluso al riguroso abad que le azotaba periódicamente cuando le sorprendía fisgoneando en las mitologías paganas celtas que se conservaban en la biblioteca. Pero el monje francés era el primer hombre verdaderamente santo que él creía haber conocido. El monje, quien dijo a Conn que carecía de nombre, hablaba de su educación en un lugar llamado Chartres, donde había una escuela del espíritu sin igual en la tierra. Cuando los monjes de mayor edad llevaban rato acostados, Conn se quedaba levantado y escuchaba al francés hablar en términos heréticos. Pero no le escandalizaba el punto de vista del extranjero. Estaba fascinado, y reconocía una extraña verdad en la sorprendente perspectiva, y cada revelación le dejaba hambriento de más información.

El visitante le habló de un hombre llamado Fulberto, quien era obispo de Chartres, así como de la fuerza que se hallaba detrás de la gran escuela relacionada con la catedral. Cuando un trágico incendio, tal vez intencionado, quemó parte de la catedral hasta los cimientos en 1020, fue Fulberto quien la reconstruyó, en un sólido y tradicional estilo románico. Procuró contratar a los mejores artesanos, que se concentraron en la sagrada cripta situada bajo la catedral. La cripta cubría un pozo antiguo (del cual se decía que era el más santo del planeta) y la talla en madera de peral de Notre Dame, llamada Nuestra Señora del Subsuelo. Fulberto protegió y conservó todo esto con el máximo esmero.

El monje francés hablaba de las enseñanzas de los grandes griegos, en especial de Platón y Sócrates, y de un método de enseñanza llamado dialéctica, una de las artes liberales más prestigiosas. La dialéctica era el método de la discusión civilizada, y mediante esta disciplina los hombres se sentían impulsados a pensar y analizar en profundidad una proposición y una contraproposición. Fue mediante esta técnica que surgió el mejor estudiante de Fulberto, el hombre que la historia conocería como Berengario de Tours. Aunque Berengario heredaría con el tiempo el liderazgo de la escuela de Chartres al fallecer su protector, Fulberto, fue su virulenta batalla contra la Iglesia lo que le granjeó la fama. Berengario presentó fuerte oposición a la doctrina de la transubstanciación, la creencia de la Iglesia de que el pan y el vino del sacramento de la eucaristía se transforman físicamente en el cuerpo y sangre de Cristo, una vez consagrados. Afirmaba que se trataba de un concepto espiritual más que físico, y citaba a los primeros padres de la Iglesia, así como un «misterioso texto antiguo» que daba crédito a esta argumentación.

Era ese texto misterioso y secreto, que el monje llamaba el Libro del Amor, lo que obsesionaba al joven Conn mientras escuchaba las historias del francés. El hermano sólo hablaba entre susurros para los oídos de Conn acerca del gran libro escrito por el mismísimo Señor de su puño y letra, y trasladado a Francia por María Magdalena después de la crucifixión. Eran sus descendientes quienes habían protegido las enseñanzas durante un milenio. Pero el clima religioso de Francia estaba cambiando, era menos tolerante y más dogmático, y estas enseñanzas verdaderas secretas se hicieron de repente peligrosas. Los seguidores del Libro del Amor, los cristianos puros que serían conocidos como cátaros, se vieron obligados a pasar a la clandestinidad y encontraron formas secretas de transmitir sus enseñanzas. Mediante el neoplatonismo y el renovado interés en los filósofos y diálogos griegos, las enseñanzas heréticas sobrevivieron en la región de la Beauce. Muchos de los principios más controvertidos del cristianismo primitivo se disfrazaron de cultura griega para poder hablar de ellos sin caer en la herejía.

Fue en uno de estos diálogos que Berengario de Tours sacó por primera vez a colación el desafío a la transubstanciación. El monje explicó esto a Conn y le citó un fragmento del Libro del Amor:

¿Qué es mi carne? Mi carne es la Palabra, la Verdad del Logos.

¿Qué es mi sangre? Mi sangre es el Aliento, la exaltación del Espíritu que anima la carne.

Quien da la bienvenida a la Palabra y el Aliento ha recibido en verdad alimento y ropa.

Pues es comida, bebida y ropa.

Este pan es mi carne, y es la Palabra de la Verdad.

Este vino es mi sangre, y es el Aliento del Espíritu.

Conn se quedó anonadado. Si bien no cabía duda de que los versos eran heréticos, también eran hermosos. Y, sobre todo, se le antojó de lo más lógico que Jesús utilizara la carne y la sangre, el pan y el vino, como metáforas.

La Iglesia, no obstante, no consideraba nada hermosa su perspectiva. Las enérgicas protestas suscitadas en Francia, y más tarde en Roma, estuvieron a punto de destruir a Berengario, quien fue encarcelado por el rey francés acusado de hereje, y pasó el resto de su vida trabado en una lucha constante con las autoridades católicas.

Conn soñaba con el día en que conocería más hombres como aquel monje francés y sus extraordinarios profesores, quienes se enfrentaban a todo en nombre de la verdad y la sabiduría. Juró que un día vería aquella escuela con sus propios ojos, y decidió llevar a cabo su propósito después de la masacre vikinga. Tal vez encontraría la paz que anhelaba en la escuela de Chartres.

El joven Conn viajó al sur y vendió la tinta y el papel a un monasterio de las afueras de Tralee. Con el dinero compró un pasaje a bordo de un barco que viajaba a la tierra de los normandos, en la Galia. Desde allí se dirigió a Chartres a pie y a caballo. Rezó a Dios para que le perdonara por haber utilizado el dinero del monasterio para alimentarse, pero en aquel momento carecía de otros medios y juró hacer buenas obras a modo de penitencia. Llegó por fin a su destino, la puerta de la catedral de Fulberto, construida en fechas recientes sobre el edificio destruido del siglo IX, edificado a su vez sobre un solar considerado terreno sagrado desde hacía miles de años.

Conn estudió en Chartres durante casi diez años, y utilizó su veloz intelecto para convertirse en un experto en neoplatonismo, lengua y filosofía griega, y en todos los aspectos de la teoría y doctrina religiosas, así como en historia de Europa. Pero fue la herejía lo que enraizó en su espíritu. Fueron las enseñanzas del Libro del Amor las que se transformaron en su raison d’être. Estas enseñanzas no se impartían a todo el mundo. Eran exclusivas de la escuela mistérica que pertenecía a la escuela oficial de la catedral. Había que ganarse la admisión a la escuela mediante las buenas obras y la firme intención de alcanzar la sabiduría. Conn, un alumno asombroso, llegó a ser un maestro en tiempo récord.

Las enseñanzas complementarias del laberinto eran fundamentales en la escuela mistérica de Chartres, y él recorría once círculos cada día antes de empezar las clases. En aquel tiempo, no existía laberinto en la catedral. Había uno en el jardín, construido con piedras, pero igual de eficaz. Este laberinto estaba inspirado en el diseño de Salomón, con un centro redondo para que los iniciados rezaran cuando llegaran al corazón del círculo. Fue en el centro de este laberinto, a la sombra del edificio reconstruido por Fulberto, donde Conn recibió la visión que cambiaría el curso de su vida.

Empezó como una visión del arcángel Miguel, el mensajero de la luz que derrota a la oscuridad. Miguel portaba su espada flamígera de verdad y justicia, mientras flotaba sobre el laberinto y Conn. El ángel le recordó que su nombre, Micha-El, significaba «el que es como Dios». Entonces, Conn vio a una niña de unos nueve o diez años, de pelo rojizo y extraordinaria energía. Fuerzas invisibles la atacaban, y Miguel hizo remolinear su espada sobre la cabeza de la niña para disipar las tinieblas que amenazaban con cernerse sobre ella. Entonces se volvió y habló a Conn.

—He aquí tu promesa. Es proteger a esta niña, esta hija de Dios, por encima de todo lo demás y durante todo el tiempo que sea necesario. Te convertirás en su hermano y caballero protector, serás para ella lo que yo soy para ti, un ángel de luz que derrota a las tinieblas. Pero no te llames a engaño, se trata de una batalla del bien contra el mal, y serás convocado para luchar contra el demonio.

»Esta niña te espera en Toscana. Ve a la residencia del duque de Lorena en Florencia, y allí recibirás el mandato de protegerla.

Conn se quedó anonadado. Era una visión de tal claridad, transmitía un mensaje tan puro, que no cabía otra opción que obedecerla. Había dedicado una década de su vida a una preparación espiritual intensiva, con el fin de recibir tales mensajes con claridad. Pero no estaba destinado a una carrera de soldado, sin duda. Si bien era fuerte y atlético, no deseaba ser soldado. ¿Por qué Dios no le concedía la oportunidad de quedarse en Chartres y convertirse en profesor? ¿Por qué albergaba tales deseos, si no era su destino? Conn sufrió una crisis espiritual, porque el Libro del Amor enseña que nuestros sueños humanos no son accidentales, no son azarosos. Constituyen los medios que emplea nuestra alma para recordarnos que hemos venido aquí con el fin de cumplir nuestra promesa a Dios. En tal caso, ¿por qué anhelaba la paz y la soledad de la escuela, cuando le decían que estaba destinado a la guerra? ¿Por qué amaba Chartres por encima de todas las cosas, y no deseaba otra cosa que vivir y morir a la sombra de la bendita catedral y su escuela de sabiduría?

Conn tardaría muchos años en comprender en profundidad la respuesta, lo que significó en sí una lección de importancia capital. Pues es cierto que con frecuencia descubrimos el significado y el motivo de algunas cosas muchos años después de que hayan adquirido importancia para nosotros.

Había hecho una promesa a su Señor, y su intención era cumplirla. Pero antes de que fuera digno de defender a su pequeña princesa, tenía que desarrollar sus aptitudes de soldado. Y así fue que Conn se convirtió en mercenario, y se ofreció por toda Europa para obtener destreza y experiencia de los más grandes capitanes del continente. Fue después de ganarse el apodo de «Conn de las Cien Batallas» cuando decidió que ya estaba preparado para ir en busca de Matilda. Se puso a las órdenes del duque Godofredo y esperó, y un día éste le nombró maestro de armas de la pequeña condesa.

Las lágrimas rodaron por el rostro de Conn cuando le confesó a Matilda hasta qué punto la amaba, pues en verdad era su hermana en corazón y espíritu, y defenderla era la tarea más sagrada y honrosa que le habían pedido jamás. Y después le contó el resto, y ella comprendió el motivo de sus lágrimas.

Conn la abandonaba para iniciar la siguiente fase de su destino, y para llevar a la práctica su sueño más querido. Regresaba a Chartres con el Maestro. Juntos, trasladarían el Libro Rosso hasta un lugar donde estuviera protegido, a salvo de una vez por todas de las ansias destructoras de Enrique.

En honor a las tradiciones de Lucca relativas al Volto Santo, se construyó un carro para transportar el Libro Rosso del mismo modo que la Santa Faz había cruzado Italia. Matilda donó dos bueyes blancos como la nieve para tirar del carro sobre el cual se trasladaría la nueva Arca de la Alianza hasta su nuevo hogar. Los acompañantes deberían atravesar con mucha cautela la región asolada por la guerra del norte de Italia con su preciosa carga. El arca iba encerrada dentro de una sencilla envoltura de madera, con el fin de que la majestuosidad dorada y enjoyada del verdadero contenedor quedara oculta. Se instaló un doble fondo en el carro para esconder el Libro Rosso y se fabricó otra «reliquia». Un artista creó una copia del velo de Verónica, con la supuesta huella de la faz de Cristo, en un paño de seda blanco. Fue como un juego de palabras espiritual para la Orden, pues en ocasiones llamaban al rostro impreso en el velo de Verónica Volto Santo, como su tesoro sagrado de Lucca. Esta falsa reliquia fue depositada dentro del arca como medida de seguridad. Si las tropas alemanas les detenían, contarían la historia de que estaban sacando de Italia con destino a Francia aquel velo santo, a fin de protegerlo en la abadía de Cluny. Pese a la bárbara violencia de aquella guerra, era improbable que algún soldado alemán atacara a los monjes portadores de semejante reliquia. Además, abandonaban Italia, no entraban.

Por fin, para que Conn pareciera un monje de verdad, se afeitó la cabeza. Cuando Matilda le vio, se puso a llorar.

—Oh, Dios, es verdad que me abandonas.

Se arrojó a sus brazos y lloró como una niña. Él la estrujó y le acarició el pelo, al tiempo que le cantaba en su idioma celta por última vez.

—Sólo te dejo por un tiempo. Le temps revient, hermanita. Ya sabes que las familias de espíritu nunca se separan. Nos veremos pronto, cuando Dios lo decida. —Se soltó y levantó la barbilla de Matilda con su enorme mano—. Cuidarán de ti. Arduino es mucho mejor estratega que yo, el mejor líder militar de Italia. Si alguien puede ayudarte a recuperar tus tierras, ése es él. Y ya tienes un nuevo perro guardián, ¿no? Sabes que te protegerá contra viento y marea.

Se estaba refiriendo a Ugo Manfredi, el marido mutilado de la prima asesinada de Matilda. Durante el período de rehabilitación, Ugo había pasado cierto tiempo en compañía de Conn. Si bien había sido agricultor durante casi toda su vida, ese trabajo le había convertido en un hombre fuerte y robusto. Además, era inteligente. La combinación le transformó en un guerrero eficaz, carente de todo miedo, pues no tenía nada que perder. En cuanto se recuperó, Ugo se convirtió en una fuerza física de confianza, dedicada en cuerpo y alma a la condesa toscana que había aplicado ungüentos curativos a la cuenca de su ojo con sus propias manos.

Matilda no lamentaba que Conn emprendiera su nueva misión. Se sentía agradecida de que el Libro Rosso y el Maestro contaran con la mejor protección de Europa. Entregó al guerrero un pequeño paquete como regalo final.

—Llévatelo contigo. Me ha acompañado desde que nací, y siempre he experimentado la sensación de que velaba por mí. Ahora velará por los dos.

Conn retiró el paño que cubría la descolorida pero todavía exquisita estatua de santa Modesta. Sus ojos se anegaron en lágrimas.

—Modesta. Los dos volvemos a casa.

Matilda aferró su mano libre con las de ella y empezó a recitar la oración que se aplica al amor en todos sus variedades, un sacramento que él conocía tan bien como ella.

Te he amado antes,

te amo hoy,

y volveré a amarte.

El tiempo vuelve.

La recitaron juntos con voz estrangulada y entrecortada a causa de las lágrimas, por última vez en esta vida.