Roma
Octubre de 1077
EL REY ENRIQUE IV ESPERÓ en Lombardía durante meses en un esfuerzo por evaluar la postura de Gregorio. Ya tenía bastante con sus problemas, pues los duques que habían exigido su rendición al Papa estaban consternados por la habilidad de Enrique para cambiar de chaqueta con tal celeridad. Al darse cuenta sin la menor duda de que el soberano carecía de todo honor, los duques rebeldes de Germania eligieron a Rodolfo de Suabia como nuevo monarca. La mitad de los territorios germanos apoyó esa elección, mientras la otra mantenía la lealtad a Enrique. Una guerra civil sangrienta se estaba gestando. Sin embargo, eso no impidió que Enrique continuara sus ataques contra Gregorio y Matilda.
En Canossa, la pareja había pasado meses juntos trazando una estrategia que protegería los territorios de la condesa, en el probable caso de que Enrique decidiera utilizar la ley sálica para desposeerla de ellos. Como su padre antes que él, el rey germano tal vez intentaría confiscar toda Toscana, pues se hallaba dentro de sus territorios feudales. También podía optar por cederlos a Godofredo de Bouillon, el heredero legal del jorobado, a cambio del juramento de lealtad y una buena parte de los tributos que exigirían al pueblo toscano. Cualquiera de esas posibilidades podía empujar a Italia y Alemania a la guerra. Cualquiera de esas posibilidades sería catastrófica para Matilda y el Papa.
Mientras la condesa y su séquito se acercaban a Roma, Conn se colocó a su lado. Al no estar seguro de cómo la iba a recibir el pueblo de Roma, su intención era estar cerca de ella por si se producía alguna reacción hostil. La posición de Gregorio en Roma era algo delicada debido a su prolongada ausencia, que no había sido del agrado de los cardenales y familias nobles que le prestaban su apoyo. Todos culpaban a Matilda, y Conn estaba preocupado por las represalias.
—De momento, tranquilidad —comentó.
Ella asintió.
—Gracias a Dios. —Cabalgaron en silencio unos momentos, y Matilda volvió a hablar—. Conn, superaremos esta situación. Con la declaración que voy a hacer, creo que volveremos a ganarnos el favor de los romanos.
El gigante celta reflexionó unos momentos.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? Es muy… peligroso, Tilda.
La condesa tragó saliva. Estaba nerviosa por la decisión que había tomado y el anuncio que haría en Roma al día siguiente. Pero también estaba determinada a seguir adelante.
—Es un peligro que estoy dispuesta a asumir, y creo que salvará a Gregorio. Por tanto, es la única medida que puedo tomar. Él significa más para mí que la vida, más incluso que Toscana. No hay ningún peligro que no arrostraría por él.
Fue con este telón de fondo que la condesa de Toscana entró en Roma, decidida a salvar su herencia, fortalecer la posición de Gregorio y la de la Iglesia que pretendían reformar, y frustrar al malvado Enrique de una vez por todas.
Matilda de Canossa se dirigió al palacio de Letrán, vestida para la ocasión con un manto de terciopelo rojo ribeteado de armiño, y tocada con la corona dorada de flores de lis sobre su pesada toca de seda. Su aspecto era tan majestuoso y rico como el de cualquier emperatriz que hubiera reinado jamás. Su apariencia de aquel día sería comentada y documentada para la posteridad por escribas y artistas. Con todas las familias nobles romanas presentes, dispuestas a escuchar su histórico decreto, se irguió en toda su estatura y leyó en voz alta la siguiente declaración:
Yo, Matilda, que soy por la gracia de Dios condesa de Toscana, cedo por el bien de mi alma a San Pedro, por mediación del papa Gregorio VII, todos mis bienes y propiedades, así como todo cuanto poseo por herencia o por derecho. Dono todo lo que me perteneció a la Santa Sede en nombre de mi Señor Jesucristo.
Se hizo un silencio absoluto tras el anuncio de Matilda, mientras los presentes se esforzaban por asimilar lo que acababan de escuchar. ¿Era posible? ¿La condesa de Toscana, la mujer más poderosa de Europa, entregaba todas sus posesiones terrenales a la Iglesia? ¿Acababa de anunciar que todas sus propiedades, que abarcaban casi una tercera parte de Italia, y eran los territorios más ricos y estratégicos, se hallaban ahora bajo el control absoluto de Gregorio VII?
Fue una sorpresa carente de precedentes, y brillante. De un solo golpe, Matilda había protegido Toscana, fortalecido el papado y toda Roma, al tiempo que borraba de un plumazo las pretensiones de Enrique sobre los territorios italianos. Las familias romanas y los cardenales se quedaron estupefactos por aquella tremenda exhibición de lealtad y generosidad, de la que jamás habían sido testigos. Gregorio debía ser un hombre bienaventurado y honorable, más que digno de la tiara papal, si había logrado tan enorme y sin par donación a la Iglesia. Matilda fue proclamada de inmediato salvadora de Roma, mientras un grito se elevaba en Letrán:
—¡Dios bendiga a la condesa Matilda! ¡Qué tenga larga vida!
Matilda se trasladó a su casa de Roma para pasar los tres años siguientes con su amado Gregorio, y para organizar en beneficio de la Iglesia la administración de sus territorios. Presentó condiciones especiales para el monasterio de San Benedetto de Po, con el fin de que gozara de la protección del Papa a perpetuidad, pues ahora era un puesto de avanzada importante de la Orden, además de la residencia de su hijo. La condesa y el Papa fueron inseparables durante el tiempo que pasaron juntos en Roma, pero debido a su generosidad para con la Iglesia nadie se atrevía a murmurar al respecto. Su presencia fue aceptada, aunque no siempre venerada, como resultado de su extraordinaria donación. Era la prueba de su inmarchitable amor por San Pedro.
Donizone, quien escribió más tarde sobre los días de Matilda y Gregorio en Roma, dijo: «La sabia condesa conservó las palabras de su santo hombre en el corazón, al igual que la reina de Saba conservó las palabras sagradas de Salomón».
Para Matilda, el anuncio de que donaba sus propiedades al Papa no había sido doloroso. Al fin y al cabo, era su marido.
La respuesta de Enrique al extravagante plan de Matilda y Gregorio de ceder Toscana al trono de San Pedro (su Toscana) fue solicitar de nuevo la dimisión del Papa. Esta vez, el rey fue todavía más lejos, y nombró a un antipapa en lugar de Gregorio. Guiberto, el arzobispo de Rávena que había servido al padre de Enrique antes de él, fue elegido Papa por los obispos alemanes cismáticos.
Gregorio reaccionó excomulgando a Enrique por segunda vez, y también excomulgó al antipapa Guiberto por segunda vez. Las líneas de batalla se habían trazado, y el monarca alemán se encontraba dispuesto a ir a la guerra. Pero ahora se trataba de un conflicto personal, y el rey decidió hundir un poco más el cuchillo en la espalda de su prima, al desposeerla del lugar más venerado de su pueblo: Lucca. Enrique se apoderó de la ciudad y sembró la discordia contra la condesa y el Papa, expulsó al obispo Anselmo y confiscó propiedades pertenecientes a la Orden. Por suerte, habían puesto a buen recaudo el Libro Rosso, al igual que al Maestro y a los demás ancianos de la Orden, quienes se habían trasladado a San Benedetto de Po, bajo escolta armada de Conn. Pero Lucca se separó del ducado de Toscana, exigió la independencia de Matilda y aceptó al antipapa, en connivencia con los señores lombardos cismáticos leales a Enrique. Matilda se sintió contrita por esta pérdida, pero no tuvo tiempo para lamentarse porque el monarca alemán continuó lanzando ataques más despiadados contra Toscana y el papado.
La condesa tenía motivos para alarmarse. Su espectacular donación a la Iglesia la protegía de Enrique…, pero sólo mientras el Papa reinante le fuera leal y le concediera rienda suelta para administrar los territorios a su voluntad. Si Gregorio perdía su respaldo y era sustituido por el antipapa de su primo, Matilda corría el riesgo de perder todo aquello por lo que su familia había luchado por construir y proteger. Y Enrique estaba ganando partidarios, pues los duques del norte de Italia, muchos de los cuales se habían alineado con los contingentes cismáticos desde los primeros días de la investidura de Gregorio, se habían unido para apoyar al antipapa, con la esperanza de evitar la invasión de fuerzas alemanas.
El equinoccio de invierno de 1081 no trajo la celebración habitual de cumpleaños de Matilda, sino noticias peligrosas y preocupantes. Enrique IV había cruzado los Alpes y se dirigía hacia los Apeninos al frente de un ejército invasor. Se disponía a reclamar sus derechos sobre Toscana.
Matilda y Gregorio pasaron la noche en la torre de la Isola Tiberina, barajando posibilidades. La única alternativa de la condesa consistía en regresar a Toscana de inmediato y defender sus territorios. Eran tiempos duros y tristes, mientras reflexionaban sobre la naturaleza alarmante de las circunstancias. El rey alemán invadía con un gran ejército, y Matilda necesitaría a todas sus fuerzas para hacerle frente, fuerzas que Enrique había diezmado de manera sistemática a lo largo de los últimos cuatro años.
—No sé cuándo volveré a verte, paloma mía —le dijo Gregorio, mientras la atraía hacia sus brazos y la besaba con dulzura. Le acarició la mejilla con sus largos dedos y jugó distraído con los mechones de pelo que rodeaban su cara. Daba la impresión de que estaba grabando en su mente las facciones de su amada—. Esta guerra va a más. Dios te envía a Toscana, pero me exige permanecer aquí y defender mi cargo en Roma. Hemos de obedecer su voluntad, por supuesto, pero no puedo decir que la comprenda.
Las lágrimas se agolparon en los ojos de Matilda cuando enlazó sus manos con las de Gregorio.
—Hay que obedecer la voluntad de Dios, querido mío, como siempre. Algún día la comprenderemos, aunque ese momento no sea hoy. Tal vez es la gran prueba que hemos de superar como amantes: la prueba de Salomón y la reina de Saba, saber que hemos de separarnos debido a las exigencias del deber, aún sabiendo que, en realidad, no estamos separados. Porque estamos comunicados en corazones y almas, como ha sido desde el alba de la eternidad. Y lo que Dios ha unido…
Gregorio terminó la frase.
—No lo separe el hombre.
La tomó en sus brazos y en su más profunda fusión de confianza y conciencia, donde sus espíritus se entrelazaron de una vez por todas en la unión apasionada de los cuerpos.
Cuando Matilda regresó a Toscana, dispuso la creación de una obra de arte como regalo para Gregorio. Ordenó que mandaran a su hijo a Canossa. Guidone era ahora un muchacho toscano de cinco años, listo y floreciente, de rizos oscuros y ojos grises, la viva imagen de su padre. La condesa se sentaba con él sobre el regazo, cuando podía impedir que se moviera, mientras un monje de San Benedetto, un iluminador de gran talento, pintaba su retrato. Como era preciso entregar el retrato al Papa en estos tiempos tan convulsos, adoptó la guisa de la típica virgen con el niño. Matilda vestía las suntuosas sedas azul celeste que siempre llevaba en público, y se cubría el pelo con la toca y el velo tradicionales, bajo la corona que la identificaba como descendiente de Carlomagno. La tiara dorada estaba cubierta de flores de lis, y la corona tachonada con las mismas cinco joyas que aparecían en la portada del Libro Rosso. La fortaleza de Canossa estaba pintada en la parte superior del pergamino, y la paloma de su tradición flotaba sobre la imagen de madre e hijo.
A los ojos de un observador cualquiera, se trataba de un retrato piadoso de una virgen y su hijo. Para el papa Gregorio VII, era la amada imagen de su esposa y su hijo.
El destino es la búsqueda. El destino es el encuentro.
El que busca ha de continuar la búsqueda hasta encontrar, pues buscar es la sagrada tarea que impulsa a todos los hombres y mujeres que desean realizarse por completo. ¿Y si todos dejáramos de buscar a Dios? El mundo se oscurecería, pues careceríamos de medios para comprender la luz.
Pero los que saben que deben buscar ya han encontrado a Dios.
En el encuentro se produce un trastorno, la certeza de que todo cuanto creíamos ajeno al amor de Dios es una fantasía.
Y, por fin, hay asombro. Asombro de que el mundo creado por la Divina Voluntad es más perfecto y hermoso de lo que habíamos imaginado.
DEL LIBRO DEL AMOR,
TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO
Roma,
En la actualidad
—GUIDONE.
Maureen fue la primera en comentar el nombre del hijo de Matilda, pero Bérenger ya había llegado a la misma página.
Recuperó las copias del documento que habían enviado al château, el arbol genealógico que empezaba con un niño llamado Guidone, nacido en Mantua en 1077. Se las enseñó a Peter y Maureen.
—Ahora lo entiendo —explicó—. Cuando recibí este documento, investigué la posible relación de Miguel Ángel con todo esto. Encontré diversas referencias al hecho de que, en vida, afirmaba ser descendiente de Matilda de Toscana. Le ridiculizaron por esta afirmación, pues toda la historia documentada sobre la condesa concluye que sólo tuvo una hija, Beatriz, muerta el día de su nacimiento. Miguel Ángel se negó a dar más explicaciones, aparte de insistir en que sabía quién era, y en que era descendiente de Matilda.
—De modo que lo sabía —intervino Maureen—. Sabía lo de Matilda y Gregorio, y sabía lo de Guidone, porque descendía de su estirpe.
Bérenger asintió.
—¿El arte salvará el mundo? Esto abre toda una nueva investigación sobre las obras de arte que ese genio creó, ¿verdad?
Maureen dio un codazo a Peter, sentado a su lado, en las costillas.
—Como la fascinante y joven Pietà, que no es una madre sosteniendo a su hijo.
Peter asintió.
—Tal vez deba reconocer que existe cierta base en todo esto. Te das cuenta de que esto nos plantea más preguntas que respuestas, ¿no?
Maureen rio.
—¿No ocurre siempre?
Pero las preguntas sobre la contribución de Miguel Ángel a la protección de la verdad tendrían que esperar a posteriores investigaciones. La policía romana había llegado para tomar declaración a Maureen sobre el robo en su habitación. Si bien lo consideraban un hurto rutinario, Bérenger y Peter estaban convencidos de que el ladrón del ordenador y las libretas buscaba las anotaciones del diario de la escritora.
Maureen no sabía muy bien qué pensar, aparte de que se sentía muy frustrada por la pérdida, y ahora carecía de medios para seguir la pista de sus pensamientos o sueños. Tal vez esa noche dormiría sin tener sueños.
Agotada por los acontecimientos del día, Maureen decidió acostarse pronto. Mientras se zambullía en el sueño, su último pensamiento fue la sorprendente conclusión de que Lucía Santos y ella eran hermanas de espíritu. Menos mal que no iba a soñar. La visión que tuvo fue más vívida que nunca.
Avanzaba a través de la niebla, la pesada cortina gris plateada típica de la campiña irlandesa, muy cerca de la costa occidental. Era medianoche y las calles de Knock estaban desiertas. Las tiendas de recuerdos, con sus rosarios de mármol de Connemara y las postales lenticulares hacía mucho rato que habían cerrado sus puertas a los peregrinos. Maureen paseaba sola, en dirección a la iglesia dedicada a san Juan Bautista, con su aguja que apuntaba al cielo. El templo brillaba a la luz de la luna entre la niebla, y cuando se acercó más al ahora famoso gablete sur, un brillo iridiscente surgió del lado izquierdo de la pared.
Las figuras aparecieron de una en una, empezando por la izquierda. El hombre de más edad fue el primero en surgir de la luz remolineante plateada casi tangible. Era como los aldeanos lo habían descrito ciento cincuenta años antes: pelo y barba gris. No obstante, su presencia era impresionante. Comunicaba una energía más paternal que patriarcal. Indicó con un ademán de las dos manos el otro lado de la pared, como si creara una nueva imagen a partir del resplandor. Esta figura apareció a la derecha de Maureen, mientras la luz aumentaba y aparecía el segundo personaje. Era el hombre más joven, el que los aldeanos habían identificado como Juan Evangelista. Era muy joven, plasmado con el mismo pelo largo que los artistas del medioevo y el Renacimiento utilizaban para representar a un hombre joven. Su presencia también era impresionante, pero con un aura muy diferente del otro. Iba ataviado con vestiduras y estaba predicando. Maureen no oía sus palabras, pero eran fuertes y sinceras, y henchidas de amor. Este joven poseía una gracia que derritió su corazón mientras le miraba. El libro que sostenía se veía con claridad a través de la luz centelleante: era enorme, pero el joven lo mantenía en equilibrio sobre una sola mano, sin el menor esfuerzo aparente, mientras lo leía. El libro estaba forrado de lo que semejaba piel de un rojo intenso, con tapas de oro. Cinco adornos dorados embellecían la cubierta, formando una equis. Mientras Maureen intentaba examinar la apariencia del libro, un intenso estallido de luz que se produjo en el centro de la pared la distrajo.
Ambos hombres, el mayor y el más joven, se volvieron hacia el centro y señalaron la aparición que estaba surgiendo de la luz con gracia infinita. Era la mujer más hermosa que Maureen había visto en su vida, sublime, elegante, airosa. Su vestido era plata líquida, y estaba coronada con un halo de estrellas centelleantes. Lirios blancos y rosas rojas estaban entretejidos en sus prendas. Flotaba sobre las demás figuras, etérea y angelical. Al igual que el joven, daba la impresión de que la mujer también predicaba. Su postura comunicaba una autoridad absoluta, la convertía en la figura central del cuadro, que trasmitía un mensaje silencioso con gran intensidad. Maureen contemplaba la escena como hipnotizada, hasta que la mujer la miró de repente. Dirigió a Maureen una frase claramente audible.
—No soy quien crees.
Sonrió, con una expresión bañada por la luz de la luna y las estrellas, y miró primero a Maureen, después al joven y, por fin, al mayor. La mujer extendió las manos hacia cada uno. Cuando los hombres se acercaron a ella, la luz aumentó de intensidad y las tres figuras se fundieron a la perfección en un brillante estallido de luz eterno.
Todavía era plena noche en Roma, y los focos del Panteón se habían apagado hacía mucho. Maureen despertó en una habitación a oscuras, en agudo contraste con las visiones luminosas que habían predominado en su sueño.
El sueño sobre Knock. El sueño sobre las apariciones. El sueño sobre una forma femenina de asombrosa belleza que sólo le había dicho una cosa.
Encendió la lámpara de la mesita de noche y se sentó, mientras se frotaba los ojos para despejarse. Buscó su libreta guiada por el instinto, hasta recordar que se la habían robado. Fue al minibar y sacó una botella de agua de San Pellegrino. Luego se acercó al escritorio donde reposaba el bloc de notas del hotel. Garabateó:
No soy quien crees.
Pues… ¿quién era?
Maureen cruzó la habitación y abrió la ventana que daba a la plaza de la Rotonda. La luna estaba casi llena, de color cera, y arrojaba la única luz que bañaba la plaza. La encantadora fuente gorgoteaba todas las horas del día y de la noche, y era este sonido relajante lo que estaba escuchando Maureen cuando su mirada se posó sobre el obelisco, un monumento transportado desde Egipto a Roma a costa de grandes dispendios y esfuerzos, en principio un templo dedicado a Isis. Isis, quien para los egipcios era la gran señora de los misterios. Isis, la madre de los dioses. Isis, a la que tanto romanos como egipcios llamaban la Reina de los Cielos.
La Reina de los Cielos. Este término había sido utilizado para definir cierto número de grandes entidades femeninas espirituales: Isis, la Virgen María, numerosas diosas de casi todas las culturas de Oriente Próximo, como la sumeria Inanna y la mesopotámica Ishtar, la hebrea Asherah, y hasta María Magdalena, llamada así por sus seguidores herejes franceses.
Si existía una reina de los cielos, ¿no implicaba esto que había un rey? ¿Estarían casados? ¿Reinaría la igualdad entre ellos?
Maureen pensó con detenimiento en el sueño del que acababa de despertar y repasó cada detalle de las apariciones. El orden en el que habían aparecido las figuras debía ser importante. El primero que se materializaba en el sueño era el hombre mayor.
El Padre.
El siguiente en aparecer era el joven.
El Hijo.
Y la aparición final, el ser femenino etéreo, de tanta luz y resplandor, cuyos pies ni siquiera en el sueño podían tocar el suelo.
El Espíritu Santo.
Maureen sabía que los aldeanos de Irlanda habían presenciado una visión santa y bienaventurada. Pero no habían visto a la Virgen María, su marido y Juan Evangelista. La aparición de Knock representaba la Santísima Trinidad.
Y dentro de dicha trinidad, el Espíritu Santo era fundamental. Y femenino.
Llamó a su primo cuando consideró que era una hora civilizada. Por suerte, estaba levantado. Y su sueño le fascinó.
—Peter, ¿alguna vez se ha considerado femenino el Espíritu Santo? Para nosotros siempre ha sido masculino, pero ¿se produjo una evolución posterior?
Su primo le explicó que existían tradiciones convencidas de que el Espíritu Santo era femenino, pero se consideraban «elementos marginales», y por tanto heréticos. O cosa de chiflados.
—En Grecia, la palabra más utilizada para espíritu es pneuma, de género neutro. Se da por supuesto que es masculino, claro está. Pero hay quienes defienden que el género es diferente en otros idiomas, en concreto en el hebreo y el arameo, y creo que en el sirio.
—¿Y la paloma? —preguntó Maureen—. En el arte se suele representar así al Espíritu Santo. Y la paloma es femenina, ¿verdad?
—Bien, la paloma representa al Espíritu Santo porque aparece en el bautismo de Jesús en el Jordán. Pero tienes razón, adopta un simbolismo femenino en otras ocasiones. Los gnósticos creían que el Espíritu Santo era femenino, bajo la guisa de Sofía, que es la entidad que representa la sabiduría divina femenina, una especie de diosa, pero más eminente. A veces, también la representan como una paloma.
Maureen estaba pensando en la autobiografía de Matilda.
—¿Cómo en el Cantar de los Cantares? ¿Paloma mía? ¿Mi perfecta? ¿Podría existir una relación? ¿Habla el Cantar de la unión de Dios con su equivalente, la llamaremos esposa a falta de una palabra mejor, como en el caso de Salomón y la reina de Saba?
La cabeza de Peter daba vueltas, y sólo eran las nueve y media de la mañana.
—Concédeme unas cuantas horas para terminar algunas traducciones, y nos veremos a la hora de comer.
Fiel a su palabra, Peter se presentó a mediodía en la habitación de Maureen con varias carpetas en las manos. Utilizaron el escritorio de la suite, así como la cama, para esparcir los papeles que el sacerdote había reunido para examinarlos. Antes de zambullirse en el trabajo, Maureen le preguntó a su primo sobre la oración conocida vulgarmente como el avemaría.
—No debo recordarte el origen de la oración, pues fuiste tú quien me lo enseñó.
—Lucas, capítulo uno.
—Ajá. Es canónica, como el padrenuestro. Pero sólo en parte. Porque ¿qué más me enseñaste sobre Lucas, capítulo uno? ¿Y qué más sabemos de nuestro Lucas?
—Lucas fundó la Orden del Santo Sepulcro, de modo que estamos buscando cuál pudo ser su motivación, ¿de acuerdo? Bien, sé adonde nos conduce esto. En el Nuevo Testamento, el nombre de María no se utiliza. Fue añadido con posterioridad. La oración, tal como la recita el ángel Gabriel, era: «Salve, llena eres de Gracia. El Señor sea contigo, bendita seas entre todas las mujeres».
Maureen volvió a asentir.
—En este contexto, la oración habla de la Madre de Jesús, pero lo que estoy diciendo es esto: ¿y si no hablaba sólo de ella? ¿Y si es una de las muchas mujeres elegidas para encarnar este aspecto de Dios? Este aspecto creativo, fértil, maternal, que da a luz una nueva vida. ¿Y si su nombre no se utilizaba en el saludo original, porque Lucas nos estaba enseñando que este saludo está dedicado a todas las mujeres de gran fe y amor, que conciben, como nos cuenta Matilda, con confianza y conciencia? Es decir, según el Libro del Amor y el Evangelio de Felipe, la definición de una concepción inmaculada.
Peter necesitaba asimilar la idea, y decidió que el mejor enfoque era repasar las notas que había tomado antes y ver si corroboraban la nueva teoría de Maureen.
—Empecemos con el canon tradicional, porque creo que es el que posee el impacto más inmediato y poderoso. He traído algunos ejemplos críticos de interpretación. La interpretación es fundamental —dijo al tiempo que sacaba dos hojas de papel—. En primer lugar, quiero enseñarte un versículo del Evangelio de Juan que ilustra esto a la perfección. Ésta es la traducción del griego al inglés universalmente aceptada, la versión del Rey Jaime. Es Juan catorce, versículo veintiséis. Dice así: «Pero el Consolador, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho».
Peter extendió una hoja de papel en la que había impreso sólo ese versículo. Después le entregó la otra, con el mismo versículo en una traducción diferente.
—Ahora, echa un vistazo a esto. Es la traducción del arameo, y coincide con otra en sirio que fue tomada de los pergaminos encontrados en el monasterio de Santa Catalina de Alejandría, en el monte Sinaí, pergaminos anteriores a los textos griegos. A ver qué opinas.
Maureen leyó en voz alta la traducción más antigua.
—«Pero Ella, el Espíritu, el Paráclito, que el Padre enviará en mi nombre, os lo enseñará todo y os recordará todo lo que yo os he dicho».
Se dejó caer sobre la cama.
—Caramba. Subraya el género femenino. —Reflexionó unos momentos—. ¿Cómo se traduce la palabra Paráclito?
—Suele traducirse como «consolador», o incluso «consejero». Pero creo que la traducción más precisa es «el que intercede». En este caso, podríamos decir que el Paráclito intercede entre los humanos y su Padre que está en los cielos.
—Un papel muy femenino y maternal, ¿no?
—También está relacionado con un interesante concepto del Antiguo Testamento, el del «consolador». Fíjate en este pasaje, Isaías, capítulo sesenta y seis, en el que compara a Yahvé con una madre que consuela a sus hijos. Isaías abunda en referencias al hecho de que Dios se comporta como una madre: Dios es una mujer de parto, Dios es una madre que da a luz y protege a Israel. En hebreo, la palabra equivalente a Espíritu Santo es ruach, que puede ser masculina o femenina, según se use. Es parecida en arameo, en que la palabra es ruacha. Pero no cabe duda de que es femenina.
Peter levantó otra hoja con dos traducciones.
—Ya sé que no eres una gran admiradora de san Pablo, pero aquí hay una cita importante de Romanos, capítulo ocho, que nos da motivos para reflexionar. La Biblia del Rey Jaime dice: «El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios». Pero compárala con el arameo.
Le entregó una hoja a Maureen, quien leyó en voz alta.
—«Ella, la Ruacha, se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios».
Peter extrajo los últimos documentos de su sesión de investigación matutina.
—Echa un vistazo a esto, del Evangelio de Felipe, que nos interesa mucho para nuestra búsqueda del Libro del Amor. Creo que este párrafo es la pista decisiva.
Maureen miró la copia del Evangelio Gnóstico de Felipe. En lo alto de la página, su primo había añadido la fotocopia del rollo original en copto, lo cual indicaba que aquellas líneas cruciales procedían de la página 57, plancha 103. La traducción al inglés de Peter estaba al lado. Rezaba:
Algunos dicen que María quedó encinta por la gracia del Espíritu Santo.
Pero no saben lo que dicen.
¿Cómo puede lo femenino fecundar a lo femenino?
Maureen y Peter se miraron un momento, y dejaron que el párrafo hablara por sí mismo con su poder sencillo y puro. Por fin, ella rompió el silencio.
—¿Todo esto gira en torno a algo muy diferente de lo que habíamos sospechado, Pete?
—¿Qué quieres decir?
—Bien, yo pensaba que íbamos a reivindicar la figura de María Magdalena, para que la gente comprendiera quién fue y el motivo de su importancia. Fue la esposa de Jesús, su mejor amiga y compañera, y su sucesora. Trajo el cristianismo a Europa, y ella y sus hijos arriesgaron todo con tal de que floreciera y perdurara. Eso, en sí mismo, es algo muy difícil de conseguir.
—Pero…
—Pero… ¿y si eso no es lo que cuenta? Sí, tiene su importancia, por supuesto, pero tal vez no sea lo más fundamental.
—Continúa.
—Tal vez María Magdalena simboliza algo más trascendental. Más que la esposa de Jesús en su aspecto humano, puede que represente a la esposa de Jesús en su aspecto divino. Él es Dios y ella la amada de Dios. Su otra mitad. Así en la tierra como en el cielo.
—¿El aspecto femenino de la divinidad?
—Sí, pero no en la forma considerada pagana de una diosa o alguna deidad menor. Sino como un aspecto de Dios. La faceta femenina de Dios, si quieres. La mitad femenina que complementa la mitad masculina de Dios. En este caso, plasmado en la forma del Espíritu Santo.
Peter estaba meditando sobre esto último mientras repasaba las notas que había tomado por la mañana.
—Deja que te lea algo que considero muy interesante. «Se ha especulado que el nombre de Dios, Yahvé, tal vez haya evolucionado de Ya-hu, que significa “Paloma Eminente”, y era el nombre de una antigua diosa de la creación, esposa de Dios, a quien llamaban El. Los dos, El y Ya-hu, se fundieron en uno y se les llama por el singular Yahvé, que más adelante se convierte en una denominación puramente masculina». Para ser justos, existen muchas teorías sobre el origen de Yahvé, y ésta es una más, que muchos estudiosos no aceptan.
Maureen rio.
—En los últimos tiempos he descubierto que prefiero las teorías no aceptadas por los estudiosos. El escritor esotérico francés Louis Charpentier dijo en una ocasión que cuando la historia y la tradición discrepan, ya puedes estar seguro de que la historia se equivoca. Yo le apoyo. Prefiero las tradiciones vivas que han perdurado en Francia e Italia durante miles de años que un conjunto de principios académicos destinados a apoyar las estructuras de poder por encima de la verdad.
Se acercó a la ventana, la abrió de par en par para dejar entrar el aire de finales de primavera, y miró el obelisco de Isis. A su derecha, a unos cientos de metros, se encontraban una piazza y una iglesia dedicada a María Magdalena. A su izquierda, a la misma distancia, había una iglesia dedicada a la Virgen María y construida sobre un templo erigido en honor de la diosa de la sabiduría, en este caso de los romanos, Minerva, pero conocida también como Sofía, la Señora de la Divina Sabiduría. Delante de ella tenía un obelisco en honor a Isis.
—Notre Dame —dijo de repente.
—¿Qué pasa con él?
La mente de Peter materializó de inmediato el monumento gótico de París.
—Él no, ella —corrigió Maureen—. Notre Dame. Nuestra Señora. Durante dos años he estado defendiendo que todas las iglesias de Francia dedicadas a Notre Dame estaban dedicadas a María Magdalena, ¿verdad?
Su primo asintió. Él la había ayudado en aquella investigación tan convincente. Estaba claro para los dos que las iglesias de Notre Dame, y las iglesias que contenían estatuas de «Vírgenes Negras», estaban relacionadas con la herejía de la Magdalena.
—Bien, lo están, estoy segura, y tú también. Pero ¿y si la cosa no acaba ahí? ¿Y si todas «Nuestras Señoras», sean la Magdalena, la Virgen, Isis, Minerva o Sofía, son lo mismo? ¿Y si nos están diciendo que Dios tiene un aspecto femenino, o que Dios tiene una esposa amada? ¿No podrían estos templos haber sido construidos para restaurar el equilibrio? Sabemos que todas las catedrales góticas, todas las llamadas Notre Dame, eran templos erigidos a la gloria de Dios. Pero ¿estaban dedicados a la gloria del aspecto femenino de Dios? Ella es Notre Dame. Nuestra Señora. En todas sus apariencias. Porque todas son importantes, con independencia de la personificación que adoptan en la tierra.
Peter tuvo una idea.
—¿El tiempo vuelve?
No tuvo tiempo para terminar su pensamiento, pues una llamada a la puerta les interrumpió. Era Lara, de recepción. Un correo había entregado un sobre para Maureen, y la mujer había pensado que tal vez estaba relacionado con la maleta y el ordenador robados.
La escritora le dio las gracias y entró de nuevo en la habitación. Reconoció de inmediato el tipo de tarjeta y el extraño monograma. Las pistas sobre «Salve, Ichthys» habían llegado en un tipo de papel idéntico. La nota era muy sencilla.
Génesis 1, 26
Génesis 3, 22
Amor vincit omnia,
Destino
Maureen fue la primera en hablar.
—Mira el número del segundo versículo: tres, veintidós.
Peter ya se le había adelantado. Era lo primero en que había reparado. Cuando su prima le había referido su sueño, se había fijado en la «coincidencia» de su fecha de nacimiento y la de Lucía Santos, ambas habían nacido el mismo día.
—Tu fecha de nacimiento.
Ella asintió.
—¿Conoces el versículo?
—Bien, no puedo citar el Génesis de memoria, pero el capítulo uno es la creación y el capítulo tres es la expulsión del jardín. Llevo encima mi Biblia de bolsillo para buscar referencias. Sólo está en inglés, pero más tarde buscaremos versiones anteriores y formas de expresión antiguas.
—Empieza con el primer versículo de la lista. Génesis uno, veintiséis
Peter lo encontró enseguida.
—Creación: «Y dijo Dios: “Hagamos al ser humano a nuestra imagen, como semejanza nuestra, y que mande en los peces del mar y en las aves de los cielos, y en las bestias y en todas las alimañas terrestres, y en todas las sierpes que serpean por la tierra”».
Fue al tercer capítulo y localizó el versículo veintidós.
—Este versículo sigue al momento en que Adán y Eva comparten la fruta del jardín. «Y dijo Yahvé Dios: “¡He aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros, en cuanto a conocer el bien y el mal! Ahora, pues, cuidado, no alargue su mano y tome también del Árbol de la Vida y, comiendo de él, viva para siempre”.»
Maureen se puso a reír.
—Bien, no sé quién es Destino, pero quiero darle las gracias por hacerme el trabajo.
Peter estaba distraído.
—¿Qué quieres decir?
—Ambos pasajes se refieren a Dios en la forma plural. Hagamos al ser humano a nuestra imagen, he aquí que el hombre ha venido a ser como uno de nosotros. Tenía la intención de buscar todos los pasajes de las Escrituras en que Dios se refiere a sí mismo en plural, y ahora ya no tengo que buscar esa información.
Peter consideró la sincronicidad más inquietante que tranquilizadora, y aún no estaba convencido de que el cerebro de la trama no fuera el criminal de la pistola.
—Déjame ver otra vez la tarjeta.
Maureen leyó primero el lema en latín.
—También pone Amor Vincit Omnia. Hasta yo lo sé traducir. El amor lo conquista todo. Aparece en muchos fragmentos del Libro del Amor que Matilda cita en sus memorias. Pero ¿no es de Virgilio? ¿Hemos de creer que Jesús estaba citando poesía romana antigua? Porque hasta ahí no llego.
—No estoy seguro de que sea necesario —replicó Peter, lo cual sorprendió a Maureen—. Mira, se supone que debo ser la voz de la razón, pero es fascinante. Si Jesús tuvo una educación influida por la antigüedad clásica, tal vez leyó a Virgilio, que sólo le precedía en una generación. Además, Virgilio suele recibir el mérito de haber anticipado la llegada de Jesús en la misma obra, las Églogas, donde utiliza la frase El amor lo conquista todo. Se dice que la Égloga cuatro versa sobre la natividad. Por lo tanto, existe una fuerte relación, y tal vez un esfuerzo deliberado por relacionar otra profecía mesiánica con su legado. O puede que esta idea de El amor lo conquista todo sea completamente universal y arquetípica, y continúa volviendo y reciclándose en diferentes generaciones a lo largo y ancho del globo.
Maureen comprendió de inmediato.
—Lo cual constituye otro aspecto del posible significado de el tiempo vuelve.
Él asintió mientras echaba un vistazo a la firma de la tarjeta.
Destino.
Maureen hizo una pausa antes de formular una pregunta cuya respuesta ya sabía.
—Pete, ¿qué significa destino en italiano y español?
—¿Destino? Puede significar destino o destinación. O ambas cosas.
Antes de que pudiera pensar en la relación entre la revelación de Peter y su sueño de Easa, sonó el teléfono.
El padre Girolamo di Pazzi necesitaba ver a Maureen con urgencia.
Ciudad del Vaticano
En la actualidad
—¿SABE LO QUE ES ESTO?
Maureen contempló las páginas amarillentas del manuscrito que descansaba sobre el escritorio del padre Girolamo, y negó con la cabeza en respuesta a la pregunta del anciano sacerdote. No sabía con exactitud qué era, y por lo tanto no estaba mintiendo.
—Mire con atención —dijo el hombre con voz ronca—. Esto, en concreto. —Le tendió una página y ella la aceptó—. A ver qué opina.
Maureen pegó un bote cuando el papel entró en contacto con sus manos. Aquellas páginas albergaban poder. Poder verdadero. Contempló los versos, con más curiosidad que cautela.
—Están en francés. Lo siento, no lo hablo muy bien.
—Da igual. No hace falta que traduzca estos versos con su mente. Los ha de traducir con el corazón. Pruebe.
Leyó la primera línea en francés. Le temps revient.
—El tiempo vuelve —dijo en voz baja.
El padre Girolamo asintió.
—Ya sabe lo que es.
Estaba convencida de que sostenía en sus manos un fragmento del Libro Rosso, o al menos una traducción antigua. Pero no podía admitirlo. Si lo hacía, revelaría que el manuscrito de Matilda estaba en su poder, y a estas alturas no estaba dispuesta a hacerlo. Habría demasiadas preguntas. Si bien Peter estaba seguro de que el padre Girolamo era de confianza, Maureen no confiaba en nadie dentro de los muros de Ciudad del Vaticano. Además, no habían permitido que Peter la acompañara, lo cual era sospechoso. El sacerdote insistió en que la reunión estaba limitada a ellos dos.
—¿Es… poesía? —preguntó Maureen sin convicción.
El anciano procuró disimular su creciente irritación y le habló con dulzura.
—Es una profecía. Escrita en cuartetos. ¿Puede continuar leyendo?
Maureen miró los versos, con manos temblorosas. ¡Sí!, tuvo ganas de gritar. Podía continuar leyendo, y sabía el significado de las palabras, y quién las había escrito. La página que sostenía en las manos resonaba en todo su cuerpo.
—Choisi… —murmuró. El francés parecía medieval, o quizá de principios del Renacimiento—. Algo acerca de ser elegido. Hay un montón de palabras sobre el amor… Es lo único que sé traducir, lo siento.
El padre Girolamo palmeó su mano con delicadeza.
—No se precipite, hija mía. Tómese su tiempo y relájese. No quería someterla a tal presión. —Sacó otra página. Parecía la primera del manuscrito—. A ver qué opina de esto.
Era una página de dedicatoria, y logró descifrar que su destinatario era el papa Urbano VIII. Se interrumpió cuando llegó a la línea siguiente.
Les Prophéties de Nostradamus.
—¿Nostradamus? —preguntó Maureen, confusa.
—Sí, sí. Se han atribuido a este famoso francés.
Era incapaz de negar con la cabeza o protestar, ni tampoco podía aceptar que sabía que no eran obra de un médico francés de Provenza del siglo XVI. Pero no tuvo que hacerlo.
—Pero como ya sabe usted —el padre Girolamo le guiñó el ojo con expresión de complicidad—, estas profecías no son obra del famoso francés. Dígame, ¿qué cree que podría significar Les Prophéties de Nostra Damus?
Separó las sílabas del nombre a propósito, lo cual consiguió que Maureen lanzara una exclamación ahogada.
Oculto a la vista de todos. Las Profecías de Nostra Damus.
—Las Profecías de… Nuestra Señora.
Maureen llamó a Tammy al móvil, mientras atravesaba la plaza de San Pedro en busca de su propio Pedro.
—Debemos una disculpa a Nostradamus —dijo cuando su amiga contestó desde el château de Arques.
Luego continuó explicando lo sucedido en el despacho del padre Girolamo.
—Nostradamus no era un plagiario. Estaba protegiendo las profecías. Las protegía e intentaba que su generación las comprendiera. No podía salir a la calle y decir: «Éstas son las profecías de la hija de Jesús», cuando la Inquisición estaba al acecho al otro lado de la frontera. Así que las escondió a la vista de todos, dentro de su nombre, el nombre que su familia había adoptado a propósito cuando se convirtió a una orden muy concreta del cristianismo. Una Orden con O mayúscula.
Cortó cuando vio que Peter se acercaba, y prometió a Tammy que la llamaría más tarde y le contaría los detalles de lo que estaba aconteciendo en Roma.
El padre Girolamo estaba muy complacido con la entrevista. Aunque sabía que Maureen estaba ocultando algo, también había visto su reacción a las páginas del manuscrito. Sería paciente y bondadoso con ella, y esperaría. Estaba muy seguro de que la curiosidad de esa mujer la impulsaría a volver para averiguar más cosas.
Salerno
1085
GREGORIO VII SE ESTABA MURIENDO.
Los últimos años de su vida habían puesto a prueba los límites de su fe. De haber gozado de la oportunidad de estar al lado de Matilda durante aquellas pruebas, habría aguantado lo que Dios le hubiera deparado, pero llevaban ocho años separados, desde aquella última noche en Roma. Era extraño, pero ambos habían sabido que era su última noche juntos. Cuando ella le envió el retrato nada más llegar a Toscana, fue su forma de reconocer que no estaban destinados a encontrarse de nuevo en su envoltura terrenal. Pese a su naturaleza de reina guerrera, la condesa era una mística muy dotada. Sabía que su separación iba a ser definitiva.
También sabía, al igual que él, que su separación sólo era física. Sus espíritus estaban unidos, sus corazones y sueños eran uno y el mismo. Matilda había demostrado una y otra vez que era la más leal y devota de las almas. Cuando Enrique IV marchó sobre Roma, ella envió a todos los hombres de Toscana que pudo reunir para defender a Gregorio. Cuando no quedaron suficientes hombres en Toscana, vendió todo lo que tenía y contrató a mercenarios de toda Europa. Hasta fundió sus joyas particulares, salvo el anillo que le habían dado el día que cumplió dieciséis años. Desvalijó sus propios monasterios e iglesias, liquidó todo cuanto pudiera ser utilizado para apoyar la causa del Papa. Durante los dos últimos años, Matilda de Toscana había dilapidado su fortuna personal para defender al hombre al que amaba y apoyar su causa mutua. Que eso no fuera suficiente, que fuera incapaz de salvarle, era su mayor congoja.
Después de una lucha larga y sangrienta, Enrique IV había logrado deponer a Gregorio VII e instalar un Papa títere en el trono de San Pedro. Roma era un caos. Gregorio se vio obligado a exiliarse a la ciudad costera de Salerno, donde su familia poseía grandes propiedades. Intentó reclutar el apoyo de los aliados normandos, pero el dominio de Enrique en Italia era absoluto. El papado de Gregorio había terminado, y con él su vida. En su exilio, no pudo escribir a su amada, ni salvar a Roma y a su Iglesia del tirano que se autoproclamaba rey. Había perdido la voluntad de continuar adelante, y la enfermedad le estaba minando.
Llamó a uno de sus hombres de confianza y le pidió que escribiera una última cara. Rezó para que pudiera llegar a su destino, a través de las llanuras asoladas por la guerra de Italia. Entregó al hombre uno de los escasos tesoros que le quedaban, un anillo de oro con la efigie de san Pedro tallada en una cornalina, y le hizo jurar que el paquete llegaría a su destino. Que el hombre fuera honrado e intrépido fue el regalo final de Dios a Gregorio VII antes de que abandonara la tierra para ascender a los cielos el 25 de mayo de 1085.
En sus últimas palabras, dictadas a un escriba, Gregorio VII susurró:
—He amado la justicia y odiado la iniquidad. Por consiguiente, muero en el exilio.
Canossa
Junio de 1085
CONN COMUNICÓ a Matilda la noticia de la muerte de Gregorio, aunque no la sorprendió. Sabía cuándo había sucedido, en qué minuto de qué dia
—No pierdes la otra mitad de tu alma sin sentirlo en todas las fibras de tu ser —dijo en voz baja—. Hace semanas que le lloro. Mucho antes de que la noticia llegara a Canossa.
El guerrero asintió. Había estado ausente en una crisis militar tras otra, y no había podido estar a su lado para consolarla tal como él habría deseado. Se la veía majestuosa en su dolor, como una reina que había perdido a su rey, pero sabía que tenía una obligación para con su pueblo.
—Tilda, un mensajero ha traído un paquete hoy. De Salerno.
Ella tragó saliva. No lo esperaba. Recibir un mensajero de Salerno en Toscana, con el clima actual de guerra generalizada, era casi imposible. Que hubiera llegado sano y salvo sólo podía deberse a la protección divina. Tomó el paquete de manos de Conn y lo abrió con cuidado, mientras musitaba una oración de gracias por la llegada de algo que tal vez le concedería un postrer momento con su amado.
El paquete contenía el retrato de ella y Guidone, la imagen en azul pintada como una virgen y el niño que había enviado a Gregorio cuatro años antes. Leyó la carta que lo acompañaba:
Mi amada, mi perfecta, mi dulce paloma:
Cómo te echo de menos, cómo te he anhelado en estos tiempos difíciles. Si bien Dios ha elegido abrumarnos con estas terribles pruebas, ninguna más dolorosa para mí que no poder decirte cuánto agradezco todo lo que has hecho, entregado y sacrificado por nuestra idea del amor y la igualdad. Sé los sufrimientos que te ha causado, a ti y a tu pueblo. Rezo muchas veces al día para que Dios te proteja y tu fe te traiga la paz.
Como mis días sobre la tierra se están acabando (lo más probable es que me haya reunido con nuestros padres en el cielo cuando recibas esta carta), quería devolverte este retrato. Pues es el único objeto que me ha conservado con vida durante el terrible período del exilio. Era esta imagen de tu fuerza, y de la promesa de Guidone, la que me dio esperanzas cuando no existían. Era el recordatorio de tu belleza, y de la naturaleza sagrada de nuestro amor, lo que me insufló energías. Este retrato es la posesión más valiosa de mi vida, y como voy a morir no quiero que se pierda. Por tanto, te lo devuelvo, para que sepas lo que ha significado para mi corazón y espíritu durante estos años que ha estado en mi posesión.
Mis últimas palabras para ti, amada mía, son éstas: no llores por mi desaparición. Celébrala. Pues ahora podré estar a tu lado cada día, y nada, ninguna fuerza humana o terrenal, me separará de ti. Lucharé a tu lado por la verdad y la justicia.
Semper. Siempre.
Conn, que estaba detrás de ella mientras leía, la dejó sola cuando vio que su cuerpo empezaba a estremecerse. Mientras avanzaba a toda prisa por el pasillo para concederle la privacidad que iba a necesitar, oyó la explosión de sollozos que resonaban en las antiguas piedras de Canossa. Nunca, en toda su vida, había oído algo más sobrecogedor que el dolor de Matilda.
Os digo que sólo hay dos mandamientos que deben importar a todos los hombres y mujeres en todo momento, y son:
Ama a Dios, tu creador en el cielo, con toda tu alma y corazón.
Ama a tu prójimo como a ti mismo, consciente de que todos los hombres y mujeres son tu prójimo, pues al amarlos, amas a Dios. Muchos buscan en la tierra sin darse cuenta de que están mirando el rostro de la divinidad cada día, pues la divinidad se encuentra en cada uno de nosotros.
Si toda la humanidad viviera a tenor de estos mandamientos en todo momento, no habría guerras, injusticias ni sufrimientos. No hay leyes de ayuno, práctica o sacrificio. Hay leyes de amor.
¡Cuán sencilla es la verdadera voluntad de Dios!
Quienes tengan oídos para oír, que oigan.
DEL LIBRO DEL AMOR,
TAL COMO SE CONSERVA EN EL LIBRO ROSSO